Nos convidamos solos en un cuento que no era nuestro”: encuentros con niños investigadores*

“We invite ourselves in a story that was not ours”: encounters with child researchers

Magis. Revista Internacional de Investigación en Educación, vol. 14, 2021

Pontificia Universidad Javeriana

Maicol Mauricio Ruiz-Morales *

Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia


Recibido: 08 Octubre 2019

Aceptado: 07 Febrero 2020

Publicado: 01 Febrero 2021

Resumen: Este artículo describe etnográficamente una experiencia de creación escolar rural desarrollada por el semillero de investigación Gallitos de Roca. El propósito es mostrar cómo dicha experiencia intenta realizar su valor potencial, participando del Proceso de Apropiación Patrimonial del Paisaje Cultural Cafetero y generando sus propias maneras de entender el sentido y el valor de ser estudiante competente, en un contexto de crisis y revalorización de la caficultura de montaña colombiana.

Palabras clave:Educación rural, paisaje cultural, producción, valor cultural, valores sociales.

Abstract: This article ethnographically describes an experience of rural school creation developed by the seedbed of research “Gallitos de Roca”. The purpose is to show how this experience tries to realize its potential value, by participating of the process of social appropriation of the coffee cultural landscape and generating their own ways of understanding the sense and value of being a competent student, in a context of crisis and revaluation of the mountain coffee farming in Colombia.

Keywords: Rural education, cultural landscapes, production, cultural values, social values.

Introducción

En el año 2011, la Unesco declaró patrimonio cultural de la humanidad a 416 veredas, de 47 municipios 1 de la región centroccidental de Colombia (Ministerio de Cultura, 2009), en los cuales se localizan alrededor de 24000 fincas cafeteras, con una población estimada de 80000 habitantes. Estos territorios integran, desde entonces, lo que se conoce mundialmente como Paisaje Cultural Cafetero (PCC).

Según el Comité de Patrimonio Mundial, el PCC alcanzó tal distinción “en virtud ser un ejemplo destacado de formas tradicionales de asentamiento humano, utilización de la tierra, e interacción del hombre con el medio” (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, 2008).

Sin embargo, en la actualidad, el cultivo de café de montaña presenta cada vez más dificultades para los caficultores, ya que se ven abocados a producir grandes cantidades de grano al más bajo costo posible para competir en un mercado mundial cafetero desregulado, con las consecuentes afectaciones ambientales que tal cosa implica.

Por lo tanto, no todos ellos han podido mantenerse en el negocio de la caficultura. En una entrevista para la prensa, el alcalde de Santuario, uno de los municipios incluidos en la declaratoria de la Unesco, planteaba que “nuestros cafeteros no están siendo capaces de sostener las fincas y muchos las están abandonando. De pronto los que tienen solvencia económica pueden cambiar los cultivos de café por plátano, aguacate o tomate, pero son siembras que también tienen muchos problemas” (Álvarez-Vélez, 13 de febrero de 2019).

La crisis que enfrenta la caficultura de montaña ha derivado en un empobrecimiento ambiental y monetario de los pobladores rurales, quienes por años tuvieron uno de los índices de calidad de vida más altos del país. Esto ha supuesto una reducción en las posibilidades de que las nuevas generaciones encuentren un lugar en el campo, lo cual, a su vez, los presiona para migrar a centros urbanos de Colombia o del exterior.

En estas circunstancias, las élites regionales emprendieron desde los años 90 la búsqueda de estrategias de valorización que les permitiera recuperar y mantener el control, tanto sobre el territorio como sobre el negocio cafetero, entre ellas la de patrimonializar los atributos bioculturales que singularizan la caficultura de montaña.

A mediados de 2014, interesado en problematizar la idea de que tanto la crisis cafetera como las nuevas estrategias de valorización de la caficultura de montaña eran solo un asunto de rentabilidad y productividad, tal como afirmaban muchos estudiosos de la economía cafetera, y teniendo en cuenta que la escolarización rural había sido históricamente uno de los pilares fundamentales para el despliegue de la caficultura tecnificada en la región desde los años 70 del siglo XX, decidí indagar por los significados que aquellos procesos tenían para los docentes y estudiantes de las escuelas rurales del departamento de Risaralda.

Dicha decisión partía del supuesto antropológico de que los fenómenos económicos no se desarrollan de manera autónoma y separada de la sociedad, tal como son presentados por muchos economistas neoclásicos, sino que ellos poseen múltiples dimensiones, ligados a la producción y la reproducción social.

Por aquella razón me acerqué a la experiencia que, desde el año 2007, realizaba un grupo de maestros y estudiantes de básica primaria, secundaria y posprimaria de la Institución Educativa Instituto Santuario (INSA), localizada en el municipio del mismo nombre. Ellos habían conformado el semillero de investigación2 Gallitos de Roca, y desde aquel espacio participaban en lo que ellos y algunas instituciones regionales denominaban Proceso de Apropiación Patrimonial del PCC.

La particularidad de aquel grupo era que con su participación, a partir de sus propias experiencias de investigación sobre su municipio, habían descubierto que tanto ellos como sus coterráneos tenían un sesgo que no les dejaba ver como riquezas la memoria colectiva, la gente, la biodiversidad y el agua, algo que no solo hacía que no percibieran las particularidades de su entorno, sino que, además, como señalaba una de las estudiantes que participaban del semillero, “nos cegamos en lo que estamos haciendo y no vemos lo que la demás gente está haciendo”.

Aquel descubrimiento, a su vez, les estaba permitiendo percibir el proceso de valorización patrimonial del PCC como una oportunidad educativa para remover dicho sesgo y hacer visibles aquellas cosas que la modernización de la economía cafetera había contribuido a invisibilizar. Sin embargo, el alcance de su experiencia no se restringía solo a las actividades escolares que realizaban desde su institución, sino que trascendía a su municipio e incluso permeaban algunas instancias departamentales en las que se definían las políticas de sostenibilidad del PCC.

Fue por eso que decidí indagar, a través de su experiencia, por cómo se realiza el valor de los productos creativos generados a través de las prácticas educativas que tienen lugar en las escuelas rurales del municipio de Santuario, en un contexto de crisis y transformación de las lógicas de valorización instituidas en torno a la caficultura de montaña.

Para abordar tal pregunta, opté por realizar una etnografía que me permitiera reconstruir de manera colaborativa la experiencia de indagación y apropiación social del PCC con sus protagonistas y descubrir reflexivamente los significados y sentidos que habían construido sobre la crisis cafetera, la valorización patrimonial de la caficultura de montaña que experimentaba la región y las prácticas educativas que estaban desarrollando.

Realizar una etnografía supuso, tanto para mí como para los compañeros del semillero que colaboraron en su realización, extrañarnos de lo que se nos presentaba como evidente, y describirlo empíricamente de manera tal que se hiciera explícita la trama de relaciones que, desde su perspectiva, permitieran dar sentido a sus formas específicas de estructurar la vida social (Milstein, 2009).

Aquel ejercicio implicó, parafraseando a Guber (2004), que tanto los miembros del semillero como yo reconociéramos la alteridad que encarnábamos cuando nos poníamos en situación como investigadores, así como la necesidad de dialogar reflexivamente desde esa distancia (Guber, 2004), para dar cuenta de la realidad empírica, tal como era vivida y experimentada por ellos, pero orientada teóricamente por la pregunta que me había planteado y que ellos me ayudaron a explorar.

Desde aquel diálogo reflexivo entre alteridades colaborantes (Guber, Milstein & Schiavoni, 2014) fue posible producir argumentos etnográficos que permitieran la ampliación de la comprensión teórica y situada, tanto de la valorización de la caficultura de montaña como del valor de las prácticas creadoras agenciadas desde la ruralidad por los integrantes de aquel semillero, enlazando interpretativamente datos, evidencia, análisis y demostración.

El trabajo de campo etnográfico que realicé en el municipio de Santuario entre los años 2014 y 2018 me permitió observar participativamente y conocer desde adentro (Ingold, 2012) sus procesos de indagación y producción comunicativa, crecer dentro de ellos y dejar madurar dentro de mí las huellas, los indicios y los rastros que fui encontrando mientras trasegaba por las “trochas” que ellos abrían a través de reuniones, jornadas de trabajo, sesiones de asesoría y concertación, talleres de formación, campamentos pedagógicos 3 , ferias de proyectos, foros, sesiones del Concejo Municipal y festivales ambientales.

Este artículo tiene como propósito mostrar cómo la realización del valor potencial de las producciones generadas por el semillero Gallitos de Roca en su participación en la apropiación patrimonial del PCC permite concebir la valorización de la caficultura como un proceso en el que se articulan diversos procedimientos de producción y reproducción social y cultural que se presentan en aquel territorio.

A continuación, presento algunas discusiones básicas que encuadran teóricamente el estudio, el referente empírico de la investigación, y posteriormente describo la manera en la que se desarrolló la experiencia con el semillero Gallitos de Roca, y los procesos de extrañamiento y rupturas con las ideas previas de sentido común en relación con la riqueza, la caficultura, acerca de sí mismos y sus coterráneos y la historia de su localidad, que sus integrantes fueron experimentando a partir de las trayectorias de indagación y producción de conocimiento que desarrollaron. Finalmente, concluyo presentando los aportes de dicha experiencia a la problematización del proceso de valorización de la caficultura de montaña, lo mismo que a la redefinición del sentido de la escolaridad rural en condiciones de crisis y revalorización patrimonial de la caficultura de montaña.

Supuestos teóricos

Al iniciar mi trabajo de campo en el municipio de Santuario, lo económico era percibido por las personas con las que interactué como aquellas acciones orientadas a la producción del dinero necesario para satisfacer sus deseos y necesidades, con el más bajo costo posible. Consecuentemente, la idea de valor que subyacía en su manera de entender la valorización de la caficultura de montaña parecía referirse exclusivamente a un incremento de la productividad y la rentabilidad.

Sin embargo, a medida que desarrollaba mis indagaciones, la categoría de valor se me revelaba polisémica y ambigua. En primer lugar, porque los procesos de valorización patrimonial de la caficultura de montaña pretendían dar valor a las relaciones sociales, culturales y ambientales asociadas a dicha empresa económica. Algo que estaba presionando a los caficultores y demás habitantes del municipio para dar visibilidad económica a una serie de valores, atributos, lugares, objetos, personas, procesos e instituciones que tradicionalmente no habían encontrado un escenario de realización de su valor en el mercado cafetero.

Igualmente, la manera en la que el semillero de investigación asumía el proceso de valorización del PCC, interpelándolo desde la perspectiva de la sostenibilidad ambiental y produciendo saber local sobre su territorio desde una escuela rural, un lugar aparentemente desligado de lo económico, me permitió percibir que en aquel territorio existían múltiples maneras de entender la riqueza, que no se reducían ni a su expresión monetaria o mercantil ni exclusivamente a la caficultura.

Para abordar esta situación, me situé desde una perspectiva antropológica, en diálogo con algunos conceptos y visiones provenientes de otras tradiciones disciplinarias que, ante la idea de lo económico como una esfera desocializada y desculturizada de la acción humana, buscan historiarla y relativizarla, con el fin de hacer entendible lo económico, en relación con el conjunto de la vida social y cultural, articulando estructuras y deseos.

Desde tales referentes, pude abordar los procesos de valorización del café y de la caficultura de montaña que indagaban los Gallitos de Roca, a partir de tres grandes campos de discusión sobre el valor.

Un primer campo estaría constituido por los estudios del valor en un sentido económico, aludiendo con esto al grado en que los objetos son deseados y a la medida en que estamos dispuestos a renunciar a ciertas cosas para obtenerlos (Boas, 1895; Bohannan, 1955; Dumont, 1987; 1999; Godbout, 1992; Godelier, 1976; 1989; 1998; 2000; Malinowski, 1975; Mauss, 2009; Meillassoux, 1960; 1975; Polanyi, 2003; Sahlins, 1974).

Un segundo campo asume el valor en el sentido lingüístico, como la diferencia significativa que adquiere un objeto al asignársele un lugar en un sistema más amplio de categorías, el cual estaría enmarcado en la tradición saussuriana (Dumont, 1987).

Y, finalmente, un tercer campo asume los valores como concepciones trascendentes de carácter individual o grupal sobre lo que es bueno, apropiado o deseable, las cuales influirían en la selección de los modos, las maneras y los propósitos de acción que alguien pueda concebir. Tales concepciones se mezclarían, según Kluckhohn (1949), con suposiciones sobre la naturaleza del mundo en el que actúan las personas, generándoles criterios socioculturales que les permitirían juzgar qué deseos podrían o no ser considerados legítimos y valiosos, lo mismo que establecer “qué tienen derecho a esperar los unos de los otros y de los dioses y, en consecuencia, entender en lo qué consiste la realización y la frustración” (pp. 358-359) en un contexto dado.

El hecho de que en los tres campos de discusión se nominaran asuntos en apariencia tan disímiles con la palabra valor me indicaba que, para mi estudio, era posible ampliar el campo semántico de lo que se entendía por valor, de manera que pudiesen hacerse explícitas las relaciones existentes entre fenómenos económicos y procesos de reproducción social y cultural, como los investigados por Young (1971), Bernstein (1973), Bourdieu (1974; 2016), Bourdieu & Paseron (1977), Tedesco (1980), Apple (1979; 1982), Giroux (1983) y Parra (1996), así como entre fenómenos económicos con proceso de producción social desde ámbitos escolares, como los descritos por Mejía (2008), Rockwell (1995; 2005), Willis (1981), Levinson, Foley & Holland (1996), Levinson (1993) y Holland & Eisenhart (1990).

Establecer estas relaciones implicaba también superar la distinción planteada por Gregory (2015) entre la economía de la mercancía, regida por el valor de cambio que estas tengan, y la economía del don, en la cual lo importante sería el valor de rango que los objetos intercambiados permitan adquirir a quien los recibe, en función de las cualidades personales de las que dichos objetos sean portadores; una particularidad que hace que los dones, a diferencia de las mercancías, estén jerarquizados.

Tal distinción disocia las acciones humanas orientadas a la producción y mantenimiento de vínculos sociales de aquellas asociadas a la circulación, intercambio y redistribución de objetos, ubicándolas en dos esferas de intercambio separadas y encerradas en sí mismas, en las que solo pueden circular objetos del mismo tipo.

Sin embargo, tal disociación se veía cuestionada en el caso de Santuario, ya que dicha localidad, en tanto sociedad tradicional dominada por el mercado, poseía rasgos de una sociedad de clases, donde la propiedad privada y el reconocimiento de individuos con derechos enajenables sobre las cosas que poseían era la norma (Mauss, 2006). Pero también tenía rasgos de una comunidad en la que los vínculos parentales y vecinales continuaban siendo importantes en las valoraciones que hacían sus pobladores de los objetos y las personas.

De ahí que la distinción entre bienes y mercancías no fuera tan tajante y que, muy a pesar de los esfuerzos modernizadores por institucionalizar las relaciones de mercado, aún estuviera interferida por creencias religiosas, ideologías políticas, relaciones de parentesco y, más recientemente, por la conciencia ambiental que han desarrollado algunos habitantes, a partir de la intervención educativa de algunos maestros.

Para resolver esta situación fue muy valioso el aporte de Nancy Munn (1977; 1983; 1992), quien plantea que en el valor de los productos de las acciones productivas y reproductivas de las personas se realizan distintos niveles de valor. Pasar de un nivel de valor a otro, según Munn, implicaría, para las personas, desarrollar la capacidad para establecer alianzas y obligaciones que trasciendan las relaciones de parentesco. Además, implica que las personas deban iniciarse en algún universo de sentido, capaz de hacer que las relaciones remotas e impersonales que generen esos otros lejanos tengan significado y orientación. Un universo que, además, permita la institución de formas de circulación e intercambio de objetos cuyo valor se realice de una forma más duradera.

La perspectiva de Munn evoca la teoría del valor-trabajo de Marx y avanza un paso más en la dirección propuesta por Polanyi al señalar que los fenómenos económicos (como la caficultura de montaña) son procesos institucionalizados (1996), y, por tanto, no se desarrollan de manera autónoma y separada de la sociedad y la cultura, sino que están imbricados en ellas.

A diferencia de Polanyi (2003), que centró su atención en los espacios en los que se realiza el valor de los productos del trabajo humano: la circulación y el intercambio, Munn avanza en el análisis de la producción, y en particular en el hecho de que no todo lo que se produce realiza su valor o, en caso de hacerlo, no lo realiza de la misma manera.

Para hacerlo, Munn replantea los términos marxistas de la teoría del valor-trabajo, sustituyendo el concepto de trabajo, más propio de las sociedades modernas, por uno más inclusivo, como es el de acción creativa. Una categoría que hace posible integrar en una teoría del valor asuntos tales como las relaciones sociales, culturales y ecosistémicas, como las que hacen posible y realizable la producción cafetera, pero que, sin embargo, son concebidas como “externalidades” no relacionadas con la realización especulativa del valor del café.

Para Munn, las acciones creativas de las personas, al pasar de un nivel de valor a otro, pueden cambiar de velocidad y dirección, pero siguen siendo acciones humanas generadoras de valor; actividades en las que las personas invierten tiempo, energía, inteligencia y cuidado. Así, los productos de las acciones creadoras de los seres humanos serían los medios a través de los cuales las personas “visibilizan” socialmente su capacidad de interactuar e intercambiar, y el valor daría cuenta de la forma en que la gente representa la importancia de sus propias acciones en diferentes “niveles” de valorización, cuya jerarquización se correspondería, a su vez, con la significatividad que dichos niveles tengan para los miembros de una determinada comunidad (Graeber, 2001). Algo que no puede ocurrir si las personas se aíslan o si se compartimentan los circuitos de intercambio en esferas separadas del valor.

Ahora bien, tales acciones creativas humanas solo producirían valor de manera potencial, dado que por sí mismas no constituyen un universo de sentido que les permita contrastación, al punto que incluso el dinero fetichizado como valor autorreferenciado no tendría sentido si no existiera una totalidad más amplia en la que este fuese reconocible y jerarquizable.

En el presente estudio, focalicé mi atención en una de aquellas acciones humanas productoras de valor potencial, las prácticas educativas generadas por el semillero Gallitos de Roca y la búsqueda de realización de su valor en el universo de sentido de la valorización patrimonial de la caficultura de montaña.

Contextualización del campo etnográfico: modernización y crisis cafetera

La exportación de café de montaña fue durante gran parte del siglo XX el principal soporte económico de la región y el país, cuya producción se extendió gracias a un proceso impulsado por el Estado colombiano y la Federación Nacional de Cafeteros en los años sesenta, el cual se denominó como modernización de la economía cafetera.

Tal “modernización” implicó la reducción de la biodiversidad presente en los cafetales, la aplicación de paquetes tecnológicos experimentales para el cultivo de variedades de café de alta productividad resistentes a las plagas, así como la escolarización y capacitación técnica de las poblaciones campesinas para que se convirtieran en empresarios cafeteros conectados con redes trasnacionales de comercialización de café.

Aquello generó un cambio en el carácter moral, impreciso y difuso de las deudas que tradicionalmente adquirían los campesinos montañeros, para hacerlas calculables con precisión en términos monetarios. Este cambio fue sometiendo la autonomía de los campesinos a la voluntad de los técnicos agropecuarios, los comercializadores de café y los proveedores de insumos agrícolas. Todos ellos condicionan actualmente tanto lo que produce el caficultor como las condiciones en las que lo produce y los medios a través de los cuales dichos productos pueden realizar su valor potencial.

Dicho cambio implicó que los empresarios cafeteros se especializaran, con la asistencia técnica de la Federación y su institucionalidad paraestatal, en la producción del café tipo exportación e intentaran desvincularse de todos aquellos elementos culturales, sociales y naturales que pudiesen limitar el incremento sostenido de la “productividad” de sus monocultivos.

Así las cosas, la cultura montañera santuareña, al igual que la del resto de la región, se fue empobreciendo, así como la biodiversidad existente en la región, en la medida en que se desvalorizaban las costumbres campesinas que protegían zonas y fomentaban prácticas estratégicas para la preservación de la vida, al igual que la educación familiar y contextualizada, la dispersión de la propiedad, el cuidado de sí mismo e, incluso, los vínculos que permitían el uso común de ciertos territorios, así como también las formas de organización social fundadas en torno a las creencias religiosas y las ideologías políticas.

Las intervenciones sociales y culturales de la Federación se dieron, además, en un contexto de buenos precios del café. Aquello permitió que, en un primer momento del proceso de modernización de la economía cafetera, emergiera una clase media rural vinculada a la caficultura tecnificada, y que esta fuera protegida y fortalecida para que pudiera acceder al empleo público, la educación superior, la salud, la vivienda y el consumo.

De esta clase media emergente hicieron parte los hijos de muchos caficultores, que, como Raúl, Maribel y Angélica, profesores que impulsan el semillero de investigación, pudieron escolarizarse y titularse más allá de la básica primaria y la secundaria, al disponer de los recursos para viajar a las ciudades a realizar estudios técnicos y universitarios.

No obstante, las desvinculaciones generadas por la modernización acarrearon, con el tiempo, problemas no previstos por sus artífices, como que la adopción por parte de los caficultores, y especialmente de sus hijos, de aspiraciones urbanas de vida y de consumo se tornarían cada vez más difíciles de satisfacer desde el campo.

Esto, a su vez, devino en un creciente desinterés de las nuevas generaciones por la caficultura y la vida en el campo en general, lo que puso en riesgo el relevo familiar en el manejo de las fincas cafeteras.

Angélica, profesora de primaria en una sede del INSA, reflexionaba así al respecto:

Uno como profesor se va volviendo muy mecánico en la profesión y en la manera de estar en el aula de clase, se va volviendo tan rutinario que todo se va convirtiendo como en abstracto, como que uno no puede salir del salón de clase. En la mayoría de los casos uno ni se inmuta porque los niños experimenten esas cosas de las que uno habla y quedarse en lo abstracto es dejar a los niños como en un mundo de fantasía, como de algo que puede pasar en algún lado, pero que a ellos no los toca y uno se va impregnando de eso también (Angélica, comunicación personal, 26 de julio de 2016).

Esto explica fenómenos como que, en la actualidad, haya “empresarios cafeteros” y jornaleros que no son capaces de distinguir un árbol de otro, y que los muchachos del INSA, aunque vivan en el campo, sepan muy poco de caficultura, de insectos polinizadores o de plantas medicinales.

Aquello ocurrió mientras hacían caficultura tecnificada, consumían las mercancías que las bonanzas cafeteras ponían a su alcance, olvidaban su pasado, silenciaban sus conflictos, buscaban el “progreso” y se volvían ciegos a las particularidades de su entorno, como decía Gisela, una de las integrantes del semillero.

Aprendiendo a transportar su imaginación, su inteligencia y sus habilidades a las ciudades y a otros países, los hijos de los habitantes de las zonas rurales cafeteras separaron sus senderos de los de los animales y las plantas, para anudarse desde la escuela y el consumo con senderos urbanos y lógicas modernas, en las que se hacía cada vez más difícil situar los saberes tradicionales o estimar como necesarios los valores, habilidades y capacidades propias de los campesinos montañeros.

La profesora Angélica se dio cuenta de aquello cuando empezó a desarrollar su proyecto de aula sobre plantas medicinales. En ese momento, evidenció que los niños que vivían en el pueblo no las conocían, y que muchos de ellos tampoco habían salido al campo, lo cual se reflejaba en la poca consciencia que tenían de la riqueza natural que había a su alrededor.

Esta falta de conciencia no era exclusiva de los niños, la misma profesora me confesó que cuando empezó el proyecto con los niños ni siquiera ella sabía sobre plantas medicinales, a pesar de que su madre tiene una huerta muy bien surtida. Según ella, lo que ocurre es que “generalmente uno ve las plantas y no les da importancia, no les da el valor, no las cuida, las daña, pues no tienen mucho sentido para los niños y hasta para uno” (Angélica, comunicación personal, 26 de julio de 2016).

Según los estudiantes que participaron de aquel proyecto, lo que más los motivó fue que “ellos no sabían sobre plantas porque nadie les había contado”, y pensaron que si sus papás y abuelos se murieran se llevarían esos saberes y ellos se quedarían sin aprenderlos.

Ese interés creció cuando se dieron cuenta, a través de las experiencias de algunos compañeros, que sus malestares físicos podían sanarse con la infusión de alguna de las plantas aromáticas y medicinales que estudiaban con la profesora. Michel, una de aquellas estudiantes, al recordar su participación en dicho proyecto, señalaba que a través de él había aprendido a “saber de plantas”, pero, además, a conocer que en su municipio “había mucha naturaleza y cultura” (diario de campo de la visita a la escuela John F. Kennedy, 26 de julio de 2016).

Aquellas respuestas ilustraban la magnitud de la desvinculación existente entre los procesos educativos familiares y escolares con un entorno tan particularmente biodiverso como el suyo, así como el carácter marginal que ahora ocupaban los saberes ancestrales sobre el campo.

Un caso semejante le ocurrió a la profesora Maribel, cuando realizó su proyecto “¿Cómo llega un grano de café a tinto?”, a través del cual reconstruyó con sus estudiantes el proceso tradicional de elaboración de un tinto con café recolectado y procesado en una finca cafetera. Tal experiencia le reveló, para su asombro, que sus estudiantes, incluso aquellos que vivían en fincas cafeteras, ignoraban el proceso de siembra, cultivo, beneficio, trilla, tostión, molienda y preparación del café.

Elizabeth, una de las estudiantes que participó de aquel proyecto, recuerda, después de un año, el rico olor de los granos de café tostándose en un recipiente sobre el fogón de leña en la finca que conocieron con la profesora, y lo relaciona con las conversaciones que tuvo con la gente del pueblo y los campesinos cuando investigaba la historia de Santuario con Raúl, lo que me reveló la profundidad de las desvinculaciones que había generado la modernización:

Eso fue algo que detonó mi interés por mi municipio, antes era más bien como egoísta, solo participé en esos proyectos por la nota, pero después de conocerlo, empecé a cogerle un amor tremendo a mi pueblo, ahora Santuario está en mis proyectos de futuro y hasta me ayudó a acercarme con mi papá, porque me di cuenta de que lo que él hacía no era porque fuera un viejo loco que se iba para las montañas todas las semanas, un día me fui con él, me explicó lo que sabía, entonces entendí que él era un campesino santuareño amante del monte. También, cuando encontraron la guaca en el centro del pueblo, supe que mi papá había sido guaquero y él me explicó cómo era que se sacaban. Ahí entendí el valor que tenían las vasijas de barro que teníamos en la casa (Elizabeth, comunicación personal, 21 de abril de 2016).

Lo narrado por Elizabeth me permitió entender, por contraste, cómo los procesos escolares que había vivido antes de su participación en el semillero habían contribuido a desconectar sus deseos de las posibilidades existentes en su municipio, al punto de no verlo en sus proyectos de futuro, ni ver en su padre la continuidad del pasado en un presente tan confuso que obstruye la valoración común de lo que hacen y poseen generaciones diferentes.

Al lograr que las formas modernas fuesen percibidas por los campesinos montañeros como mucho más relevantes que las tradicionales, el proceso de modernización de la economía cafetera contribuyó a devaluar y hacer imperceptibles aquellos atributos biológicos y culturales que sustentaron su existencia en el campo durante casi un siglo. Los mismos que, en la actualidad, Raúl se esforzaba por visibilizar entre sus coterráneos como tesoros comunes: la gente, la biodiversidad, el agua y la memoria colectiva.

Aquello se tradujo, con el tiempo, en un desinterés de la población local por la caficultura, la vida en el campo y su pasado. Algo que contribuyó a que, progresivamente, la educación rural en esta región, al igual que las pequeñas fincas cafeteras, se convirtieran para estudiantes, familias, docentes y directivos en sinónimo de economía, lo que en sus palabras se traducía como “una posibilidad de conseguir con qué vivir”, es decir, una posibilidad o un requisito para vincularse a los procesos de producción de valor de cambio.

Trochas que se recorren con la palabra y conocimientos que se experimentan

Para los Gallitos de Roca, el municipio de Santuario era un “aula viva”, en la que se podían “hacer trochas a través de la palabra”, algo que, para ellos, significaba desarrollar proyectos de investigación que asocian la biodiversidad de su región y la cultura cafetera con el aprendizaje de las ciencias naturales y sociales, las matemáticas, la literatura, la lectura y la escritura.

De este modo, los profesores que lideraban el semillero, esperaban superar la idea de que la educación escolar era solo “una posibilidad de conseguir con qué vivir” y despertar la curiosidad de las nuevas generaciones por el PCC, movilizar el intercambio de saberes locales en torno al territorio, así como desarrollar arraigos y pertenencias en un pueblo reconocido nacionalmente por sus altas tasas migratorias.

En particular, la mirada de Raúl, uno de los profesores del semillero, sobre el PCC era la de un maestro que conocía su territorio y a su gente, pero que, además, había educado a varias generaciones de hijos de los caficultores. Por eso podía entender el potencial valorativo que este representaba para dignificar la existencia de las personas en el campo, y percibir algo que, según él, se le había pasado por alto a los académicos que prepararon el dossier para la Unesco: que el plan de manejo inicial del PCC no había tenido en cuenta el rol de los niños, los jóvenes y las escuelas rurales en la sostenibilidad de aquel patrimonio universal.

Para Raúl, esa ausencia, antes que un problema, representaba una posibilidad para reivindicar la autonomía productiva de su escuela a través del agenciamiento de proceso de indagación y producción de conocimiento fundado en la experiencia directa, la interacción participativa y el aprender haciendo. Pero, además, una oportunidad para insertarse en la discusión sobre la sostenibilidad del PCC desde categorías de la realidad que trascendían las limitaciones comprensivas que la convención PCC imponía a las prácticas institucionales, además de poner en valor sus creaciones. De esta forma, buscaban aprovechar las aperturas generadas por la crisis, para contribuir, desde la escuela, a reconstituir los deteriorados vínculos con su gente, la biodiversidad y la memoria colectiva, lo mismo que entre saberes escolares, tradicionales y conocimiento científico.

Es por ello que Raúl señalaba:

Al PCC hay que darle un manejo respetuoso, solidario, pertinente, y pensado no a una o dos generaciones, como pensaron los monocultivos de caturrales, sino pensado a largo plazo y de manera general. Nosotros pensamos que el PCC es una oportunidad para que no se acaben estos pueblos, pero no está diseñado para chicos de colegio, lo pensaron en función del turismo, para vender el país y canalizar recursos. Nosotros lo vemos como una oportunidad educativa que no estaba en el currículo, y nos convidamos solos en un cuento que no era para nosotros, para decirles a los que montaron el PCC que sin los niños y los jóvenes no hay futuro para la Eco-Región (Raúl, comunicación personal, 7 de noviembre de 2016).

En su argumentación era palpable que su resistencia al discurso oficial del PCC no significaba que rechazara esta iniciativa, sino que, por el contrario, veía en ella una oportunidad para reorientar los modos de vida en los pueblos cafeteros hacia prácticas y representaciones que los hagan sostenibles.

Es por ello que proponía, desde sus intencionalidades como maestro, educador ambiental y habitante de la localidad, darles una mayor relevancia a los valores ambientales para interpretar el PCC. Aquello, entendiendo que lo ambiental surge como otredad insalvable para el proceso de modernización cafetera y el modo de vida derivado de ella, en tanto pone de manifiesto la condición material y finita de sus posibilidades y conflictúa las prácticas que quieren sobrepasar tales límites para obtener ganancias a corto y mediano plazo. Una perspectiva que le abre la posibilidad de valorar el territorio de una manera plural.

De esta forma, Raúl hace una valoración pragmática del PCC, a través de la cual pone en evidencia que la valoración del territorio y de lo que ocurre en él no pueden reducirse ni a la búsqueda de un mejor precio para el café y sus derivados ni a la reificación de los cuatro valores de excepcionalidad universal que le son reconocidos al PCC por parte de la Unesco.4 Esto, dado que ambas miradas homogenizan y simplifican la lectura de un territorio en el que las relaciones de la caficultura y los caficultores, con su entorno, su comunidad y la sociedad, son diversas, complejas y cambiantes.

En consecuencia, Raúl trata de abordar el PCC de un modo que se visibilicen los problemas que han generado las prácticas cafeteras homogenizantes y de paso destacar los valores que podrían dar sustento a otras maneras de vivir y producir café en ese territorio, o que por lo menos podrían hacerlo más vivible para sus pobladores tradicionales.

Para ello, Raúl pone en relación los discursos institucionales del PCC con experiencias sustantivas que interrogan la validez ecológica y social de los valores y atributos patrimoniales a través de los cuales se pretende valorizar la caficultura colombiana de montaña. Al respecto, él me contaba en una entrevista que sostuvimos en el INSA:

La idea es apropiarnos del tema del PCC e incluirlo en los chicos, pero no se trata de tragarnos todo lo que nos manden sobre PCC, es mantener una posición crítica, es preguntarse por qué Santuario ha destruido tanto su biodiversidad para abrirle paso a los monocultivos, especialmente el de café, arrasando el sotobosque; es entender que hablar de caficultura es también hablar que no nos gusta la política cafetera, que a todos nos ofusca cuando se va a coger la cosecha y el precio baja, y que los campesinos se quejan porque no pueden obtener con su trabajo un ingreso favorable sino que los precios son manipulados desde arriba para que los que producen el café se vayan a pique desde el productor hasta el más humilde garitero de una finca, esa posición crítica nunca la podemos perder de vista (Raúl, comunicación personal, 7 de noviembre de 2016).

A través de sus planteamientos, pude notar que Raúl acogía la propuesta institucional de apropiación patrimonial de los valores y atributos del PCC, pero que la asumía no como un asunto a reproducir y divulgar, sino como un tema a discutir, poniendo en duda que tales valores fuesen inherentes a este territorio o, por lo menos, que las valoraciones que las instituciones hacían de ellos coincidieran con lo que la población experimentaba a nivel local.

Intrigado por esos “valores que trascendían el paisaje”, de los que hablaba una de las cartillas que había producido el semillero, le pregunté a Raúl cuáles eran. Él, levantando la mirada, como para acordarse, dijo:

Son valores que nacen del hacer, como el respeto a la palabra empeñada para resolver asuntos de negocios, linderos y pagos; el respeto por los demás; la familia; la responsabilidad en las cosas que se nos asignaban para su custodia; la forma de cultivar con cuidado y amor al ambiente, teniendo especial cuidado por la protección del agua, sin químicos e insecticidas. Pero también otras con valor intrínseco, como la tierra. Todos esos valores existían entre nosotros antes que entraran a funcionar las políticas de la Federación (Raúl, comunicación personal, 7 de noviembre de 2016).

Los valores que enunciaba Raúl daban cuenta de acciones tradicionales a través de las cuales las personas del campo asumían su interdependencia con los demás y con la naturaleza y propiciaban formas de integración social consecuentes con ello. De ahí que no solo reconocían valor en objetos no mercantiles, como “el respeto a la palabra empeñada”, sino que también asumían que la tierra tenía un valor en sí misma, aludiendo al monte, y no solo en función del uso que las personas hicieran con ella.

Tales valores emergían del hacer concreto de los campesinos que habían nacido, trabajado y habitado en aquel territorio, y que cultivaron la tierra en estas montañas andinas, los que ven en ellas campo, los que saben que “cada verde en el paisaje es algo diferente”, o, como decía un campesino de la zona que practica la agroecología, que son capaces de ver muerte donde otros ven un paisaje muy bonito, porque la experiencia les ha enseñado a establecer a la distancia las carencias minerales de los suelos cultivados (diario de campo de la Gira “Lab-Ter”, julio 23 de 2017).

Situación distinta es la de los valores reconocidos en el PCC por la Unesco, los que, al consagrarse como referentes universales, se estandarizaron y se hicieron indiferentes a las particularidades naturales y locales. Estas cualidades los hicieron lo suficientemente generales y abstractos como para que en torno suyo se pudieran performar de manera autorreferencial una gran variedad de relaciones de significado que usufructúan la valorización de la caficultura de montaña como bien patrimonial. Ello debido a que fueron producidas por expertos y empresarios, que, al poder permitirse una distancia en relación con la naturaleza y el trabajo, lograron matematizar estos tonos de verde que diferencian los campesinos, al punto de delimitarlos de manera georreferenciada, para hacerlos ver como un continuo homogéneo indiferenciado de paisajes culturales y negocios.

La perspectiva de Raúl se había concretado en una de las producciones creadoras más destacadas del semillero: el proceso de investigación que realizaron desde las diferentes sedes del Instituto Santuario en el área urbana y rural de su municipio en el año 2013, al cual denominaron “Haciendo trocha a través de la palabra”.

A través de él, pretendieron, por primera vez, aproximarse a la idea del PCC en sus propios términos, con el ánimo de apropiarse y valorizar localmente este discurso desde una perspectiva territorial. Para los Gallitos de Roca hacer trocha a través de la palabra implicó producir experiencias de investigación sobre algunos de los atributos biológicos y culturales que se están patrimonializando en su localidad.

Para producir tales experiencias, el grupo adoptó un modo de conocer que implicaba formarse, a través de la indagación, como narradores del territorio. Lo cual evocaba esa oralidad a través de la cual los viejos colonizadores montañeros producían sentido a su existencia en aquellos parajes y le daban valor a lo que hacían allí.

Este modo de conocer era consecuente con la idea, tradicional en aquellas comunidades campesinas, según la cual “los valores nacen del hacer”. Es decir que el valor de las cosas procedía de lo que se hacía con ellas y, en consecuencia, que para que algo o alguien tuviera valor había que hacerlo valer a través de la acción.

Tuve la oportunidad de conocer los resultados de aquella investigación en una reunión que sostuve con algunos de sus miembros en la sede de la posprimaria rural que tenía el Instituto Santuario en el corregimiento de Peralonso.

Al parecer, el grupo había logrado utilizar la dispersión de sus miembros para indagar su territorio desde adentro. Para ello conformaron una red que les permitió entrar con sus interrogantes a las diferentes veredas, procesar de manera colaborativa los hallazgos que encontraron en ellas y contrastarlos con múltiples lecturas que les sirvieron para contextualizarse y entender mejor lo que habían encontrado.

Hilda, una de las participantes, intervino para señalar que esos productos fueron el resultado de recuperar la historia de su corregimiento a partir de preguntarse por cosas como ¿quién lo fundó?, ¿quiénes llegaron? y de haberse puesto a averiguarlo, algo que a ella en particular le producía mucho gozo:

Cuando la profesora dijo que era para saber las historias pasadas de acá, entonces a uno le dio como entusiasmo, entonces uno echó más pa’ delante y uno se alegraba cuando iba a investigar eso, yo era toda feliz cuando me decían todos los datos y yo los escribía, y es como algo bueno (semillero de investigación Gallitos de Roca, grupo Peralonso, comunicación personal, 25 de abril de 2014).

En su manera de narrar la experiencia, Hilda no solo daba importancia al hecho de haber aprendido sobre el pasado de aquella localidad a la que las derivas de sus padres la habían traído desde las lejanas tierras de Santander y en la que ahora le gustaba vivir. También le daba importancia a la posibilidad que había tenido de salir del anonimato, de haber dejado de ser una más que asume estoicamente las adversidades en aquellas veredas, y poder expresarse como un yo a través de la escritura y lograr ser escuchada por los demás, aunque fueran desconocidos.

Hilda, junto a Zully, Gisela y Dayana, otras participantes del semillero, se dedicaron a estudiar la historia local. Según Hilda, empezaron con

un documento anónimo de la historia de Peralonso, un papelito como de dos o tres páginas escrito a mano que encontramos en la Corregiduría. Ahí nos dimos cuenta de que hay que tener presente la historia, porque para nosotros fue difícil encontrar información, debido a que la gente deja olvidar la historia como si no tuviera importancia (semillero de investigación Gallitos de Roca, grupo Peralonso, comunicación personal, 25 de abril de 2014).

Dayana intervino a continuación, con aire serio, tratando de aclarar, también, en plural lo que Hilda estaba planteando:

Es que aquí hay muchas familias que viven aquí desde hace muchos años y no conocen nada de lo que fue anteriormente, ni de la historia que tienen, es como decir yo quiero a esa persona, pero yo no sé su pasado y la conozco cómo es ahora, pero no sé lo que era antes. Entonces es lo mismo, vivimos aquí y sabemos que es un corregimiento, pero no sabíamos qué era antes, no sabíamos nada, ni siquiera le dábamos importancia a las riquezas que tiene esto por acá (semillero de investigación Gallitos de Roca, grupo Peralonso, comunicación personal, 25 de abril de 2014).

A medida que hablaba, Dayana fue cambiando su aire serio, hasta terminar en una risotada, como si estuviera tratando de encontrar las palabras correctas para expresarse y se sintiera contenta de haber dicho algo importante. En su planteamiento logré vislumbrar que Peralonso era un lugar que se vive en familia y en presente, un corregimiento en el que las nuevas generaciones crecen sin saber la densidad de las trayectorias que han confluido en él para constituirlo.

En este contexto, realizar una indagación como la que hicieron los Gallitos de Roca le había permitido a estos chicos ampliar su capacidad para percibir y valorar en el entorno una serie de objetos, seres, relaciones y transformaciones que antes les eran invisibles en su vida cotidiana, al igual que para el resto de sus vecinos.

Hilda terció en la conversación ampliando aún más lo planteado por Dayana, al señalar, igualmente en plural, que con el proyecto habían aprendido a valorar mucho el entorno en el que estaban, y que, en particular, a ella, que venía de otro departamento lejano, la investigación le había ayudado a conocer y “aprender a querer esto por acá”.

De algo semejante daba cuenta Natalia, cuando, venciendo su timidez, señalaba en nuestra conversación colectiva que para ella lo más importante de su trabajo en Ondas fue “aprender a valorar como importante lo que tenían en Peralonso” y, por extensión, “aprender a mirar el paisaje cafetero” (semillero de investigación Gallitos de Roca, grupo Peralonso, comunicación personal, 25 de abril de 2014).

Todas ellas apelaban a una suerte de ampliación de sus campos de visión que les permitía expandir el rango de lo que valoraban como importante en su territorio. Gisela, otra participante del semillero, fue aún más lejos, señalando que “cualquiera puede recuperar una historia y traerla”, pero que lo importante del proceso había sido lo que les dejaba en términos de educación y aprendizaje, y propuso un ejemplo para ilustrar su posición:

Nosotros de ahí sacamos que vamos a leer más, que vamos a desenvolvernos más con la gente, que vamos a ser más respetuosos y valorar lo que la gente hace, y que uno hay veces no ve, pero que ahora queremos que otros también vean, porque muchas veces no nos damos cuenta, nos cegamos en lo que estamos haciendo y no vemos lo que la demás gente está haciendo y eso es como ser egoístas. Aparte, ahora sabemos valorar lo que nosotros hacemos (semillero de investigación Gallitos de Roca, grupo Peralonso, comunicación personal, 25 de abril de 2014).

Para Gisela, la experiencia vivida le había permitido superar lo que ella denominaba ceguera, y que relacionaba con el egoísmo, formas de distorsión que impedían valorar a la gente por lo que hace, al igual que la valoración de los haceres propios. Esa misma ceguera y egoísmo estaban presentes en su medio, y se habían instalado en relación con los saberes y prácticas de los campesinos que sembraban café de manera tradicional, cuando se modernizó la economía cafetera.

Hilda, retomando la metáfora visual, fue aún más lejos, al comparar su proceso con un quitarse “una venda de los ojos”, aquella metáfora no era solamente visual y se refería a la importancia que en aquel proceso había tenido para ellas superar el autocentramiento al que estaban acostumbradas en el aula de clase y en su vida cotidiana, para entrar en contacto con sus compañeras y diferentes miembros de una comunidad, que habían naturalizado a tal punto que ya no veían, ni valoraban, ni respetaban.

El relacionarse reflexivamente con los otros de su corregimiento les había permitido entender fenómenos sociales y culturales que, como la ceguera y el egoísmo, estaban detrás de ese sesgo que no les dejaba ver la riqueza que los rodeaba y de la que les hablaba el profesor Raúl, quien coordinaba el semillero. Sin embargo, un aprendizaje de mayor trascendencia derivado de aquella experiencia fue descubrir que su presencia era también importante para las gentes de su territorio.

En ese sentido, dar valor a algo pasa, entonces, por inscribirlo en una relación que lo haga visible a través de la acción, la cual, a su vez, visibiliza a quien la realiza. Algo que no solo trasciende las circunstancias y las relaciones en las que ese algo fue producido, sino que, además, le revela como una expresión no monetaria de la riqueza y como afirmación del lugar de las personas en el seno de una comunidad.

Quizá por ello Sergio afirmaba que después de participar en el proyecto “ya no veía las cosas igual que antes”, que había comenzado a valorar más lo que había a su alrededor, a “pararle bolas a eso del medioambiente”, y a contribuir junto a sus compañeros con esa causa, llevándole a la gente el pasado de Peralonso que ellos habían recuperado, para que recordaran cómo era antes de la modernización. Aquello significaba un cambio importante en el hijo de uno de aquellos campesinos montañeros que desmontaron sus fincas para monocultivar café, que vivieron las bonanzas y ahora sobrevivían a la crisis cafetera, probablemente por haber conservado en su propiedad pedazos de selva andina donde los trabajadores indígenas aún iban a “brujiar gürres, iguanas, pájaros barranqueros y tucanes falsos” (semillero de investigación Gallitos de Roca, comunicación personal, 25 de abril de 2014).

Natalia, otra de las participantes, también reflexionando sobre su experiencia, afirmaba de manera impersonal que

uno ya ve distinto las casas, la gente que viene a la parroquia, los palos de café, y eso es porque ya tenemos más inteligencia, sabemos más del tema y porque conocemos ya más la manera de ser de las personas (semillero de investigación Gallitos de Roca, grupo Peralonso, comunicación personal, 25 de abril de 2014).

De todos los participantes, ella fue la única que se refirió explícitamente al PCC, y era de las más entusiasmadas con la posibilidad de conocer otros lugares a través de la divulgación de sus hallazgos.

La posibilidad de desfamiliarizarse de sus comportamientos habituales también había logrado que Peralonso se hiciera importante para ellas. Esta valorización les permitió darse cuenta de que los atributos de su comunidad no eran asuntos de “montañeros ignorantes”, como era corriente escuchar a la gente de las ciudades, haciendo alusión a los campesinos que habitaban las montañas de la región, sino asuntos de interés para sus compañeros, profesores locales y foráneos, investigadores de universidades, funcionarios del Estado e incluso políticos locales.

Los saberes producidos en el encuentro con su territorio les permitieron a los Gallitos de Roca activar, además, la comunicación con sus vecinos en torno a las memorias de su pasado común. Eso les hizo caer en cuenta de que su mundo no había sido siempre igual, que no había obedecido siempre a las mismas lógicas económicas. Pero, sobre todo, de que su experiencia de vida en la zona rural no era una fatalidad de la cual deben elevarse y escapar hacia mundos abstractos, como plantea Massey (2005), sino una posibilidad de partida (Ingold & Kurttila, 2000) para conectarse con otras personas en lugares distintos, urdiendo tejidos que les permitan habitar el mundo desde su terruño.

El periplo investigativo que desarrollaron les permitió apearse de las certezas con las que se habían orientado hasta entonces en su proceso escolar y reconocer en su corregimiento un lugar a la vez cercano y desconocido, sobre el que era posible hacerse preguntas y asumir roles diferentes a los ordinarios, como, por ejemplo, ser investigador y relacionarse con parientes y vecinos para indagar saberes, lugares y cosas que antes pasaban inadvertidos para ellos, tales como las ollas de barro que encontraron en las guacas, las colecciones de fotos familiares, los trofeos que consiguen los trabajadores en el monte, los cafetales a su alrededor o los indígenas que los reemplazan como cosecheros.

En consecuencia, los estudiantes entendieron, a través del proyecto, que para conocer su territorio y darle valor debían dejar de ocupar el espacio cerrado que la escuela había abstraído para transportarlos al mundo del desarrollo a través de la transmisión de conocimientos homogeneizadores.

Por el contrario, debían asumir su territorio como un “aula viva”, en la que ellos podían entrelazar las sendas propias con las de sus mayores, las de los recién llegados y las de los desconocidos, que, como yo, podían emerger en algún punto de sus caminos, para descubrir, crear, comunicar y dar valor, desde adentro, a la densidad simbólica presente en las formas de pensar, sentir y actuar de los habitantes de aquel lugar.

Así, aprendieron a moverse a través de su corregimiento, para entender que no solo los valores nacen del hacer, como decía Raúl, sino, también, que es a partir del hacer que se construye el territorio, una realidad dinámica de la cual el paisaje es solo la pequeña parte que usualmente los foráneos logran percibir.

Conclusiones: el estudiante competente

A partir de las prácticas creadoras, desde el semillero se produjo una categoría orientadora de los propósitos educativos que debería buscar el INSA en un contexto de crisis cafetera y valorización patrimonial de la caficultura de montaña: los estudiantes competentes. Una categoría que, a pesar de tener el mismo nombre que utiliza el Ministerio de Educación, tiene un significado distinto. Para Raúl, “un estudiante competente es el que tiene la capacidad para conocer, reconocer, entender, valorar y disfrutar el contexto propio y el ajeno, contribuyendo a su construcción y mejoramiento” (Raúl, comunicación personal, 20 de noviembre de 2015).

Los estudiantes competentes serían, entonces, personas con capacidad de reconectarse con las formas sustantivas de la vida (biodiversidad, la tierra, el agua), que llevan el campo adentro (la memoria colectiva, la gente) y que desarrollan las capacidades para percibirlas, conocerlas, disfrutarlas y hacerlas valer, como parte del proceso de valorización de la caficultura de montaña, y contribuir a su cultivo, desde el lugar en que se encuentren, empezando por su localidad.

La capacidad de agencia desarrollada por estos estudiantes competentes se desarrollaría a través de uno de los procesos ideados por ellos: “experimentar el conocimiento” de manera situada. Un modo que, como lo habían demostrado los integrantes del grupo de Peralonso, les permitiría, además, establecer vínculos con y desde el territorio a través del hacer

Lo anterior implica que los “estudiantes competentes” deberían aprender que su municipio es un aula viva, cuyas enseñanzas no pueden ser aprehendidas solo a través de pantallas y libros, sino que requieren que los interesados expongan y afinen el cuerpo, la sensibilidad y la reflexividad para lograrlo. Aquello dado que ellos tienen el desafío, al igual que lo tuvieron sus mayores, de aprender a vivir en un mundo que, aunque no pueden controlar plenamente, ofrece la posibilidad de ser habitado, en la medida en que se atrevan a abrir en él trochas que vinculen sus vidas con las de otros y aprendan juntos a lidiar con sus propios anhelos y temores, conociéndolo y apalabrándolo.

Dicho posicionamiento en relación con el conocimiento y el territorio les diferenciaría de las personas que experimentan procesos escolares disociados de su contexto, al tiempo que les permitiría contar con conocimiento tácito y propio, a partir del cual pudieran tomar decisiones sobre su propia vida. Aquello, aunque deban vivir en contextos que tienden a condicionar sus elecciones hacia la producción de valor de cambio, so pena de perder significación y valor para la sociedad.

Otra de las maneras en las que son entendidos los estudiantes competentes por parte de los profesores del semillero es que sean personas que puedan desarrollar arraigo y proyección en la vida desde su territorio, unas “que se reconozcan santuareños, que sepan de donde son, cual es la raíz que tienen, independientemente a dónde los lleven sus alas” (diario de campo del foro ambiental A la Sombra del Tatamá, llevado a cabo en el INSA, 6 de julio de 2017).

De esta manera, los profesores del semillero aspiran a que, indistintamente de si se quedan o si se van a otro lugar, las nuevas generaciones de santuareños puedan contrastar sus experiencias y darse cuenta de que son personas con atributos que los diferencian de otros y, además, de que esa diferencia es la que les permitirá abrirse camino, en tanto les habilita para leer y actuar en el mundo desde dimensiones impensables para otros, esa dimensión impensable del valor, que tiene que ver con la reproducción y la preservación biocultural de la vida.

Eventualmente, esta percepción relacional de sí mismos podría permitirles escapar a la tentación individualizante de hacerse in-diferentes hacia los demás y hacia sí mismos, para competir en “el absurdo mercado de hombres sin cualidades” del que hablan Jappe, Kurz & Ortlieb (2009); un mercado en el que, “al igual que las mercancías, todos los ciudadanos son medidos por el mismo rasero; son porciones cuantitativas de la misma abstracción” (p. 36).

En ese mercado participan no solo muchos de los santuareños que han migrado, sino también los que se quedaron y están “de rebusque” en medio de la crisis, dispuestos a hacer cualquier cosa para conseguir ingresos, aun a expensas de la propia vida.

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Notas

* Descripción del artículo | Article description El presente artículo de investigación se inscribe en una reflexión más amplia que vengo desarrollando en torno a la relación entre educación y economía, y que ha sido mediada por el desarrollo de la tesis doctoral Valores que nacen del hacer: ruralidades performadas por el valor. Fetichismo, valorización y escuela en un municipio del Paisaje Cultural Cafetero Colombiano, el cual construí a partir del trabajo de campo que realicé en el municipio de Santuario, Risaralda, entre los años 2014 y 2018.

1 Los municipios en Colombia corresponden al segundo nivel de división administrativa del territorio nacional, los cuales mediante agrupaciones constituyen departamentos. A su vez, las veredas comprenden las zonas rurales de un municipio. Históricamente, las veredas se conformaron a partir del aglutinamiento de la población rural cercana a los caminos rurales que cruzaban los territorios municipales y que servían de comunicación entre varios municipios. En una vereda es posible encontrar tanto pobladores dispersos en predios de diferente extensión, denominados fincas, en los que regularmente se vive y se trabaja; caseríos, en los que se agrupan viviendas, pequeños negocios y en algunos casos centros educativos; zonas de manejo especial, destinadas a la protección de las cuencas que surten los acueductos veredales, y, en ocasiones, como es el caso del municipio de Santuario, parques naturales, destinados a preservar diversas especies y ecosistemas. En los municipios con zonas rurales extensas, las veredas se agrupan en unidades administrativas denominadas corregimientos.

2 Semillero de investigación hace alusión a un espacio voluntario de aprendizaje a través de la indagación en el que interactúan profesores, estudiantes y expertos en torno a experiencias de investigación.

3 Actividades de exploración que desarrollaban los estudiantes sobre diversos aspectos del territorio acompañados por docentes y en ocasiones por “expertos” en plantas, insectos, mamíferos, mitos y leyendas, procesos de producción del café, la historia local u otros temas, según lo que estuvieran indagando.

4 Los valores universales reconocidos por la Unesco son los siguientes: 1) esfuerzo humano, familiar, generacional e histórico para la producción de un café de excelente calidad, 2) cultura cafetera única para el mundo, 3) capital social estratégico construido alrededor de una institucionalidad y 4) relación entre tradición y tecnología para garantizar la calidad y sostenibilidad del producto.

Notas de autor

* Maicol Mauricio Ruiz-Morales es profesor asociado en la Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia. Licenciado en Etnoeducación y Desarrollo Comunitario. Es especialista en Ciencias Sociales, magíster en Educación y Desarrollo Humano y estudiante del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de General Sarmiento-Instituto de Desarrollo Económico y Social, en Argentina.

Información adicional

Para citar este artículo | To cite this article: Ruiz-Morales, M. M. (2021). “Nos convidamos solos en un cuento que no era nuestro”: encuentros con niños investigadores. magis, Revista Internacional de Investigación en Educación, 14, 1–27. doi: 10.11144/Javeriana.m14.ncsc

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