Ser barro, hacer mundo: prácticas cerámicas cubeo y correspondencias multiespecies con el suelo vivo*
Being clay, building world: cubeo-ceramics practice and multispecies correspondences with the living soil
Ser barro, fazer mundo: práticas cerâmicas cubeo e correspondências multiespécies com o solo vivo
Ser barro, hacer mundo: prácticas cerámicas cubeo y correspondencias multiespecies con el suelo vivo*
Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, vol. 20, núm. 2, 2025
Pontificia Universidad Javeriana
María Camila Montalvo-Senior mmontalvo@unal.edu.co
Universidad de los Andes, Venezuela
Recibido: 24 diciembre 2024
Aceptado: 03 marzo 2025
Publicado: 01 julio 2025
Resumen: Este artículo se sedimenta en la interacción entre el colectivo Cubay Jëjënava, conformado por indígenas cubeo del Vaupés, y el suelo arcilloso de la Amazonia, particularmente el barro azul, considerado excremento del güío progenitor. Este material trasciende su carácter utilitario para convertirse en un sedimento vivo cargado de memorias de la Tierra. Mediante técnicas tradicionales, como el amasado y la quema, el barro azul se transforma en objetos que no solo cumplen funciones prácticas, sino que también preservan historias que entretejen lo humano y lo no humano, lo vivo y lo no vivo. Reviso la historia geológica de los suelos amazónicos, formados hace millones de años, destacando que, lejos de ser infértiles, estos suelos actúan como agentes activos en la co-creación de vida y en la interacción con las comunidades humanas. Las arcillas azules y grises, a menudo consideradas limitantes desde narrativas científicas y coloniales, son resignificadas por las prácticas indígenas como compañeras en la generación de formas de vida y posibilidades creativas. Los colores de la Tierra (blanco, amarillo, azul y rojo) son esenciales en estas dinámicas, ejemplificadas por el carayurú, un pigmento rojo utilizado como sustancia de protección, curación y comunicación, que también se utiliza para crear trazos protectores en los rostros de quienes trabajan con el barro azul, cuyas formas se replican en las cerámicas y reverberan en pinturas de rocas antiguas. Este vínculo refuerza la conexión entre los cuerpos y el territorio, subrayando la interdependencia entre el suelo y quienes lo habitan, así como demostrando que el suelo, lejos de ser una entidad inerte, es un organismo vibrante y en constante transformación, capaz de generar vida y significado a través de las prácticas materiales indígenas.
Palabras clave:cerámica, arcillas, barro azul, suelo vivo, prácticas materiales indígenas, fertilidad de la Tierra, Amazonia.
Abstract: This article sediments in the interaction between the collective Cubay Jëjënava, formed by cubeo indigenous people from the Vaupés region, and the Amazonian clay soil, particularly the blue clay, considered the excrement of the güío progenitor. This material transcends its utilitarian character to become a living sediment, charged with the memories of Earth. Through traditional techniques, like kneading and burning, blue clay transforms into objects that not only fulfill practical functions but also preserve stories that interweave the human and the not-human, the living and the not-living. I review the geological history of the Amazonian soil, formed millions of years ago, highlighting that, far from being infertile, these soils act as active agents in the co-creation of life and in the interaction with human communities. Blue and gray clays, often considered limiting from the perspective of scientific and colonial narratives, are resignified by indigenous practices as partners in the generation of live forms and creative possibilities. Earth’s color (white, yellow, blue and red) are essential in this dynamics, exemplified by the carayurú, a red pigment used as a protection, healing and communication substance, which is also used to create protective traces on the faces of the people who work with the blue clay, and whose forms are replicated in the ceramics and reverberate in paintings in ancient rocks. This link reinforces the connection between the bodies and the territory, underlining the interdependence between the soil and those who inhabit it, demonstrating, as well, that the soil, far from being an inert entity, is a vibrant organism in constant transformation, capable of generating life and meaning through indigenous material practices.
Keywords: ceramics, clays, blue clay, living soil, indigenous material practices, Earth fertility, Amazonia.
Resumo: Este artigo baseia-se na interação entre o coletivo Cubay Jëjënava, composto por indígenas cubeo do Vaupés, Colômbia, e o solo argiloso da Amazônia, particularmente a argila azul, considerada excremento da cobra progenitora. Este material transcende o seu caráter utilitário para se tornar um sedimento vivo carregado de memórias da Terra. Mediante técnicas tradicionais, como o amasso e a queimada, a argila azul é transformada em objetos que não apenas cumprem funções práticas, mas mesmo preservam estórias que entretecem o humano e não humano, o vivo e não vivo. Reviso a história geológica dos solos amazônicos, formados há milhões de anos, destacando que, longe de serem inférteis, esses solos atuam como agentes ativos na cocriação de vida e na interação com as comunidades humanas. As argilas azul e cinza, amiúde consideradas limitantes pelas narrativas científicas e coloniais, são ressignificadas pelas práticas indígenas como parceiras na geração de formas de vida e possibilidades criativas. As cores da Terra (branco, amarelo, azul e vermelho) são essenciais nestas dinâmicas, exemplificadas pelo carayurú, um pigmento vermelho usado como sustância de proteção, cura e comunicação, usado mesmo para criar traças protetoras nas faces de quem trabalha com argila azul, cujas formas são replicadas nas cerâmicas e reverberam em pinturas de rocas antigas. Este vínculo reforça a conexão entre corpos e território, sublinhando a interdependência entre o solo e quem o habita, bem como demostrando que o solo, longe de ser uma entidade inerte, é um organismo vibrante e em constante transformação, capaz de gerar vida e significado através das práticas materiais indígenas.
Palavras-chave: cerâmica, argilas, argila azul, solo vivo, práticas materiais indígenas, fertilidade da Terra, Amazônia.
Introducción
> El capítulo que dio origen a este artículo se titula “Materias de la Tierra 1 : la vida con el suelo”. Ambos se sedimentan en la interacción entre el colectivo Cubay Jëjënava, conformado por indígenas cubeo 2 del Vaupés, y el suelo arcilloso de la Amazonia, 3 en particular el barro azul, considerado excremento del güío 4 progenitor. En las manos de los Cubay jëjënava, este material trasciende su carácter utilitario para convertirse en un sedimento vivo, cargado de memorias de la tierra. Mediante técnicas tradicionales y corporales, como el amasado y la quema, el barro azul se transforma en objetos que no solo cumplen funciones prácticas, sino que también preservan historias que entretejen lo humano y lo no humano, lo vivo y lo inerte.
La historia de los suelos arcillosos azules en la Amazonia, formados mucho antes de la aparición de la vida tal como la conocemos, invita a reflexionar sobre los procesos de origen y transformación del paisaje terrestre. Con el tiempo, las rocas ígneas surgieron desde el interior de la Tierra, portando consigo una memoria geológica que, fragmentada por la acción continua del clima y el movimiento, se descompone lentamente. Estos fragmentos, sometidos a los efectos de la meteorización, se dispersan mediante el viento y el agua, recorriendo largas distancias hasta transformarse en los suelos que recubren la superficie del planeta. Las arcillas, producto de este proceso gradual, han sido percibidas durante siglos como infértiles, asociadas con limitaciones que, según algunos antropólogos como Betty Meggers (1954, 1999), habrían restringido el desarrollo de las sociedades en la región amazónica. En esta interpretación, los suelos de barro fueron vistos como pobres, obstáculos naturales que habrían impedido el avance de formas más complejas de organización humana.
No obstante, estas mismas arcillas, lejos de ser elementos pasivos o adversos, en manos de los indígenas cubeo son fuentes de vida y compañeras activas en la creación. La manera en que los cubeo las incorporan en sus prácticas cotidianas revela una relación creativa que desafía las narrativas que las presentaban como limitaciones. En lugar de considerarlas barreras que sofocan el progreso, las arcillas se despliegan como agentes de posibilidad, soportes de la capacidad humana para transformar lo muerto o lo adverso en una oportunidad para sostener la vida (figura 1).
Barros antes de la vida
Hace millones de años, la Amazonia era un paisaje definido por la presencia de arcillas azules, grises y verdes, un lienzo natural en constante cambio que reflejaba la dinámica de un mundo en formación. En ese tiempo remoto, cuando las fuerzas tectónicas comenzaron a elevar el noreste de los Andes, las tierras que hoy conocemos no mostraban los sedimentos rojos y blancos que actualmente caracterizan la región. En su lugar, dominaban los sedimentos arcillosos azules, una presencia enigmática que revela un pasado en el que las aguas del Atlántico cubrían lo que más tarde sería la vasta cuenca amazónica (Hoorn 2006; 2023). Estos sedimentos, cargados de lignito y arenas traídas por las mareas crecientes, no solo registran la historia geológica del planeta, sino también la de las formas de vida que coexistieron con estos cambios, como los moluscos y la vegetación, cuyas huellas aún persisten.
A medida que las montañas emergieron hacia el oeste, el paisaje se transformó radicalmente: los cursos de los ríos fueron alterados, la composición del suelo cambió y la tierra se tiñó de nuevos colores. Sin embargo, los sedimentos azules, supervivientes de aquel tiempo anterior, permanecen en territorios como el Vaupés, recordándonos la profunda interconexión entre la dinámica geológica y la vida que florece sobre ella (figura 2).
La geología ha moldeado no solo la tierra, sino también la vida que la habita. La conexión temporal entre la Amazonia y el océano explica cómo criaturas marinas como los delfines y manatíes llegaron a estos parajes, adaptándose con el tiempo a las aguas dulces que sustituyeron el mar. Este breve pero significativo encuentro con el océano dejó en los suelos amazónicos un legado de sedimentos arcillosos azules, una huella del vasto humedal que existió hace diez millones de años (Hoorn, 2006, 2023). Los sedimentos finos y orgánicos que se acumularon durante la prehistoria formaron la base para la rica biodiversidad que caracteriza la región hoy en día. Aquí, las especies se separaron, evolucionaron y diversificaron, un proceso de aislamiento y adaptación que ha permitido la extraordinaria riqueza de plantas, peces y animales que pueblan la selva. Esta capacidad de resiliencia, de adaptación a los cambios, sugiere que la Amazonia podría superar los desafíos actuales provocados por el cambio climático y otros factores ambientales.
Sin embargo, esta reflexión sobre los suelos arcillosos azules nos invita también a considerar el papel de los humanos en la transformación de la tierra. Mientras las arcillas azules cuentan la historia de un pasado en constante cambio, también nos recuerdan nuestra responsabilidad frente al futuro. Los suelos, esos sedimentos que parecen inertes bajo nuestros pies, son, en realidad, archivos de la historia de la tierra, testigos silenciosos de eras pasadas y presentes. En ellos se codifican las respuestas a preguntas sobre la vida, el cambio y la resiliencia: ¿podrá la Amazonia, con su memoria de arcillas azules, seguir adaptándose a los desafíos que la humanidad le impone? o ¿será necesario reinterpretar nuestro rol en este paisaje, aprendiendo de la sabiduría de los suelos y de quienes han sabido habitar esta tierra por milenios, para garantizar que los sedimentos sobre los que nos ponemos de pie sigan siendo el sustento de la vida en el futuro
Barros excrementos
La narrativa de origen del güío progenitor, también conocido como la anaconda-canoa o canoa cósmica, es fundamental para comprender las prácticas materiales con el barro azul. Esta historia describe el viaje de la anaconda progenitora, el güío, que asciende por el río Amazonas distribuyendo a los distintos pueblos a lo largo de su cauce, revelando un espacio-tiempo originario que sustenta la identidad multiétnica de algunas comunidades de la Amazonia. Durante su recorrido, la anaconda ubica a los cubeo, piratapuyo, wanano y otros pueblos a lo largo del río Negro y sus afluentes, asignándoles territorios y configurando redes de parentesco que definen tanto su organización social como sus prácticas materiales. El barro azul, considerado el excremento dejado por la anaconda en su trayecto, sedimenta el origen de estos pueblos, cuyas historias arcillosas convergen con los hallazgos arqueológicos de la ciencia occidental. En este contexto cosmogónico, el barro azul adquiere un significado fundamental como elemento que conecta a los cubeo con sus entornos fluviales y sedimentarios, proporcionando un marco material para la transmisión y preservación de saberes prácticos. Su uso está regulado por rezos y dietas prescritas por los payés, quienes marcan los cuerpos con trazos de carayurú que vinculan a cada individuo con los elementos que emergen del suelo. Para evitar que se quiebre o tuerza, quienes moldean con este barro deben llevar a cabo ciertas restricciones corporales, pues se reconoce que la materia responde a los vínculos, las intenciones y los cuidados de quienes la manipulan.
El compromiso del colectivo Cubay Jëjënava con el barro sigue los pasos de la abuela Yiredo, una figura venerada por el clan de los jëjënava, guardiana del río y custodia de las tradiciones. Ella enseñó a los cubeo los secretos del barro azul, considerado el excremento del güío progenitor. La historia cuenta que los abuelos Irajejenako y su hermana Yiredo habitaban en Santa Cruz de Warakapuri, en el Vaupés. Un día, cansado de la soledad, Irajejenako ordenó a su hermana abrir la puerta del nacimiento del pueblo cubeo. Por esa puerta, emergieron los borikaku yavikarejëjënava, quienes nacieron como güíos del agua y se dirigieron a la piedra Chichicuruiva para secarse y abandonar su forma animal, convirtiéndose en humanos. Luego, fueron llevados a un precipicio de piedras llamado Jenatorobe, donde Irajejenako les otorgó oficialmente su hogar ancestral en Iparari. Allí, la abuela Yiredo utilizó el excremento del güío como materia prima para elaborar tinajas y otros objetos de barro. Con este conocimiento, creó la primera tinaja donde se entregó la leche, sustento de vida, la cual contenía la laguna de leche de la creación. Más adelante, elaboró otras tinajas destinadas a depositar chicha, la bebida tradicional, que luego se ofrecía en los rituales de yagé. En estos, los hombres del clan bebían yagé sentados en una bada ñiaca (banco danzador), recibiendo conocimientos sobre figuras, danzas y rezos, con el propósito de transmitirlos a las nuevas generaciones.
Judith Ortiz, una abuela de 83 años y heredera de Yiredo, ha enseñado la técnica del barro a sus hijas, nietas, sobrinas y otros jóvenes de la comunidad Cubay. 5 Cuando la visitan, suele encontrársela en silencio, trabajando con el barro a ras del suelo, en cuclillas, con las piernas un tanto abiertas y los pies descalzos o con chanclas, que siempre permanecen descubiertos. Sus pies sirven de mesa y silla para sostener los codos, mientras sus manos guían el amasado. Antes de iniciar, sus familiares deben viajar lejos para recolectar el excremento del güío, el barro azul. Luego, caminan desde su casa para recoger el palo cemento, que queman, cuyas cenizas pilarán y cernirán. A continuación, inician un proceso de amasado que requiere fuerza y repetición, hasta que la arcilla y la ceniza se unifiquen en una mezcla uniforme de color gris-azul que, más que barrosa, se siente arenosa.
La técnica de armado consiste en formar rollos que se superponen uno sobre otro, difuminando las líneas de unión con las yemas de los dedos, que estimulan el barro para alisarlo progresivamente. Este trabajo es un diálogo con el barro y el palo cemento, en el que el cuerpo humano intuye y responde a las elasticidades de la materia, guiándola en su transformación. Según el destino final que tomará el barro, ya sea un plato o una tinaja, se pintan figuras sobre su superficie. Esta tarea es realizada por el payé, quien consume yagé. El payé también ofrece protección a estas piezas, pues, al haber emergido del excremento del güío progenitor, no pueden ser tocadas por mujeres menstruantes. Como ha mostrado Reichel-Dolmatoff (1978) en su investigación sobre los tukano, estas figuras pintadas durante o después del trance de yagé no son solo diseños decorativos, sino proyecciones visuales cargadas de sentido, conectadas con visiones inducidas por la planta y modeladas por patrones sociales. De acuerdo con sus hallazgos, los patrones que emergen en estos estados alterados de conciencia no solo expresan principios de organización social, regeneración y fertilidad, sino que también pueden corresponder a estímulos internos del sistema nervioso, como los fosfenos, que luego se interpretan y materializan según los esquemas visuales y cosmológicos del grupo. En este sentido, las pinturas del payé sobre las piezas de barro se entienden como una extensión de las redes sensoriales y neuronales activadas por el yagé, que se funden con la memoria colectiva para guiar el gesto pictórico. Así, la aplicación del carayurú sobre los cuerpos o de pintura sobre la cerámica no solo fija una imagen, sino que transmite una corriente viva de percepción que vincula al cuerpo, la tierra y el mundo espiritual mediante materia vibrante.
En este sentido, las pinturas del payé sobre las piezas de barro se entienden como una extensión de las redes sensoriales y neuronales activadas por el yagé, que se funden con la memoria colectiva para guiar el gesto pictórico. Así, la aplicación del carayurú sobre los cuerpos o de pintura sobre la cerámica no solo fija una imagen, sino que transmite una corriente viva de percepción que vincula al cuerpo y la tierra mediante materia vibrante. Esta percepción sensorial intensificada que atraviesa el cuerpo del payé y se deposita en el barro durante el acto de pintar se enlaza con una forma relacional de comprender la tierra, en la que la materia no es un soporte inerte, sino una fuerza activa que interviene en los procesos de creación, cuidado y transmisión. En este contexto, la práctica con el barro cuestiona las distinciones modernas entre lo material y lo inmaterial, lo vivo y lo inerte. Mientras los humanos modernos, inconscientes del suelo que pisamos, concebimos sus cambios y transformaciones como procesos geológicos y biológicos, para Judith y su familia el suelo arcilloso tiene vida propia, estableciendo relaciones simbióticas e históricas con los humanos que interactúan con él mediante el tacto. Sin embargo, esta vida no se trata de un espíritu que habita en el barro, como podría considerarse en el cristianismo con la hostia y el vino. Más bien, el barro es una materia viva, vibrante, que trae al presente los relatos del pasado y de la formación del mundo. Por ello, se considera que el barro es, en sí mismo, el origen de la vida (figura 3).
Suelo táctil
La evolución humana ha sido representada frecuentemente a través de la icónica imagen de un hombre erguido, con la cabeza en alto, precedido por una fila de simios encorvados que marchan obedientemente hacia la civilización. Esta representación refuerza la idea de la dominación humana sobre el reino animal y, por extensión, sobre todos los reinos, incluidos los de los suelos. Sin embargo, Ingold (2011) nos invita a reconsiderar esta narrativa: no fueron los pies que nos sostienen erguidos los que condujeron al humano hacia la civilización sino las manos. El pulgar oponible no solo permitió realizar tareas precisas, sino que también impulsó el desarrollo de una capacidad cognitiva sin precedentes: el conocimiento-como-tacto. Al liberar las manos del trabajo de la locomoción, se abrió un abanico de posibilidades para la creación, la manipulación y la comunicación mediante el gesto. Las manos se convirtieron así en un puente entre la percepción sensorial y la capacidad de transformar el mundo, haciendo del hacer manual un acto de pensamiento y una forma de corresponder con el mundo.
Mientras tanto, los pies humanos también experimentaron una transformación significativa, dejando atrás su función sujetadora original para convertirse en soportes firmes que sostienen el cuerpo en su caminar erguido. Darwin (2008) observó cómo esta división fisiológica del trabajo entre manos y pies fue crucial para la supervivencia y el desarrollo humano. Sin embargo, también señaló con curiosidad que algunos “salvajes” de su tiempo conservaban vestigios de la capacidad sujetadora en los pies, situándolos, según él, en un estado intermedio entre simios y humanos civilizados. Esta perspectiva se cruza con la experiencia de Graciela Barbosa, lideresa wanana del Vaupés, a quien desde niña se le prohibió caminar descalza. Sus familiares, docentes y curas insistían en que debía alejarse de la tierra, un esfuerzo por elevarla a un estado considerado más humano y civilizado. En contraste, la anciana Judith Ortiz desafía esta noción: trabajando la tierra con sus manos y pies, vive una vida activa, saludable y creativa, mostrando que el contacto con el suelo no implica una regresión, sino una forma de habitar el mundo que muchos desconocemos. Su vínculo con la tierra, mediado por su cuerpo, sugiere que el suelo es un compañero constante en la tarea de sostener la vida.
Ingold (2022) destaca que la interacción entre el pie humano y la tierra establece una relación simbiótica: ni el pie pertenece exclusivamente al humano ni la huella a la tierra, sino que ambos son parte de un entramado de vida compartida. Cuando Judith manipula el barro, sus manos y pies no son meros instrumentos, sino elementos de una interacción continua con el paisaje. El barro, entonces, deja de ser simple tierra húmeda para convertirse en un medio de expresión, revelando un proceso creativo que no impone formas, sino que las descubre mediante el hacer. Trabajar con el barro desde esta perspectiva revela que los materiales del suelo no solo sostienen nuestras estructuras físicas, sino que también cuentan historias sociales y ecológicas. Entonces, la desconexión entre nuestras fuentes teóricas y el entorno que habitamos nos lleva a reconsiderar cómo percibimos la materialidad que nos rodea, sin olvidar que el suelo bajo nuestros pies y los cielos, montañas y ríos que nos rodean son un tejido vivo, donde humanos y no humanos se entrelazan en un entramado complejo de vida material.
Este enfoque táctil encuentra su máxima expresión en la pedagogía de la Escuela de la Abuela Yiredo, una iniciativa conjunta desarrollada durante dos años para transmitir las prácticas con el barro azul a mujeres y menores de la comunidad Cubay y de otras comunidades circundantes. En este espacio, las lecciones intelectuales y estéticas se entrelazan con la práctica manual y la percepción sensorial, permitiendo a los niños y niñas explorar el mundo a través de la materialidad circundante: sienten las texturas del barro, perciben sus temperaturas cambiantes y descubren cómo los colores de la tierra se transforman en sus manos. Juhani Pallasmaa (2014) describe esta forma de conocimiento táctil como “los ojos en la piel”, destacando que la piel, nuestro órgano más antiguo, actúa como una ventana hacia el mundo mediante el contacto. Para Judith, las manos son sus ojos: perciben, interpretan y comprenden el entorno sin necesidad de palabras. Cada gesto y movimiento refleja un conocimiento íntimo y encarnado, en el que el cuerpo entero se convierte en un instrumento de percepción y comunicación. Este modo de aprender y enseñar desafía el paradigma ocularcentrista predominante en la transmisión del conocimiento occidental y en la práctica artística, proponiendo una forma de conocimiento que surge de la interacción directa con los materiales y las texturas del mundo.
El aprendizaje táctil configura una relación de reciprocidad entre quienes interactúan con la materia y los elementos que la conforman; al tocar el barro, este también nos toca, y a medida que lo transformamos, este también nos transforma, generando un compromiso práctico que diluye las distinciones tradicionales entre teoría y práctica, sujeto y objeto. Según María Puig de la Bellacasa (2017), este tipo de conocimiento encarnado articula pensamiento y acción, superando la distancia abstracta que suele asociarse con la observación para proponer una forma integral de estar-en-el-mundo que transforma tanto nuestra comprensión como nuestras formas de habitarlo. En este sentido, ceramistas como Judith encarnan un conocimiento tácito que surge de su compromiso material y corporal con la tierra (figura 4).
Materiales de tierra
Darwin (2011) consideraba las lombrices como actantes que operan tanto en la naturaleza como en la historia, una perspectiva que invita a reflexionar sobre cómo el barro del suelo moldeado en una tinaja surge de un diálogo simultáneo entre múltiples organismos, configurando la vida social entre especies. En esta interacción, participan las manos humanas, el barro vivo del güío y una diversidad de seres que intervienen en el proceso creativo: insectos que habitan la tierra, la piel del plátano usada como espátula para pulir superficies, hojas de plantas que actúan como sellos al dejar impresiones en el barro húmedo y plumas de aves que otorgan ligereza a los objetos terminados. La materia de la tierra se presenta, así, como un escenario de colaboración constante. Los insectos, reconocidos como los principales productores de materiales entre los animales, se integran en esta dinámica junto con otros organismos, cuyos cuerpos aportan materiales útiles, como los peces, cuyos huesos y vísceras se hierven para crear pegamento, o el estiércol que, al mezclarse con arcilla, se transforma en un yeso resistente. Del mismo modo, las plumas, al entrelazarse con hilos, confieren resistencia en la elaboración de tejidos, subrayando cómo cada elemento en este proceso creativo desempeña un papel activo que trasciende su utilidad inmediata.
Tinaja boricacuyavicare jejenacu (2022), una pieza a gran escala del colectivo Cubay Jëjënava presentada en el 46 Salón Nacional de Artistas en Bogotá, ejemplifica la integración de materiales y significados en las prácticas artísticas cubeo. La pieza consistía en una tinaja de más de un metro de altura, puesta sobre un karuru (revistero tradicional) y coronada por una tapa decorada con plumas blancas de garza y naranjas de guacamaya. Estos elementos, que también son empleados por los hombres cubeo en ceremonias, forman coronas que descienden por la espalda. Durante la inauguración, José López y Cipriano López, miembros del colectivo, lucieron estas plumas en sus cabezas, destacándose visualmente en la sala, altos y visibles, como aves surcando el cielo. Aunque en esa ocasión no combinaron las plumas con trenzas de pelo de mico, collares de dientes de animales o semillas secas (accesorios habituales en las celebraciones cubeo en las malokas), 6 las plumas también trascienden su uso ceremonial. En la vida cotidiana, se conservan como reliquias personales que los hombres cubeo resguardan en sus hogares y despliegan en momentos significativos. Por ejemplo, durante los nacimientos, la caja que contiene las plumas se coloca junto al recién nacido y su madre, mientras el payé sopla sobre ellos para protegerlos de enfermedades. Así, las plumas no solo adornan, sino que encarnan la presencia de aves protectoras, participando activamente en la creación de un entorno de cuidado y protección alrededor de la nueva vida (figura 5).
Tinaja boricacuyavicare jejenacu (2022), que encarna los conocimientos de la abuela Yiredo, también refleja la conexión entre lo femenino y el acto de moldear el barro. Este proceso, históricamente asociado a las mujeres, se amplía y recontextualiza cuando los hombres del colectivo Cubay Jëjënava cubren la tinaja con una tapa adornada con plumas, usualmente utilizadas por los hombres, logrando una simbiosis entre lo humano y lo no humano, y entre lo femenino y lo masculino. De esta forma, la obra cuestiona nuestras concepciones sobre los materiales de la tierra, en línea con Eduardo Viveiros de Castro (2004), quien plantea que, mientras los chamanes amerindios personifican o antropomorfizan las cosas para establecer una relación de conocimiento con ellas, en Occidente tendemos a objetivarlas con el mismo fin. Sin embargo, este antropomorfismo no implica una proyección de valores humanos sobre objetos inanimados, sino una manera de moldear a los propios humanos, como señala Bruno Latour (2017). Así, la obra de los Cubay jëjënava desafía las narrativas geohistóricas tradicionales al sugerir que los humanos no son los únicos agentes de cambio, sino que ellos mismos son moldeados y transformados por las fuerzas, los materiales y los seres con los que coexisten. Este enfoque trasciende las dicotomías entre mente y materia, así como las de naturaleza y cultura (Descola 2012), promoviendo una comprensión del entorno como un todo interconectado y vivo.
Ingold (2006) denomina este enfoque un “monismo heterogéneo”, en el que no se trazan fronteras claras entre objetos y sujetos, contrastando con la visión dualista de la tradición moderna y alineándose con los enfoques animistas de los pueblos indígenas. La corona de plumas en una exposición de arte y la caja de plumas junto con un recién nacido son expresiones de procesos de “convertirse con” los no humanos y no vivos, fundamentales para entender la complejidad de nuestras interacciones con el mundo. Estos procesos también se manifiestan en el amasado del barro, un material que las ceramistas consideran vivo y que moldean mediante un diálogo continuo con su entorno. Jane Bennett (2022), desde una perspectiva poshumanista, describe esta interacción como una forma de “materia vibrante”, un concepto que sugiere que la materia inanimada posee su propia vitalidad y agencia.
El barro azul, entendido como excremento del güío, actúa de manera similar a las lombrices, transformando la materia en energía para el suelo. Al compostarlo, los humanos cubeo resitúan su historia en un proceso de diálogo y transformación continua. Este ciclo de fermentación y descomposición conecta elementos como las cenizas del palo cemento, que aportan firmeza a la mezcla barrosa. Así, una tinaja de barro es una manifestación de la simpoiésis (co-creación) entre las ceramistas y la tierra. Esta idea resuena con las reflexiones de Verónica Gerber sobre la permeabilidad, desarrolladas a partir de su práctica de compostaje en la azotea, entendida como una apertura hacia nuevas combinaciones y posibilidades, más allá de una simple homogeneización de las materias (Facultad Comunicación y Letras UDP 2020). De manera análoga, Tinaja boricacuyavicare jejenacu (2022) manifiesta su interacción continua con el entorno: los poros del barro aparentemente seco permanecen abiertos, revelando las huellas de su paso por el horno, mientras su superficie cambia con el tiempo. Como sugiere Donna Haraway (2019), pensar desde el compost implica asumir que los objetos también hacen mundo, enredados en historias materiales y vitales. Estas características subrayan que los objetos no son elementos fijos, sino que están en flujo constante, interactuando y desafiando la ilusión de permanencia (Ingold 2011).
En este contexto, las prácticas materiales de los Cubay jëjënava no imponen diseños fijos sobre materiales inertes, sino que establecen colaboraciones activas, en las que el crecimiento del entorno está intrínsecamente ligado al crecimiento de quienes lo habitan, humanos y no humanos. Los relatos de origen, como el del excremento azul del güío, no se limitan al pasado, sino que emergen y se transforman en cada interacción entre personas, materiales y entornos. Estos relatos son formas de compostaje narrativo que se reciclan y adaptan según contextos y modos de contar, encontrando un espacio material donde arraigar. En este hacer compartido, el barro actúa no como soporte pasivo de un mito, sino como agente que permite encarnar, alterar y reactualizar las narraciones en el presente. Así, el modelado de una tinaja o la aplicación de pintura sobre su superficie no solo reproducen imágenes heredadas, sino que generan nuevas versiones de los relatos, actualizados por las manos que los moldean. De este modo, el acto de hacer material con el barro es como un tejido dinámico de historias y significados en un mundo en permanente transformación (figura 6).
Rojo carayurú
Si consideramos que una tinaja de barro es el resultado de la interacción entre especies, cosas y el suelo, ¿qué implica situar una tinaja de barro de los Cubay jëjënava en un espacio de exposición de arte contemporáneo?, ¿se impregnará la sala con el excremento del güío, esa materia en descomposición?, ¿la descomposición de las otras obras, los objetos y la sala implicará una recomposición, una reconfiguración de la historia desde un punto cero, desde otro lugar, quizás un lugar original?, ¿qué estaríamos co-creando en este espacio?
Entre los Cubay jëjënava, existe una relación de cuidado y correspondencia con el barro, entendido como una materia viva y significativa en su contexto de origen. Este vínculo se manifiesta en un conjunto de acciones específicas destinadas a mitigar los efectos del contacto físico. Este cuidado, lejos de las restricciones comunes en las salas de exposiciones de arte, se materializa en la aplicación del carayurú, un pigmento rojo obtenido de una planta de hojas grandes y aspecto de bejuco, atribuida por los dioses Cubay como un material exclusivo para la protección. Su preparación es compleja, con un proceso minucioso que incluye la recolección de cuatro canastos de hojas, las cuales se dejan reposar durante seis días sobre una malla tejida con fibras, conocida como balay. Durante este tiempo, las hojas, originalmente verdes, adquieren un color rojizo. Posteriormente, se distribuyen en dos ollas con cantidades iguales de agua y se cuecen desde la madrugada hasta el mediodía, manteniendo una llama constante. Una vez finalizada la cocción, el agua roja liberada se deja reposar durante la noche y al día siguiente se mezcla con cogollos de guarumo previamente machacados, generando una textura viscosa similar al almidón de yuca. Esta mezcla, al endurecerse, se combina con ceniza del fogón, se filtra y se deja reposar nuevamente durante la noche, resultando en una pasta sólida y ligeramente grasosa que se aplica sobre la piel con los dedos. Sin embargo, este largo proceso, a partir de cuatro canastos de hojas y dos ollas de agua roja, produce apenas una porción del tamaño de un puño.
Originalmente utilizado en actividades cotidianas, como la pesca o la cocina, el carayurú ha quedado restringido a contextos específicos, como danzas, tratamientos de enfermedades y prácticas artísticas con barro azul, adquiriendo un valor especial en rituales. Almacenable en pequeñas porciones envueltas en telas de corteza, cada porción recibe un rezo del payé según su propósito: aliviar dolores, mitigar síntomas menstruales u otras dolencias. En este proceso, las mujeres son las encargadas de preparar el carayurú, mientras los hombres realizan los rezos asociados. Antes de trabajar con el barro azul, su aplicación es esencial, pues el contacto directo puede causar calambres o dolores persistentes, incluso, letales. Este cuidado también se extiende al movilizar las tinajas o las ollas de barro fuera de la comunidad, como a un lugar de exposición de arte, cuando un ritual con rezos, cigarrillos y caraña (un material extraído de un árbol cuyo caucho se quema como incienso) asegura la protección del objeto y neutraliza los efectos de su materialidad (el excremento del güío) al llegar a su destino.
En el taller de los Cubay jëjënava, el payé 7 realiza trazos con carayurú en los rostros de quienes se preparan para trabajar con el barro, consolidando un acto ritual que evoca elementos del entorno, como el sol, las flores, los ríos y los raudales. Estos trazos no solo reproducen figuras asociadas con el territorio, sino que también integran al cuerpo humano con el suelo y los materiales del paisaje. Los dibujos, realizados con pigmentos provenientes de la tierra, funcionan como ecos de los grabados en las rocas que bordean los raudales, sedimentando historias sobre la tierra y cerrando un ciclo en el que los colores regresan al cuerpo humano. Este proceso establece una continuidad dinámica entre territorio y corporalidad, reforzando las interacciones entre organismos, objetos y seres de la selva.
En la Escuela de la Abuela Yiredo, este saber se transmite a través de formas pintadas en los objetos, cada una portadora de un significado específico en diálogo con las narraciones orales y las experiencias cotidianas. Estas formas no son meros ornamentos, sino expresiones visuales del vínculo entre los humanos y el entorno. Figuras como la “mejilla del diablo”, la “pinta de jaco” o el “ala de mariposa” encapsulan observaciones de la selva, inscribiendo en los objetos fragmentos de historia y modos de comprender el mundo. Según Reichel-Dolmatoff (1978), estos patrones pictóricos transmiten temas fundamentales como la fertilidad y las fuerzas regenerativas del planeta, emergiendo durante estados alterados de conciencia. El antropólogo también incorporó la neurofisiología para explicar parcialmente los complejos patrones de luz observados por los tukano durante sus trances, sugiriendo que ciertos estímulos, ya sean eléctricos o químicos, pueden producir patrones geométricos en el cerebro, conocidos como fosfenos, que se manifiestan en formas diversas, como círculos concéntricos, rosetas o ruedas de ocho radios. Esto pone en evidencia que las visiones alucinatorias tienen una base en la fisiología cerebral y revela cómo la corriente vibrante generada por el yagé se transmite a través de redes neuronales, fusionándose con otras corrientes y orientando la percepción sensorial, la expresión lingüística y la imaginación hacia una interacción activa con la vitalidad material, del mismo modo que lo hace la aplicación de pintura sobre una tinaja de barro, sobre la roca antigua o sobre el rostro humano.
Esta es nueva capa sobre la vitalidad de la materia comestible que, puntualmente con el caso del yagé, revela un entrelazamiento entre el cuerpo humano y el mundo material que lo rodea, desafiando las dicotomías tradicionales entre materia inorgánica y vida orgánica. Similar a la investigación que expone Jane Bennet (2022) sobre los efectos de los ácidos grasos omega 3 en prisioneros británicos, que muestra una notable reducción del 45 % en las infracciones disciplinarias, el consumo del yagé subraya la influencia directa y tangible que ciertos elementos comestibles pueden tener sobre el comportamiento humano. Este hallazgo nos lleva a reflexionar sobre la manera en que la materialidad de lo comestible no solo nutre el cuerpo, sino que también interviene en procesos mentales y conductuales, sugiriendo que la distinción entre lo biológico y lo psicológico o intelectual es, en realidad, más permeable de lo que solemos imaginar. En este contexto, la idea de una materialidad vital de lo comestible cobra relevancia, ya que los alimentos y las sustancias, lejos de ser materiales inertes, participan activamente en la reconfiguración de nuestras capacidades físicas y mentales. De esta manera, la comida que nace del suelo no solo sostiene la vida, sino que también modula y transforma nuestras interacciones con el entorno y con los demás, convirtiéndose en un agente co-creador de nuestra existencia diaria (figuras 7 y 8).
Comer tierra
La cotidianidad de Judith, marcada por la integración de su cuerpo y actividades diarias con el suelo, revela una relación directa y material que desafía la idea común del suelo como un soporte inerte o una fuente de suciedad. Judith, al caminar descalza, cocinar en el fogón, barrer las hojas, trabajar la chagra y participar en la quema y mezcla de materiales, como la ceniza y la arcilla, no solo interactúa con el suelo, sino que coexiste con él en un proceso de transformación mutua. Su cuerpo delgado, erguido y fuerte, junto con sus manos de dedos gruesos, son evidencia tangible de esta relación dinámica. Más que una noción biomédica, esta relación encarna formas de bienestar y cuidado que emergen de la reciprocidad entre cuerpos humanos, suelos, bosques y seres no humanos. En este sentido, puede dialogar, aunque desde otro lugar epistemológico, con la propuesta de one health, que reconoce la interdependencia entre la salud humana, la de otros seres vivos y los ecosistemas, incluidos los suelos. 8 Este planteamiento invita a reconsiderar el suelo no como suciedad, sino como un organismo activo y vibrante, en consonancia con lo que Puig de la Bellacasa (2023) denomina “biología estética”, en la que el suelo es también una materia de creación, cargada de significados afectivos y vitales.
Este marco de comprensión se amplió durante las sesiones de la Escuela de la Abuela Yiredo, cuando Diana López, nieta de Judith Ortiz, introdujo trozos de barro y ceniza en su boca para evaluar la consistencia de la arcilla amasada. Esta acción, que podría interpretarse superficialmente como sorprendente o inusual, es, en realidad, un ejemplo práctico de conocimiento corporal. Evaluar la textura del barro mediante el contacto con los dientes no solo asegura la calidad del material, sino que constituye una forma de interacción directa con la tierra. Este gesto está estrechamente vinculado a lo que Noguera et al. (2020) describen como un tránsito hacia el “habitar-se la tierra”. Según estos autores, este saber no es meramente cognitivo, sino que se manifiesta a través de los sentidos: un saber que se siente y se saborea, enraizado en las geografías y texturas de vida que conforman el mundo geológico. Esta forma de conocimiento, que los autores conceptualizan como óntico más que epistemológico, trasciende la dicotomía entre sujeto y objeto, estableciendo un vínculo material con la tierra que es vivencial y práctico.
La práctica de comer tierra, conocida como geofagia, ha acompañado a la humanidad desde tiempos remotos, destacando su complejidad y antigüedad. Aunque las explicaciones sobre su origen varían, desde su uso como terapia para dolencias hasta su empleo como recurso en épocas de escasez, se ha documentado su persistencia a lo largo de la historia. Esta afirmación se sustenta en el desgaste de los molares observado en mandíbulas humanas de la Edad de Piedra halladas en excavaciones arqueológicas en África, Asia, Europa y Suramérica. Algunos estudios sugieren que la geofagia se utilizaba como tratamiento terapéutico para dolencias, como hemorroides y diarreas. Otros la asocian con la falta de alimentos, tomando como ejemplo a los otomaco, antiguos habitantes de la cuenca del río Orinoco en Venezuela, quienes recurrían a esta práctica en tiempos de prolongadas sequías (Achury Valenzuela 1967).
Por su lado, las denominadas tierras bolares, ricas en minerales y arcillas, gozaban de gran reputación en la medicina antigua. Darío Achury Valenzuela (1967) destaca cómo esta práctica estuvo vinculada a creencias sobre el poder curativo de la tierra, enraizadas en ideas como la bíblica pulvis es (“polvo eres y al polvo volverás”). Según este autor, los antiguos ritos acompañaban la extracción de arcillas con fines terapéuticos y nutritivos. Durante siglos, se creyó que consumir tierras, lodos y gredas poseía virtudes curativas, una creencia que persiste en algunas comunidades locales donde esta práctica aún se transmite generacionalmente.
Achury Valenzuela (1967) cita al padre jesuita Bernabé Cobo, quien documentó el uso de diversas arcillas y minerales por los habitantes de Perú y otras regiones de América Latina. Entre ellas, menciona la arcilla pasa, utilizada como ingrediente culinario y medicinal, y el millu, una arcilla roja o azul empleada por sus propiedades astringentes y purgativas.
En México, se usaban variedades de jaspe, un cuarzo opaco, para tratar hemorragias y cálculos renales, mientras en Colombia la piedra de Buga era famosa por su capacidad para detener diarreas y ayudar en la unión de huesos rotos. La práctica de ingerir arcillas, conocida en Europa como pica o malasia, se popularizó en el siglo XVII entre las clases altas, especialmente con la arcilla rojiza conocida como tierra de los búcaros, importada desde Natá, una localidad entonces vinculada a Colombia y hoy perteneciente a Panamá.
No obstante, la geofagia no es exclusiva de los humanos. En la Amazonia, salados naturales en los bosques, ricos en minerales y arcillas, son visitados por, al menos, 42 especies, 27 de ellas mamíferos, para consumir barro (Andrade Ponce 2020). Entre los más frecuentes, se encuentran el tapir, el pecarí y la lapa. Los humanos también visitan estos salados, ya sea como parte de su geografía histórica o para cazar a los animales que los frecuentan. Estos lugares están rodeados de plantas, como malanga, bore y yautía, que algunos animales consumen junto con la arcilla. Incluso, murciélagos frugívoros se sienten atraídos por el sodio presente en estas arcillas (Lee et al. 2014).
En los relatos de origen cubeo, los murciélagos son figuras asociadas con la astucia y el engaño. Según estas narrativas, las aves primitivas no tenían plumas y vivían en lo alto de los árboles. Cuando finalmente se distribuyeron las plumas, el murciélago llegó tarde y solo consiguió restos, quedando con poco pelaje. Desde entonces, vuela de noche para evitar ser visto y aprovecha la oscuridad para disfrutar de los banquetes arcillosos en los barrancos de los ríos, reservados solo para ellos (figura 9).
Ser barro
El relato del güío creador, o anaconda-canoa, que transportaba a los humanos en su interior como peces, sugiere una relación profunda y simbiótica entre los humanos y el barro azul, ya que ambos son considerados excrementos del mismo ser, el güío. Esta narrativa plantea la idea de los humanos como seres moldeados a partir de la misma materia que compone el suelo, estableciendo un vínculo de parentesco con el barro. Esta conexión no es exclusiva de los cubeo del Vaupés, otros pueblos amazónicos y etnias más allá de la región también relatan historias similares. Por ejemplo, para los curripaco del Guainía, los primeros humanos fueron moldeados por Iñapirríkuli a partir del barro y la arcilla de las riberas de los ríos. Cada año, la ceremonia de dabucurí 9 conmemora este origen de barro, destacando la interdependencia entre los humanos y el suelo que los sostiene.
Si pensamos en la Amazonia como el ombligo del mundo, una idea presente en varios relatos de origen, podemos imaginar esta relación replicada en otras partes del planeta. En la tradición griega, Prometeo moldeó a los humanos con barro, mientras Pandora fue creada con tierra y agua por Hefesto. Relatos similares en Egipto, Babilonia y la China antigua describen a los humanos como producto de la arcilla, mientras en América tanto los incas como los aztecas narran cómo los primeros humanos fueron esculpidos con barro y otros elementos del suelo. Estas historias globales, impregnadas de arcilla y tierra, revelan un vínculo compartido entre los humanos y el entorno material, recordándonos que, sin importar las diferencias entre nuestras historias, todos compartimos un origen común con el suelo. Este vínculo no solo es un tema filosófico o teórico, sino también una afirmación práctica de nuestra relación con el entorno material que habitamos.
Como señala Puig de la Bellacasa (2023), los humanos no solo viven sobre el suelo, sino que son parte de él, integrados en una infraestructura biológica que sostiene la vida en todas sus formas. Reconocer que los humanos somos parte del humus, del compost, implica aceptar nuestra integración en un ciclo más amplio de descomposición y recomposición, en el que convivimos con otros seres vivos y materiales que usualmente consideramos inertes. Esta perspectiva transforma nuestra comprensión del entorno y subraya que la creación no es un evento único, sino un proceso continuo. El trabajo con el barro es una manifestación de esta co-creación: un diálogo entre el cuerpo humano y el suelo que da forma a ambos, en un esfuerzo compartido por transformarse mutuamente. Como propone Donna Haraway (2019), vivir y pensar desde el compost implica rechazar las jerarquías ontológicas modernas y asumir formas de existencia enredadas, en las que la vida se hace con otros, nunca en soledad. En esta línea, Eduardo Kohn (2021) también sugiere que los bosques piensan y que los procesos de significación no son exclusivos del lenguaje humano, sino que están presentes en la vida de otros seres con quienes compartimos mundos. En este sentido, al igual que los seres humanos, son hablantes en su propio derecho, transmitiendo historias y transformaciones a lo largo del tiempo. De este modo, la práctica con el barro revela no solo un hacer técnico o estético, sino una inscripción relacional que configura territorios y cuerpos a partir de lenguajes materiales, afectivos y multiespecies.
La vitalidad inherente en el suelo se vuelve más clara cuando adoptamos una visión a largo plazo. Jane Bennet (2022) nos invita a reflexionar sobre cómo hace 5000 millones de años la vida en la Tierra comenzó a mineralizarse, originando estructuras como los huesos, que se convirtieron en elementos esenciales para los organismos vivos. Este proceso no solo marcó un cambio material, sino que reafirmó la conexión entre la vida biológica y el mundo mineral, que actúa como sustrato de la existencia. De este modo, los humanos podemos considerarnos minerales en movimiento, compuestos por una materia vibrante que interactúa constantemente con el entorno. Según este autor, cada humano “es un compuesto heterogéneo de materia maravillosamente vibrante, peligrosamente vibrante” (50), rodeado de una materialidad que está en constante transformación. En esta misma línea, los suelos, al igual que los humanos, pueden ser entendidos como agentes comunicativos, narradores de historias y transformaciones acumuladas a lo largo del tiempo (Kohn 2021).
Estas historias, tanto humanas como no humanas, nos invitan a reconsiderar la relación entre el humano y el suelo desde una perspectiva práctica, estética y poética. Este enfoque no solo nos reconecta con nuestro pasado, sino que también nos orienta hacia un futuro en el que la colaboración entre humanos, otros seres vivos y el suelo mismo se vuelve esencial para asegurar la continuidad y regeneración del entorno que compartimos.
Colores tierra
La obsesión por los objetos terminados y aparentemente inertes, prevalente en la academia, las galerías y los museos, ha limitado nuestra capacidad de apreciar la riqueza y diversidad que reside en las materialidades mismas. Este enfoque nos priva de explorar la complejidad de los colores y su relación con los procesos geológicos y ecológicos. Por ejemplo, los ensamblajes de llanuras de inundación en ciertas áreas de la Amazonia presentan una gama fascinante de colores que van desde grises verdosos hasta verdes azulados y rojos claros. Estas tonalidades no solo poseen cualidades visuales, sino que también son indicadores de procesos sedimentarios específicos. Las variaciones cromáticas en sedimentos con rizaduras, granulometría diversa y laminaciones reflejan interacciones dinámicas de materiales sujetos a flujos de agua y energías fluctuantes. En este contexto, los colores del suelo (blanco, gris, verde o azul) pueden considerarse portadores de información sobre los procesos que configuran nuestro entorno y nuestras vidas. Reflexionar sobre estos colores permite imaginar un mundo con otros colores posibles, donde los materiales revelan nuevas formas de comprender y relacionarse con el planeta.
En el Vaupés, los diferentes colores de barro poseen características y ubicaciones específicas que determinan sus interacciones. El barro blanco, también conocido como barro de cangrejo, se encuentra en los bordes de pequeños caños y en senderos hacia las chagras. Aunque se le llame barro de cangrejo, este material también es excremento del güío, pero depositado por los dioses Cubay en diferentes zonas. Mientras el excremento azul quedó cerca de los ríos, el barro blanco permaneció oculto bajo la superficie del monte y los caños más pequeños. Según los relatos, fue el cangrejo que encontró este barro primero y, tras descubrirlo, permitió su uso a los humanos, lo que explica su nombre como barro de cangrejo. Actualmente, las piezas hechas con barro blanco son las más comercializadas en el Vaupés, pero su empleo está restringido a fines ornamentales debido a las propiedades del material. A diferencia del barro azul, más duro y resistente, el barro blanco es más suave y cauchudo, incapaz de soportar el proceso de ahumado necesario para piezas utilitarias como ollas para cocinar o tinajas para depositar la chicha. De esta forma, cada tipo de barro aporta cualidades únicas que limitan o expanden sus interacciones según su respuesta al calor y a las técnicas humanas empleadas, estableciendo un diálogo constante entra las materialidades de la tierra y quienes interactúan con estas (figura 10).
El barro blanco de cangrejo a su vez difiere del utilizado por los Cubay jëjënava para pintar figuras en sus piezas, en las que emplean únicamente pigmentos extraídos del suelo: blanco, amarillo y rojo. Estos colores provienen de gredas líquidas, localizadas en puntos específicos, separados de las fuentes de barro sólido. Aunque estos pigmentos están disponibles, el amarillo cambia durante la cocción, adquiriendo un tono rojizo y reduciendo las posibilidades cromáticas finales a combinaciones de blanco y rojo. Esta transformación ilustra una comprensión profunda de los colores del suelo, cuyas texturas y comportamientos reflejan interacciones entre materiales, humanos y otros elementos. Las gredas líquidas, aplicadas a las piezas de barro, no solo las decoran, sino que también expresan un vínculo entre quienes las recogen y el suelo que las origina. Durante el proceso de cocción, estos colores cambian, evidenciando que los materiales de la tierra son dinámicos y responden activamente a los procesos que los atraviesan. De esta manera, las piezas resultantes son fruto de un diálogo continuo entre la habilidad técnica de los ceramistas y las propiedades de las materias primas, reflejando una sensibilidad hacia el entorno en cada objeto terminado.
La obra de la ceramista con taller en Bogotá, Laura Arias, materializa la sensibilidad hacia los colores de la tierra, al hacer visibles los tonos y las texturas que componen los suelos y las arcillas de distintas regiones de Colombia. A través de discos cerámicos, la artista presenta patrones de arcillas que capturan esta complejidad; los colores (ocres, grises, negros, azules y rojizos) surgen de barros cuidadosamente seleccionados, materializando fragmentos de territorio: el blanco proviene de Chía, el naranja de Barichara, el marrón claro de Salento, el marrón oscuro de la Sierra Nevada de Santa Marta y el naranja intenso de Ciudad Bolívar, una localidad en Bogotá. Las vetas y estrías visibles en cada disco evocan formaciones geológicas, capas sedimentarias y procesos de erosión. Estas formas, logradas mediante técnicas de mezcla y laminado de arcillas, hacen de cada disco una sección transversal de un suelo vivo. Dispuestos verticalmente, los discos sugieren una secuencia de acumulación que documenta el paso del tiempo y la transformación de los suelos. La textura granulada y las variaciones en la superficie añaden una dimensión táctil que destaca la conexión entre el cuerpo y el suelo. De esta forma, los colores de la tierra comunican dinámicas y procesos propios de los territorios que los originan, ofreciendo una aproximación multisensorial a los paisajes a través de sus materialidades (figuras 12 y 13).
Tactos con la Tierra
En diversas lenguas y sociedades, la palabra tierra se utiliza como sinónimo de suelo, reflejando una concepción de la tierra como un medio material y vital para la vida. Sin embargo, en la tradición occidental, el suelo ha sido históricamente reducido a un recurso instrumental, valorizado principalmente por su capacidad de sustentar la agricultura y facilitar otras formas de explotación humana. Esta perspectiva utilitaria contrasta con ciertas prácticas de las comunidades indígenas, como las del colectivo Cubay Jëjënava con el barro azul, que, a través del conocimiento-como-tacto, comprenden el suelo desde su vitalidad, reconociéndolo como un agente activo en la red de relaciones que sostienen la vida.
Reapropiarse del tacto con el suelo abre nuevas formas de pensar, especialmente para las existencias marginalizadas, proponiendo mundos alternativos que entrelazan procesos biogeoquímicos con narrativas sociales. Así, las relaciones entre humanos y suelo, mediadas por el tacto, revelan una interacción vital en la que el contacto directo con la tierra despierta nuevas posibilidades creativas. Al reconocernos junto al suelo como materias en tránsito, en constante movimiento y transformación, entendemos que los gestos repetitivos de tocar y trabajar con la tierra generan calidez y fertilidad creativa. Estas interacciones no solo producen objetos útiles, sino que también contribuyen a sanar un suelo herido por prácticas antropocéntricas y coloniales que lo han reducido a un recurso explotable. A pesar de este historial de explotación, los suelos en Colombia conservan relaciones con formas de vida indígena que invitan a repensar nuestra conexión con la tierra desde perspectivas más conscientes y decoloniales. En este contexto, el ser humano que trabaja con el suelo puede convertirse en un agente de sanación, fomentando una interdependencia saludable y promoviendo una correspondencia creativa con la tierra.
Para Judith Ortiz y su familia, el suelo no es un material limitante, sino un aliado que, a través de su transformación, ofrece oportunidades. Al modelar la arcilla, no solo se crean objetos utilitarios, sino que también se teje una red de significados que conecta el presente con un pasado que se remonta a los orígenes de la tierra misma. En sus manos, la arcilla es vida: una extensión del paisaje antiguo que aún vibra bajo sus pies, desafiando la percepción de quienes la consideran estéril o inerte. Esta práctica con el barro establece una conexión con la materia; lejos de ser una relación de dominio, se convierte en un intercambio, un acto de respeto hacia una sustancia viva que colabora. El barro, a su vez, actúa como co-creador, generando formas que cuentan historias y portan energías de un mundo que, aunque aparentemente inerte, está lleno de vida. Desde esta óptica, la diversidad biológica no es ajena a las geologías del suelo; estas representan, en esencia, las biologías estéticas de la vida operando en simbiosis con la tierra, reflejando una salud compartida entre el suelo y los humanos. Así, la tierra no puede ser entendida solo como un sustrato pasivo, sino como un actante que interviene activamente en la generación y preservación de la diversidad biológica y la creatividad humana, en un proceso indisolublemente ligado a las interacciones sociales y biogeoquímicas que la sustentan.
La comprensión de los procesos vitales que desarrollan algunas comunidades indígenas en su relación con la tierra proporciona herramientas esenciales para replantear nuestras nociones sobre la vida y las interacciones entre lo humano y lo no humano, y entre lo vivo y lo no vivo. Al infundir vitalidad en un suelo que podría considerarse “pobre” o “infértil” a través del contacto directo, se establece una perspectiva que reconoce a las plantas, los animales, objetos y otros elementos como seres sensibles, dotados de conciencia y capacidad de acción. Esta forma de ver la existencia no solo enriquece nuestra comprensión de los roles activos y valiosos de todas las formas de vida, sino que también nos invita a reexaminar las estructuras de poder que han permitido la explotación de cuerpos, suelos y territorios en virtud de un dominio desmedido. Así, considerar el suelo un ente vivo en esos contextos resalta la interconexión entre la degradación ambiental y la opresión social, poniendo de relieve que la destrucción de un componente del tejido vital, que es el suelo, conlleva repercusiones que afectan a todos los seres en una salud compartida. Esta interrelación se manifiesta a través de prácticas con materiales como el barro, que fomentan un reconocimiento y una correspondencia mutua, permitiendo a las personas desarrollar una relación continuada y dialógica con el entorno que las rodea. Al concebir estas interacciones como dinámicas y en constante transformación, se abre la puerta a la creación de espacios habitables que unan a todos los seres en una red de coexistencia. Tal enfoque promueve una reflexión crítica sobre cómo nuestras actividades cotidianas afectan esta red y nos impulsa a explorar las formas en que lo humano y lo no humano, lo vivo y lo no vivo coexisten y se transforman entre sí, lo que enriquece nuestra comprensión del espacio y las relaciones que habitamos, conduciendo a maneras más equitativas y conscientes de habitar el mundo.
Cada vez que visito el taller del colectivo Cubay Jëjënava y me pintan el rostro con carayurú, recuerdo que la tierra, con sus tonos ocres y rojizos, encarna una continuidad de un mundo que existe más allá de las ciudades. Es un entorno donde otros seres vivos siguen su curso y los humanos hallan tanto refugio como renovación. Este arte de la cerámica no es nuevo, pero el reconocimiento renovado del suelo como un mundo significativo, más allá de su concepción como recurso explotable, revela una maravilla previamente ignorada y un conocimiento que trasciende la precisión científica. Habitar el suelo implica una conexión material y estética con lo que nos rodea, en una historia que es trágica (moldeada por procesos de acumulación y extracción), pero que puede ser co-creadora para sostener la vida en el planeta (figuras 11-19).
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Notas
*
Artículo de investigación derivado de la tesis doctoral “Hacer de las manos
con la tierra: Propuestas curatoriales desde las prácticas materiales indígenas para habitar-se la Tierra” (2005).
1
La elección de escribir “Tierra” con mayúscula responde a una operación conceptual que articula tres dimensiones interdependientes: como suelo cultivable, como planeta compartido y como territorio habitado y disputado. Este uso gráfico plantea un desplazamiento teórico que interpela la separación moderna entre lo humano y su entorno, proponiendo en su lugar una relación de transformación recíproca, en la que el trabajo manual sobre la tierra (en minúscula) no solo modifica el espacio físico, sino también la sensibilidad, el pensamiento y el cuerpo de quienes lo ejercen. En contextos como el colombiano, en el que el acceso y el control del suelo han sido ejes estructurales del conflicto, referirse a la Tierra con mayúscula permite subrayar su densidad histórica y su centralidad como superficie de disputa y proyección de futuros posibles. Así, el juego tipográfico entre mayúsculas y minúsculas activa una sintaxis visual que enlaza tellus (suelo), terra (planeta) y Tierra (territorio) como dimensiones imbricadas de una misma configuración dinámica. En este marco, el concepto de Tierra desplaza deliberadamente otras categorías más abstractas, al ofrecer una noción situada desde la cual repensar las implicaciones políticas, epistémicas y afectivas de los vínculos entre humanos y mundo.
2
El uso en singular de los nombres que designan pueblos indígenas, como cubeo o tukano, obedece a criterios de precisión etnográfica y respeto por las formas de autodenominación que prevalecen en los contextos lingüísticos originarios. Esta convención permite evitar procesos de homogeneización que tienden a disolver la diversidad interna de los colectivos, y se alinea con enfoques interculturales que reconocen las formas situadas desde las cuales estos pueblos se piensan y se representan a sí mismos.
3
La forma “Amazonia”, sin tilde en la i, responde a las normas de acentuación del español establecidas por la Real Academia Española (RAE), que indican que una palabra llana terminada en vocal no debe llevar tilde. Esta grafía ha sido ampliamente adoptada en la escritura académica y en medios especializados, y su uso contribuye a evitar ambigüedades ortotipográficas, particularmente en contextos en los que se abordan configuraciones geopolíticas, ecológicas y epistemológicas complejas.
4
El güío progenitor, también conocido como la anaconda-canoa o canoa cósmica, es una figura central en los mitos de origen de varios pueblos indígenas del noroeste amazónico, incluso los cubeo del Vaupés. Según estas narraciones, el güío ascendió desde el río Amazonas con todas las tribus en su interior, distribuyéndolas a lo largo de los ríos a medida que avanzaba, dando origen a la organización social y territorial de los pueblos actuales.
5
La grafía “Cubay” con inicial mayúscula corresponde al reconocimiento de este término como nombre propio que designa tanto una territorialidad específica como una organización con personería jurídica. En este sentido, la mayúscula no cumple únicamente una función ortográfica, sino que marca una inscripción política, histórica y administrativa construida mediante procesos de autoafirmación, interlocución institucional y formalización organizativa. Nombrar “Cubay” con mayúscula equivale a reconocer su existencia como sujeto colectivo con agencia, estructura de gobernanza y trayectoria situada.
6
La maloka es la vivienda colectiva tradicional de muchos pueblos indígenas del noroeste amazónico, como los cubeo. Más que una simple estructura habitacional, la maloka cumple funciones sociales, políticas y ceremoniales. Es el centro de la vida comunitaria, donde se realizan danzas, rituales, reuniones del clan y procesos de transmisión de saberes. Su arquitectura refleja una visión del mundo en la que el espacio habitable está en relación directa con el cosmos y el entorno natural.
7
El payé es una figura de autoridad medicinal entre diversos pueblos indígenas de la Amazonía colombiana. Su rol combina conocimientos rituales, botánicos y cosmológicos, y se encarga de realizar rezos, preparar y activar plantas medicinales, así como guiar ceremonias que conectan a los humanos con fuerzas no humanas. A través del yagé y otros medios, el payé canaliza saberes para la curación, la protección y el equilibrio de los cuerpos y del entorno. Su palabra y su gesto ritual son fundamentales en el uso de elementos, como el carayurú o el barro azul, que requieren una activación material y ritual antes de ser manipulados.
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La noción de one health surge como una estrategia internacional promovida por organismos como la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) y la Organización Mundial de Sanidad Animal (OMSA), para abordar de manera integrada la salud humana, animal y ambiental, especialmente ante el aumento de enfermedades zoonóticas y crisis ecológicas. Puig de la Bellacasa (2023), sin embargo, retoma este enfoque desde una perspectiva crítica y afectiva, explorando cómo el suelo, más allá de su valor funcional o sanitario, puede ser entendido como una entidad viva que participa activamente en las condiciones de posibilidad del bienestar compartido.
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El dabucurí es una ceremonia ritual y festiva ampliamente practicada entre los pueblos indígenas del noroeste amazónico, como los curripaco, tukano y cubeo. Se celebra para renovar los vínculos de reciprocidad entre humanos y en relación con el entorno natural, especialmente en torno a los ciclos de abundancia, cosecha o pesca. El dabucurí incluye ofrendas de alimentos, danzas, cantos y consumo de chicha, y puede estar asociado a fechas agrícolas o a eventos de importancia social y cosmológica. En algunos casos, también conmemora los relatos de origen y el parentesco con el barro, reafirmando la continuidad entre los cuerpos humanos y la tierra.
Información adicional
CÓMO CITAR: Montalvo-Senior,
María Camila. 2025. “Ser barro, hacer mundo: prácticas cerámicas cubeo y
correspondencias multiespecies con el suelo vivo”. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas 20 (2): 206-233. https://doi.org/10.11144/javeriana.mavae20-2.bcms