¿Qué está en juego cuando elegimos en democracia?

Vniversitas, núm. 136, 2018

Pontificia Universidad Javeriana

Carlos Andrés Uribe Piedrahita a

Pontificia Universidad Javeriana, Colombia


Los procesos electorales, siendo reduccionistas, son una fórmula estricta para señalar quién gana unas elecciones. Sin embargo, estos procesos pueden ser tan complejos que no siempre el candidato que obtiene la mayoría de votos es el elegido para ocupar un cargo de representación. Tenemos como ejemplo varias decisiones de esta naturaleza en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos: la última fue en las presidenciales entre Trump y Clinton. La segunda obtuvo un mayor número de votos individuales, pero el primero fue el ganador del proceso electoral. En ese país, la elección de presidente se presenta en un proceso de dos fases, en el que primero, cada Estado de la Unión es valorado con un número de colegios electorales. En ese proceso, existían 538 votos de colegios electorales, y quien desee ser presidente tiene que obtener 270 de estos.

Reconociendo la complejidad de todo sistema electoral, la lectura que se hace de estos procesos es variopinta, en especial, al atribuir propiedades informativas que no son estrictamente derivables de los resultados electorales. En nuestro caso, el plebiscito sobre el acuerdo de paz de 2016, cuando el Sí fue derrotado por el No, y hubo un desacuerdo respecto a lo pactado por el Gobierno y las FARC-EP, los promotores del Sí, en especial el Gobierno, consideraron que este era un mandato para modificar y renegociar lo que hipotéticamente se pensaba como los puntos que representaban las objeciones específicas de los votantes del No. Posterior a dichas negociaciones y modificaciones, se firmó el acuerdo de paz sin un nuevo plebiscito. Este hecho, tomado como ejemplo, nos permite preguntarnos: ¿El resultado de unas elecciones es un instrumento efectivo para derivar información diferente de la que efectivamente se está votando, esto es ganadores y perdedores? ¿Qué grado de presunciones implícitas y explícitas se encuentran en los resultados de un proceso electoral?

Hasta hace poco, la democracia liberal se percibía como el mecanismo triunfante de los Estados modernos y el proceso electoral reflejaba una decisión de la mayoría, que en último grado no estaba destinada a afectar el proceso democrático en sí. Quien obtenía el beneplácito de la mayoría, se constituía en gobierno y quien perdía en oposición. Esta idea concuerda con la visión de Francis Fukuyama, del fin de la historia, en la que el Estado liberal republicano se expandiría como reflejo de los ideales de la Revolución Francesa.

Sin embargo, hoy asistimos a un escenario democrático complejo, resultado de elecciones que ponen en peligro el futuro democrático. En Estados Unidos algunos describen el voto a favor de Trump como un fenómeno político, que atenta contra la tradición de favorecer a los aliados democráticos, que dan paso a relaciones políticas en beneficio de Estados autoritarios.1 Esta idea se identifica de forma más clara en otros Estados como Rusia y Turquía, donde el sistema democrático, sin estar anulado, refleja pocas alternativas sobre la competencia democrática. Teniendo claro que la discusión sobre el alcance del proceso democrático recae sobre valoraciones de grados, esta apreciación también podemos hacerla con respecto a nuestro vecino, Venezuela y en algún grado, sobre los procesos reeleccionistas que ha vivido nuestro país en los últimos tres lustros. Atendiendo a esta visión, el proceso actual se acomoda más a lo señalado por Samuel Huntington: “[…] las sociedades que suponen que su historia ha terminado son habitualmente sociedades cuya historia está a punto de empezar a declinar” (2005, p. 409).

En esta línea, debemos ser conscientes de que el trasfondo del sistema electoral, su aspecto institucional no formal, ha sufrido una transformación vertiginosa en las últimas décadas, especialmente en la desintermediación en la información, la inmediatez de la opinión, la atomización de agentes con capacidad de influencia, la popularización de la manipulación de los contenidos (a tal punto que ya existe un sustantivo para ello: la posverdad), una creciente desconexión de las generaciones más jóvenes sobre la representación que ofrece la actividad política, una constante división mitocondrial de los partidos políticos y sus miembros, etc.

Históricamente la representación se enmarcaba en una búsqueda de la legitimación popular, partidista y cuasi estamental por medio de relaciones más estructuradas que, en un importante grado, se oponían a formas diferentes de gobierno que no fuera el democrático, especialmente contra la dictadura. Estas formas de representación no implican per se una mejor democracia, señalan una configuración estructurada menos compleja, pero a su vez más excluyente. Hoy, las relaciones sociales de cara a la democracia son diferentes en su estructura. Su actual comportamiento se asemeja más a una red, en la que cada nodo que permite las uniones se encuentra empoderado, conformando una malla social distribuida que modifica las variables establecidas del conocimiento sobre la política y el funcionamiento del Estado, para dar paso a una descentralización de la opinión y de la defensa de intereses más específicos, que no tienen un cobijo partidista tradicional y que incentivan otras formas de manifestación electoral.

No se debe perder de vista que la democracia permite la toma de decisiones colectivas sobre la justicia, la moral y el bienestar colectivo como expresión de la dignidad de los individuos, pues ningún ser humano ha nacido para gobernar y ser gobernado. Ese resultado es la consecuencia del autogobierno y de la libertad de participar en la toma de decisiones colectivas. Siguiendo esta línea, para que estos efectos colectivos se presenten en una sociedad, la democracia debe cumplir una función simbólica2 en el sentido de que, aún si su ejercicio se muestra como la representación de la polarización o del campo de discusiones bastante antagónicas (y a veces insufribles), la existencia del proceso democrático, bajo las formas determinadas por la sociedad, refuerza la identidad del grupo. Lo que está en juego cuando elegimos en democracia es el propio mito, el proceso democrático. En conclusión, el imperativo democrático es cuidarse a sí mismo, quien sea el elegido en dicho procedimiento es tan importante como el hecho de que más temprano que tarde, habrá otra elección y así sucesivamente. En cada elección, la victoria será la democracia.

Bibliografía

FUKUYAMA, FRANCIS, The End of History and the Last Man (New York, Free Press, 1992).

GARCÍA VILLEGAS, MAURICIO, La eficacia simbólica del derecho, 2ª ed. (Bogotá, Debate, 2014).

HUNTINGTON, SAMUEL, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (Barcelona, Paidós, 2005).

YASCHA, MOUNK, The People vs. Democracy. Why our Freedom is in Danger and How to Save It (Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 2018).

Notas

1 MOUNK YASCHA, The People vs. Democracy. Why our Freedom is in Danger and How to Save It, Cambridge, Harvard Law Review (2018).

2 MAURICIO GARCÍA VILLEGAS, La eficacia simbólica del derecho, 2ª ed. (Bogotá, Debate, 2014).

Notas de autor

a Editor, Revista Vniversitas. Director de la Maestría en Derecho Económico. Correo electrónico: uribecarlos@javeriana.edu.co

Información adicional

Para citar este artículo/To cite this article: Uribe Piedrahita, Carlos Andrés, Editorial: ¿Qué está en juego cuando elegimos en Democracia?, 136 Vniversitas, 1-2 (2018). https://doi.org/10.11144/Javeriana.vj136.qejc

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