Los nombres en la poesía temprana de Ramón López Velarde y Alfonso Reyes*
The Names in Early Poetry of Ramón López Velarde and Alfonso Reyes
Los nombres en la poesía temprana de Ramón López Velarde y Alfonso Reyes*
Cuadernos de Literatura, vol. 28, 2024
Pontificia Universidad Javeriana
Alberto Vital Díaz a
Universidad Nacional Autónoma de México, México
Recibido: 04 abril 2022
Aceptado: 14 diciembre 2023
Publicado: 03 diciembre 2024
Resumen: Las figuras de Alfonso Reyes y de Ramón López Velarde pueden parecer disímiles a pesar de compartir las mismas coordenadas temporales; sin embargo, la producción poética de cada uno demuestra que no es así, pues hay puntos de convergencia entre sus estilos. Por ello, en el presente artículo se aplicarán diferentes estrategias onomásticas para analizar las obras poéticas de Ramón López Velarde y de Alfonso Reyes, desde sus etapas iniciales hasta sus textos de madurez, lo cual permitirá advertir la importancia de los nombres en la literatura y cómo cada uno se apropia de los antropónimos y topónimos para generar diferentes efectos en sus obras. Asimismo, la utilización de diferentes nombres permite que cada autor pueda formar, poco a poco, un lenguaje que los distinguirá en la literatura mexicana del siglo XX.
Palabras clave:onomástica literaria, poesía mexicana, Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, literatura del siglo XX.
Abstract: The figures of Alfonso Reyes and Ramón López Velarde might be seen dissimilar despite having shared the same timelines; however, their poetics show that there are common topics between their styles. Therefore, in this article different onomastic strategies will be applied to analyze the poetic works of Ramón López Velarde and Alfonso Reyes, from their early stages to their mature texts, which will allow us to notice the importance of names in literature and how each one appropriates anthroponyms and toponyms to generate different effects in their works. Additionally, the use of different names allows each author to shape a language that will distinguish them in the Mexican literature of the 20th century.
Keywords: Literary Onomastics, Mexican Poetry, Ramón López Velarde, 20th Century Literature, Alfonso Reyes, 20th Century Literature.
Propósito e hipótesis
Aunque nacieron con menos de un año de diferencia y compartieron numerosos maestros y referentes estéticos, los mexicanos Ramón López Velarde y Alfonso Reyes son dos poetas muy distintos. De hecho, cada uno acabó encarnando maneras muy diferentes de abordar la lírica. Sus vidas y sus trayectorias también fueron disímiles. Y aun así nada nos impide esforzarnos por emprender un análisis comparativo con base en diversos enfoques, por ejemplo, la onomástica de la literatura.
Recordemos lo siguiente: Ramón López Velarde vio la luz el 15 de junio de 1888 en Jerez, Zacatecas, y murió apenas 33 años más tarde, el 19 de junio de 1921, en la avenida Jalisco de la Ciudad de México. Alfonso Reyes vino al mundo el 17 de mayo de 1889 en Monterrey, Nuevo León, y partió el 29 de diciembre de 1959 en la Capilla Alfonsina de la colonia Condesa de la Ciudad de México, ya bien colmados los setenta ciclos.
El presente artículo se propone comparar las estrategias de uno y otro en el empleo de los nombres propios tanto de personas o personajes (antroponimia) como de lugares (toponimia) al inicio de sus respectivas trayectorias y arrojar alguna luz hacia sus épocas de madurez. La onomástica de la literatura es una disciplina rigurosa, con conceptos claros y fructíferos, y puede ser una guía para ayudarnos a entender cómo abordaron sus versos el zacatecano y el regiomontano.
En este artículo, un análisis cronológico permitirá identificar procesos de apropiación de los nombres. Una hipótesis consistirá en advertir si dichos procesos acompañan e incluso apoyan la paulatina creación de un estilo más personal, inconfundible, eficiente, en cada uno de los dos autores. Esto permitirá indagar si la onomástica es un conjunto de recursos que ayudan a ir buscando y finalmente encontrando el lenguaje, la atmósfera, el tono que a la larga identifican una voz literaria.
Apropiación y repertorio
Recordemos el concepto de apropiación, que de la filosofía de los siglos XVIII y XIX pasó a la teoría literaria y a los estudios de caso. El inglés John Locke y el germano Georg Friedrich Hegel trabajaron con dicha noción (Meyer-Minnemann et al.).
Quien decide ser novelista o cuentista o poeta tiene ante sí un repertorio aparentemente inagotable de recursos y de objetos. El concepto de repertorio pertenece a Wolfgang Iser y se refiere al conjunto de cosas, entes, prácticas y recursos de toda índole, entre los cuales el artista puede tomar libremente lo que necesite para ejecutar su obra. La censura es la prohibición de emplear alguna palabra o referirse a alguna actividad o costumbre u obra, o partes del cuerpo inscritas en el repertorio universal o en algún repertorio local.
Pues bien, la apropiación consiste en el ejercicio de 1) tomar del entorno y de un tácito o explícito repertorio universal todo cuanto se requiere para escribir un texto o para producir una obra y 2) volver propio (hacer de uno) aquello que es de todos. Este hacer-de-uno se logra en virtud de los dones del estilo, del argumento, de la creación de personajes y de íconos. Y es así como los molinos de viento existían antes de Miguel de Cervantes Saavedra y han existido después. Y fue Cervantes quien al crear a don Quijote y a Sancho y al convertirlos en caminantes por La Mancha abrió las posibilidades de “apropiarse” de los molinos de viento y, aunque no fue dueño legal de ninguno, es para siempre el creador con quien se los relaciona. Este objeto puede por supuesto ser empleado por otras personas en un texto o en una pieza gráfica o plástica, y ello confirma que tal apropiación es simbólica. Ahora bien, mientras más fuerte y conocida sea la apropiación de un objeto por parte de un primer escritor, más notoria será la voluntad de intertextualidad por parte de un segundo: por ejemplo, cualquiera puede incluir un molino de viento en un nuevo texto, pero entonces el lector podrá suponer que existe un mínimo de voluntad de intertextualidad con El Quijote o al menos una alusión más o menos consciente.
Sosténgase aquí la siguiente hipótesis: todo escritor desea apropiarse de aspectos de la realidad para conformar los fondos y las formas de su obra. Entonces es válida la pregunta siguiente: ¿de qué querían apropiarse Ramón López Velarde y Alfonso Reyes en sus primeros pasos como poetas? Y otra pregunta más específica: ¿les eran útiles los nombres propios para construir un estilo propio y apropiarse de aspectos específicos de la realidad como candiles, fachadas de catedrales, pozos, soles, ciudades, historias, leyendas, amores?
Por lo pronto, ha de decirse que un campo del cual podían apropiarse ellos (y puede apropiarse cada escritor) es el vasto ámbito de los antropónimos y de los topónimos. Ese campo abarca básicamente cuatro grandes territorios:
Nombres reales del ámbito público (cultural, político, social, histórico, etcétera).
Nombres reales del ámbito personal o privado (familia, amistades, amores).
Nombres mitológicos o legendarios o tradicionales (por lo general milenarios o por lo menos centenarios).
Nombres ficticios (en ocasiones surgidos de una mezcla de lo privado y lo imaginado o de lo público y lo imaginado).
Primeros nombres. Pregnancia
Parecería ser que el joven poeta Alfonso Reyes quería apropiarse de las tradiciones cívica y neoclásica (bucólica o dramática e incluso épica), tan pronto como le fuera posible, y mostrarles a sus lectores esa apropiación; y el joven López Velarde aspiraba a dominar la tradición bucólica y, poco a poco, las herramientas de la lírica amorosa. Reyes quería hacer suyos los tonos, los ritmos y la utilería de Píndaro, de Hesíodo, incluso aquí y allá de Homero; López Velarde, de la poesía romántica circundante. Y los dos, en algún poema, aspiraron a abrevar de la rica herencia de Manuel J. Othón.
Ahora bien, mientras la poesía juvenil del regiomontano está llena de nombres, solo que estos son griegos e impersonales, hasta que escribe dos tumbas o tombeaux, la del zacatecano empieza identificando a la persona amada con un tú o con un adjetivo: “A una pálida”. En ninguno de los casos parecen lograrse la personalización y la pregnancia.
Esta última se alcanzaría si 1) se captara fuertemente la atención de los lectores hacia la figura grecolatina o hacia la persona amada (una tú lírica, contraparte del habitual yo lírico), la cual en los primeros poemas de López Velarde carece de nombre propio y de señas particulares más allá de la tradición, y 2) se conservara una atención tal que la figura destinataria del poema se imprimiera en nuestra memoria como más tarde lo logrará, paradigmáticamente, Fuensanta.
De modo significativo, poemas tempranos de uno y otro han entrado en antologías o se han musicalizado en la medida en que han adquirido nombres propios: “El piano de Genoveva” es el texto de López Velarde más antiguo que conjuga madurez y estilo propio, como si el nombre propio de una mujer le permitiera o le exigiera una voz diferente y diferenciada. “Sol de Monterrey” se vuelve uno de los primeros poemas de Reyes que pasa a las antologías. Pero antes o alrededor de uno y otro hay todavía reflexiones indispensables.
Nombres de figuras de carne y hueso en Reyes
Se apuntó arriba que hay dos tumbas o tombeaux en el Reyes temprano. De modo muy interesante, se trata de los dos primeros nombres que no corresponden a figuras mitológicas en la poesía del regiomontano. También es interesante el hecho de que el joven Reyes se refiriera por fin a dos seres de carne y hueso, sí, solo que ya fallecidos: el oaxaqueño Benito Juárez y el potosino Manuel José Othón.
El tombeau es un género literario muy frecuente durante el entresiglos XIX-XX. En Francia, por ejemplo, Stéphane Mallarmé le escribió uno a Paul Verlaine. Por la tradición francesa de la que Reyes abrevaba y porque esa tradición miraba de un modo u otro a Grecia y a Roma, nuestro autor conocía el género. Una prueba de que tal género unía a Francia y al mundo antiguo se advierte en la métrica y en el ambiente general del poema dedicado a Benito Juárez: “Manes del héroe cantado, sombra solemne y austera: / Hoy que de todos los vientos llegan los hombres en coro, / echan la sal en el fuego y, al derramar la patera, / rezan el texto sagrado de gratitud, y el tesoro” (Reyes, “En la tumba…” 28).
Desde luego, una figura se alza en cuanto escuchamos el primer verso: Rubén Darío. El Modernismo, como sabemos, enlazó a Francia y a Grecia, a España y a Roma. La cadencia de “En la tumba de Juárez” homenajea la “Salutación del optimista” de Darío y es una suerte de imitatio al menos en lo rítmico que quiere hacernos admitir que el regiomontano de 19 años ya tenía aprendidas las lecciones del maestro nicaragüense, de 41: “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, / espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve! / Porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos, / lenguas de gloria. Un vasto rumor llena los ámbitos; / mágicas ondas de vida van renaciendo de pronto; / retrocede el olvido, retrocede engañada la muerte” (Darío 27).
Había que fijarse en acentos, en tamaños de sílabas, en esdrújulas y agudas. Ambos poemas aprovechaban la largueza del verso, que condecía con la magnitud del tema: un aspecto del plano de la expresión reflejaba el ánimo central del plano del contenido. Ese ánimo era la voluntad de transmitir grandeza: para Darío, la majestuosidad y vitalidad de España y sus herederos; para Reyes, el heroísmo épico del Benemérito de las Américas.
Ahora bien, ni “Salutación del optimista” ni “En la tumba de Juárez” muestran muchos ejemplos de nombres propios de seres vivos (los primeros dos tipos de los cuatro señalados arriba). De hecho, Reyes solo habla de Maximiliano, minimizándolo en un magnífico pareado: “Tal como, al alba, la luna se licúa en el lácteo vano, / tal palidece de súbito el cándido Maximiliano” (“En la tumba… 29).
Las demás referencias son mitológicas o históricas antiguas, como si Juárez hubiera nacido en la Oaxaca de 1806, pero actuado en la Grecia de los siglos olímpicos o en la Roma del Imperio: “presida la sombra de Píndaro en el triunfo de los gladiadores: / ––¡Ío Peán! ¡Los oráculos aconsejan el canto, cantores!” (29).
Hay nombres propios que son narrativas en sí mismos: Odiseo, don Quijote, Napoleón, Lincoln, Juárez. Escenas, imágenes, narraciones sintéticas llegan a nuestras cabezas en cuanto escuchamos estos y otros apelativos. Al “apropiarse” durante el poema del apellido de Juárez (sin el nombre de pila), Reyes se apoderaba de una de las narrativas exitosas de México: las sucesivas victorias militares y políticas de la Guerra de Reforma (1857-1860) y de la Intervención Francesa (1862-1867). Por lo demás, la ausencia de “Benito” le restaba cercanía casera, familiar, al personaje e incrementaba la posibilidad de que se lo percibiera como un ser histórico-mitológico. Por lo demás, “Juárez” no aparece en el interior del texto, y solo se identifica al destinatario por el apellido que se encuentra en el título: sin este título y sin la fugaz aparición de “Maximiliano”, el poema tal cual podría haberse escrito para Pericles o para Alejandro Magno.
“En la tumba de Juárez” se fechó en 1908, justo cuando el Ateneo de la Juventud saltaba de lleno a la presencia pública y tomaba un par de calles para marcar el fin de un positivismo poco adicto al mundo clásico. El poema podía tener un carácter político-cultural y no solo estético.
Un año antes, 1907, Reyes fechó “La tumba de Manuel José Othón”. Podía haber allí otra exposición de un programa estético y cultural, en la medida en que Othón representaba una exaltación del quehacer lírico y de un mundo campestre, hasta cierto punto idílico (recordemos que Idilio salvaje es uno de los títulos programáticos del potosino). En todo caso, el yo lírico es el propio Othón desde la tumba que contempla la realidad que ahora le queda arriba: losas, ataúd, rosas, tierra, aves, ramas del laurel (“En la tumba…” 29). El poeta difunto no emite un solo nombre propio, y el poema cumple con dos rasgos decisivos del género: 1) hablar desde o hacia la muerte y 2) referirse al espacio físico, a la tumba material y no solo simbólica.1
Nombres de figuras de carne y hueso en López Velarde
Apropiación-construcción
Escasean los nombres propios en la poesía inicial del zacatecano. Incluso el nombre suyo se disimuló más de una vez en un pseudónimo, y durante muchos años buscar un texto de él, escondido en un nombre distinto, fue una de las tareas más gratas de la filología mexicana. El joven López Velarde prefirió, aparte de “A una pálida” (10), vocativos identificadores como “novia” y “novia imposible”, en “Promesa” (11-12).2 Los topónimos, tan importantes como los antropónimos en la obra madura del jerezano, no aparecen todavía en los poemas iniciales. “Del suelo nativo”, de 1907 (el poeta tiene 19 años), coloca a Jerez en la dedicatoria, esto es, en la frontera entre el texto y el mundo, como si solo poco a poco los topónimos pudieran entrar de lleno en el poema:
A los hijos de Jerez, Zac.
En la amplitud benigna del contorno
y rompiendo el mutismo del paisaje
flotan como poemas de consuelo
las estrofas metálicas
de las torres parleras;
retratan el matiz de la llanura
en su inmóvil pupila
las vacadas dispersas en la margen
del río que abandona en su corriente
sus vellones de armiño
y refleja del puente en las columnas
su música de acentos virgilianos;
y parece que el alma de las cosas
más imponentes del nativo suelo
me saluda con voces fraternales. (López 13)
La psicología sabe acerca de la importancia del nombrar. Véase, por ejemplo, esta afirmación de Marta Nussbaum: “Desde que incluimos el nombre de un ser humano ya hay algún contenido evaluador” (64). Nombrar es una de las tareas fundamentales del artífice de la palabra. Y no se trata solo de denominar objetos, sino de ponerles nombres a situaciones, estados de ánimo, emociones o sentimientos mucho más matizados que los genéricos más comunes, tales como pobreza, depresión, miedo o amor.
A diferencia de Reyes, López Velarde parece haber vivido el nombrar como un proceso paulatino. En los primeros veinte poemas del regiomontano, hay 59 nombres propios (dos son mexicanos, uno es austriaco y 56 son grecolatinos, casi todos ellos griegos); en los primeros veinte poemas del zacatecano, hay 25 (cinco son “Genoveva” en el título y en la anáfora que va construyendo el ritmo de “El piano de Genoveva”, y ocho están en los peritextos, lo que reduciría a 17 los nombres propios en el interior de los textos, casi todos antropónimos).
Los poemas del joven López Velarde tienden a ser muy personales: amor (“amiga”, “novia”, “pálida”, “hermosa” y de pronto “Fuensanta”) y muerte (“A mi padre”). Otro, “A doña Inés de Ulloa”, también merece un análisis, así sea mínimo.
Diversos elementos que se encuentran a la mano demuestran que los poemas con nombres propios de la primera época de López Velarde son aquellos en los que despunta el estilo que lo volverá famoso y contribuirá a otorgarle una apreciable recepción hasta nuestros días: esos poemas son, por orden cronológico, “Del suelo nativo”, “A doña Inés de Ulloa”, “Elogio a Fuensanta”, “A mi padre” y “El piano de Genoveva”. Cada uno aporta indicios del proceso de apropiación-construcción de un estilo propio en el zacatecano. Veamos.
Consideremos la hipótesis de que los sustantivos comunes también son útiles en procesos de apropiación y no únicamente los sustantivos propios. En “Del suelo nativo” vemos que ciertos sustantivos del día a día, debidamente aderezados, ya no pertenecen a los tópicos compartidos por todos los poetas, sino a un mundo que poco a poco se va abriendo paso: “estrofas metálicas” y “torres parleras” son ejemplos de apropiación-construcción de estilo en un doble proceso en el que simultáneamente se van tomando elementos de la vida (apropiación) y se los va combinando de manera que se alcancen efectos ya no tópicos, sino personales y pregnantes (construcción). Gracias a los adjetivos “metálicas” y “parleras” nos aproximamos al inconfundible estilo del zacatecano, como si fuera tanteando su voz entre un tupido conjunto de frases hechas y de combinaciones predecibles y gastadas.
“A doña Inés de Ulloa” permite que se abra paso uno de los temas lópezvelardianos por excelencia: las hondas tensiones entre la santidad y el deseo. El yo lírico defiende a doña Inés de las impertinencias de don Juan, pero luego él mismo quiere acercarse a ella:
Blanca flor de los claustros, irrisorio
capricho de don Juan, me abraso en gana
de platicar contigo, bella hermana,
en la paz del oscuro locutorio.
Mi cabeza en tus senos,
[…]
De tus monjiles hábitos, contritos
absolución demandan mis delitos;
dales la luz de tu inviolada toca
a las tinieblas de mi noche oscura
y haz llover en mi erótica locura
los besos conventuales de tu boca. (20)
Los tercetos del soneto admiten que el poeta coloque un repentino pareado, y, mientras la rima “oscura/locura” tiende a ser convencional, la rima “contritos/delitos” se asemeja ya al López Velarde maduro. También es un ejemplo de apropiación-construcción de estilo la síntesis “besos conventuales”, que une en un solo par de palabras el erotismo y lo sagrado, sin empero llevar esta tensión a los extremos de “Misa negra”, el paradigmático poema de José Juan Tablada que tanto escándalo causó en el México porfirista de 1893. La adjetivación, en fin, empieza a ser más audaz, más provocadora en el joven zacatecano, y él parece ir dándose cuenta del filón que el inagotable repertorio de la lengua le tiene reservado. En “irrisorio/capricho” tenemos dos elementos más en el marco de un adjetivo fresco: 1) la posibilidad de encontrar rimas asimismo frescas, originales (“irrisorio/locutorio”: adjetivo/sustantivo, como en “contritos/delitos”), y 2) el encabalgamiento que terminará siendo una de las marcas de estilo más significativas e innovadoras de López Velarde.
La evaluación (o el contenido evaluador) de la que habla Nussbaum con respecto a los nombres se amplía y se confirma de la siguiente manera: no siempre denominamos del mismo modo a las demás personas, en especial a la persona-personaje que es objeto de un poema de amor. Dieter Lamping emplea la noción de perspectiva para sistematizar uno de los usos y juegos más frecuentes de la lengua y de los hablantes: la libre modificación de los nombres mediante hipocorísticos (“Chucho”, “Chuy”), apócopes o contracciones (“Fer”), ampliaciones (“Jesusito”, “Fernandote”) o adiciones (“don Jesús”, “Fernando López Valencia”, “un tal Pedro Páramo”), etcétera. Cada modificación de nombre entraña una evaluación situacional, esto es, una calificación en el contexto de un entorno muy específico, de un aquí-y-ahora muy marcado por las circunstancias emocionales y físicas, a la vez que concretas e inestables.
Pues bien, “Elogio a Fuensanta” no sólo inaugura la presencia de este nombre paradigmático en la lírica hispánica, sino que ofrece una variación al nombre original, “Fuensanta”, usando una vez el apócope o contracción “Santa”:
Tú no eres en mi huerto la pagana
rosa de los ardores juveniles;
te quise como a una dulce hermana
[…]
Nardo es tu cuerpo y su virtud es tanta
que en tus brazos beatíficos me duermo
como sobre los senos de una Santa.
¡Quién me otorgara en mi retiro yermo
tener, Fuensanta, la condescendencia
de tus bondades a mi amor enfermo
como plenaria y última indulgencia! (20)
El endecasílabo obedece cada vez mejor al poeta, quien, si bien emplea adjetivos tan gastados ya entonces como “yermo”, la rima con “enfermo” en una frase fuerte y sugerente como “amor enfermo” y el descoyuntamiento de la frase eclesiástica “indulgencia plenaria” en “plenaria y última indulgencia” nos ratifican la creciente construcción-apropiación de estilo. Por lo demás, una isotopía o constante semántica o de significados (lexemas, semas) en la poesía del zacatecano se va confirmando aquí: llama “hermana” a la amada, en una ambigüedad o más bien ambivalencia que es asimismo un cuidadoso y difícil pacto entre lo familiar y lo amoroso (Josefa de los Ríos, como sabemos, era después de todo parte de la familia ampliada, no nuclear). Estos versos van preparando la atmósfera sensual y reprimida de “Mi prima Águeda” y de aquel “Hermana, ¿tú conoces el mar?”, ambos de la poesía madura.
“A mi padre” representa otro paso decisivo en la lírica del jerezano. A la manera de Jorge Manrique y las Coplas a la muerte de su padre, al menos tres grandes escritores nuestros han encontrado en el doloroso tema de la partida paterna un punto de inflexión para su propia obra. Estos son, además de López Velarde, Ricardo Garibay (Beber un cáliz, de 1965) y Jaime Sabines (Algo sobre la muerte del mayor Sabines, de 1973). Aquí merece hacerse una excepción porque el nombre propio del padre del zacatecano no aparece ni en algún peritexto ni en el texto. La excepción se basa en la hipótesis de que “Padre” se presenta como nombre propio, esto es, como si este sustantivo común adquiriera la dimensión de un identificador único, referido a una sola persona, muy en consonancia con los usos de la época. Desde luego, el entorno católico del autor —en su vida y en su obra— ayuda a fortalecer la hipótesis. También ayuda, por analogía, el hecho de que “Padre” y “padre” estén presentes en Garibay y en Sabines, si bien ellos sí terminan incluyendo el nombre y apellido del progenitor. Un factor interesante del “A mi padre” consiste en que por primera vez asistimos a dos rasgos que serán característicos del poeta años después, 1) las enumeraciones y 2) los encabalgamientos largos (y en la enumeración hay al menos dos encabalgamientos):
Todo lo evoco, Padre: tus quejidos;
tus palabras postreras; la voz triste
con que te habló tu hermano sacerdote;
la mañana de otoño en que moriste;
los cirios —compañeros de velada—;
la madre y los hermanos, todos juntos;
el ataúd que sale de la casa;
el sollozante oficio de difuntos;
y ¡oh infinita bondad la de los padres!
los ojos muertos de tu faz piadosa
que me vieron por último con lástima
en las orillas de la negra fosa.
Supe después lo enormemente triste
que es la tristeza del hogar vacío
y lloré con la marcha de la madre
para tierras del norte. Mas confío
que te he de ver, oh Padre, para siempre
con mis pupilas de resucitado. (25-26)
La rima en versos pares, al ser rima consonante, es una variante de la rima del romance y del corrido, que aparece asimismo en versos pares, pero asonante. Es como si el poeta quisiera ensayar opciones entre lo coloquial-cercano y lo lírico fortalecido por una rima más fuerte que la asonante. Por añadidura, esta característica se presenta aquí cuando el poeta está narrando o enumerando, lo que confirma que —como en los romances y corridos— el verso par parece hecho para llevar una rima si de contar una historia o enlistar un mundo se trata.
Y con la figura del padre y del “hermano sacerdote” entran de lleno la familia nuclear y la ampliada en la obra del zacatecano; asimismo, ingresa el motivo y objeto del “ataúd”, que todavía resonará años después en al menos dos poemas del joven maestro.
“El piano de Genoveva” es uno de esos dos poemas. El texto es como una explosión onomástica. Ante la relativa sequedad de nombres en estos poemas tempranos, de pronto, “Genoveva” es estructural y estructurante, es decir, forma parte de la estructura del texto y a la vez contribuye a erigir esa estructura. Esto último se manifiesta en la anáfora que introduce las cuatro estrofas y una cláusula interior en la primera:
Piano llorón de Genoveva, doliente piano
que en tus teclas resumes de la vida el arcano;
piano llorón, tus teclas son blancas y son negras,
como mis días negros, como mis blancas horas.
Piano de Genoveva que en la alta noche lloras,
[…]
Me pareces, oh piano, por tu voz lastimera,
una caja de lágrimas, y tu oscura madera
me evoca la visita del primer ataúd
que recibí en mi casa en plena juventud.
Piano de Genoveva, te amo por indiscreto:
de tu alma a todo el mundo revelas el secreto;
[…]
Piano llorón, la hermosa más hermosa del valle
se nos ha vuelto triste porque tiene treinta años
y no hay por todo el pueblo quien ronde por su calle.
Genoveva, regálame tu amor crepuscular:
esos dulces treinta años yo los puedo adorar. (27)
Un motivo y una sinopsis de un proceso
Podríamos resumir del siguiente modo lo dicho hasta ahora: una voz literaria empieza con un proceso de apropiación-construcción de sí misma. Apropiarse de temas, tópicos, nombres, recursos en general, es empezar a apropiarse de uno y construirse a uno. Y el tránsito de la juventud a la madurez o, más exactamente, de una cierta inexperiencia a la madurez implica husmear recursos formales y temas, ponerlos a prueba e ir encontrando los tonos propios, lo que puede indicar diferencias notables de un verso a otro, como cuando en la adolescencia cambia la voz y en una misma época conviven la voz infantil y los primeros brotes de la voz de adulto.
“A mi padre” y “El piano de Genoveva” ya no dejan ver rastros de aquel temprano López Velarde que apenas empezaba a encontrar su estilo. De hecho, tienen hallazgos tales como “sangrienta rosa” y el fuerte remate de “A mi padre”: el endecasílabo “y no haya quien pregunte por sus muertos”. El motivo del “piano” es otro hallazgo, pues, aunque el piano era un objeto común en las casas de clase media y alta, fue el zacatecano quien supo descubrirle puntos de contacto entre la música, la poesía y la sensibilidad del yo lírico.
“Romance de Monterrey”
Ambos poetas quisieron apropiarse del endecasílabo y del alejandrino. Además, Reyes mostró desde joven su vocación por el octosílabo, tan medieval y tan popular.
La muy activa y creciente maduración del joven regiomontano permitió que poemas de sus 17, 18 años de edad ya mostraran una hechura irreprochable en métrica, tono y tema. Ahora bien, “Romance de Monterrey” queda en memorias de la ciudad natal del poeta y en antologías. Se trata del primer poema suyo cuyos topónimos no son griegos, romanos o bíblicos. Y si López Velarde encontró una cosa-motivo para la tríada arriba mencionada, Reyes encontró una ciudad-motivo para la tríada yo lírico-entorno urbano-clima. En este contexto se entiende que el nombre propio se vuelva tema tanto al inicio como al final de este conocido texto:
Monterrey de las montañas,
tú que estás a par del río;
fábrica de la frontera,
y tan mi lugar nativo
que no sé cómo no añado
tu nombre en el nombre mío:
pues sufres a descompás
lluvia y sol, calor y frío,
y mojados los inviernos
y resecos los estíos, —
no sé cómo no te amañas
y elevas a Dios un grito,
[…]
y te dé lluvia en verano
y sequedad con el frío.
[…]
Monterrey, donde esto hicieres,
pues en tu valle he nacido,
desde aquí juro añadirme
tu nombre en el apellido. (Reyes, 1959, 53-54)
No sería de extrañar que el nombre Monterrey haya ayudado a la pregnancia y a la preferencia de lectores por un poema que de por sí ratifica la temprana madurez de Reyes (tenía 21 años cuando lo escribió, en pleno eclipse vertiginoso del larguísimo régimen de Porfirio Díaz). Sin duda, para los lectores de la época era más fácil retener versos de suyo complejos si los volvía cercanos y más fácilmente comprensibles mediante un referente tan notorio y compartido como la propia ciudad.
En cambio, los nombres propios están por completo ausentes en un poema que podría tenerlos en abundancia, pues se apropia de un ámbito donde son imprescindibles: la familia. “Cena primera de la familia dispersa”, de agosto de 1911, y “Lamento de Navidad”, de diciembre del mismo año, carecen de antropónimos y de topónimos, pese a que inciden en el mito del hogar y en tres cronotopos propicios a la onomástica: el propio hogar, la cena y la Navidad.
Puede ser que la inasistencia de los nombres en ambos textos tuviera que ver con el hecho de que los hermanos de Reyes aún vivían y de que la identificación de cada uno pudo al menos en parte diluirse. También es cierto que tal ausencia de nombres ayudaría a una ampliación de las posibilidades de que el lector se identificara con los hermanos, al no estar los de Reyes tan marcados con un nombre en el texto. Sea como fuere, es válido preguntarse por qué versos notables como muchos de los presentes en ambos poemas no han pasado a antologías y en general han sido preteridos por los lectores. ¿Ha faltado el asidero de los nombres? Por el contrario, sí es de advertirse al menos una referencia a la época de transición que se vivía, recién iniciado el gobierno de Francisco I. Madero: “––Y yo —dice otro hermano de rostro pensativo / y cívicos furores y cóleras de mar— / debátome en la fiebre, y ya ni sé si vivo / tirado de la hora que está para llegar” (55).
Aunque la última edición del poema es casi medio siglo posterior a la fecha al calce (de 1911 a 1958), es dable admitir estos versos como una premonición. Y es que muy probablemente se referían a Rodolfo Reyes, el más político y ambicioso de los hijos del general tapatío Bernardo Reyes. Rodolfo aspiró a que su padre alcanzara la Presidencia de la República por un golpe de Estado en 1913; luego accedió él mismo al gabinete del usurpador Victoriano Huerta entre 1913 y 1914 y es muy probable que él mismo soñara con ser primer mandatario. En 1954, “Octava a su muerte” no nos deja duda de que Alfonso se dirige a Rodolfo, aunque vuelve a omitir el nombre y a preferir la identificación por papel familiar (“hermano”), esto es, justo la utilizada más de cuatro decenios atrás. Solo que aquí la ausencia de antropónimo difiere en su intención de aquella ausencia de 1911. En el texto más antiguo podía haber razones de discreción, de generalización para una posible identificación por parte del lector y de cierta coyuntura política. En 1954 Reyes no escribió un réquiem ni una elegía ni un tributo ni un responso. Escribió una octava casi literalmente lapidaria: “Ya estás luchando con la sombra, hermano, / y yo que te observé día por día / sé que la suerte retiró la mano / y hurtó el tesoro que te prometía. / Te lo dije al oído, pero en vano: / te cegaba tu propia bizarría, / y te fuiste detrás de tu reflejo / como el que se perdió por el espejo” (238).
De ese modo, la ausencia de nombre también puede ser un elemento significativo. Implica un distanciamiento que se ratifica en el “su” del título y en la aludida elección de “hermano”. Este título y los ocho versos sintetizan la compleja relación entre los hermanos Rodolfo y Alfonso Reyes, la cual tuvo un punto de inflexión el 9 de febrero de 1913: ese día Rodolfo —el mayor— se impuso a Alfonso —el menor— en la decisión de sacar al padre Bernardo de la cárcel de Tlatelolco y convertirlo en golpista fallido contra el presidente constitucional Francisco I. Madero. La prosa y la poesía de Alfonso Reyes acogieron desde entonces un nombre de día en vínculo con una persona: la prosa Oración del 9 de febrero (1930, publicada por primera vez en 1963) y el poema “9 de febrero de 1913” ejemplifican esta apropiación-nominalización poética de una fecha trágica: “¿En qué rincón del tiempo nos aguardas, / desde qué pliegue de la luz nos miras? / ¿Adónde estás, varón de siete llagas, / sangre manando en la mitad del día? / Febrero de Caín y de metralla: / humean los cadáveres en pila. / Los estribos y riendas olvidabas / y, Cristo militar, te nos morías” (146-147).
Ni el nombre de pila, Bernardo, ni el nombre con los dos términos básicos, Bernardo Reyes, aparecen en el poema. En cambio, un epíteto muy fuerte, “Cristo militar”, se esfuerza por fundir lo sagrado y lo ordinario, lo pacífico y lo guerrero, lo trascendente y lo estratégico. Lo bíblico (más concretamente, lo relacionado con Cristo o con mártires cristianos) se enfatiza en el otro epíteto, “varón de siete llagas”, y se ratifica en el otro nombre propio del poema, “Caín”. Para el autor del poema, el mal está en la fecha, en los hechos generales (“Febrero de Caín y de metralla: / humean los cadáveres en pila”), no en el “Cristo militar”, “varón de siete llagas”, esto es, en el mártir. Para Alfonso Reyes era muy importante resaltar esto porque la historia oficial de la Revolución insistía en colocar a Bernardo Reyes como un golpista traidor. En todo caso, la ausencia del nombre de pila y del nombre oficial y legal completo (con un mínimo de dos términos: nombre de pila y primer o único apellido, que en México es el paterno) le quitaba historicidad, biografía concreta y coyuntura al protagonista del poema y lo colocaba en una dimensión de víctima heroica.
En cambio, la ausencia de un nombre (de mujer) en Romances del Río de enero, de 1932, tiene un sentido muy diferente: se trata de la discreción ante un amor inesperado fuera del matrimonio. Ese amor a una mujer se acompañó de otros amores asimismo inesperados: a Río de Janeiro, a Brasil y sus culturas, a la lengua portuguesa (con la que ya tenía afinidades, en parte también por el tronco común no solo del latín, sino del español medieval) e incluso a la casa de la Rúa de Laranjeiras, donde se asentaba la residencia del embajador mexicano en Río y donde el diplomático escribió estos versos. Por lo demás, con “Octava a su hermano” y con Romances del Río de enero estamos ya en la poesía madura del regiomontano.
Madurez de Ramón López Velarde
Cuando un autor solo se apropia de recursos de la tradición y no se apropia de objetos inéditos ni construye recursos novedosos, sugestivos, interesantes para quienes vienen después, habrá experimentado una apropiación, sí, pero una apropiación débil, pues comparte con muchos otros poetas aquello de lo cual se apoderó, sean objetos (las rosas, los lirios), sean entes (la “Amada”) o calificativos (“bella”, “dulce”) o recursos (endecasílabos, liras, rimas en –ado e –ido). Curiosamente, con recursos muy gastados y con entes y objetos muy mencionados y muy calificados o comparados de manera convencional se puede escribir literatura renovada o innovadora. Por ejemplo, ya en La sangre devota (1916) encontramos una metalepsis original, aun con vocablos nada sorprendentes, salvo por la incorporación de la palabra genérica “muebles”, no tan común, y de la apropiación simbólica de los muebles de una casa asimismo simbólica, virtual. Y es así como de pronto los “muebles” saltan de la casa y pasan al poema: “Los muebles están bien en la suprema / vetustez elegante del poema” (López 79).
De hecho, los dos adjetivos y un sustantivo exaltan lo tradicional, lo antiguo, lo rancio, lo ya muy aceptado por ser distinguido: “suprema” y “elegante” y, sobre todo, “vetustez”. Por lo demás, una de las máximas innovaciones y aportaciones de la lírica de López Velarde tuvo que ver con la onomástica: Fuensanta es una creación suya no solo porque el nombre en sí no parece haber existido antes, sino porque le trajo a la lírica mexicana lo que la italiana ya tenía desde los siglos XIII y XIV con la Beatriz de Dante y la Laura de Petrarca: una mujer claramente identificada, punto de referencia y musa, esto es, motivo generador de textos, estructural y estructurante. Por añadidura, ni Beatriz ni Laura eran nombres originales, mientras que López Velarde le exigió al español comportarse como lengua aglutinante y sintética, cuando es una lengua analítica, preposicional y no aglutinante, y es así como una lectura espontánea nos lleva a pensar en Fuensanta como una fuente santa, y en este nombre analítico o analizado, desplegado ante la vista, tenemos una confirmación de aquella idea de musa como motivo generador de textos: una fuente es vista tradicionalmente como un surtidor, como un generador, como un proveedor.
En términos generales, la poesía madura del zacatecano ratificó aquello que se iba manifestando en la etapa temprana: el tránsito de una poesía que se apropiaba de elementos ya previamente tomados por otros autores a una que tuvo en el nombre propio (el antropónimo Fuensanta, topónimos como Jerez y Zacatecas) y en genéricos de ubicación geográfica, como “provincianas”, un factor de pregnancia y de persistencia que fue creciendo a lo largo de los años. ¡Qué fuerte tiene que haber sido esta innovación y qué identificada estuvo con Ramón López Velarde, que no ha habido otro poeta en nuestro país que haya quizá ni siquiera intentado crear su equivalente de Fuensanta! Ni Rubén Bonifaz Nuño —otro gran poeta de lo amoroso— incluye un nombre de mujer en al menos uno de sus poemas conocido, al punto de que podríamos calificar la onomástica de Bonifaz como parte de una poética de la no-denominación, acaso del secreto, acaso de una cierta despersonalización de ella, la tú lírica, en virtud de que él, el yo lírico, ejerce una humildad tan fuerte que termina contaminándola a ella, y, de tan inalcanzada e inalcanzable, termina perdiendo su nombre o no teniéndolo nunca. Pero, sin duda, este asunto merecería un artículo aparte por sí mismo.
La construcción-apropiación del nombre de la amada tiene las características de la construcción-apropiación de un personaje en géneros en los que los personajes son más comunes y de hecho casi siempre indispensables o por lo menos inevitables, como la narrativa y el teatro. El doble proceso de construcción-apropiación auxilia a un autor en al menos un par de expansiones: el escribir nuevos textos, incluso series como las novelas policiacas, y el relacionar a su personaje denominado con nuevos objetos, situaciones, recursos, adjetivos, etcétera. Y es así como, en el mismo poema, Fuensanta contribuye a que se enlacen y articulen objetos y prácticas tan dispares como un sofá, unos muslos, unas rosas, unas frutas, una cama y el erotismo que deja ejercerse en una cama:
Los muebles están bien en la suprema
vetustez elegante del poema.
Las arcas se conservan olorosas
a las frutas guardadas;
el sofá tiene huellas de los muslos
salomónicos de las desposadas;
entre un adorno artificial de rosas
surgen, en un ambiente desteñido,
las piadosas pinturas polvorientas;
y el casto lecho que pudiera ser
para las almas núbiles un nido,
nos invita a las nupcias incruentas
y es el mismo, Fuensanta, en que se amaron
las parejas eróticas de ayer. (79)
Aquí se confirma que cierta utilería gastada, como las rosas, se renueva al mezclarse con otros elementos, diferentes a los habituales, e incluso puede ser que lo gastado, lo desteñido, lo artificial y lo polvoriento ayuden a la intención de renovar un motivo (las rosas) y un tópico (darle a la persona amada unas rosas o guardar rosas que se vinculan con tal persona). Y en medio de esta aparente o relativa dispersión de elementos el nombre se confirma como un factor aglutinante no solo en el interior del poema, sino en el interior de la obra del jerezano y hasta de la poesía, la cultura y la vida cotidiana en México, por la nitidez de los signos y símbolos alrededor del puro nombre Fuensanta y por el hecho de que este nombre reaparece en otras obras y circunstancias, fuera del corpus lópezvelardiano, como lo confirma el hecho de que Fuensanta sea ahora un nombre de pila.
El epíteto es un elemento adicional, digno de considerarse. El epíteto es un género (como cuando se le llama a un cantante “el Rey del Mambo”) y es parte de un género mayor (como cuando Homero lo utiliza para calificar y describir personajes de modo sintético). El epíteto es un puente entre el nombre propio y el mundo, entre la realidad interna de la persona o del personaje y la realidad circundante, parcialmente introyectada. El epíteto es un recurso poco común en nuestros días, esporádico, pero no del todo desaparecido. Pues bien, Fuensanta mereció un epíteto en un poema con título significativo: “Primer amor, tú vences. / Fuensanta, tu recuerdo me es propicio. / Me deleita de lejos la fragancia / que de noche se exhala de tus tiestos, […]. / Como risueña advocación te he dado / la que ha de subyugar los corazones: / permíteme rezarte, novia ausente, / Nuestra Señora de las Ilusiones” (López 106).
En el penúltimo poema de La sangre devota, “A la Patrona de mi pueblo”, tenemos un epíteto paralelo, de índole religiosa. Ello nos ratifica los dos puntos equidistantes entre los cuales se ha movido la figura de la mujer amada, el familiar (era una pariente muy lejana) y el divino (el poeta asoció a Fuensanta con valores como la castidad y con motivos equivalentes como el lirio): “Vestida de luto eres, / Nuestra Señora de la Soledad, / un triángulo sombrío / que preside la lúcida neblina / del valle” (84).
Sin duda, el autor buscaba elevar a un altar propio, único, a la mujer amada. Aun así, eso no impidió que otras mujeres pasaran por la vida del zacatecano. Podemos concluir que estamos ante una lírica rica en onomástica y no solo circunscrita a una mujer. Matices sugestivos se van incorporando a los versos de nuestro autor, como la presencia de nombres de pila que remiten a personajes de vida textual mínima, pero cálida, esto es, marcada emotivamente, no neutra, y ello permite —más que una caracterización de personajes de vida textual mínima (menos de un verso)— una recreación de escenas lugareñas, al punto de que la obra de López Velarde sería útil para reconstruir la vida de uno de esos lugares pequeños a los que él mismo hizo referencia y de los que se apropió simbólicamente con ayuda, como vemos, de los nombres: “Me contó el campanero esta mañana / que el año viene mal para los trigos. / Que Juan es novio de una prima hermana / rica y hermosa. Que murió Susana. / El campanero y yo somos amigos” (98).
Aquí el nombre propio sirve para volver más cercana y familiar la historia. Y ambos nombres están ligados a momentos cruciales: Juan está en un noviazgo y Susana murió. Estas dos circunstancias —noviazgo, muerte— suelen incluir ritos de pasaje y en todo caso resaltan la vida de la persona.
Hay, igualmente, poemas de amor y de deseo a una Magdalena y a una Sara y, desde luego, se destaca “Mi prima Águeda”. Asimismo, en “No me condenes” aparece una María, y abundan los textos con títulos o referencias internas a las provincianas y más en específico a las jerezanas y aun más en específico a los dedos ágiles y finos de una mujer que, aunque innominada, podría haber sido alguna de las dos o tres musas mayores del poeta.
“Mi prima Águeda” merece un breve comentario porque desde el título tenemos no solo un nombre propio, sino una ampliación del nombre mediante dos términos: “Mi” y “prima”. El parentesco remite a la ya aludida constante en la lírica del jerezano: la familiaridad del erotismo, la cercanía (casi en casa) de lo amoroso; el “Mi” refuerza esta constante: muy diferente sería un “La prima Águeda”.
Por último, ha de hacerse referencia al más famoso poema de López Velarde. Una tendencia desde la poesía temprana culmina con La Suave Patria: poner en el título el nombre de un lugar o la referencia a un lugar, junto con algún otro elemento. En el extenso poema no aparecen una sola vez ni “México” ni “República Mexicana” y ni siquiera “República” o “País”: la Patria, por ser femenina, es una síntesis de lo materno y de lo patriarcal o paterno o patrimonial. De hecho, si bien no aparece “México”, sí aparece “una mexicana”: el masculino nombre del país se vuelve gentilicio femenino; lo abstracto o genérico se vuelve personal.
Por lo demás, existen allí muy pocos nombres propios: conforme a orden de aparición, tenemos el Niño Dios, san Felipe de Jesús, Cuauhtémoc y César; ninguno es mexicano propiamente, aunque los cuatro a fin de cuenta nos hablan de la convergencia de tres poderosas civilizaciones en un país sincrético: el orbe cristiano, el orbe indígena y el orbe antiguo europeo. Aparecen un topónimo y una referencia genérica a una ciudad: la Mancha y la Capital (con los dos célebres adjetivos, “ojerosa y pintada”, que la convierten en mujer nocturna). Cuauhtémoc se acentúa por al menos cuatro razones: 1) por ser el único antropónimo que no aparece tangencial o incidentalmente (ya vimos que no hay topónimos nacionales ni estatales ni locales, y que la geografía se centra en la “Suave Patria” y en algunas variaciones como “Patria” y “Patria suave”); 2) por ubicarse desde el título mediante un breve y contundente “Intermedio”; 3) por la enorme eficacia mnemotécnica del pareado: “Joven abuelo, escúchame loarte, / único héroe a la altura del arte”, y 4) porque es la única referencia al mundo indígena en el poema.
Y es así como un autor tan fértil en nombres estructurales y estructurantes remató su trayectoria con un poema extenso en el cual aparecen cuatro antropónimos de enorme peso cultural y ningún topónimo, pero sí una denominación muy personal y eficaz (“Suave Patria”).
Madurez de Alfonso Reyes
En el temprano “Lamentación de Navidad”, incluso el Dios bíblico se le convierte al poeta regiomontano en un helénico Zeus inesperado: “Señor, mi Dios, corona de los mundos, / rey de la Biblia, voz de los arcanos: / hiéreme con tus dientes iracundos, / úsame como una de tus manos. / […] / Surge, pues, con tu azote de centellas, / y sobre el universo clamoroso / ruede tu carro castigando estrellas” (“Lamentación de Navidad III” 59).
Reyes no parece haber buscado ese equilibrio entre el orbe cristiano, el indígena y el grecolatino que se sugiere en los nombres de La Suave Patria. Por lo menos no lo intentó en Ifigenia cruel, su texto lírico de madurez más ambicioso (en realidad lírico-dramático), en el que los antropónimos y topónimos pertenecen allí por completo al ámbito de la tragedia y del mito originales: no hay una búsqueda de sincretismo, como sí la hay en el poema del zacatecano.
A diferencia de sus primeros años, Reyes dedicó muchos de sus versos finales a personas de carne y hueso, en una lírica que osciló entre la poesía con aspiraciones de trascendencia y la poesía de circunstancia, conforme a un esfuerzo por convertir la circunstancia en trascendencia, tal y como lo expone, programáticamente, en el prólogo a “Cortesía (1912-1958)” (Reyes 240):
Hoy se ha perdido la buena costumbre, tan conveniente a la higiene mental, de tomar en serio —o, mejor, en broma— los versos sociales, de álbum, de cortesía.
Desde ahora te digo que quien sólo canta en do de pecho no sabe cantar […].
Déjate convencer poco a poco. No hace ningún daño traer a la discreción cotidiana las formas de la cultura. Haz cuenta, simplemente, que queremos recopilar papeles biográficos y juntar memorias. Haz cuenta que charlamos un rato, y ponte cómodo.
Homero en Cuernavaca (1952) es una síntesis entre lo paterno-filial y el mundo griego de Ifigenia cruel, tinto en esa religiosidad primaria, sacrificial, a la que alude René Girard, y en la que Reyes inscribió sus versos más serios, acaso como efecto y síntesis de una vida en la que el padre fue ejecutado y en la que hubo cuatro guerras que lo afectaron, dos de ellas experimentadas de cerca, ya sea en el mismo país, ya sea en el mismo continente, y en ambos casos las tareas cotidianas y las laborales padecieron estragos (la Revolución Mexicana y la Primera Guerra Mundial; la Guerra Civil española lo pilló en Sudamérica, y la Segunda Guerra Mundial ya definitivamente instalado en México).3
Los nombres son todos griegos en los treinta sonetos del libro. Ha de exceptuarse el topónimo Cuernavaca; a esta ciudad se dedican los dos primeros poemas. El antepenúltimo permite una relectura de las intenciones del libro: se dedica al padre, nuevamente sin decir su nombre propio y en cambio comparándolo con Alejandro y César, Aquiles y Odiseo: “De Alejandro y de César y de otros capitanes / ilustres por las armas y, a veces, la prudencia, / yo encontraba en mi padre como una vaga herencia, / aliento desprendido de aquellos huracanes./ […] / Por él viví muy cerca del ruido del combate / y, al evocar hazañas, es fuerza que retrate / mi mente las imágenes de su virtud guerrera” (418).
Los nombres griegos son tan importantes para Reyes que un verso inicial entero de uno de los sonetos se compone solo de ellos: “Tesalia, Pilos, Élide, Sición, Laconia, Creta / —yeguadas conocidas de larga tradición—, / sus ágiles corceles brindaron al poeta / para atronar los llanos de la ventosa Ilión” (405).
Homero en Cuernavaca (1952) es un ejemplo de volumen estructurado enteramente alrededor de nombres propios. Y los nombres mitológicos eran un estímulo para Reyes, lo suficiente para desarrollar este tema en un artículo aparte.
Referencias
Álvarez-Mendoza, Carlos. Deus ineffabilis. Una teología posmoderna de la revelación del fin de los tiempos. Herder, Universidad Iberoamericana, 2015.
Darío, Rubén. Cantos de vida y esperanza. Los cisnes y otros poemas, vol. 7, Mundo Latino, 1917.
López Velarde, Ramón. Obra poética, coordinado por José Luis Martínez, ALLCA XX, Fondo de Cultura Económica, 1998.
Meyer-Minnemann, Klaus, Inke Gunia, Carolina Gründler y Hans-Otto Dill, editores. Apropiaciones de realidad en la novela hispanoamericana de los siglos XIX y XX. Iberoamericana, 1994.
Nussbaum, Martha. Paisajes del pensamiento. La inteligencia de las emociones. 2001. traducido por Araceli Maira. Paidós, 2008.
Reyes, Alfonso. Constancia poética. Obras completas de Alfonso Reyes, tomo X, Fondo de Cultura Económica, 1959.
Vital, Alberto. Argumentos en Juan. Samsara, 2019.
---. Rilke, Rulfo. 2012. Samsara, 2019.
Notas
*
Artículo de investigación.
1
El género tumba o tombeau puede haber aminorado su frecuencia hasta casi desaparecer por diversas razones. Una sería el creciente desuso de las tumbas físicas para los cuerpos, en beneficio de los nichos para las cenizas.
2
Mediante cierto análisis podemos advertir distintos tipos de identificación de una persona o personaje. No siempre se les identifica mediante un nombre propio; entre los identificadores más comunes se encuentran los apodos, los pronombres personales y los roles familiares (“prima”, “novia”) o políticos (“el presidente”). Desde luego, el nombre propio es la identificación más clara y personal.
3
Escribe Carlos Álvarez-Mendoza: “Sin duda, en la última obra de Girard, Achever Auschwitz, se devela el principio antropológico que orientaría todas sus investigaciones, a saber, ‘todo lo real es sacrificial’. […] ‘lo real no es racional como lo pretendía[n] Hegel y […] sus discípulos idealistas, sino que lo real es religioso, como lo he subrayado en mi último libro; y religioso arcaico, es decir violento y sacrificial. Ahí radica la comprensión de la historia, de la condición humana y del sentido de la existencia’” (citado en Vital, Argumentos 292).
Notas de autor
a Autor de correspondencia. Correo electrónico: aletheiamx@yahoo.com.mx
Información adicional
Cómo citar: Vital Díaz, Alberto. “Los nombres en la poesía temprana de Ramón López Velarde y Alfonso Reyes”. Cuadernos de Literatura, vol. 28, 2024, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl28.nptr