Ramos Sucre: un montaje en retaguardia*

Ramos Sucre: A Rearguard Montage

Juan Cristóbal Castro

Ramos Sucre: un montaje en retaguardia*

Cuadernos de Literatura, vol. 28, 2024

Pontificia Universidad Javeriana

Juan Cristóbal Castro a

Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile


Recibido: 13 agosto 2021

Aceptado: 23 mayo 2022

Publicado: 16 octubre 2024

Resumen: En el siguiente trabajo se propone repensar la obra del poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre, cuya obra puede servir como modelo de un tipo de montaje textual, literario, que se dio a comienzo del siglo XX. Un montaje que se valía del archivo cultural occidental para desarmarlo, desposeerlo. De ahí que se proponga trabajar la noción de anacronismo, tan revivida en estos tiempos por importantes teóricos como Aby Wartburg, para inscribir esta propuesta junto a otras apuestas latinoamericanas.

Palabras clave:montaje, literatura, poesía.

Abstract: The following paper proposes to rethink the work of the Venezuelan poet José Antonio Ramos Sucre, whose work can serve as a model of a type of textual and literary montage that occurred at the beginning of the twentieth century. A montage that used the Western cultural archive to disarm it and dispossess it. Hence the proposal to work on the notion of anachronism, so revived in these times by important theorists such as Aby Warburg, in order to inscribe this proposal along with other Latin American bets.

Keywords: Montage, Literature, Poetry.

Este invierno, vestido de forma más miserable, he asistido dos veces a mi entierro, primero como conde Robilant (no, es mi hijo, en la medida en que yo soy Carlo Alberto, infiel a mi naturaleza), pero yo mismo era Antonelli.

Nietzsche, carta a Burckhardt

I

Entremos en un espacio que se nos abre para hablar de José Antonio Ramos Sucre en los tiempos en el que cobró protagonismo el giro anacrónico en la teoría, la filosofía, la historia cultural y la misma crítica del arte. Hace algunos años atrás en el portal Interartive Raúl Antelo le hacía un reproche a la exposición Atlas: cómo llevar el mundo a cuesta (2011), mostrada para ese entonces en Madrid y curada por Georges Didi-Huberman. Para él, en este proyecto se evidenciaba un desconocimiento de las prácticas de montaje temporal en América Latina y citaba el caso de la elección de un Borges visto a la luz de un Foucault o un Bataille, obviando lo que hacía ya el autor argentino en las primeras décadas del siglo XX. Algo parecido esgrime Graciela Speranza, en su Atlas portátil de América Latina (2012) cuando advertía que la muestra omite a Latinoamérica y por ello se da a la tarea de elaborar su propia constelación de artistas y escritores del continente ignorado, negado, por la apuesta.

El justo reclamo nos invita a incluir también algunos casos de anacronismo cultural dentro de la literatura que no son difíciles de considerar como montajes retrospectivos, textuales, algo que está dentro de las preocupaciones de los críticos mencionados. En ese sentido estaría el extracto de Sousandrade “El infierno de Wall Street” del libro O Guesa (1884), si seguimos las lecturas que hiciera después Haroldo de Campos, sin obviar por supuesto a los vanguardistas de la Semana de Arte Moderno en São Paulo en esa interpretación que hace, por ejemplo, Gonzalo Aguilar en Por una ciencia del vestigio errático (2010), quien nota con gran tino cómo Oswaldo de Andrade invierte en el manifiesto el calendario gregoriano al señalar el año 374 como el de la deglución del Obispo Sardinha, entre otros ejemplos más (19).

Si bien Raúl Antelo está pensando en el Borges de las vanguardias, ese Borges impolítico que vincula transversalmente con Benjamin y que trabaja junto con su hermana en una instalación que reúne objetos dispersos, no habría que desdeñar en su dimensión textual las prácticas que realiza después, cuando escribe en la Revista Multicolor de los Sábados (1931) y plantea un viraje más narrativo de su proyecto estético, apostando por las reescrituras de otros trabajos, cosa que incorporará en su Historia Universal de la infamia (1935).1 Y creo precisamente que ahí, con esa apuesta borgeana, podemos entrar en la obra de Ramos Sucre, pues en ese tránsito o punto de inflexión es que se abre el espacio para colarnos desde otro lugar de enunciación latinoamericano. Un (entre)lugar que es un no-lugar y que muchas veces algunos colegas omiten por la precariedad de su campo intelectual, más periférico que la misma periferia oficial de eso que enmarca, define y delimita lo “auténtico” del continente en el despliegue de las modas teóricas europeas, más suplementario de lo que enuncian los grandes discursos heroicos de emancipación, sueños ecuménicos con los que se aferra a ultranza para disimular sus falencias. En cualquier caso, ahí mismo, en ese trasiego o movimiento fallido, hueco, de inclusión de lo “latinoamericano”, decía, surge la propuesta de Ramos Sucre, quien desarrollara la totalidad de su obra en la década que señala Antelo, tiempo de una de las más férreas dictaduras en Venezuela, la del temible Juan Vicente Gómez. Ahí, en ese resquicio, podemos situarnos para comentar un proyecto que puede darnos evidencias de unas prácticas anacrónicas tan inéditas, como las de ese Borges que vengo señalando, en eso que Guillermo Sucre una vez trató de explicar como un “saber relacionante” que pareciera emular, por su carácter ancilar, la lógica del “bricolaje” (12).

Rescato el término que viene del francés bricolage, pues, como se sabe, tiene su constelación común con las prácticas vanguardistas donde el montaje fue recurrente. Una de las personas que lo usó fue el antropólogo Claude Lévi-Strauss en su Pensamiento Salvaje (1964), quien lo definió, por cierto, como un saber propio de las culturas mal llamadas primitivas, que consiste en trabajar de manera rudimentaria con materiales ya dados un repertorio de “composición heteróclita”, cuyo resultado contingente se produce con “los residuos de construcciones y destrucciones anteriores” (37). Este ejercicio lo podemos relacionar de forma algo arbitraria con la apuesta de lectura anacrónica de nuestro escritor venezolano desde la Venezuela marginal donde escribe, quien trabajó con materiales extraídos seguramente de la Enciclopedia Espasa, el Diccionario infernal de Collin de Plancy o la Encyclopédie des peuples, entre otros soportes de segunda mano, como pueden ser los mismos álbumes personales.2

Podemos convenir que el término que me interesa usar en estas líneas, que es el de montaje, tiene sin duda sus riesgos a la hora de aplicarlo al texto ramosucreano. Sus usos inflacionarios recientes han podido desgastarlo al punto de generar sospechas en quienes lo trabajan, pero lamentablemente ello es inevitable a la hora de proponer una interpretación que intenta abrir otro resquicio de lectura, por más pequeño que sea. Raúl Antelo, de hecho, nos advierte sobre el peligro de convertirlo en clisé; de ahí que sugiera “saber cortar” y evitar así incluir cosas que, por una injusta lógica de la moda y los modismos, se vuelven irremediablemente en lugares comunes. Quizás por eso incluir un montaje cultural, retrospectivo, poco familiar en este círculo o campo, pienso yo, podría arrojarnos algunas ideas para reconceptualizar incluso esta noción, más allá de las prácticas concretas del cine, tal como lo ha venido haciendo Didi-Huberman para pensar la obra de Aby Warbug o la del mismo Walter Benjamin (“Cuando las imágenes tocan lo real”, “La imágen superviviente”), quien ya lo estaba poniendo en práctica en su Libro de los pasajes; y Graciela Speranza, al igual que Antelo, lo viene trabajando en Latinoamérica en su Atlas portátil de América Latina.3 Jacques Rancière en más de una ocasión advertía que este recurso lo estaba haciendo la literatura mucho antes, pues se inscribía además en un nuevo régimen de imageniridad como es el que precisamente llama “estético”, en esa “medida de lo sin-medida o disciplina del caos” (64).4

Si pensamos entonces la lógica del montaje siguiendo esta sugerencia de Rancière, como una particular distribución de lo sensible, sin dejar, por supuesto, de lado la reflexión de Antelo, en la que define sus procedimientos como una forma de “intervenir y cortar para que el aire circule, para que entre la diferencia” (Ferreira et al., 2020), bien podríamos encontrar elementos llamativos en la poesía de Ramos Sucre.

II

Quisiera iniciar esta lectura comentando dos gestos duchampianos en Ramos Sucre, por más insignificante que pueda parecernos al obedecer solo a los criterios de selección del autor y no a valoraciones temáticas o textuales de su obra. En Trizas de papel, que luego reescribe para el siguiente trabajo llamado La torre de timón, encontramos textos de otros géneros: un ensayo sobre Humboldt, un artículo en un periódico (“Sobre poesía elocuente”), una reflexión teórica (“Filosofía del lenguaje”), un homenaje que diera en una escuela (“Plática profana”). Así es curioso que en un libro, considerado como de poemas en prosa, incluya escritos de otras naturaleza discursiva, genérica, con el propósito no solo de desarreglar los lugares disciplinarios, formales y hasta culturales en donde las prácticas del momento inscriben o reparten los textos, sino de abrir una heterogeneidad en el marco mismo de la organicidad del libro de supuestos “poemas”; ya el hecho de valerse de los “poemas en prosa” es un paso para esta confusión, por no mencionar la rara mezcla que hay en estos primeros libros de textos que parecieran a su vez en algunos casos ser como poéticas, si nos detenemos en trabajos como “Sobre poesía elocuente” o en el poema “Filosofía del lenguaje”, algunos de los cuales serán descritos por el mismo Ángel Rama como una especie de “summa de poesía y pensamiento” en los que se teje la “trama de su conmovisión” (10).

El segundo gesto duchampiano que realiza es la reescribir la obra de Humboldt en el texto publicado en 1923 “Sobre las huellas de Humboldt”, uno de sus primeros trabajos poéticos en lo que será un arte peculiar de la glosa. El trabajo fusiona el comentario crítico, irónico, con la reescritura. Tiene una extraña combinación de reseña con ensayo, según nos advierte Guillermo Sucre, quien además destaca su confección metafórica, figural, entreviendo cómo el poeta muestra el archivo imaginario europeo del explorador sobre su observación del continente; me refiero a ese “repertorio cultural del mundo” que notaba, por ejemplo, Antonio Cornejo Polar en los mismos cronistas de Indias, al hablar de América Latina, haciendo que el “Cuzco sea visto como Roma” (“Ramos Sucre: la pasión por los orígenes”, 14). Eso mismo percibe Ramos Sucre, con su singular sapiencia, en la mirada del científico alemán, que para él está repleta de experiencias culturales propias de su continente, que se cuelan sobre su análisis, sobre su forma de valorar lo que ve.

Guillermo Sucre no se contiene y muestra otros elementos relevantes que vale considerar con atención. Dice sobre el texto que “adopta el tono del cronista, solo que se trata de una crónica que habla no a partir de lo visto sino de lo leído”, con lo cual detecta un elemento clave de la obra del poeta en el que se busca fundir ambas experiencias, con el propósito de hacer precisamente “de esa lectura una mirada más de la realidad”. Además, nota cómo emplea “continuamente el presente narrativo, casi siempre eludiendo el sujeto de la oración […] como si quisiera despersonalizarlo”, sin obviar cómo “crea un ritmo de secuencias vertiginoso” que se acumulan y sintetizan “a un tiempo”, desplegando a su vez “los poderes del lenguaje”, es decir “arcaísmos […] con neologismos, vocablos con variadas acepciones que llegan con la etimología y la metáfora, minuciosa recreación lingüística de una época, así como un vasto registro de nombres” (“Ramos Sucre: la pasión por los orígenes”, 12). Poco a poco, vemos cómo el sujeto lírico se diluye en lo que comenta, abriendo paso a lo que irá haciendo en su obra poética posterior.

Estos dos detalles duchampianos, aunque se nos aparecen como gestos embrionarios, incipientes, de desplazamiento e intervención, de uso y cambio, nos sirven para entender mejor la apuesta del poeta de Cumaná. Van abriendo así el terreno, las condiciones de posibilidad, para aceptar ese lugar imprevisto que ocupa como modelo dentro del anacronismo literario latinoamericano.

III

Pero ya entremos en materia. Lo más importante que sucede en la obra del poeta es lo que vengo señalando como el montaje anacrónico, que parte de una valoración particular del poder de la imagen. Quien revisa muchos de sus textos se sorprende al evidenciar que, detrás de ese lenguaje entre preciso y nebuloso, relucen escenarios de la literatura y la historia de otros tiempos. En “El espejo de las hadas”, por mencionar un caso, una virgen usa por un momento la “corona de ortigas” del Rey Lear, y la muerte de su pretendiente termina siendo narrada por el mismo Ovidio, el “fabulista de los gentiles” (33). El texto fusiona momentos distintos, referencias culturales de contextos diferentes, rompiendo todo principio cronológico para la organización narrativa. En “La redención de Fausto”, se cuenta el destino del cuadro de la Gioconda que Leonardo da Vinci legó al mismo Alberto Durero y terminó por “iluminar” la “estancia de Fausto” (389). En esta ocasión, inventa lazos secretos entre artistas que no se conocieron en vida y entre creaciones que se dieron en diversas fechas. Concibe una relación que rompe con los órdenes causales en lo que puede ser una especie de legado o sobrevivencia de la imagen misma, que él concebía como una “estela” que deja “cierta vaguedad y santidad” (889). Una estela, huelga decir, que puede entenderse como algo que rehúye lo visible, lo tangible, que se retira de la presencia y se queda en estado de latencia o suspenso como impensable, pero, a la vez —y pese a ello quizás—, genera un efecto de irradiación energética, afectiva. Por eso, para él es “un medio de expresión concreta y simpática, apta para poner de relieve las ideas sublimes e independientes de la metafísica y las nociones contingentes de la experiencia, y comunica instantáneamente los afectos” (88).

Esta noción de la imagen, podemos decir, ocupa un lugar ambivalente de fuerzas e impactos yuxtapuestos, pues sirve como “medio que puede enunciar la filosofía más ardua” y a la vez comunica “eléctricamente la emoción”. Además es una “manera concreta y gráfica de expresarse” que “emana de la aguda organización de los sentidos corporales”. Hay así una ilegibilidad, una imposibilidad hermenéutica o interpretativa, dada en estas tendencias disímiles y aporéticas, que se consolida todavía más al verla el autor también “cerca del símbolo” (88). Ni es una expresión metafísica o trascendental, ni tampoco es meramente contingente, y, podríamos decir, referencial o indicial. Al mismo tiempo, se sitúa en una especie de umbral que vincula las mismas ideas sublimes con manifestaciones bien concretas, sin que haya al parecer un telos que unifique o armonice estas corrientes. Por otro lado, destaca el valor de la “simpatía” (en el sentido de sympathïa, es decir, como comunidad de los sentimientos) y su poder de comunicar “afectos”.

Sabemos que detrás de ello hay toda una tradición que ha pensado lo empático y que puede remontarse a Burke, a los románticos alemanes y seguir con el trabajo de Worringer, pero Ramos Sucre no se deja seducir por el subjetivismo psíquico que ata a algunas de estas nociones, y evade una reflexión sobre la forma que la lleve a pensar en estilos atemporales o preestablecidos. Al final, tal como sucede con la figura de la Monna Lisa en “La Redención de Fausto”, la imagen sale de sus marcos y se mueve a lo largo de distintas obras. Un ejemplo que pudiera servirnos para analizar esto lo vemos en el texto “La cábala”, publicado inicialmente en el periódico El Universal en 1927 y luego incluido en El cielo de Esmalte dos años después. Allí se cuenta la presencia del “caballero de rostro famélico” en clara alusión a Don Quijote, quien cruzaba un puente precedido antes por un “jinete de visera fiel”, que podemos deducir que es el famoso Sancho Panza. El sujeto lírico no solo lo ve a los mismos personajes ficticios, sino que, además, puede saber lo que hablan, y narra, de hecho, una de las historias que contó el personaje principal de la célebre novela moderna. El relato se detiene en su ida a Toledo y su exploración por la “ciencia de los rabinos”, en referencia a la España de Alfonso X el Sabio. El escudero lo previene de la “seducción permanente” y le sugiere “recorrer un mar lejano, en donde suenan los nombres de los almirantes de Italia y las Cícladas, las islas refulgentes de Horacio” que “imitan el coro vocal de las oceánidas”. Al final, relata para nuestra sorpresa cómo Cervantes mismo le contó el suceso “del caballero devuelto a la salud”, gracias a que discernió “en una muchedumbre de paseantes la única doncella morena de Venecia” (370).

El poema llama la atención, antes que nada, por su uso del lenguaje. Habla de un rostro “famélico” o de una “visera fiel”, usos infrecuentes del castellano de la época, algunos de los cuales pudieran vincularse con tiempos de antaño, reproduciendo así uno de los elementos que según Guillermo Sucre caracterizan su estilo anacrónico: el léxico y el estilo verbal; no en balde le declaró a su amigo Fernando Paz Castillo que usaba el español con base en el latín (La máscara y la transparencia, 738), y es que toda su obra se fue construyendo, como dice Salvador Tenreiro, “entre ruinas” y “fragmentos (del mundo y de otros textos)”, que a su vez se relacionan con la “presencia ruinosa —ruindosa— de arcaísmos y de modelos perifrásticos guardados en la memoria de la lengua” (Ramos Sucre 946). Como es un poema en prosa, sabemos que no hay mucho respeto por las secuencias narrativas, pero, de igual modo, es importante destacar sus irrupciones. Primero, el sujeto lírico se concentra en la presencia del caballero, luego, el punto de focalización se dedica de improviso a describir la caída del clavel en el arroyo, sin advertir la razón de ello. Después, al hablar de su compañero, quien estaba antes que él en el lugar descrito, señala uno de los temas que discutían y ahí sucede una suerte de flash back en el que se cuentan ahora las vivencias que tuvo en Toledo. Sin transición alguna, el poema pasa a comentarnos el consejo del criado, quien previene al protagonista de esa seducción, y, al final, la historia pone en escena al narrador en otro lugar de enunciación desde donde describe.

Los desplazamientos de perspectiva se relacionan también con los lugares confusos de enunciación: el sujeto puede presenciar directamente al personaje de Cervantes, a la vez que es capaz de escuchar y de recrear las historias de su conversación en el mismo tiempo del relato, sin mencionar por supuesto la conversación que tuvo con el mismo autor. En consecuencia, obra y vida se diluyen en un mismo plano, así como el tiempo de la lectura y el tiempo de la percepción, como si se quisiera visualizar (o materializar sensorialmente) la experiencia lectora;5 recurso que, como sabemos, tiene un especial vínculo con el poema en prosa, si consideramos lo que dice el mismo Raúl Antelo en María con Marcel. Duchamp en los Trópicos (2006) al tomar en cuenta que “contiene siempre un trazo de imagen visual” donde se muestra “el carácter ilusorio de lo real”, que al final patentiza “la irreductible imposibilidad de lo visible” (104).

Sea algo propio de la tradición o del poemas en sí, lo importante por supuesto es la especificidad de este proceder en el venezolano Ramos Sucre, quien trabaja dentro de un contexto bien particular, buscando continuamente obliterar las distinciones que demarcan los diversos escenarios de la representación, sus delimitaciones, sus aduanas simbólicas, sus fronteras.

IV

Queda, sin embargo, otro elemento por considerar del poema citado, recurrente en la obra del poeta. El yo, la primera persona, no tiene claro los marcos referenciales del sueño y la realidad, de lo fantasioso (y memorioso) del pasado y lo real (y concreto) del tiempo actual, algo que sí vemos en las conexiones fortuitas al estilo de la mémoire involontaire de Marcel Proust, o de las apuestas de Gerard de Nerval con su Aurélie ou le rêve et la vie (1855), tan citado como influencia del poeta, o del mismo Charles Baudelaire de “La vie antérieure”, por más que haya un intercambio constante de tiempos y lugares en sus trabajos. Dicho de otro modo: ni el aroma de la magdalena ni los pórticos griegos nos desvían lo suficiente para desatender el lugar desde donde podría estar hablando el narrador, que en el caso del texto proustiano es Francia, por no hablar de la personificación de los sujetos de los que habla, que en la escritura ramosucreana no sabemos muy bien quiénes son; como diría Salvador Tenreiro en jerga estructuralista, no tienen “continuidad actancial” (“Ramos Sucre y la crítica” 425).

Quizás ello se deba en parte no solo a estos cambios de perspectiva, sino también a su tendencia por la supresión del que relativo, que según Ángel J. Capelletti le da un valor onírico al texto (12), sin despreciar su manía de colocar el adjetivo antes del sustantivo, tal como recomienda en una de sus cartas, y valiéndose, por supuesto, de un yo ficticio, que lo acerca al monólogo dramático de la literatura de un Robert Browning o de un Alfred Tennyson. Todos estos recursos formales le permiten al narrador —o, mejor dicho, al sujeto lírico— disolverse en sus lugares de enunciación, con lo cual logra llevar a efecto una impersonalidad radical, un devenir impropio o anónimo en el que el yo se resiste a las marcas, índices, del tiempo y del espacio, así como a la encarnación orgánica de una persona identificable, precisa, clara. Solo así es que puede salir y entrar tan libremente de los textos que recrea, de sus zonas más laterales o insignificantes, de sus referentes históricos y culturales, prodigando una especie de comunismo literario en el que des-autoriza, roba y usurpa la propiedad, la pertenencia privada, personal, de las obras de la tradición canónica.

Es verdad que estos recorridos ilícitos por otras obras no llegan a una fragmentación extrema, tal como veremos en muchas expresiones vanguardistas, porque todavía sigue en el plano de la cultura clásica, humanística; y, además, sus conexiones heterogéneas tampoco son comparables a la arbitrariedad del paraguas y la máquina de coser de un Lautréamont y de los surrealistas, por mencionar solo unos casos conocidos, pero, sin duda, la falta de transiciones claras en la trama, sin obviar el grado de dispersión de que goza su escritura, hace difícil asociarla a las recreaciones del modernismo latinoamericano, tan fieles a una melodía universal o a una metafísica espiritual, que sublimiza el archivo cultural en una visión algo fetichizada del mundo, por no hablar de la poesía llamada posmoderna, que vuelve al registro referencial, al lenguaje anecdótico y confesional. Todas estas apuestas, tan en boga todavía para las fechas en las que escribe el poeta, lo colocan en un espacio difícil de cartografiar dentro de una fórmula historicista de la literatura y la tradición latinoamericana, como muchos otros grandes autores que han trabajado desde diversos marcos y lugares.

Quizás el plano de las referencias sea el más radical en su uso de la dispersión, ya que desarregla la biblioteca universal de la cultura alta europea y sus soportes históricos. Los cambios de lugares y de épocas son importantes de considerar en este sentido: de la España de Felipe II, donde pareciera colocarse al divisar en tiempo real la presencia del mismo Quijote, pasa luego a la España de Alfonso el Sabio, inventando una vivencia imposible de darse de modo cronológico. De ahí se traslada al referente latino y griego de las Cícladas y las Océnidas, para luego cambiar al lugar de enunciación donde Cervantes habla con el autor y le comenta otra falsa vivencia que tiene su personaje, ahora en la Venecia de Shakespeare; aquí, de nuevo, inventa otro desplazamiento temporal y lo ubica en la obra del autor del Mercader de Venecia, aludiendo a Jessica, la hija de Shylock, quien era morena, sin obviar el guiño al ojo que hace al poema “A una transeúnte” de Baudelaire, en el que se refiere a un encuentro en la calle parecido con una mujer dentro de la muchedumbre.6

Sin duda, si revisamos la trama del poema, hay un eros literario encarnado en el ideal mujeril del Quijote, que lo lleva a cruzar distintos escenarios: Toledo, Grecia o Venecia; un ideal que pareciera tener hasta una dimensión más corporal, sensual (habla de una “beldad judía” como “amante”), que en la obra original. Fuerza sensual que a su vez no deja de poseer un componente gnóstico; escenifica el saber no como mera epistemología, sino como fuente órfica, en la que el conocer se alía así con lo desconocido, con lo oscuro, con lo místico, tan propio de los saberes cabalísticos, contraponiéndose al orden de los saberes positivistas y de toda la tradición iluminista republicaba que imperaban en su momento histórico.7 La misma imagen pareciera repetirse en otros poemas con la figura de Helena (“El mito Versiforme”) o la Monna Lisa (“La redención de Fausto”), por solo hablar de algunos casos.

Esta erótica del saber oculto y los recorridos que genera funda un espacio atópico donde el “aquí” del texto y el contexto se pierden, se difuminan; no es una utopía, porque no se encuadra en un territorio temporal fijo, pero tampoco es necesariamente una utopía literaria, tal como lo han considerado algunos, pensando en Gérard Genette, porque no se enmarca en un solo espacio-tiempo literario ubicuo y múltiple que reúne todas las obras bajo analogías o paralelismos armoniosos y con un solo centro; por el contrario, en estos encuentros el descentramiento es continuo; hay así una tendencia por los ires y venires, por la errancia y la deslocalización. Es verdad que hay otros poemas menos radicales; pensemos, por ejemplo, en “La vida del maldito” o en “Discurso del contemplativo”, en los que las marcas referenciales son estables, los signos de la enunciación son claros. Sin embargo, podemos decir que esta apuesta refractaria se afianza con la Torre del timón y luego termina de consolidarse en Las formas del fuego, y que hace de su estilo algo único, particular.

V

¿Qué podemos colegir de todo lo anterior? Como sabemos, la palabra montaje, en el sentido más laxo del término, significa ‘armar piezas de un aparato’, ‘combinar diversas parte de un todo’ y en el cine tiene que ver con la ordenación del material ya filmado para constituir la versión definitiva.

Muchos críticos han querido ver su relación y diferencia con el collage, en cuanto al medio: si el primero es propio del artefacto cinematográfico, el segundo lo es de la pintura. Marjorie Perloff en “La invención del collage” de su libro El momento futurista (2010) enmarca sus relaciones heterogéneas bajo dos coordenadas: en el espacio uno y en el tiempo el otro. Diferencia que a su vez se enmarca dentro de dos lógicas dispares: una que destaca la fragmentación y el traslado de contextos, y la otra que busca la integración constitutiva, siguiendo un principio de continuidad. Por su parte, el mismo Raúl Antelo también comulga con esta diferencia y en una entrevista resume el litigio de los dos bandos: “Los collages son aproximaciones materiales en el espacio, mientras que los montajes prefiero entenderlos como aproximaciones temporales8 (Ferreira et al.). De igual modo, las discusiones sobre el tema son múltiples, pero lo que me interesa es destacar que el aparato poético ramosucreano se construye con base en distintas piezas textuales de episodios y referencias de la cultura.

Ahora bien, con todas estas diferencias entre montaje y collage, es bueno decir que sigue habiendo una zona porosa, híbrida, entre las dos prácticas, cosa que llevó a la misma Perloff a considerar el collage como un antecedente del montaje, es decir, como parte de una misma lógica de distribución y repartición de materiales dispersos. Lo importante, a mi modo de ver, es considerar que ambas apuestas comulgan en la necesidad paratáctica de establecer vínculos entre trabajos heterogéneos, más allá del medio mismo. Por eso me quedo con lo que Jacques Rancière explicaba cuando veía todas estas experimentaciones insertas dentro de una misma lógica que ya venía operando antes en la literatura con lo que llamó el régimen estético.

¿Cómo pensar la especificidad del montaje textual del poeta venezolano? Primero que nada, los poemas de Ramos Sucre trabajan con materiales imaginarios, simbólicos, y no con objetos precisos, contemporáneos. Opera así con discursos textuales del pasado, con la biblioteca literaria canónica. De ahí también su peculiar anacronismo; relee otros tiempos retrospectivamente y lo hace con recursos de su actualidad, así que, en vez de trabajar en la vanguardia, lo hace con lo que quiero denominar como retaguardia. El término se ha usado para hablar del sector militar que defiende a la fila que va en avanzada de posibles ataques que se encuentren en dirección contraria; a su vez, busca proteger las líneas de comunicación situadas atrás. William Marx proponía ese concepto para pensar la literatura moderna como una tendencia que coexiste con los movimientos artísticos de avanzada, pero con la diferencia de que le interesa repensar creativamente el pasado y la tradición, el archivo de lo materiales ya dados. Además, “los unos como los otros no hacen más que negar la historia de la que surgieron ” (“Le temps des crises”, 156; traducción propia). Marjore Perloff insiste en Unoriginal Genius. Poetry by other means in the new century (2010) que es necesario ver esa relación todavía más íntima, al punto de sostener que la segunda completa el trabajo de la primera, como si fueran parte de un mismo proyecto que se asume desde varias constelaciones. Por otra parte, Juan Duchesne-Winter usó esta expresión en Del príncipe Barroco. La republica de la amistad en Paradiso de José Lezama Lima para hablar de la apuesta de Oppiano Licario. Según el crítico, Lezama Lima explora “en las ruinas de la memoria, cuidando los fragmentos de la imagen y del lenguaje” (124) con el propósito de construir una comunidad atópica, que rompa el aquí de los lugares impuestos por el nomos colonial.

En nuestro caso, vemos algo parecido, pero Ramos Sucre pareciera buscar otro tipo de colectividad con los tiempos del ayer, en los que las conexiones-desconectas que propone abren caminos de tránsito futuro para lectores anónimos, para pueblos impersonales todavía porvenir. De ahí que en una de sus cartas a su hermano Lorenzo Ramos ya pensara su obra para lectores de nuevas generaciones. Por otro lado, el poeta se concentra en el archivo mítico, imaginario, de la cultura occidental para desmontarlo, dispersarlo, desarreglarlo. Sabemos que está escribiendo en una época en la que los surrealistas disidentes están trabajando con las nociones de montaje y anacronismo en Documents, Warburg con su Atlas Mnemosyne, Vertov o Eisenstein con sus trabajos cinematográficos, Benjamin con sus Pasajes, o el mismo Borges, como dije, con los trabajos que hizo con su hermana y luego con sus colaboraciones para la Revista Multicolor de los Sábados, ya con materiales de la cultura de masas, sin obviar las apuestas del canibalismo brasileño. Para esas décadas hay una gran insatisfacción con la manera como se viene pensando la historia, considerando además que la experiencia de la Primera Guerra Mundial había puesto en duda de forma radical el relato del progreso. Si bien no fue un suceso que afectó directamente a los países latinoamericanos en lo material, como sucedió en otros lugares, sí sirvió como un “evento” en el sentido del teórico Alain Badiou, tal como nos lo hace ver Mariano Siskind;9 y más en el caso venezolano, me atrevería a decir, cuando su campo académico e intelectual, su proyecto humanístico, sufrió para ese entonces los embates de la dictadura gomecista que cerró las universidades y desatendió progresivamente la educación, sin obviar por supuesto la transformación radical que trajo el modelo de modernización norteamericano que se impuso sobre el europeo, que todavía era el hegemónico hasta finales del siglo XIX, gracias, entre otras cosas, a la industrialización petrolera.

El hecho de que el poema “La Cábala” se identifique así con un saber literario de orden órfico, que a su vez es trashumante, busca reconocer de alguna manera esa crisis de lo humano, y el peligro de su optimismo iluminista. Optimismo que reprime lo desconocido —dentro del cual está lo que es propio del pasado, así como lo que designa lo “bárbaro”—, impulsando el valor de la búsqueda personal, erótica, del conocimiento como consagración del verdadero ser en tiempos de crisis. Por ello, para Guillermo Sucre esto se pueda insertar dentro de la critica de la historia del poeta donde “la presencia de lo sagrado y de la violencia” son “experiencias tan unidas en la historia del hombre”, como lo demónico mismo que busca así “ofrecer una crítica antropológica a las civilizaciones” (“Ramos Sucre: la pasión por los orígenes”, 15). De este modo, nuestro autor puede entrar en la gran familia de los escritores latinoamericanos que han trabajado el montaje literario, cultural, y ser incluso precursor de algunos de ellos, considerando que lo fue trabajando en los mismos años veinte, fecha importante para estos experimentos como formas para criticar el historicismo reinante.

Ahora bien, en el caso venezolano esta modalidad de trabajar la historia de forma lineal, teleológica, vale decir, fue renovada por la élite intelectual del gomecismo, y quizás por ello se convirtió en el motivo propulsor de la apuesta anacrónica ramosucreana. Más que un recurso literario abstracto, el desarreglo de tiempos y espacios culturales de su obra poética se sitúa en contra de una manera de instrumentalizar el pasado, sobre todo el pasado nacional, que amerita unas breves líneas para explicarlo.

VI

Para el momento en el que escribe Ramos Sucre, la historiografía venezolana venía trabajando un proceso arduo de renovación con el impulso que trajo la segunda generación positivista (Laureano Vallenilla Lanz, José Gil Fortoul, Pedro Manuel Arcaya, Lisandro Alvarado), que terminó en convertirse para ese entonces en la versión oficial del Estado, y que buscaba renovar las fronteras entre mundos referenciales y mundos ficcionales por el bien de la verdad profesional, científica. En un artículo, publicado para El Cojo Ilustrado (1892-1915) en 1892 y llamado “Armenio y Dorotea”, Lisandro Alvarado reflexionaba sobre esta relación, no sin cierto dejo de desaprobación, previniendo a los lectores sobre el peligro de los despliegues retóricos e imaginales: “Buscar ficciones para el pensamiento es protestar de algún modo contra el falso orden que existe, y la adoración de las cosas sobrenaturales, la poesía, abre el campo a esos engaños” (19). Ve así a los creadores como exploradores “de la soledad de la enajenación mental” (19), y su estilo y lenguaje son peligrosos, pues sus “ademanes provocan la imitación inconsciente” y sus “impulsos llegan a ser contagiosos” (19).

Para estos historiadores profesionales la reconstrucción del pasado no debería valerse de gestos románticos o literarios, pues nos alejan de la verdad; son poco objetivos. Una breve reseña de Laureano Vallenilla Lanz sobre la obra de Alejandro Dumas nos advierte que “la historia puede ser una novela; la novela no debe ser jamás una historia” (“Información literaria y artística”, 505). El argumento evoca la distinción que Aristóteles labrara en su Poética en la que sostenía “que no es obra del poeta decir lo que ha sucedido, sino qué podría suceder” (157-158), y a toda una tradición que ha ido cercando las fronteras entre ficción y realidad, historia y literatura, entre lo posible o verosímil frente a lo que es real, referencial, histórico.10

De igual forma sucede con la naciente historia literaria, por más que se distanciara en algunas líneas de los positivistas gomecistas, sobre todo en su afiliación al dictador. Gonzalo Picón Febres en La literatura venezolana en el siglo diez y nueve (1906), acaso para muchos el primer trabajo sistemático de historiografía literaria nacional, habla de su interés por contribuir con el “progreso intelectual” del país y define su acercamiento como una mirada retrospectiva que incorpora por igual la literatura y la historia, inspirado por “la severa musa de la imparcialidad” (20). En un momento condena los acercamientos donde “abundan los epítetos de relumbrón o sonaja, las hipérboles descomunales, los escarceos y vaguedades de la imaginación, el prurito de soñar en períodos llenos de elocuencia, y las descripciones poéticas teatrales” (20). Distingue así entre realidad y ficción, destacando el valor de la causalidad histórica y del juicio imparcial fuera de las pasiones. La historia para él era “la ciencia experimental de los hechos consumados” que deben ser investigados de modo “”, además de “comprobarlos por medio de documentos fidedignos e inequívocos” (22).

El consenso general de la época, pese a las especificidades de las posiciones y estilos de cada autor, consistía, por un lado, en esgrimir una confianza exaltada hacia la verdad de las fuentes, del documento objetivo leído con metodología científica, y, por otro lado, en una separación rigurosa —hasta compulsiva, diría—, entre mundos de ficción (el romanticismo, la literatura, el heroísmo) y mundos de referencia (la historia profesional, el periodismo, la sociología y la antropología), sin desestimar obviamente el marco que dividía por igual lo nacional de lo europeo, el pasado del presente. También estaba la reintroducción del historicismo con ciertos elementos evolucionistas en eso que Laureano Vallenilla Lanz llamó como la “evolución que ha realizado el país hacia la Integración de la Nacionalidad”11 (Disgregación e integración, v).

Dos presupuestos pareciera socavar Ramos Sucre de esta tendencia con su propuesta anacrónica que fundía, como vimos, contextos y textos. El primero es su concepción teleológica de la historia nacional y su fe objetiva en reconstruir el pasado con rigor científico; de hecho, fue toda una obsesión por parte de los historiadores positivistas atacar el anacronismo. Sirvió tanto para evidenciar la falta de rigor en los acercamientos al pasado como para atacar el mérito personal. Si Gil Fortoul lo usó para cuestionar la autoridad de la academia en una publicación del acta de la independencia, entre muchos otros casos;12 Vallenilla Lanz, por su parte, habló en tono de mofa de un “radicalismo anacrónico” para (des)calificar el intento que tuvo el Dr. Núñez y el arzobispo Paúl de rebelarse contra los “instintos conservadores y teocráticos del pueblo colombiano” (Disgregación e integración, 119). Nuestro poeta de Cumaná apuesta, por el contrario, por otra valoración donde el desarreglo temporal, la dispersión geográfica, el cruce de fronteras disciplinares, gnoseológicas, lo llevan a una dimensión creativa; por eso decía que lo único decente que se podía “hacer con la historia” era falsificarla (452). Frente a la concepción lineal del tiempo del historicismo propone la intercambiabilidad de lugares y cronologías de su montaje cultural: la Monna Lisa que le llega a Durero, el “manuscrito virgiliano” que aparece mucho después, la serenata de Uhland de “cánticos celestes” que vienen de la muerte. Y, frente a la legibilidad del documento escrito, propio del profesionalismo disciplinar, propone lo demónico u oscuro, como fuente de saber, y la escenificación de un pasado reactualizado en el presente.

El segundo presupuesto que Ramos Sucre pareciera poner en cuestión con su arte del montaje es la pretensión nacionalista y cientificista de los positivistas que buscaba borrar toda presencia del archivo literario, cultural, de Occidente, al desmarcarse con cierta obsesión de la historiografía romántica, precisamente por considerarla ficticia y tratar así de esencializar lo nacional, lo auténtico. Pensemos al respecto cómo en un texto temprano del mismo Laureano Vallenilla Lanz se marcaba distancia frente a la tendencia historiográfica de la época, calificándola como producto de una “megalomanía heroica”, y se imponía después su lectura objetiva del pasado en muchos de sus trabajos más célebres.13 Sin embargo, la misma apuesta ramosucreana pareciera advertirnos de un síntoma contradictorio en este borramiento, en el que lo que se negaba con tanta obsesión terminaba por reaparecer de otra forma. Si nos concentramos en Vallenilla Lanz, veremos cómo, por más resistente que se mostró al lenguaje entusiasta, no dejó de caer en su trampa, tal como se puede ver en su obituario a Eduardo Blanco, en el que habla de su obra literaria como un “evangelio de la patria” (Plaza 177). De hecho, en un discurso pronunciado en la Academia Nacional de la Historia con motivo de la conmemoración de la Batalla de Boyacá, ve al Libertador como alguien que va a “presidir ahora la integración de todos los elementos que la caída del imperio español en América habría disgregado”, y ahí introduce la recurrente tropología heroica que tanto criticara en otros textos: “Como César, como Alejandro, como Napoleón él va a concentrar también peso a la sombra de las banderas de la independencia” (“Centanario de Boyacá”, 155). Lo mismo podemos evidenciar en aspectos bien puntuales de las obras de Gil Fortoul o de Arcaya, y de otros historiadores de la época. No por casualidad en otro acto público que apareciera luego en la revista Cultura Venezolana con el título “La patria”, Gonzalo Picón Febres, quien tilda a Bolívar de “poeta y caudillo”, no deja de contaminarse por el despliegue metafórico que vengo mencionando e incluye ahora no solo las figuras greco-romanas, sino también otro tipo de personajes de la misma literatura: Homero, Dante y Virgilio (127).

Todos siguen con eso, y muy a su pesar, una larga tradición vinculada al romanticismo que tanto criticaran. Joaquín Olmedo, en el pionero “Canto a Bolívar”, cita a la musa, a Héspero y al mismo Baco. También ve al Libertador como el dios Marte y en un célebre pasaje compara las hazañas de los héroes americanos con las de Aquiles y Héctor, sin dejar de hablar de Roma o las ruinas de Cartago. Eduardo Blanco en Venezuela heroica (1881), además de comparar el evento de la independencia con las “ruinas de Príamo” y el suelo de «“Maratón, Platea o las Termópilas” (33), habla de los libertadores como “apóstoles” e incluso compara a Bolívar con “Alejandro, César, Carlo Magno y Bonaparte” (86); también a Páez lo ve como el “otro Aquiles” y a Rivas lo llama “Sansón republicano”. En otras palabras, y para volver a mi punto con los positivistas, estos, al valerse del recurso tropológico e imaginario de los intelectuales románticos venezolanos, perpetuaron así la tradición que tanto condenaron. ¿Y acaso al final no podría verse la reificación del “Gendarme necesario” como la encarnación nacionalista del mito literario y heroico, tan labrado por el republicanismo romántico, del gran hombre virtuoso?

Ramos Sucre en su trabajo con el montaje cultural devela este archivo inconsciente y fantasmal de la cultura canónica occidental no solo para desnudar las operaciones de represión y borramiento del historicismo oficial, sino para reescribirlo, suturarlo, des-encarnarlo, violarlo. Con ello subvierte la organización autoritaria del saber que venían haciendo los intelectuales gomecistas, para abrir otros recorridos. Entra, sin ser invitado, en la vida y en las obras de la mitología clásica, referentes metafóricos de los positivistas, para desarreglar su lugar dentro del imaginario nacional, para desactivar sus usos y operaciones de sustanciación.14 Para decirlo de otro modo: si Laureano Vallenilla Lanz o Gil Fortoul reniegan del discurso heroico para perpetuarlo de forma inconsciente, nuestro poeta se adentra en este para visibilizarlo y, sobre todo, para cuestionarlo. Dos movimientos distintos de reconocimiento y negación, dos maneras de trabajar las relaciones entre lo ficticio y lo referencial, lo inconsciente y lo consciente, lo objetivo y lo especulativo, lo pretérito y lo actual.

Todo al final descansa en una crítica de los presupuestos mismos del saber histórico profesional que se quiso imponer en esa época. Pienso en el poema “El Lapidario”, un trabajo significativo para dar cuenta de la crítica del poeta a la confianza en recuperar el pasado desde esta nueva episteme. Allí se cuenta cómo el sujeto lírico percibe la llegada de los restos de una importante mujer, “desterrada en vida”, a la ciudad. Sus cenizas, que parecieran ser de la misma Beatriz por la referencia a Dante, regresan con gran pompa de un “país secular”. Lo curioso es que el protagonista, mero observador lejano de los hechos, decide de pronto cincelar en una piedra a su lado un “signo secreto” en el que aparece su nombre con el de la muerta, esculpido además con la “exquisitez de una letra historiada”. La palabra remite, como se sabe, a la letra mayúscula de los códices y manuscritos medievales, pero también remite al mismo trabajo propio de la documentación histórica que se centra en el acto de registrar, de archivar, de inscribir, los acontecimientos o sucesos importantes de una colectividad para que sean luego leídos, interpretados, reconstruidos.

El propósito de dicho gesto guarda una intención lúdica, burlesca. Busca “despertar en los venideros, porfiados en calar el sentido, un ansia inefable y un descontento sin remedio” (40). Nada más subversivo e irónico: el acto del protagonista de calar sobre la piedra una unión inverosímil para suscitar en la posteridad una confusión, un descontento, entraña una conciencia muy lúcida de la fragilidad de toda reconstrucción del ayer, que debe siempre pasar por la mediación del documento, arma metodológica por excelencia de los positivistas, que no obstante puede ser manipulado, cambiado, desvirtuado. El poema da cuenta entonces de una limitación del arte de historiar: el deseo del sujeto lírico del poema, que busca colocarse junto con el nombre de la dama, perpetúa una versión de los hechos distorsionada, que luego será leído de otra manera en la posteridad. La reconstrucción del pasado es una actividad siempre frágil para el poeta, porque depende no solo de las versiones de sus testigos y testimoniantes, sino también del medio de inscripción en el que se registra, así como del estilo narrativo, ficcional, con el que se construye. Gracias a esta convicción, tan pensada y trabajada en la historiografía contemporánea (pienso, por ejemplo, en los trabajos de un Hayden White), es que podemos entender mejor cómo la lógica de lo que he dado en llamar como montaje en retaguardia, valiéndome del término en su sentido más general, busca repensar nuevos horizontes con la memoria cultural del imaginario europeo, imponiendo un acto caníbalístico que no le interesa deglutir al “otro” para refundar una tradición nacional o latinoamericana, sino para abrir una totalidad relacional con el estilo de lo que una vez pensó el poeta Édouard Glissant con su poética de la relación, es decir, una “totalidad” integradora sin telos ni centro, sin organicidad. Una totalidad, insisto, asincrónica y anacrónica, que en este caso privilegia la mirada al pasado desde lo actual como espacio virtual, fantasmal, sin dejar de lado sus particulares operaciones de lectura y combinación gracias a la mirada retrospectiva.

Dicho esto, y ya para cerrar, podríamos entonces volver al inicio de estas páginas y recordar la queja de Raúl Antelo a la obra de Didi Huberman sobre el lugar de Borges, y en cierta manera de Latinoamérica, que a estas alturas puede considerarse doble: no solo excluye al Borges vanguardista de los años veinte y a otros autores latinoamericanos, sino al mismo Ramos Sucre, quien desde su obra literaria “se atreve a deconstruir el álbum de recuerdos historicista de las ‘influencias de la Antigüedad’ para sustituirlo por un atlas de la memoria errático, regulado sobre el inconsciente, saturado de imágenes heterogéneas, invadido de elementos anacrónicos o inmemoriales” (Didi-Huberman, La imagen superviviente, 438), tal cual hace, según el crítico francés, Aby Warburg, figura central de la resonada exposición Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?

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Notas

* Artículo de investigación.

1 Antelo en el texto “Um Atlas contra O Vento” lo ve con las prácticas vanguardistas junto con su hermana, quienes “elaboraban, en 1928, el año de la calle de sentido único, una mesa de operaciones imaginaria en la que también superpusieron objetos disparatados que formaban parte de la esfera de Heimlich.” (16; traducción propia).

2 En el poema “A una desposada”, Ramos Sucre habla del mismo texto que escribe como “álbum”. Si seguimos los estudios que viene realizando la profesora Cecilia Rodríguez Lehmann sobre lo que llama álbum fotográfico/literario, una práctica que se dio en Caracas en las primeras décadas del siglo XX en la que se estableció un orden aleatorio entre fotos, textos literarios y personales, bien podríamos pensar en un modelo de la manera de reescribir en forma de montaje del autor venezolano.

3 No tendría problema de ver como metafórico el uso del montaje de Ramos Sucre, siguiendo las pertinentes aclaraciones que hace Agustín Berti sobre la relación de esta técnica con el cine en su texto “Montaje y estándar”.

4 “Los escritores del siglo XIX que descubrieron, detrás de las historias, la fuerza desnuda de los remolinos de polvo, de la humedad opresiva, de las cascadas de mercancía o de las intensidades a lo loco también inventaron el montaje como medida de lo sin-medida o disciplina del caos” (Rancière 64).

5 La dispersión cronológica y espacial es un elemento característico de gran parte de la poesía de Ramos Sucre. Podría encarnar una técnica, como sugiere Víctor Azuaje (2008), parecida a la del remake, pues entraña una correspondencia con el tipo de apropiaciones que se dan en el cine, que a su vez está vinculado a las experimentaciones y búsquedas vanguardistas. Salvador Tenreiro lo ve más bien vinculado con el desarrollo del “monólogo interior” moderno, en tanto pone de “relieve la simultaneidad de los acontecimientos y de la expresión que da cuenta de ellos” (“El yo y el poema visible”, 127), algo que nota más claramente en el poema “La tribulación del novicio”. Sin embargo, como trato de mostrar más adelante, me parece interesante repensar una forma más abierta de montaje, que califico como cultural y textual, para entender esta apuesta, pues el monólogo interior todavía reúne ciertos presupuestos que no vemos en varios poemas de Ramos Sucre: la identidad de la conciencia de quien discurre, cierto ritmo o cadencia que vincula y armoniza muchas veces las conexiones arbitrarias, la escenificación psíquica de una autoconciencia reflexiva, de un espacio de pensamiento interior.

6 Gracias a la invitación a una charla que dio en la Universidad Nacional de la Plata, por parte de la profesora Carolina Sancholuz Bisogni y del profesor Simón Henao, pude desarrollar mejor estas ideas.

7 Como Juan Duchesne sostiene sobre la obra de Lezama, podría decirse de Ramos Sucre que lo “conocido convive con lo desconocido en una gnosis participativa, distinta a la epistemología como operación técnica de liquidación de lo desconocido y apropiación de la verdad” (19).

8 El texto se puede leer en internet en el siguiente portal: https://interartive.org/2014/04/entrevista-raul-antelo-esp

9 En un trabajo publicado en la revista Cuadernos de literatura, Siskind explica: “La primera guerra mundial como evento latinoamericano: modernismo, visualidad y distancia cosmopolita”, pues logró una “dislocación del orden general de significación” que efectivamente “alteró los mapas del campo discursivo transatlántico” (234) .

10 Es curioso que en el poema “Tiempos heroicos” de Ramos Sucre se cite a Laureano Vallenilla Lanz. Si bien esta referencia no da pie para deducir de ella una ironía, al inscribirla dentro de un texto literario o poético, confundiéndolo con otros trabajos ficcionales, pareciera diluir su pulsión referencial y marcar una distancia irónica. Para un trabajo más detallado del cuestionamiento de Ramos Sucre de la historia, recomiendo el texto de Víctor Alarcón “La ansiedad por los orígenes: el problema de la historia en la vanguardia literaria de Venezuela”.

11 La tesis del historicismo ya lo han visto varios. Sobre su reciclaje con términos biológicos y científicos, y bajo las condiciones “nacionales”, también varios lo han apuntado. Pienso en Tomás Straka (69), pero también la insinúa Javier Lasarte Valcárcel en “‘República sin ciudadano’: historia y barbaries en Cesarismo Democrático” cuando destaca su vínculo con la noción de adaptabilidad del ideario republicano a la realidad latinoamericana (343). Pero mucho antes Castro Leiva había visto ese vínculo con Montesquieu, que es clave para su historicismo, hecho que dio pie para ver a “Bolívar como un Comte moderado” (317).

12 En su portentoso estudio Historia constitucional de Venezuela dice que “la suposición de la Academia es tanto más arbitraria cuanto que hay otros casos de anacronismo en las publicaciones oficiales del 1811” (532).

13 “Todavía sucede con nuestro pasado glorioso que hechos y hombres se han presentado a los ojos del vulgo con caracteres sobrenaturales”, dice Laureano Vallenilla Lanz en la reseña del libro de F. Tosta García publicado para El Patriota en 1903 en la sección “Bibliografía” (1). La horrible tendencia a la “megalomanía heroica”, dice, ha hecho mucho daño a la manera de entender el pasado venezolano; por eso, se empeña en destacar que “los hombres más grandes de la historia no han sido sino hijos de las circunstancias” (1) y por eso pide un frente unido entre intelectuales para “emprender una lucha tenaz contra esa literatura de ditirambos” y lograr así una especie de inmunidad frente a este tipo de mal o padecimiento cultural (1).

14 Esto evidencia una crisis vivencial frente a la cual no se puede hacer experiencia de la memoria heroica, no se puede reproducir un vínculo vital con el archivo de sus encarnaciones; como dice el mismo Tenreiro sobre sus poemas, el yo “rememora” y lo hace “en lo vivido, en lo soñado” (Ramos Sucre 950), con la diferencia de que “el pensamiento se fragmenta” y no “hay orden cronológico en los acontecimientos, porque no hay pasado” (Ramos Sucre 951). Esta experiencia del montaje textual de sus poemas es lo que en mi libro Ramos Sucre y el arkhé republicano (2020) llamo vivencia literaria, la cual desactiva los mecanismos de apropiación de la experiencia heroica y sus dispositivos de enunciación.

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: chozac@hotmail.com

Información adicional

Cómo citar: Castro, Juan Cristóbal. “Ramos Sucre: un montaje en retaguardia”. Cuadernos de Literatura, vol. 28, 2024, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl28.rsmr

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