Un servicio peligroso. El mito de la brujería y las parteras en Nueva España*

A Dangerous Service. The Myth of Witchcraft and Midwives in New Spain

Cuadernos de Literatura, vol. 25, 2021

Pontificia Universidad Javeriana

Alberto Ortiz a

Universidad Autónoma de Zacatecas, México


Brenda Ortiz Coss

Secretaría de las Mujeres del Gobierno del Estado de Zacatecas, México


Recibido: 29 junio 2019

Aceptado: 29 agosto 2019

Publicado: 20 agosto 2021

Resumen: El presente texto pretende explicar la relación que hay entre la persecución inquisitorial, el mito de la brujería y el oficio de la partería. La época que abarca el virreinato de la Nueva España proporciona los ejemplos para reafirmar los peligros de esta relación cuando la Inquisición se hacía cargo de los casos; dado que el Tribunal del Santo Oficio estuvo interesado en las actividades médicas que parecían peligrosas para el adecuado funcionamiento de la fe y la moral. Obviamente, el oficio de partera ponía a sus practicantes en una situación delicada, tanto por la vinculación con el mito de la brujería como por la competencia contra la medicina autorizada.

Palabras clave:brujería, Inquisición, medicina, mitos.

Abstract: The present text aims to explain the relationship between inquisitorial persecution, the myth of witchcraft, and the profession of midwife. The viceroyalty of New Spain provides examples that reaffirm the dangers of this relationship when the Inquisition took charge of the cases; given that the Court of the Holy Office was interested in medical activities that seemed dangerous for the proper functioning of faith and morals. Obviously, the midwifery scope of practice puts its practitioners in a delicate situation, both because of its link with the myth of witchcraft and because of the competition against authorized medicine.

Keywords: witchcraft, Inquisition, medicine, myths.

Introducción. Creencias comunes alrededor de la brujería

El mito de la brujería está compuesto por variados y sorprendentes episodios, entre los que se destaca el vuelo nocturno, las asambleas de brujos o aquelarres, las posesiones diabólicas y el pacto con el diablo. Justo en este último fenómeno, los tratados demonológicos1 y el imaginario popular han detallado las características necesarias para el contrato. De acuerdo a la tradición discursiva en contra de la magia, el pacto diabólico expreso, es decir, aquel firmado intencionalmente con el nombre y la sangre del pactante, compromete al hombre o mujer a constreñirse al mal, renunciar al bien, adorar a Satán, pertenecer a la secta diabólica de la brujería y realizar una serie de crímenes contra Dios, la Iglesia y los cristianos.

El compromiso de obediencia sociópata incluye el infanticidio, es decir, uno de los crímenes principales que hay que perpetrar consiste en sacrificar la mayor cantidad de infantes no bautizados posible. Este peculiar interés por el asesinato de niños recién nacidos tiene dos explicaciones dentro del esquema imaginario de la brujería: diezmar la grey de los cristianos y tener suficiente materia prima para elaborar el ungüento necesario para volar en el sabbat. En el primer caso, la inquina diabólica intenta acabar con la humanidad y, en el segundo, dotar a sus adeptos de secretos y poderes, al tiempo que infama la obra de Dios. Recuérdese, además, que el relato del aquelarre describe una comida colectiva, cuyo platillo principal es la carne de niños robados, aderezada con ingredientes repugnantes, todo sin sal. Como lo señala Walter Stephens:

Las brujas matan niños. Las brujas son caníbales y su comida favorita son los niños, como lo descubrieron Hansel y Gretel. Las brujas son cocineras y su utensilio favorito es el caldero, en el que preparan horribles y repugnantes comidas y pociones. Estas son ideas comunes y muy exageradas en los cuentos de hadas. (241; traducción propia)

Por si fuera poco, las brujas están obligadas a ofrendar ante los demonios a sus propios hijos, para hacer un sacrificio o para continuar la estirpe mágica. Una de las tradiciones más comunes en la supuesta práctica de la brujería es que las hijas o nietas de una bruja heredan su oficio y facultades.

La creencia en la brujería presupone la preeminencia femenina en la secta de acólitos del diablo. Las brujas fueron particularmente temidas, puesto que se creía que eran capaces de provocar pestes, epidemias y toda clase de calamidades por una vinculación particular que guardaban con la naturaleza. En España, el miedo a las brujas fue moderado hasta el siglo XV y se concretó con reservas durante el XVI; sin embargo, “en comparación con los demás países europeos, las brujas acusadas en España por actos de hechicería recibían el menor castigo posible e incluso en muchos casos fueron puestas de nuevo en libertad sin sufrir ninguna sentencia” (Belhmaied 66). Como ejemplo de la posición moderada de las autoridades frente al tema de la brujería, se encuentran las acciones de Alonso de Salazar y Frías, inquisidor que enjuició a brujas y brujos de Navarra bajo la premisa de que las acusaciones en su contra carecían de fundamento y se trataban, únicamente, de chismes y cuestiones surgidas de la ignorancia de la gente (Caro 265-328). En un informe dirigido a la Suprema Inquisición realizado en 1612, Salazar y Frías afirmaba que “no hubo brujas ni embrujados hasta que se habló y se escribió de ello” (Escudero 42).

Los acusados, en mayor porcentaje mujeres, fueron sometidos a tormento, es decir, a tipos de tortura entre los que se encontraban “los cordeles, el agua en combinación del llamado burro y la garrucha” (Belhmaied 65). También, se castigaba a los reos con la confiscación de sus bienes y con castigos simbólicos o prácticos que podían durar años y traspasar generaciones. Para este tiempo, la imagen de la bruja estaba enraizada en la idiosincrasia comunitaria; a contracorriente de los castigos previstos, la mayor parte de las acusadas fueron mujeres pobres, viejas e ignorantes que simplemente vieron en el aprendizaje y transmisión de algunos hechizos y conjuros, relativamente inocuos, la manera de ganarse la vida.

Tras la persecución de la bruja se encuentra el vínculo del género y los demonios, la misoginia imperante y, especialmente, el temor social nacido del discurso preventivo y el desconocimiento de la identidad femenina. La incógnita que el cuerpo de la mujer presentaba a los médicos y eruditos del pasado nunca fue resuelta del todo, así que cundieron fabulaciones y supersticiones que relegaron a las mujeres hacia un ámbito negativo, además de su tradicional marginación del poder y el conocimiento oficial.

Por lo tanto, dentro de la larga confección y tratamiento inquisitorial del mito, que abarca del Medioevo al Barroco, las actividades femeninas de ámbito público y privado se enlazaron con las prácticas mágicas.2 Así, animales y utensilios domésticos, digamos el gato, el perol y la escoba, forman parte del entramado simbólico que rodea al estereotipo de la bruja. Lógicamente, los oficios femeninos, en especial aquellos vitales para el ritmo comunitario —como la partería—, se impregnaron de los prejuicios que vincularon a la mujer y al mal preternatural. Siempre según el fabuloso mito de la brujería, ser partera, comadre o comadrona pareció una estratagema para robar y matar infantes. Independientemente de las supersticiones, si durante un alumbramiento algo sale mal, entre los afectados subyace la sospecha del error o la premeditación de la maldad humana.

En uno de los apartados más inquietantes acerca del asunto, “Pregunta VI. Acerca de las brujas que copulan con los demonios. Por qué las mujeres son las principales adeptas a las malvadas supercherías” (Kramer y Sprenger113-125; cursivas del original), los autores del Malleus maleficarum intentan responder a varias cuestiones específicas para descubrir cómo funciona la vinculación de las mujeres con los demonios. El punto de partida está cargado de fantasía sexual, pues creen que, de algún modo, los demonios copulan con algunas mujeres, por lo que se preguntan de qué está compuesto el cuerpo que el maligno adopta para tal efecto, cómo se trasvasa el semen, cuándo y dónde acontece el ayuntamiento carnal, y si alguien puede verlo (Kramer y Sprenger 113-114). Dado que ese contacto representa uno de los puntos execrables del mito de la brujería, les preocupa sobremanera analizarlo, así que dedicarán el capítulo IV de su texto a describirlo; pero, antes de establecer la dinámica erótica supranatural, tratan de exponer lo que consideran que es la identidad perversa femenina a través de cuestionamientos. La duda inquisitorial consiste en saber, primero, “[¿]por qué estas aberraciones se producen en este sexo, tan frágil, antes que en los hombres[?]” (Kramer y Sprenger 114), y, segundo, ¿qué tipo de mujeres realizan tales actividades?, en cuyo caso destacan la malignidad de las parteras. Los autores dominicos sospechaban que detrás de las actividades de las comadronas podía estar la brujería que tanto les obsesionó.

No es aventurado afirmar que, aunque la teoría patrística detrás de la conceptualización de la brujería se basaba en Tomás de Aquino —la cual “divulgaba que el diablo o el demonio podía actuar también en la tierra y causar males a ciertas personas” (Belhmaied 63)—, fue el Martillo de las brujas el texto que oficializó la inquina contra el oficio de las parteras, las cuales, durante la época de cacería de brujas —que se extendió desde el Renacimiento hasta los inicios de la Ilustración—, serán uno de los blancos predilectos de los inquisidores.

El trabajo de la partera se interpretaba como un crimen debido a la envidia profesional, pues la partera usurpaba el papel del cura del pueblo. Gracias a su posición privilegiada como curandera, podía hacerse antes con el niño y “bautizarlo” en nombre del diablo, mientras que el cura, que debía acudir corriendo desde la rectoría, siempre llegaba demasiado tarde (Barstow 148).

Para varios investigadores del asunto, la competencia entre curanderas, médicos y sacerdotes creció a tal grado que el mito se enriqueció con el episodio de los niños asesinados, robados o encomendados al diablo justo en el momento de nacer, a instancias de algunas comadronas o parteras, señaladas como brujas.3

Oficio y normatividad

El oficio de ayudar al alumbramiento transitó en el Imperio español entre la irregularidad, la necesidad y la persecución. Fue hasta 1750, a instancias de la solicitud expresa de Fernando VI al Tribunal del Protomedicato, que las parteras pudieron examinarse y acceder a una licencia, luego de que “el cuidado de las madres y los partos permanecieron sin cambio desde ese largo periodo de Fernando e Isabel hasta mediados del siglo XVIII” (Lanning 428).

La preocupación por normalizar el oficio produjo sendos manuales, instructivos y reglamentos que intentaron transmitir el saber académico de la época a las practicantes líricas, cuya efectividad dependía de la experiencia acumulada y la destreza o capacidad de respuesta ante las emergencias del parto. El autor de una de esas instrucciones afirma en el prólogo:

Por un número grande de experiencias fatales sabemos, que ellas no pocas veces hacen perecer a un mismo tiempo a la parturienta y al infante ¿y esto quién duda que sucede por no haber en ellas los conocimientos y requisitos necesarios para su conservación? (Raulin 3) 4

El enfoque de este médico francés resulta refrescante, pues ya no adjudica la muerte de los pacientes a la brujería encubierta de las comadronas, sino a su falta de instrucción, la cual se pretende remediar.

Sobre la reglamentación relativa a su práctica, en el capítulo XVI de la Recopilación de Miguel Eugenio Muñoz (1751) se enumeran cinco artículos “De las parteras”: en el primero, “Del examen antiguo”, se especifica que los exámenes aplicados a las parteras dejaron de hacerse por “los excesos que en esto se cometían”, por lo que

por más de dos siglos han permanecido en los Reinos de Castilla las parteras, sin otro examen, aprobación, o título, que el hereditario (por decirlo así) de su práctica; pasando de una a otras, por las respectivas conexiones, el nombre, y el Oficio de tales. (Muñoz 308)

Si alguna partera buscaba, a pesar de las oposiciones, obtener una licencia para ejercer su labor, recibía a cambio por parte del Protomedicato un testimonio o despacho en el que se prohibía su examen. En el segundo artículo, “De la nueva forma del examen de las parteras”, la voz del rey lamenta “las tragedias, y lastimosos sucesos” que estaban sucediendo en ciudades y poblaciones de Castilla:

No solo en las mujeres, que según su edad y robustez prometían naturales, y felices partos, sino también en las que abortaban por accidente, muriendo infelizmente unas, y otras, con desgracia de las madres y sus criaturas; naciendo este irreparable daño, de la impericia, y mala conciencia de las mujeres llamadas parteras, y de algunos hombres, que para ganar su vida habían tomado por oficio el partear. (Muñoz 309-310)

Todo esto, indica la voz de Fernando VII, se da a causa de la suspensión de exámenes por una razón sin vigencia. Además, añadía, si parteras y parteros podían verter testimonios en tribunales eclesiásticos y reales, en causas importantes o matrimoniales relativas a sucesiones hereditarias y mayorazgos, era porque se les consideraba peritas y peritos, lo cual “a todas luces repugnaba”, pues carecían de legitimidad. Así, el rey manda que parteras y parteros se examinasen, de manera que nadie pudiera ejercer la partería sin el necesario conocimiento de la teoría y la práctica. Todo lo anterior implica que el interés por la atención que recibían las parturientes tenía cierta relevancia, pero los instrumentos de gobierno no alcanzaban para cubrir las necesidades.

Además, el mandato real se extendió a la redacción de una cartilla de instrucciones claras, dispuestas como preguntas y respuestas, con el objetivo de ilustrar a mujeres poco instruidas y revalorar el oficio. Según el prólogo a la Cartilla nueva… (1750) de Antonio Medina:

En vista de esta representación, habiendo S. M. tomado dictamen de su Supremo Consejo de Castilla, ha resuelto, que todas las mujeres que viven de este oficio y las que en adelante le hubiesen de ejercer, sean examinadas, así en teoría como en práctica, por el Protomedicato, y que para este efecto se forme una cartilla, por la cual se instruyan para el examen, y no mereciendo en este la aprobación; queden privadas con grandes penas de ejercer dicho oficio.

En cumplimiento de esta real resolución, ha mandado el tribunal publicar esta cartilla, que contiene lo más principal que debe saber una matrona, las circunstancias que deben asistirla, y la obligación en que por razón de oficio se constituye. (2)

Los cirujanos romancistas5 compartieron con la partera la tarea de asistir los alumbramientos, aunque, a la postre, tuvieron la oportunidad de escalar de forma progresiva en la escena de la práctica médica, pues transitaron del empirismo y la ausencia de estudios universitarios a la posibilidad de recibir una cátedra en la Real Escuela de Cirugía.

Por otro lado, el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición se encargó de los asuntos concernientes a la fe católica, específicamente, de las prácticas consideradas como desviaciones de la doctrina. Sus raíces se remontaban a la Europa medieval y fue trasladado al Nuevo Mundo con la intención de que persiguiera los mismos fines que tenía en España. Uno de los temas más controvertidos respecto a la práctica de la fe estuvo relacionado con la medicina en distintos niveles; eran especialmente perseguidos los calificados de charlatanes en función de que sus prácticas tendían a la superstición y la idolatría. Entre ellos, es posible encontrar a las parteras que, sujetas a la autoridad del sacerdote, se encontraron involucradas en denuncias presentadas por vecinos de sus poblaciones, quienes, “para descargo de su conciencia” (fórmula encontrada con frecuencia en los expedientes), las delataron cuando les pareció que sus prácticas infringían la normativa eclesiástica, la cual era cotidianamente exhibida en los autos de fe. Sobre este tema discute Brian Levack, quien afirma que:

Lo mismo que las cocineras y las curanderas, las comadronas estaban también expuestas a ser objeto de cargos de hechicería. Hasta el siglo XVIII, cuando parteros y médicos comenzaron a ayudar en el alumbramiento, el nacimiento de niños se confiaba por completo a las mujeres. Varias de estas comadronas ⸺aunque, probablemente, no tantas como se creyó en otros tiempos⸺ fueron procesadas por brujería. El principal motivo que las hacía víctimas de este tipo de cargos era la facilidad con que podían ser acusadas de la muerte de los recién nacidos. En un tiempo en que una quinta parte de los niños moría en el parto o durante los primeros meses de vida y en que el infanticidio no era en absoluto un hecho raro, el cargo contra una comadrona por haber asesinado a un bebé por brujería era a la vez práctico y plausible y ofrecía a los padres que habían perdido a su hijo un medio de venganza. (Levack 183)

María Tausiet señala, en sus artículos sobre las comadronas-brujas en Aragón en los siglos XVI y XVII, que las acusaciones contra ellas estaban motivadas por variados conflictos en una etapa de cambios políticos, económicos y culturales, entre los que se encontraban el interés por hacer de la emergente obstetricia una actividad lucrativa para los nuevos especialistas, la fijación de sus supuestos males en tratados tan importantes como el Malleus maleficarum o bien la convicción de que la brujería demoniaca se relacionaba directamente con la naturaleza femenina (Tausiet, “Comadronas” 239, 243).

Más allá de estas ideas que afectaron la reputación de mujeres que en otros tiempos habían sido consideradas sabias médicas, la acusación de brujería funcionaba como un mero pretexto para instituciones e individuos, que utilizaban a la partera-bruja como un “chivo expiatorio” para encubrir actos prohibidos, delitos, frustraciones cotidianas e ira acumulada, pues “las acusaciones maléficas lanzadas por unos vecinos contra otros no eran sino formas de enmascarar conflictos muy diversos, desde los puramente económicos, pasando por las difíciles relaciones interpersonales, hasta los que tenían lugar en el interior de la propia conciencia” (Tausiet, “Brujería” 62).

Las instituciones estaban obsesionadas con la fecundidad femenina y la mortalidad infantil; también había preocupación por trastornos como la impotencia, la esterilidad y el aborto, que impedían el crecimiento poblacional; la muerte de los frutos de la tierra, tanto como la de los animales y humanos, provocaban desesperación, todo lo cual justificaba la represión hacia las supuestas culpables, las brujas. Los individuos, por su parte, lanzaban acusaciones contra una vecina sospechosa para tener la oportunidad de esconder sus propios actos de negligencia hacia los menores, pues “para saber si en un lugar determinado actuaba o no una bruja, lo fundamental era indagar si había habido criaturas muertas y cuál era la relación de la sospechosa con los padres de aquellas” (Tausiet, “Brujería” 65-66). Se asumía que la bruja había actuado en venganza, luego de alguna riña casera, contra los miembros más desprotegidos de la familia enemiga. Valga recordar que el infanticidio, utilizado como un sistema de regulación de la natalidad, era una costumbre arraigada que se prolongó hasta el siglo XVIII, cuando el hábito de dejar morir a los niños indeseados de corta edad cesó progresivamente (Tausiet, “Brujería” 70).

Tanto el aborto como el infanticidio, que constituían dos aspectos del control de la fertilidad, fueron transferidos al campo de la partería (el juramento hipocrático prohibía a los médicos suministrar abortivos) y, posteriormente, tras la implantación del modelo de sexualidad instituido por la Iglesia, condenados y castigados hasta el punto en que se atribuyó al conocimiento de las parteras una intención diabólica, que las convirtió en objeto de persecución y blanco de acusaciones de brujería.

Parteras e inquisición en la Nueva España

En busca de la consolidación de la conquista en la Nueva España, sobrevino una paulatina pero constante reinstalación de las instituciones medievales hispánicas. La Corona utilizó el modelo de la Inquisición que tenía en la Península para enseñarles a los indígenas recién convertidos las creencias ortodoxas, y, al mismo tiempo, fortalecer la doctrina en los colonizadores; de cualquier forma, dada la inercia del encuentro cultural, las religiones, tradiciones y costumbres ya existentes en el territorio conquistado propiciaron un sincretismo que favoreció prácticas consideradas como paganas o heréticas (Greenleaf 12-13).

Las parteras novohispanas debieron sujetarse al ritmo normativo antes descrito, pero era normal que su lirismo curativo y auxiliador dependiera del empirismo y la transmisión generacional. Por su parte, las autoridades lidiaron como pudieron con las mixturas culturales y las tradiciones herbolarias de la América prehispánica. Como indica Noemí Quezada:

Este ejercicio no estaba reglamentado en España ni en la Nueva España. En esta última la mayor parte de las mujeres que lo practicaban eran indias mestizas, formadas dentro de una tradición prehispánica, incorporando solo a las deidades y algunos medicamentos importados por los españoles. Eran vistas con desdén por doctores y cirujanos. (Quezada 23)

La misma autora informa que en la Nueva España, a partir de 1538, las parteras fueron supervisadas por médicos visitadores, aunque la cobertura de vigilancia era muy reducida y esporádica. Entre las denuncias que señalaron a los practicantes ilícitos de la medicina a lo largo del periodo novohispano se encuentran las que aludían a las parteras, en particular las que diversificaban sus actividades a prácticas de adivinación o hechiceriles.

Si el tema de la brujería ya representaba para las autoridades inquisitoriales un asunto de interés, el de la adivinación pareció más relevante, pues las predicciones del futuro contrariaban el principio del libre albedrío. Junto con los astrólogos y adivinos se encontraban, también, los hechiceros y nigromantes. Siempre que pareciera que en el ejercicio de un acto mágico podía haber detrás un pacto demoniaco, las autoridades atendieron la situación, aunque sin demasiada severidad. A quienes afirmaban haber tenido un contacto con el demonio se les acusaba de herejía, pero sin este elemento dicha acusación quedaba sin fundamento (Escudero 42).

La documentación inquisitorial muestra que algunas mujeres dedicadas a la partería optaban por crearse la fama de ser adivinas para atraer clientela interesada en recuperar lo perdido o encontrar lo deseado, ya fuese amor, suerte o riquezas. La habilidad de ciertas parteras para “barajar” conocimientos de diversas mancias jugó en su contra frente a las exigencias de la diversificación del saber médico universitario, cuyos beneficiarios arguyeron que su superstición e ignorancia las conducían a adoptar hábitos poco saludables cuando atendían a las embarazadas y a sus hijos.

El campo de la obstetricia se encontraba abandonado durante el periodo novohispano debido a que se reservaba a los cirujanos, a menudo no especializados en la materia, quienes estaban por debajo de la categoría de médicos; así, “el peso del gobierno rara vez recaía sobre la obstetricia”, pues, a diferencia de otras ocupaciones en las que era necesario cumplir con características precisas, la obstetricia no estaba en la mira del Protomedicato (Lanning 427, 375).

Verónica Susana García Vega realizó un análisis acerca de las parteras novohispanas inquiridas desde una perspectiva etnohistórica. Según su estudio, la Inquisición “recibió 23 denuncias y realizó cinco procesos” (se refiere a las denuncias que pueden encontrarse en el ramo Inquisición del Archivo General Nacional de Méxivo [AGNM]) durante los siglos XVI, XVII y XVIII. Las mujeres denunciadas tenían entre 30 y 60 años de edad. De todas ellas, nueve eran mulatas, cinco mestizas, tres españolas, una morisca, una negra y una india, con la aclaración de que tres denuncias no especifican la calidad de las parteras. El siglo XVII fue el más activo de la inquisición, con 12 denuncias y tres procesos en este rubro, de los cuales se deriva que seis de las parteras denunciadas eran viudas, cinco eran casadas y una era soltera. Respecto a las regiones de las denuncias del siglo XVII, se señala que la mayoría se dio en San Miguel de Culiacán, con seis casos; en la Ciudad de México, con dos, y con uno en Zacatecas. Los procesos derivados de estas denuncias se realizaron en Tlaxcala (García 50-51). Más adelante, se diversificaron los lugares en los que se llevaban a cabo las denuncias: “Cuatro en la Ciudad de México, una en Veracruz, una en Michoacán, una en Guanajuato, una en el real de Minas de Sultepec, una en Zacatecas, una en el actual estado de Hidalgo, una en Mérida; y se realizaron tres procesos, dos en Veracruz [solo la averiguación, puesto que los procesos se llevaron a cabo en la capital] y otro en la ciudad de México” (García 51), quizá porque el Tribunal del Santo Oficio se encontraba mejor organizado en el siglo XVIII que en los anteriores.

Las prácticas de la partería en el periodo novohispano pertenecían a un sistema de creencias populares, originadas del contacto de tres culturas —la indígena, la española y la africana—, que operaron a través de un “imaginario colectivo” y fueron calificadas como “supersticiones” por el Tribunal del Santo Oficio “cuando atentaban contra la ortodoxia católica […] porque las parteras fueron personajes públicamente reconocidos; y, por lo tanto, modelos de conducta” (García 9). Si bien algunas acusaciones no se vinculaban directamente con el ejercicio de la partería, otras tantas sí. Una de ellas, relacionada con retirar del cuerpo de la parturienta una figura conocida como agnus dei, se denunció siete veces en San Miguel de Culiacán, dado que fue censurada por el Santo Oficio en un edicto del 20 de octubre de 1626, lo cual indica el efecto inmediato de la prohibición en el ámbito local.

García Vega afirma que una motivación de las autoridades para perseguir a las parteras fue que eran mujeres y que, como tales, se encontraban marginadas, de manera que

en una época de marginación por parte de los hombres, es imposible no notar las diferencias que a través del tiempo se han manejado en cuanto al papel que desempeñan las mujeres en la sociedad, comparado con el rol masculino que, por lo regular, es el dominante. (García 28)

Merced a que las parteras siguieron ejerciendo su oficio como una forma de supervivencia para obtener recursos y algo de prestigio, mantuvieron activo el rol femenino heredado de la tradición prehispánica.

Aunque había semejanzas entre las prácticas de los médicos y de las parteras y parteros, también había notables diferencias; los médicos se ocupaban de la medicina interna, por lo que sus saberes eran filosóficos y teóricos y evitaban la utilización de procedimientos prácticos o mecánicos. A diferencia de ellos, los que curaban tenían un estrecho contacto con el cuerpo: tocaban, sobaban, untaban, apretaban y practicaban utilizando sus manos. La élite novohispana, a la que pertenecían los protomédicos, había heredado la idea de que el trabajo manual envilecía; además, las labores de manos, es decir, coser, bordar, cocinar, lavar, se categorizaban como “cosa de mujeres”. Que ellas no entraran a las universidades, sin embargo, no les impedía adquirir conocimientos sobre oraciones, conjuros y propiedades de la herbolaria que guardaban para sí con celo, porque sabían que este conocimiento podría acarrearles la persecución.

Poseer secretos acerca de las plantas u otros aditamentos (polvos, ungüentos, bolitas, palitos) es otra diferencia que tenían las curanderas y las parteras con respecto a los médicos, cuyo conocimiento era dogmático. Las mujeres que acudían a las parteras les preguntaban cómo se llamaba tal o cual cosa que les habían dado a beber, untar o rociar, sin obtener respuesta. Por ejemplo, en 1664, en la Nueva España, Estefanía de los Reyes le dio a Beatriz Tello “unos polvos” para que su marido pudiera dormir en la noche, pero, aunque siguió las instrucciones, su marido no se mejoró, por el contrario, comenzó a padecer una enfermedad de la vista y malestar general. Al indagar Beatriz sobre el remedio, temiendo que le provocara daño a su esposo, Estefanía solo respondió “que eran unos polvos muy buenos para dar sueño, que en otras personas se los había dado para que durmiesen sus maridos”, es decir, estaban “probados” y eso era todo lo que había que saber (AGN, Inquisición, vol. 599, exp. 15, f. 543v).

En 1798, la partera Lorenza se enfrentó a las autoridades por usar yerbas sin revelar su nombre, lo que ya había provocado desconfianza en su clienta María Canales, quien, ante sus dudas, no se administró las citadas hierbas como le había indicado la partera. María declaró

que sabe […] que habiendo estado enjuiciada la dicha vieja y aun presa en esta Real Cárcel, nunca declaró sobre la cualidad de las hierbas; y que aun habiéndola examinado en ese entonces de orden de la justicia el cirujano Moreno, y el boticario Espinosa, nunca quiso declarar el género de las hierbas, pues solamente respondió que así como ellos tenían sus remedios, ella igualmente tenía los suyos. (AGN, Inquisición, vol. 1313, exp. 12, f. 2)

La negativa de Lorenza para revelar su secreto evidencia que estaba convencida de que el cirujano y el boticario no formaban parte de su grupo, pues no eran curanderos como ella y, por lo tanto, no tenían legitimidad para conocer el nombre de sus remedios.

Que a las autoridades les preocupara conocer las artes, envoltorios y demás remedios que suministraban las curanderas se evidencia en el caso contra Agustina de Lara, quien le dio a Isabel de Tovar, su comadre, unos palitos envueltos en un trapo para que “su marido no se le fuese”, aunque ella no se los había pedido ni creía necesitarlos. Como no encontraba la manera de desembarazarse de los objetos regalados, los escondió en una caja y luego los movió de lugar en varias ocasiones hasta decidirse a quemarlos, acto que provocó el regaño del señor Inquisidor que recibió la denuncia, pues

advirtió y reprendió a la susodicha especialmente sobre el hecho de haber quemado de su propia autoridad los palitos, habiéndolos tenido en su poder tanto tiempo […] y advierta que siempre que tuviere, o viere que otra persona tiene cualquiera cosa de estas debe traerlo y manifestarlo a este Santo Oficio. (AGN, Inquisición, vol. 765, exp. 10, ff. 145v.-146)

Las parteras, que compartían con otros “especialistas” los conocimientos sobre el uso de plantas curativas, las facultades para diagnosticar la enfermedad, curarla o provocarla y la conexión con un mundo sobrenatural con el que entraban en contacto mediante rituales, infundían por sus supuestas capacidades cierto temor. En la denuncia hecha por Juan Zavala contra la partera Agustina Carrasco, este supone que dicha mujer, por vengarse de su esposa —que no la llamó para ayudarla en el parto—, había provocado que su hijo naciera muerto. Él y Francisca, su mujer, indagaron acerca de la fama de la sospechosa partera y fue su propia tía, Anica, quien les dijo que ella misma se encontraba enferma “de gorupos en lo más oculto de su cuerpo” por causa de Agustina, y que tanto a ella como a su esposo les constaba “que a otra infeliz preñada la tuvo nueve días padeciendo en su parto en tanto extremo hasta convertirla en doncella, sin que valieran súplicas, y ruegos para que se apiadara” (AGN, Inquisición, vol. 1378, exp. 10, f. 195). Es decir, el oficio de Agustina como partera, aunado a sus prácticas brujeriles (su tía relata que en una habitación que le había prestado descubrió objetos asociados con brujería, como un muñeco con espinas enterradas, enredado en cabellos), generaba que se le atribuyera la capacidad de atrasar los alumbramientos a voluntad, provocar enfermedades y dañar a las criaturas en el seno de sus madres, pues el hijo de Francisca al nacer presentó marcas extrañas en el cuerpo, como un hoyo en la frente y una herida en el cuello. Los comportamientos sospechosos de Agustina provocaban temor en la gente que la conocía, pero eso no impedía que siguieran recurriendo a ella para solucionar ciertos asuntos.

Las encargadas de practicar la partería solían ser indias, mestizas y mulatas, con significativas excepciones que incluían a españolas. No debe perderse de vista que la sociedad novohispana “no solo era racista, sino clasista, y donde las diferencias étnicas estaban muy vinculadas a las diferencias de clases sociales, donde, además, existía un ambiente de intolerancia total a cualquier creencia que no fuera católica” (Buelna 65). Es decir que, aunado a su condición de clase, el factor acerca de las creencias de estas mujeres como supersticiones podría presentarse como un agravante en las acusaciones que se les imputaban. Sin embargo, el caso de Petrona de Fuentes, española acusada de supersticiosa y nigromántica, muestra que la pertenencia a esta clase no le bastaba a una mujer para lograr su aceptación, pues debía, además, comportarse según la moral adecuada o atenerse a las consecuencias. Su caso ejemplifica la constante de los casos consultados: la vida de las parteras transcurría por lo regular en condiciones paupérrimas y ellas intentaban auxiliar su oficio con las artes adivinatorias o de curandería para paliar su situación. Petrona declara haber quedado viuda desde muy joven y a cargo de una hija, a la que sostuvo con su oficio de “costurera de calzones” y el “ejercicio de hilar el torno”, hasta que se vio obligada a abandonar dichas labores porque su salud ya no le permitió coser. Petrona no ahonda en las peripecias que la llevaron a tomar el oficio de partera y a añadir el de eventual “varera” para sostenerse a sí misma. Tras haber reunido los testimonios de los testigos que la señalaban como supersticiosa, fue remitida a las cárceles secretas del Santo Oficio en la Ciudad de México.

En 1664, Beatriz Tello declaró en el caso contra Estefanía de los Reyes, curandera y partera acusada de ser supersticiosa. Beatriz deseaba tener hijos en su matrimonio y en una conversación con la partera surgió su inquietud. Estefanía le recomendó bizmas en las caderas, que ella misma se encargaría de darle, y “una redomita de agua muy clara” para que la bebiera y de inmediato pudiera concebir. Pasaron los días sin que Estefanía enviara el remedio a Beatriz o acudiera a su domicilio para darle las bizmas. La declarante mandó preguntar a la partera por su “tratamiento”, pero esta le respondió que estaba esperando que su marido se retirara “porque las parteras cuando dan estos remedios a las mujeres dicen que los maridos no han de estar con estas”. Beatriz, no obstante su buena disposición, desconfiaba de los métodos de la partera, pues llegó a sospechar que lo que quería suministrarle en esa “agua muy clara” era, en realidad, peyote, entonces prohibido, aunque aceptó de buena gana “unos jarabes que ella hizo y trajo, que no sabe esta declarante de qué eran, pero lo dijo que eran para que la limpiaran a esta el cuerpo y la fueran disponiendo para poderse hacer preñada” (AGN, Inquisición, vol. 599, exp. 15, f. 544).

Es posible corroborar las prácticas médicas de las parteras en la Nueva España al examinar el caso de Josepha de Zárate, conocida como La Madre Chepa, procesada en 1721 por el Tribunal del Santo Oficio, acusada de supersticiosa. Josepha atendía en su propia casa de Veracruz a “la gente del mar”, es decir, a marineros recién desembarcados que no tenían dónde hospedarse y a algunos enfermos. Pablo Ferrer, declarante en el caso, recuerda que cuando llegó a casa de Josepha “vio tenía algunos enfermos, todos gentes de mar, a quienes asistía dicha Madre Chepa medicinándoles, cocinándoles, y en todos los demás ministerios que se ofrecían” (AGN, Inquisición, vol. 791, exp. 16, ff. 356-356v). A reserva de su carácter caritativo, Josepha también proveía ciertos objetos que recomendaba para atraer fortuna e incluía misteriosos rituales que inspiraban miedo en algunos de sus clientes y que despertaron la suspicacia del Santo Oficio; no obstante, “los servicios que esta mujer brindaba a su comunidad le dieron un lugar especial, lo mismo entre muchos hombres que entre muchas mujeres del puerto, personas que acudían a ella en busca de distinto tipo de encargos y auxilios” (Roselló 78).

Las labores como curanderas y sanadoras ejercidas por las parteras las conducían a menudo a diversificar sus actividades hacia la hechicería. Gracias a su posición, tenían acceso a tejidos femeninos desechados en el parto que luego utilizaban como objetos mágicos. La citada Madre Chepa dio a su denunciante Francisco Salas y a su amigo, Pablo Ferrer, “un envoltorio de pellejos secos y delgados” para tener suerte en el juego, el cual debía reposar debajo del ara donde se celebraba la misa para que recibiera sus efectos. Dichos “pellejos” consistían, probablemente, en fragmentos de placenta disecada o en un saco amniótico. La creencia de que el amnios podría atraer la suerte deriva de una antigua superstición que es común en varias culturas; se suponía que, al traer consigo un fragmento de este tejido, el portador adquiría la suerte que se predecía para el neonato (Tibón 57).

Conclusiones. Un oficio peligroso

El enlace entre mitología, superstición, creencia vulgar y erudita, o sea, lo que ahora se denomina imaginario colectivo, con la realidad muestra la capacidad incisiva de la tradición conformadora del mito; efectivamente, siendo la partería un oficio regular, que no es necesariamente regulado, pero que es cotidiano y tangible, tanto en la península como en la Nueva España, su ejercicio y sus ejercitantes se vieron impregnados de la sospecha y la fantasía derivada de la fabulación, a tal grado que la partera real tuvo fama de bruja, y la bruja, siendo un constructo de la cultura sincrética, ganó espacios vitales de referencia en la vida diaria.

La atención que los jueces inquisitoriales le proporcionaron no es sorprendente: parte esencial de su trabajo consistía en determinar las relaciones morales e interpersonales en el tránsito vida-muerte del sujeto; además, la brujería estuvo siempre emparentada con prácticas médicas heterodoxas; lo admirable es la subyacente preocupación de los vigías de la fe por controlar los aspectos mágicos, supranaturales y diabólicos del asunto. Para la mentalidad actual resulta claro que el instrumental utilizado por la hechicería, la yerbería y las demás actividades medicinales —alejadas del control oficial y del Protomedicato, pero necesarias ante la incapacidad de cobertura de este— contienen una forma física y funcionan gracias a las propiedades naturales de los ingredientes; brebajes abortivos, alucinógenos, sedantes, ungüentos, venenos y cordiales deben su materialidad al proceso de elaboración, al conocimiento de las virtudes de las plantas y a la adecuada relación entre afección, diagnóstico y receta. En cambio, para la mentalidad barroca, la milagrería, la fascinación, el encantamiento y la maravilla, ya fueran eventos divinos o diabólicos, poseían una importancia y veracidad indiscutibles.

Por ejemplo, en 1526, Fernando de Valdés, inquisidor general, convocó una reunión en Granada en la que se acordó que la población debía ser informada acerca de la temática de la brujería, a diferencia de la política que clamaba por guardar silencio frente al problema para evitar difundirlo. Los esfuerzos se enfocaron en instruir a los creyentes en la fe cristiana y asegurar, así, que las mujeres practicantes de brujería, hechicería y otras cosas prohibidas recapacitaran por sí mismas, con la advertencia de que reincidir les traería repercusiones más graves.

Por lo tanto, la obligación de creer y transmitir una supuesta batalla contra el mal diabólico y sus secuaces compelió a sacerdotes, inquisidores y letrados a vigilar, perseguir y castigar a las parteras, como si fueran brujas, sosteniendo que atrás de su vital oficio estaba el plan maligno de la rebeldía contra el orden divino. Frente a esta acusación fantástica, hija de la tradición brujo-maníaca y cargada de una pesada losa misógina, siempre se erigió la realidad llana: el servicio social de las parteras y el desempeño de un oficio que, en sus buenos tiempos, les permitía identidad y reconocimiento.

En suma, las funciones y dilemas de las parteras novohispanas fueron similares a las que tuvieron sus colegas españolas; en la práctica, estuvieron relacionadas con la resolución de conflictos y denuncias sociales, es decir, fueron escrutadas y vigiladas desde el ámbito de la justicia inquisitorial; permanecieron activas en el campo de la atención a la salud, el embarazo y el parto; debieron sujetarse a la normatividad de las cartillas, exámenes y autorizaciones implementadas durante el siglo XVIII, y formaron parte del grupo de los perseguidos, ligadas a los ámbitos de la hechicería y la superstición, lo que las llevó a figurar entre las filas de los inquiridos en la Nueva España.

Referencias

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Archivo General de la Nación (AGN), Inquisición, vol. 791, año 1721, exp. 16.

Archivo General de la Nación (AGN), Inquisición, vol. 1378, año 1792, exp. 10.

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Notas

* Artículo de investigación.

1 La lista de obras es amplísima, además del Malleus maleficarum, referente de muchos otros textos, sobresalen las obras de Jean Bodin, De magorum daemonomania (1581); Martín del Río, Disquisitionum magicarum (1600); Francisco Torreblanca, Epitomes delictorum in quibus aperta, vel occulta invocatio daemonis intervenit (1618); Gaspar Navarro, Tribunal de superstición ladina, explorador del saber, astucia y poder del demonio (1631), y Johann Wier, De praestigiis daemonum et incantationibus ac veneficiis (1660).

2 Aunque el delito más condenado por la Inquisición fue la herejía, las preocupaciones alrededor de la práctica de la brujería derivaron en importantes esfuerzos para contrarrestarla. A partir del siglo XVI se comenzó a perseguir en España a “otro” tipo de herejes, como los brujos, adivinos, astrólogos, hechiceros y nigromantes, a diferencia de lo que sucedía en otras partes de Europa, donde la persecución de este delito tenía siglos de haberse desatado.

3 Habría que considerar la marginación laboral de las mujeres durante la Edad Media y los siglos subsecuentes como un factor importante en el ejercicio de algunos oficios, en algunos casos, los únicos que las mujeres pobres, y sin el respaldo masculino requerido en ese entonces, podían realizar para su subsistencia. Al respecto, son esclarecedores los capítulos 5 y 6 de la obra citada de Barstow.

4 Se actualizó el uso de grafías y la ortografía.

5 Es decir, aquellos que no sabían Latín. La mayoría de los médicos connotados no ejercían directamente la medicina entre la sociedad común, sino que eran dueños de cátedras o servían a la nobleza.

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: albor2002@gmail.com

Información adicional

Cómo citar este artículo: Ortiz, Alberto, y Brenda Ortiz Coss. “Un servicio peligroso. El mito de la brujería y las parteras en Nueva España”. Cuadernos de Literatura, vol. 25, 2021. https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl25.spmb

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