Entramados vegetales en Irse yendo de Leonor Courtoisie *
Vegetal Matrices in Leonor Courtoisie’s Irse yendo
Entramados vegetales en Irse yendo de Leonor Courtoisie *
Cuadernos de Literatura, vol. 29, 2025
Pontificia Universidad Javeriana
Allison Mackey a allison.mackey@fhce.edu.uy
Universidad de la República, Uruguay
Recibido: 15 diciembre 2023
Aceptado: 16 mayo 2024
Publicado: 11 septiembre 2025
Resumen: El presente estudio toma un enfoque posantropocéntrico para leer la primera novela de la dramaturga uruguaya Leonor Courtoisie, con atención al papel que desempeñan las formas narrativas en la configuración de nuestra imaginación del mundo en el siglo XXI. Irse yendo está atravesada por un rico campo intertextual en torno a la figura del árbol y otras formas de vida vegetal. Esta red de asociaciones nos invita a realizar una lectura biocéntrica de la novela, ya que no es solamente figurativa, sino que tiene raíces y ramas que se extienden desde la ficción hacia la vida personal y artística de la escritora. Al situar la obra dentro de un linaje específicamente femenino de afiliación vegetal-literaria, un enfoque en la textualidad vegetal de la novela revela que —paralelo a la trama sobre la vida íntima de una familia— existe una crítica implícita de modelos dominantes y que, a través de esta crítica, sugiere que podría haber otras formas de habitar el mundo.
Palabras clave:narrativa uruguaya, giro vegetal, árboles literarios, procesos urbanísticos en la literatura.
Abstract: This paper takes a post-anthropocentric approach to the first novel published by Uruguayan playwright Leonor Courtoisie, paying attention to the role that narrative form plays in shaping our imagination of the world in the 21st century. Irse yendo is crisscrossed by a rich intertextual field around the figure of the tree and other vegetal forms of life. This network of associations invites a biocentric reading of the novel since it is not only figurative, but has roots and branches that extend from fiction to the personal and artistic life of the writer. Situating the text within a specifically female lineage of literary affiliation, an emphasis on the vegetal textuality of the novel reveals that parallel to the plot about the intimate life of a family there is an implicit criticism of dominant models, as well as the suggestion that it might be possible to imagine other ways of inhabiting the world.
Keywords: Uruguayan Narrative, Vegetal Turn, Literary Trees, Gentrification in Literature.
Entramados vegetales en Irse yendo de Leonor Courtoisie
Somos sujetos biopolíticos en una era que interviene no sólo en nuestra alma humana y animal (racionalidad, subjetivación, percepción, disciplina)
sino también en nuestra alma vegetal, en los reinos de la nutrición, del crecimiento y de la descomposición.
Catriona Sandilands, “Vegetate” (21)1
La idea de verde es la necesidad de estar con.2
Gillian Osborne, “Of the Eccho in Green” (2021)
En los últimos años, se ha visto un verdadero florecimiento de la publicación de “ficciones antropocénicas” (Trexler) en América Latina, una nueva ola de obras de ficción que reflejan cierta autoconciencia de estar viviendo un momento bisagra en la historia del planeta. 3 A pesar de que no parece una obra de contenido explícitamente ambiental, por lo menos a primera vista, propongo leer la primera novela de la dramaturga uruguaya Leonor Courtoisie pensando en el papel que desempeñan las formas narrativas en la configuración de nuestra imaginación del mundo en el siglo XXI. El presente estudio toma un enfoque posantropocéntrico en sintonía con el “giro vegetal” de las últimas décadas, para demostrar cómo, en las palabras de Gagliano et al., la “textualidad vegetal siempre surge en relación dinámica con la flora viva y real. Por lo tanto, el discurso literario, incluso en su forma más metafórica, está necesariamente en deuda con el ser material de lo vegetal” (xvi, énfasis en el original). 4 El concepto de textualidad en los estudios literarios se refiere a un conjunto de atributos que construyen un texto (la calidad o el uso del lenguaje característico de las obras escritas en contraposición al uso hablado: principalmente, la coherencia y la cohesión que hacen que los lectores entiendan un texto). Como materialidad vegetal, los árboles literalmente proporcionan las superficies de inscripción —ya que, al fin y al cabo, siguen siendo la base material del producto que sostenemos en nuestras manos (por lo menos, la versión de papel y tinta)—.
Este trabajo propone vislumbrar la textualidad vegetal en la red de asociaciones en torno a los árboles y plantas en la obra de Courtoisie, dejando en evidencia un entramado vegetal textual. Un enfoque que centra la atención en la materialidad de la relación humano-vegetal nos permite realizar una lectura específicamente biocéntrica del texto. En contraposición al antropocentrismo, el biocentrismo es una perspectiva ética surgida en las últimas décadas del siglo XX que sostiene que todas las formas de vida tienen valor intrínseco y merecen igual consideración y así reivindica lo viviente y lo animado no humano. Enfocar un lente biocéntrico sobre la materialidad de lo vegetal en Irse yendo permite vislumbrar cómo forma parte integral del significado la novela. Además, nos ayuda a visibilizar la participación activa de fuerzas no humanas en nuestras vidas, lo que Jane Bennett ha llamado el “poder de las cosas” (2010).
En entrevistas, Courtoisie ha explícitamente reivindicado lo material señalando su intención de descentralizar lo humano para dejar lugar para la fuerza vital del mundo material, admitiendo que hay algo del “vínculo […] con cosas que no sean personas”, “cotidianidades” como “Peñarol o el mantel de TNT”, que le fascina (citada en Bordaberry). Más concretamente, en el proceso de escritura de Irse yendo, ha dicho que “primero está la imagen [del árbol] y después está la obra” (citada en Bordaberry). El árbol es un ficus elástica, también conocido como gomero de indias, que crecía en el patio interno de su casa. Según Courtoisie, solamente después de esa primera imagen generadora vinieron todos los otros “símbolos o la simbología que tenga el árbol” (citada en Bordaberry). Presionada a cortar el árbol para aliviar la depresión de su madre, Courtoisie armó una obra de teatro en su casa en 2019, llamada Casi sin pedir permiso, con la tala del árbol como parte integral de la función final. Luego, el mismo gomero es resucitado, esta vez de manera ficcionalizada, dentro de su novela Irse yendo:
Las raíces están destruyendo los cimientos de la casa. Dice mi madre que si no cortamos el árbol, se mata. Hay demasiada humedad, eso la deprime. […] El gomero levantó las baldosas naranjas ahora verdes musgo quebradas del patio por un ecosistema que produce su clorofila intensa entre las paredes grises carcomidas que sostienen el fondo de una casa de una familia que ya no es. (Courtoisie 7)
En un ejercicio de verosimilitud que prueba los límites de la autoficción, en la novela, la narradora también arma una obra de teatro en su casa con el fin de talar el árbol en la última función. La idea inicial es que sea Macbeth, una obra de Shakespeare en la que los árboles se trasladan de un lugar a otro. A pesar de que la autora ha sido cautelosa acerca de revelar sus influencias literarias (Ferreira, “La incomprensión”), la novela está atravesada por un rico campo intertextual, internacional e interdisciplinario en torno a la figura del árbol. De esta manera, se sitúa dentro de una tradición literaria universal, pero con una intervención muy específicamente montevideana que da cuenta de conflictos entre el desarrollo económico y los fines comunitarios en una ciudad que se encuentra en pleno proceso de metamorfosis urbanístico. Entre la “gentrificación” (113) de la ciudad y los “megaproyectos edilicios” (49), la narradora lamenta que “están desapareciendo la ciudad en la que nací” (39). La ciudad de Montevideo y sus lugares característicos son nombrados específicamente y ocupan un lugar destacado en esta novela.
La expresión plant blindness (‘ceguera vegetal’) fue acuñada por los botánicos James H. Wandersee y Elisabeth Schussler en el año 1999. Leer desde el punto de partida de cómo la materialidad del árbol aparece en las funciones narrativas de novela ofrece una ventana desde la cual podemos cuestionar la ceguera vegetal, entendida como un sesgo cognitivo que se basa en la tendencia de no prestar atención a estos seres de quienes depende toda la vida. Al mismo tiempo, tiene el potencial de abrir un espacio o puente hacia discusiones ontológicas sobre los árboles.
Catriona Sandilands argumenta que, ya desde la clasificación jerárquica de las formas de vida de Aristóteles, lo vegetal está relegado al fondo de nuestras concepciones modernas de cognición y agenciamiento. A pesar de contar con agencia propia, la forma de actuar vegetal —o sea, vegetar— es caracterizada como acción “pasiva” que carece de cognición. Sandilands nota una tendencia de emplear descriptores vegetales para referir a una falta de vitalidad y “degradar la forma de vivir que vegeta en el proceso de defender el razonamiento, la reflexión y la comprensión” activa (18-19). Sin embargo, si no fuera por los árboles, todas las grandes “civilizaciones” históricas y actuales no existirían (Perlin). La fantasía humana de una subjetividad autónoma y racional no contaminada por lo material ha sido la cosmovisión motora detrás de esfuerzos coloniales y de la modernidad biopolítica: el impulso de limpiar, de erradicar, también de controlar e imponer orden, para dar forma a los límites de lo cultivado y lo salvaje para administrar la vida. Desde los estudios críticos de las plantas, se ha desafiado la tendencia a ver las plantas como meros objetos que, en el peor de los casos, se interponen en el camino de la civilización y, en el mejor de los casos, son considerados como recursos apreciados y explotables. Una lectura biocéntrica enfrenta el desafío de rescatar la vida vegetal de su papel como “trasfondo cultural” (Aloi xxiii) y reconocer que el significado es construido “a través de relaciones espaciales compartidas por actantes” —humanos, plantas, animales— “y por las leyes culturales y dinámicas de poder inscritas en tales espacializaciones” (xxiii). 5
Dentro de las tradiciones críticas latinoamericanas, una variedad de autores han dialogado con el giro botánico reciente, una formación interdisciplinaria que desafía la ceguera vegetal, precisamente señalando cómo las plantas, los árboles, los bosques y otros seres vegetales subyacen a la política espacial, por ejemplo, el concepto del “despaisamiento” de Andermann (2018); el trabajo de González Arango sobre “las memorias volcánicas de las plantas” (2021); el estudio de Uriarte sobre el papel de la “desertificación” en proyectos modernos de consolidación estatal (2020); el pensamiento amazónico con la vida vegetal en Duchesne Winter (2019); los estudios sobre los vínculos horizontales con organismos no humanos de la artista Ana Laura Cantera (2022), y la etnografía vegetal de Leticia Durand (2022). Todos estos críticos llaman la atención sobre los entramados vegetal-humanos que nos sostienen, desde perspectivas específicamente latinoamericanas.
Dentro de la tradición literaria rioplatense, parece haber una afinidad por los árboles, por ejemplo, en 1926 Borges observaba que, en comparación con “la geometría urbana” o el “inmenso vacío de la pampa” en la literatura de Buenos Aires, el “estilo mismo” de la poesía uruguaya “arborece y es hasta excesiva su fronda […] duro surtidor e inagotable vivacidad de la tierra […] uno de los dioses lares que en la poesía de los uruguayos preside” (Borges citado en Rodríguez Monegal 267). 6 Para este trabajo, me interesa especialmente situar a la obra de Courtoisie dentro de un linaje de afiliación vegetal en escritoras de tradición literaria rioplatense que resuena en las palabras de la poeta uruguaya Marosa di Giorgio: “Un día en el jardín, de pronto, me emparenté con la magnolia” (citada en Giglio). Como muestra de lo anterior, en dos cuentos de la escritora argentina Silvina Ocampo, “Sábanas de tierra” y “Hombre animal enredadera”, un hombre es incorporado al reino vegetal: en el primero, el hombre pierde sus características humanas para enraizarse en la tierra y, en el segundo, la narración en primera persona es usurpada por una planta. Después de citar textualmente las palabras de Rubén Darío, “dichoso el árbol que es apenas sensitivo”, el narrador de “Hombres animales enredaderas” pierde el control de su propia narración al mismo tiempo que pierde control de su cuerpo:
Ahora raras veces me despierto sin que haya tejido alguna trenza alrededor de mi brazo o de mi pierna. Ayer no más, se trepó a mi cuello. Me fastidió un poco. No es que me diera miedo, ni siquiera cuando se me enroscó alrededor de la lengua. Recuerdo que al soñar grité y abrí imprudentemente la boca. Es extraño. Nunca pensé que una enredadera podía introducirse tan fácilmente adentro de mi boca. (Ocampo 120-121)
En clave del horror corporal, estos hombres pierden su humanidad metamorfoseando a un “estado vegetal como una suerte de letargo, sueño o muerte” (Vélez García), pero sin invertir la jerarquía humano activo/vegetal pasivo, porque la sensación siniestra para el lector vendría precisamente de una falta de control y autonomía de movimiento. Vélez García sugiere que las visiones fantásticas de Ocampo revelan “las pulsiones reprimidas en la cultura occidental por el racionalismo o el tedio”, y demuestran una conexión entre la ecofobia y la dominación de la naturaleza feminizada. Es especialmente interesante que, junto con la transformación de hombre a planta, viene una transformación de género de la voz narrativa, de masculino a femenino. Por “ecofobia” me refiero al odio irracional y sin fundamento del mundo natural que puede incluir el miedo, el desprecio, la indiferencia o la falta de atención (o alguna combinación de estos) hacia la naturaleza, y que nació “en el momento […] de la historia que nos da el imperativo de controlar todo lo que vive” (Estok 208). La ecofobia está, por ende, inextricablemente conectada con ansiedades humanas sobre el control y dominio de su entorno.
Vegetar, como verbo, se entiende de manera muy distinta dependiendo si es aplicado a la vida animal o la vida vegetal. Generalmente hablando, un ser humano en un estado vegetativo ha caído en una inconsciencia completa en la que solo se mantienen las funciones automáticas del cerebro; mientras que, etimológicamente, la palabra vegetal deviene del latín vegetare y tiene la connotación de vigor y crecimiento activo en vez de pasividad. En parte, estas continuidades y diferencias percibidas en las agencias de las vidas animales y vegetales se pueden explicar por la descripción muy útil que hace Keetley en su exposición sobre las seis tesis que explican por qué las plantas nos parecen tan amenazadoras en la ficción y el cine de terror vegetal. Una de las tesis de Keetley es que existe una aparente contradicción entre el “arraigo espacial” de las plantas y su “crecimiento salvaje y sin propósito” (13). Por cierto, la “proliferación salvaje y potencialmente indomable” (14) de lo vegetal es lo que provoca una sensación de amenaza en los cuentos de Ocampo. El miedo se produce precisamente cuando las plantas finalmente se escapan de los confines de un crecimiento controlado y entran en nuestro campo de visión, amenazantemente activa en su propagación sin rumbo y sin razón.
Lejos de carecer de intencionalidad, sin embargo, avances de investigación en las ciencias botánicas demuestran que las plantas tienen sentidos e inteligencia, efectivamente comunicándose entre sí. Las plantas son agentes de múltiples voces, recuerdan y toman decisiones. Particularmente, estudios sobre el comportamiento de los árboles —como La vida secreta de los árboles de Peter Wohlleben o En busca del árbol madre de Suzanne Simard— han desmentido ese “apenas sensitivo” de Ruben Darío para sugerir que, por el contrario, la vida social de los árboles representa un florecimiento de comunicación activa. Entonces, siguiendo la distinción que hacen Gagliano et al ., entre el lenguaje “extrínseco” e “intrínseco” de las plantas, busco considerar qué pasaría si tratáramos “de escuchar lo que […] nos dicen [las plantas] en sus propios modos de expresión” (xviii), algo que los autores caracterizan como intrínseco. 7 ¿Qué pasaría si realmente prestáramos atención a estas formas de vida con las cuales hemos coconstituido el mundo?
El papel del árbol en el proceso de transformación de la narradora de Irse yendo nos invita a reconocer conexiones bidireccionales entre especies. Más allá de la competencia inherente en las interacciones biológicas —”incluso los árboles están sometidos a la lucha por la supervivencia que practican miembros de todas las especies” (Vitale 279)— leer esta novela prestando atención a otras características intrínsecas de las formas de vida vegetales —es decir, “lo que […] nos dicen [las plantas] en sus propios modos de expresión” (xviii)— también puede revelar modelos menos individualistas de colaboración e intercambio intergeneracional. Cuando dejamos que sus formas de habitar entren en nuestro campo de visión, se abre todo un mundo desconocido en el cual los árboles tienen vidas complejas, intensamente interrelacionadas entre sí y con otras formas de vida, y forman redes de ayuda mutua y comunicación. Un enfoque biocéntrico nos revela vínculos interespecie horizontales que invitan a repensar la competencia entre individuos como principal interacción biológica relevante para la ecología y la evolución. Seguir los hilos y textualidades vegetales no solo nos invita a reconocer una profunda crítica implícita de modelos dominantes de desarrollo, sino que, a través de esta crítica, sugiere que podría haber otras formas de habitar y relacionarse con y en el mundo, incluso formas menos propensas a apuntalar sistemas de explotación.
Textualidad vegetal: la materialidad vital de las cosas
En mi casa lo más importante siempre fue la casa, más que las personas.
Leonor Courtoisie, Irse Yendo (107)
Contra la sensación de que a “nadie le importa el valor del alma de las cosas” (Courtoisie 117), la narradora sin nombre de Irse yendo busca reivindicar el mundo de la materia, de alguna manera llamando la atención sobre el antropocentrismo de nuestras formas de orientarnos en el mundo. Sin embargo, lejos de ser una simple “exaltación de los objetos” por encima de las personas (Bordaberry), lo que el texto deja en evidencia es que la “decadencia de los objetos refleja lo que tenemos adentro las personas que habitamos la casa. Somos seres con espíritus de plástico, basura y papeles viejos” (Courtoisie 103). 8 La transformación afectiva de la protagonista implica abrir una brecha en su muralla emocional —el perímetro del cual es protegido ferozmente con su tono irónico y carácter irascible— y admitir su conexión con los demás y con un mundo en decadencia.
Su tono burlón falla solo cuando habla de manera muy seriamente sobre hechizos o superstición: “Para incidir psíquicamente en seres humanos, plantas y animales, se deben utilizar hojas de gomero recogidas de un árbol maduro visualizando al destinatario en los pensamientos” (Courtoisie 101). Reiteradas referencias a la obra escocesa nos invitan a asociar al gomero con la tradición teatral, “Shakespeare y las brujas de Macbeth y la mala suerte y la remil concha de mi madre” (119). La experiencia del aborto espontáneo resuena con la figura de Lady Macbeth que “se te lleva los hijos” (110). A su vez, su propio útero expulsivo es un espejo de la casa que la está “echando desde hace más de un año” (97). 9 En la obra de Shakespeare, solo cuando los árboles del bosque de Birnam se trasladan a Dunsinane Hill —contra toda lógica y razón— Macbeth se da cuenta de que se ha cumplido la predicción de las brujas. El fin de Macbeth deja en evidencia cómo la comprensión racional del mundo ha desplazado modelos sociales más antiguos y así revela nuestros sesgos modernos en torno al poder de acción del mundo natural.
La narradora insiste que “el gomero da mala suerte, yo ya lo sabía, está en todos lados, está en internet y se lo dije a mi madre mil veces pero a mí nadie me cree y nadie me escucha” (Courtoisie 92). Una búsqueda rápida en Google delata que, al contrario, el ficus simboliza buena fortuna, abundancia, sabiduría e iluminación, además de representar a la fertilidad y continuidad de los ciclos de la vida. Sin embargo, la insistencia de la narradora de creer en la mala suerte de los gomeros va de la mano con su resistencia a la felicidad social obligatoria. “Desilusionada desde el nacimiento” la narradora nunca pudo “dejar de putear” (102, 98). El uso de este verbo transitivo para referir al acto de insultar remite a otra asociación con el ficus, específicamente el uso despectivo de “higo”: tanto en Shakespeare como en la España de la modernidad temprana, la expresión “dar la higa” se refería a un gesto indecente de procedencia antigua, que se realiza poniendo el pulgar entre dos dedos o dentro de la boca.
Su reticencia a tomar cualquier decisión en la vida se extiende a la indecisión de cortar el árbol a pesar de la insistencia de su madre, lo cual hace eco a la protagonista deprimida de La campana de cristal de Sylvia Plath (1963). En esta novela, también hay una relación entre un ficus (esta vez una higuera) y una narradora afligida por la necesidad de tomar una decisión. La protagonista está abrumada por el futuro que se desarrolla frente a ella y, en una escena en la que se imagina frente a un gran árbol metafórico, se desmorona mentalmente bajo el peso, tanto de posibilidades como de expectativas: “Me vi sentada en la horma de la higuera, muriéndome de hambre, sólo porque no podía decidir cuál de los higos elegiría. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder a todos los demás” (Plath 73). 10 La narradora de Irse yendo se enfrenta a una crisis similar de concreción: “La obra que no fui a ver” o “las excusas dichas”, todo demuestran que “repetir modelos es una forma obtusa de seguir contando las mismas historias” (Courtoisie 46, 60). Sin embargo, mientras que la condición mental de la narradora de Plath se deteriora a través de sus interacciones con los demás, la narradora de Irse yendo solo puede salir de su aislamiento miserable lidiando con sus confusas relaciones con el resto de sus redes (cercanos y lejanos) de parentesco. 11
Vale recordar que tanto para Courtoisie como para la narradora de su novela, el ficus no es solo metafórico, sino que es un árbol material muy específico. La figura central de la novela tiene raíces y ramas que se extienden desde la ficción hacia la vida real —personal y artística— de la escritora. La vista del árbol que la inspiró a escribir su novela solo se veía desde una perspectiva muy específica dentro de la casa de Courtoisie. Luego ficcionalizada dentro de la novela, la narradora describe esta vista de la siguiente manera:
Por mucho tiempo creí que era imposible extrañar lo que uno transita, pero hoy encontré el instante exacto de la nostalgia en la casa de abajo, hay un lugar donde sentarse a contemplar la inmensidad del árbol. La descripción literaria es inviable, porque por más que presenciar la infinitud de cualquier árbol pueda percibirse similar, cuando uno se sienta en un sillón a determinada altura del suelo, levanta la mirada al enorme ventanal y sigue con los ojos el tronco grueso que corta la puerta en diagonal y las ramas que suben hacia el cielo, se detiene el tiempo. (8)
Por un lado, este pasaje resuena con la idea de la solastalgia, una suerte de nostalgia que se siente cuando todavía se está en el hogar, pero el entorno (del hogar ambiental) está cambiando de manera angustiante (Albrecht et al.). 12 La novela se presenta en gran parte como un lamento por los cambios urbanísticos en Montevideo, pero se focaliza desde el espacio íntimo de una casa de familia. Invitando al público dentro de su casa para ver la obra (y para ver el árbol antes de cortarlo), Courtoisie comparte su sensación de pérdida, de alguna manera convirtiendo al público en testigos afectivos. En lo que a la novela se refiere, la mención explícita a la descripción literaria nos invita a interpretarlo como instancia de écfrasis: un recurso literario en el que una descripción en palabras de una obra de arte que es tan expresiva que el lector puede imaginarla en detalle. Cabe mencionar que otra fuente inspiradora para Courtoisie proviene del mundo de las artes plásticas: un libro sobre el impresionismo de Monet que, a la vez, le hizo acordar a esa vista muy particular del árbol en su casa: “Si vos estás cerca, ves una mancha. Si te distanciás, podés ver un nenúfar. Pero si vos estás cerca y entrecerrás los ojos, podés ver también el cuadro” (citada en Bordaberry). Más que una simple descripción de un objeto visual, entonces, la descripción detallada del árbol —obra maestra de la naturaleza a punto de ser talada— nos invita a cambiar nuestra forma de mirar el mundo de la materia y nuestra relación con él. A pesar de que “la descripción literaria es inviable” (8), el regreso del árbol y sus asociaciones simbólicas a lo largo del texto nos presenta con una impresión que —entrecerrando los ojos un poquito— nos invita a leer más cuidadosamente su textualidad vegetal.
La descripción del gomero que “levantó las baldosas naranjas ahora verdes musgo quebradas del patio” (Courtoisie 7) recuerda también el cuento “El árbol” de María Luisa Bombal, en el cual las raíces de un gomero “levantaban las baldosas de la acera” de la calle. 13 En ambas obras, el acto de pararse a contemplar visualmente el gomero alimenta y protege la imaginación de la protagonista: en Bombal, el vestidor desde el cual Brígida contempla el gomero le permite “[reconstruir] su identidad como mujer fuera del espacio racional” (Ferreira, “Apuntes” 208), en un espacio alineado con la naturaleza. En ambos textos, también, al cortar el árbol se produce un cambio de perspectiva. En el cuento de Bombal, el árbol se encuentra afuera de la casa y la “comisión de vecinos” decide talarlo con un hacha para proteger la vereda pública. Al quitar lo que la protegía (y a su vez, prevenía su participación en) del espacio público de la calle, la protagonista se ve forzada a confrontar la cruda realidad de estar atrapada en un matrimonio sin amor y sin posibilidades de crecer. En el caso de Irse yendo, el árbol se encuentra en el interior de la casa y es la narradora quien se encarga de cortarlo: “Si me dan a elegir entre la muerte de mi madre y el corte del árbol, prefiero a mi madre viva” (Courtoisie 8). Cabe destacar que en ambos relatos la “claridad” solo es posible gracias al “vacío” que deja el árbol (119). 14
Es más, la narradora de Irse yendo no solo decide cortar el gomero en su casa, sino que (en una sección apropiadamente llamada “Horizontes”) dice querer “cortar todos los árboles de la calle principal cuando las personas estén durmiendo. Que despierten y no exista más la sombra” (Courtoisie 126). Más que una simple declaración de ecocidio, se puede interpretar este deseo en el contexto de “afectos disidentes” que propone Nicole Seymour (13). El mal humor de la narradora está enmascarando una profunda angustia por una serie de desconexiones que no puede superar. No obstante, entendido como un afecto negativo que puede ser paradójicamente productivo, el uso retórico de ironía en esta novela se puede leer en el contexto de lo que Peter Wohlleben encuentra “más sorprendente” de la vida de los árboles: “lo sociales que son,” cuidándose los “unos a otros,” en el bosque, “a veces incluso hasta el punto de nutrir el tocón durante siglos después de su tala, alimentándose con azúcares y otros nutrientes, manteniéndolo así vivo” (vii). 15 Tras considerar el comportamiento altruista de los árboles, podemos reconocer una preocupación por la importancia de los procesos colectivos más que la identidad individual. Estos son procesos multiespecies que ocurren en escalas de tiempo mucho más allá de las humanas. La narradora se aferra a la casa por un lapso que es socialmente inaceptable —“ser desubicada es tener treinta años y seguir viviendo en la casa de tu madre” (55)—, pero el hecho de que este desubique pueda aplicar de igual manera a su madre deja en evidencia las redes de asociaciones entre su abuela, su madre y sí misma: “La casa es mi abuela y ahora que mi abuela murió la casa está muerta” (Courtoisie 36). A su vez, las “raíces” del árbol se conectan con “el árbol genealógico de mi familia” y el deseo de “encontrar los orígenes” (93, 109). 16
Sin embargo, más allá del enfoque en la vida íntima de una familia, orientarnos hacia la textualidad vegetal de la novela nos permite relacionar la comparación genealógica entre el árbol y la protagonista con el paralelo que construye Courtoisie entre la vida familiar y una crítica mucho más amplia hacia la sociedad, de manera que se destaca precisamente la necesidad de encontrar claridad a través de la distancia, en un reconocimiento de lazos y de herencias que incluso van más allá de la especie humana. Es una analogía genealógica que sirve para señalar ansiedades en torno a la extinción colectiva, que, en el caso de la narradora, se extiende desde la extinción de sus propias raíces hasta la extinción de la ciudad tal cual la conoce.
Matrices y entramados: viendo el bosque a pesar de lo árboles
En mis diarios aparece el campo constantemente.
Leonor Courtoisie, Irse Yendo (126)
Courtoisie ha mencionado otra influencia en su obra desde el campo de las artes plásticas: Los juegos en el bosque (2016) de la artista uruguaya Claudia Anselmi. En la página web de la instalación, la artista cita las palabras de José Ortega y Gasset:
Los árboles no dejan ver el bosque, y gracias a que es así, en efecto el bosque existe. La misión de los árboles patentes es hacer latente el resto de ellos, y solo cuando nos damos perfecta cuenta de que el paisaje visible está ocultando otros paisajes invisibles nos sentimos dentro de un bosque.
Al ver esta instalación, a Courtoisie le llamó la atención como, “al atravesar un bosque los puntos de vista se multiplican” (citada en del Vigo). El modismo no poder ver el bosque por culpa de los árboles es utilizado para describir a alguien que está demasiado embarrado en los detalles de un problema para poder resolverlo; los árboles representan los pequeños detalles, mientras que el bosque representa el contexto más amplio de la situación. Así está la protagonista de Irse yendo, ensimismada al punto de no poder conectarse con los otros miembros de su familia. Esta familia desenraizada se comunica a través de un grupo de WhatsApp que se llama, apropiadamente, “La casa del árbol caído” (Courtoisie 34).
Al trazar la materialidad de lo vegetal a lo largo de esta novela fragmentada, episódica, se puede ver una asociación entre la historia íntima de una familia disfuncional y estructuras sociales y económicas que no solo nos separan unos de los otros en unidades solipsistas, perdiendo así todo sentido de lo comunal, sino que también presumen una separación, clara y antagónica, entre los mundos humano y no humano. El árbol que rompe las baldosas del patio interno de la propiedad privada de la familia de la narradora actúa a la vez como “el pulmón de la cuadra y ocupa un punto medio en la manzana” (Courtoisie 7). Desde un punto de vista ecológico, un árbol solitario podría estar encerrado dentro del patio de una casa de familia, pero está a la vez conectado con otros árboles —y por extensión con otras redes multiespecies— por debajo de la tierra a través de redes micorrízicas y por vía aérea en un proceso conocido como “señalización volátil” (Baldwin et al.). Ampliando el lente para vislumbrar cómo la historia de la familia va en paralelo con procesos urbanísticos, la novela lamenta la pérdida de “vínculos” entre vecinos (Courtoisie 68) y captura vívidamente la realidad urbana de Montevideo bajo presión por los usos del suelo. La novela se ambienta exclusivamente en el centro urbano en plenos procesos de gentrificación, repleto de proyectos de construcción de edificios que desplazan a los viejos barrios; no obstante, de todos modos, lo rural se entromete en la novela de forma oblicua: “En mis diarios aparece el campo constantemente” (126) dice la narradora. 17 La novela nunca llega a salir de la ciudad y mantiene el campo al margen, como un espacio de posibilidad futura.
Sin embargo, además de la figura del árbol, hay otra forma de vida vegetal explícitamente vinculada con el campo que se cuela en esta narrativa, pero casi pasa desapercibida precisamente por su cotidianidad: uno de los vegetales más consumidos en Uruguay es la patata (o “papa”), una planta que se hibridiza intensivamente, se altera genéticamente, se controla a escala masiva y se patentan sus capacidades específicas. 18 Originaria de la región de las Andes, de ahí se propaga por el mundo entero a raíz del intercambio colombino, la papa resulta ser una figura interesante para contemplar una serie de desconexiones históricas entre personas —y entre las personas y la tierra— tan características de nuestra época, quizás mejor conceptualizado como Plantacionoceno, como lo hacen Donna Haraway y Anna Tsing. Hay una sección de la novela en la cual la narradora comenta que, dentro de los megaedificios repletos de “monoambientes” hay “jóvenes ingenieros de veinticinco años que le piden a una empresa extranjera que les traiga la comida del bar de la esquina y no lo dejan propina al venezolano que les trae su porción de fritas” (Courtoisie 89). Esto señala un mercado global en el cual reina la precarización laboral y dentro del cual Courtoisie se incluye como escritora (54, 72). Luego, la narradora intenta disimular sus celos al estar excluida de la cena de papas fritas durante la visita de “La Vero” (89), una íntima amiga de la madre:
Igual eran de bolsa, papas de bolsa, papas congeladas, nadie puede ser demasiado feliz comiendo papas congeladas en una bolsa [...] aunque quieran demostrar que son personas felices comiendo papas fritas en el fondo no están felices porque las personas felices compran papas que salen de la tierra que personas cosechan, limpian y ponen en canastos que se distribuyen en camiones y se compran en verdulerías para lavar una vez más, pelar, cortar, hervir aceite y fritar. Lo normal que hace una persona feliz y sana y no una persona infeliz que se junta a comer papas fritas congeladas. (90)
Cito extensivamente para vislumbrar cómo se esconde, detrás de una postura de esnobismo gastronómico, una vinculación estrecha entre el malestar afectivo de las sociedades de conveniencia y una profunda preocupación por la desconexión de la tierra productiva de alimentos. La acumulación capitalista no es posible sin el abuso intensivo del mundo vegetal, una relación biopolítica de la cual formamos parte. La desaprobación culinaria de la narradora de las papas fritas congeladas que come su madre deja a la vista la pérdida de seguridad alimentaria en un mundo globalizado, donde la comida viaja miles de kilómetros para ser consumida por personas que nada tienen que ver con su producción. 19 En clave humorística, la narradora insiste en que las personas “felices”, “sanas” y “normales” comen papas fritas que vienen de la tierra en vez de la góndola de alimentos de conveniencia congelados.
El juego de palabras que remite a versos infantiles en torno a las “papas fritas” y “felices” en esta sección de la novela nos invita a parar a pensar en este humilde vegetal: ¿podemos decir que produce una textualidad vegetal similar a la del árbol? Por cierto, la papa es una materialidad tan cotidiana, pero a la vez tan disociada de la materialidad de sus condiciones de propagación, dentro de la cultura uruguaya, que es interesante notar su aparición de manera reiterativa en la novela. Se podría sugerir que incluso la forma de crecimiento de la planta de la papa (Solanum tuberosum) puede ayudar a repensar la situación familiar de la narradora: por más que las papas cosechadas parecen ser unidades atómicas individuales, en realidad han crecido interconectadas bajo la tierra en un sistema no visible. De una papa semillero —conocida como papa “madre”— se desprenden distintos tallos subterráneos que se espesan para formar una cantidad de tubérculos cerca de la superficie del suelo. Al final del ciclo de crecimiento, cuando las hojas y los tallos de la planta mueren, los nuevos tubérculos se desprenden de sus estolones. Este es un modelo biocéntrico que enfatiza el arraigo, la vulnerabilidad, la interdependencia y la posibilidad de transformación de entidades que son discretas, pero, a la vez, entrelazadas en el mundo.
La herencia familiar de la narradora, de hecho, va más allá de la depresión o mal humor, por más que “[p]utear lo aprendí de mi madre” (Courtoisie 107). A través de otro juego de palabras en lunfardo, el fenómeno lingüístico que marca el habla rioplatense, la narradora admite: “Yo no nací de la concha de mi abuela pero mi madre sí y como yo nací de la concha de mi madre puedo creer que nací de la concha de mi abuela” (36). Prefiriendo saltar una generación para reclamar la herencia directa de su abuela, siempre asociada con la casa, al mismo tiempo reconoce que “a mi madre se le caen los pedazos, a mi madre y a la casa. A mí también” (103). Al admitir la descomposición como parte del continuo de la vida, la narradora también da lugar para nuevos crecimientos: “El balde de pintura de veinte litros donde está el jazmín sobre el primer hijo enterrado es el único objeto que me preocupa. Nunca creí que me importaría tanto un pedazo de tierra” (124). La pérdida de su bebé —tratada de forma oblicua en la novela— agrava su miedo a ser desterrada: “Ningún pedazo de tierra nos ha parido, dijera Sánchez, y por acá andamos, abrazando el plástico, sin tierra, patria ni descendencia” (125), dice, refiriéndose a uno de los dramaturgos fundadores del teatro rioplatense. Sin embargo, lejos de ser un punto final —y señalando una relación de parentesco con lo más-que-humano— colocar al bebé en la tierra evoca ciclos naturales y los procesos de descomposición y recomposición que depende de múltiples entes microscópicos para crear nuevas vidas desde el detritus de lo muerto. A pesar de sospechar “de la concepción humana” (102), decir que es su “primer hijo” sugiere cierta apertura hacia la posibilidad de la generación de un futuro. No obstante, todavía hay cierta incertidumbre y ambigüedad en el texto que impide la noción esencialista de una maternidad exclusivamente humana. La textualidad vegetal de la novela sugiere, en cambio, tomar como modelo el “devenir con” las plantas. De esta manera, podemos ver que no se trata de “una evolución por descendencia y filiación”, sino de una “alianza” (Hustak y Meyers 60-61) de múltiples especies. Abrir la relación ética a formas de vida que no se basan en un agente soberano o singular —una fantasía, ya que sabemos que el “individuo” es una ilusión, pues no somos unidades autónomas, sino ecosistemas en miniatura (Haraway 101)— sugiere una práctica de atención en la que las posibilidades de “parentesco ecológico son capaces de germinar, proliferar e incluso florecer” (Sandilands 19).
En lo que va del siglo XXI, parece difícil escaparnos de relatos apocalípticos sobre el fin de la humanidad —o, por lo menos, de la humanidad tal como la conocemos—. Si lo que Mark Fisher ha llamado realismo capitalista —una organización social que separa radicalmente las personas de sí mismos y de la tierra— nos parece inevitable, es solo porque estamos demasiado embarrados en los detalles para poder ver claramente que otro relato es posible. Por esta razón, más allá de posicionar esta obra dentro del contexto histórico de la narrativa uruguaya, latinoamericana o universal (en diálogo con escritoras como Bombal, Ocampo, di Giorgio y Plath), también es importante leer esta novela junto a otras ficciones antropocénicas uruguayas contemporáneas. Por ejemplo, la declaración que “acá todo se rompe todo se cae” (Courtoisie 33) resuena con las palabras de la protagonista de la novela de la escritora Fernanda Trías, Mugre rosa —“Todo se pudría, también nosotros” (Trías 13)—, una obra pionera que reconoce la inevitabilidad del deterioro del mundo natural e incluso de las creaciones humanas. “Los diques”, de la escritora Rosario Lázaro Igoa, narra el colapso de la arrogancia humana, a través de un protagonista masculino que construye una casa sobre palafitos “en la seguridad de la altura” (Lázaro Igoa 29), erróneamente creyendo escapar de la lluvia, el barro y la podredumbre del pantano: un proyecto antropocéntrico destinado al fracaso, ya que, como nos recuerda Heather Sullivan, es imposible existir separados de nuestro “sucio” entramado planetario (515). La imagen de nueva vida surgiendo de la descomposición vegetal es potente para comprender nuestros tiempos ambientalmente amenazados cuando la pérdida de biodiversidad es una de las amenazas más grandes que enfrentamos. Siguiendo la metáfora de Monet que utiliza Courtoisie, las escritoras del Antropoceno están tomando un paso atrás y entrecerrando los ojos para ingeniar modos y formas nuevas para representar realidades que están cambiando de manera vertiginosa.
La palabra “entramados” del título significa un conjunto de cosas relacionadas entre sí que forman un todo y su origen etimológico viene de la construcción, refiriendo específicamente a una armazón de maderos que forma el cuerpo perpendicular que sostiene una pared o un tabique (Wikipedia). El título en inglés utiliza otro sustantivo plural, matrices, que significa el entorno cultural, social o político en el que algo se desarrolla o una estructura organizacional en la que dos o más líneas de mando, responsabilidad o comunicación pueden pasar por el mismo individuo. 20 En cualquier caso, ambos términos comunican la idea de sostener, contener o dar lugar para algo, además de describir un espacio donde distintas líneas se cruzan entre sí. Una lectura que propone vislumbrar la textualidad vegetal en la red de asociaciones en torno a los árboles y plantas exhibidos en Irse yendo revela un parentesco ecológico que forma parte integral del significado de la novela. Al ampliar esta constelación de dependencias para hablar de los desafíos enfrentados por un linaje de escritores que intenta dar forma al momento actual como un momento de crisis de narración, podríamos sugerir que, desde el tronco podrido del “árbol caído” (Courtoisie 34), al fin y al cabo, es posible que surjan nuevos brotes de otras historias.
Referencias
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Notas
*
Artículo de investigación
1
“We are
biopolitical subjects in an era that intervenes not only in our human and
animal souls (rationality, subjectivation, perception, discipline) but also in
our vegetal ones, in the realms of nutrition, growth, and decay”.
2
“The idea in green
is the necessity of being with”.
3
Estas obras reflejan lo que el historiador y
crítico galés Raymond Williams identificó en la década de 1970 como las estructuras del sentimiento —el estado
de ánimo, latido o pulso— de nuestra época. Las ficciones antropocénicas
atestiguan los elementos emotivos compartidos intersubjetivamente que indican
el impacto de ciertos desarrollos materiales sobre la experiencia colectiva e
individual.
4
“Vegetal textuality—always comes into
existence in dynamic relation to actual, living flora. Therefore, literary
discourse, even at its most metaphorical, is necessarily beholden to the
material being of the vegetal”.
5
“The interaction
between plants, humans, and animals are deeply defined on material grounds” and
that “meaning is constructed through spatial relations shared by actants, and
by the cultural laws and power dynamics inscribed in such spatializations” (Aloi
xxiii).
6
Ver también la publicación en
Uruguay de la
Antología del árbol (1984) y en España
de
Los árboles sin bosque (2010).
7
“We should
continue trying to listen to what plants tell us in their own modes of
expression”. Brevemente, lenguaje extrínseco se refiere a las
formas en que expresamos lo peculiar del ser vegetal mediante el uso de un
discurso científico o filosófico, mientras que el lenguaje intrínseco abarcaría “los modos de comunicación y
articulación utilizados por las especies vegetales para negociar ecológicamente
con sus ecosistemas bióticos y ambientes abióticos”, incluyendo el lenguaje de
la bioquímica (Gagliano et al.,
xvii-xviii). Por cierto, nuestra capacidad de captar el lenguaje intrínseco de
las plantas siempre depende de nuestros “esfuerzos hermenéuticos” (xviii) y,
casi inevitablemente, un toque de antropomorfismo.
8
La novela está poblada de objetos cotidianos
imbuidos con significados recargados, como, por ejemplo, el “retrato” de una
niña (27); la “pajarera vacía” (58); los “libros” (69-70); la “mesa” familiar
(93), o la maceta con una planta media muerta que “quedó de camino a la
expulsión definitiva, como nos pasará a los humanos que habitamos el inmueble
en breve” (93).
9
Más que ambientación, la casa es casi un
personaje más de la obra. Exhibiendo intencionalidades siniestras, la casa “se
hace tumba” (21), el piso es “enigmático” y las baldosas “hipnotizan, confunden
o saben guardar secretos” (21). La narradora recuerda que “la gente muere, pero
las casas no” (56); sin embargo, narra un proceso continuo de duelo anticipado
para una casa que siempre está a punto de dejar de existir.
10
“I saw myself
sitting in the crotch of the fig-tree, starving to death, just because I
couldn’t make up my mind which of the figs I would choose. I wanted each and
every one of them, but choosing one meant losing all the rest”. Por cierto, el problema de la higuera sigue
siendo pertinente en un mundo donde las mujeres se enfrentan a la expectativa
de “tenerlo todo” (una carrera exitosa, una vida romántica satisfactoria,
hijos, y todo lo demás).
11
El desorden de sus conexiones sociales se
refleja en el desorden de su prosa: la novela está plagada de oraciones
serpentinas para describir de manera torpe y circunvalada las relaciones entre
personas, por ejemplo: “La hermana de mi madre y su hermana que también es
hermana de mi madre” (59); “la novia de un amigo de uno que era mi novio me
dijo que había un tipo” (13), o “mi tía Sonia, una de las mellizas, iba
caminando por la calle y se encontró con el exnovio de mi prima Alejandra, su
hija, y que Néstor, el exnovio de mi prima […] estaba con su novia, entonces
Néstor le dijo a mi tía Sonia: Sonia, te presento a mi novia, y que mi tía
saludo y que justo en ese instante la novia de Néstor, el ex de mi prima, sacó
la billetera para subirse al ómnibus y que mi tía vio que en la billetera tenía
una foto de mi abuelo” (43-44).
12
Esta relación entre la figura del árbol y el
tema de desarraigo y una imposibilidad de volver a casa resuena, por ejemplo,
con la sección sobre “Árboles” en De
plantas y animales, donde Ida Vitale dice que “el orgullo mayor” de su
“pequeño jardín” es el limonero “generoso,” “agradecido” y “noble” (289), pero
que, al irse de la casa, alguien “extirpó” el árbol, y en ese momento supo que
“jamás volvería a vivir allí” (290).
13
Agradezco a Gerardo Ferreira,
quien me ha llamado la atención sobre esta conexión intertextual con la obra de
Bombal.
14
Ambos textos comparten, además, una sugerente
conexión entre la música y la memoria: en el caso de Bombal, son sonatas de
Mozart, Beethoven y Chopin y, en el caso de Courtoisie, es la música popular
asociada al Carnaval del Barrio Sur, el lugar donde está ubicada la casa de la
abuela y que está sufriendo los procesos de la gentrificación. Es interesante
que, entrevistada para El País cultural,
Courtoisie se muestra escurridiza, en cuanto a la influencia de este cuento en
su novela, pero finalmente admite que lo leyó durante la etapa de edición
(Ferreira, “La incomprensión”). A pesar de que un análisis detallado de las
fuentes de inspiración e intertextualidad de Irse yendo está más allá del alcance de este artículo, cabe señalar
las reiteradas (y deliberadas) referencias al acto de plagiar en la novela: la
“feminista” que le hace “una acusación pública” (54); Shakespeare como “ladrón”
de las Crónicas de Holinshed (105);
difamar la vida del hermano mayor en su obra, a pesar de reconocer que “no es
mi historia” (117), y su “confesión” al final del texto que ha robado la idea
de esta novela de su “amiga de setenta años”, Alicia Migdal (Courtoisie 129).
Estos parecen gestos deliberados hacia cuestiones éticas que rodean los
préstamos literarios —o el “robo” en términos de Lady Macbeth (110)— de las
ideas de otros escritores, algo que a su vez resuena con la búsqueda de
orígenes.
15
“The most
astonishing thing about trees is how social they are. The trees in a forest
care for each other, sometimes even so far as to nourish the stump for
centuries after it was cut down, by feeding it sugars and other nutrients, so
keeping it alive”.
16
Por más que la búsqueda de orígenes a través
de una tala de árboles pueda parecer una contradicción, quizás tenga que ver
con el deseo de escapar del ciclo femenino y encontrar figuras masculinas
faltantes: en las palabras de la narradora, “todos los hombres de mi familia
son putos o ausentes y los que no están ausentes son violentos” (45).
17
A pesar de la gentrificación
rampante del centro urbano, se estima que el 60 % del suelo en Montevideo es rural,
casi un 20 % del cual son tierras “productivas”, pero “no
cultivadas”; es decir, son tierras
potencialmente productivas utilizadas para playas de contenedores para empresas
de logística, depósitos y estacionamientos, complejos deportivos y canchas de
fútbol, todos “fenómenos asociados al suelo rural que generan múltiples problemas”
(“Presión”).
18
De hecho, en 1995, Monsanto introdujo la
variedad de patata NewLeaf, que fue
su primer cultivo modificado genéticamente. Además, el sector de la papa “fue
uno de los más golpeados” por la sequía de 2022-2023 en Uruguay, y junto con
“la dispersión de plagas y nuevas variantes de patógenos,” los convierte “en
uno de los cultivos más dependientes a la aplicación de agroquímicos” (Lagos,
“Al rescate”).
19
A pesar de que la papa
“constituye la principal hortaliza utilizada” en Uruguay —más de 40 kg por
habitante por año— se van “sustituyendo el fresco por los procesados que no son
de origen nacional, el resultado es que nuestro productor va perdiendo fuerza”
(“La solución”).
20
Quizás aún más sugerente en el contexto de la
novela de Courtoisie, el sustantivo tiene sus raíces del latín mātrix (‘útero’) y también ‘fuente’,
‘origen’, de māter (genitivo mātris) o ‘madre’.
Notas de autor
aAutora de correspondencia. Correo electrónico: allison.mackey@fhce.edu.uy
Información adicional
Cómo
citar: Mackey, Allison.
“Entramados vegetales en Irse yendo
de Leonor Courtoisie”. Cuadernos de Literatura, vol. 29, 2025, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cdl29.eviy