Canastos que nacen en el páramo de Mamapacha y Bijagual en el suroriente de Boyacá (Colombia)*

Baskets Born in the Paramo of Mamapacha and Bijagual in South-Eastern Boyacá (Colombia)

Cestos que nascem no páramo de Mamapacha e Bijagual no sudeste de Boyacá (Colômbia)

Carol Andrea Ruiz Barajas

Canastos que nacen en el páramo de Mamapacha y Bijagual en el suroriente de Boyacá (Colombia)*

Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, vol. 18, núm. 1, 2023

Pontificia Universidad Javeriana

Carol Andrea Ruiz Barajas **

Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Colombia

Universidad Pablo de Olavide, España

Universidad del Norte., Colombia


Recibido: 05 julio 2022

Aceptado: 03 septiembre 2022

Publicado: 01 enero 2023

Resumen: A partir de los canastos elaborados con la gaita (Rhipidocladum geminatum), configuramos un espacio que permite comprender las articulaciones y trayectorias que se juntan para conformar un canasto y, a su vez, reconocer y ampliar el conocimiento de las dimensiones de la vida campesina que nace cerca del páramo y la forma en que las comunidades se han relacionado con ella desde el oficio de canastear. Se presenta, desde una teorización etnográfica, la práctica de elaboración de canastos como un ensamblaje ecológico, un involucramiento simétrico entre humanos y cosas, resultado de un fenómeno cognitivo corporeizado y situado. Objetos como los canastos que nacen en contextos rurales materializan la complejidad relacional de las actividades técnicas humanas, reconfiguran espacialidades que nos permiten cuestionar los límites de lo humano, las relaciones que establecemos con la naturaleza, y cómo otras especies nos constituyen. Los objetos que nacen en el campo son, pues, el encuentro de ciertos atributos espaciales desde los cuales se pueden comprender este tipo de materialidades, las cuales se encuentran en el tránsito de lo que se reconoce como artesanías, pero que también, antes de esa definición, tienen un lugar y un marco de relaciones específicas con elementos vivos, con naturalezas y con tecnologías que fluyen a través del cuerpo y del habitar.

Palabras clave:canastos, Boyacá, páramo de Mamapacha y Bijagual, gaita, campesinos, ruralidad.

Abstract: Thanks to the baskets made of gaita plants (Rhipidocladum geminatum), we can define a space allowing us to understand the articulations and trajectories that converge in order to make a basket. Likewise, we can recognize and broaden the knowledge about the dimensions of the peasant life that is born near the paramo and how the communities are related to it through the occupation of making baskets. Based on ethnographic theories, the practice of making baskets is presented herein as an ecologic intertwining, a symmetric involvement between humans and things, that results from a cognitive, embodied and situated phenomenon. Objects like the baskets that are born in rural contexts materialize the relational complexity of the human technical activities and reshape spatialities allowing us to ask some question about the limits of the human, our relationships to the nature and how other species are constituent elements to us. Objects born in the countryside are an overlapping of spatial attributes allowing us to understand these sorts of materialities that have advanced some way to be recognized as handicrafts. However, before reaching such definition, they have a place and a frame of specific relationships to living elements, to the nature and to some technologies that Flow through the body and the act of dwelling.

Keywords: baskets, Boyacá, Paramo of Mamapacha and Bijagual, gaita plant, peasants, rurality.

Resumo: A partir das cestas elaboradas com a gaita (Rhipidocladum geminatum), configuramos um espaço que permite compreender as articulações e trajetórias que confluem para formar um cesto e, por sua vez, reconhecer e ampliar o conhecimento das dimensões da vida camponesa que nasce perto do páramo e a forma em que as comunidades têm se relacionado com ela desde o labor do encestamento. A partir de uma teorização etnográfica, a prática de elaboração de cestos é apresentada como um agenciamento ecológico, um envolvimento simétrico entre humanos e coisas, resultado de um fenómeno cognitivo corporificado e situado. Objetos como os cestos que nascem em contextos rurais materializam a complexidade relacional das atividades técnicas humanas, reconfiguram espacialidades que nos permitem questionar os limites do humano, as relações que estabelecemos com a natureza, e como outras espécies nos constituem. Os objetos que nascem no campo são, então, o encontro de certos atributos espaciais desde os quais pode se comprender este tipo de materialidades, que estão no trânsito do que se reconhece como artesanato, mas que também, antes de essa definição, possuem um lugar e um quadro de relações específicas com os elementos vivos, com as naturezas e com as tecnologias que fluem através do corpo e o habitar.

Palavras-chave: cestos, Boyacá, páramo de Mamapacha e Bijagual, gaita, camponeses, ruralidade.

Introduccion

Los objetos que nacen en contextos rurales normalmente llegan a tener relevancia cuando se los reconoce como artesanías, objetos caracterizados por el desarrollo técnico en el manejo de fibras naturales y la alusión a un pasado ancestral, a un valor cultural y a un origen que no tienen otros objetos industrializados, por ejemplo, los canastos, sombreros o tejidos. Sin embargo, no existe un tránsito lineal entre todos los objetos creados en las comunidades indígenas prehispánicas y los objetos que hoy día se clasifican como artesanías, como normalmente se ha querido posicionar con la idea de lo artesanal; es más, posiblemente la gran mayoría de los productos que se comercializan en ferias como artesanías no son usados como tal en la cotidianidad de las comunidades que los han elaborado.

Antes de ser artesanías, algunos objetos han sido otra cosa, tienen una historia, una trayectoria, de la cual al mercado solo llega una parte, decorada, ajustada para cumplir nuevas funciones. Es como si estos objetos tuvieran una vida oculta, unas relaciones materiales que establecen frente a un territorio, pero que se matizan para ingresar en las dinámicas de mercado. Este fenómeno tiene similitudes con el concepto de campesinos, el cual se suele reducir a una dimensión de tipo económico con la tierra. Este concepto en el contexto institucional colombiano, como lo han planteado Rico y Urquijo (2021), ha sido usado como una categoría de gestión del territorio, entendida como un conjunto de tecnologías, cultivos y poblaciones, mas no como una categoría cultural, de ciudadanía y de ordenamiento social del territorio. Esto también sucede con los objetos creados por comunidades campesinas e indígenas, en que se visibiliza lo que alcanza a entrar en el campo de los artesanal, desconociendo eso que hay detrás de esas producciones materiales.

¿Qué hay entonces antes de que un objeto se convierta en artesanía? Los objetos trazan una trayectoria, unos lugares y conexiones, dejan una huella marcada por la ecología de sus materiales (Ingold 2012). Así es como plantearemos cómo estas conexiones entre los seres humanos y los materiales con los que se crean estos objetos dan cuenta de procesos con los que se ha hecho una transformación tecnológica de los ecosistemas, materializando un vínculo vital entre los lugares, las personas y el tiempo (Wilkinson-Weber y DeNicola 2016).

El oficio de hacer canastos se denomina en el espacio rural “canastear”; en diferentes lugares en las veredas de Colombia, se canastea; pero canastear con la gaita (Rhipidocladum geminatum), que es un tipo de bambú que nace en el páramo, se hace de una manera particular y alberga toda una serie de prácticas que son indivisibles del espacio, el páramo, las montañas y los caminos. En el suroriente de Boyacá (Colombia), se encuentra una sierra conformada por los páramos de Bijagual y de Mamapacha, área que supera los 3000 msnm conformada por ecosistemas altoandinos y de páramo, por lo que una gran parte cuenta con declaratoria de área protegida, por su biodiversidad e importancia para el suministro de agua. Por esto, siguiendo la propuesta de Ingold (2012) en cuanto al estudio de la cultura material desde la ecología de los materiales, se exploran los procesos de producción de los canastos siguiendo la trayectoria de sus materialidades.

Carol Ruiz- Barajas, familia de mujeres canasteras, 2019, fotografía.
Figura 1.
Carol Ruiz- Barajas, familia de mujeres canasteras, 2019, fotografía.


La existencia rítmica de la gaita

La gaita, las personas y el bosque son coberturas de seres vivos que al entrar en contacto se interrelacionan, de esta conjunción nacen objetos como los canastos. Gálvez (2022, 3) señala que las fronteras de los cuerpos no son, en realidad, líneas de separación, sino superficies de contacto y de fricción. Achondo (2021, 80) plantea que, mientras tocamos una superficie, estamos simultáneamente siendo tocados por ella, por lo que el tacto permite un canal sensorial, una vía de comunicación afectiva que desencadena procesos especulativos y racionales. Por esto, las prácticas que clasificamos como artesanales como la cestería, la tejeduría o la alfarería materializan la forma en que las habilidades humanas combinan técnicas y herramientas corporales que actúan como una tecnología (Bunn 2022), constituyendo un modo de producción de conocimiento que nace en la experiencia de compartir el mundo, en la relación de los seres humanos y el espacio que habitan. Así es como la relación entre las personas y el espacio se establece desde el punto de vista de la coproducción, fundamentales para comprender que el aprendizaje se encuentra situado y se transmite a lo largo del tiempo, de la imitación y la práctica.

La relación que surge entre lo seres humanos y la gaita se puede conceptualizar como la conexión de una “existencia rítmica”. Este concepto lo retomo de la investigación de Holguín (2019) sobre el trabajo con el barro con alfareros de Aguabuena ubicados también en Boyacá, que trata de una teoría en que, como la describe Suárez (2019), “la vida se expresa como la voluntad misteriosa de una sustancia con voluntad rítmica, una voluntad oculta que se comunica gracias al contacto” (17). Bunn (2022) hace una alusión similar a este concepto como el “compromiso rítmico con los materiales” (63) del cual han surgido las técnicas clásicas de cestería (tejido, enrollado, trenzado, lazada, torcido y anudado), al cual el cuerpo responde mediante un movimiento que permite adquirir destreza mediante prueba y error, por ejemplo, retorciendo la hierba, entrelazando juncos, hojas y otras fibras, trenzando el cabello.

Por consiguiente, “la existencia rítmica de la gaita” define esa potencialidad que tiene la planta, que hace que, al entrar en contacto con las personas, puedan o no hacer resonancia, conjugar momentáneamente sus mundos. El lenguaje de la relación humano-planta se fundamenta en los procesos de transformación de esta caña hasta que pueda ser convertida en un canasto. Achondo (2021, 81) señala que estos lenguajes entre los seres humanos y las plantas se encuentran almacenados en la materialidad, comunican historias, trabajo y movimiento, reúnen diversas temporalidades y transmiten los saberes de un oficio y la memoria del bosque. La transformación de la gaita se encuentra configurada por diversas actividades en las que a través del cuerpo las personas experimentan este lenguaje desde el caminar, seleccionar, colectar, rajar y tejer. El ritmo es una sensación que entra por las manos y pies, se escucha, es un compás de diferentes acciones, que solo con la voluntad de las personas de entregarse a querer aprender se puede adquirir, entrar en resonancia. La resonancia rítmica se siente, se adquiere cuando se trabaja el material; para Rosa (2019, 76), esta es una experiencia que genera un tipo y grado de modificación en la relación con el mundo, a través de lo que denomina una “asimilación transformadora” caracterizada por el hecho de que se modifica tanto al sujeto como al mundo.

Por ejemplo, cuando junto con las canasteras pensamos cómo se utilizan los oídos en el oficio de hacer canastos, Florinda Moreno (comunicación personal, 10 de marzo de 2019) manifestó cómo el sonido se siente (porque no solo se oye) cuando se raja o corta la caña de la gaita, es como un “totear”. Ese sonido configura un ritmo, que, incluso, puede advertir cuando una caña no se encuentra en buenas condiciones y cuando es perfecta para trabajar. En otros procesos de la transformación de la gaita, fuimos identificando esa misma sensación, que se puede manifestar de forma auditiva, corporal o visual: en la colecta en el bosque cuando se cortan las cañas al contacto del filo de la macheta con la caña, en el caminar cuando se va hacia el páramo o cuando se cargan las cañas hasta las viviendas, cuando las mujeres mueven sus manos entrelazando las cañas o en la disposición de los canastos terminados. Este ritmo es una constante, es una vitalidad, una potencialidad con diversas manifestaciones.

Las personas y la gaita

Las personas que hacen parte de este sistema técnico o red (Coupaye 2022) que permite la transformación de la gaita en canastos se conectan por diversos grados de compromiso, interés y habilidades.

Los colectores

Son quienes cortan la gaita; actualmente, es una actividad de la que se encarga a los propietarios de las fincas, los llamados “finqueros”, o a la persona que otorgue el permiso para ingresar en la finca donde está la planta. Aunque esta relación está mediada, principalmente, por el ingreso económico que pueden obtener de vender las cañas, también se presentan otros casos, por ejemplo, algunos finqueros han valorado los espacios de monte que tienen en sus predios, por lo que, sabiendo que son ecosistemas que generan agua y servicios ecosistémicos, se sienten comprometidos en protegerlos y no permiten que se dañen sus reservas. Otras relaciones surgen cuando los finqueros solo permiten que ciertas personas puedan acceder y cosechar algunas cañas siguiendo relaciones de reciprocidad, ya que mantienen vínculos afectivos con las canasteras que son adultas mayores, quienes regresan este favor con canastos u otros presentes. Décadas atrás, esta actividad se realizaba directamente por las mujeres canasteras y sus hijos, por lo que se llamaba a este oficio gaitear. Actualmente, son muy pocas las mujeres que, como dicen, “tienen salud para poder ir hasta el monte y colectar directamente”.

Los transportadores

Son las personas encargadas de llevar los tiros (normalmente 20 pares) de gaita hasta las casas de las canasteras. La “carga” se recoge en el monte y se lleva a sus lugares de destino en mula o a caballo.

En la colecta y el transporte, las personas albergan el conocimiento de los lugares del territorio donde se encuentra la gaita, de los caminos que entre el monte pueden llevar a los gaitales y que solo ellos saben caminar. Estas personas hacen parte de las comunidades campesinas de Ramiriquí, Jenesano y Tibaná que obtienen la materia prima de la misma zona del páramo de Mamapacha-Bijagual (Corporación Respira Turismo 2021).

Canasteras o artesanas

En esta región, es una actividad realizada por las mujeres, el uso de alguna de estas dos categorías indica el conocimiento de los diferentes procesos con los cuales se transforma la gaita en canastos. Ellas son la esencia de esta actividad y quienes tienen la conexión más profunda con esta planta.

Familia

Cada miembro de la familia cumple con roles puntuales en el proceso de elaboración de canastos, por ejemplo, los niños ayudan a organizar las herramientas o realizar acabados. Los hombres se encargan de la colecta, el transporte y algunos de realizar acabados; pero, aunque existen hombres que saben hacer un canasto completamente, en esta comunicad, no se identifican como canasteros o artesanos.

Comerciantes

Si los canastos se venden directamente en la plaza de mercado, las canasteras pueden ser las que directamente comercializan. Si los canastos se venden en ferias, normalmente son los intermediarios los que realizan esta actividad.

Gestores culturales

Son las personas que han articulado diversos procesos que han contribuido al reconocimiento patrimonial de la tradición artesanal. Pueden ser personas en el ámbito local, regional o nacional.

Los gaitales y el páramo

Los gaitales son poblaciones de gaita muy densas y que llegan hasta los 10 metros de altura, crean laberintos por donde las personas se pueden perder. Estos son espacios donde domina la naturaleza, dicen que “uno nunca sale por donde entra, porque es como un laberinto: cuanto más anden más se pierden”. Estas poblaciones se encuentran a lado y lado de las quebradas y en el capote de la selva alejada del sol. Por esto, una frase tan común como “abrir monte” revela una forma violenta de relacionarse con la naturaleza, ya que implica desbastar la cobertura con la que los árboles generan condiciones de oscuridad y humedad de proximidad, adecuadas para que nazca el bosque altoandino. De ahí que las características que debe tener un lugar para que crezca la gaita son el frío, la sombra y la humedad, un lugar de la montaña con una abundante capa vegetal y que no haya sido talado.

Alrededor de la gaita se suelen encontrar árboles como gaques, palmas, escobo, encenillo, guacamayos y bejucos, de los cuales la planta se suele sostener, ya que no podría crecer sin el bosque. Al respecto, Tobías Moreno (comunicación personal, 10 de abril de 2019), uno de los colectores, expresa sobre esta relación que “la gaitica necesita de la selva para tenerse”. Las integrantes de Ecozetaquira, de la que hacen parte artesanas y gestores culturales, definen esta relación como “vivir en comunidad”, ya que no puede vivir sola: aunque es una caña resistente, necesita otras especies en una proximidad muy fuerte para poder subsistir. Esta comunidad que referencian incluye también, aunque de una forma menos visible, especies de fauna como los patos (Oxyura jamaicensis), monos y osos andinos (Tremarctos ornatus) que suelen encontrarse en los gaitales.

Los osos andinos se alimentan especialmente de los bretones de las cañas de gaita, dejan huellas de su paso por los gaitales. Si bien es una especie que se encuentra en peligro de extinción, el aumento de los registros de su presencia en este corredor biológico es una evidencia del buen estado de conservación del ecosistema; sin embargo, la cercanía de las personas a su territorio y la devastación de su hábitat ha generado que se presenten episodios en que se comen el ganado o los cultivos, por lo que las personas han entrado en conflicto con esta especie.

Cuando las mujeres caminaban al monte a gaitear, actividad que normalmente se realizaba en compañía de los niños, sabían muy bien que a los osos les gusta comer la gaita que se encuentra churita, es decir, los primeros brotes de la planta. Ellas reconocían la presencia del oso por las cañas masticadas, por lo que cantaban y silbaban para espantarlo a pesar de temerle. La siguiente es una historia particular que se conoce en Zetaquira, Ramiriquí y Tibaná que se contaba a las niñas que salían a gaitear:

Una muchacha una vez dijo que a ella no la obligarían a casarse ni con una fiera. En castigo por sus palabras, una vez que fue a gaitear con su familia, ella no estuvo atenta a permanecer junto con el grupo y se perdió. Entre el bosque se encontró con un oso, que se enamoró de ella y la raptó para llevársela a vivir junto con él en lo alto de un árbol de gaque. Ella, arrepentida por el castigo recibido, escribía mensajes de ayuda en las hojas de este árbol, y las arrojaba a las quebradas para que las personas que vivían abajo del páramo pudieran ir a rescatarla. Su familia un día logró ver los mensajes y, finalmente, pudieron encontrarla y se sorprendieron al ver que ellos habían tenido un hijo, mitad humano y mitad oso. La niña fue rescatada y regresó a su comunidad, mientras que el oso fue asesinado y su hijo bautizado. (Florinda Moreno, comunicación personal, 15 de marzo de 2019)

Este es otro tipo de relación, establecida entre los seres humanos y la fauna, que ha estado mediada por el miedo a lo desconocido, a la naturaleza salvaje y a la amenaza que el oso representa para los campesinos, quienes temen que su ganado sea devorado por este animal, ya que para estas comunidades suele ser su principal sustento.

El gaital es un lugar de muchas historias, algunas relacionadas con situaciones heroicas en que la gente se perdía y tenían memorables travesías tratando de encontrar de nuevo el camino. Otras más dolorosas, como la de una de las artesanas que no pudo evitar caer en llanto recordando un viaje a gaitear cuando ella era niña junto con su pequeño hermano, a los que el padre había enviado al páramo a colectar gaitas para la mamá que era canastera. Estando allá cayó una fuerte tormenta, que provocó que se crecieran las quebradas e hizo casi imposible el regreso de los niños, quienes, asustados y pensando que no regresarían nunca, lograron escuchar los silbidos de su padre que estaba desesperado buscándolos en la oscuridad, y así pudieron volver a casa. Pero este es también un lugar de relatos alegres, como el de las jornadas de gaitear en el Alto de Mesetas, llamado en la juventud de una artesana y sus amigos el “alto de la alegría”, ya que, después de hacer el oficio de colectar, se ponían a bailar y cantar, y con las cañas creaban una gaita (el instrumento musical) con la que alegraban sus jornadas.

Un concepto muy frecuente que describe el lugar donde se encuentra la gaita es la relacionada con la palabra lejanía. Esta sensación de distancia tiene que ver inicialmente con el plano temporal, ya que, cuando las mujeres salían a colectar la gaita, eran niñas. Ahora, como vimos, las canasteras no se reúnen a gaitear con su comunidad, son muy pocas las que pueden ir directamente a colectarla. La distancia en el plano espacial se percibe con el aumento de la frontera agrícola, que genera la sensación de que el páramo se encuentra cada vez más lejos y, por tanto, aumenta el desplazamiento del cuerpo para llegar a encontrar una planta. Los lugares que las personas han señalado como las áreas donde se ha disminuido notablemente la cobertura del bosque que albergaba la gaita son los que se encuentran más cercanos a las carreteras. Por los puntos que pasan las vías, se facilita el acceso, la conectividad y se mejoran las condiciones para los grupos humanos; pero también se aumenta la antropización y disminuye la vegetación propia del ecosistema.

Hace veinte años la comunidad recuerda que la apertura de las vías los benefició de gran manera, ya que en invierno el acceso a estas veredas por los caminos empedrados se hacía peligroso, no podían sacar sus cosechas o ingresar los insumos o elementos que necesitaban en sus fincas. Sin embargo, el acceso de carretera al páramo trajo consigo la posibilidad de sacar provecho de estos lugares que no habían sido “explotados”, por lo que comenzó una dinámica comercial y un movimiento constante de mulas y camiones que bajaban del páramo hacia los municipios vecinos y el centro del país cargados no solo de gaita, sino también de palma boba (Cyathea caracasana), debido a una moda urbana de cultivar orquídeas en su tronco y, probablemente, de palma de cera (Ceroxylon spp.) usada en las celebraciones religiosas de Semana Santa. Este suceso en particular marcó la notable disminución de las poblaciones de estas plantas, que perdieron cientos de hectáreas de estos bosques.

La apertura de la carretera y la extracción comercial de especies del páramo se unió con otro acontecimiento que hace parte de esta memoria del uso de la gaita en el territorio: el de la floración. Este fenómeno marcó la memoria de las comunidades alrededor del páramo, en especial, de las ubicadas de lado de Lengupá, ya que, de repente, luego de que comenzaron a aparecer flores a la gaita, las plantas se secaron y desaparecieron. Algunas de las personas cuentan que esto había ocurrido como un tipo de castigo por la excesiva extracción que surgió a causa de la apertura de las carreteras. Las flores salían de los últimos bretones de la parte alta de la caña, eran de color rosado y se asemejaban a la espiga de una planta llamada sobretana, que es comparada con una espiga de arroz. De estas flores cayeron unas semillas de las cuales varios años después comenzaron nuevamente a nacer plantas. Las personas que vivenciaron este fenómeno han deducido que corresponde a un ciclo que ocurre cada siete años y que se necesitan otros siete para que la planta alcance la maduración necesaria para florecer; por esto, quizá, cosechar las gaitas maduras evita que se presente este ciclo, ya que no permite que las plantas se sequen naturalmente.

Un territorio fragmentado para la gaita

La delimitación y declaratoria como Distrito Regional de Manejo Integrado (DRMI) del páramo Mamapacha y Bijagual (Registro Único de Áreas Protegidas [Runap]) realizada en 2016 tiene como objetivo preservar y restaurar la condición natural de los ecosistemas, poblaciones y hábitats. Esta nueva forma de organizar el espacio ha sido problemática para las comunidades que habitan cerca del páramo; el Estado, que hasta hace algunas décadas incentivó el aprovechamiento del páramo, es ahora el que restringe su uso. Como es sabido, las políticas intervencionistas de la revolución verde establecidas a finales del siglo XIX propiciaron la rápida transformación del paisaje y la mirada hacia el páramo. Particularmente en esta región, se presentaron los siguientes factores: el surgimiento de razas bovinas aptas para la alta montaña y la introducción de pastos de forraje traídos de África (Díaz 2017), lo que facilitó que se comenzara a abrir el monte para sembrar pasto y lograr tener disponibles amplias extensiones de tierra para el ganado. De esta manera, para el inicio del siglo XX, comenzó una oleada de poblamiento generada por el auge de la ganadería, la cual mantenía el sistema de servidumbre heredado del siglo XIX. Los grandes propietarios, dueños de fincas lecheras y agrícolas, tenían concertados quiénes debían trabajar todos los días en las haciendas para usufructuar un pedazo de tierra, normalmente las menos productivas ubicadas cerca del páramo (Ramírez y Tobasura 2004).

Así, se sustituyó la producción de trigo y cebada para aumentar la producción de papa que, gracias a la incursión de insumos agroquímicos, permitieron que suelos no aptos para la agricultura como los del páramo comenzaran a ser productivos, con lo que no solo se aumentaba la erosión de los suelos y la contaminación de las fuentes hídricas, sino que incorporó nuevas formas de relacionarse con la tierra (López 2015). Por otra parte, se introdujo la siembra de árboles de eucalipto que, al ser maderables, podían ser de provecho económico, por lo que se prefirieron sobre la madera nativa (Duarte y Osejo 2015). Más recientemente, se suma el impacto de la explotación minera y petrolera que entra en disputa con las delimitaciones de conservación. Las tensiones entre la vida campesina y la alta montaña seguirán presentes, más aún, cuando problemas como el cambio climático los hacen más vulnerables y, por tanto, prioritarios desde la agenda global.

En las últimas dos décadas, las políticas ambientales enmarcadas en las nuevas ideas de producción de la naturaleza han resignificado los bosques en función de las necesidades del desarrollo capitalista contemporáneo, un esquema conceptualizado por De Matheus y Cornetta (2018) como la “geografía de la conservación” (124). Los lineamientos preservacionistas abogan por conservar una naturaleza en su estado “natural”, la cual debe estar necesariamente separada de lo humano. Por esto, el concepto de delimitación de páramos es controversial, porque parece que se siguiera incorporando la idea de la incompatibilidad de la conservación y el uso sostenible con las prácticas de los campesinos. De estos problemas han surgido iniciativas como las de Ecozetaquira con el proyecto “Tejiendo sostenibilidad en el territorio”, con el que buscan hacer un uso sostenible de la gaita, identificar cuáles son las prácticas con las que se puede hacer uso de esta planta y garantizar la supervivencia de los gaitales.

En Mamapacha-Bijagual, estas tensiones han favorecido las largas temporalidades de los conflictos por el espacio, donde la lucha por un lugar para vivir y trabajar ha sido una constante a lo largo del tiempo. Por ejemplo, las relaciones entre el oso andino y las personas se han instaurado desde el conflicto; sin embargo, en esa tensión, también entran en juego el ganado, el monte, las quebradas y las cercas, elementos que se asumen de manera secundaria, pero que también toman un rol determinante para comprender la multidimensionalidad de estos fenómenos.

Por esto, canastear es un ejemplo de la existencia de un territorio conectado por la cestería; ante los límites, los dominios y las cercas que han sido objeto de conflicto, simultáneamente existen articulaciones y prácticas que favorecen el diálogo. Hacer una lectura del espacio desde las relaciones entre los seres humanos y la gaita o sobre el papel de la mujer como tejedora posibilita entender que se habita y crea un paisaje escrito en otras claves: creativas, orgánicas, sensibles, cuidadoras, resilientes. Los planteamientos cosmopolíticos de Isabelle Stengers sobre lo que define como una ecología de las prácticas nos permiten imaginar, como lo señalan Martínez y Hernández-Manrique (2020), “que ningún modo de vida y ninguna práctica valgan sino por sí mismas, y en la que asumamos activamente la pregunta de cómo hacer simbiosis con los demás, ya sean personas, animales, plantas o sus arreglos múltiples, como bosques, colecciones o comunidades” (257).

Carol RuizBarajas, Florinda canasteando, 2019, fotografía.
Figura 2.
Carol RuizBarajas, Florinda canasteando, 2019, fotografía.


En las redes de transformación de la gaita que nace en los páramos de Mamapacha-Bijagual, las conexiones que surgen entre las diversas personas que hacen parte de esta práctica dan cuenta de un territorio configurado desde diversas conexiones socioambientales que se resisten a la fragmentación. Una cosmopolítica puede ser posible, como lo señala De Cózar (2014, 113), en la medida en que se componen y re-componen los lazos con la naturaleza, restaurando (ecológicamente) e instaurando (nuevas relaciones), recuperando experiencias y actividades pre-industriales, pre-modernas, en el entorno natural, así como inventando otras nuevas, dejando que la vida salvaje respire un poco por su cuenta, permitiendo que manifieste su “espontaneidad” y su “autonomía. Frente a la propuesta de Stenger, es importante animar la visibilización de nuevas geografías, vital inventar nuevas narrativas, jugar con la ciencia y la ficción, crear nuevas historias de cómo puede ser un lugar donde las personas puedan relacionarse con lo salvaje, como los osos andinos, las gaitas y los jaguares, preservando la vida y la heterogeneidad.

Crear un canasto

Podemos plantear que el primer paso para la creación de un canasto inicia con la colecta de la gaita, pero este proceso no comienza en el momento en que las personas cortan con un machete las cañas, sino desde que se sale de la finca y caminan por los sederos que los llevan hasta el monte y dentro del bosque por los que conducen al punto donde se encuentra la gaita. Cada camino es diferente, por tanto, exige diferentes formas de caminar y de pensar; como lo señala Bernal (2019), caminar es un acto reflexivo de observar y comunicarse con el territorio manifiesto en la corporalidad y en los movimientos: un citadino camina por aceras, puentes y avenidas, está atento al tráfico y las personas, mientras por los caminos rurales se debe saber cómo pisar las piedras, tener cuidado de no enterrarse en el barro o cómo esquivar un caballo. Castellanos (2020, 49) en su etnografía en Aguabuena relata cómo caminar por fragmentos cerámicos consiste en recorrer superficies difíciles y resbalosas, por lo que moverse involucraba una sincronía de materiales y cuerpos. Por esto, la primera relación material de transformación de la gaita surge entre el cuerpo y el camino, con los caminos que se han aprendido a andar y con el conocimiento sobre los lugares donde se puede encontrar la mejor gaita.

Si la colecta la realiza la canastera, este proceso comienza cuando identifica la gaita perfecta para elaborar el canasto que tiene en mente, algunas cañas se “prestan”, como dicen ellas, o sirven para un tipo de canastos, mientras otras no. Los materiales tienen su punto, como lo plantea Holguín (2019, 282), en los cuales dejan de ser objetos de trabajo, ayudan o no ayudan; por esto, son agentes con voluntad en el proceso productivo. Una vez se encuentra la planta, se cortan aquellas maduras, jechas, y se tiene cuidado con los bretones y las cañas más jóvenes. Por esta razón, una persona que no conoce la gaita y solo quiere extraer la mayor cantidad de cañas hace tanto daño al bosque, ya que corta todas las cañas de la planta, no solo las que se encuentran maduras, jala todas las cañas, puesto que se enredan a otros árboles, y así daña la cobertura que tanto tiempo le ha costado al bosque crear. Recopilar los saberes socioecológicos en relación con la colecta de la gaita es fundamental para trabajar por su sostenibilidad, de esta manera, la comunidad puede identificar cuáles son las buenas prácticas que deben seguir para cuidar la planta y el bosque. Por ejemplo, en el momento de cortar la caña, se debe cuidar el bretón y hacerlo al pie de la tierra, ya que toda la gaita sirve y una buena artesana no desperdicia la caña, puesto que por sus diferentes diámetros se pueden hacer diferentes tipos de canastos.

Al respecto, la investigación de Anzola (2017, 152) con comunidades campesinas en Sucre conceptualiza de manera muy precisa lo fundamental que es para el conocimiento del trabajo material de la finca comprender el estado de las cosas e interrumpir este ciclo en el momento justo para que los productos puedan ser aprovechados. En la gaita, estos estados pasan del bretón, que son las cañas que recién están retoñando, a ser “churita”, de color verde claro, luego a jecha de color verde intenso, el cual es el punto óptimo de cosecha; proceso que, si no ocurre, la caña pasa a secarse y podrirse. Las raíces de las plantas de gaita tienen una característica que las personas llaman “opulencia”, relacionada con la profundidad de las raíces, ya que, como dicen, nunca mueren, lo que hace posible que vuelvan a brotar las cañas al sentir las condiciones precisas para retoñar. Al parecer, esta planta no se puede sembrar, por ello, resulta tan importante conocer cuál es la forma en que se reproduce, y así evitar que siga alejándose.

Cuando la colecta se hace de manera apropiada, se elige la luna menguante de un martes o viernes, ya que la luna influye en la cantidad de agua que alberga la gaita, y en este periodo las cañas no están tan llenas de agua, mientras en luna creciente ocurre cuando se encuentran con mayor cantidad de líquido. Cuando no se colecta en menguante, las cañas se llenan de gorgojo, se ponen negras y quebrajosas, y los canastos se pudren fácilmente. El agua es un elemento fundamental que compone la materia que hace que la gaita se pueda transformar en un canasto. Para Ingold (2010), conceptos como combinación, mezcla y permeabilidad reflejan la forma en que circulan los materiales por la tierra, los cuales dan lugar a las formas de las cosas, a la posibilidad de habitar el mundo. Estas circulaciones del agua fluyen en diversos sentidos dentro del canastear. Provee inicialmente las condiciones para que la gaita nazca; pero, luego, el agua que se alberga en las cañas debe regresar al suelo para que estas puedan secarse, y así tener un punto óptimo para ser rajadas y hacer los canastos. Cuando las gaitas no se han colectado ni secado bien, “se nacen”, es decir, por la humedad se llenan de hongos y comienzan a podrirse; por eso, es tan importante que las cañas estén muy secas para poderlas transformar y almacenar. La putrefacción es una amenaza constante en cualquier proceso de la cestería (Martínez 2016). Por esto, una canastera, al igual que un canasto, se enferma si alberga agua, el frío del páramo entra por los pies y, si se concentra en las piernas, genera dolor.

Convivir con la gaita

La vivienda de una canastera se empieza a configurar cuando ella se permite convivir con la gaita. Cuando las cañas entran en la finca, inicia una nueva relación en la cual esta planta se integra en el lugar de las personas, mientras afuera, por los caminos y el monte, las personas se integraban en los lugares de la montaña. Estos puntos de referencia concretos en el espacio, que se denominan lugares, se caracterizan por estar dotados de sentido y, como lo señala Cresswell (2004), son una forma de entender el mundo. La finca es una extensión de las personas y se encuentra configurada por lugares como la cabecera, el pie, la huerta, el jardín y la vivienda. Normalmente, los tiros de gaita se descargan frente a la casa, por lo que al caminar por la vereda es muy fácil reconocer donde vive una canastera, ya que las cañas se secan paradas frente a sus casas o los canastos se asoman por las ventanas. Estas gaitas llegan a tener unos tres a cuatro metros de largo, por lo que, una vez secas, se entran en la vivienda donde se almacenan hasta por cinco años. Allí se hace notable su presencia, los materiales siempre están cerca del lugar que ocupa la canastera e invaden la mayoría de los espacios, los rollos de urdidera, los armantes cortados y apilados, los trabajos en construcción y, a modo de exhibición, las creaciones que no se han vendido. En el oficio de la cestería, se requiere usar muchos materiales que ocupan gran espacio, por esto, aparecen en la sala, los techos, los zarzos, las ventanas y las habitaciones. El espacio ocupado por cañas, canastos y varas en la vivienda es el reflejo del tiempo dedicado a este oficio; para algunas, es parte de cada uno de sus espacios vivenciales, resulta su principal actividad económica, mientras para otras es una actividad muy ocasional.

Una canastera, entonces, es la mujer que está dispuesta a dejar entrar la gaita en su espacio vivencial, a compartir con ella los pasillos, los techos y las paredes de su casa. He notado que, cuando la mujer convive con menos seres humanos, tiene más espacio para que la gaita ocupe libremente su casa. Son significativamente más las mujeres adultas mayores que viven solas o las que viven solo con su esposo, muy pocas integran familias con hijos. Los canastos vienen a ocupar el espacio de la gente, la vitalidad se encuentra en las cañas, hilos y canastos por terminar, con los cuales las mujeres se acompañan. Estas son casas rurales donde, contrario a las que estudia Cuéllar (2020), aún no ha desaparecido el calor humano, no las ha invadido la ausencia y el abandono.

La vivienda es, entonces, un taller; en cualquier parte, es posible encontrar indicios del trabajo con canastos, ya que esta actividad se integra con otras que se deben hacer en el hogar, como cocinar o cuidar a los niños. Las artesanas canastean solas, es una actividad que requiere concentración; pero, a su vez, es necesario estar ubicadas en un lugar que les permita estar pendientes del fogón, o escuchar a los niños, o ver la labranza; mientras se hacen los canastos no se dejan de lado los otros oficios. Por esta razón, tener un taller o lugar diferente de la casa para canastear no es algo funcional. Sin embargo, se suele menospreciar que no exista una división de los espacios o que las artesanas no se reúnan en un taller a trabajar, reprochándoles su poca asociatividad o trabajo colectivo.

Por esta razón, no sería posible tener un taller separado de la casa, o un espacio destinado solo para esta labor o usarlo por unas horas determinadas de trabajo, como se buscaría desde una organización clásica del espacio de trabajo. Una mujer hace diversas cosas al mismo tiempo y lo que le es funcional es desarrollar la mayoría de ellas sin tener que desplazarse. El tiempo se flexibiliza en función de todas las tareas, al igual que lo plantea Martínez (2017) en su estudio sobre objetos elaborados en palma en México, donde no existe una clara división del trabajo o de los tiempos dedicados a cada tarea. Por esto, cuando se le pregunta a una mujer canastera sobre el tiempo que le dedica a elaborar un canasto, es difícil obtener una respuesta concreta sobre un número de horas, siempre depende de cómo conjuga los tiempos de los diversos oficios. El momento de canastear es cuando se han terminado otras tareas, normalmente en la tarde. En la vida rural, la gente percibe el tiempo como un espacio recorrido (Monsalve 2006, 191), compuesto por ciclos de acción, cada uno con su ritmo propio integrado por aspectos de orden natural y humano. El tiempo se mide en las cosas que se hacen, el reloj es el propio cuerpo que, en contacto con la naturaleza, sabe lo que tiene que hacer (Martínez 2017). La vivienda es el taller de creación y el núcleo donde acontecen diversas prácticas que se entrelazan, es el lugar donde se ha instaurado la idea del dominio de lo femenino.

Un canasto se construye, al igual que una casa, de abajo hacia arriba. Tiene sus armantes, columnas que le dan estructura, con ellos se configura el urdido que consiste en la forma en que se cruzan desde el eje central formando una especie de rayos de sol. Entre los armantes se comienza a entrelazar intercaladamente la hebra, la primera parte que se teje es la de abajo, el suelo de la casa, este es el fondo liso del canasto al que se le llama el plateadito. Después se teje la pared del canasto en el doblado, que es el momento en que sube el tejido para luego pasar al cerrado o hacer el bordado. La destreza del tejido radica en la velocidad en que se hace, pero sin que quede turbado, como dicen las artesanas, es decir, que quede mal hecho porque la hebra no pasa correctamente por los armantes que le corresponden, o porque las cañas están partidas y la textura no sea uniforme. Las manos son las que hacen la mayoría del trabajo, pero también las rodillas y los pies, que se usan como soporte auxiliar cuando el canasto es muy grande y cuando hay que caminar a conseguir el material. Al finalizar un canasto, son las manos las que sienten la textura del tejido, acto en el que la suavidad indica si este ha quedado bien hecho.

Las piezas textiles, como lo exploran Pérez-Bustos et al. (2019, 32) concretan los gestos y las experiencias de quienes los hicieron y, en esta expresión material, se encarna también el género. Por esto, es interesante observar que las mujeres que hacen canastos del lado de Lengupá utilizan de manera más frecuente los pies para tejer un canasto. A esta reflexión llegó Victoria Espinosa (comunicación personal, 20 de abril de 2022), quien hace parte de Ecozetaquira y me comentó esta particularidad. Del otro lado de las montañas en Ramiriquí, Jenesano o Tibaná, solo se utilizan los pies cuando se elaboran canastos grandes, ya que, debido a la longitud del radio de los armantes, no es posible tejerlo en una postura sentada. Pensamos con Victoria que ese contacto con el suelo y la tierra debe ser un gesto de la mujer indígena, ya que recordamos que los antiguos, como se les dice a las pasadas generaciones, cocinaban en el suelo o construían sus casas en adobe o bahareque (técnicas constructivas elaboradas con tierra). Este gesto, en el que las mujeres canastean cerca del suelo, nos hace pensar en que es un indicio de la memoria que el cuerpo guarda y que ha pasado por múltiples generaciones.

El proceso de transformación de la gaita en canastos es también el reflejo del trabajo que la gaita hace en las mujeres, dotándolas de los conocimientos que requiere la tecnología del tejido. Estas dimensiones de lo corporal se encuentran vinculadas con el entorno, con un conocimiento ecológico. Las investigaciones realizadas con mujeres que hacen cestería en diferentes comunidades étnicas (Martínez 2016, 2017; Naji 2009) plantean que el tejido se realiza de manera colectiva, por lo que tejer se convierte en un medio de convivencia (Martínez 2017). Por el contrario, las mujeres que canastean con la gaita que nace en el páramo de Mamapacha lo hacen solas o en compañía de sus hijos que les ayudan hasta que cumplen unos 10 o 12 años. Canastear no es una actividad que invite a un compartir, es un oficio que se realiza en la tranquilidad y la confianza del hogar. Por esto, el proceso de enseñanza es también particular, surge a muy temprana edad, normalmente desde los 5 años cuando los niños aprenden al ver a otras mujeres canastear, motivados por la curiosidad. A través de la observación e imitación, se adquiere el conocimiento de un saber que ha sido conceptualizado por Ingold (2018) como la “educación de la atención”, proceso que también fue documentado por Matarrese (2013) en la elaboración de cestería indígena pilagá en Argentina. Por esto, una canastera nace y se hace en una familia en la que la madre o abuela se dedican a ese oficio, cogiendo los retazos de cañas que sobran para luego desplazarse a un lugar donde nadie las observe, y así practicar hasta que logren terminar su primer canasto.

Se dice que, a diferencia de una obra de arte, en una artesanía o trabajo manual la autenticidad que le otorga el autor se pierde, ya que estos objetos se replican y dejan de tener ese carácter de obra única. Así pues, todos los canastos son iguales; sin embargo, entre cientos de canastos y pasado el tiempo, una canastera sabría reconocer una de sus creaciones, cada objeto siempre tiene un signo distintivo; por ejemplo, en la técnica con la que se cierra el canasto en el borde o como se ajustan las manijas para que sean resistentes. Martínez (2016, 234) en su investigación sobre la cestería seri en México también ha registrado que las mujeres pueden reconocer sus canastos a través de sus formas, tonos de tinturas y diseños, y así crear intencionalmente piezas únicas que las distingan. Incluso, en los desechos de los objetos, se puede identificar quién los ha elaborado, ya que el cuerpo de la persona que lo elabora moldea una anatomía de un objeto que se hace único y que adquiere la corporalidad de su creador, como en los desechos de las vasijas de cerámica que estudia Castellanos (2020), en las que los dedos de las personas hacen que el moldeamiento de las asas de las vasijas sean más delgadas o gruesas, permitiendo identificar quién las ha elaborado.

El oficio de canastear

La memoria sobre el uso de la gaita se remonta a las décadas de 1950 y 1960, son historias de toda una forma de vida que se ha tejido en torno a esta planta, un tejido de canastos, de personas y de caminos que se ha entrelazado a la vida del páramo. Hacer canastos comenzó como una necesidad doméstica de cada familia, se hacían porque se necesitaban, como lo señala Rosa Sánchez, artesana de Zetaquira. Una mujer podía saber hacer canastos, pero para convertirse en canastera requería gozar de reconocimiento por su destreza, por lo que así recibía encargos de los vecinos para luego comercializar sus productos en la plaza de mercado. Una canastera es la que hace un buen trabajo, el cual es reconocido por la comunidad y por los clientes que saben que son canastos resistentes y funcionales para las tareas asignadas. Por esto, los canastos habitaban vitalmente la plaza de mercado, primero, como la forma de exhibir y medir los productos, por lo que se usaban cuartillas, arroberos o tamas. Segundo, como un producto de venta, que era directamente comercializado por las mujeres, quienes gozaban de espacios establecidos en la plaza para poder vender sus canastos como cuarterones, balays, uchuveros, etc., cada uno con una función específica. Tercero, en los campesinos que mercaban en sus canastos manijeros.

El canastear, entonces, configura toda una forma en que las mujeres, al lado de sus canastos, adquieren nuevos espacios de movilidad e interacción social; canastear es una forma de vida y de relacionarse con el territorio. Un recuerdo común de las mujeres que hacen canastos se remonta a cuando eran niñas y sus madres les prometían que si hacían los canastos bonitos podían ser vendidos en la plaza de mercado, y así recibir su propio dinero, una promesa que siempre se cumplía y las motivaba a seguir canasteando. Con esos ingresos, podían contribuir con la compra del mercado de la semana y adquirir ropa u otros productos que normalmente otros niños no tenían. También recuerdan los caminos que solían transitar a pie cada semana para llevar sus productos al pueblo y el esfuerzo de las arduas jornadas de canasteo, en que podían permanecer hasta las dos de la madrugada tejiendo para tener los pedidos a tiempo. Canastear representaba una forma de obtener ingresos adicionales en una economía precaria y con pocas oportunidades; pero también era la oportunidad de gozar de autonomía, gracias a que la elaboración de canastos fue una importante fuente de ingresos, alentada por una alta demanda de estos productos que eran usados en las labores domésticas, agrícolas y comerciales de la época. Gutiérrez de Pineda (1968, 80) señalaba que para un 68 % de las familias en ese momento estas actividades podían llegar a ser un ingreso vital en la vida familiar. Así, este oficio estaba sostenido por las mujeres y sus familias, eran ellas quienes directamente subían al páramo a colectar la gaita, acompañadas de sus niñas y niños, quienes aprendieron a andar el páramo y conocer la mística de los gaitales.

El comercio de los canastos era muy abundante. Del lado de la región de Lengupá, se vendían muy bien los canastos grandes, como cuartillas, cuarterones o petacas, sobre todo, de octubre a diciembre en los que se realiza la cosecha del café, junto con otros tipos de canastos, como coladores, manijeros, graneros y almorceros, que servían para llevar el alimento a los obreros. Del lado de los municipios del Valle de Tenza, se vendían muy bien los canastos cuarterones que sirven para medir una arroba y almacenar productos como la alverja, el maíz o la papa, tipo de canasto que facilita el desgranado o lavado; también se comercializaban los balays que sirven para enfriar las arepas y los coladores, usados para elaborar la cuajada. La llegada de los empaques plásticos fue el hecho que cambió radicalmente este oficio, ya que los canastos fueron reemplazados por las bolsas, proceso que se dio aproximadamente en la última década del siglo XX. Por esto, el mercado disminuyó notablemente en las plazas; sin embargo, aún en los pueblos se pueden encontrar comerciantes que los venden o en algunas tiendas en que se comercializan como artesanías.

Asimismo, otro de los cambios determinantes de la última década ha sido la llegada del concepto de artesanía. Para las mujeres campesinas identificarse como canastera o ser artesana, se encuentra asociado a las trayectorias espaciales del oficio. El canastear tiene significado en el escenario local veredal, trata sobre las trayectorias domésticas, las labores del campo son canastos austeros y resistentes que se venden a los vecinos o se comercializan en las plazas de mercado, las personas lo compran por ser útiles. Por otra parte, lo artesanal tiene que ver con lo que sale del espacio veredal y local de los municipios, son canastos que se exhiben en ferias departamentales y nacionales que tienen nuevas formas, colores y funciones más decorativas, por lo que las personas lo compran por “ser bonitos” (Vasco 1993). Por esto, un mismo canasto puede adquirirse en una plaza de mercado como un objeto funcional, mientras en una feria en alguna ciudad capital se comercializa como artesanía (Ramírez 2011). En todo caso, los canastos desde el canastear o como artesanías tienen un valor de cambio, son mercancías, aunque dirigidas para diversos lugares y propósitos.

La diferencia consiste en que canastear se realiza para el territorio, para almacenar las cosechas y los huevos, para hacer las cuajadas, coger la mora o lavar el café; y se hace artesanía para llevar a otros lugares, para vivir en el ámbito urbano, para mostrar el patrimonio de la comunidad y el talento de su comunidad. Para Ecozetaquira, una canastera es también una artesana cuando comienza a reconocerse como sujeto político y social, y comprende el protagonismo que tiene en su territorio, en busca de mantener sus saberes con nuevos diseños que apunten a una mejor comercialización.

Reflexiones finales

Objetos como los canastos surgen gracias a una serie de condiciones que permiten que puedan crecer. Estos espacios se encuentran configurados por desplazamientos, copresencias, materias y sustancias que se acoplan de manera diversa, pero siempre de una forma orgánica. En ellos, las dimensiones cognitivas humanas se pueden expandir y ejercitar gracias a que estos ambientes o ecologías entran en correspondencia con los seres humanos y los materiales. Por esto, la separación de los sujetos y la mente del mundo material que los rodea no es tan clara de definir, porque para que unas cosas se den necesitan hacerse junto con otras, coexistir y construirse. En consecuencia, a medida que las personas trabajan los objetos, estas cosas también trabajan a las personas. Acuto y Franco (2015, 18) tienen razón al afirmar que estas uniones son más fuertes en las poblaciones rurales, para las que gran parte del mundo conocido surge desde el contacto físico, más que a través del conocimiento discursivo o textual.

Indagar el lenguaje de los materiales y la forma en que se trabaja con ellos en el contexto rural, bien sean de origen vegetal, animal o mineral, o en cuanto a su textura, color y olor, enuncia múltiples significados y connotaciones que revelan cómo el proceso de transformación se incorpora, a su vez, en las personas que lo trabajan. Así es como la relación dialéctica que surge entre el espacio y los campesinos expone cómo la condición de persona y el trabajo material se encuentran fuertemente correlacionados en la vida rural. Anzola (2017), por ejemplo, plantea cómo el uso de azadones, recolectar la cosecha o andar con las manos sucias significa humanarse, lo que implica confundirse con las herramientas, ser persona a través del trabajo y comprender que las cosas saben y enseñan. En este sentido, a través de los objetos, es posible comprender las variadas formas en que se configura la ruralidad.

Joana Arias Mendoza, Canastos y paisajes de Zetaquira, 2022, fotografía.
Figura 3.
Joana Arias Mendoza, Canastos y paisajes de Zetaquira, 2022, fotografía.


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Notas

* Artículo de investigación resultado del proyecto de tesis doctoral “Objetos que nacen en el campo: Canasteras, canastos y paisaje en el macizo de los páramos de Mamapacha y Bijagual en el suroriente de Boyacá”. La autora es beneficiaria de la Convocatoria 733 para la formación de talento humano de la Gobernación de Boyacá y el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación (MinCiencias), así como becaria de la Universidad del Norte. Este artículo se encuentra articulado con los resultados del proyecto “Tejiendo sostenibilidad en el territorio”, ganador de la convocatoria A ciencia cierta del MinCiencias 2020.

Notas de autor

** Diseñadora industrial por la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, magíster en Historia de América Latina, Mundos Indígenas por la Universidad Pablo de Olavide y doctora en Ciencias Sociales por la Universidad del Norte. Pertenece al grupo de Investigación para la Animación Cultural “Muisuata” de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. ORCID: 0000-0003-1487-2611 Correo electrónico: barajasc@uninorte.edu.co.

Información adicional

Como citar: Ruiz Barajas, Carol Andrea. 2023. “Canastos que nacen en el páramo de Mamapacha y Bijagual en el suroriente de Boyacá (Colombia)”. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas 18 (1): 48-67. https://doi10.11144/javeriana.mavae18-1.cpmb

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