¿Por qué a mí? Vislumbres del trayecto a una humanidad terrestre*

Why Me? Glimpses of the Journey towards a Terrestrial Humanity

Por que eu? Vislumbres da jornada para uma humanidade terrestre

Margarita Ortega Sáchica, el Chulajuan y la palmera esquinera

¿Por qué a mí? Vislumbres del trayecto a una humanidad terrestre*

Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, vol. 17, núm. 2, 2022

Pontificia Universidad Javeriana

Margarita Ortega Sáchica, el Chulajuan y la palmera esquinera **

Universidad del Rosario, Colombia


Recibido: 11 enero 2022

Aceptado: 14 febrero 2022

Publicado: 01 julio 2022



El cuerpo va por espasmos, contracciones y distensiones, pliegues, despliegues, anuda- mientos y desenlaces, torsiones, sobre- saltos, hipos, descargas eléctricas, disten- siones, contracciones, estremecimientos, sacudidas, temblores, horripilaciones, erecciones, náuseas, convulsiones. Cuerpo que se eleva, se abisma, se abre, se agrieta, se agujerea, se dispersa, se echa, salpica y se pudre o sangra, moja y seca o supura, gruñe, gime, agoniza, cruje y suspira.

Fuente: —(Nancy 2003, 32)

(Inhalemos)

¿Por qué a mí? es una pregunta que repetidamente me acompaña, usualmente viene acompañada de una sensación de frustración, culpa e incertidumbre. También aparece en mí como una pregunta que al tratar de responder se convierte en un laberinto de hipótesis que aumentan la duda y que poco aportan en el proceso de habitar la voz mental de la pregunta, pues su tono tiene un reclamo, una advertencia a quien pregunta, como quien no merece un castigo, o aquella situación originaria por la que precede la pregunta.

(Exhalemos)

Esa voz mental extraterrestre o que pretende pertenecer al plano de lo divino (ya me detendré más sobre esto), esa pregunta-reclamo es la que orientará este artículo, en el que compartiré algunas pistas o reflexiones sobre la concepción humana del dolor, la enfermedad o el sufrimiento, y cómo estas experiencias son materia terrestre, recordatorio de animalidad y advertencia del ecosistema donde estamos inmersos en la actualidad. Además, compartiré algunos puentes entre mi práctica como terapeuta y la danza, en especial, la improvisación.

Compartiré las huellas de mi experiencia con la enfermedad, una artritis reumatoidea que me diagnosticaron hace más de diez años y que fue y es gracias a esa experiencia con el cuerpo que he venido indagando los significados sociales del dolor, la vivencia encarnada de la enfermedad y la manera en que habitarme así ha potenciado tanto la escucha en el contexto de psicoterapia como la creación en danza y en movimiento.

A continuación, exploraré algunas inquietudes que el Chulajuan, una reserva natural ubicada en el Alto del Vino en Cundinamarca, me generó al recorrerlo, entre esas la relación de la percepción de la naturaleza como paisaje versus la naturaleza como fuerza, potencia y caos, y cómo esa visión de la naturaleza en la que los humanos nos autoexcluimos tiene un efecto en la percepción del dolor, físico o psicológico (si es que hay alguna separación).

Finalmente, a partir de las revelaciones que la palmera nos ha dado a los consultantes y a mí cuando conversamos, compartiré algunas revelaciones y movimientos que nos ha propuesto a la hora de escuchar el sufrimiento humano, las situaciones vitales de las relaciones humanas y la manera en que es más amoroso encarnar la experiencia.

Memorias y arrojos del dolor articular: mirar es petrificarse



El dolor es una de esas llaves con que abrimos las puertas no solo de lo más íntimo, sino a la vez del mundo.

Fuente: —Ernst Jünger

Me lanzo a escribir como única salida posible de estas huellas en mí, los recuerdos se ubican en mi garganta como una amenaza, algo necesita ser expresado, recordado, decan tado. Mientras hago este gesto arrebatado, la garganta se pronuncia y mis ojos se humedecen un poco. Me entrego a las huellas de la memoria, con sus vacíos, imágenes super- puestas, colores exagerados y sensaciones imposibles de describir; me arrojo confiando en que esa misma memoria me salva, me acoge y me abraza de vez en vez. Esta vez me empuja o me obliga.

Suspiro profundo y mi boca hace un gesto como si soplara largo

En 2009, finalizando mi carrera universitaria, y luego de terminar mi trabajo de grado, amanecí con un dolor en la mandíbula que no podía soportar. Había pasado días enteros acostándome muy tarde, producto de una autoimpuesta exigencia de sacar adelante aquel trabajo. En mi mente, solo se escuchaba la presión que yo misma me demandaba de hacer un buen trabajo, que provenía no solo de querer sacar una buena calificación, sino también de la exigencia de ser “la mejor”, presión que corresponde a las típicas dinámicas académicas en las que se mide el saber a partir de condecoraciones, premios o reconocimientos.

Así, luego de dormir a eso de las seis de la mañana, con palabras desordenadas y caóticas en mi cabeza, me levanté sin poderme mover. Fue aterrador. La mandíbula fue la raíz, mandíbula apretada, enfurecida, perfeccionista y cansada. Con el paso de los días, el dolor y la inflamación de las articulaciones fue migrando: pasaba por las muñecas, luego a la rodilla izquierda, los dedos de las manos, los pies, la cadera, los hombros. Siempre en movimiento, los anticuerpos que me “atacaban” —como me decían los médicos— viajaban por todo mi cuerpo, dejándome inmóvil por varios meses.

Petrificarse
Figura 1.
Petrificarse


Fue un año intenso en que la artritis me sacudió, me dejó en cama días enteros, anquilosada, congelada, quieta. La pregunta “¿por qué a mí?” insistía en aparecer. Sentía que para una persona que amaba bailar la enfermedad era un castigo que recaía en lo que más podía doler: la incapacidad de moverse.

La danza siempre había sido un lugar muy importante en mi vida, pero en la universidad se volvió mi portal de acceso a mis identidades más honestas, allí había conocido mis límites, mis capacidades y posibilidades, descubrí que, aunque siempre sufría por no ser una bailarina virtuosa ni flexible, tenía algo adentro que reverberaba incansablemente con una pasión por lo que creaba, que antes no había experimentado con ninguna otra práctica.

Fue una época muy dura, tuve que visitar múltiples médicos, tomar muchos medicamentos, escuchar las múltiples historias de “milagros de sanación” en las que me recomendaban hacer rituales y ungüentos caseros; entregarme a la homeopatía, traicionarla, luego volver a ella, ir a terapia, hacer todo para evacuar a la invasora artritis de mi cuerpo.

Jean-Luc Nancy fue uno los filósofos que me ha removido mi relación con el cuerpo, no solo a nivel intelectual, si no sobre todo a nivel carnal. Nancy cuenta en su ensayo “El intruso” su experiencia con el implante de un corazón. Vásquez Rocca (2008), hablando de Nancy, menciona que hay una suerte de desorientación, una falta de reconocimiento de la identidad, propia de una ajenidad que plantea la enfermedad. Incluso, en el lenguaje médico y también el coloquial, se utiliza el término “tener una enfermedad” como algo que uno adquiere del mundo de afuera y que supone que al curarse “se deja de tener”.

Además, Vásquez Rocca (2008), citando a Nancy, dice que hay una escisión identitaria frente al sufrimiento por enfermedad, pues al decir “yo sufro” se implican dos yoes extraños uno al otro (pero, sin embargo, se tocan). Un yo rechaza al otro. De esta manera, significó para mí la consciencia de que esa ajenidad o extranjería de la artritis en mí era lo que imposibilitaba la aceptación del sufrimiento y del suceso doloroso que estaba experimentando. Desde esta perspectiva de intrusividad de las enfermedades en los cuerpos, el sufrimiento se vuelve también ajeno, separado, escindido de un yo; un yo que es cuerpo y que es en ese mismo cuerpo donde sucede el dolor, la quietud, el miedo, la rabia y la impotencia.

Sumado a lo anterior, la ajenidad de la enfermedad o del dolor (tanto físico como emocional) es reiterada por la excesiva explicación causal relacionada con eventos traumáticos, represiones inconscientes, heridas personales y familiares, elementos individuales asociados a cuestiones psicológicas. Se vuelve ajena la mirada de la enfermedad desde estas miradas psicologicistas cuando la pregunta por la causa busca como respuesta de la explicación la sanación, que usualmente está relacionada con la migración de la enfermedad del propio cuerpo. En mi proceso, hice diferentes tipos de terapias psicológicas que me ayudarían a identificar la causa de la artritis. Fue agotador, la promesa de estar plena, sana, sin dolor y milagrosamente sin la enfermedad nunca ha llegado, y que no llegue promueve una cadena de pensamientos, creencias y voces sistémicas asociadas a la insuficiencia, la culpa y la falta de compromiso con la salud: “No habré hecho lo suficiente, qué me quedará por sanar de mi relación con mis padres, qué es lo que aún debo expresar mejor para que mi enfermedad no esté más, qué debo dejar de comer o empezar a comer para sanarme, qué me hace falta”. La culpa y el castigo de que la intrusa, extranjera e invasora siguiera en el cuerpo se hizo evidente.

Sobre esto último quiero recordar una de las conversaciones más importantes que he tenido en mi vida. Eran las seis de la tarde de un viernes en la universidad, esperábamos junto con Coque Salcedo, mi maestro de danza en ese momento, a los otros compañeros del grupo de danza contemporánea y no llegó nadie. Comenzamos a conversar, me preguntó por mis dolores y me quejé superficialmente de un dedo que tenía inflamado hace ya varios días, estaba cansada de narrar el dolor, la incertidumbre y la impotencia. Recuerdo que, luego de narrar mi cansancio, le confesé mi pregunta repetitiva: “¿por qué a mí?”. Como terapeuta estaba agotada de las conversaciones inacabables sobre los diferentes significados de la artritis en relación con los múltiples enfoques psicológicos, estaba cansada de las diversas recomendaciones de libros de autoayuda en las que la palabra sanación y cura parecían inalcanzables e imposibles de integrar en mí todo ese mundo donde las enfermedades son intrusas, invasoras que deben ser expulsadas, o tratadas, o curadas. Entre la risa del afecto y la congoja que generaba hablar de eso, nos miramos en la oscuridad de ese salón de danza, tirados en el piso, horizontales (en esa única postura donde todo puede ser dicho de una mejor manera), Coque me lanzaría una historia hermosa que nunca olvidaré, se sentó y, como si se tratase de una epifanía natural de sus reflexiones con sus libros y su investigación crítica del cuerpo, me dijo que quizá eso que estaba mirando en el dedo no se trataba de mí. “Quizá estás buscando seguir explorando explicaciones psicológicas, de la famosa herida que hay que sanar —me dijo—, “y, quizá, Maggie, la cosa es más amplia” —añadió.

Me levanté del suelo, me acomodé, me senté y me quedé a la escucha de su voz. Esto era nuevo, iba a oír, por fin, una historia en la que no se me culpaba por mi enfermedad, pues era insistente la idea de “no haber resuelto algo en mi vida”, por lo cual la invasora seguiría allí, producto de mi incapacidad de resolución, de “autosanación”.

Coque me pidió que imaginara que hay dos fuerzas en el mundo: una que es “mundana” (sin referirse religiosamente al respecto, hizo movimientos horizontales y circulares), allí es donde opera la inteligencia del mundo, es decir, ahí están las formas cotidianas de vivir, también la bolsa de Nueva York, las negociaciones en Palestina e Israel, el aumento del dólar y las alzas de petróleo, etc. Luego mencionó que hay otra fuerza (hizo movimientos verticales con las manos) que es la universal, que tiene otras maneras de disponerse y manifestarse. Digamos que ambas funcionan en un equilibrio más o menos armónico. Así, esta última fuerza para equilibrar se dispone a manifestarse en el plano material sobre materias disponibles, y por disponibles quiero decir abiertamente porosas, sensibles, así es que, quizá, ese dolor en tu dedo (del que me quejé al llegar a la clase) es el equilibrio de algo en el mundo y es en tu materia donde está disponible para ser transmutado, transformado…

Aquí es donde te invito a sentir los latidos del corazón

Yo estaba atónita, inmóvil, conmovida y conectada con lo que me estaba diciendo mi amigo, de alguna manera hacía sentido para mí la idea de que mi cuerpo no era solo mío, y que lo que en él pasara podría ser porque mi cuerpo estaba siendo parte de algo más grande. No era una ajenidad la artritis, por el contrario, se significaba como algo de lo que hacía parte, de un lenguaje amplio, ecosistémico, cósmico. Repentinamente, me sentí agradecida por el dolor, sin la necesidad de buscar respuestas, y más entregada a una fuerza misteriosa que permitía sencillamente aceptar su manera de equilibrar en mi cuerpo.

Ahora bien, el mismo Coque y la misma artritis me llevaron a pensar mucho el cuerpo y el movimiento; el ojo crítico de la danza se agudizó, e hizo que mi manera de verla y encarnarla fuera una investigación constante. Coque me habló y me invitó en sus clases a observar los dolores como una zona de oscuridad, de misterio, y a habitar el cuerpo que danza como un cuerpo que se dispone a que muchas intensidades de energía lo atraviesen, a que no sea el yo de luz (el cuerpo espectacular) quien bailara, sino el espacio y las potencias del cuerpo en ese espacio las que provocaran el movimiento en interdependencia con las materias circundantes.

Coque, además, me contó la historia tanto de Medusa como de la esposa de Lot en la Biblia, en la que en ambos relatos había un giro que implicaba ver la crudeza del mundo. En el primero, me contó que quien viera los ojos de Medusa se transformaría en una estatua de piedra, y en el segundo, la esposa de Lot en el Génesis los ángeles le indicaron que no mirara para atrás mientras huían de Sodoma y Gomorra; ella fue transformada en una estatua de sal. Girar, mirar, desplegar la torsión de la percepción para ver la crudeza del mundo transforma, es una mutación del que solo aquel que veía el mundo era capaz de atravesar. Es decir, ver era también amar el dolor, que era también el cuerpo, que también era yo, y en ese yo estaba el mundo. Ver era transformarme.

Inspiremos, retenemos y expiremos

Tener el don de volverse piedra o sal es el don de enfriarse, solidificarse y aquietarse. La inflamación del mundo, su dolor y su aceleración nerviosa requiere la pausa que necesita el giro, necesita la fría quietud para rotar el gesto y aquietarse. Solo quien se aquieta puede ser luego arrojado. Proyectado vertiginosamente por la presencia de un Dios o una fuerza superior hacia otro lugar. Evolucionar. Por esto, petrificarse sería un don. Quienes no miran, no se petrifican, se aceleran, se ponen nerviosos, ausentes, anestesiados. Nunca crecen.

La sal: el origen y el fin, de donde viene todo y en lo que termina todo.

La piedra: el peso inmóvil del tiempo. Lo inerte del tiempo. Millones de años pesando. La estatua: lo eterno, lo infinito.

(Sabré que las tres cosas hablan de lo mismo.)

La piedra para ser piedra necesitó del frío de la superficie para solidificarse. Su forma, que es como del tamaño y contorno de mi nariz, me reafirma que en el proceso de enfriarse estuvo entre dos superficies con forma de copa que le otorgaron tal dimensión. Es negra como los ojos de las vacas y pesa lo mismo que un mamoncillo.

La combinación del frío y el peso de su materia desacelera. Aquieta. Quizá por eso le t enían miedo a los ojos de Medusa, pues tenía el poder de petrificar a quien la mirara. ¿Qué hay en los ojos de Medusa para que produzca tal metamorfosis?

Busco encajar este frío negro de esta piedra en la frente, en la palma de la mano, en el hueco del ombligo y en la rótula de la rodilla.

(Me repito como mantra y como susurro: palma de la mano, hueco del ombligo, rótula de la rodilla… palma de la mano, hueco del ombligo, rótula de la rodilla.)

La tomo con la mano y la pongo delante del ojo izquierdo; busco mirar a través de ella para usurpar, en el color de esta piedra, los ojos de una vaca y acercarme a la tierra, para no estar más viendo sola. Busco mirar de frente a Medusa y ver a Sodoma en mi propia carne. Buscar siempre el pliegue, el giro, voltear a ver y petrificarme. La frialdad, la dureza y la quietud cambiarían de significado, estarían cerca de la dulzura, la ternura y la valentía.

Sostener una piedra con el cuerpo es algo que recomiendo, verle sus bifurcaciones, huequitos, sentir su peso e imaginar por largo tiempo su proceso de meteorización (recorrido en el que las piedras se transforman debido a factores como el viento, el aire, la arena, etc.; su cambio es lento, pues sucede en un tiempo geológico que no alcanzamos a contemplar desde nuestro contacto del tiempo humano con su tiempo-roca). Así, sostenerla es también reconocer el tiempo, lo vivo en lo inerte, porque vivas fueron sus relaciones con todo para estar en mí mano, que también se mueve en el flujo de la naturaleza viva de todos los tiempos.

Emmanuel Coccia (2017), en La vida de las plantas: Una metafísica de la mixtura, afirma que el aire, los océanos y las rocas son productos directos de organismos vivientes o han sido modificados por su presencia, así, en lugar de revelarse en el espacio de la competición o exclusión recíproca, el mundo se abre en ellos como el espacio metafísico de la forma más radical de mixtura, un laboratorio alquímico donde todo parece poder cambiar de naturaleza, pasar de lo orgánico a lo inorgánico. La inmersión hace posible la simbiosis y la simbiogénesis: si los organismos alcanzan a definir su identidad gracias a la vida de otros vivientes es porque todo viviente, de entrada, ya vive en la vida de otros.

De esta manera, estar petrificada era también estar en comunión con todo, con la propia naturaleza humana, a la que pertenezco, a la vida en la Tierra. De pasar a la noción de un yo saturado, del individualismo que impulsan los modelos neoliberales actuales, resuena también lo que Donna Haraway propone en relación con el proceso de la simpoiesis de los organismos terrestres, desplazando de alguna manera la mirada de Lynn Margulis, James Lovelock y Humberto Maturana del proceso de autopoiesis, es decir, pasar de la mirada única de autoproducirse a una complementaria de producirse-con (hacer parte de). Sobre las piedras menciona:

Por debajo de la fugaz lírica de los líquenes, la aún menos comunicativa, más pasiva y completamente atemporal, fría y volcánica poesía de las rosas; cada una de ellas una palabra hablada desde tiempos inmemoriales por la misma tierra, en la misma soledad y la aún más inmensa comunidad de espacio. (Le Guin s. f., citado en Haraway 2019, 175)

En esta misma línea, la meteorización que le sucede a las piedras, en ese tiempo geológico que es lento, pasivo y desacelerado influenciado por las mixturas salvajes de la vida terrestre, generan los cambios en ellas; en comunicación muda, lenta y desacelerada, como las piedras, como lo que me comunicó de alguna manera la señora artritis a través del dolor, la rigidez y la quietud: “Para, lentifica, desacelera y conecta con la totalidad, no estás aislada, somos terrestres, mamífera”. Medusa con sus tentáculos (la señora de las bestias) en lo que nos transforma es en seres simpoiéticos, piedras.

(Exhalamos)



Siempre se nace en otro cuerpo. Exactamente a eso llamamos n aturaleza […] Haber nacido significa no ser sino una reconfigu ración, una metamorfosis de otra cosa. Haber nacido es decir, ser naturaleza, significa tener que construir, tener que edificar el propio cuerpo a partir de la tierra, a partir de toda la materia del mundo disponible del que somos a la vez modificación y expresión, articulación y pliegue. Haber nacido significa estar hecho de la misma materia de las de las cosas que están delante de nosotros.

Fuente: —Coccia (2021, 20)



Arrojados allá afuera, completamente inestables. Abrir el espacio con la mirada. Mirar el cuerpo que mira

Fuente: —Condró y Messiez (2016, 49)

El Chulajuan: estar en la trama

Quisiera empezar este apartado citando a Pascal Quignard (2017), mientras respiramos juntos:

Las plantas, destinadas antaño a la inmovilidad, amenazadas, dieron curso a muchos ardides para sobrevivir. En las condiciones más extremas que podía otorgar la superficie emergida la tierra. Las plantas situadas en condiciones difíciles, a fin de no perecer, se las ingeniaron en todas las direcciones inimaginables, tantearon todas las posibilidades disponibles a su alrededor. Esas transacciones originarias, que tienen lugar en la superficie del suelo, son los brotes de las danzas. En el espacio malévolo, o bien tórrido, o bien helado, un día las plantas inventaron la superficie mínima. Es el acurrucamiento. Más tarde recurrieron a la lentitud. Como apelaban a las reservas más remotas, profundas, invisibles, inagotables, inevaporables, de- bajo de la tierra, drenaban todo lo que podría haber de vida, en cualquier forma que tuviera, en el mundo infernal. Lento, extremadamente lento es el ascenso de ese mundo subterráneo a la luz. Es la naturaleza en la superficie de la tierra. (90)

(Suspiro, tú me sientes)

El Chulajuan es una reserva natural ubicada en Cundinamarca, en el municipio de San Fran- cisco, vereda Sabaneta, hace parte de la cuenca del río Negro y alberga algunos de los bosques de lauráceas mejor conservados de la región (Instituto Humboldt 2017). He estado varias veces recorriendo sus bosques, sintiendo en la mañana la neblina blanca que cubre las montañas y su frío en la puntas del cuerpo. Me encontraba en ese lugar para comprender mejor los textos sobre ecología profunda que venía estudiando en un curso sobre ciencia holística, y fue solo estando allí donde el aprendizaje se encarnó e integró en mí.

Una mañana, con el grupo de compañeros, nos propusimos subir la montaña más alta, tenía miedo, pues mis rodillas y gran parte de mi cuerpo se encontraba adolorido e inflamado, dudaba mucho si podría hacerlo o no. Alejandra, la mujer que vivía en la reserva, me dijo que el Chulajuan me daría la fuerza, que no vendría de mis rodillas, ni de mi materia únicamente, sino también del impulso compartido en mi relación con la montaña. Esa mañana la punta de la montaña no se veía, estaba cubierta de una neblina densa y parecía que estuviera lloviendo en el fondo. La mirada del Chulajuan hasta ese momento carecía de complejidad, me sentía entre unas lindas montañas, es decir, un bello paisaje.

Empecé a subir, mis muslos tensos y calientes y mi mirada aún abriéndose a su intensidad. Entré. Me dejé estar-con la totalidad de lo que aparecía. El paisaje se había vuelto borroso y ahora tenía un volumen que entraba en contacto con mi cuerpo y con el de mis compañeros. Me hundí varias veces en su tierra húmeda, me agarré de raíces gruesas para poder subir, me sentí fuerte y frágil al tiempo, parte parcial de una totalidad inmensa, y de alguna manera mi cuerpo ya no estaba excluido de ese territorio, sino que era uno con él.

Mientras recorría ese caos armónico de la montaña, pensaba en lo que había leído de las observaciones y contemplaciones de Goethe a las plantas, entré poco a poco y lenta- mente en un estado de contemplación de lo salvaje del ecosistema, ya no era la belleza pulcra del paisaje que es observada por la percepción domesticada de mi mirada urbana, sino que pude dejarme permear por lo salvaje de ese territorio potente y nutrido. Como un regalo-mensaje, el Chulajuan empezó a mostrarme su piel, pude ver sus articulaciones también adoloridas, sus árboles caídos, algunos parásitos en ciertos arbustos que se comían casi por completo la planta, algunos árboles que no han ascendido lo suficiente. El mensaje era claro: mi naturaleza artrítica era parte de esta tierra, en este planeta a los cuerpos les pasa estas cosas, la pregunta insistente por primera vez no apareció, justo emergió una afirmación contraria, me dije: “Obvio, pueden pasarme las cosas que les pasan a los seres de la Tierra”. Aterricé.

La relación con la artritis desde ese día fue otra: el Chulajuan en su conocimiento de la vida, de sus formas de expresión, de su salvaje frondosidad, me mostró que los procesos de quienes habitamos la Tierra suceden de múltiples maneras, a algunos en sus relaciones con otros humanos (situaciones familiares, laborales, amorosas, de dinero, etc.) y a algunos también con su naturaleza corporal; por ejemplo, en las enfermedades. Es clave aclarar que, aunque procuro no separar el cuerpo de las relaciones, la mente y las emociones, el lenguaje me demanda hacer las distinciones, aunque lo que concibo es una totalidad humana, en la que todo se toca con todo lo que la compone y con quienes contacta.

De alguna manera, más allá de resolver el problema en el que estamos los humanos frente a las maneras de abordar la relación con la naturaleza propia (el cuerpo, el ser) y la naturaleza a la que pertenecemos, describir algunas tensiones que se vislumbran en el campo de la salud (mental, física, emocional, etc.) es urgente.

Edgar Cabanas y Eva Illouz (2019) en Happycracia: Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas hacen una revisión sociológica sobre el “giro de la felicidad” o, como lo denomina Lipovetsky, “la segunda revolución individualista”, en la que se da un proceso cultural de progresiva individualización y psicologización general en la que se legitima la idea de que no hay problemas estructurales, sino solo deficiencias psicológicas indi viduales, ocupando la búsqueda de la felicidad como un elemento central en la definición de lo que es un deber ser un buen ciudadano. Esto, a su vez, construye individuos que han interiorizado la creencia de que deben buscar en su interior la fuerza de voluntad necesaria para salir del atolladero por sí mismos y resistir la resaca del declive económico generalizado (Lamont, citado en Cabanas e Illouz, 2019).

El Chulajuan, por su parte, provee una perspectiva más amplia del estar en el mundo, una manera que amplifica la presencia y pone en cuestión el yo, del ego que a partir de su fuerza de voluntad evoluciona para ser mejor para sí mismo; la montaña reconoce lo eco-lógico, para habitarnos en relación-con, un estar-con que potencia mi naturaleza ya no solo a la fragilidad de mis articulaciones, sino a la fuerza compartida que emerge en la relación de mi cuerpo en ella, como parte, ya no como una adherencia, accesorio o parte excluida.

La autoexclusión de la humanidad frente a la naturaleza que identifiqué en mis maneras de insistir en la pregunta “¿por qué a mí?” no correspondía a una incapacidad personal e individual; por el contrario, está muy asociada a una cultura neoliberal en la que el yo-humano se pone en el centro de la vida, y la relación-con se tiende a opacar por un excesivo foco en el auto-conocimiento, auto-cuidado, auto-estima, etc. Es una cuestión sistémica, económica y también cultural. Esta insistencia en el yo saturado de estos tiempos tiene sobre la base la búsqueda de la felicidad como último objetivo.

Al establecer la felicidad como una meta imperativa y universal, pero cambiante, difusa y sin un fin claro, esta se convierte en un objetivo insaciable e incierto que genera una nueva variedad de “buscadores de la felicidad” y de “hipocondriacos emocionales” constantemente preocupados por cómo ser más felices, continuamente pendientes de sí mismos, ansiosos por corregir sus deficiencias psicológicas, por gestionar sus sentimientos y por encontrar una mejor forma de florecer o crecer personalmente (Cabanas e Illouz 2019). Esa presión que mencioné al inicio del artículo en que se me invitaba a auto-revisar mis heridas psicológicas para “sanar” mi cuerpo tiene unos guiones de psicología positiva muy reiterativos, que promueven en la observación de la naturaleza del suceder del cuerpo (con sus dolores, espasmos e inflamaciones) una ausencia y autoengaño casi esquizofrénicos.

Por el contrario, el Chulajuan en su presencia insiste en la importancia de las relaciones colaborativas, de lo que sucede en comunidad entre especies, de que no hay culpa individual por ninguna caída de ningún árbol, o porque llegó un parásito a un arbusto, el acontecimiento está conectado a una trama de relaciones que se actualizan y se retroalimentan para dar paso a los sucesos de cada instante.

La búsqueda de felicidad también trae que no podamos pensar en lo que el Chulajuan y otros muchos ecosistemas humanos y no humanos nos muestran; esa anestesia superficial e individualista genera un mirar para otro lado y, como dice Donna Haraway: pensar debemos. “Cultivar respons-habilidad, en pasión y en acción, apego y desapego. Esto es también conocimiento y hacer colectivos, una ecología de las prácticas, lo hayamos pedido o no, el patrón está en nuestras manos. La respuesta a la confianza de la mano tendida: pensar debemos” (Haraway 2019, 72).

Teniendo en cuenta todas estas reflexiones sobre lo que el Chulajuan me narraba, al tiempo que empecé a ser consciente del efecto que tiene la cultura de la felicidad en estos tiempos, mi realidad como persona que su cuerpo le duele y como humana que conversa con otros seres humanos sobre el dolor, los problemas humanos y la salud mental, la noción de construir prácticas ecológicas fue revelante; construir mapas de creencias que pudieran cuestionar el individualismo imperante y al juez de la voluntad personal o de los consultantes y más bien posibilitar encuentros que trajeran de nuevo la creación de comunidades para expandir juntos las maneras de estar en el mundo en sus dimensiones más estructurales, sistémicas, ecológicas y colectivas. En palabras de Haraway (2019), habitarnos en sistemas simpoitéticos, sistemas producidos de manera colectiva que no tienen límites espaciales o temporales autodefinidos, donde la información y el control se distribuyen entre los elementos. Concebirnos como sistemas evolutivos y con potencial para cambios sorprendentes.

Finalmente, subí y bajé la montaña del Chulajuan; lo importante no fue nunca llegar a la cumbre, sino lo que sucedió en el recorrido. Ese instante en el que pude estar con lo que aparece paso a paso, en esa presencia. Toda esta experiencia provocó en mí que la pregunta “¿por qué a mí?” se fuera diluyendo poco a poco, y me permitiera preguntarme cómo llevar estas reflexiones a mi quehacer terapéutico y creativo en la danza.

La palmera esquinera: la escucha, el gesto, la presencia



Abre tu mano y contacta con la yema de tus dedos la siguiente imagen: “Las hojas son suaves cerca del tallo y carrasposas al final. Al final hay unas hojas que se resecan y se deshacen en tus dedos si aprietas fuerte”.

Fuente:

Durante el confinamiento la casa se volvió el territorio de creación. Fue el escenario, el salón de danza y también el consultorio. En la sala, donde suelo atender a los consultantes y donde también practico mis clases de danza e improvisación, hay una palmera. Ella ha sido mi compañía, ha sido motivo de creación en el movimiento y también ha emergido en las conversaciones que creamos con los consultantes.

La palmera usualmente ha aparecido como un evento poético en el que emergen imágenes, texturas y formas de conversar novedosas. En medio de la mirada que queda sumergida en ella mientras se conversa sobre los problemas vitales o las revelaciones y su presencia contundente en el espacio, la palmera nos avisa de una manera de estar que ha provocado vislumbres en los procesos de presencia propios de la consulta terapéutica.

En clave de la consciencia que ha movilizado en mí no participar de la cultura de la felicidad y promover espacios colectivos de insuficiencia o de la promoción de creencias en la que hace falta de voluntad individual para superar los problemas, la palmera ha estado para reafirmar la necesidad de comprender lo que emerge en la escucha, sin tener la pulsión de resolver, calmar, transformar o cambiar. Solo observar, percibir, estar-con lo que está sucediendo como una manera de habitar la vida en su suceder. El efecto que ha venido teniendo en el conversar, en la manera de significar y habitar el dolor humano ha sido significativo y restitutivo.

Cabanas e Illouz (2019) reconocen que tratar de enfocar las adversidades de forma que ayuden a solucionarlas y no a derrumbarse al primer intento es algo tan deseable como sensato; sin embargo, mencionan que lo grave es que la felicidad se haya convertido en una actitud tiránica que juzga a todos los únicos responsables de su impotencia, de su situación y de su sufrimiento. En un mundo donde cada persona es considerada la única responsable de su sufrimiento, hay poco espacio para la piedad, la compasión y la solidaridad. En un mundo donde cada persona se supone dotada de la capacidad para convertir la adversidad en oportunidad y en crecimiento personal, también hay poco espacio para la disconformidad, la protesta o la queja.

En la danza y la improvisación, el mensaje de la palmera se ha recibido porosamente. Mónica Valenciano, maestra con la que empecé a practicar la improvisación desde 2020 en pleno confinamiento, nos ha propuesto permitirnos entrar al movimiento también desde la distancia de la belleza como punto de llegada o de partida, habitar la creación del movimiento a través de la respiración, la relación con el mundo doméstico (el sofá, la pared, la palmera, el techo, la vecina que alcanzo a ver por mi ventana, las nubes y la sutileza del aire) y la posibilidad de habitar la danza como el arte de suceder. Ha sido una experiencia con la quietud, el movimiento, la orientación del trazo en el espacio desde el aire, y con el soltar la idea de resolver el cuerpo en sus dolores o bellezas; al contrario, habitar la presencia con todas sus potencias, intensidades, fuerzas y flujos. Esta práctica intensa en el cuerpo ha movilizado que la atención del proceso terapéutico sea desprevenido de ningún resultado en particular, ha posibilitado que la conversación esté liberada de cualquier intención de mejoría y, por el contrario, ha generado un espacio genuino de conexión humana, aprendizaje colaborativo y creación mutua.

La palmera
Figura 2.
La palmera


Asumir estas maneras de acompañar el dolor (tanto el propio como el de los consultantes) o de acompañar la salud (mental o física) tiene no solo unas implicaciones micropolíticas de resistencias, también provee un marco renovado de regeneración de los territorios de conexión humana asociadas a la colectivización del dolor, el amor y la vida.

Cuestionar el orden de las cosas, desnaturalizar lo que se da por sentado y explorar los procesos, los significados y las prácticas que moldean nuestras identidades y nuestro comportamiento cotidiano son tareas fundamentales de la crítica social. “Nunca hay un yo único que poder ser, no hay yo más auténtico que descubrir o un yo más desarrollado al que aspirar; como tampoco hay un único e inequívoco bien o meta a la que aspirar” (Cabanas e Illouz 2019, 176).

|Marta Tafalla (2019) en Ecoanimal: Una estética plurisensorial, ecologista y animalista sintetiza muy bien el término resilvestrar, en el que, en vez de situar al ser humano en el centro, debería ubicarse en los márgenes, asumir una postura humilde y generosa, y permitir que la vida se desarrolle y la diversidad se abra paso. Resilvestrar para Tafalla significa renunciar a ser los protagonistas de la naturaleza para contemplar las historias ajenas, además, asume que la naturaleza es dinámica, que tanto los elementos inorgánicos como las formas de vida se transforman con el paso del tiempo.

Así, la mirada de los fenómenos humanos que se han problematizado como dificultades vitales, o síntomas en la salud mental o física, podrían resilvestrarse, asumirse como no protagonistas autoexcluidos de la naturaleza, sino justo reconocidos como parte de un ecosistema en movimiento y emergente, en el que es posible sorprenderse, explorar, aceptar y aprender de las maneras en que sucede. Como menciona el biólogo social Humberto Maturana (2019), amar es dejar aparecer, así, una práctica amorosa con el otro, lo otro y el sí mismo está más asociada a la atención sostenida en lo que emerge que a la intención de una resolución, objetivo o meta final.

Eva Illouz (2012) en Por qué duele el amor: Una explicación sociológica propone demostrar que, a causa de las diversas estrategias que se han elaborado para afrontar la fragilidad y la naturaleza intercambiable de las relaciones, muchos aspectos de la cultura actual privan al yo de la capacidad de forjar y vivenciar plenamente la experiencia de la pasión. La pérdida de la pasión y la intensidad emocional constituyen una pérdida cultural importante, y el enfriamiento de las emociones nos puede transformar en personas más reacias a conectarnos con los otros mediante el compromiso apasionado. Así, amar (estar atento a lo otro y al sí mismo y a la totalidad) con pasión tiene que ver con un apasionarse en el que sea posible integrarse, no escindirse entre las dos aparentes corrientes del amar: hiperracionalizada o impulsiva. Amar con pasión, o estar en el mundo viéndolo apasionadamente, es no acceder desde la racionalización exclusiva ni asumir que la pasión corresponde a una animalidad torpe o arrebatada, sino justo su opuesto, reconocer la contemplación del suceder desde una vivencia encarnada, perteneciendo ecológicamente a la tierra, compasión por lo otro, y en eso otro verse a sí mismo, aprender de esa relación.

Esa potencia de reconocernos parte de una relación que se entrecruza, y que hay información que transforma la vida es lo que he venido conversando con los consultantes (cuando nos detenemos a mirar la palmera) como quiasma. Según la RAE (2014), el quiasma es el cruce (en forma de X) de dos elementos o estructuras de tipo orgánico; aquí y en la metáfora que construimos con la palmera y los consultantes, incluiría también la posibilidad de lo inórganico en ese cruce. Estar en quiasma, es decir, en entrecruce con el mundo (lo vivo o lo no vivo) en el suceder o acontecer del presente, es donde surge la creación, la poiesis.

Cuando conversamos y construimos esa metáfora, planteamos la pregunta de qué se necesita para entrecruzarnos con lo que vemos y habitamos; una pista fue la quietud. La gran mayoría de los consultantes con quienes experimento ese ejercicio contemplativo mencionan que la palmera les dice: “Aquiétate, lentifícate, observa los procesos”, sobre todo y teniendo en cuenta que la narrativa usual de sus motivos de consulta tienen que ver con la aceleración, la ansiedad por controlar múltiples factores vitales y el agotamiento por no tener tiempo.

(Aquí es donde juntos paramos, aquietamos la lectura por un minuto)

(Volvemos)

La quietud, o aparente quietud, porque todo se sigue moviendo mientras uno se aquieta, implica una pausa, una suspensión; en tiempos de productividad acelerada, suspenderse es casi imposible; sin embargo, es en esa inclinación que el trazo de la presencia hace posible su curso, su atención. Chantal Maillard (2019) en La baba del caracol dice:

No existe el poema, sino tan solo personas que en ocasiones han sabido aquietarse lo suficiente. ¿lo suficiente para qué? Escuchemos tan solo un instante. ¿No será tiempo ahora de recuperar la escucha? La inspiración forma parte de la respiración. Nuestra respiración. Nuestro ritmo. Pero también el de aquellos que tenemos a nuestro lado. El ritmo de los otros, de las cosas-siendo. El de una pared, por ejemplo, el de una piedra. Entre todos, sucedemos.

[…]

Y en el gesto, el ritmo. Ritmo que forma sentido, sentido que, preverbalmente, es una dirección, una inclinación del organismo a seguir una pausa, una traza, un gesto del espíritu —del hálito—. Expiración.

[…]

Aquietamiento y escucha: Inspiración y expiración. (35)

Ahora bien, otra pista que he podido vivenciar quiásmicamente entre las conversaciones terapéuticas y las artes vivas ha sido la de divagar, el vagabundeo entre las narrativas, entre las ventanas que posibilitan los diálogos que se construyen en terapia, incluso, la palmera, y los cuadros de la pared, la brisa que se cuela por la puerta del balcón y el suspiro que sale de la boca de alguna de las dos personas que estamos en la sala. Derivar ha sido también una propuesta terapéutica para practicar el “resilvetrar” los dolores humanos o las dificultades propias de la vida. Ha sido muy valioso recuperar las metodologías de callejear de Walter Benjamin (s. f.), citado en Blanco (1992), como una propuesta a los consultantes a habitar ese estado de presencia en el trayecto, más que en el proyecto; he propuesto la mirada del paseante como una manera de observar la vida: ausencia de intencionalidad, todo paseo siempre es un primer paseo, el trayecto como posibilidad de encuentro, foco en los acontecimientos o en los gestos sutiles del suceder. En resumen, derivar en la cotidianidad, con la atención de amar apasionadamente lo que emerge momento a momento, de aceptar lo que llegue como información que puede o no ser ajustada, transformada, sin que esa sea la primera provocación, solo que pueda ser observada la vida desde una perspectiva de participante del flujo de la vida, y no como protagonista autoexcluido de las dinámicas ecológicas de las relaciones terrenales.

Finalmente, quisiera proponernos una lectura juntos del siguiente texto de Chantal Maillard (2019), que respiremos lento y que mientras leemos nos permitamos darnos cuenta de que por el micelio del cosmos estamos conectados:

Una gota de agua sobre una hoja es infinita. Esa gota de agua en esta ahora, ahora, en este instante […] Una de las imágenes recurrentes en la filmografía de Andréi Tarkovsky es la de una gota de agua cayendo sobre una superficie líquida, y su sonido. Su resonancia. Su ritmo. Su insistencia. Alguien le preguntó al cineasta por el significado de esa imagen. Tarkovsky contestó que no había querido decir nada, esto es, nada más de lo que se podría ver en la imagen. Simplemente había que mirarla: eso era. Percibir una gota cayendo no es pensar acerca de la gota cayendo. Parece que siempre necesitamos relaciones simbólicas que nos permitan realizar interpretaciones complejas, de esta manera sentirnos más inteligentes. Pero ocurre que cuando pensamos acerca de la gota cayendo nos estamos perdiendo de la gota cayendo. Si creemos que la gota encierra algún misterio, si el acontecimiento es algo distinto de lo que ocurre y que hemos de descubrir, nos enredamos en el placer de las relaciones. Y no hay misterio en esa gota de agua cayendo sobre el agua, sino acontecimiento. O, dicho de otra manera, el misterio es el acontecimiento. (68)

REFERENCIAS

Cabanas Díaz, Edgar y Eva Illouz. 2019. Happycracia: Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. Barcelona: Paidós.

Coccia, Emanuele. 2017. La vida de las plantas: Una metafísica de la mixtura. Buenos Aires: Miño y Dávila.

Coccia, Emanuele. 2021. Metamorfosis: La fascinante continuidad de la vida. Madrid: Siruela.

Condró, Lucas y Pablo Messiez. 2016. Asymmetrical-Motion: Notas sobre pedagogía del movimiento. Madrid: Continta me tienes.

Haraway, Donna. 2019. Seguir con el problema: Generar parentesco en el Chthuluceno. Bilbao: Consonni.

Illouz, Eva. 2012. Por qué duele el amor: Una explicación sociológica. Madrid: Katz.

Instituto Humboldt. 2017. “Composición florística de tres fragmentos de bosque altoandino en los alrededores de la sabana de Bogotá”. http://repository.humboldt.org.co/bitstream/handle/20.500.11761/34202/17-028PSMunoz_Juan.pdf?sequence=1&isAllowed=y

Maillard, Chantal. 2019. La baba del caracol. Madrid: Vaso Roto.

Maturana, Humberto. 2019. “Parte 3: Amar es dejar aparecer”. https://www.youtube.com/watch?v=DOMoARrkakM

Melero Martínez, José María y Carmelo Blanco Mayor. 1991. “Walter Benjamin, el angelus novus como alegoría de la Historia”. Ensayos: Revista de la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado de Albacete, n.º 5: 47-67. https://redined.educacion.gob.es/xmlui/handle/11162/20085

Nancy, Jean-Luc. 2003. Corpus. Traducido por Patricio Bulnes. Madrid: Arena.

Quignard, Pascal. 2017. El origen de la danza. Buenos Aires: Interzona.

RAE (Real Academia Española). 2014. “Quiasma”. En Diccionario de la lengua española. https://dle.rae.es/quiasma.

Tafalla, Marta. 2019. Ecoanimal: Una estética plurisensorial, ecologista y animalista. Madrid: Plaza y Valdés.

Vásquez Rocca, Adolfo. 2008. “Las metáforas del cuerpo en la filosofía de Jean-Luc Nancy: Nueva carne, cuerpo sin órganos y escatología de la enfermedad”. Nómadas: Critical Journal of Social and Juridical Sciences 18, n.º 2. https://www.redalyc.org/pdf/181/18101819.pdf.

Notas

* Artículo de reflexión.

Notas de autor

** Psicóloga por la Pontificia Universidad Javeriana, magíster en Intervención en Sistemas Humanos por la Universidad Central y certificada en Ciencia Holística y Economías de Transición por Schumacher College y la Corporación Efecto Mariposa. Certificada en Mindfulness en RESPIRA en Educación. Docente en la Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud de la Universidad del Rosario. Fundadora de Fuerza Natural Colombia y artista escénica del Colectivo La Resistencia. ORCID: 0000-0003-1160-4574 Correo electrónico: ortega.ms@gmail.com

Información adicional

CÓMO CITAR: Ortega Sáchica, Margarita. 2022. “¿Por qué a mí? Vislumbres del trayecto a una humanidad terrestre”. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas 17 (2):158–175. https://doi.org/10.11144/javeriana.mavae17-II.pvth

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