Representaciones letradas de la radio, la prensa y el intelectual en dos novelas del bogotazo*

Lettered Representations of the Radio, the Press and the Intellectual in Two Novels of the Bogotazo

Héctor Melo Ruiz

Representaciones letradas de la radio, la prensa y el intelectual en dos novelas del bogotazo*

Cuadernos de Literatura, vol. 26, 2022

Pontificia Universidad Javeriana

Héctor Melo Ruiz a

Carleton College, Estados Unidos de América


Recibido: 19 julio 2021

Aceptado: 02 septiembre 2021

Publicado: 15 octubre 2022

Resumen: Este artículo analiza la representación de la radio y la prensa en dos novelas del bogotazo: El 9 de abril (1951) de Pedro Gómez Corena y La calle 10 (1960) de Manuel Zapata Olivella. Estas obras contienen dos visiones antitéticas sobre la revuelta popular. Mientras que el texto de Gómez Corena interpreta la violencia del bogotazo como una intervención del comunismo internacional, la novela de Zapata Olivella representa la revuelta como un intento fallido, pero perfectible, de una revolución armada por venir. Ambos textos formulan también una valoración antagónica sobre el papel de los intelectuales durante la revuelta y sobre los medios de comunicación masiva que estos intervienen. Este artículo estudia entonces, por un lado, cómo dichas novelas instrumentalizan la violencia del bogotazo, en favor de sus propios proyectos intelectuales y políticos. Y, por otro lado, cómo estas representaciones contienen una serie de ansiedades letradas sobre las masas urbanas, sobre la potencialidad de su violencia en la ciudad y sobre los medios de comunicación masivos.

Palabras clave:Bogotazo, Pedro Gómez Corena, Manuel Zapata Olivella, ciudad letrada, masas, gaitanismo, violencia colectiva.

Abstract: This article analyzes the literary representation of the press, radio, and intellectuals in two novels written in response to Bogotá's 1948 riot, el Bogotazo: El 9 de Abril (1951) by Pedro Gómez Corena and La calle 10 (1960) by Manuel Zapata Olivella. These texts contain two antithetical visions of the uprising, and instrumentalize the riot in favor of their own intellectual and political agendas. On the one hand, Gómez Corena's novel interprets the riot as an external intervention led by Russian communism. On the other hand, Zapata Olivella represents it as a failed, yet necessary revolutionary attempt. The essay argues that both novels formulate an antagonistic view about intellectuals, their roles during the riot, and the mass media they intervened in. In that, the novels reveal a series of literate anxieties about the role of crowds in the city.

Keywords: Bogotazo, Pedro Gómez Corena, Manuel Zapata Olivella, Lettered City, Crowds, Gaitanism, Colective Violence.

Desde el espacio de la política oficial, a derecha y a izquierda, tanto las masas como lo masivo serán miradas con recelo. La derecha con una posición a la defensiva: las masas ponen en peligro acendrados privilegios sociales, y lo masivo disuelve sagradas demarcaciones culturales. La izquierda ve en las masas un peso muerto, un proletariado sin conciencia de clase ni vocación de lucha, y en lo masivo un hecho cultural que no cuadra en su esquema, que desafía e incomoda su razón ilustrada.

Jesús Martín-Barbero (184)

El 9 de abril de 1948 Bogotá fue destruida. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán sumió las calles de la ciudad en un torrente de violencia popular incontenible. Varios artefactos artísticos, además de un cuantioso número de trabajos historiográficos, han tratado de interpretar desde entonces la violencia callejera de las masas bogotanas. El bogotazo sella la transición violenta entre una ciudad burguesa y una ciudad masificada, para usar las categorías que José Luis Romero propone en Latinoamérica. Las ciudades y las ideas. Por eso, la comprensión cultural del 9 de abril gira en torno al tema de las masas, al potencial político de su violencia. Trazar hoy la configuración sociocultural de esas multitudes resulta imposible sin revisitar las dinámicas que el gaitanismo, como fenómeno de masas, le imprimió a dicha coyuntura. Si algo caracteriza a Jorge Eliécer Gaitán, a lo largo de los años cuarenta, es la captación política de la creciente marginalidad urbana que, hasta entonces, las élites bipartidistas habían desatendido. Conservadores y liberales, como sostiene Herbert Braun, habían dirigido la nación sin mayores reparos en la inflexión demográfica que impuso el cambio de siglo XX y su proyecto modernizador: la vasta migración rural a las urbes. Deliberadamente, la mentalidad patricia de los dos partidos tradicionales descuidaba la clave cultural que signaba su tiempo: el advenimiento político de las masas urbanas. Esto, sin embargo, no significa que, durante toda la primera mitad del siglo, las multitudes no hubieran asediado la imaginación de las élites colombianas. Braun sostiene que en particular los líderes del partido conservador gobernaban en continuo estado de asedio, puesto que “no tenían contacto con las anónimas multitudes urbanas que los habían amenazado a lo largo de la república liberal” (298). De allí que, en 1948, Mariano Ospina Pérez resintiera cómo “durante sus casi dos años en el poder, la chusma bogotana, bajo el mando de Gaitán, se había vuelto cada vez más numerosa y más amenazante” (Braun 298).

El bogotazo, por su ambivalencia histórica, ejerce un magnetismo creativo que ha dado ocasión a un copioso corpus literario. Esta literatura ha cifrado en las multitudes uno de sus temas recurrentes. La representación de la revuelta, empática o condenatoria, funciona siempre sobre una preconcepción del papel de las masas en la ciudad. En este artículo me ocupo exclusivamente de dos novelas: El 9 de abril (1951) de Pedro Gómez Corena y La calle 10 (1960) de Manuel Zapata Olivella. Escritas en la década posterior al bogotazo, ambos textos, además de postular una interpretación histórica de la revuelta, presuponen una valoración sobre lo popular urbano. De allí que el personaje central de ambos textos sea, implícita o explícitamente, la multitud, y que su leitmotiv sea el modo en que esa multitud aparece en la urbe. A través de estos textos accedemos a la suma de ansiedades representacionales que las masas significaron para la ciudad letrada bogotana de mediados del siglo XX. Por tanto, sostengo que en este ejercicio narrativo sobre el bogotazo están cifrados los múltiples asedios, simbólicos y reales, que la ciudad real impuso a la ciudad ideal. Ahora bien, si toda representación cultural de las masas implica una hipótesis política sobre ellas, ¿qué hipótesis predominan en las novelas del bogotazo y cómo se evalúa en ellas la relación discursiva entre masas y violencia?, ¿con qué imágenes se construyen las multitudes gaitanistas y qué sentido tienen estas imágenes dentro del rediseño social posbogotazo?, ¿cuál es la relación entre las masas y lo masivo, y cómo representan estas novelas la aparición de los medios de comunicación, en particular la radio y la prensa? Estas son algunas de las preguntas que guían esta lectura.

De la ambivalencia de las masas a la paranoia de lo masivo en El 9 de abril de Pedro Gómez Corena

Con la consolidación de tecnologías que inscriben y transmiten la voz con una presunta fidelidad con la que la literatura sólo podía soñar, y con el surgimiento de líderes que reclaman un privilegio especial para hablar a las masas y por ellas, la autoría se ve degradada. Debe repensar su prerrogativa de inscribir o anunciar la voz del pueblo.

Sarah Ann Wells (55)

En 1951 Pedro Gómez Corena publicó El 9 de abril, la primera novela sobre el bogotazo. Su texto defiende ficcionalmente una tesis: la revuelta popular del 9 de abril es el resultado de un complot soviético. La novela construye la tensión convencional entre el discurso democrático norteamericano y el totalitarismo soviético y, de este modo, la Guerra Fría se convierte en el telón de fondo que sobrecodifica la violencia popular del 9 de abril. El bogotazo es vaciado de su sentido particular e incrustado al maniqueísmo internacional característico de la época. La obra puede ser entendida entonces como una sátira política que acusa la presunta infiltración comunista y la soterrada manipulación extranjera de las masas gaitanistas. De allí que el narrador señale que el asesinato de Gaitán “obedecía a una consigna astutamente fraguada y aquella era la mecha que debía hacer saltar la máquina destructora de un régimen odiado por las falanges extranjeras divisadas de comunismo” (136). Así, El 9 de abril reproduce la versión oficial sobre el bogotazo, es decir, la hipótesis presidencial que sostenía que la violencia de las masas fue obra exclusiva de la injerencia comunista en la ciudad.

Esta hipótesis oficial sobre el bogotazo ya se había popularizado gracias a la crónica de Joaquín Estrada Monsalve, publicada tan solo ocho días después de los hechos, titulada El 9 de abril en palacio. Horario de un golpe de estado (1948). Si de intelectuales orgánicos se trata, la escritura de Estrada Monsalve es ejemplarizante. No solo porque haya escrito su crónica durante el fragor de la violencia —la “he escrito sobre notas instantáneas que tuve el cuidado de tomar en las propias pausas de los acontecimientos” (5)—, sino porque él mismo hizo parte de las operaciones militares de la defensa del palacio. Como ministro de educación del gobierno de Mariano Ospina Pérez, Estrada Monsalve asume un papel doble durante el bogotazo: centinela y narrador. Su crónica, el primer asedio letrado sobre la revuelta, es el empeño de un ministro que decide defender el palacio, con las armas y con la escritura. Su texto narra con minucias cómo se vivió la revuelta dentro del palacio de gobierno, desde el viernes 9 hasta el lunes 12 de abril de 1948, y se enfoca en detalles como el comportamiento ejemplar del presidente, el decoro de la dama de gobierno, etc. La crónica concluye con la transcripción del discurso de Mariano Ospina, referido al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y a la revuelta popular. Y es allí donde aparece oficialmente la idea de que el bogotazo fue obra exclusiva de los comunistas, no internos, sino rusos. En su discurso Mariano Ospina dice:

Extrañas, sí, extrañas fueron aquellas manos que se alzaron criminalmente en días anteriores para darnos momentos terribles de envilecimiento y de vergüenza, y en que con el desbordamiento de la pasión, del salvajismo y del delito, se consumaron atentados incalificables. No fue el pueblo de Colombia, no fueron almas colombianas; no fueron corazones de Colombia; no fueron brazos de patriotas los que prendieron fuego a los edificios históricos, a los almacenes, a los colegios, a los templos, a los hogares, a los modestos talleres. Fue un espíritu ajeno a nosotros el que se aproximó, en un momento nefando, a oscurecer el hilo de nuestro destino, en forma cobarde. (Estrada 92)

La retórica de Mariano Ospina, desbordada de marshallismo, no encuentra otra razón para explicar la revuelta que la intervención rusa: “Estamos ante un movimiento de inspiración y prácticas comunistas en el cual vienen interviniendo indeseables elementos extranjeros” (Estrada 87).

Parapetado en un discurso ficcional, Pedro Gómez Corena dispone en su novela esta hipótesis presidencial. La novela “exonera al menos parcialmente al pueblo [e] intenta movilizar […] sentimientos nacionalistas en contra de un agresor externo” (La ciudad fragmentada 83), como afirma María Mercedes Andrade. Y, así, consigue “negar la existencia de los nuevos agentes sociales que por primera vez se manifestaron en la revuelta” (La ciudad fragmentada 83). En otras palabras, la novela eclipsa la beligerancia de las masas bogotanas localizando la violencia como una amenaza externa, ajena al malestar y la iniciativa de los bogotanos. De allí que el texto inicie con una curiosa advertencia: “Este no es un retazo de Historia. Se trata de una fantasía novelada, alrededor de los sucesos que sacudieron a Bogotá, con motivo del nefasto asesinato del doctor Jorge Eliécer Gaitán” (5). El relato responde “simplemente al capricho del autor” (5). No obstante, más allá de su disputable reclamo de autonomía literaria, la advertencia insiste: “Únicamente se ha tratado de no falsear la verdad en cuanto al suceso central e histórico de la destrucción de Bogotá por una mano superior a la maldad nativa, que supo obrar con inteligencia asombrosamente satánica” (5).

Pensada desde una retórica anticomunista, la “maldad nativa” de las masas violentas del bogotazo desempeña un papel paradójico. Por un lado, estas masas encarnan el salvajismo activo, explícito en la destrucción y el saqueo de la ciudad. Y, por otro, son una entidad manipulable, depositaria pasiva del germen comunista.1 Con esta categorización doblemente funcional es posible fijar el primitivismo salvaje de las masas y, a la vez, transferir el sentido de su violencia al villano planetario de los años cincuenta: el comunismo internacional. La representación de la revuelta funciona entonces como un señuelo que, aunque permite formular la peligrosidad de las masas en la ciudad, está principalmente orientada a enjuiciar el papel del Partido Comunista Colombiano en la dirección de las masas durante el bogotazo.

La novela de Pedro Gómez Corena, fiel a la narrativa de espías que caracterizó a la Guerra Fría, discurre sobre un complot político: el que urde la delegación de Risolandia (Rusia) para sabotear la Conferencia Panamericana.2 En la novela, por consiguiente, la revuelta hace parte de un sofisticado engranaje de alianzas entre el comunismo internacional y los “oportunistas” líderes comunistas locales. El complot incluía, invariablemente, la muerte de Gaitán. Sin embargo, la urdimbre del plan no se revela con el asesinato en sí, sino con la forma en que este es difundido:

La noticia de la muerte del jefe irremplazable se regó por la ciudad y por el país entero con la rapidez del fuego sobre un camino de pólvora. De manera milagrosa, inexplicable se difundió la espantosa nueva: aquello no podía obedecer sino a una trama infernal hábilmente tejida, científicamente preparada y llevada a término con sigilo perfecto. Porque minutos antes de fallecer el ilustre herido, ya se sabía su muerte en los más apartados rincones de Colombia. ¡Y, automáticamente, ardía Bogotá! (Gómez 137)

El narrador acusa el carácter viral de la noticia. Del tema de las masas violentas, cuya “maldad nativa” fue manipulada, entramos al tema de los medios masivos. De allí que en la obra el papel de los medios de comunicación sea objeto de un continuo escrutinio narrativo. La novela presta particular atención al papel de la radio y a la intervención de los comunistas en ella para liderar a las masas hacia la violencia. Así, el qué hacen las masas, quién las dirige y a través de qué medios de comunicación se convierten en preguntas que obsesionan las páginas de El 9 de abril. La interacción de estos tres elementos determina las ansiedades culturales que caracterizaron a la clase letrada colombiana de la década del cincuenta.

Aunque el discurso de Gómez Corena pretende anteponer a la injerencia de las masas la manipulación de los dirigentes comunistas, el texto no escatima en la construcción de imágenes ominosas sobre la multitud. El vaciamiento de la injerencia popular funciona simultáneamente con su fijación abyecta en el mapa sociocultural bogotano. Por ejemplo, al comienzo del capítulo VII el narrador dice: “Pareció que se hubieran abierto las esclusas que retenían el fermento malsano de la canalla sórdida y, de todos los ángulos de los suburbios, brotaron, como ríos de lava, olas de gentes que convergían al centro, incitando a la revuelta pública” (138). El pasaje expresa la jerarquización de la vida pública y su correlato en el espacio urbano. Para explicar esta tensión entre las muchedumbres anónimas y una concepción patricia de la ciudad, es preciso nombrar a un enemigo público. Por eso el narrador sostiene que las masas no operaban por sí mismas, sino que eran guiadas radialmente por el oportunista Tito Bauzar, un personaje paródico que bien puede aludir a Jorge Gaitán Durán o a Jorge Zalamea Borda.3

Según el narrador de la novela, Tito Bauzar aprovecha el asesinato de Gaitán como una “ocasión propicia” (138) para ganar notoriedad, para hacerse una figura pública. La revuelta abría la oportunidad “de que su nombre sonara estrepitosamente por la radio, ya que no le admitían los periódicos de prestigio sus poesías, a pesar del reinado del piedracelismo, porque resultaban demasiado ramplonas, qué ocasión para que sonara en radio” (138-139). La crítica del narrador inicia entonces acusando el insulso personalismo de Bauzar y una valoración tangencial sobre el piedracielismo. Sin embargo, sobre estas dos menciones pesa una tercera, quizás más amenazante por su ambigua inscripción: la diseminación radial de la noticia. A través de la radio, Tito Bauzar “se apresuró, pues, a sumarse a los instigadores de la revuelta populachera, arengando al pueblo, como si tuviese legítima autoridad para ello” (139). Frente a esta presunta ilegitimidad de Bauzar surge una pregunta: ¿quién ostenta, según la novela, esa legitimidad quebrantada? O mejor, ¿who rules the airwaives? [¿quién dirige las ondas?], para usar los términos de Nathan Widener y Jari Eloranta, en su artículo sobre la influencia de la radio en las elecciones argentinas de 1946.

El problema que abre esta voz masificada que exhorta a la violencia tiene que ver con el desplazamiento abrupto de la hegemonía de las funciones letradas en la esfera pública. La preocupación real del texto no reside únicamente entonces en cómo la “infiltración de elementos perversos” exteriores manipula la “maldad nativa” (Gómez 168), sino en cómo la enunciación pública interna eclosiona en las mil voces anónimas de la muchedumbre. De allí que el narrador señale que: “La perversa alocución revolucionaria de Bauzar, fue pronto imitada por otros oradores populacheros y caló en el criterio primitivo del pueblo” (González 141). Incluso, el narrador sugiere que la proliferación de voces anónimas, en los medios masivos, amenaza con deformar la verdad histórica de los hechos:

La voz de Bauzar seguía por la radio incitando al motín y ya eran varios sus imitadores, que querían hacer creer al pueblo en la caída definitiva del régimen gubernamental, que seguía siendo acusado estúpidamente del asesinato del eminente líder, asegurando la consiguiente impunidad para todos los atropellos que se cometiesen. (151-152)

Pero lo que más perturba al narrador es cómo esta eficaz masificación de la voz primitiva abre, de forma radio-activa, la caja de pandora del deseo popular:

Las estaciones radiodifusoras se convertían en cabildo abierto y, cada quien, que se sentía con ánimos para ello, tomaba el micrófono para arengar al pueblo, incitándolo a la matanza. Atronaba las calles, dentro del bullicio del combate, la vez [sic] estridente de una muchacha, seguramente ebria también, que, siendo de una estracción [sic] social muy humilde, desde luego, se permitía hablar en nombre de “las damas de Colombia”, invitando a los ciudadanos al pillaje, con una desfachatez digna únicamente de la hora procaz que aprovechaba para exteriorizar sus apetitos. (152)

Si nos atenemos al recuento que hace Ricardo Sánchez Ángel, en el cual se dice que “[Raúl] Alameda se tomó la emisora, seguido de Zapata [Olivella], Jorge Zalamea, Jorge Gaitán Durán […] y Yolanda (hermana de Alameda), la única mujer” (22), concluimos que esta “muchacha” alude a Yolanda Irma Alameda Ospina, también conocida como Adriana Infante. Ahora bien, la escena permite ver la perturbación del intelectual al imaginar cómo a través de la radio esta voz anónima afecta a un colectivo virtual. Es decir, en el texto, la irrupción violenta de esta voz femenina, alcoholizada y humilde afecta el orden público no solo porque exhorta al pillaje en Bogotá, sino porque es transmitida nacionalmente. Este viraje focal hacia el sujeto popular-femenino desplaza la tesis inicial sobre el complot ruso. La alienación ideológica de las masas, por fuerzas comunistas exteriores, es parcialmente reemplazada por una ansiedad menos “internacional” y en su lugar aparece la muchedumbre nacional con sus “apetitos” salvajes. Apetitos que son multiplicados por millares, masificados a escala nacional a través de la radio.

En este punto, cabe señalar que es justamente la radio la que, en la década del cuarenta, sincroniza la experiencia de lo “nacional” en varios países de América Latina. Según Jesús Martín-Barbero, la radio proporcionó “a las gentes de las diferentes regiones y provincias una primera vivencia de cotidianidad de la Nación”:

Como lo reconoce, aunque lamentablemente solo en las conclusiones, una reciente historia de la radio en Colombia, “antes de la aparición y difusión nacional de la radio el país era un rompecabezas de regiones altamente encerradas en sí mismas. Colombia podía llamarse antes de 1940 más un país de países que una Nación. Con los reparos del caso la radiodifusión permitió vivenciar una unidad nacional invisible, una identidad ‘cultural’ compartida simultáneamente por los costeños, los paisas, los pastusos, los santandereanos y los cachacos”. (Martín-Barbero 190)

La radio significó entonces esa trasmutación efectiva de la “idea política de Nación en vivencia, en sentimiento y cotidianidad” (190). Por eso, en la novela de Pedro Gómez Corena, la presencia acusmática de la voz popular trae consigo una sincronía peligrosa. La misma que el narrador acusaba antes cuando especulaba que algunos “minutos antes de fallecer el ilustre herido [Gaitán], ya se sabía su muerte en los más apartados rincones de Colombia” (137). En la novela paradójicamente la experiencia nacional mediatizada amenaza con desestabilizar la nación misma. Por eso el texto sostiene que “las estaciones difusoras, todas en manos de los complotados, transmitían seguido noticias alarmantes de rendimiento de plazas principales de la república, ya que el movimiento subversivo, hábilmente combinado, estalló simultáneamente en todas las capitales de provincia y en las ciudades importantes del país” (158-159). Si la radio supone una experiencia sincrónica y colectiva de lo nacional, la irrupción de la violencia y la transmisión radial “ilegítima” supone una peligrosa sincronía de la revuelta. Y, en consecuencia, la imaginación del autor lamenta cómo “en los barrios aislados reinaban el terror y el desconcierto. No se sabían más que las noticias perversas que querían dar los amotinados por las radios y cada cual hacia [sic] conjeturas a su manera. Algunos proponían organizar destacamentos para auxiliar la revuelta” (163). La preocupación del texto no es pues que cada quien saque “conjeturas a su manera”, sino que los medios sincronicen a las masas en función del levantamiento. En otras palabras, el problema no es la proliferación de “desinformación”, sino cómo la radio cohesiona defectuosamente la experiencia nacional durante el bogotazo.

La recuperación del orden simbólico de la nación pasa por la recuperación de las radiodifusoras y por controlar esa nueva y alarmante sincronía de la violencia popular. De allí que el narrador conecte la recuperación de las emisoras con el restablecimiento del orden: “[E]l Ejército, en cuanto logró organizar sus distintos servicios, envió, como primera medida de orden, un destacamento para que recuperara las radiodifusoras y, una a una, fueron capturadas, a tiempo que los ‘valientes’ incitadores al motín, al robo y a la matanza, huían como liebres al ver venir sobre ellos los fusiles reivindicadores” (159). Superar el estado de revuelta significa restablecer el control de la radio, el canal de comunicación entre Estado y pueblo. Y ese fue, en efecto, el modo en que procedió el gobierno nacional. Según Herbert Braun, “Ospina Pérez le ordenó al general Rafael Sánchez Amaya […] que sus soldados recuperaran la Radio Nacional y protegieran los bancos y el sector financiero de la ciudad, así como los colegios femeninos y los muchos conventos e iglesias del centro de la ciudad” (297). Las fuerzas militares fueron rápidas al respecto: “A las cuatro de la tarde la estación de radio estaba otra vez en control del gobierno. Una voz tranquila informó que solo unos cuantos disturbios alteraban el orden general del país” (300). En los días posteriores al bogotazo, esos “fusiles reivindicadores” que la novela exalta no fueron simples especulaciones narrativas, fueron los que permitieron controlar materialmente la violencia subjetiva de las masas y restablecer el monopolio estatal de la violencia.

Ahora bien, la experiencia radial que con tanto encono reporta El 9 de abril de Gómez Corena está intrínsecamente conectada al gaitanismo, como fenómeno cultural y político. Sin embargo, es preciso anotar que no solo durante la revuelta la radio fue ese el cohesionador masivo de lo popular. El gaitanismo en sí mismo, a lo largo de los años cuarenta, representó una nueva experiencia política entre los medios y las masas. Como sostiene W. John Green: “Uno de los medios más innovadores empleados por los gaitanistas fue la radio, que resultó ser altamente efectiva a la hora de difundir el mensaje de la movilización y también permitió que los líderes ejercieran considerable control desde Bogotá sobre el contenido de las comunicaciones” (347). Gaitán bien puede entenderse entonces como un caudillo radial. Sus famosas alocuciones de los viernes en el Teatro Municipal conectaban radialmente al país, convirtiéndose en una fuente de entretenimiento popular, tanto como en una pesadilla para las élites. Por medio de la radio, la voz de Gaitán cohesionaba lo popular urbano y lo popular rural. Con su asesinato esta cohesión se atomiza en las mil voces anónimas que tanto molestan a Gómez Corena.

Pero la experiencia radial no fue la única que cohesionó la experiencia nacional del gaitanismo, también lo fue la prensa popular, otro medio que el movimiento gaitanista intervino novedosamente. Hay que recordar que en varias zonas del país había restricciones logísticas que impedían que la radio fuera el medio más efectivo para los propósitos del movimiento gaitanista. Por ejemplo, “los bolivarenses frecuentemente se perdían las radiodifusiones dominicales del movimiento porque la mayoría de las ciudades no contaban con servicio eléctrico durante el día. Por consiguiente, los gaitanistas tenían que recurrir a medios más tradicionales para difundir su mensaje” (Green 348). Con la fundación de Jornada, el periódico gaitanista, la pugna por la información de las masas se intensificó. A los diarios clásicos de Bogotá (El Tiempo, El Espectador), se sumó además El Siglo, un periódico del conservador Laureano Gómez (cuyas instalaciones fueron reducidas a cenizas durante bogotazo). Jornada entonces representó una de las primeras experiencias de la prensa popular en Colombia. Las novelas que representan el bogotazo dan cuenta, a su vez, de esa masificación en torno al gaitanismo y los periódicos. De allí que la prensa popular sea un tema constitutivo de la novela La calle 10 (1960) de Manuel Zapata Olivella.

La función del intelectual dentro de la revuelta: ficciones en torno a la prensa popular en La calle 10 de Manuel Zapata Olivella

Para que la revuelta cese de ser alboroto y ascienda a la historia propiamente dicha debe transformarse en revolución.

Octavio Paz (148)

Dentro del canon colombiano, después de la obra de Gabriel García Márquez y del creciente interés que despiertan las novelas de Evelio Rosero, la obra literaria de Manuel Zapata Olivella goza de una copiosa recepción crítica. Paradójicamente, esta figuración nacional responde a la atención que desde el exterior recibió su novela Changó, el gran putas (1983) y a su acople conceptual dentro de los estudios postcoloniales.4 En menor medida, su novela La calle 10 (1960) ha merecido también cierta atención crítica, gracias a su inscripción dentro de las novelas del bogotazo. La calle 10 opera en las antípodas discursivas de la novela Pedro Gómez Corena. Mientras en El 9 de abril (1951) la violencia popular es el resultado de un complot político para sabotear la Conferencia Panamericana, en La calle 10 es una reacción legítima del sentir popular ante la exclusión social. Así, la agencia de las masas violentas que Gómez Corena demoniza, en la novela de Zapata Olivella es estratégicamente romantizada. La calle 10 justifica la revuelta y sus actores políticos. Sin embargo, esta representación solidaria responde también a otro tipo de codificación intelectual de la violencia.

La calle 10 incorpora la revuelta popular a una teleología histórica que entiende el bogotazo como una mera antesala, como una violencia perfectible en aras de una revolución real. Si bien la novela construye apologéticamente varios perfiles populares y celebra su agencia política en la ciudad, el texto también sobrecodifica la violencia subjetiva de las masas en función de un proyecto revolucionario venidero y, en últimas, en función de un proyecto intelectual. La obra concibe el bogotazo como una revolución fallida que, sin embargo, abre la utopía revolucionaria en Colombia. De este modo, las masas gaitanistas entran en el espiral simbólico de la Revolución cubana de 1959 y se inscriben en los dilemas del intelectual revolucionario.5 En La calle 10, la función del intelectual es representada por el poeta Tamayo, quien desde un periódico lidera esquemáticamente las masas hacia la revolución hasta que la revuelta popular, inesperada, desborda su agencia letrada. La novela nos presenta la revuelta como una revolución fracasada, en dos dimensiones: el fracaso de las masas y su violencia fragmentaria; y el fracaso del intelectual, incapaz de liderar las masas hacia una revolución total y no solo hacia una revuelta temporal. La calle 10 construye, por tal, una ficción sobre el intelectual y sobre la función de la prensa popular.

En la novela el canal entre las masas y el intelectual es el periódico la Voz del Pueblo (37). A través de la representación de la prensa popular, la novela plantea una valoración del rol del intelectual y de su función en la dirección de las masas. El texto examina la función de esta escritura “popular” en dos sentidos: por un lado, la novela fabula sobre la materialidad misma de la escritura, por ejemplo, su contexto de producción en el ámbito de una chichería; y, por otro, reflexiona sobre la función de la prensa en el adoctrinamiento político de las masas. La Voz del pueblo es un periódico editado por dos “periodistas” (62): Mamatoco y Tamayo. El primero de ellos es un líder popular de raza negra, el segundo es arquetípicamente un intelectual comprometido. Mientras que Mamatoco alegoriza un sugestivo perfil racializado de Jorge Eliecer Gaitán, el poeta Tamayo tipifica a un escritor Entre la pluma y el fusil —para usar la imagen de Claudia Gilman (Entre la pluma y el fusil: debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina )— la clásica tensión del intelectual latinoamericano en la década del sesenta. Ahora bien, La calle 10 ficcionaliza el asesinato de Francisco Anastasio Pérez (1903-1943), un expolicía, boxeador y periodista, apodado Mamatoco, que fue asesinado en Bogotá en 1943. Francisco A. Pérez, en efecto, dirigía un semanario llamado La voz del pueblo junto con el poeta Rafael Tamayo. El asesinato de Mamatoco fue instrumentalizado por la prensa conservadora, El siglo principalmente, para desacreditar el segundo gobierno de Alfonso López Pumarejo, ya que las publicaciones de La voz del pueblo denunciaban la corrupción institucional, por ejemplo, en el interior del órgano policial en el marco de la República Liberal (1930-1946). Zapata Olivella entonces interconecta dos asesinatos políticos: el asesinato de Mamatoco y el de Gaitán, y construye entre ellos un vínculo racial desde el cual articula su representación de la revuelta, en clave jacobina negra, como sostiene Ricardo Sánchez Ángel. De allí que María Mercedes Andrade, en su texto “Ciudad y nación en las novelas del bogotazo”, sostenga que:

A pesar de las diferencias entre los dos personajes históricos, Zapata Olivella los funde en uno solo, tomando en forma literal el sobrenombre con el cual se conocía a Gaitán, “El Negro”. Esta “confusión” deliberada apunta a una conciencia del carácter racial de la división entre las clases sociales en el país, que estaría de acuerdo con la tesis gaitanista relativa a la identidad de grupo del pueblo, indio, mestizo o negro, por oposición a la “oligarquía”, predominantemente blanca. (203)

La racialización ficcional de Mamatoco impone una mirada crítica a la construcción discursiva y demográfica del gaitanismo. Tras la imagen pública de Jorge Eliécer Gaitán, la raza desempeñaba un rol político. Son varias las asociaciones raciales que circundan el discurso y el cuerpo de Gaitán. Su propia retórica en torno a la “raza indígena” —manifiesta en sus múltiples discursos—, así como la deliberada indigenización de su imagen como estrategia publicitaria, son elocuentes al respecto de la conexión entre el gaitanismo y lo indio. Asimismo, la “raza negra” aparecía de forma recurrente en los discursos del caudillo. Las masas gaitanistas fueron, con frecuencia, indianizadas o negrificadas en oposición a las élites “blancas”. Esta semblanza étnica del gaitanismo se construyó discursivamente en oposición al orden moderno-colonial que habían construido, desde comienzos del siglo XIX, las elites colombianas. Y cabe recordar que el discurso racial que informó la jerarquización social del periodo colonial —como sostiene Aníbal Quijano— pervivía intacto en la estructura republicana decimonónica. Y que con esta jerarquización se desvinculó de la modernidad nacional a vastos grupos poblacionales circunscritos a lo indio o a lo negro.

Con la traumática y acelerada experiencia de la vida urbana que significó el comienzo del siglo XX, estas dinámicas raciales moderno-coloniales se exacerbaron. Y, aunque el advenimiento político de las masas cuestionó la supervivencia de los viejos paradigmas raciales de las élites, las ciudades mantuvieron intactas dichas jerarquías socioraciales. A las masas urbanas bogotanas, por ejemplo, se les adjudicó recurrentemente una racialidad asociada a lo indio y a lo negro. De allí que expresiones como el indio Gaitán o el negro Gaitán fueran expresiones comunes de la época. En consecuencia, la consolidación política de las masas bogotanas —y del gaitanismo como fenómeno popular de los años cuarenta— estaba atravesada por una reivindicación racial. Una reivindicación que reclamaba, entre otras cosas, un ajuste de cuentas simbólico con la época colonial. No es descabellado, por eso, que el Gaitán ficcional de Zapata Olivella fuera negro, en tanto que indio y negro funcionaban como categorías intercambiables entre el gaitanismo, las masas y lo popular. En últimas, estas categorías son constructos móviles que agencian antagonismos culturales y políticos frente a las élites tradicionales. Por ello, con “su exuberante anatomía de negro”, Mamatoco es un personaje popular que “desde el fondo de la chichería, donde alimentaba con pezuñas de cerdo sus cuajadas espaldas de boxeador” (37) amenaza, con su raza y con su periódico, el pacto político nacional.

Sin embargo, todo lo que publica Mamatoco en su periódico es obra del poeta Tamayo, él es el redactor y el ideólogo tras bambalinas. A pesar de que La calle 10 es una novela sin un personaje narrativo central, sobre Tamayo recae la fuerza dramática de la obra. Es él quien fracasa en la dirección de las masas cuando la revuelta inicia. Antes de esto, Tamayo adoctrinaba a las masas a través de la La voz del pueblo para una eventual revolución armada. Pero, con el asesinato inesperado de Mamatoco y el subsiguiente estallido de la revuelta popular, la revolución vislumbra una posibilidad concreta y el poeta, como intelectual revolucionario, es compelido a aprovechar esta oportunidad. Por eso, “en el estrecho espacio de la chichería, el poeta Tamayo se afanaba en organizar la revolución, pero él que tantas veces había hablado de ella, de capitanear las masas, en aquel momento decisivo no tenía nada organizado que ofrecer al gran pueblo dispuesto a seguirlo” (93). Con este desfase entre la temporalidad espontánea de la revuelta y la temporalidad historicista del intelectual, La calle 10 plantea los límites de la función del intelectual. A través de la representación ficcional del intelectual (Tamayo), podemos pensar las ansiedades políticas del autor (Zapata), es decir, estamos ante una autorepresentación. Como afirma Claudia Gilman, siguiendo a Norberto Bobbio, la crítica al intelectual siempre nos alerta sobre la función intelectual misma, “la pregunta por el ‘ser del intelectual’ es la más típicamente intelectual de todas las preguntas” (19).

En la novela, el carácter esporádico y fragmentario de la revuelta cuestiona las fórmulas teóricas del poeta. Por ejemplo, desde antes de la muerte de Mamatoco, Tamayo sentenciaba ante un “círculo de hombres raídos, que en el fondo de la chichería se agrupaban para escuchar la palabra del poeta” que “la revolución no es cosa de dáme [sic] un fusil y empuja allá; hay que aprender a realizarla: ¡leer libros, calcular nuestra fuerza, señalar el objetivo!” (50). Este tipo de contenidos le granjeaba la atención de personajes como Epaminondas, un zorrero de la calle 10, quien inmediatamente “dejó de masticar el chicharrón que tanto le agradaba y miró al poeta como si oyera al mesías” (50). Es decir, el supuesto know-how revolucionario del poeta embelesa a la periferia poblacional de la urbe y, ante el influjo de su letra (en el periódico) y de su oratoria (en la chichería), las masas obedecen.

Escrita en los albores de la década del sesenta, la novela anticipa los dilemas del escritor revolucionario, sus ansiedades intelectuales y políticas. La novela recorre, palmo a palmo, el quehacer intelectual de Tamayo como epifenómeno de la revuelta. La ficción de Zapata se regodea, por ejemplo, en torno a cómo su escritura aflora en el ámbito de una chichería. Allí confluyen tanto Tamayo como Mamatoco, para redactar su diario:

El poeta Tamayo escribía sobre un block de papel cuanto su afiebrada mente de socialista le inspiraba en el fondo del tugurio. “Mamatoco” seguía los movimientos de la pluma en la mano engarrotada de su amigo. Sabía que, de su letra deforme y grande, brotaban frases terribles contra los encopetados. Ya no le importaba que su redactor deslizara sus ideas en los editoriales, porque su periódico, que con justeza podía llamarse ahora “La Voz del Pueblo”, había alcanzado inusitada popularidad entre los lectores. En los cafés, en las esquinas, en los corrillos de la plaza, en todas partes lo felicitaban por sus denuncias y se rumoraba que hasta el Gobierno temblaba frente a él. (62-63)

La chichería se transforma en un centro de redacción empírico. Bajo la protección de Tomasa, una “ventera” (64) de chicha, se gesta la escritura popular. Absolutamente convencida de la función política del letrado, Tomasa “ponía desmedido celo en evitar que se les interrumpiese” (63) a los periodistas del pueblo. Pero “las moscas, los perros y hasta los mismos comensales vecinos, tenían franquicia para importunarlos con su presencia o con sus gritos. Era imposible aislar la mesa de redacción del hollín, el sebo y la algazara de los clientes que[,] con varias totumas de chicha en el vientre, peleaban y discutían como guacamayas” (63). La escritura, a pesar de su propósito y contenido popular, permanece en continuo asedio dentro de la chichería. Casi como una tautología, la sórdida atmósfera popular pone en riesgo la escritura popular. En medio de tanta adversidad para el intelectual, Mamatoco alienta a Tamayo con cierta compasión: “¡Escribe! ¡Escribe! […] urgía al ver que el poeta intentaba dejar el lápiz, incomodado por la escandalosa atmósfera de la chichería”. A lo que el poeta respondía refunfuñando: “¡Maldita sea! [...] esta labor de escribano me entumece los dedos. ¡Cuándo será el día que tengamos una máquina de escribir!” (64). La profesionalización de la escritura encuentra obstáculos técnicos y, ante estas condiciones, la función intelectual flaquea: “El delirio tremens de los enchichados hacía intolerable toda redacción y el poeta gritó exasperado: ¡Ya reviento! ¡Qué vengan esas pezuñas de cerdo y las cervezas! Esa frase indicaba el cese de su labor de escritor” (64). Aunque la chichería, como locus escritural, precario y marginal, autentifica la ideología y el contenido del periódico, también impide el funcionamiento del intelectual.

Por medio de las chicherías, Zapata Olivella construye un cronotopo popular bogotano. La novela busca ubicar en las chicherías (y en el consumo de la chicha) un locus urbano que asedia la imaginación de las élites. Similar al modo en que las pulquerías del siglo XVII perturbaban la imaginación de don Carlos de Sigüenza y Góngora, en su famoso Alboroto y motín de los indios de México (1692), las chicherías bogotanas son un espacio donde se cuece la sedición popular. Cabe apuntar que ya desde el periodo colonial el consumo de chicha había sido caracterizado como una práctica abyecta en Bogotá. Y que, desde comienzos del siglo XX, los consumidores de chicha fueron objeto de una rigurosa campaña de descrédito social. “La chicha embrutece” dictaminaba el consenso oficial, opinión que el mismo Gaitán refrendaba durante su periodo como alcalde en 1936. “La chicha engendra el crimen” rezaba un anuncio del Ministerio de Higiene Pública, por medio del cual chicha y violencia operaban discursivamente como significantes afines. Esta campaña no solo implicó la producción de un falso conocimiento científico, para ponerlo en términos agnotológicos, sino también una agresiva estigmatización social.

Pero mientras Tamayo, desde la chichería, preconizaba el advenimiento histórico de la revolución, el asesinato de Mamatoco precipitaba a las masas, de forma esporádica, a la revuelta popular. Al encontrar en un charco de sangre la “corpulencia inconfundible” (73) del cadáver de Mamatoco, la población decide vengar la muerte de su caudillo. Atentar contra la vida de Mamatoco era metonímicamente atentar contra la voz del pueblo. “¡Como no podían matar a todo el pueblo, han cortado su lengua!” (77), arengaban las verduleras de la calle 10, las primeras en alentar la revuelta. En torno al charco de sangre del cadáver de Mamatoco, “los policías se afanaban por romper el cerco humano cada vez más numeroso, cada vez más amenazante”. Pero “aquella masa, aunque circulaba, permanecía presente, agrandándose en torno al charco de sangre” (77). La revuelta había encontrado en aquel asesinato su centro expansivo, su catalizador, y “la ira removía los más sepultados resentimientos. Como si de improviso la rígida ley de la sociedad que mantenía oprimidos los nervios, hambrientos los estómagos, paralizados los músculos, sucios los ojos, dejara por un instante de oprimir y sueltas las furias, tomaran rumbos imprevistos” (83).

Con la irrupción de la revuelta, la función del poeta Tamayo encuentra nuevos retos. Frente al charco de sangre, “el poeta caminaba con dificultad, atropellado por sus admiradores” (77), a la espera de su guianza. De allí que el empírico redactor se transforme en un arengador callejero: “Alguien lo subió en hombros y al momento, cientos de brazos le formaron un muro. La voz le brotó ronca dirigiéndose al pueblo como a un hermano de mil lenguas” (78). El discurso de Tamayo suponía, de forma equívoca, que denunciar al gobierno y apelar por la supervivencia del diario eran prioritarias para interpelar a las masas. Incluso cuando ya era evidente que la multitud había optado por la violencia vindicativa, Tamayo insistía: “¡Yo juro solemnemente, ante vuestra ira, que el periódico continuará denunciando los crímenes del Gobierno, aun cuando me cueste la vida[!]”. A lo que la voz narrativa de La calle 10 agrega: “El poeta no advertía que ya se estaba gestando la insurrección” (79) y que esta demandaba de él otra axiología. Con este contrapunteo del narrador, la novela plantea el desfase utópico del intelectual. Y allí reside uno de los giros narrativos más sugestivos de la novela de Zapata Olivella: la posibilidad de pensar críticamente, a través de la representación de la revuelta, la función del intelectual.

Entre las masas al borde de la violencia y la directriz de Tamayo se cifra la tensión y el argumento de la novela. Después del asesinato de Mamatoco y de las primeras refriegas contra la policía, las masas están expectantes ante el comando del intelectual, ante el know-how del poeta:

En la gran plaza donde desembocaba la Calle 10, la muchedumbre se revolvía indecisa. Flotaba la idea vaga de que se debía derruir la opresión, demoler la iniquidad, y no obstante, se arremolinaban irresolutos. Entonces aparecieron los cuerpos grises de la Calle 10. La ola humana, erizada de machetes, se sumó a los amotinados de toda la ciudad. Un puñado insignificante al lado de la gran multitud, pero esa resaca de semihombres de vidas muertas, de cadáveres vivientes, se ofrecía generosa al sacrificio. (84-85)

Si hay una imagen emblemática de la iconografía del bogotazo, es la de las muchedumbres armadas con machetes, picas y palas, dispuestas a impugnar el poder civil frente al ejército nacional (figura 1). La novela trabaja esta desproporción entre los machetes y las armas del ejército, señalando que la función de Tamayo debe ser preventiva, es decir, evitando que los machetes sean la única arma de las masas. La ecuación teórica de Tamayo sostiene, utópicamente, que los machetes deberían ser reemplazados por fusiles. Y aquí reside el segundo acierto de la novela, en tanto que esta desproporción de fuerzas permite pensar el bogotazo no solo como una gesta popular, sino también como una masacre de Estado. Por eso, Tamayo anticipa la historia y calcula que, en tales condiciones, la revuelta significa la inmolación de las masas. “Desde lo alto de una estatua, el poeta Tamayo, pegado al bronce, pretendía aconsejar”, para evitar el sacrificio de las masas: “¡No sean suicidas, hermanos míos! ¡Detengan su ímpetu! ¡Ahorren la sangre! ¡Tracemos el plan de asalto!”. A lo que el narrador agrega: “Lo que nunca realizó en la paz de los días quería lograrlo en la hora del heroísmo” (85), insistiendo en el desfase, teórico y práctico, entre el intelectual y la revuelta.

“Machetes”
Figura 1.
“Machetes”


Fuente: archivo fotográfico de Sady González

Con la vulnerabilidad de los machetes ante los rifles del ejército, la novela introduce también una representación literaria de la presunta insurrección militar y del gesto ambivalente de los tanques de guerra durante el bogotazo. Testigos presenciales, cronistas e historiadores aseguran que en principio los tanques militares apoyaron la revuelta, aunque minutos después arremetieron contra la población. La novela reconstruye este hecho ambiguo desde la perspectiva de Tamayo. Por un momento, entonces, pareció que el ejército estaba de parte de los amotinados. Al ver los tanques, el “poeta se quedó perplejo observando las banderolas rojas y escuchando el trepidar de las máquinas” (85). Con este respaldo momentáneo de los “nuevos insurrectos” —los presuntos soldados golpistas— “los machetes y las palas carecieron de valor” (85). La revuelta espontánea devenía, por un instante, la revolución organizada que Tamayo soñaba. “A palacio”, clamaron al unísono los tanques del ejército y los machetes del pueblo. Los tanques de la revolución transformaban la violencia rudimentaria del motín y “sin orden ni plan, la turba los seguía clamorosa” (86). Pero la armonía redentorista se convierte en masacre de Estado cuando desde los tanques se ordena: “¡Fuego a la chusma!” (86). Con esa primera descarga se derrumbaba definitivamente la efímera revolución, pues “nada podían los machetes de los revoltosos contra esa muralla de plomo invisible que aglutinaba los cuerpos en una masa uniforme en el suelo” (93).

Tamayo, el intelectual, como testigo privilegiado, funge ahora un rol cuestionable. Cuando en medio de la masacre asesinan a Tomasa, Parmenio —“con un fusil entre los brazos, fatigado de haber estado disparando al cielo inútilmente”— se acerca a Tamayo y le dice: “¡Díganos qué debemos hacer!” (93). Interpelado por la actividad efervescente de las masas, “el poeta dejó de mirar el cadáver y se enfrentó a los ojos fulgurantes, exaltados por el delirio de la acción. Agitó las manos como queriendo asirse al vacío, y luego, impulsado por lecturas aprendidas de memorias, dijo en voz alta: ¡Revolución que no avanza, retrocede! ¡Hay que pasar de la defensiva a la ofensiva!” (93). La inmediatez de la revuelta supone entonces retos insospechados para Tamayo, es decir, la praxis real de la violencia subjetiva de las masas clausura sus fórmulas y establece la destemporalidad de su función.

Pero el reto de Tamayo llega a su punto máximo cuando la radio interviene entre él y los amotinados. Si en la novela de Gómez Corena la radio es el medio que usan los comunistas para dirigir a las masas a la violencia, en la novela de Zapata Olivella la radio es inversamente el medio que usan las élites para apaciguar la violencia de las masas. En medio de la revuelta, mientras Tamayo esgrimía sus rudimentos teóricos sobre cómo hacer del motín una revolución, “el ‘Sátiro’ entró con un radio robado, gritando: ¡Oigan lo que dicen los jefes!” (93). El Sátiro conectó el radio y todos escucharon, “hasta el poeta que jamás había oído a esos oligarcas que se llamaban a sí mismos ‘jefes del pueblo’, puso reconcentrada atención” (94). La expresión “jefes del pueblo” alude a la forma en que se llamaba a los líderes del Partido Liberal en la época. Por las radiodifusoras, los jefes anunciaban: “La revolución está triunfante” (94). Presa de una felicidad prematura, “la cabezota del poeta quería meterse en el receptor, sus ojos relampagueaban”. Sin embargo, el mensaje radial contenía una suspicacia: “La misma voz cambió de tono y comenzó a hablar con expresión severa” (94). Tamayo escucha cómo, a escala nacional, otro intelectual aboga por la claudicación de la violencia. A través de la radio, esa voz decía:

¡Nuestra dignidad de hombres cultos nos obliga a señalar senderos de rectitud y moderación en esta hora de justicia popular. Los embajadores del pueblo se encuentran parlamentando con el Gobernador y éste [sic], en vista de que la Revolución ha triunfado, promete bajo juramento, retirarse del poder. [¡]Desde este momento el Gobierno está dirigido por los genuinos representantes del pueblo! ¡Hay que deponer las armas! (94)

Es preciso recordar en este punto que, mientras ocurría el bogotazo, los jefes liberales pactaron con los conservadores un plan de contingencia que aplacara la violencia popular, una violencia que amenazaba con desintegrar por completo la amena continuidad del bipartidismo nacional. Los líderes que abrazaron ese pacto “pacifista” traicionaron, desde arriba, las bases gaitanistas que, a través de su violencia y sus vidas, abrían la posibilidad de un cambio estructural. Por eso, en la novela, cuando Tamayo escucha la alocución radial de inmediato acusa: “¡Traición! ¡Traición! —gritó el poeta encolerizado—. ¡Nos han vendido los de arriba! ¡Nuestra sangre está sirviendo de festín!” (94). Con la traición de los jefes liberales, los insurrectos quedan, ideológica y militarmente, a entera disposición del poeta. “¿Qué hacemos? ¡Estamos dispuestos a acabar con los traidores también!” (94), le aseguran los amotinados. Pero el poeta

no supo qué contestar. Nunca como en ese momento había comprendido la necesidad de la organización. Veía claramente que un hombre solo, desligado de una orientación colectiva, le era imposible asumir de la noche a la mañana la inmensa tarea de dirigir un pueblo rebelde. Volvió a mirar los ojos, las manos, los fusiles que esperaban sus órdenes. Las palabras brotaron de sus labios sin fuerza:

— Los políticos que se dicen defensores del pueblo se suman a los verdugos. ¡Eso no lo podemos tolerar!

— Todo eso es cierto. ¿Pero qué hacemos? —respondió Parmenio.

— ¡Es necesario organizarnos!

— Bien, organicémosnos [sic]. Aquí estamos todos dispuestos a vengar la sangre de los caídos. (94-95)

Y una vez más, frente a las muchedumbres, “el poeta enmudeció” (95). En La calle 10 ese silencio sella el pacto infructuoso entre las masas y el intelectual. Sin embargo, justo después de que el intelectual enmudece y ante la falta de una directriz ideológica precisa, las masas asumen el pillaje como praxis política: “¡Si no hay nada qué hacer, calmemos nuestra hambre! —proclamó el pelirrojo, que hasta ese instante se había olvidado que tenía muchos días de no comer” (95). Según la novela, la nueva conjura ideológica que los alienta es: “¡Asaltemos las bodegas de los ricos y comamos hasta saciarnos aun cuando sea por una sola vez en la vida!” (95). Así, la cancelación rotunda de la voz del intelectual abre paso a una de las prácticas de la revuelta que más perturba a los intelectuales: el saqueo.6 Desprovistos del lastre moral que infringía el intelectual, las muchedumbres de la chichería que antes Tamayo orientaba a través de su periódico o de su arengas públicas se proyectan hacia el saqueo de la ciudad: “Ebrios de libertinaje, sueltos por vez primera todos sus instintos, olvidados del sacrificio que acababan de rendir con su sangre, indiferentes al peligro todavía mayor que los amenazaba, atropelladamente salieron al pillaje” (95). En medio del saqueo, “empujado y pisoteado por el tumulto, dando traspiés, el poeta comprendió en aquella tremenda desorientación, que había vivido en la utopía” (95).

No obstante, al final de la novela, cuando la revuelta es controlada y en la ciudad se vislumbra “el alcance de la traición” (123) de los jefes liberales, la utopía del intelectual renace. Controlada la violencia de las masas, sobresale la violencia de Estado. Por doquier “se adivinaba que aquella cantidad de asesinados no podría ser sepultada en el cementerio. Sería necesario abrir tumbas más allá de sus paredes, en toda la extensión de la sabana y aún así sobrarían” (123). Aplacada la amenaza popular, la ciudad comienza “a tener exacta proporción de la masacre”. La conclusión del narrador es: “Si los jefes que se decían representar al pueblo no hubieran pactado con el Gobierno tambaleante, tal vez habría habido muchos más muertos, el doble o el triple, pero cada uno de ellos hubiera justificado su sacrificio” (123). Con esta idea sobre el sacrificio impune de las masas, el narrador anticipa la teleología de la novela: el bogotazo fue tan solo un intento fallido de una revolución que encontrará, en un futuro cercano, su concreción real. Por eso, al final de la obra, cuando Rengifo —un policía que se había unido a las masas revoltosas— busca a su mujer en medio de la “montonera de sacrificados” (123):

Alguien lo agarró del brazo y Rengifo se sintió conmovido por un fuerte impulso.

—¡Ah! es usted, poeta.

—¿Quién creías que era?

— Mi mujer.

—Ya la encontrarás si no está aquí entre los muertos, pero debes ocultar tu rifle. Las tropas fieles al Gobierno dominan la ciudad y fusilan a cuantos ven armados.

Rengifo descolgó el fusil de su hombro y trató de romperlo contra el suelo, pero el poeta se lo impidió con ambas manos.

—¡Guárdalo, hermano, mañana, muy pronto, lo necesitaremos! (124)

Con esta frase final, el bogotazo es, al mismo tiempo, exaltado y postergado. La nueva plataforma política en que se publica la novela, pos Revolución cubana, condiciona el sentido de la revuelta popular de 1948. La violencia de las masas gaitanistas —un fenómeno bogotano de la década del cuarenta— ingresa así en la órbita cultural de los años sesenta y en los debates sobre el rol de los intelectuales vis a vis la violencia revolucionaria. Si bien la novela recorre, con agudeza, las instancias simbólicas de la revuelta popular (por ejemplo, su acierto en representar el bogotazo como una masacre de Estado), el telos de la novela es sedimentar la utopía de una insurrección futura, una revolución que corrija las fallas del bogotazo. Y, en ese sentido, la representación del poeta en la novela funciona como un reajuste de la función del intelectual para ese nuevo fin. Es decir, si ante la revuelta esporádica la función del intelectual fracasa, la conclusión utópica de la novela sugiere la redefinición de esta función para la revolución venidera. La frase final del texto, “¡Guárdalo, hermano, mañana, muy pronto, lo necesitaremos!”, explicita ese reacomodo del intelectual ante las masas. Pese a que en la obra la violencia popular despoja a la letra de su centralidad y que la función del intelectual es puesta ficcionalmente en entredicho, es justamente la novela la que plantea esa posibilidad crítica y, sobre todo, una solución. En últimas, el fracaso ficcional de Tamayo (y de su periódico) es resarcido en La calle 10 como proyecto letrado, como novela para la educación de las futuras masas revolucionarias.

Conclusiones

Este análisis discurrió sobre las tensiones ideológicas que suscita la representación de las masas gaitanistas durante el bogotazo. En primera instancia, este artículo analiza la novela de Pedro Gómez Corena El 9 de abril (1951) y se concentra en cómo esta representa las masas bogotanas como entes apolíticos, como una turba ignara cuya violencia no responde a su propia agencia ciudadana, sino a la manipulación de agentes extranjeros como el comunismo internacional. De este modo, la “maldad nativa” es interpretada a través de los lentes de la guerra fría e insertada en un macrorrelato que desconoce su especificidad política dentro de la historia bogotana. La novela además permite ver la paranoia intelectual sobre el rol de los medios masivos (la radio en particular) durante la revuelta. De allí que el texto represente, con perturbación, el hecho que durante el bogotazo las emisoras públicas cayeran en manos de una serie de agentes políticos indeseados, convirtiendo la radiodifusora nacional en un “cabildo abierto” que le daba rienda suelta al “apetito” popular. Así, la novela expone una paranoia letrada en torno a la radio como un medio que, gracias a la revuelta, abre una caja de pandora nacional donde el deseo popular es sincronizado por una serie de voces “ilegítimas” que se autorizan temporalmente para intervenir la nación.

Esta visión apocalíptica sobre el rol de los medios, para usar la expresión de Umberto Eco, es contrarrestada en la novela La calle 10 (1960) de Manuel Zapata Olivella. Esta obra contiene una representación letrada de la función del intelectual y del rol que cumple la prensa popular en dicha función. La calle 10 esboza una visión apologética del bogotazo en la que, sin embargo, la revuelta popular es presentada como una revolución fracasada, como un simulacro perfectible. Y, en consecuencia, su posibilidad redentora es trasladada a un plano utópico, futuro, en el que la revolución real vendrá. El texto, además de su reflexión sobre los intelectuales y la violencia popular, permite pensar el gaitanismo como un fenómeno popular racializado a través de su personaje Mamatoco. La conexión entre Mamatoco —un boxeador negro— y Jorge Eliécer Gaitán (conexión construida en tanto que ambos asesinatos originan una revuelta) le permitió al capítulo mostrar las relaciones sociales (coloniales, raciales) que llevaron a Gaitán a convertirse en un cohesionador político de la marginalidad urbana bogotana. También, a través de la focalización de las chicherías, el análisis de la novela permitió establecer un cronotopo popular desde donde las masas urbanas asedian el orden, higiénico y cívico, de las élites. La focalización de las chicherías bogotanas filtra los múltiples asedios que la ciudad real impuso a la ciudad ideal que Ángel Rama postula en su Ciudad letrada.

Agradecimientos

Agradezco a George Palacios por sus referencias bibliográficas sobre Manuel Zapata Olivella y el 9 de abril, y también a Carlos Jáuregui y Santiago Quintero por su lectura y comentarios en distintas etapas del texto.

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Notas

* Artículo de investigación.

1 Esta ambigüedad que el narrador proyecta sobre las masas guarda estrechas relaciones con la construcción del salvaje deficitario que Carlos A. Jáuregui acusa en el discurso colonial.

2 Según la rápida mención que Raymond L. Williams le hace a la obra de Pedro Gómez Corena, se concluye que la novela “describe el asesinato de Gaitán y la violencia que se desencadenó en una región llamada ‘Risolandia’” (71). Pese a que la novela, en efecto, versa sobre el asesinato de Gaitán, es inexacto decir que su asesinato desata la violencia en Risolandia porque esta alude, de forma paródica, a Rusia y a la delegación diplomática de los comunistas que llega a Bogotá días antes del bogotazo.

3 También cabe mencionar la participación de otro poeta, Carlos Henrique Pareja Gamboa, en la intervención de la Radiodifusora. Al respecto es llamativa la mención que hace José María Nieto Rojas, en su libro La batalla contra el comunismo en Colombia. Capítulos de historia patria, que deben ser faro y brújula para las futuras generaciones de Colombia (1956), en el que proponía un listado de los interventores de la radio durante el bogotazo: “Entre quienes cometían este cobarde y oprobioso crimen por las radioemisoras figuran los comunistas Gerardo Molina, Rector de la Universidad Nacional; Carlos H. Pareja, profesor universitario; Regulo Guzmán, asalariado de Rusia, y otros cabecillas. Y entre los liberales se destacaron Jorge Zalamea Borda, Joaquín Tiberio Galvis, Adán Arriaga Andrade, ex-ministro de López, y el Capitán de Policía José Philips. Sobre todos ellos ya ha caído el baldón de los buenos colombianos, y la historia los juzgará como principales responsables de tan vandálicos sucesos” (177). Aunque en la cita brilla por su ausencia Jorge Gaitán Durán, allí figuran tanto Jorge Zalamea Borda como Carlos Henrique Pareja Gamboa, este último conocido también como Simón Latino. Carlos Henrique Pareja Gamboa es además autor de la novela El monstruo (1955), referida al asesinato de Gaitán y a la consolidación de las primeras guerrillas liberales, nucleadas en las montañas del Tolima, posbogotazo.

4 George Palacios señala al respecto que son justamente los “premios y reconocimientos recibidos en los ámbitos internacionales, así como la atención dada a su obra por la academia norteamericana, lo que aparentemente le valida como escritor e intelectual dentro del contexto de la academia colombiana, la cual no se ha decidido a incluirlo en los planes de estudio —en el canon, si se quiere—, como lo solicitaban desde los años setenta y ochenta investigadores como Richard L. Jackson en sus textos The Black Image in Latin American Literature (1976) y Black Writers in Latin America (1979), y Marvin A. Lewis en su Treading the Ebony Path: Ideology and Violence in Contemporary Afro-Colombian Prose Fiction (1987)” (119).

5 Me interesa apuntar que la Revolución cubana sobredetermina la aparición de novela, bien sea por su fecha de publicación en 1960 o por sus anclajes temáticos y utópicos. Esto, sin embargo, no significa ni que la novela haya sido escrita tras el advenimiento de la Revolución cubana ni que la experiencia revolucionaria cubana sea la única que rige la militancia política de la obra de Zapata Olivella. Además, como bien apunta George Palacios, Zapata Olivella ya había cimentado una apreciación histórica y social del bogotazo en su artículo “El nueve de abril. Interpretación comunista”, publicado el 9 de abril de 1949 en el hebdomadario Sábado. Allí hablaba en nombre del Partido Comunista Colombiano, y acusaba la falta de orientación política de las masas durante la revuelta. También apuntaba que con el bogotazo no solo se había cumplido la “profecía comunista de las luchas populares, sino el planteamiento marxista de que los cambios graduales conducen a los saltos revolucionarios” (5).

6 En su artículo “El Nueve de Abril. Interpretación Comunista”, Zapata Olivella abordaba el tema del saqueo así: “Los comunistas somos los primeros en reconocer que la lucha se desvió por los caminos del saqueo. Pero no condenamos el saqueo en nombre de una moral inmoral, porque fue engendrado por el hambre y la miseria, sino porque desvirtuó el carácter político de la lucha. El motor que movió al pueblo al asalto a las ferreterías, obedeció a un sentimiento de ofensiva y auto-defensa de clase, pero los caminos que condujeron al saqueo, primero, y al incendio, después, instigados en primer lugar por el hambre, tuvo su respaldo en la política disociadora del Estado para desviar el sentimiento político que se encaminaba hacia el derrocamiento del gobierno” (5). Como una anticipación de la economía moral de E. P. Thompson, Zapata Olivella responde a una visión de partido que es matizada en la novela, publicada 10 años después. En La calle 10 se abstiene de ofrecer, por ejemplo, una hipótesis totalizadora que atribuya a los revoltosos una “auto-defensa de clase”.

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: hruiz@carleton.edu

Información adicional

Cómo citar este artículo: Melo Ruiz, Héctor. “Representaciones letradas de la radio, la prensa y el intelectual en dos novelas del bogotazo”. Cuadernos de Literatura, vol. 26, 2022, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl26.rlrp

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