Sobre la víctima del conflicto armado en el cine colombiano reciente*

On the Victims of the Armed Conflict in Recent Colombian Cinema

Sobre a vítima do conflito armado no cinema colombiano recente

Éder Alexánder García-Dussán

Sobre la víctima del conflicto armado en el cine colombiano reciente*

Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, vol. 20, núm. 1, 2025

Pontificia Universidad Javeriana

Éder Alexánder García-Dussán

Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Colombia


Recibido: 27 junio 2024

Aceptado: 17 septiembre 2024

Publicado: 01 enero 2025

Introducción

> No son pocas las veces en las que como colombianos nos hemos preguntado por qué somos una sociedad que ha alimentado la violencia como cualidad sobresaliente, imaginario que se sostiene con cifras. Según el informe final de la Comisión de la Verdad (2022), se estima que, en un poco más de tres décadas, hubo alrededor de 800 000 víctimas mortales producto del conflicto armado interno, lo que equivale a decir que, en promedio, murieron 67 conciudadanos diariamente entre 1985 y 2018. Asimismo, en el mismo periodo, este informe señala que hubo 8 millones de desplazados forzados que huyeron de las zonas de combate, y la estimación de tierras saqueadas por unos cuantos y sus aliados supera los 6 millones de hectáreas, lo que equivale a haberse robado una Suiza entera. Hay más, según el subregistro de la Comisión de la Verdad, el conflicto ha producido unas 210 000 personas desaparecidas forzadamente, cifra que, de lejos, supera la suma de los desaparecidos de todas las dictaduras que atravesaron el Cono Sur, siendo lo más dramático que es un crimen que se pretende borrar a sí mismo y que genera la interpelación por dónde están nuestros ausentes.

Estos datos acentúan el imaginario colectivo de una nación propensa a la desventura, al desamparo, a la desconfianza y a la desesperanza aprendida. Y parecen quedarse cortas las explicaciones que podrían hacer inteligible lo que está detrás de las cifras, aunque sobresale aquel tipo de esclarecimientos que sustenta que esta consternación es efecto de la combinatoria de síndromes culturales, 1 y que van dejando un tejido social repleto de vacilaciones y heridas abiertas que se convierten en la causa de este negro destino; verbi gratia, el síndrome de bastardía que impide conocer nuestro origen de legitimidad, aunque frecuentemente sea contradicho por las imaginerías de la aristocracia (García de la Torre, 2007); o el síndrome de Colón, que revela el fracaso de un pacto común entre el foráneo-amo y el indígena, tras el trauma de aquel tropiezo cultural en 1492 (Melman 2002); pero también el síndrome del abandono o el del madresolterismo-histórico, que evoca la ausencia de un gran padre que organice y envuelva las grietas sociales con el velo simbólico de una fuerza significante (Ortiz 2016, 10-11).

En esta misma línea, aprovechando metáforas zoológicas, el comunicador antioqueño Carlos Eduardo Vásquez Cardona (2012) refiere dos síndromes más que ayudan a explicar gran parte de la caracterología de los connacionales y sus efectos bélicos: el del marrano y el del pajarito. El síndrome del marrano se basa en la conducta de los cerdos que, por su estructura vertebral, viven encorvados, por lo que solo reconocen lo que tienen frente a sus ojos; igual que muchos cabizbajos colombianos, incapaces de predecir los efectos de sus acciones frente al otro, asumiendo el futuro sin sospecha alguna. Todo esto mientras el síndrome del pajarito remite a aquella conducta de las aves que cuando están en tierra “se la pasan entre pasito y cagadita” (103). En un legal cotejo, muchos colombianos debilitan el tejido social cometiendo errores porque no hay un tránsito del principio del placer al principio de realidad, acompañando estas conductas con una vergonzosa voluntad de títere para luego dejar que se vuelen las posibles culpas y seguir campantes frente a la estela de víctimas.

Así las cosas, de aceptarse que ciertos rasgos de la personalidad histórica condicionan nuestro presente, se suman muchas preguntas por resolver a propósito de nuestro perfil colectivo y devenir histórico, marcados por el uso y el consumo de unas violencias continuas y unas conductas malsanas que han convertido la nación en un organismo incomprendido y desfigurado bajo una lógica de fragmentación social en castas, geografías y grupos de oposición. Cuestiones como, por ejemplo, ¿de dónde viene esa pulsión de algunos colombianos para no matar, sino rematar y contramatar al diferente? (Uribe 1990). Y no satisfechos con esto, ¿cómo explicar que el asesino en un acto público exhiba el cadáver de su contrario bajo una teatralización que hace de ese cuerpo un anagrama? (Blair Trujillo 2010). Incluso ¿por qué las representaciones históricas se han reducido desde hace más de ochenta años a la fórmula amigo-enemigo justificando escenarios de violencia pura? (Pecaut 2003).

Hay más: ¿cómo justificar esa idea de la vida personificada en el arriero sin terruño, en el judío errante, y esa tendencia a estar solos?, ¿por qué esa pulsión a vivir en comunidad manteniendo el disenso, el individualismo excluyente, el asco al diferente? Y en relación directa con la tragedia de las víctimas y sus experiencias de terror, ¿por qué no funciona lo simbólico y, por tanto, por qué se obliga a recrear la ley en sectarismos localistas que llevan a la inhumanización o animalización del igual, del hermano? (Uribe 2018).

Con el ánimo de bordear algunas de estas cuestiones y responder a otras más englobantes como la que interpela las maneras por medio de las cuales se relata la fragmentación social en Colombia, visiblemente asociada al desgaste semántico para nombrar la identidad, me apropié de una muestra de filmes inscritos en el intervalo temporal de 2010 a 2022 como un compilado de archivos culturales y bárbaros, pues “jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie” (Benjamin 2009, 181), para entrever las formas en que se representan las víctimas del conflicto armado colombiano, modelos prototípicos de la inhumanización ya aludida, y cómo opera en estos textos fílmicos “el imperativo alegórico” (Villegas 2019, 430), esto es, aquel régimen de audiovisualidad que tiende a hipervisibilizar a las víctimas a partir de historias personales y de testimonios locales que actúan como estructuras metonímicas de la historia violenta de nuestra nación.

El cine colombiano como delegado de los hechos del pasado reciente

A partir de esta inquietud, resultó viable establecer como propósito investigativo asociar una muestra contemporánea de cine trans-nacional colombiano con el pasado reciente y apostar por su análisis, más en el plano discursivo, a partir de la suposición de que el cine aporta claves implícitas de comprensión sociocultural, al mismo tiempo que expone soluciones imaginarias frente a los cuestionamientos de nuestros conflictos sociales y, de vuelta, a nuestra identidad.

Amparado en esta apuesta, precisé la categoría de cine como un artefacto discursivo que recrea la realidad sociohistórica a través de un juego multimodal (García Dussán 2022, 45), que permite expresar la mentalidad de una nación 2 a partir de lo que hace un actante, porque también, en “los conflictos intimistas, prevalece el contexto sociopolítico que los contiene y produce” (Alba 2003, 110). El cine no es, entonces, un espejo de la realidad social, sino un acto perfomativo que negocia traducciones a propósito de los sucesos inscritos en el hilo temporal de la nación. Y, en este orden de ideas, el cine es otra forma de historiar, dado que hace parte de las culturas del recuerdo, entendiendo que “el recuerdo individual y el colectivo nunca han sido un espejo del pasado, sino un indicio de gran valor informativo sobre las necesidades e intereses de los que recuerdan en el presente” (Erll 2012, 10).

Y, como parte de esta cultura, propongo entender la función del cine de una nación inscrita en su rol de delegado de los testimonios que no se testimonian o, al menos, el delegado de los testimonios que atestiguan lo intestimoniable, si nos apropiamos, para este asunto, de las propuestas de la profesora Cathy Caruth (1996). En todo caso, la multimodalidad semiótica que diseña el cine instala al espectador como un testigo (y textigo) gracias a la desenvoltura que permite generar lazos de identificación y, en consecuencia, los lazos afectivos. Pero, en propiedad, sería un testigo en segundo orden, porque el primer testigo es el director. Testigo proviene del latín testis (tres, tria, “tres”) y stare (“estar de pie”), es decir, la tercera persona que se atraviesa entre dos, en este caso, entre el contrato director/es y actor/es, y no necesariamente como puente, sino como extremo de la cadena allí instaurada. 3

A partir de esto, el cine es un encargado de relatar experiencias de dolor a través de nuevas formas de lo sensible, pero bajo una lógica que se emparenta con el juego del teléfono roto, esto es, la cadena de sujetos que distorsionan, de suyo, el mensaje. En efecto, el director, consciente de que hay un abismo entre la víctima y el espectador-testigo, actúa como si fuera el mediador entre ellos, siendo el primer testigo del trauma de la víctima a través de la expectativa representacional del actor. Sin embargo, al ser el actor una voz sustituta de la víctima, es decir, su personificación, comunica un trauma original de forma imprecisa y desleída, pues la víctima, con suerte, comunicaría apenas lo indecible de su experiencia sorpresiva. 4 Así las cosas, el director es consciente de esta imposibilidad y consiente del debilitamiento de la simbolización del trauma en las escenas que coordina, con lo cual se establece esta fórmula: actor(víctima)-director(testigo de primer orden)-espectador(testigo de segundo orden).

Ahora bien, al ingresar el espectador y cerrar un triángulo, su función es prestar sus sentidos para asistir a una figuración de aquel borroso trauma. Por esto, tal triángulo tiene como trasfondo otro: víctima-actor-director que en algún momento se intercalan. De esta suerte, el actor encarna el lugar del vacío de simbolización o la laguna típica que manifiesta cualquier usuario de una lengua frente a ciertas experiencias de terror y que hace del actor una especie de médium de aquella víctima que no puede comunicar por su condición de traumatizado, enriqueciendo la fórmula así: actor(médium de la víctima)-director(testigo de primer orden)-espectador(testigo de segundo orden).

El testigo de segundo orden entra en la díada, entonces, para ser un intruso (del latín intrusus, “el que ha sido empujado adentro”) en el convenio fundado previamente entre director/ es y actor/es. Lo que queda al testigo del trauma es, entonces, repetido y distorsionado por ser una encarnación de la encarnación primera; sin embargo, y paradójicamente, por un débil contagio o un eco, quedan unos susurros o murmullos que terminamos, como testigos, viendo-escuchando (Nancy 2008). 5 A esta altura, la fórmula primera se rescribe así: actor(médium de la víctima)-director(testigo de primer orden)-espectador(testigo de segundo orden e intruso).

Se tiene, entonces, la comprensión de un ejercicio de compleja escisión, en el que algo de lo original es actualizado por el sujeto del testimonio (actor) gracias a lo que se dramatiza, siempre y cuando, como nuevos sujetos del testimonio, los espectadores lo propaguemos, pues, de hecho, “el sujeto del testimonio está constitutivamente escindido, no tiene otra consistencia que la que le dan esa desconexión y esa separación y, sin embargo, no es reductible a ellas” (Agamben 2000, 158).

Ahora bien, al traer estas comprensiones epistémicas sobre el cine a la tradición del devenir colombiano ficcional, de un poco más de un siglo de evolución, nos encontramos con que, según el historiador y profesor Hernando Martínez Pardo (1978, 197), este ha especializado dos versiones, a saber: un cine folclórico, propio de la defensa de un proyecto civilizatorio, que deja ver una ausencia de heterogeneidad social y engrandece las falsas nociones de bienestar y progreso, lo cual se logra con retratos que se apropian de las geografías física y social, cementados con elementos como la música y los clichés dialectales. Todo esto mientras el otro cine, el marginal, da cuenta de la anomia social, y así iniciar procesos de simbolización de la inequidad social prolongada y sus efectos en los sujetos, esto de una manera más realista al naturalizar la relación violencia/s vs. realidad-social, visualizando el acto deshumanizante de presentar al segregado como sujeto ahistórico, casi asimilado a un vegetal o un animal.

Todo esto mientras el pasado reciente lo comprendo como una categoría temporal, definida como el lapso transitorio que agrega, con acentuada predominancia, experiencias de sufrimiento en las que se quebrantan los derechos fundamentales, como la vida, la supervivencia y la libertad a vivir en familia, con un cambio sustancial en relación con eventos bélicos acaecidos en el siglo XIX, 6 a saber: la aparición de nuevas tecnologías de la muerte, en el paso de una guerra de combates a una guerra de masacres, como fundamento para prosperar una reingeniería social. Y aunque esta categoría arrastra consigo la controversia epistémica entre memoria e historia (Sarlo 2005), al mismo tiempo que la compleja relación entre el derecho a recordar, el deber de la memoria y la verdad del recuerdo, también es cierto que existe un consenso en entender que la memoria sobre el pasado reciente debe actuar como un lego y no como un rompecabezas, pues es fundamental el hecho de la pluralidad de versiones sobre los mismos hechos encadenados de una misma figura histórica para dar cuenta de acontecimientos sociales.

Respecto de esto último, la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi (2018) insiste en que las historias se han utilizado para desposeer y calumniar, pero también pueden usarse para humanizar. De esta suerte, las historias que recrearía el cine relatan per se, en la medida en que cuentan de otra forma un evento, “cuestionando así el statu quo, y rompiendo así con su arma la univocidad” (Achugar 2002, 66). Y justamente por su cualidad de memoria subterránea, término de Pollak (2006), es que el cine emergente es un discurso peligroso, pues, por un lado, embiste contra el olvido sobre sucesos que otros discursos camuflan con pactos de silencio o con estratagemas de frivolización (Blair Trujillo 2002); y, por otro, sin que pueda cambiarse el pasado, transforma el sentido lingüístico y los sentidos o mecanismos fisiológicos de la sensación que se dan o se usan en esos acontecimientos sucedidos. Por esta razón, quizá, el cine colombiano inició su tradición con censuras y quemas de material fílmico, como sucedió en 1915 en Bogotá con el documental de los empresarios italianos Di Doménico.

Efectivamente, la primera película de factura trans-nacional apareció en noviembre de 1915, un docu-ficción mudo proyectado en el Gran Salón Olympia con apenas tres años de haber sido construido en Bogotá. Se trata de El drama del 15 de octubre, posesión de los hermanos Vincenzo y Francesco Di Doménico. Este producto recrea el asesinato del político liberal Rafael Uribe Uribe, sucedido en 1914, y bajo la llamada República Conservadora, que duró de 1886 a 1930. Los protagonistas que recrearon el crimen, los artesanos Galarza y Carvajal, fueron los mismos asesinos que, con machete en mano, tasajearon el cuerpo del político frente al Capitolio Nacional (Zuluaga, 2007). No obstante, por la novedad y el impacto del artificio, una corte ordenó que se destruyeran todas las copias del documental debido a la indignación generada, de suerte que su contenido lo conocemos gracias a artículos periodísticos cercanos a su lanzamiento. Así es como el cine nacional nació hace 109 años, siendo peligroso para la memoria política y, por eso mismo, sometido a la reprobación (Suárez 2009).

La censura en torno a este documental afectó la industria cinematográfica colombiana, que apenas produjo 28 largometrajes entre 1922 y 1945. El cine que renació tímidamente fue entonces el de las comedias musicales romántico-costumbristas que usaban el bambuco como pegamento identitario, y desde 1946 el dominio fue del cine mexicano que, de la mano de Pedro Infante, Jorge Negrete o María Félix, enseñó a los colombianos a defender representaciones femíneas cercanas al sufrimiento, a cantar rancheras y a especializar un humor verbal ramplón, que luego se completaría con la verborrea insustancial de Cantinflas, que despuntaba en 1936. Lo cierto es que el influjo del cine mexicano ha marcado la nación, y aún hoy se corean corridos prohibidos para relatar nuestra narcocultura y elogiar la ética y la estética del traqueto, incluido en las cualidades de la “contrarrevolución cultural” (Medina 2014, 14), sedimentada a finales del siglo XX.

Luego vino la Compañía del Fomento Cinematográfico (FOCINE), dependencia del Estado encargada del Fondo Nacional del Cine Colombiano entre 1978 y 1993, y que permitió que salieran a la luz muestras tanto de cine nacionalista como de cine alternativo. Ejemplos de esta dicotomía cinematográfica de la nación en esa época son Pura sangre (Ospina 1982), Tiempo de morir (Triana 1986), El embajador de la India (Ribero Ferreira 1986), María Cano (Loboguerrero 1990), Rodrigo D: No futuro (Gaviria 1990) o La estrategia del caracol (Cabrera 1993).

Pero, al lado de este cine, también se instala la aparición del cine emergente, esto es, otra forma de manufacturar el pasado y conectarlo con el presente, consagrado con películas como La langosta azul (Cepeda Samudio 1954) o El río de las tumbas (Luzardo 1964) en las que un foráneo llamado el Gringo o cadáveres NN flotantes en el río Magdalena metaforizan el pueblo en situación de miseria, demarcado por las violencias causadas por el empoderamiento de la confrontación entre campesinos.

Al avanzar en el tiempo, encontramos cómo el cine a finales del siglo XX recreó la víctima de la guerra. Entonces, el otrora campesino se transformó en el desplazado, y entre las tensiones de las fuerzas militares, paramilitares y narcotraficantes, resultó naturalizado como colaborador del guerrillero y, por tanto, objetivo de toda suerte de desgracias (Gutiérrez Sanín 2014, 45 y ss.). Este es un cine que revela el conflicto armado con imágenes explícitas centradas en la marginalidad (Osorio 2016), la cual se encarna en niños, desplazados e inmigrantes. Evidencias de esto son los filmes Como el gato y el ratón (Triana 2002) o Paraíso travel (Brand 2008), mientras las violencias personificadas por los sicarios, los gánsteres criollos, los paramilitares o por la cultura traqueta se puede evidenciar en muestras como María llena eres de gracia (Marston 2004), Rosario tijeras (Maillé 2005), El colombian dream (Aljure 2006) o La sangre y la lluvia (Navas 2009).

El giro del cine colombiano: hacia el cine-stésico

No obstante, al instalarse el espectador atento en la producción de la primera década siglo XXI en adelante, el perfil de la producción cinematográfica cambia. Efectivamente, se asiste a un cine también realista, crítico, independiente y adherido a herencias del documental, como el cine alternativo, pero hay algo más: es un cine que pone en escena un mundo desencantado como marca de la esencial derrota del ser humano frente a su ilusión de una vida plena, dejando las violencias simplemente insinuadas.

Para esta pesquisa, se manipuló un corpus de 34 largometrajes ficcionales producidos transnacionalmente entre 2010 y 2022, un cine caracterizado por estar recreado en ambientes descentrados y con actantes marginales, siendo significativo que el 50 % de este corpus son óperas primas, el 57 % es representado por personajes femeninos jóvenes y el 33 % ocurre en la zona del Gran Cauca. Su elección, además, se debió a su evidente referencia a protagonistas y metáforas espaciales que dan cuenta del conflicto armado en cualquiera de sus aristas (destierros, desapariciones, homicidios, violaciones, secuestros, reclutados, etc.), y que satisfacen dos rasgos más, a saber: una politización manifiesta en la manipulación de elementos formales como el sonido y el manejo de la cámara, y unas tramas que asocian una poética-del-espacio-natural con actores naturales, que se trasladan de un lugar a otro, “sin ninguna investidura, sin actividad que los defina, haciendo que el traslado luzca más como huida que como un viaje” (Cantú 2008, 2).

Al examinar este corpus, se asiste a un tercer tipo de cine en relación con los expuestos por Martínez Pardo (1978) y que he llamado el cine-stésico, debido a que integra dialécti-camente la cinestesia y la sinestesia. Efectivamente, es cinestésico porque a través de las acciones de los protagonistas los espectadores-testigo podemos sentir los movimientos y contorsiones propios de un viaje como desplazamiento; y sinestésico, porque, en esos movimientos ya sincronizados entre el actante y el voyeur, hay una combinación simultánea de senso-percepciones que, instaladas desde lo escópico o visual, dan cuenta de experiencias ofrecidas por el tacto, el olfato, el gusto y la audición, sin otra conexión que lo que realiza el actor(médium de la víctima), procurando atravesar al voyeur y, con esto, atarlo con lazos, con lazos afectivos y, por tanto, preverbales, en que, en el caso de los protagonistas, es significativo el manejo de un silencio como respuesta al dolor más crónico, y reforzado con gestos de afectos básicos (miedo, ira, etc.).

A partir de esto, el giro a un nuevo cine colombiano es armónico con el llamado “giro afectivo” (Clough y Halley 2007). Entonces, si nos preguntamos cómo este cine ensambla paisaje y cuerpo humano, quizá hasta el punto de que el primero devore al segundo, 7 se infiere que es a través de la multisensorialidad a la que el filme invita al espectador (testigo e intruso) y que permite ver con los todos los sentidos una historia dentro de la historia para “meterse en los zapatos” de la víctima y sentir su fatiga, su horror y algo de su trauma, hasta quedar con los “pelos de punta”, “exudados” y con la “boca abierta”.

De esta suerte, sucede algo fascinante en el cine-stésico, a saber: transforma al voyeur (quien mira la película) en un voyageur (quien transita mientras mira), hasta el punto de que el voyeur-voyageur termina siendo un modernísimo flânerie (Bruno 2018). Se asume, entonces, que la cámara que presta servicios al cine-stésico se convierte en un vehículo que reclama del testigo-intruso viajar simuladamente en un topos representacional, a saber: los paisajes naturales de la Colombia distante de la predominancia céntrica de la nación y, por tanto, lejos de una mano protectora. Se trata, entonces, de paisajes que suelen llamarse “zonas rojas” o “zonas de guerra”, nunca elegidos por las víctimas, sino advenidos a ella por las circunstancias que no pueden dominar, como siguiendo un determinismo que los envuelve y como si el destino de la naturaleza colombiana sea servir de escenario del horror.

Esto, lejos de ser un arreglo efímero en algunas películas, pareciera ser una invariable. A través de las imágenes paisajísticas, se experimenta el “aroma visual” de la naturaleza recreada (Sobchack 2010, 65), junto con los sonidos naturales propios de los montes, los ríos o los animales en la noche, y también las escenas en las que la neblina o el aguacero permiten sentir frío. Todo esto mientras se atestigua el desplazamiento de las víctimas del conflicto por interminables kilómetros de precario recorrido. En ese mismo sentido, la filósofa Laura Marks (2000) opone el concepto de “visualidad háptica” al de “visualidad óptica” (162), ya que los ojos de quien observa una historia funcionan como órganos del tacto, con lo cual ya el espectador no diferencia formas, sino descifra texturas mientras recorre imaginariamente las carreteras y las trochas de un país donde hay más territorio que Estado.

Por ejemplo, en Los reyes del mundo (Mora Ortega 2022), los protagonistas viajan hacia la tierra prometida 360 kilómetros en un descenso por la cordillera central hacia la depresión momposina, o lo que es igual, de lo templado de Medellín hacia la niebla del frío, y luego al calor de Nechí (Antioquia), un municipio en disputa por el control territorial entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), y que actualmente es presa de la minería ilegal del oro y de las rutas para el narcotráfico. Asimismo, en El árbol rojo (Gómez Endara 2021), los hermanos Méndez viajan unos 900 kilómetros desde el corregimiento Rincón del Mar, en San Onofre (Sucre), hasta el céntrico barrio Santafé de la capital colombiana, esto es, desde un territorio gobernado por más de una década por paramilitares del Bloque Montes de María, al frío glacial y humano de un barrio caracterizado por la mendicidad, la explotación sexual, el comercio ilegal, la mafia y la violencia soterrada en el corazón de la ciudad capital. En los dos casos, el testigo-intruso puede ver, oler, palpar, escuchar y tener experiencias térmicas gracias al uso de su memoria sensorial, estimulados por la visión de la presencia protagónica de la naturaleza en sus diferentes pisos intertropicales, determinados por la altitud.

Así pues, estas nuevas formas de fraguar lazo social basado en recrear imágenes sensoriales desde paisajes rurales o periurbanos no solo comprometen la visualidad háptica, sino también las visualidades térmicas, olfativas y auditivas. Se trata, en suma, de prestar los ojos para que estos mano-seen (tacto-vista) texturas naturales huelan aromas, sientan ardor o frescura y, sobre todo, ojos que escuchen lo que, desde el silencio humano, las geografías campesinas del país enuncian, respondiendo al deseo de “restablecer un contacto más sensible y corporal con las imágenes, con los objetos, con el entorno” (Depetris Chauvin 2019, 53). 8

De esta suerte, tal modo de relacionarse con las imágenes y con los otros que las moran en el espacio ficcional del cine contemporáneo resulta un nuevo modo-de-estar en el mundo. Dicho de otra forma, es una manera de sentir juntos, de tener una sensitividad colectiva: una nueva forma de unir los ciudadanos con un conocimiento situado en lo emocional y lo sensitivo, permitiendo pensar en un neotribalismo porque se basa en afectos, sensaciones y susurros identificatorios que de alguna forma se comparten como comunitarios.

Cambios discursivos de la víctima en el nuevo cine colombiano

Según Zuluaga (2021), este nuevo cine, que comparte estas cualidades con el chileno y argentino, tiene representantes cardinales con filmes como El vuelco del cangrejo (Ruiz Navia 2010), Retratos en un mar de mentiras (Gaviria 2010) y La sirga (Vega 2012), para prolongarse en Los hongos (Ruiz Navia 2014), La tierra y la sombra (Acevedo 2015) o Siembra (Osorio y Lozano 2016), y se ha empinado en otras producciones transnacionales como Monos (Landes 2019), Tantas almas (Rincón Guille 2021), Llanto maldito (Beltrán 2021) o Los reyes del mundo (Mora Ortega 2022).

Ahora, al revisar su arqui-textura espaciotemporal o sintaxis, este cines-stésico revela la primacía de una poética del espacio ávido de paisajes, y cruzada por el deseo de transitar hacia una casa soñada frente a la realidad de la ausencia de casa; todo esto en un tiempo dilatado, casi mí(s)tico, recurso que puede verse como un ejercicio cronémico para dar cuenta de un tiempo circular que repite el mismo síntoma/regla cultural: un tiempo que no pasa porque no deja de pasar. Asimismo, insinúo al respecto que la intención de este cine es despolitizar el conflicto a través del uso de una meta-violencia, evidente en el manejo estratégico de cuadros naturales que hablan a través de geofonías o biofonías y, fortuitamente, de antropofonías (o su ausencia), así como en el manejo lento de la cámara, que sigue la travesía silente de la víctima, y el uso de extendidos plano-secuencias. Finalmente, para completar la lectura semántico-pragmática de este corpus, sobresale una ética-de-la-desesperanza, puesta en la actitud pasiva y parásita de los protagonistas, la cual se compensa con una estética-de-la-debilidad, que reevalúa valores determinados por tradiciones heteropatriarcales, al mismo tiempo que desvirtúa el imaginario colonial de que el bárbaro es el excluido.

Otro hallazgo sobresaliente deja ver que el cine-stésico está cruzado narrativamente por la obsesión de revelar los efectos de dos síndromes que podrían dialogar armónicamente con los esbozados arriba: el de Ulises y el de Caín, pues recrea víctimas transliteradas como “almas en pena” y “judíos errantes” que buscan retornar a sus hogares, o buscan sus familiares por trochas, ríos o pueblos, como consecuencia de esa manera de insolidaridad. 9

Para finalizar el esbozo de hallazgos, es importante recordar que, a diferencia de otros textos que dan cuenta del conflicto armado, como los archivos periodísticos o los académicos, el cine-stésico ofrece escenarios y soluciones imaginarias. Pues bien, propongo, al menos, cinco aspectos esenciales que delinean este cine como posible tramitación hacia el posconflicto, a saber:

  1. La resistencia como re-existencia. 10 Los personajes-víctimas desarrollan actividades y trampas a lo real para inventarse cotidianamente la vida y confrontar la realidad establecida por el proyecto de la des-ontologización de sus cuerpos y almas. Algo que hacen, porque, como no tienen a nadie quien pueda interceder por ellos, es decir, al sostenerse como “la vida nuda” (Agamben 2010, 12), con una coexistencia expuesta a la muerte sin redentor alguno, se sacuden de ese estado de-sujetado, esto es, se las arreglan con sus propios recursos y anónimo estoicismo para progresar el día a día; algo muy cercano a lo que Natalia Quiceno Toro (2016) llamó la creación de una “vida sabrosa”, un proceso cotidiano para “activar y equilibrar la vida de manera autónoma, sin la militarización de los territorios, sin miedo y sin la imposición de formas de vida que lleven a estar enmontado” (5).

  2. La exploración del lazo afectivo. El silenciamiento acumulado sobre el ultraje que ha ejercido el perpetrador sobre la víctima se transforma en un reconocimiento y en un apoyo. Esto afirma la menesterosidad/necesidad del otro en la atmósfera de una guerra y vislumbra igualdad y respeto, a pesar de las diferencias entre las víctimas mismas. Sabemos que hay, al menos, tres formas de reconocimiento: la legal (igualdad), la social (solidaridad) y la amorosa o erótica. Estas últimas formas implican reconocer deseos e insuficiencias, y están presentes en las tramas del cine-stésico, insinuando formas de tejer como integración afectiva la esquiva nación imaginada. Un cine que, según cada región, promueve una cierta sociolingüística de las emociones que depende, finalmente, del neotribalismo que refuerza sentimientos de pertenencia. Es la apuesta de un mundo social alterno al tradicional, donde se reconoce la heterogeneidad social, como en las multitudes, y nuevos roles masculinos y femeninos.

  3. Nueva forma de percibir al extraño y al prójimo. Derivado de lo anterior, la comunidad emocional así delineada en el cine-stésico preconcibe al prójimo como sujeto solidario y bondadoso. En este orden de ideas, se deja ver que la guerra también deja algunas ganancias en el orden de lo social, a saber: el estrechamiento de la complicidad entre iguales pero desconocidos, como sucede en los rituales religiosos. 11 Quizá esto justifique la tendencia a que los personajes se apropien y aferren a amuletos y reliquias hispano-católicas. Es, en suma, una solución que inicia con una aisthesis, o sentir-juntos (sensibilidad), que pasa por la empátheia y finaliza en la catharsis, o efecto purificador/liberador, como base de un enaltecimiento a la razón sensible que erige nuevas maneras-de-estar, según Michel Maffesoli (1997).

  4. Un llamado a perdonar lo imperdonable. Según Jacques Derrida (2015), si se perdona lo perdonable, no hay mucho mérito, de suerte que perdonar al monstruo que crea terror ante la amenaza y el pánico ante la destrucción total o la eliminación radical es aceptar lo inmodificable del pasado y renunciar a la ira y a la venganza frente a aquellos que se presentan como agentes de un pasado que no pasa porque no deja de pasar. Una mezcla inteligente entre ternura y resignación que se opone a una moral desalmada.

  5. Formas sustitutivas de elaborar el duelo. El cine-stésico pone en primer plano el asunto de cómo simbolizar un trauma colectivo, a pesar de su supuesta futilidad. Se sabe que sobre los desaparecidos hay una impunidad del 99 %; pero, frente al cuerpo ausente, el familiar del desaparecido se construye como “buscador”, especialmente las mujeres de Colombia, pues, de los desaparecidos, el 83 % corresponden a hombres en más de 7000 fosas comunes localizadas, lo cual no está exento de estigmas y violencia de género, tal como ha sido determinado por la psicoanalista y profesora María Alejandra Tapia Millán (2023).

En Colombia, se ha especializado una estrategia para que el desaparecido deje de ex-sistir como un muerto-vivo, y así la catástrofe del sentido que esta ausencia genera se subsane en el recuerdo del seno familiar afectado, como lo sugiere Gabriel Gatti (2017); por cierto, sobrevivientes que perviven en un orbe “lleno de lugares fuera de la norma, de identidades dislocadas, de dolientes, de fugados” (15). En este acto conmovedor, el familiar del desaparecido practica el acto de sustituir un cuerpo por el de otro para re-in-corporar o rehacer el cuerpo del conocido; y lo hace invistiendo ese fragmento del cuerpo-otro con soportes materiales del recuerdo, como la ropa del ausente.

Así las cosas, el cuerpo desaparecido se vuelve cuerpo-causa-de-lo-melancólico en lugar de cuerpo-del-delito, pero bajo la racionalidad del deslizamiento significante para evitar que el sobreviviente no haga un duelo “a secas”, parafraseando a Alouch (2006). Y, al ser flotante, es vivido con un silencio traumático, porque, a falta de categorías propias para narrar la catástrofe del sentido, la afonía se convierte en un recurso para que la víctima produzca sentido y a propósito de lo vivido y sentido como un robo de algo íntimo de sí (Acosta López 2022, 138 y ss.), de ahí que el receptor esté llamado a “recalibrar la capacidad propia de escuchar con profundidad histórica” (Castillejo Cuéllar 2007, 85).

Sobre este último aspecto, una de las películas que revela directamente esta solución imaginaria frente a la desaparición forzosa es Tantas almas, la river-movie del director colombo-belga Rincón Gille (2022). Su protagonista, el pescador José, recorre el río Magdalena en su piragua, buscando en las riberas los cadáveres de sus dos hijos, Rafael y Dionisio, asesinados y desparecidos por los paramilitares que operaban en el sur de Bolívar a comienzos de este siglo, todo esto con el fin de darles sepultura, y así evitar que queden como “almas en pena”.

En esta historia, ante la imposibilidad de que encuentre el cadáver de Dionisio, cuyo notable rasgo congénito es que en una de sus manos carece de tres falanges, José extrae el antebrazo de un NN de una fosa común, ubicada en el patio trasero de un cementerio; posteriormente, con el filo de una pala metálica, cercena tres dedos de esa inerte mano, para luego tapar el tejido muerto y amputado con una camiseta deportiva de color amarillo, fundando, al paso, la metáfora de un socorro exánime, pues las autoridades del pueblo no le han “dado la mano” para lograr el encuentro deseado, a excepción de habitantes, casi fantasmagóricos e igual de sufridos a José, quienes, en una secreta solidaridad, informan a través de unos soportes de inscripción (el registro o listado de muertos flotantes que elabora la señora Muñoz). 12

Posteriormente, en una escena intensa que recuerda la de aquella madre y su hija en un pueblo caluroso en el cuento La siesta del martes (García Márquez 2012, 135-142), José camina lentamente hacia el río, toma una lancha y se va río arriba. El silencio de la huida es estremecedor, dando a entender que ese trauma se inscribe o se registra en ausencia de su propia voz, mostrándonos que el trauma puede escucharse en la visualidad de la noche, que hay una escucha visual, como sugiere Caruth (1996, 111 y ss.), sumado al gesto de vaciamiento del ser del padre frente al desaparecido sin cuerpo. Asimismo, este acto sustituto de un velatorio ya está sugerido en Sófocles (2014), cuando Antígona cubre el cadáver de su hermano Polinices con un polvo fino en lugar del rito fúnebre que ha impedido su tío Creonte.

Aún más, es admirable notar cómo el director de Tantas almas (Rincón Guille 2021), desde la lógica alegórico-metonímica, recrea el cuerpo de la nación como un órgano arruinado y fraccionado. La ley humana prohíbe el homicidio porque la vida es sagrada y es tarea del Estado hacer que se cumpla la ley; pero, en Colombia, lo imposible se ha hecho posible en, al menos, 800 000 ocasiones (cifra de muertos de nuestro conflicto entre 1985 y 2018), dejando sus huellas en la memoria traumática y extensibles a no sé cuántas generaciones, porque, todos lo sabemos, los traumas se heredan.

Si recordamos la historia de El mercader de Venecia (Shakespeare, 2020), el usurero judío Shylock no puede, finalmente, apropiarse de la libra de carne de Antonio, porque la ley evocada y representada por Portia de Belmond lo prohíbe al recordar que el cuerpo del otro es inapropiable y, por eso, el amigo de Bassanio se salva de tal mezquindad. Pero este caso revela una especificidad de nuestra guerra: el otro, aturdido por el sinsentido, se apropia de lo inapropiable, pese a la ley. Y el pedazo de cuerpo adoptado se instala como evidencia de que el cuerpo de la nación acepta presencias de muertos-vivos, de sujetos sin nombre y de espejismos que viven entre las pesadillas de quienes vegetan sin Dios ni ley, y solo existen como fantasmas o demonios en un aparente progreso.

Al admitir este nuevo juego de analogías y metonimias, estamos frente a la forma de concebir la nación desde el cuerpo en y de la psicosis: es el cuerpo visto como materia desmembrada, un cuerpo que se sostiene en su existencia gracias a una gramática alterada y exhibida en una teatralización xenopática, al decir de José Alejandro Restrepo (2006); algo similar al cuerpo vivo-muerto del joven de La tercera resignación, primer relato de García Márquez (2012, 11-20), escrito en la época en la cual chulavitas y pájaros impusieron una tecnología mortífera, la de ver al hermano como miembra disiecta, dejando en la memoria colectiva la imagen de una nación sin consistencia y abriendo las bocas para la repetición de lo innombrable, siempre y cuando el ultrajado pudiera conservar la lengua y las orejas.

A manera de conclusión

Finalizo, entonces, este esfuerzo redimiendo dos elementos del cine-stésico y su labor de recrear la vida de la víctima, a saber: su función social y su novedad ético-política. Pues bien, en cuanto a su función, creo que es una experiencia estética presa de una de-colonización del ver que naturaliza la víctima por sobre-exposición, sustituyendo las violencias por una cierta violencia simbólica; y si bien lo he definido como un delegado resonador de las historias de las víctimas del conflicto armado, como experiencia tiene un éxito parcial, porque, finalmente, aparece al espectador-testigo como la arbitraria forma de mostrar lo que, en principio, es indecible (el trauma), obviando el sentido real de los silencios de la guerra. A pesar de esto, el cine-stésico testimonia algo que no es nuevo en la historia nacional, pero sí actual en el devenir del cine nacional: dar cuenta de la víctima que es, en propiedad, un ser des-subjetivizado y errante, estirando su función a algo más: este cuerpo se hace metonimia del cuerpo de la nación, que se recrea en el cuerpo de la teratología: un cuerpo maltratado y enlodado, tristemente asimilado al cuerpo de/en la psicosis. La nación, así, no es la de Encanto, como la película Disney de Haward y Bush (2021), sino la de una exotopía espacial y, sobre todo, cultural.

Ahora, en relación con su novedad, el cine-stésico se deslinda de las violencias históricas (partidista, insurgente, del problema narco y de otras que de estas se derivan), y recrea una violencia nueva, la moral, esa que el CNMH (2013) llama “daños morales de la guerra” (268), caracterizada por degradar la dignidad y devaluar las creencias y los valores identitarios en las víctimas. De esta forma, representa lo que no era representado hasta hace poco en la historia del cine y que son las formas invisibles de la violencia que devienen una cierta muerte moral de la víctima. Y lo hace invitándonos a atender sus silencios traumáticos y a ver sus gestos mientras vemos (voyeur) como enclaves simbólicos de una denuncia a los abusos del poder, a la segregación que termina en invisibilización o hipervisibilización naturalizada y, sobre todo, una denuncia al silencio estatal porque silencio con silencio grita.

Efectivamente, se trata de la experiencia de quedar atrapado en un ejercicio que nos obliga a un doble giro: hacia lo afectivo y hacia lo aural o lo invocante, hacia el giro auditivo, porque es un cine que abre la necesidad de tomarse en serio una ética y una política de la escucha. Ética, porque revela la paciencia de la víctima y del espectador (paciencia, del latín pati, “sufrir callado”, “sin alaracos”); y política, porque invierte la relación de poder: del activo que habla, al pasivo que escucha los susurros o murmullos de la guerra, tal como también se recrea en la obra literaria La Sombra de Orión, última novela del escritor Pablo Montoya (2021), o en la experiencia artística de Clemencia Echeverri intitulada Duelos (MinCultura 2019).

Así pues, asistimos a un cine que permite experimentar una “visualidad de la escucha” y una “paciencia del ver”. No gratuitamente Byung-Chul Han (2017, 117) habla de una nueva profesión: la del oyente, al mismo tiempo que refiere una educación del ojo para mirar con contemplativa atención con el fin de lograr una mirada larga y pausada; éticas fundamentales para la nación, pues “the trauma demands to be heard” (Caruth 1996, 7) y mirado en su quinesia/proxemia. Baste recordar cómo el ruido que viene del fondo de la Tierra se instala como el protagonista principal en la reciente película Memoria, del tailandés Apichatpong Weerasethakul (2021), y que es, en realidad, una metáfora del grito de los NN que están enterrados en fosas comunes, figura final de los rugidos de la violencia en tierras colombianas, desde Bogotá hasta los pueblitos del Quindío. Por eso, la nuestra es una guerra sin nombre.

REFERENCIAS

Acevedo, César Augusto, dir. La tierra y la sombra.2015.

Achugar, Hugo. 2002. “Historias paralelas/Historias ejemplares: La historia y la voz del otro”. En La voz del otro: Testimonios de subalternidad y verdad narrativa, 61-84. Guatemala: Papiro.

Acosta López, María del Rosario. 2022. “De la estética como crítica a las gramáticas de la escucha: Resistencias estéticas frente a la violencia epistémica. Estudios de Filosofía, n.º 66: 131-154. https://doi.org/10.17533/udea.ef.349487.

Agamben, Giorgio. 2000. Lo que queda de Auschwitz: El archivo y el testigo. Homo Sacer III. Valencia: Pre-Textos.

Agamben, Giorgio. 2010. Homo sacer: El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-Textos.

Alba, Gabriel. 2003. “Ficción de la realidad y realidad de la ficción en el cine colombiano”. Signo y Pensamiento 22, n.º 42: 95-111. https://revistas.javeriana.edu.co/index.php/signoypensamiento/article/view/3618/2930.

Albán Achinte, Adolfo. 2009. “Artistas indígenas y afrocolombianas: Entre las memorias y cosmovisiones estéticas de la Resistencia”. En Arte y estética en la encrucijada descolonial, compilado por Zulma Palermo, 82-112. Buenos Aires: Ediciones del Signo.

Aljure, Felipe, dir. El colombian dream. 2006.

Alonso Espinal, Manuel Alberto. 2014. “Ensamblajes institucionales y guerras civiles en la Colombia del siglo XIX”. Co-herencia 11, n.º 21: 169-190. https://doi.org/10.17230/co-herencia.11.21.7.

Alouch, Jean. 2006. Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca. Buenos Aires: El cuenco de plata.

Beltrán, Andrés, dir. Llanto maldito. 2021.

Benjamin, Walter. 2009. Tesis de filosofía de la historia. En Discursos interrumpidos I, 177-191. Madrid: Taurus.

Blair Trujillo, Elsa. 2002. “Memoria y narrativa: La puesta del dolor en la escena pública”. Estudios Políticos, n.º 21: 9-28. https://doi.org/10.17533/udea.espo.1413.

Blair Trujillo, Elsa. 2010. “La política punitiva del cuerpo: Economía del castigo o mecánica del sufrimiento en Colombia”. Estudios Políticos, n.º 36: 39-66. https://doi.org/10.17533/udea.espo.6329.

Brand, Simon, dir. Paraíso travel. 2008.

Bruno, Giuliana. 2018. Atlas of Emotion: Journeys in Art, Architecture, and Film. Nueva York: Verso.

Cabrera, Sergio, dir. La estrategia del caracol. 1993.

Cantú, Irma. 2008. “Usos y desusos de la teoría del viaje y su aplicación en la literatura latinoamericana”. Trans: Revue de littérature générale et comparée, n.º 5: 1-14. https://doi.org/10.4000/trans.245.

Caruth, Cathy. 1996. Unclaimed Experience: Trauma, Narrative, and History. Baltimore: Johns Hopkin University Press.

Castillejo Cuéllar, Alejandro. 2007. “La globalización del testimonio: Historia, silencio endémico y los usos de la palabra”. Revista Antípoda, n.º 4: 75-101. https://doi.org/10.7440/antipoda4.2007.04.

Castillejo Cuéllar, Alejandro. 2024. “Recalibrar la escucha: Los árboles como sujetos del dolor”. Calle 14 19, n.º 36: 228-239. https://doi.org/10.14483/21450706.20922.

Cepeda Samudio, Álvaro, Gabriel García Márquez, Enrique Grau Araújo y Luis Vicens, dirs. La langosta azul. 1954.

Clough, Patricia y Jean Halley. 2007. The Affective Turn: Theorizing the Social. Durham: Duke University Press Books.

CNMH (Centro Nacional de Memoria Histórica). 2013. ¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad. Bogotá: CNMH. https://centrodememoriahistorica.gov.co/wp-content/uploads/2021/12/1.-Basta-ya-2021-baja.pdf.

Comisión de la Verdad. 2022. Hay futuro si hay verdad. https://www.comisiondelaverdad.co/analitica-de-datos-informacion-y-recursos.

Depetris Chauvin, Irene. 2019. Geografías afectivas: Desplazamientos, prácticas espaciales y formas de estar juntos en el cine de Argentina, Chile y Brasil (2002-2017). Latin America Research Commons. https://ri.conicet.gov.ar/bitstream/handle/11336/134613/CONICET_Digital_Nro.b7b6d6d9-e5d6-4fa5-ab65-de9f551c7904_A.pdf?sequence=2&isAllowed=y.

Derrida, Jacques. 2015. Perdonar lo imperdonable y lo imprescriptible. Madrid: Avarigani.

Di Domenico, Vizenzo, dir. El drama del 15 de octubre. 1915.

Erll, Astrid. 2012. Memoria colectiva y culturas del recuerdo. Bogotá: Universidad de los Andes.

García de la Torre, María. 2007. “La estirpe olvidada”. El Tiempo, 9 de julio. https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-2567326.

García Dussán, Éder Alexánder. 2002. “Sobre la película Los colores de la montaña y la memoria histórica en Colombia”. Ciencias Sociales y Educación 11, n.º 21: 44-165. https://doi.org/10.22395/csye.v11n21a7.

García Márquez, Gabriel, 2012. Todos los cuentos. Buenos Aires: Sudamericana.

Gatti, Gabriel. 2017. Desapariciones: Usos locales, circulaciones globales. Bogotá: Siglo del Hombre.

Gaviria, Carlos, dir. Retratos en un mar de mentiras. 2010.

Gaviria, Víctor, dir. Rodrigo D: No futuro. 1990.

Gómez Endara, Johan. El árbol rojo. 2021.

Gutiérrez Sanín, Francisco. 2014. El orangután con sacoleva: Cien años de democracia y represión en Colombia (1910-2010). Bogotá: Debate.

Han, Byung-Chul. 2017. La expulsión de lo distinto. Barcelona: Herder.

Howard, Biron y Jared Bush, dirs. Encanto. 2021.

LaCapra, Dominick. 2005. Escribir la historia, escribir el trauma. Buenos aires: Nueva Visión.

Landes, Alejandro, dir. Monos. 2019.

Loboguerrero, Camila, dir. María Cano. 1990.

Luzardo, Julio, dir. El río de las tumbas. 1964.

Maffesoli, Michel. 1997. Elogio de la razón sensible. Barcelona: Paidós.

Maillé, Emilio, dir. Rosario tijeras. 2005.

Marks, Laura. 2000. The Skin of the Film: Intercultural Cinema, Embodiment, and the Senses. Durham: Duke University Press.

Marston, Joshua, dir. María llena eres de gracia. 2004.

Martínez Pardo, Hernando. 1978. Historia del cine colombiano. Bogotá: Editorial América Latina.

Massé, Raymond. 1995. Culture et santé publique. Les contributions de l’anthropologie á la prévention et á la prromotion de la santé. Montreal: Gaetan Morin.

Medina, Medófilo. 2014. El rompecabezas de la paz. Bogotá: La Carreta.

Melman, Charles. 2002. El complejo de Colón y otros textos. Bogotá: Cuarto de Vuelta.

MinCultura (Ministerio de Cultura). 2019. Duelos: Clemencia Echeverri. Bogotá: MinCultura.

Montoya, Pablo. 2021. La sombra de Orión. Bogotá: Penguin Random House.

Mora Ortega, Laura, dir. Los reyes del mundo. 2022.

Nancy, Jean-Luc. 2008. A la escucha. Barcelona: Amorrortu.

Navas, Jorge, dir. La sangre y la lluvia. 2009.

Ngozi, Chimamanda. 2018. El peligro de la historia única. Madrid: Penguin Random House.

Ortiz, Álvaro. 2016. Prólogo ¿Por qué fracasa Colombia? Delirios de una nación que se desconoce a sí misma, de Enrique Serrano, 9-16. Bogotá: Planeta.

Osorio, Ángela y Santiago Lozano, dirs. Siembra. 2016.

Osorio, Oswaldo. 2016. Por el lente de un cinéfago: Antología de cine colombiano. Medellín. Universidad Pontificia Bolivariana.

Ospina, Luis, dir. Pura sangre. 1982.

Pecaut, Daniel. 2003. Violencia y política en Colombia: Elementos de reflexión. Bogotá: Hombre Nuevo.

Pollak, Michael. 2006. Memoria, olvido, silencio: La producción social de identidades frente a situaciones límite.Buenos Aires: La Margen.

Quiceno Toro, Natalia. 2016. Vivir sabroso: Luchas y movimientos afroatateños en Bojayá, Chocó, Colombia. Bogotá: Universidad del Rosario. https://repository.urosario.edu.co/server/api/core/bitstreams/147af4340013-4fe4-8d93-1938367ecb86/content

Restrepo, José Alejandro. 2006. Cuerpo gramatical: Cuerpo, arte y violencia. Bogotá: Universidad de los Andres.

Ribero Ferreira, Mario, dir. El embajador de la India. 1986.

Rincón Guille, Nicolás, dir. Tantas almas. 2021.

Romero, José Luis. 1999. Estudio de la mentalidad burguesa. Buenos Aires: Siglo XXI.

Ruiz Navia, Óscar, dir. El vuelco del cangrejo. 2010.

Ruiz Navia, Óscar, dir. Los hongos. 2014.

Sarlo, Beatriz. 2005. Tiempo pasado: Cultura de la memoria y primera persona. Buenos Aires: Siglo XXI.

Shakespeare, William. 2020. El mercader de Venecia. Bogotá: Panamericana.

Sobchack, Vivian. 2010. Carnal Thoughts: Embodiment and Moving Image Culture. Berkeley: University of California Press.

Sófocles. 2014. Antígona. Madrid: Gredos.

Suárez, Juana. 2009. Cinembargo Colombia: Ensayos críticos sobre cine y cultura. Cali: Universidad del Valle.

Tapia Millán, María Alejandra. 2023. “Poéticas femeninas de una ausencia presente: Objetos del recuerdo de personas desaparecidas en Colombia”. Tesis doctoral. Universidad de los Andes. https://repositorio.uniandes.edu.co/server/api/core/bitstreams/e6d5aabe-7fe0-44f2-b7b4-fb2b1fb34021/content.

Triana, Jorge Alí, dir. Tiempo de morir. 1986.

Triana, Rodrigo, dir. Como el gato y el ratón. 2002.

Uribe, María Victoria. 1990. Matar, rematar, contramatar: Las masacres de la violencia en el Tolima, 1948-1964.Bogotá: Cinep.

Uribe, María Victoria. 2018. Antropología de la inhumanidad: Un ensayo interpretativo sobre el terror en Colombia. Bogotá: Universidad de los Andes.

Vásquez Cardona, Carlos Eduardo. 2012. “Dos síndromes sociales”. Revista Universidad Católica de Oriente, 25, n.º 33: 101-104. https://revistas.uco.edu.co/index.php/uco/article/view/221/252.

Vega, William, dir. La sirga. 2012.

Villegas, Andrés. 2019. “El imperativo alegórico: Realidad y violencia en los estudios sobre cine colombiano”. Bulletin of Hispanic Studies 96, n.º 4: 429-445. https://doi.org/10.3828/bhs.2019.25

Weerasethakul, Joe, dir. Memoria. 2021.

Weerasethakul, Apichatpong, dir. Memoria. 2021.

Zuluaga, Pedro Adrián. 2007. ¡Acción! Cine Colombia. Ministerio de Cultura.

Zuluaga, Pedro Adrián. 2021. Cine colombiano 2011-2020: La esquiva comunidad. Boletín Cultural y Bibliográfico 55, n.º 101: 137-150. https://publicaciones.banrepcultural.org/index.php/boletin_cultural/article/view/21790/21909.

Notas

* Artículo de reflexión. Resultado del proyecto de investigación “Textos estéticos e identidad social en Colombia, cuarta fase”, institucionalizado con el código 2426084723 ante la Oficina de Investigaciones de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.

1 Un síndrome cultural, desde la postura del antropólogo francés Raymond Massé (1995, 153), es la suma de síntomas construidos, cuya constelación se caracteriza por que solo pervive dentro de los límites de una cultura determinada dominada por la mezcla de violencias (visibles e invisibles) y por que su etiología da cuenta de los valores y la normatividad de esa cultura.

2 Mentalidad, en el sentido de Romero (1999), esto es, un conjunto de ideas y creencias sobre la realidad que decantan en unas actitudes frente a la vida individual y social.

3 Testigo del conflicto, entonces, como el título que el fotoperiodista antioqueño Jesús Abad Colorado le dio a la exposición de las más de quinientas fotografías (El testigo), al ser testigo de los declarantes directos del conflicto armado por más de treinta años, y con el que ha pretendido darles un nombre y un rostro a las víctimas del conflicto armado colombiano.

4 Entendemos por trauma aquella experiencia/escena/recordación que no se inscribe o liga en la memoria narrativa, biográfica o consciente y, por tanto, resulta imposible de historizarse. Dada esta condición, su destino es la re-petición sintomática, en el sueño o en el flashback. El trauma, al estar depositado fuera del control del sujeto, supervive en él como afecto o situación prelingüística, siendo notorio en los códigos no-verbales o corp-orales (LaCapra 2005).

5 Se puede inferir que para el filósofo Jean-Luc Nancy (2008), el murmullo es una forma de simbolizar el testimonio, que puede presentarse en diferentes códigos semióticos (no verbales y verbales), siempre y cuando aparezca como un evento que ofrece un mensaje completamente-otro a las imágenes impuestas de un conflicto, es decir, como una intermitencia en los discursos masivos de la guerra.

6 En el siglo XIX, Colombia soportó 9 guerras civiles, 11 constituciones y entre 54 y 64 revueltas locales para derrocar los Gobiernos de turno (Alonso Espinal 2014).

7 No es gratuito, entonces, que se evoque cómo, en La vorágine, el poeta Arturo Cova, Alicia y su hijo, son devorados por la selva, de la misma manera que Aureliano Babilonia queda devorado por las hormigas en Cien años de soledad.

8 No gratuitamente la Comisión de la Verdad, a través de “El dolor de la naturaleza”, auspiciado por el antropólogo Alejandro Castillejo Cuéllar Cuéllar (2024), da cuenta de testimonios no humanos que se dejan escuchar, como los de los árboles, los ríos, etc., que también son agentes de la memoria.

9 Llanto maldito (Beltrán 2021) está basada en la leyenda de la Llorona, el alma en pena de una madre que busca su hijo por ríos, montañas y pueblos, mientras solloza su destino sin poder iniciar la elaboración de un duelo.

10 La noción de re-existencia es resumida por el profesor y artista Adolfo Albán Achinte, como la suma de “los dispositivos que las comunidades crean y desarrollan para inventarse cotidianamente la vida y poder de esta manera confrontar la realidad establecida” (Albán Achinte 2009, 95).

11 Este tipo de acontecimientos tiene fundamento en colectivos históricamente fundados. Baste recordar las Madres de Soacha, una comunidad emocional gracias a la desgracia que las junta, a saber: ser víctimas de los falsos positivos.

12 No se puede dejar pasar la similitud con la historia de Clemente Silva, buscador de los huesos de su hijo Luciano, en novela La vorágine, de José Eustasio Rivera.

Información adicional

CÓMO CITAR: García-Dussán, Éder Alexánder. 2025. “Sobre la víctima del conflicto armado en el cine colombiano reciente”. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas 20 (1): 34-49. https://doi.org/10.11144/javeriana.mavae20-1.vcac

Contexto
Descargar
Todas