Representación de la violencia en Matar a los Viejos (2001) del escritor chileno Carlos Droguett*
Representation of Violence in Matar a los viejos (2001) by Chilean Writer Carlos Droguett
Representación de la violencia en Matar a los Viejos (2001) del escritor chileno Carlos Droguett*
Cuadernos de Literatura, vol. 28, 2024
Pontificia Universidad Javeriana
Cristian Vidal a
Universidad de los Lagos, Chile
Recibido: 14 diciembre 2022
Aceptado: 14 noviembre 2024
Publicado: 20 diciembre 2024
Resumen: El objetivo del presente artículo es analizar las dimensiones textuales, literarias y discursivas bajo las que el escritor Carlos Droguett representa la violencia histórica ocurrida en Chile. Para ello, se toma como referencia principal la novela póstuma del autor, Matar a los viejos (2001), publicada por LOM Ediciones. A través de la propuesta estética y narrativa del autor es posible reconocer que, junto con representar ficcionalmente la violencia, se abre un espacio literario, excepcional, para la instauración de una revolución.
Palabras clave:Matar a los viejos, narrativa chilena, violencia estructural, revolución.
Abstract: The objective of this article is to analyze the textual, literary and discursive dimensions under which the Chilean writer Carlos Droguett represents the historical violence that occurred in Chile. For this, the posthumous novel by the author Matar a los viejos (2001), published by LOM Ediciones in Chile, is taken as the main reference. Through the author’s aesthetic and narrative proposal, it is possible to recognize that, along with fictionally representing violence, the author opens an exceptional literary space for the establishment of a revolution.
Keywords: Matar a los viejos, Chilean Narrative, Structural Violence, Revolution.
La violencia, como se encarga de recordarlo el narrador de “Los asesinados del Seguro Obrero”, es ante todo un elemento constitutivo de la realidad chilena.
Maryse Renaud
Esta abyección ha permitido que América plasme un arte de extraordinaria calidad nacido de la raíz sangrienta de sus propios despojos.
Carlos Droguett
Introducción
Según advierte el teórico francés Roland Barthes, la escritura es para el autor “el primer modo de conformar el mundo como lo desea. Es algo más que una experiencia literaria: es un acto humano que liga la creación a la historia o a la existencia” (33). El universo ficcional que conforma el autor chileno Carlos Droguett no es glorioso, sino trágico. Y su visión del mundo proviene de una perspectiva histórica que se torna sensible con la microhistoria y con aquellos sujetos invisibilizados. Esto queda de manifiesto ya desde el epígrafe de su novela Matar a los viejos, la cual tuvo que enfrentar, sin éxito, diversos avatares histórico-políticos para poder ser publicada.1
Si el epígrafe de la novela Matar a los viejos fue considerado como irreverente para las casas editoriales españolas en las que Carlos Droguett intentó publicar su manuscrito durante la década del ochenta, el primer capítulo, sin duda, habría desbordado con creces dicha apreciación. En tal capítulo, emerge la figura del dictador chileno Augusto Pinochet encerrado en una jaula en condiciones miserables, “flaco, desinflado, gibado, la barba crecida y revuelta, muestra la mugre de las canas y de un cuerpo que no se baña, hediondo a sudor, a excrementos, a cadáver” (11). El lugar en el que se sitúa la jaula parece ser un parque en el que comparte estadía con animales y en el que las personas, “gente siempre enlutada”, pasan a visitar a los especímenes que se exhiben. Es el narrador quien hará saber todos los crímenes que aquel viejo enjaulado ha cometido: “De su cintura caía carne viva, goteando, rodaban ojos, dedos, orejas, corriendo por la pintura roja y por la memoria, de su revólver reptaban largos y delgados muertos goteando unas palabras calladas” (18). Es la sangre, como se infiere, el elemento que abre la novela.
El procedimiento literario bajo el cual se presenta a Augusto Pinochet transita entre la ficcionalización decadente del personaje histórico y la narración o representación de la violencia y los excesos criminales cometidos durante el periodo de dictadura en Chile. La época en la que se sitúa el relato no se vislumbra con facilidad, pero sí queda claro que se narra desde la posteridad, cuando ya la dictadura ha finalizado e, incluso, se puede decir, muchos años después, en un futuro distópico y apocalíptico. La referencia a Pinochet es tan solo el punto inicial desde el que se configura un mundo ficcional atravesado por la violencia como eje estructural de la historia del país. Sin embargo, la novela parece no presentar únicamente —como se hiciera en la mayor parte de las ficciones droguettianas— un mundo signado por la tragedia, sino que vislumbra una revolución que se inicia con un acto de justicia popular en el que los viejos morirán, pues “tenían minada la ciudad desde el 1500” (Droguett 35), para dar paso a una nueva historia empujada por los jóvenes.
El objetivo de este artículo es reconocer y analizar los procedimientos textuales, literarios y discursivos que permiten al autor representar la violencia y construir un discurso histórico crítico en Matar a los viejos proponiendo, de manera paradójica, la “violencia última” como estadio inicial de una nueva historia.
Antecedentes
Se podría decir, quizás, que con la publicación de Matar a los viejos el proyecto narrativo de Carlos Droguett culmina y se cierra, al menos la línea en la que el autor aborda la historia.2 Y es que, como se anticipó, esta novela debió enfrentar numerosos avatares histórico-políticos desde su escritura durante las décadas del setenta y ochenta y su frustrada publicación de algunas editoriales españolas de renombre. Por su lado, la época, tanto de la escritura como de la publicación, corresponde a un periodo de numerosas “fracturas producidas en el Chile” dictatorial y de posdictadura. Existe claridad para sostener que dicha circunstancia histórica en el país “afectó no solo el cuerpo social y su textura comunitaria, sino las representaciones de la historia” (Richard 26). Por lo tanto, me es dable señalar que Matar a los viejos se instala en un fragmentado campo cultural bajo una propuesta que no pretende recuperar la historia usurpada y destruida, contra la que siempre se mostró crítico el autor, sino que abre un espacio ficcional imposible para una nueva historia, ya que —como señala Nelly Richard— esta y la realidad revelada y puesta en discusión por el autor era estructuralmente violenta:
Ni la cruel historia oficial de los dominadores ni la dolorosa historia contraoficial de los dominados (una historia construida —éticamente— como reverso, pero igualmente lineal en su simetría invertida) eran ya capaces de orientar el sujeto cultural hacia una finalidad y coherencia de sentido e interpretación. (26)
Por otra parte, la historia en esta novela no emerge de manera cronológica. Las referencias son azarosas y se reiteran a lo largo del texto. Se ficcionalizan ciertos personajes con referentes reales, se les sitúa en escenarios improbables y se les administra la muerte correspondiente, conforme a los actos de violencia que hayan cometido durante su vida. En otras palabras, desde el espacio literario, se abren todas las posibilidades de justicia popular —violencia divina en nomenclatura del filósofo Walter Benjamin en su ensayo Para una crítica de la violencia (1921)— que la realidad factual no permite. En esa dimensión, la obra de Droguett —y digamos la literatura en general— adquiere su mayor virtualidad y su relevancia en el campo social y público. Desde ese lugar, Matar a los viejos es tanto un gran símbolo de justicia ficcional necesaria —sobre todo en los años setenta y ochenta que es cuando la novela fue redactada— como también un artefacto artístico provocador que, desde el sitio que le corresponde, propone una remoción de la conciencia y de la justicia en la realidad. Ignacio Álvarez (2022) colabora con esta afirmación cuando advierte el modo en que el autor concibe la función de la literatura: “La literatura [para Droguett] es también el registro del sufrimiento y la crueldad de unos seres humanos contra otros; sus libros, ensayos y entrevistas volverán una y otra vez sobre la violencia” (150).
Violencias estructurales
Si después de leer sus novelas le preguntásemos a Droguett si toda esta urdimbre de violencia en su mundo ficcional la ha creado él, sin duda la respuesta del autor sería negativa: “No, esto es lo poco que he podido tomar de la realidad, es una violencia que ha sido ejercida por múltiples agentes a lo largo de la historia, es síntoma de una violencia soterrada de carácter objetiva, vertical”.3 Debemos entender, por lo tanto, que la violencia a la que me referiré a lo largo de este artículo funciona como un fenómeno en el que “las instancias retóricas (simbólicas, literarias, musicales) de la violencia se relacionan con lo político y lo jurídico por lazos que no son simplemente funcionales o causales” (Avelar 49). Dicha relación se torna aún más difusa cuando se le busca analizar en el marco de procesos sociales, políticos y culturales que hacen cada vez “menos posible distinguir claramente entre los victimarios activos, los victimarios ‘pasivos’ y los que están involucrados sin saber y sin quererlo” (Nitschack 280).
En ese espacio, ingresa lo que asimilamos como violencia política, que es solo una de las formas específicas amparadas en aquella violencia estructural y sistémica. Entendamos que la violencia política es ambivalente y se puede presentar bajo una dimensión conservadora y revolucionaria. La dimensión conservadora es la que Walter Benjamin (1921) tipifica como violencia conservadora/estatal. Se trata de una violencia que se utiliza para preservar (conservar) el Estado de derecho y sus instituciones sin que existan alteraciones en su funcionamiento. La forma tradicional en la que se manifiesta es por medio de la represión. El ejercicio de la violencia conservadora, a través de la policía, los guardias de seguridad o de facciones paramilitares, constituye la instauración implícita de un Estado de excepción que funciona al margen del Estado de derecho. Esta dinámica política —advierte Agamben— es parte constitutiva del Estado, en la medida que amplía sus atribuciones con la finalidad de conservar su forma.4 Por ende, el Estado de excepción, ya sea declarado o tácito, no sería una circunstancia extranormativa (de excepción), sino constitutiva de la norma. Para el jurista Carl Schmitt, en su libro Teología política (1922), esta ampliación de las atribuciones que se origina en un Estado de excepción constituye —en palabras de Jacques Derrida— tan solo una fuerza de ley, pero sin ley. Dicha situación permite que la violencia conservadora sea vista como una acción necesaria por parte del Estado que actuaría con el fin de preservar, o “conservar”, el Estado de derecho. En ese sentido, la violencia política que se configura por medio de la conservación se presenta como una ilusión de una forma pacifista de intromisión estatal que busca tan solo mantener el orden. Por el contrario, Walter Benjamin ve en la instauración de un Estado de excepción únicamente “violencia conservadora”, que se ha convertido en regla, como forma de represión que no permite modificar el modelo del Estado.
Antes indiqué la doble dimensión de la violencia política, en tanto que tiene una contraparte que emerge desde abajo a la que denominamos de resistencia. Esta actúa como contraparte de una violencia desde arriba, estatal. La de resistencia despliega una reflexión que, desde criterios éticos, condena a la de orden estatal, pero justifica la que proviene desde abajo, en tanto que se origina conforme a las nociones de injusticia y explotación.
Dicho lo anterior, podemos ver que la violencia estructural no llega a ser estrictamente confrontacional (es decir que se reconozca a los agentes de ella), pero tampoco es de modo esencial invisible a los ojos de la sociedad. Es administrada por el Estado y se vuelve instrumental y manifiesta a partir de las acciones que ejercen quienes trabajan para este Estado: operadores políticos, fuerzas policiales, armadas, agencias de inteligencia, etc. En ese sentido, quienes ostentan posiciones políticas serían los culpables de esta violencia, a pesar de que posiblemente nunca la hayan ejercido de manera directa, sino vertical. Chile supo mucho de aquello durante el periodo de la dictadura de Augusto Pinochet. También en periodos anteriores.
La violencia, en diversas dimensiones, atraviesa de punta a cabo la novela Matar a los viejos. Quizás sea esa una de las características principales que exhibe de manera abierta la mentada obra, pues, en términos globales, el texto viene a ser un gran símbolo de las injusticias manifiestas y latentes que acontecen como hitos históricos cada cierto tiempo. La obra en cuestión adolece de un relato estructurado y de una trama específica. En esa línea, Camilo Marks, en su artículo periodístico “Catástrofes e insultos”, la denominó como un “pandemónium de imprecaciones, vituperios y arrebatos”, además de considerar que la historia de la región es mucho más benigna que, por ejemplo, “la de los judíos, los afroamericanos o las mujeres en ciertos regímenes islámicos”. No obstante, esta novela habría que comprenderla —según recomienda Roberto Suazo leyendo a Mauricio Ostria— “en el contexto de la obra total de Carlos Droguett” (3). Y si bien alguna apreciación de Marks —en ningún caso todas— podría tener asidero, sería la de que el relato no exhibe un manejo flagrante del universo ficcional en términos de temporalidad, coherencia y estructura, lo que, como intentaré demostrar, podría deberse también a la propuesta estética del autor de representación de la violencia.
A mi entender, esta obra de Droguett se presenta como una sinfonía, con puntos muy altos, en la que deja al margen la preocupación por la coherencia global. Esto, no obstante, entendido más allá del solo hecho de narrar, esta forma caótica de acercarse a un periodo histórico horroroso y traumático se relaciona con el propio proceso de un individuo que ha debido pasar por un acontecimiento traumático signado por la violencia. En ese sentido, la novela se transforma en la conciencia enunciadora que, en diferentes momentos del relato, trae al presente los hechos históricos que han generado mayor violencia en la historia y que permitiría, bajo la propuesta estética de Droguett, acercarse al acontecimiento violento. Se presentan los hechos como heridas abiertas, carentes de secuencialidad lineal; se perciben relatos, historias y personajes que en algunos puntos se unen, siempre bajo un aura simbólica ligada a la violencia y la injusticia estructural y manifiesta. En ese sentido, las críticas de mayor relevancia son aquellas que, a diferencia de la de Camilo Marks, lograron comprender el principio de composición simbólico fundado en la historia particular y cómo esa historia habla de los temas universales antes citados. “La cólera de Droguett” será el modo en que Luis Íñigo Madrigal se refiere al texto; “La ira de Carlos Droguett” para Ignacio Iñiguez, o “El tribunal de la historia chilena” para Roberto Suazo. De un modo u otro, estas referencias comprenden el tono singular, fiel al estilo del autor, bajo el cual se configura la novela y que va más allá de simples insultos.
Cuando Droguett sostiene que su obra está signada por la sangre y la violencia porque la historia de Chile aparece signada por la sangre y la violencia, pone en evidencia un problema estructural de la sociedad representado bajo diversos modos en su obra literaria. La violencia en esta última novela se revela a través de variados episodios históricos recurrentes en la ficción. Sin embargo, desde una lectura simbólica, el narrador se encarga de dirigir la reflexión hacia un tipo de violencia estructural en principio velada a la mirada pública. Tanto la violencia manifiesta (subjetiva en términos de Žižek) como la violencia estructural (objetiva en términos de Žižek) plantean ciertos problemas en su comprensión, análisis y representación. La primera acapara todas las miradas, es directamente visible y la practican agentes identificables. Como el caso del Chueco, un personaje de la novela que “regresó de Ránquil con la mochila y la silla del caballo pesadas de sangre de campesinos, de cabezas cortadas de huesos suaves y pausado” (177). Una clara alusión a la llamada masacre de Ránquil ocurrida en 1938. O también la violencia que deja aquella “sangre de la niña violada y del niño fusilado, la sangre del profesor y del obrero, soñando con el general Schneider lleno de sangre, con Salvador Allende lleno de sangre, torturado en el palacio” (209). Estas referencias nos hacen reconocer episodios históricos o situaciones en los que la violencia fue ejercida en su dimensión más clara.
Sin embargo, junto con las referencias a la violencia más evidente, se propone en la novela una reflexión en torno a los hechos que permiten que ocurran este tipo de acontecimientos violentos. Se trata de una violencia sistémica, estructural, presente en una dimensión más profunda del razonamiento. Para Žižek, esta deviene de “las consecuencias a menudo catastróficas del funcionamiento homogéneo de nuestros sistemas económico y político” (10). El asunto central es que ambos tipos de violencia no pueden ni deben ser percibidos bajo un mismo punto de vista y en esta discordancia adquiere corporalidad el simbolismo con el que Droguett aborda el tema. La violencia estructural (que es como la he denominado aquí) “se experimenta como tal en contraste con un fondo de nivel cero de violencia. Se ve como una perturbación del estado de cosas ‘normal’ y pacífico” (Žižek 10). Por lo tanto, su condición violenta no es visible, en contraste con lo que percibimos como subjetivamente violento. De ahí su complejidad para poder medirlas bajo un mismo punto de vista y la búsqueda incesante del autor de Matar a los viejos por poder develarla y representarla a través de la ficción.
Adquiere sentido en este contexto lo que afirma Judith Butler cuando señala que “uno de los desafíos más importantes que enfrentan aquellos a favor de la no violencia es que ‘violencia’ y ‘no violencia’ son términos que no están claramente definidos” (13). Si bien este no es el espacio en el que se podrán definir de manera categórica los lineamientos de lo que se entiende por violencia, sí es pertinente para el artículo tomar algunos aspectos que están presentes en la novela de Droguett. En ese camino, nos encontramos con dos dimensiones complementarias e indisolubles que, sin embargo, deben ser analizadas bajo distintas consideraciones. Hay quienes consideran que “el golpe es el momento físico que define” el acto violento; el golpe en un amplio espectro de sentido. Otros afirman que “las estructuras económicas y legales son ‘violentas’, que operan sobre los cuerpos aun si no siempre adoptan la forma de violencia física” (Butler 14). Droguett comprende que ambas dimensiones son parte de un mismo fenómeno, que son indisolubles, consecuencia una de la otra y que no se puede eludir su representación física, horizontal o subjetiva, ya que es la parte visible y la que permite reconocer que, entonces, existe un ejercicio invisible de esta.
Por lo tanto, si representar la violencia a través del lenguaje resulta complejo, intentar representar, además, su dimensión invisible se torna imposible. No obstante, Droguett está convencido de que la literatura puede y debe enfrentar esta imposibilidad y para ello ha señalado que el camino final es, únicamente, escribir para develar. Así, el autor se sitúa, como se ha comentado, en distintos hitos históricos de Chile en los que la violencia fue ejercida:
Los miles de jóvenes inmolados en la guerra del 79, en la revolución del 91, en las salitreras del año 7, el año 13, el año 20, el año 28, en las minas de carbón cada año, cada tenebroso año, con los derrumbes de las vigas podridas y las explosiones intermitentes del grisú en Lota, en Valparaíso el año del terremoto, el año del centenario, en Santiago cada año, cada dos años, a veces dos por año, cuando llegaban los presidentes recién elegidos a La Moneda […] se iban años después, nerviosos, odiosos, descoloridos y deslustrados, nadando hacia el porvenir hasta descoserse las axilas en un océano de papeles, de latrocinios, de sangre, de sangre joven, de sangre que apenas había alcanzado a vivir, a vivir muriendo en los conventillos. (Droguett 61)
En esta narración, es posible identificar la puesta en concordancia entre la violencia ejercida en su dimensión directa con la muerte acaecida en todas las fechas señaladas. No obstante, la mención a quienes fueron agentes directos de estas muertes, es decir, las fuerzas armadas, es obliterada para poner como agentes a la casta presidencial que gobierna el país. A ellos, a los presidentes, todos viejos, se les endosa la sangre de los miles de muertos y, por lo tanto, se abre la reflexión hacia el ejercicio de la violencia en su dimensión estructural.
Además de los hitos históricos recurrentes en todo el texto, como serían las masacres ocurridas en la primera mitad del siglo XX (llámense Santa María de Iquique, masacre de Ránquil, masacre del Seguro Obrero), la guerra civil de 1891, el asesinato de los poetas Héctor Barreto y el español Federico García Lorca, la Guerra Civil española, el asesinato del general Schneider, la muerte de Salvador Allende, existe una referencia a quienes sin ser sujetos partícipes de un episodio histórico particular también fueron y son víctimas de la violencia estructural. Esa violencia, como señalan Žižek y Butler, es producto de un sistema económico y político y no adquiere el peso reconocible en la violencia manifiesta por su carácter invisible, oculto, velado. Es por esto que en la novela no se escatima en referencias con un tono iracundo y rabioso con respecto a las injusticias sociales que son producto de la violencia sistémica estructural:
Para siempre por los siglos de los siglos en este valle de lágrimas donde hay gente que muere sencillamente de hambre, donde hay niños que jamás probaron una cucharada de leche, una gota de vitamina, donde hay infames que mueren en su cama treinta años después, treinta y cinco años fue violada impunemente la hija única tan jovencita de la señora Charo y mientras ella se desintegraba y se integraba al movimiento inocente de la tierra, del agua y del viento, de manera que el infame que la había violado treinta y ocho años antes fue recibido en audiencia privada por su santidad el papa Pio XII. (Droguett 209)
Si analizamos con detención las dos citas, se vuelve evidente que el marco de exhibición de la violencia al que se recurre en la novela intenta constantemente remover los imaginarios de representación desde su dimensión física hacia una dimensión estructural. Bajo esta nueva dimensión de correlación, la violencia sistémica va perdiendo su marco de interpretación que la exhibe en todo momento como situaciones pasivas, sin agresividad, bajo la que se oculta. De esta manera, cabe insistir, que esta mantiene una condición intrínseca de enfrentamiento directo corporal o humano. Al momento de desaparecer uno de los agentes del mapa mental, desaparece en su sentido prístino y en dicho movimiento pierde su calidad de enfrentamiento. Y, sin un agente identificable, ocurre lo que a través de la novela se pretende develar y representar. Ejemplo de ello abundan en la obra droguettiana. Lo importante y concluyente es el reconocimiento de que ambos tipos de violencia aquí presentados no pueden juzgarse ni ser analizados bajo un mismo criterio, pues su ejercicio se da en formas y en modos distintos. La pregunta esencial al respecto debe ser, entonces, por el origen de este tipo de violencia estructural, invisible, que es la que quieren erradicar los jóvenes con la muerte de todos los viejos que habitan la ciudad. Algo de ello se puede encontrar en Žižek:
Es la danza metafísica autopropulsada del capital lo que hace funcionar el espectáculo, lo que proporciona la clave de los procesos y las catástrofes de la vida real. Es ahí donde reside la violencia sistémica fundamental del capitalismo, mucho más extraña que cualquier violencia directa socioideológica precapitalista: esta violencia ya no es atribuible a los individuos concretos y a sus “malvadas” intenciones, sino que es puramente “objetiva”, sistémica, anónima. Aquí se halla la diferencia lacaniana entre la “realidad” y lo “real”: la “realidad” es la realidad social de las personas concretas implicadas en la interacción y en los procesos productivos, mientras que lo “real” es la lógica espectral, inexorable y “abstracta” del capital que determina lo que ocurre en la realidad social. (Žižek 24)
Acaso en Matar a los viejos, y en toda la producción anterior del autor chileno, el camino parece claro: una exhibición de la realidad y un develamiento de “lo real” en cuanto lógica espectral, vertical, que domina la realidad social.
Violencia divina en Matar a los viejos
Una camioneta recorre las calles de Santiago en busca de aquellos viejos sentenciados a muerte. Una imagen que evoca directamente uno de los modos utilizados para capturar a personeros políticos que estaban en contra de la dictadura de Pinochet. En este caso, se subvierte la imagen y son aquellos mismos viejos que estuvieron implicados en estas redadas los que ahora son buscados en el vehículo que recorre las calles de la capital. Sin embargo, los viejos no saben de qué se les acusa. Este no-saber se relaciona directamente con el ejercicio de la violencia estructural. Podría pensarse en aquellos sujetos privilegiados que aparentemente no han cometido ningún tipo de acto criminal en su vida, sino que tan solo han llevado una vida al alero de los privilegios que han heredado. Estos sujetos, en su incomprensión, delatan “una acentuada insensibilidad hacia la violencia sistémica necesaria para hacer posible su confortable vida” (Žižek 20). Se revela, entonces, su condición inherente al sistema. No se trata de la agresión física directa, sino “de las más sutiles formas de coerción que imponen relaciones de dominación y explotación, incluyendo la amenaza de la violencia” (Žižek 20). Y esto le sucede a ciertos personajes en la novela, a “esos viejos castañeteados, azulosos, verdosos, amarillentos, color churrete, que, cuando el joven Héctor Barreto, de pletóricos dieciocho años y de pletórica risa, fue asesinado a balazos en la esquina de la Escuela Olea, se quedaron hasta altas horas de la noche bebiendo su cafecito y su coñac” (Droguett 66).
No obstante, el personaje Cárdenas, a diferencia de los otros viejos, sí había ejercido la violencia en todas sus dimensiones y será el primer ajusticiado, a pesar de que no entiende las razones ni los motivos de por qué lo han ido a buscar y lo han llevado a una celda. Cárdenas había sido artífice y actor de actos que desencadenaron un tipo de violencia vertical. Había matado y violado. Había sido “soplón de la policía política, delator junto al judío Chamudes” (50). Por ello, un verdugo fue el encargado de darle muerte en una pequeña celda. Fue el primero de los viejos en morir. Fue el punto de partida de otra violencia que “inauguraba un increíble y positivo tiempo” (44). Una violencia proveniente de los jóvenes como una manera de hacer justicia total frente a los pesares que por años y siglos habían debido soportar. Una violencia en la que los jóvenes darían muerte a los viejos a través de variados procedimientos inherentemente violentos: la horca, el fusilamiento, la hoguera, pero todos ellos con una carga simbólica ligada a la justicia. Es la revolución, el corte radical de sentido. “¿No crees que cuando se empieza a matar a los viejos hay ya una revolución?”, dialogan los personajes. “Ahora empezaba la juventud, el tiempo implacable de la juventud”, señala Pablo, otro de los personajes centrales de la novela.
Antes de entrar estrictamente en los aires de revolución que emanan de la novela con la muerte de todos los viejos, existen complejidades de la violencia ejercida por los jóvenes que resulta necesario abordar. La primera de ellas es la correlación que se puede establecer entre una concepción de la violencia, redefinida en su momento por ideas anarquistas y marxistas, que establece la comprensión de esta inserta más allá de las guerras y ejércitos y la sitúa en una violencia entre clases sociales. Se puede afirmar que la novela no se queda en una noción antagónica ligada estrictamente a la lucha de clases, sino que actualiza la violencia en clases políticas y, de manera simbólica, en la diferencia entre jóvenes y viejos. Sin embargo, siguiendo la relación antes señalada, parece coherente sostener que la violencia de los jóvenes, que se desarrolla en la novela, se condice con la teoría de la historia de Karl Marx, en la que se justifica un tipo de violencia revolucionaria que se desplegaría en un porvenir, una idea mítica, sin duda. Idelber Avelar recoge la noción marxista de la violencia y señala que
Marx partía de la premisa de que la violencia revolucionara sería la única manifestación particular del universal “violencia” que podría abolir el concepto de una vez por todas, al abolir la realidad que él designaba. Uno de los axiomas del marxismo sería que la violencia revolucionaria trae consigo, por definición, la promesa del fin de la violencia en cuanto tal. Esa es la base ética de la reivindicación de la violencia en el marxismo, más allá de las brutales manipulaciones de ese axioma en los regímenes políticos del socialismo real. (18)
Ahora bien, la concreción de estos preceptos de la violencia se mantiene en un horizonte utópico irrealizable y “más distante que nunca”, pero no para el espacio de la ficción ni para Droguett. Por lo tanto, la discusión que ha discurrido hasta la actualidad en filósofos como Walter Benjamin o Jacques Derrida (1997) respecto a la violencia revolucionaria, divina, como un medio justificado para lograr fines justos queda relevada y, desde ya, sabemos que es un callejón sin salida, pues las preguntas que podrían acecharle, como lo evidencia Idelber Avelar, son diversas:
¿Qué sucedería si vislumbráramos una violencia que, usando medios justificados, estuviera en conflicto irreconciliable con la justicia de los fines? ¿O bien que emergiera una violencia que ya no fuese un medio para cierto fin, y sí algo absolutamente diferente, aún no pensado? En otras palabras, ¿qué pasaría con una violencia completamente irreductible a la dialéctica entre fines y medio? (118)
Por lo tanto, la violencia revolucionaria que ejercen los jóvenes —entendida bajo la noción marxista— se asume como posible en las páginas de Matar a los viejos. Conforme a esto, en la novela se trabaja sobre una dicotomía (joven/viejo) que divide a la sociedad y en la que se revelan todas las posibilidades que “tendrá la reivindicación de la violencia en términos marxista de ser oída y apoyada” (Avelar 19). Dicho apoyo, sin embargo, y teniendo en cuenta la concepción del autor respecto a la capacidad revolucionara del arte, no parece circunscribirse a la ficción, sino que se proyecta como experiencia literaria y abre posibilidades: no de una violencia revolucionaria en términos marxistas, sino de la necesidad de vislumbrar los avatares de la violencia sistémica y de la injusticia que provoca tal violencia.
Por lo tanto, la muerte de los viejos, que se exhibe y se manifiesta como eje central de la novela, tiene un fundamento específico que se reitera a lo largo del texto. Es la necesidad de justicia histórica. Dicho motivo lleva a los jóvenes a guiar este proceso en el que se “erige un tribunal histórico”. Por ejemplo, la muerte de Cárdenas es referida en todo momento como un ajusticiamiento. Esta violencia sugiere un amparo en un tipo de justicia, popular, si se quiere, que se encuentra más allá de la ley. Emerge, por lo tanto, lo que se podría entender, por medio de Walter Benjamin, como violencia divina.
Según las reflexiones del filósofo alemán, la violencia divina actuaría como antítesis frente a una violencia que se puede entender como sistémica. En ese sentido, si la violencia sistémica instaura derecho, “la divina lo destruye; si aquella pone límites, esta destruye sin límites; si la violencia mítica inculpa y expía al mismo tiempo, la divina redime” (Benjamin, 37). Sin embargo, entendemos, según lo expresa Žižek, que la redención en la violencia divina “purifica al culpable no de la culpabilidad, sino de la ley, porque la ley se limita a los vivientes” (235). Bajo esta línea, se entiende que la noción de violencia divina la estamos trabajando desde una mirada despojada de cualquier mistificación. Y, en dicho camino, conviene parafrasear lo que el filósofo esloveno señala respecto al dominio en el que se despliega la violencia divina:
Es el dominio de la soberanía, el dominio en el que matar no es expresión de una patología personal (idiosincrasia, impulso destructivo), ni un crimen (o su castigo), ni un sacrificio sagrado. No es tampoco algo estético ni ético ni religioso (un sacrificio a los dioses oscuros). Así que, paradójicamente, la violencia divina se superpone en parte a la disposición biopolítica de los Homini sacer: en ambos casos, matar no es un crimen ni un sacrificio. Los aniquilados por la violencia divina son plena y absolutamente culpables, y no se les sacrifica, puesto que no lo merecen ni tampoco que algún dios les acoja, sino que son aniquilados sin sacrificio alguno. (235)
Dicho esto, habría que señalar que, a pesar de todo, sí existe un punto de relación entre lo que sería la violencia estructural, develada en la novela, y la violencia divina, que se exhibe por medio de este gran símbolo que nos presenta el texto. La violencia estructural, como se presenta en la obra de Droguett, ha acontecido durante siglos y con agentes invisibles. Sin embargo, lo que sí es visible es la miseria, los muertos y la injusticia cotidiana. En particular, la lista de hechos históricos referidos en la novela, que nos llevan a episodios en los que la muerte primó con saldos mortuorios de jóvenes, mujeres y obreros. En desmedro, los viejos disfrutaban de sus privilegios perpetuando la violencia. Por su parte, bajo la violencia revolucionaria, divina, “también se puede matar sin cometer un crimen y sin sacrificio” (Žižek 232). Lo que diferencia ambas manifestaciones de violencia es que la primera de ellas, la estructural, está mediada por el poder que pueda ejercer el Estado. Por su parte, aquella violencia divina emerge a partir de sujetos que participan del Estado, pero que cotidianamente se convierten en sus víctimas. Es por esto que estos sujetos despliegan un tipo de violencia que pretende situarse más allá del espacio de la ley. En ese sentido, Benjamin es revelador cuando afirma que la violencia divina “puede aparecer tanto en la guerra como en el juicio divino de la multitud respecto al criminal” (39). Una referencia que, pensada a partir del texto de Droguett, se vislumbra de manera elocuente, pues son los jóvenes quienes llevan a un juicio histórico a los viejos que son a la vez los criminales, como ellos mismo lo reconocen.
En definitiva, se puede señalar que la diferencia entre las dos posiciones desde las que se ejerce la violencia guarda relación con “los medios y el carácter propio de cada cual” (Žižek 235). La violencia estructural, denominada como mítica en el ensayo de Walter Benjamin, operaría como medio para establecer el dominio de la ley (el orden social legal). Y de esto abundan referencias en la novela, respecto a cómo se ha ejercido la violencia bajo el precepto del orden y amparada en la ley. Esto, sobre todo, cuando el narrador revive las sucesivas matanzas acaecidas en Chile en la primera mitad del siglo XX. Por su parte, la violencia ejercida por los jóvenes “no sirve a ningún medio, ni siquiera al castigo de los culpables para así reestablecer el equilibrio de la justicia. Es tan solo el signo de la injusticia del mundo” (Žižek 236). Así las cosas, es necesario despojar la violencia que acontece en el universo ficcional de Matar a los viejos de toda posibilidad de significado o de sentido profundo, esta pertenece —en términos de Alan Badiou— al orden del acontecimiento. No hay espacio para dotar esta violencia de un sentido objetivo. Tampoco una mirada externa, que la vea tan solo como un estallido de violencia irracional, podrá determinar si acaso es así o no. Lo anterior, teniendo en cuenta que su condición divina y de justicia está asentada en la percepción del propio sujeto que la ejerce. Por lo tanto, la violencia que acontece en cada página de la novela no logra entrar en la explicación causal de venganza ni de irracionalidad, pues ni siquiera es el sufrimiento el que adquiere relevancia en la muerte de los viejos, sino el anhelo excepcional de la justicia:
La violencia divina es precisamente no una intervención directa de un Dios omnipotente para castigar a la humanidad por sus excesos, sino una especie de previsión o anticipo del Juicio Final: la distinción definitiva entre violencia divina y los impotentes o violentos passages à l’acte de nosotros los humanos es que, lejos de expresar la omnipotencia de Dios, la violencia divina es un signo de la propia impotencia de Dios (el gran otro). Todo lo que cambia entre la violencia divina y un ciego passage à l’acte es el lugar de la impotencia. (Žižek 238)
Violencia y revolución
Uno de los últimos capítulos de la novela nos revela la llegada de un viajero desconocido. Los días de incendio en la ciudad ya habían terminado. Los viejos ya estaban muertos. Y, en ese escenario, la llegada de este personaje se tornaba misteriosa. Su irrupción abre una interpretación de la violencia que problematiza, de algún modo, la violencia divina que ha acontecido en aquellos días. El viajero, cuyo nombre es Duane, señala que en su tierra hubo un tiempo en que lo único que hacían era “fotografiar el presente y el pasado”, pero el futuro no, “a ese no lo retratábamos, sino que lo hacíamos y para eso agarrábamos la mocha, el machete o la metralleta” (405). Duane, que se identifica como “un trabajador, un obrero, un mensajero, un enviado”, revela que proviene de una isla llamada Cuba, en la que desde hace algún tiempo habían comenzado a vivir: “—Ahora vivimos, ahora empezamos a vivir, solamente, pero eso cuesta muchísimo, es mucho más complicado que estar muriendo, morirse es más fácil y más corto, porque tus asesinos hacen todo el gesto, tú solo pones el sufrimiento, más bien dicho tu cuerpo” (410).
La referencia a Cuba permite reconocer completamente que la acción de los jóvenes es una revolución que tiempo antes había acontecido en aquella isla. A la vez, esta nos moviliza hacia un escenario histórico-político, pragmático, que dialoga con gran parte del contexto de la novela. En este sentido, cabe recordar que, entre los hechos históricos referidos en el texto, gran parte se sitúan en la segunda mitad del siglo XX, especialmente se hace referencia a las atrocidades de la dictadura. El intertexto político, partidario, parece evidente. La Revolución cubana, cuyos fundamentos están anclados en preceptos marxistas-comunistas, es el hecho del que Duane, el viajero, viene a dar cuenta. Ellos, quienes hicieron la revolución en la isla, lograron el objetivo que ahora en un Chile, de difícil contextualización cronológica, se iniciará. Sobre aquello, el autor de la novela nos entrega numerosas pistas a partir de su declarada admiración por la Revolución cubana. Carlos Droguett cree completamente en la revolución y su referencia no puede ser otra que aquella en la que la revolución triunfó. Dicho acontecimiento es idealizado más adelante por el escritor y tal idealización ingresa al entramado novelesco como el camino a seguir. Un artículo publicado en el año 1971 por el autor es decidor para corroborar lo que se ha señalado: “Cuba, para mí escritor, para mí novelista, para mí escritor comprometido, comprometido sin metáfora hasta la muerte, es un arte poética, la mejor arte poética” (Droguett, El escritor y su pasión necesaria 68). Sin embargo, en el ámbito de la violencia, de la que se han esbozado reflexiones, se torna compleja la correlación entre revolución y violencia divina, a pesar de que, en términos aparentes, parecieran encontrar un punto en común dotado de todo el sentido necesario. Habría que preguntarse si es la violencia divina “otro sueño izquierdista de un acontecimiento puro que nunca tiene lugar” (Avelar, 19).
Conforme con la complejidad mencionada en el párrafo previo, y estableciendo una completa relación con los hechos narrados en la novela, adquiere sentido la reflexión de Žižek:
¿No podría ser vista la historia entera de la humanidad como una normalización progresiva de la injusticia acarreando el innombrable y anónimo sufrimiento de millones de personas? En algún lugar, en la esfera de lo “divino”, quizá esas injusticias se olvidan. Estas se van acumulando, se registran las equivocaciones, la tensión crece y cada vez es más insoportable, hasta que llega un momento en que la violencia divina explota en una rabia destructiva vengadora. (213)
Esta rabia destructiva que explota, nos dice el esloveno, no debe entenderse automáticamente como la violencia divina, revolucionaria, aludida en el apartado anterior. Más bien, cuando se identifica un tipo de violencia que se funda en un acto de rabia y destrucción o como acción violenta de resentimiento, lo que estamos percibiendo es la expresión de cólera en su más puro sentido. Para Žižek, esta cólera, que entabla diálogos con el poder de Dios, tiene que ver, en los proyectos izquierdistas modernos, con la acumulación de injusticias que en algún punto encuentran su expresión límite. En ese sentido, los críticos recién citados señalan que los proyectos izquierdistas funcionan como “bancos de cólera”: almacenan las inversiones de cólera del pueblo y les prometen venganza a gran escala, esto es, “el restablecimiento de la justicia global” (Žižek 222). Esta noción tiene valor y también presenta problemas para comprender la violencia que emerge en la novela y la revolución de los jóvenes. Tiene sentido porque, efectivamente, se trata de la suma de injusticias que encuentran su punto culmine en la revolución. No obstante, como señala Sloterdijk, en general, el capital de cólera del que disponen los partidos de izquierda modernos nunca es suficiente y se combina con otras rabias. Además, la explosión de cólera revolucionaría nunca llega a tener plena satisfacción, lo que origina nuevos impulsos por sobre los anteriores; en otras palabras, una segunda revolución.
Lo anterior clarifica los problemas de establecer una relación directa, a partir de la referencia a Cuba en la novela, entre una revolución izquierdista y la violencia que subyace en el ajusticiamiento de los viejos en la obra. Una violencia que ha sido catalogada en esta investigación como divina, a partir de una interpretación de lo que el filósofo Walter Benjamin apuntó en sus tempranas reflexiones (1921).
Por su lado, también resuena en el imaginario la explosión de violencia como la llegada del día del juicio final, el día que el Mesías viene a salvarnos. Ello adquiere mayor sentido con la referencia simbólica en la que el personaje de Pablo, que ha resucitado tres veces, sería el mesías que ha llegado a la tierra a redimir a la humanidad. Hay que considerar que la obra completa de Carlos Droguett mantiene referencias bíblicas y de ello ha dado cuenta tempranamente la crítica literaria desde el coloquio que lleva el nombre del autor, celebrado en la Universidad de Poitiers en 1983.5 Sin embargo, para el caso de la novela que aquí se analiza, podemos señalar que dichas referencias han sido despojadas de su componente secular y solo se mantiene el imaginario mítico de un metarrelato. En otras palabras, Dios, en el universo ficcional de Droguett, ha muerto. Y Cristo es un sujeto de carne y hueso. Un revolucionario víctima de la injusticia igual que muchos que siguieron después. En palabras de Alain Sicard, “la pasión de Cristo, más que tema de la obra de Droguett, es el mito que la constituye. Los personajes de Droguett no ‘imitan’ la figura del Cristo, pero casi todos están habitado por ella” (173).
Dicho lo anterior, habría que aclarar que, al catalogar de violencia divina la ejecutada por los jóvenes en su revolución, no correspondería estrictamente con una en la que Dios debe tener constancia de los agravios y cuentas pendientes hasta el juicio final, como se asevera en la novela. De lo que también da cuenta Roberto Suazo, citando a Erich Auerbach, cuando afirma que “el juicio divino consiste, precisamente, en la perfecta actualización del carácter terreno en el lugar que definitivamente corresponde” (Auerbach 184). Por lo tanto, la noción redentora que aparentaría este juicio final en la novela se torna compleja, en la medida que no acontece de manera directa ejecutada por Dios, a pesar de que en la interpretación cristiana intente ajustarse, a partir de lo señalado por Auerbach. Tampoco se trata, en la propuesta estético-política del autor, de referir en rigor el proyecto izquierdista moderno, “que adopta en su forma secularizada esta idea del juicio, cuando todas las deudas acumuladas serán saldadas y un mundo carente de vínculos será finalmente reajustado. Aquí el agente del juicio ya no es Dios, sino el pueblo” (Žižek 221). Un pueblo que explota de tanta rabia y cólera acumulada a través de un “estallido de la juventud”. Aquí la explosión de violencia tiene como fundamento la cólera y, junto con ella, la necesidad de castigo directo y de venganza. Es decir, esta violencia tiene una finalidad. Sin embargo, el problema es que, al otorgar castigo, se estaría liberando de la culpa a los viejos por sus crímenes.
Estos antecedentes me llevan a la siguiente afirmación: la violencia con la muerte o el ajusticiamiento de los viejos, en tanto revolución, trasciende la referencia o el anclaje político izquierdista para convertirse en la posibilidad de una violencia divina que abra un nuevo tiempo. La problemática central de la violencia que se expresa en la novela, por lo tanto, se desplaza, en cierto punto, hacia la creación de un imaginario que permite o comprende un tipo de violencia que se justifica por su finalidad, a pesar de que como acontecimiento específico no proyecte ni mantenga ninguna finalidad más que la violencia y la justicia fuera de los marcos de la ley. En palabras de Ignacio Álvarez, es el momento “donde el ciclo de violencias, abierto en su atroz horror con el golpe de estado de 1973, alcanza una consumación final, el término de las repeticiones, con la derrota definitiva de ‘los viejos’, el origen remoto de la violencia” (152). Cabe preguntarse y reconocer, entonces, qué es lo que viene después de la violencia divina: después de la revolución.
Según las referencias del narrador en la novela, desde el año 1500 se viene fraguando la violencia, en una clara alusión al proceso de conquista librado por los soldados provenientes de Europa. Ello condujo a la instalación sistemática de injusticias y de todo tipo de violencias. Injusticias que estallaron en un momento, en este futuro apocalíptico en que la tensión, como declara Žižek, se tornó insoportable. El futuro parece esperanzador, pues, posterior a la muerte de todos los viejos, el texto exhibe que incluso ha sido erradicada la pobreza. Es decir, se exhiben aspectos que trabajan sobre la justificación de la violencia divina. Duane, el cubano, no llega a Chile a promover la instalación de un gobierno de izquierda, como podría pensarse. Más bien, su propuesta es la creación de un nuevo país, como ellos crearon una nueva isla. Y fue una persona quien inventó la isla. En este punto, queda desplegado completamente el proyecto estético-político del autor. Así, el inventor, nominado como el apóstol o el poeta, es José Martí: “Los poetas están siempre inventando cosas, no solo palabras y escalofríos, no solo inestables sufrimientos. Él, por ejemplo, inventó la isla” (412), dirá Duane. La referencia al poeta es diáfana, en el entendido del proyecto americanista de José Martí y de la elevación y conciencia artística de que el texto literario no crea o inventa solo palabras, sino que es capaz de tejer urdimbres de experiencias que podrían devenir en realidad.
—¿Murió Martí?
—Sí que murió, pero sigue vivo, igual que Camilo, los Camilos, igual que Fidel y que el Che, igual que el general (Schneider) y que Allende.
—¿Quién es Fidel?, ¿quién es el Che?
—Ellos son Martí también, todos son Martí en mi tierra ahora. Por eso matamos a los viejos. (412)
Si la referencia a José Martí es significativa, también lo es, para las reflexiones de la violencia divina, la alusión que se realiza al revolucionario Ernesto Guevara. Bien se dijo antes que la violencia divina pertenece al orden del acontecer; por lo mismo, resulta inaplicable su reconocimiento e identificación bajo criterios ecuánimes. Žižek apunta que el riesgo de interpretarla y asumirla como divina “es lo propio del sujeto: la violencia divina es el trabajo del amor del sujeto” (Žižek 245). En dicha referencia, emerge de manera esplendorosa uno de las dichos más reconocidos del revolucionario Ernesto Guevara escrito en carta a Osvaldo Quijano en 1965: “Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el auténtico revolucionario se guía por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta característica” (3). El concepto de amor, dice Žižek, debería considerarse en su sentido paulino, es decir: “el dominio de la pura violencia, el dominio fuera de la ley (poder legal), el dominio de la violencia que ni se funda en la ley ni se sostiene en la ley es el dominio del amor” (242).
El proyecto droguettiano ve aquí cumplido su objetivo. Se trata de la capacidad de la novela para construir experiencias literarias liberadas de un anclaje referencial y más bien encaminadas a exponer posibilidades de realidad que no necesariamente deben tener su posibilidad de concreción en un espacio real fuera del texto literario. En otras palabras, la novela, desde el mundo ficcional creado, no reproduce ni representa la realidad, sino que construye una nueva realidad a través de la experiencia estética y lleva al lector a un lugar irreconocible en su medio concreto y directo. En ese sentido, el final de la obra deja suspendido al lector en un lugar problemático, quizás incómodo, pero completamente distinto a su entorno, en el que más bien sugiere la existencia y posibilidad de una justicia inexistente en toda la obra previa del autor. En definitiva, la violencia divina logra su finalidad.
Ahora bien, si lo analizamos desde un punto de vista temático, conforme a la trama y la urdimbre de sentido que quiere construir la ficción, ese mismo corte de sentido, esa anulación de la experiencia narrable, sufrida por la instauración de la dictadura es lo que ocurre, además, con los jóvenes de la novela y la muerte de todos aquellos viejos culpables de siglos de crímenes. Aquí acontece la clausura de la historia en los términos que la conocemos. Es la apertura a una nueva forma de hacer historia, irreconocible para sus personajes. Es la violencia de la revolución que, en términos marxistas, ha dado paso a la anulación definitiva de todas las formas de violencia. Ya no se trata de una historia dual entre vencedores y vencidos y que se alternen los roles. La utopía presente en la ficción es la apertura a la posibilidad de construir una historia distinta, excepcional, como bien lo expresa Pablo ya en el capítulo final del libro:
Se sonreía malicioso, porque, sin lugar a duda, había habido en aquellos esfuerzos innecesarios y masoquistas de los viejos un gasto superfluo de energías, de lágrimas y de toses que no podían detener eso, su carrera suicida, aún adormilados, hacia las llamas, su insuperable salto hacia el río. En otras palabras, el tiempo se había ido con ellos definitivamente y para siempre jamás amén, suspiró Pablo. (Droguett 432)
La utopía, ese lugar carente de espacio real y fáctico, puede emerger en la literatura y desplegarse bajo diversas proyecciones. Puede ser una utopía compensatoria que deje al lector conforme frente a las injusticias ficcionalizadas, ya que en el espacio literario han logrado encontrar un punto de resarcimiento y el mismo texto literario se podría encumbrar como una forma de justicia simbólica. En Matar a los viejos, la utopía se hace presente de manera global, pero en términos distintos a los recién señalado, vale decir, bajo otra proyección. Primero, se despliega la utopía histórico-política que —como ya se señaló— nos habla de una ecuación en la que un tipo de violencia revolucionaria (divina) sería capaz de anular para siempre el ejercicio de la violencia vertical sistémica. En la novela, no se escatima en referencias y acciones en que la violencia revolucionaria acontece en cada momento con el fin de Matar a los viejos como una forma de justicia. Sin embargo, en los últimos capítulos del texto, la utopía revolucionaria se torna compleja, se enmaraña y los personajes se muestran inquietos.
La revolución de los jóvenes acontece y el cuestionamiento final que viene es respecto a la forma en que se debe proseguir la utopía alcanzada. Esta forma, al cerrar la novela, se mantiene velada e irreconocible para sus personajes, como se puede advertir en las reflexiones y conversaciones del personaje central:
—¿Pablo, Pablo, estás despierto?, se alzaba un poco en el codo izquierdo para estarlo imaginando en la oscuridad, pues no lo alcanzaba a distinguir. […]
—Sí, estoy despierto, Cora, estoy todo lo despierto que tengo que estar, porque no duermo, porque no puedo dormir, pero no estoy enfermo, solo inquieto.
—¿Inquieto por qué, Pablo? Susurraba ella y estaba todavía estirando el lino sobre la camita. […]
—Por nada, Cora, por nada exactamente, ¿no sientes el silencio? Es como una pizarra en la que no hay escrito nada por ahora. (Droguett 435)
No hay, en rigor, intención de simbolizar ni metaforizar la realidad en Matar a los viejos. Solo hay una construcción ficcional signada y atravesada por la violencia, la injusticia y la llegada inminente de una revolución que busca cortar de manera radical el mal que se encuentra presente en cada recoveco de la historia de Chile. Bajo ese contexto, y con el objetivo casi alcanzado, los jóvenes, liderados por la voz del personaje central de Pablo, se encuentran bajo un manto de inquietud respecto a qué hacer y cómo hacer algo cuando no hay escrito nada. Cuando la utopía deja de ser una utopía y encuentra un espacio temporal y geográfico, es válido cuestionarse por lo que vendrá, en qué forma y en qué circunstancia. Pablo sabe que no se ha escrito nada, pero que es necesario escribir algo.
Conclusión
Mauricio Ostria, quien fue el primero en hacer una lectura crítica de esta novela (1995), señala que, finalmente, Matar a los viejos asume una triple tarea: primero, restaurar la memoria de Chile, la cara oculta y dolorosa de su historia; segundo, “denunciar sin claudicaciones la necesidad de hacer justicia a los pobres; tercero, proclamar la legitimidad de seguir imaginando un futuro solidario, a pesar de todo y contra todo” (12). En esa línea, concluimos que el libro, en cuanto artefacto artístico y literario, trabaja sobre la utopía revolucionaria. El texto se instala en la realidad bajo la posibilidad ficcional de la inminente llegada de la revolución, un hecho que distaba abismalmente en los días en que su autor construía esta trama. Es por ello que sostengo que la novela en ningún caso quiere simbolizar la realidad, al menos no la de los años setenta y ochenta en Chile. Más bien, se reconoce que Matar a los viejos cumple con ser una novela problemática (que se diferencia de la novela popular de masas) que deja al lector con más cuestionamientos que respuestas.
Por lo tanto, la obra se hace cargo y asume la representación de la violencia en un marco amplio de posibilidades al instalar su complejidad desde la ficción. Las agresiones y enfrentamientos directos son estadio manifiesto en el contexto de la historia de Chile, en el que se reconoce al ejército y a la policía uniformada. Su dimensión estructural busca develar la responsabilidad de los sujetos políticos con un anhelo de justicia, simbólica y literaria, para este caso. Su posibilidad de que acontezca fuera de la ley como una forma de violencia de resistencia y revolucionaria que logre dar fin a su acontecer reiterativo y, con ellos, reconocer su dimensión mítica. En la intersección de las formas de la violencia y su representación, el texto de Droguett proyecta una reflexión global que se comprende, con mucha mayor elocuencia, si se analiza en el marco de la obra completa del autor. Se trata de que los afectados son aquellos sujetos marginados y marginales, en definitiva, una violencia de clase.
Un apunte final. En Matar a los viejos, la dimensión escritural —de abundantes metáforas y metonimias— también se configura desde una propuesta violenta. Con “procedimientos propios de lo grotesco o de una técnica esperpéntica” (Ostria 6), el autor no solo configura un discurso sobre la violencia, sino que la dota, por medio de la obra literaria, de densidad, profundidad y corporalidad con lo que señala es su única arma: la escritura.
Referencias
Álvarez, Ignacio. “Carlos Droguett, la historia y la historiografía literaria: una hipótesis”. Anales de Literatura Chilena, vol. 37, 2022, pp. 149-158. https://doi.org/10.7764/ANALESLITCHI.37.09
Agamben, Giorgio. Estado de Excepción. Homo Sacer ii. Traducido por Antonio Gimeno. Pre-textos, 2010.
Avelar, Idelber. Figuras de la violencia. Ensayos sobre narrativa, política y música popular. Editorial Palinodia, 2016.
Badiou, Alain. El siglo. Ediciones Manantial, 2009.
Barthes, Roland. El grado cero de la escritura y nuevos ensayos críticos. Siglo XXI Editores, 2003.
Benjamin, Walter. Para una crítica de la violencia y otros ensayos: Iluminaciones IV. Taurus Humanidades, 1988.
---. La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Traducido por Pablo Oyarzun. LOM Ediciones, 2009.
---. Letal e incruenta. Walter Benjamin y la crítica de la violencia. Editado por Pablo Oyarzún, Carlos Pérez, Federico Rodríguez. LOM Ediciones, 2017.
Betto, Frei. “Carta abierta a Ernesto -Che- Guevara”. Utopía y Praxis Latinoamericana, vol. 12, 2007, pp. 127-130.
Butler, Judith. La fuerza de la no violencia. Traducido por Marcos Pablo Mayer. Paidós, 2020.
Derrida, Jacques. Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad. Tecnos, 1997.
Droguett, Carlos. Matar a los viejos. LOM Ediciones, 2001.
---. “El escritor y su pasión necesaria”. Casa de las Américas, vol. 78, 1971, pp. 60-68.
Han, Byung-Chul. La sociedad del cansancio. Herder, 2012.
Iñigo Madrigal, Luis. Propios y próximos: estudios de literatura chilena. 1.. ed., LOM Ediciones, 2013.
Iñiguez, Ignacio. “La ira de Carlos Droguett. Adelanto de Matar a los viejos”. Revista Rocinante, 2001, s. p. http://letras.mysite.com/cd2601092.html
Marks, Camilo. “Catástrofes e insultos”. Revista Qué Pasa, núm. 76, 2001, p. 132.
Melis, Antonio. “El Evangelio según Carlos Droguett”. Coloquio internacional sobre la obra de Carlos Droguett. Centre de Recherches Latino-Américaines de l’Université de Poitiers, 1983, pp. 139-152.
Nitschack, Horst. “Representación y goce de la violencia en Roberto Bolaño”. Memorias en tinta. Ensayos sobre la representación de la violencia en Argentina, Chile y Perú. Editado por Lucero de Vivanco, Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2013, pp. 279-294.
Ostria, Mauricio. “Matar a los viejos de Carlos Droguett”. Alpha, vol. 11, 1995, pp. 5-14.
Richard, Nelly. Fracturas de la memoria. Arte y pensamiento crítico. Siglo XXI Editores, 2007.
Schaeffer, Jean-Marie. La experiencia estética. Traducido por Silvio Mattoni, La Marca Editora, 2018.
Schmitt, Carl. Teología política. Vol. 2. Editora del Rey, 2006.
Sicard, Alain. “Carlos Droguett: la pasión de la escritura”. Coloquio Internacional sobre la obra de Carlos Droguett. Centre de Recherches Latino-Américaines de l’Université de Poitiers, 1983, pp. 169-179.
Suazo, Roberto. “Matar a los viejos de Carlos Droguett: erigiendo el tribunal de la historia chilena”. Istmo. Revista Virtual de Estudios Literarios y Culturales Centroamericanos, vol. 25-26, 2012, pp. 1-28. http://istmo.denison.edu/n25-26/proyectos/14_suazo_roberto_form.pdf
Vidal Barría, Cristian. “La huelga general proletaria, un camino hacia el verdadero estado de excepción. (Discusiones teóricas)”. Cadernos Walter Benjamin, vol. 19, 2017, pp. 92-106. http://dx.doi.org/10.17648/2175-1293-v192017-05
---. “Historia, experiencia y exilio: el proyecto literario del escritor chileno Carlos Droguett”. Revista Historia Autónoma, núm. 19, 2021, pp. 81-95, https://doi.org/10.15366/rha2021.19.004.
---. “Experiencia y violencia. El universo trágico en las novelas de la historia de Carlos Droguett” [Tesis doctoral]. Universidad de Chile, diciembre de 2022.
---. “Imaginarios históricos y ficcionales en las novelas 100 gotas de sangre y 200 de sudor (1961) y Supay el cristiano (1967) de Carlos Droguett”. Anales De Literatura Chilena, núm. 40, 2023, pp. 81-94. https://doi.org/10.7764/ANALESLITCHI.40.06
Žižek, Slavoj. Sobre la violencia: seis reflexiones marginales. Espasa Libros, 2013.
Notas
*
Artículo de investigación.
Origen de esta investigación
Este artículo forma parte de la producción científica del proyecto ANID-FONDECYT Postdoctoral N.° 3230741.
1
Para profundizar en los avatares histórico-políticos, véase el artículo “Historia, experiencia y exilio: el proyecto literario del escritor chileno Carlos Droguett” publicado en 2021 en la Revista Historia Autónoma de la Universidad Autónoma de Madrid (Vidal Barría).
2
Cabe señalar que, entre la publicación de Matar a los viejos (2001) y las dos décadas posteriores, han visto la luz una serie de títulos inéditos del autor, entre el gran interés que provoca, además, las reediciones de sus textos más emblemáticos. En esa línea, llama la atención el libro Según pasan los años. Allende compañero Allende (2018), publicado por Editorial Etnika, ya que aportaría con nuevas reflexiones, principalmente, a las novelas que abordan la historia dentro de la obra completa del autor.
3
El ejemplo proviene de la pregunta realizada a Pablo Picasso y la violencia representada a través de su pintura más famosa, el Guernica.
4
En un trabajo previo (2017), relacionado con el “Estado de derecho” y “el Estado de excepción”, hemos advertido la imposibilidad de que el Estado de excepción revista forma jurídica: Giorgio Agamben, en Homo
Sacer
, ha referido la complejidad que supone la idea del Estado de excepción. Por un lado, señala, que el Estado de excepción se funda en una necesidad que “no puede revestir forma jurídica” (Agamben 9), pues este se presentaría como la paradoja de una “forma legal de algo que no puede tener forma legal”.
5
Véase el texto “El evangelio según Carlos Droguett” de Antonio Melis o “Carlos Droguett: la pasión de la escritura”, de Alain Sicard, ambos presentados en el coloquio en honor al escritor, en 1983, en la Universidad de Poitiers.
Notas de autor
a Autor de correspondencia. Correo electrónico: cristian.vidal@ulagos.cl
Información adicional
Cómo citar: Vidal, Cristian. “Representación de la violencia en Matar a los Viejos (2001) del escritor chileno Carlos Droguett”. Cuadernos de Literatura, vol. 28, 2024, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl28.rvmv