Caminos de la prosa, bajo el signo del arte contemporáneo: más allá de lo documental*
Paths of Prose, Under the Sign of Contemporary Art: Beyond the Documentary
Caminos de la prosa, bajo el signo del arte contemporáneo: más allá de lo documental*
Cuadernos de Literatura, vol. 28, 2024
Pontificia Universidad Javeriana
Jorge Manzi a
Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile
Recibido: 04 abril 2024
Aceptado: 22 agosto 2024
Publicado: 04 diciembre 2024
Resumen: En la primera parte de este artículo, en diálogo con la noción de nominalismo de Theodor Adorno y de novelización de Mijaíl Bajtín, se identifica un posible vaso comunicante entre prosa, novela y arte contemporáneo, basado en una compleja dialéctica entre arte y antiarte. En la segunda parte, con base en una discusión sobre la orientación documental de la prosa contemporánea y en un análisis de Baroni: un viaje de Sergio Chejfec, se identifica una nueva modalidad de la prosa contemporánea, que, en lugar de crear ficciones novelescas a partir de material documental, apuesta por transfigurarlo en arte a partir de sutiles procedimientos de exhibición y encuadre.
Palabras clave:teoría literaria, arte contemporáneo, teoría de la novela, prosa contemporánea, Sergio Chejfec.
Abstract: In the first part of this article, in dialogue with Theodor Adorno’s notion of nominalism and Mikhail Bakhtin’s novelization, a possible communicating vessel is identified between prose, novel and contemporary art, based on a complex dialectic between art and anti-art. In the second part, based on a discussion about the documental orientation of contemporary prose, and on an analysis of Sergio Chejfec’s Baroni: un viaje, a new mode of contemporary prose is identified, which, instead of creating novelistic fictions from documentary material, seeks to turn such material into art by means of subtle procedures of exhibition, virtualization and framing.
Keywords: Literary Theory, Contemporary Art, Theory of the Novel, Contemporary Prose, Sergio Chejfec.
Vasos comunicantes entre prosa y arte contemporáneo
El primer paso de este artículo consiste en proponer algunas afinidades de fondo entre el medio de la prosa y el arte contemporáneo, basadas en la presencia subterránea de una dialéctica entre arte y anti-arte, entre arte y facticidad. En la segunda sección, se intentará conceptualizar un singular camino de la prosa contemporánea, centrado no tanto en el ejercicio de la ficción y de la narración, sino en peculiares modos de “exhibición” de materiales que se presentan ante el lector como documentales o fácticos. Veremos que, en obras como Baroni: un viaje de Sergio Chejfec, tales modos de exhibición permiten a la prosa contemporánea ir “más allá” de lo documental, pero sin establecerse del todo en el ámbito de la ficción.
Para iniciar nuestra argumentación, que exigirá establecer una intrincada articulación entre lo artístico y lo documental, propongo reflexionar sobre una distinción entre verso y prosa inspirada en la idea de piano preparado de compositores como Erik Satie y John Cage. En La piège de Meduse (1913), en plena revolución cubista del collage, Satie tuvo la ocurrencia de fijar papeles a las cuerdas del piano (Deng s. p.), superponiendo al sonido estrictamente musical de las teclas un provocador zumbido antimusical. Siguiendo la pista vanguardista de Satie, en Sonatas e interludios (1946-1948), John Cage introdujo pernos, tornillos y pedazos de goma entre las cuerdas del piano (Nelson 42-43), enfatizando el carácter cotidiano o prosaico del material que provocaba estas interferencias antimusicales y antiartísticas. Respecto a la distinción entre prosa y verso, me parece posible sugerir un paralelo entre el sonido puro de las teclas del piano y el verso —un medio que, por su mera aparición, sería capaz de activar en el lector una expectativa poética, tal como el mero tecleo de un piano activaría expectativas musicales en una audiencia—. En contraste, los tornillos, papeles y pedazos de goma del piano preparado de Satie y Cage —o bien, los periódicos y boletos de bus de un collage cubista— serían análogos a la prosa, un medio que, aunque a veces pueda acceder al espacio del arte, tiene por hábitat natural el mundo práctico y cotidiano, un mundo que, no por casualidad, ha sido denominado como prosaico en la tradición estética occidental, siguiendo la impronta de Hegel y del romanticismo alemán.1 La prosa es el lenguaje de la vida práctica, el medio de informes y de correos electrónicos, de las leyes y de las boletas de la luz. Es la moneda común del discurso, un medio esencialmente “impuro”, que acarrea las marcas de su participación en la vida práctica. De allí que solo una ínfima parte de la prosa pueda ser considerada como literatura o arte. Pues, a diferencia del verso, que logra activar expectativas poéticas por el mero hecho de aparecer, la prosa, para tornarse arte o literatura, deberá siempre realizar alguna operación excepcional de transfiguración, como la lograda al introducir tornillos y pedazos de goma en un piano.
Así, el estatuto artístico de la prosa es esencialmente incierto, determinado en cada punto por una compleja y movediza dialéctica entre arte y antiarte. Incluso en aquellas obras en prosa que leemos de comienzo a fin como literatura, como es el caso de las novelas, es muy frecuente encontrarnos con pasajes derechamente no artísticos, meramente informativos, documentales, morales o políticos —desde las largas digresiones sociológicas o históricas del narrador de Balzac a la exhibición obsesiva de material documental al que nos ha acostumbrado la prosa contemporánea de autores como W. G. Sebald, o, para referir algunos casos latinoamericanos, de autores/as como Sergio Chejfec, Cynthia Rimsky o Matías Celedón—. Ahora bien, estas caídas, o, más bien, recaídas en un registro meramente fáctico o práctico (que es el registro del que procede la prosa), no constituirían una falencia o defecto de la prosa, sino, muy al contrario, serían su principal fuerza como medio del arte moderno y contemporáneo. Al respecto, podemos recordar que, para los principales teóricos de la novela —desde Hegel a Lukács y Bajtín—, la exigencia de tornarse arte en constante roce con lo no artístico, con la materia de la praxis cotidiana, le aseguró a la prosa literaria su actualidad y novedad, así como una libertad formal sin precedentes respecto a las convenciones abstractas del arte académico o de la tradición. Así, su impureza e inestabilidad, el riesgo permanente de recaer en lo no artístico, se convirtió paradójicamente en la principal fuerza de la prosa y de la novela como género (Cunningham 17-19). Según Bajtín (“La novela como género literario: épica y novela”), la novela fue el primer género en establecer una zona de contacto permanente con la actualidad empírica, lo que le permitió transformarse en el principal modelo para todo arte que aspirase a ser moderno. En esto consiste el largo proceso que el teórico ruso denominó novelización de todos los géneros artísticos: “En presencia de la novela todos los géneros comienzan a sonar de forma diferente. Comenzó [entonces] una larga lucha por la novelización de los otros géneros, por su atracción a la zona de contacto con la realidad no acabada. El camino de esta lucha ha sido difícil y tortuoso” (284).
De modo análogo, pero en una línea argumentativa menos conocida y discutida en el área de los estudios literarios, Theodor Adorno en su Teoría estética vio en la novela el primer paso en un trayecto mayor del arte moderno, al que denominó nominalismo, indicando con ello una fuerte orientación hacia lo literal, concreto, fáctico, amorfo, acompañada por una alergia o rechazo a todo tipo de mediaciones convencionales o genéricas que pudiesen asegurar de antemano el carácter literario o artístico de las obras. Respecto al arte moderno y a la novela, Adorno afirma lo siguiente:
Su nominalismo inmanente no es algo dado sino una directiva. Esta directiva no sólo fomenta la particularización y, por tanto, la elaboración radical de obras individuales […] asimismo borra la línea de demarcación contra la empiria no formada, y de este modo amenaza la estructuración de las obras al mismo tiempo que las pone en marcha. De esto es prototípico el ascenso de la novela, la forma nominalista y paradójica por excelencia. (267; traducción modificada)
Adicionalmente, y este es un punto clave para nuestro argumento, Adorno da a entender, desde las primeras páginas de la Teoría estética, que este trayecto nominalista del arte moderno, iniciado por la novela allá en los siglos XVIII y XIX, habría alcanzado su nivel más radical o agudo en la década de 1960, precisamente en el despuntar de lo que hoy llamamos arte contemporáneo, un contexto en el que “ha llegado a ser obvio que ya no es obvio nada que tenga que ver con el arte […] el proceso desencadenado por entonces [el nominalismo] ha devorado las categorías en cuyo nombre comenzó” (9). A partir de esta pista adorniana, resultaría posible considerar el largo trayecto nominalista del arte moderno como una especie de vaso comunicante entre prosa, novela y arte contemporáneo.
Al respecto, David Cunningham (“Genre without Genre”) ha argumentado recientemente que este vaso comunicante con la novela permitiría complejizar la genealogía ortodoxa del arte contemporáneo, que ha tendido a explicar su emergencia exclusivamente a partir de la crisis de las artes plásticas de los años 50 y 60. Una de las versiones más recientes de tal genealogía plástica ha sido defendida por el teórico belga Thierry de Duve, quien considera que el arte contemporáneo, que él denomina arte en general, “es un resultado de la historia de las artes visuales o plásticas” (29). No obstante, al reconsiderar los desafíos que la novela implicó para la estética moderna, y el modo en que estos prefiguran tendencias claves del arte contemporáneo, Cunningham ha sugerido que “lo que estaría en juego” sería “más que una simple analogía entre la filosofía de la novela y el recuento realizado por alguien como Thierry de Duve respecto a la emergencia más reciente de un ‘arte genérico’” (24). Pues, ya sea que nos inspiremos en la tesis adorniana respecto a una tendencia nominalista del arte moderno iniciada por la novela, que el arte contemporáneo habría llevado al límite, o bien en la propuesta bajtiniana de una novelización de todas las artes a partir de la modernidad, cuyo capítulo más reciente involucraría, según Boris Groys, a la forma instalación,2 teóricos como Cunningham han llamado a reescribir o complejizar las genealogías del arte contemporáneo, del arte del presente, precisamente a partir de la tradición literaria de la novela y de la prosa, una ambiciosa empresa teórica en la que los estudios literarios podrían tener, inesperadamente, un papel relevante.
Esta reconsideración de genealogías literarias a la luz del arte del presente, que ilumina vasos comunicantes entre prosa, novela y arte contemporáneo, podría ayudarnos a entender mejor por qué en las últimas décadas la prosa se ha tornado un medio tan atractivo en un campo de las artes marcado por el deseo de perder especificidad, de expandirse hacia otros medios y hacia la vida misma. Pues, con base en lo ya discutido, creemos que existen importantes afinidades entre un medio como la prosa y un régimen artístico —el contemporáneo— definido por su carácter u orientación general (Duve), expandida o postmedial (Krauss, “A Voyage”, “La escultura”), o por su inespecificidad (Garramuño, Mundos en común).3 En lo que refiere a la tradición literaria, es difícil pensar en un medio literario más inespecífico, heterogéneo y expansivo que la prosa. Si, según Duve, el arte contemporáneo inauguró un régimen en el que “todo vale” (31), podría argumentarse que la prosa novelesca ya se había caracterizado por su capacidad de incorporar cualquier tipo de material a las obras literarias. Por otra parte, si en el arte contemporáneo —en formas como la instalación o la performance— resulta difícil distinguir estrictamente el espacio de la obra del espacio de la vida (Tassinari 48-73), la prosa, como medio literario, se constituyó precisamente a partir de la imposibilidad de distinguir entre lo literario y lo prosaico, estableciendo, como formuló Bajtín, una “zona de contacto” permanente con la “realidad no acabada” (284), que, según el teórico ruso, atraería a todas las formas artísticas posteriores hacia la zona de la novela.
Ahora bien, bajo el influjo de esta tendencia inespecífica del arte contemporáneo, más que retornar al género literario de la novela, nos parece especialmente atractiva la posibilidad de renovar la idea de prosa, la idea de una prosa contemporánea, como un medio artístico que puede ser entendido más acá de la novela. Pues, para muchos/as escritores/as y artistas actuales, la novela quizás esté excesivamente vinculada a la tradición literaria. Es en esta dirección que nos parece iluminador retomar una sugerente afirmación de G. W. Sebald, quien, en una entrevista de 1993 con Sigrid Löfler, creyó importante aclarar que su “medio es la prosa, no la novela” (227). Una frase como esa podría perfectamente servir de consigna para un número creciente de escritores/as que expresan cierta incomodidad o malestar con la novela y sus convenciones, y, en consecuencia, un deseo de tomar distancia. Este distanciamiento puede producirse de manera radical y deliberada, como en el caso de Samuel Beckett (pienso en toda su prosa posterior a El innombrable), pero también como una especie deslizamiento progresivo, casi inconsciente, como lo expresa César Aira en Cumpleaños: “Fue algo gradual, y ni advertía que ya no estaba escribiendo novelas” (98). En cualquier caso, la fila de exnovelistas solo parece crecer bajo el influjo inespecífico del arte contemporáneo. Como si hubiesen descubierto, con Sebald, o con Beckett, que resulta posible abandonar el género literario de la novela, manteniendo a la prosa como medio artístico. Quizás lo más lógico habría sido suponer que la superación de la novela, después de sus innumerables crisis, ocurriría como un ir más allá de la novela. No obstante, parece estar ocurriendo como un movimiento más acá de la novela, como la búsqueda de algo más básico o elemental, que la prosa contemporánea parece compartir con formas inespecíficas, como la instalación, en las que conviven, de manera sutil y fluida, sin claras demarcaciones, lo artístico y lo no artístico; lo documental, lo ficcional y lo exhibitivo.
Más allá de lo documental: ¿ficcionalizar o exhibir?
Quizás la tendencia más llamativa de la prosa contemporánea sea la obsesiva incorporación de materia documental (o de materia que aparenta ser documental), una tendencia vinculada al arte contemporáneo que ha sido ampliamente reconocida y discutida por la crítica reciente. Limitándonos al ámbito de la literatura latinoamericana, Florencia Garramuño (“Más allá de la novela”) se ha referido a una “fuerte pulsión documental” (47) en la narrativa contemporánea, o derechamente a “prosas documentales” (27), entre las cuales destaca la obra de Teixeira Coelho, Sergio Chejfec y Verónica Stigger. Luz Horne (Literaturas reales), siguiendo a Rosalind Krauss, ha discutido cierta “condición fotográfica” de la literatura reciente, notando, asimismo, la presencia de “efectos” o “retóricas indiciales” en obras de César Aira, Chejfec, João Gilberto Noll, que hacen “‘como si’ el texto pudiese conservar ciertos rastros materiales o corporales propios de lo real” (115-116). Por su parte, Reinaldo Laddaga (Espectáculos de realidad), con su noción de espectáculos de realidad, ha enfatizado la tendencia de cierta literatura contemporánea a exhibir “fragmentos de mundo” (14) inspirada en modelos del arte contemporáneo. En otra línea, Macarena Areco (“El clan Braniff”) ha formulado recientemente la noción de ficciones de archivo para “entender el por qué de la utilización, cada vez más insistente, en la narrativa latinoamericana reciente (y también en la de otras latitudes) del archivo; cuáles son sus funciones, qué es lo que los documentos permiten traslucir más allá de la trama” (13).
En principio, esta marcada pulsión documental de la prosa contemporánea latinoamericana podría entenderse como una radicalización de la orientación antiartística y fáctica que, como se discutió en la sección previa, ya estaba inscrita en la novela moderna. Lo que resulta novedoso es el nivel de sistematicidad, a veces obsesiva, con la que se está recurriendo a lo documental y al archivo; así como también son novedosas las formas en que el material está siendo presentado y tratado, como si, en lugar de novelas, estuviésemos más cerca de la lógica de una instalación o de un collage, en la que se practican modos más crudos o literales de incorporación y exhibición de lo fáctico. Ahora bien, un problema básico para obras que buscan entrelazarse de manera cada vez más intrincada a lo documental consistirá precisamente en cómo evitar ser meramente documentales. Es decir, cómo evitar la reducción a lo fáctico, al archivo, al lugar empírico de habla o a lo autobiográfico, dejando caer el problema de la mediación literaria o artística, junto con su potencial crítico en lo que se refiere a la imaginación y búsqueda de alternativas frente a lo existente.
Para evitar este colapso del arte en lo empírico —que equivaldría a un estadio terminal del nominalismo teorizado por Adorno, en el que el arte dejaría definitivamente de ser arte— han surgido variadas estrategias. Una de ellas, quizás la más habitual y convencional, al menos en el ámbito de la prosa contemporánea, consiste en ficcionalizar la materia documental. Esto suele adoptar la forma de una novelización basada en documentos y archivos. Al respecto, podríamos pensar en Austerlitz de Sebald o en El clan Braniff de Matías Celedón, o bien, para referir a un caso más tosco e irreflexivo, en Maniac de Benjamín Labatut. Estas ficciones novelescas del archivo son, como ha sugerido Areco, una de las principales tendencias de la prosa contemporánea latinoamericana (y mundial). Ahora bien, en este artículo proponemos detenernos en una segunda modalidad, menos teorizada, de aproximación a la tensión entre lo documental y lo artístico, una modalidad que, en lo esencial, no dependería de una ficcionalización novelesca, sino más bien de peculiares estrategias de exhibición o puesta en escena de material documental (o de material que aparenta ser documental), verificable en autores/as como Chejfec, Mario Ortiz, Mario Levrero, Galo Ghigliotto, o en algunas obras de Nona Fernández (como Chilean electric) y Cynthia Rimsky (como Poste restante).4 En esta segunda modalidad, el énfasis del escritor o del artista recaerá principalmente sobre el modo y en la escena en que los materiales aparecen o se exhiben. Pues será precisamente con base en estos sitios y modos de exhibición, o modos de presencia, que se intentará cierta transfiguración, a veces muy sutil, e incluso parcial, de lo fáctico en artístico. De modo general, podríamos proponer que se trata de la búsqueda de un más allá de lo documental que rara vez se estabiliza en un registro ficcional de carácter novelesco.
A mi juicio, la importante fórmula de Reinaldo Laddaga, espectáculos de realidad, puede ser considerada como un hito clave en lo que se refiere a la posibilidad de conceptualizar esta segunda modalidad o camino de la prosa contemporánea, uno que, en lugar de centrarse en la ficcionalización novelesca de un archivo, o de una serie de documentos, buscaría articular exhibición (espectáculos) y facticidad (realidad), pulsiones escénicas y pulsiones documentales. Según Laddaga, buena parte de aquellos/as escritores/as que han buscado continuar lo que “había de más ambicioso” en la literatura latinoamericana moderna (en autores como Borges, Lezama Lima o Clarice Lispector) estarían actualmente dedicados/as a “construir dispositivos de exhibición de fragmentos de mundo”, que permitan ver e interrogar “un proceso que se encuentre en curso” (14), en un registro que se aproxima a la “improvisación” y al “trance” (15). Por último, en sintonía con lo que se ha argumentado en este artículo, es importante destacar que los productores de espectáculos de realidad de Laddaga —entre quienes figuran escritores como Aira, João Gilberto Noll, Mario Bellatin y Chejfec— ya no buscarían sus modelos en la “larga tradición de las letras”, sino principalmente en las prácticas del arte contemporáneo (14).
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Recurriendo precisamente a modelos no literarios, propongo comenzar una discusión más concreta sobre esta vía exhibitiva y documental de la prosa contemporánea, refiriendo a una obra plástica del artista norteamericano Jasper Johns, titulada Fool’s house (Figura 1), en la que podremos captar intrincadas articulaciones entre facticidad y virtualidad.
En este cuadro, una serie de objetos cotidianos (una escoba, una taza, un marco, una toalla) aparecen en modo collage, retirados de la vida cotidiana y situados en el espacio de la obra de arte, acompañados de sus nombres comunes, escritos en negro sobre la tela, con unas flechas que apuntan hacia ellos: “escoba” (broom), “taza” (cup), “marco” (stretcher), “toalla” (towel). Tales palabras, que pueden evocar la lógica de un libro infantil de alfabetización, o de algún tipo de taller para tontos (“fool’s house”), confieren una especie de teatralidad menor o tautológica a los objetos, abriendo una zona de virtualidad (tan leve o frágil, que parece excesivo recurrir a la noción de ficción). En el cuadro, los objetos comparecen como objetos literales, empíricos, pero, al estar redoblados por sus nombres, adquieren también cierta presencia teatral y escénica: escobas que actúan de escobas, tazas que actúan de tazas, etc. Por otra parte, la disposición de estos objetos (que actúan de sí mismos) en una escena repleta de índices o marcas de acciones recientes (p. ej., el goteo de la pintura sobre la toalla o sobre la taza) puede llevarnos a especular sobre el papel que cada objeto puede haber tenido en la producción de tales marcas. La escoba, colgada de un gancho en el borde superior, parece haberse movido como un compás, dejando trazos semicirculares de pintura en la zona que rodea el escobillón. Por otra parte, situada protagónicamente en medio de un soporte pictórico, es difícil no asociar esta escoba con la figura emblemática del pincel, como si representase su doble prosaico y descualificado. Por otra parte, tratándose de objetos literales, nada impide que llevemos esta asociación, simbólica, al plano empírico: el soporte, en tanto cuadro, ¿no habrá sido pintado por esta escoba/pincel?, ¿estaríamos, entonces, admirando los trazos de una pintura de escoba? Ahora bien, poco importa si este cuadro fue, de hecho, empíricamente pintado por la escoba exhibida en el cuadro.5 Pero sí resulta crucial notar que la obra de Johns, mediante una serie de operaciones sutiles, cuasitautológicas, que recaen sobre los objetos-collage (duplicación mediante nombres y flechas, inscripción de rastros o índices que aluden a posibles actividades recientes), busca activar un tipo de virtualidad que torna los materiales exhibidos en su cuadro en algo más que facticidad. No plenamente ficcionales, sino levemente virtuales. Al componer esta escena repleta de guiños, índices y alusiones, Johns activa un sutil más allá de la documentalidad.6
En la prosa contemporánea latinoamericana, como han demostrado críticos/as como Laddaga y Garramuño (“Más allá de la novela”), también es posible encontrar modos sorprendentes, y muy variados, de exhibir fragmentos de mundo, índices y documentos. Como ya se ha indicado, en la línea de investigación propuesta en este artículo interesan especialmente aquellas obras en que los modos exhibitivos predominan, o, bien, ganan protagonismo frente a impulsos narrativos o ficcionales declinantes, fragmentarios o deliberadamente inconsistentes. Dentro de tal repertorio, es posible mencionar una gran variedad de obras, como Lumpérica y Por la patria de Eltit; Cuyo y Ó de Nuno Ramos; El discurso vacío de Levrero; Perros héroes de Bellatin; Cuadernos de lengua y literatura de Ortiz; El museo de la bruma de Ghigliotto; Chilean electric de Nona Fernández; Poste restante de Rimsky; Baroni: un viaje, Mis dos mundos y Modo linterna de Chejfec.
En lo que resta del artículo, centraremos nuestro análisis en el caso de Chejfec, y en particular en su obra Baroni: un viaje, que se destaca por la radicalidad y el auténtico virtuosismo con el que se elaboran articulaciones entre exhibición y documentalidad, muy afines a las ensayadas por Johns en Fool’s House. A nuestro juicio, debido precisamente a su radicalidad y consistencia, la prosa documental de Chejfec puede servir de modelo para conceptualizar esta sutil modalidad de la prosa contemporánea que, inspirándose en modelos del arte contemporáneo, busca ir más allá de lo documental, pero sin estabilizarse en la ficción novelesca.
Si bien el registro o la retórica documental ha estado muy presente desde el inicio de la obra de Chejfec, al menos desde El aire (1992) y El llamado de la especie (1997), fue solo a partir de Baroni: un viaje (2007) que el autor tomó la decisión radical de dejar caer la ficción novelesca, inaugurando un nuevo ciclo creativo, compuesto por obras como Mis dos mundos (2008), Modo linterna (2013) y Teoría del ascensor (2016). Respecto a Baroni: un viaje, todo lo que aparece en la obra, es decir, los lugares (Boconó, Betijoque, Hoyo de la Puerta, Caracas), las personas (la artista Rafaela Baroni, el poeta Sánchez Peláez, el artesano Juan de la Cruz Andrade) y los objetos comentados por el narrador a lo largo de su viaje por la geografía venezolana, parecen ser perfectamente documentales. Por otra parte, no resulta difícil establecer vínculos directos entre el narrador (que, en la obra, omite su nombre) y el propio Chejfec, quien, como es sabido, se radicó en Caracas entre 1990 y 2005. La obra se centra de manera muy especial en la descripción y reflexión en torno a una serie de figuras o estatuillas creadas por la artista venezolana Rafaela Baroni, en particular, La mujer en la cruz y El santo médico, compradas por el narrador. Las fotografías de ambas figuras han aparecido como portada de diferentes ediciones de Baroni: un viaje: La mujer en la cruz en la edición de Casa de las Américas (2007) y el Santo médico en la edición de Candaya (2010). Siguiendo con estas pistas documentales, quienes fueron cercanos a Chejfec indican que el autor efectivamente poseía estas obras de Baroni, las cuales exhibía en su casa. Florencia Garramuño, en un notable texto en homenaje póstumo al autor, comenta que
la última vez que visité a Sergio y Graciela en su departamento del Upper West Side, el médico santo nos observó desde un estante de la sala. Graciela me confirma que José Gregorio, el médico santo, la mujer en la cruz, y muchas otras esculturas de Baroni, continúan en la sala de ese bello y luminoso departamento neoyorkino. (“Formas de la supervivencia”, s. p.)
Ahora bien, aunque es importante captar que este tipo de pasajes directos o documentales entre la obra y la vida del autor son posibles, para nuestro argumento no resulta esencial determinar cuánto de lo presentado en Baroni: un viaje tiene efectivamente un carácter verídico o documental. Más importante es notar cómo el narrador busca, sistemáticamente, presentar su material como si fuese fáctico, exhibiendo ante el lector un verdadero archivo de documentos (fotografías, revistas, videos, objetos) a los que se les asigna la función de probar que tal o cual personaje o situación efectivamente tuvo lugar. Siguiendo aquí a Luz Horne, es indispensable notar que, más allá de la posible veracidad de los documentos, la prosa de Chejfec presenta, de manera sistemática, una “retórica indicial” (115). Al respecto, la propia escena de enunciación, en tanto dispositivo artístico que estructura la obra, está construida de manera que “veamos” de tanto en tanto al narrador en su mesa frente a diversos documentos o pruebas, mientras evoca y reconstruye diferentes escenas o situaciones que le ocurrieron en su viaje por la sierra venezolana y en sus encuentros con la artista Rafaela Baroni. Y es precisamente con este dispositivo enunciativo que Chejfec decide iniciar la obra, situando desde la primera oración a su narrador frente al “santo médico”, una de las figuras que le compró a Baroni: “Tengo frente a mí el cuerpo del santo” (5).7 Por otra parte, las situaciones evocadas por el narrador no se presentan en una secuencia cronológica, o narrativa, sino más bien de manera constelada, como un montaje de escenas. De allí que el lector pueda sentir que en Baroni: un viaje, y en muchas otras obras de Chejfec, no se avanza. Más bien, parecemos movernos entre una serie de escenas, de diferentes procedencias espaciotemporales, que siempre pueden volver a ser activadas o evocadas retrospectivamente por el narrador, para interrogar sus indicios y documentos. El efecto de tal enunciación tiene algo de museístico, como si deambulásemos por una exposición de instalaciones, de la mano de un guía —el narrador— particularmente digresivo y asociativo.
Para interrogar con mayor detalle los peculiares modos en que Chejfec elabora su prosa documental, propongo que nos detengamos en la interpretación de dos escenas de la obra. Se trata precisamente de aquellas en las que el narrador recibe dos de las figuras que había comprado a la artista Rafaela Baroni: La mujer en la cruz y El santo médico. Para entregarlas, la propia Baroni deberá realizar, en dos ocasiones, un largo trayecto en bus por la sierra venezolana, desde Betijoque hasta Hoyo de la Puerta, donde se encuentra el narrador. Para proteger a las obras durante los trayectos, Baroni ha envuelto la primera con bolsas plásticas y la segunda con paños.
Cuando el narrador recibe la primera figura, La mujer en la cruz, su atención recae no tanto sobre ella, sino sobre las bolsas que la envuelven, las cuales activarán en él una serie de ideaciones bastante llamativas, que nos parece relevante citar en extenso:
Me preocupé ante la cantidad de papel y bolsas plásticas que cubrían la pieza. Las bolsas pertenecían a comercios de distintas ciudades; estaban representadas tiendas de Valera, Boconó, Maracay y Caracas, también Barquisimeto. Podía trazarse una línea entre estos sitios e imaginar un recorrido en secuencias, con idas y vueltas, desvíos parciales y retrocesos. Debo decir que en ese momento estas bolsas me conmovieron tanto como la misma mujer en la cruz de madera; eran su condimento de vida cotidiana, de vida a secas, la prueba del mundillo privado y doméstico de Baroni […]. Y de cada uno de esos desplazamientos, pensé, quedaba también una bolsita, o más de una, como prueba o souvenir no buscado […]. Estuve tentado entonces de guardar estas bolsas como pruebas, y no dudé en decidirme días después en este sentido. Serían el marco, el complemento de realidad, el documento cultural, no sé; y también, pensaba, serían el soporte venezolano. La trama de vida y geografía que si bien parecía tangible, por ser superficial, en realidad casi siempre se me escapaba, ignoro bastante por qué, o en todo caso yo tendía habitualmente a poner en un punto inalcanzable, sólo verificable frente a cierto tipo de señales, como las bolsas o situaciones como esta que estoy describiendo, de algún modo azarosas en sus resultado. Las bolsas contaban una historia accesoria, desviada o complementaria de la propia Baroni; y también mostraban una historia lateral a la de mi acercamiento, o acceso, a la mujer en la cruz. (108-110)
En No hablen de mí. Una vida y su museo (2021), Chejfec se refiere a los “despliegues acrobáticos de mis documentos” (55), revelando tener plena consciencia del carácter enrevesado que pueden adoptar sus pensamientos cuando son activados por cierto tipo de documentalidad. A mi juicio, el tipo de ideaciones que surgen en el narrador a partir de las bolsas plásticas que rodean a La mujer en la cruz, consideradas como “pruebas”, son un perfecto ejemplo de los “despliegues acrobáticos” de la prosa documental de Chejfec: despliegues que, pese a ser gatillados por “pruebas”, no parecen explicar ni probar nada en particular. En primer lugar, ¿qué podría significar, o implicar, que las bolsas sean un “marco”?, ¿marco de qué? En su sentido más literal, y práctico, son el marco o envoltorio de la figura, que le sirvió de protección durante el largo trayecto en bus. Pero no es a esto a lo que alude el narrador. Ahora bien, ¿sabemos a qué está aludiendo?, ¿lo sabe el narrador? Lo que es claro es que en este pasaje la propia noción de marco se vuelve inestable, sujeta a progresivas redefiniciones, o reencuadres, que modifican los sentidos de La mujer en la cruz. De marco literal y protector de la obra de Baroni, las bolsas pasan a significar “el marco de realidad”, “el documento cultural”, “el soporte venezolano”, y, luego, toda “la trama de vida y geografía”. Pero una trama de vida y geografía “que siempre se me escapa”, que permanece indeterminada, pese a las “pruebas” que aluden a ella. Así, a lo largo de este pasaje, pasamos de una noción de marco muy literal, y práctica, a otra muy difusa, y vasta, en constante negociación o redefinición.
Notemos cómo estas bolsas cotidianas, muy concretas, al ser vistas como indicios o pruebas documentales (pero de nada en particular) pueden virtualizarse, llevándonos, de manera especulativa, a otros espacios y tiempos, más allá de la escena primaria compuesta por la figura rodeada de bolsas: “Estaban representadas [en las bolsas] tiendas de Valera, Boconó, Maracay […]. Podía trazarse una línea entre estos sitios e imaginar un recorrido en secuencias”. Frente a este tipo de indicios o “pruebas”, la prosa de Chejfec se vuelve conjetural y proliferante. Dicho esto, notemos que, pese a la fascinación por la lógica de la prueba y del indicio, las conjeturas del narrador están muy lejos de una orientación detectivesca o policial: no tiene ningún interés en que sus indicios lo lleven hacia alguna hipótesis verificable. De hecho, parece más certero afirmar lo contrario: el narrador busca que sus índices, pruebas, documentos, siempre muy concretos, provoquen indeterminación, digresión, virtualidad, difuminación. Por otra parte, en lo que refiere a la dimensión narrativa de la escena, si bien las bolsas parecen sugerirle posibles relatos sobre los recorridos de Baroni por la geografía venezolana (“Las bolsas contaban una historia accesoria, desviada o complementaria de la propia Baroni”), el narrador evita avanzar en esa dirección. Le basta con insinuarla, como si lo que le interesase fuese simplemente indicar cómo una historia o relato puede estar presente o inscrita, virtualmente, en estas escenas documentales. De modo que las “acrobacias documentales” de Chejfec no lo llevan ni al ámbito de lo verificable, ni lo instalan en el campo de la ficción novelesca. Su prosa se instala en el medio, más allá de lo documental, pero más acá de lo ficcional, sin estabilizarse en ningún polo. Articula de manera sutil documentalidad y virtualidad, en un registro que no parece lejano a Fool’s House de Johns.
Cuando el narrador recibe la segunda figura de Baroni, el El santo médico, esta vez cubierto de paños y trapos, nuevamente entra en una especie de trance documental:
En fin, el hecho es que ese conjunto de retazos y paños alrededor del santo médico sobre la mesa de piedra me pareció una parte sustantiva suya; así como estaba, el conjunto era otra de las piezas combinadas de Baroni, algo parecido a instalaciones, o performances inanimadas. Como dije más arriba, ella había hecho de su vida, en sus distintas profundidades y líneas de continuidad, una obra de arte, obviamente bastante dispersa, como también uniforme y polifacética a un tiempo. Y en ese sentido uno siempre podía encontrar “algo más” disponible, una acotación real o algún elemento proveniente del contexto de la situación o del peso del pasado. El sello de lo artístico en Baroni estaba abierto, y por lo tanto todo, muchas cosas, podían sumarse y modificar cada elemento. (131; cursivas nuestras)
Este pasaje nos induce a formular preguntas, como ¿cuál es o dónde está, aquí, la obra?, ¿en qué consiste?, ¿dónde están sus límites? Al respecto, creemos que este tipo de preguntas, gatilladas por las reflexiones del narrador sobre la artista venezolana, no nos acercan de manera evidente a la figura del “santo médico” ni “al sello de lo artístico” en Baroni, aún muy cercano a un arte popular de carácter tradicional y religioso. Más bien, el narrador parece estar invocando una serie de ideas claves del arte contemporáneo, referidas a su estatuto radicalmente abierto, a la difuminación de los límites entre el espacio de la obra y el mundo literal, como si tal límite estuviese siempre “en obra”, o en construcción (Tassinari 48-73). Tales ideas, a mi juicio, iluminan menos a las figuras de Baroni que a la propia prosa contemporánea de Chejfec, con su lógica abierta y documental. De hecho, considero que estaríamos en presencia de cierto quijotismo cuando el narrador, con sus “acrobacias documentales” saturadas de ideas de arte contemporáneo, ve todo tipo de “piezas combinadas”, “instalaciones” o “performances inanimadas” no solo en la obra de Baroni, sino a lo largo de todo su viaje por la sierra venezolana. En ese sentido, me parece que un pasaje como el citado, y Baroni: un viaje como un todo, ilumina principalmente el “sello de lo artístico” en Chejfec.
Su prosa está siempre abierta al añadido (un hecho, un índice, un objeto probatorio, cualquier pensamiento que haya tenido en la escena evocada, o mucho después, a propósito de ella). Tal como en el caso de las “instalaciones” o “piezas combinadas” de Baroni, “uno siempre podía encontrar ‘algo más disponible’”, de modo tal que “todo, muchas cosas, podían sumarse y modificar cada elemento” (131). Esta abertura radical de la prosa de Chejfec implica una negociación permanente entre lo que forma parte de la escena o situación evocada y lo que está fuera de ella, su extracampo. De allí que los narradores de Chejfec suelan prestar especial atención al problema del marco y del encuadre. Y, quizás más importante y crucial para su sentido abierto o poroso de la forma, al problema del reencuadre, como pudimos discutir a propósito de la radical inestabilidad de las bolsas que envolvían La mujer en la cruz, marco que fue ampliándose desde su sentido más literal hasta incorporar los recorridos de Baroni, del narrador, y, finalmente, a toda la difusa “trama de vida y geografía” (110), a la que, de alguna manera, la figura rodeada de bolsas aludiría.
En una línea convergente con nuestro análisis, y en diálogo implícito con Laddaga, Florencia Garramuño se ha referido a algunos textos de Chejfec (los de Modo linterna) como relatos que encuentran “un modo de exhibir un trabajo sobre el registro y el encuadre de un fragmento de mundo” (“Más allá de la novela” 47). Si Laddaga enfatizó la articulación entre exhibición (“espectáculo”) y documentalidad (“realidad” o “fragmentos de mundo”), Garramuño enfatiza aquí la articulación entre “encuadre” y documentalidad (“registro”). Respecto a este nuevo énfasis, puede ser iluminador recurrir a las reflexiones del filósofo Pablo Oyarzún sobre la forma instalación, en las que afirma, de manera radical, que “el problema del marco” “determina, más que ningún otro, el estatuto del arte contemporáneo” (142). Articulando esta ambiciosa afirmación con el argumento inicial de nuestro artículo, es posible que la preocupación por “enmarcar” o “encuadrar” esté vinculada a la necesidad de limitar la abertura radical propia de la pulsión documental de la prosa y del arte contemporáneo. Pues, como advirtió Adorno con su noción de nominalismo, en tal arte se ha disuelto “la línea de demarcación contra la empiria no formada”, lo cual “amenaza la estructuración de las obras al mismo tiempo que las pone en marcha” (267). Sin duda, la obra de Chejfec es una de las que se “pone en marcha” a partir de este nominalismo amenazante. Al respecto, en una prosa documental en la que “todo, muchas cosas, podían sumarse” (131), creemos que las operaciones de encuadre y reencuadre tendrían la función de delimitar y negociar constantemente esa frontera abierta. Por otra parte, el mero acto de enmarcar, de definir un borde o escena para un conjunto de materiales, implica su “puesta en escena” o “exhibición”, afectando así el modo en que los materiales aparecen ante el lector, resaltándolos y diferenciándolos de lo circundante. Mediante este tipo de procedimientos, que a la vez delimitan y exhiben una documentalidad proliferante, pero que evitan reducirse a ella o difuminarse en ella, consideramos que Chejfec logró establecer a lo largo de las últimas décadas uno de los caminos más sutiles, sugerentes y rigurosos de la prosa contemporánea latinoamericana.
Un último aspecto que sería necesario discutir, pero cuya elaboración más detenida quedará en suspenso, refiere al posible fundamento histórico de la emergencia de estos procedimientos de exhibición y encuadre documental, es decir, a la pregunta por su vínculo con la experiencia contemporánea en América Latina. Al respecto, es importante considerar que, para Chejfec, sus “acrobacias documentales” nunca fueron un problema meramente formal o estético, y, en muchas de sus obras, aluden de manera bastante clara a diagnósticos pesimistas sobre una experiencia histórica concebida bajo el signo del colapso inminente. El narrador de Baroni: un viaje da a entender que, sin sus estrategias de “registro” y “encuadre”, el propio mundo tendería al “colapso masivo, el autoolvido generalizado y la detención total” (87). Encontramos una reflexión análoga en “Novelista documental”, relato incluido en Modo linterna, cuando el narrador indica que recurrir al “documento acerca de los hechos verdaderos, es lo único que me salva de una cierta sensación de disolución” (100). En buena medida, creemos que la geografía difusa en la que los narradores de Chejfec intentan delimitar una serie de escenas documentales tiende a converger con el panorama descrito recientemente por Fermín Rodríguez (Señales de vida) para dar cuenta de una contemporaneidad latinoamericana marcada tanto por el carácter abandonado y ruinoso de los proyectos modernos del siglo XX como por la precarización creciente que ha acompañado el avance desigual del neoliberalismo en la región durante el siglo XXI: “De repente”, nos dice Rodríguez, “el mapa se vuelve irreconocible: las redes de relaciones se desintegran, faltan las referencias, el repertorio de posibles, los anclajes cotidianos. Con un vaciamiento así, no hay de dónde agarrarse, qué hacer, qué pensar o incluso sentir” (102). Si este es el sustrato histórico de la prosa contemporánea de Chejfec, en futuros estudios sería especialmente relevante dar continuidad a las reflexiones de Sandra Contreras sobre su obra, quien considera que el tipo de acrobacias documentales discutidas en estas páginas deberían ser entendidas fundamentalmente como “auxilios de emergencia” y “singularísimos expedientes de sobrevivencia” (195).
Referencias
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Notas
*
Artículo de investigación.
Origen de esta investigación
Este artículo fue escrito en el marco del proyecto de postdoctorado ANID n.° 3200950 “La prosa abierta de Nuno Ramos y Sergio Chejfec: pasajes entre literatura y arte contemporáneo”, vinculado a la Pontificia Universidad Católica de Chile.
1
Mundo prosaico o, bien, prosa del mundo fueron los términos empleados por Hegel, y que, como muestran Cunningham (“Genre wthout Genre”) y Ginsburg y Nandrea (“The Prose”), influyeron de manera decisiva en la teoría de la novela. Con tales términos, Hegel apuntaba “a todos los factores externos que limitan la libertad e independencia individuales, refrenando ‘los objetivos más altos del espíritu’ […]. Circunstancias, accidentes, enfermedades, necesidades naturales, sistemas sociales y convenciones, obstáculos cotidianos; los objetivos y exigencias de otros que nos reducen a medios; la necesidad de usar a otros como medios para alcanzar nuestros propios fines –todo esto es ‘prosa’” (Ginsburg y Nandrea 1; traducción nuestra).
2
Al respecto, Groys ha afirmado que “la instalación es para nuestro presente lo que la novela fue para el siglo diecinueve” (77; traducción nuestra).
3
Respecto a las definiciones referidas, además de la fuente ya citada de Thierry de Duve, véase Rosalind Krauss, “La escultura en campo expandido” [1979], en La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos, y “A voyage on the north sea”. Art in the age of the post-medium condition; Florencia Garramuño, Mundos en común. Ensayos sobre la inespecificidad en el arte.
4
Al respecto, es relevante indicar que las dos modalidades referidas (ficcionalización novelesca y “exhibición” de lo documental) no son necesariamente excluyentes. En ciertas obras, como El clan Braniff de Matías Celedón, podemos notar un cruce entre ambas modalidades de prosa documental. Pero, para los efectos de nuestro argumento, interesarán especialmente aquellas obras, como las de Chejfec, Levrero u Ortiz, en las que hay una clara primacía de la estrategia exhibitiva.
5
De hecho, hay varias marcas que apuntan en otra dirección, lo que complejiza esta lectura “literal” de la escoba como brocha del cuadro y refuerza el carácter artificial y enigmático de la obra: por una parte, buena parte de los trazos de pintura gris del cuadro son muy finos como para haber sido producidos por el grueso escobillón; y, por otra parte, el propio mango de la escoba ha sido pintado con trazos que ciertamente no podrían haber sido realizados por la propia escoba.
6
Para un análisis más detenido de Fool’s house que sigue líneas convergentes con las elaboradas en este artículo, véase Tassinari (99-104).
7
Al respecto, en el relato “Novelista documental”, incluido en Modo Linterna, el narrador afirma lo siguiente: “Preciso las fotos para documentar que es cierto lo que escribo; […] mi principal temor es encontrar a alguien que me pida cuentas, y después ante mi silencio me acuse de inventar todo” (100). Y agrega, fundamentando su ansiedad documental, “pero de un tiempo a esta parte no sé si la realidad a secas, en todo caso el documento acerca de los hechos verdaderos, es lo único que me salva de una cierta sensación de disolución. La novela, le digo, puede ser ficción, leyenda o realidad, pero siempre debe estar documentada” (100).
Notas de autor
a Autor de correspondencia. Correo electrónico: jamanzi@uc.cl
Información adicional
Cómo citar: Manzi, Jorge. “Caminos de la prosa, bajo el signo del arte contemporáneo: más allá de lo documental”. Cuadernos de Literatura, vol. 28, 2024, https://doi.org//10.11144/Javeriana.cdl28.cpbj