Liberalismo y derechos: entre la crisis civilizatoria y la crítica radical*
Liberalism and Rights: Between the Civilization Crisis and the Radical Criticism
Andrés Felipe Mora , Andrea Barrea Téllez
Liberalismo y derechos: entre la crisis civilizatoria y la crítica radical*
Papel Político, vol. 29, 2024
Pontificia Universidad Javeriana
Andrés Felipe Mora a
Universidad Nacional de Colombia, Colombia
Andrea Barrera Téllez
Universidad Nacional de Colombia, Colombia
Recibido: 01 septiembre 2023
Aceptado: 28 febrero 2024
Resumen: Los sistemas políticos liberales se encuentran en crisis. Ciertas posturas atribuyen esta crisis de los sistemas liberales al desgarramiento de los mecanismos de integración y movilidad social sustentados en la búsqueda de la igualdad de oportunidades, el enaltecimiento de la ética del trabajo y la legitimación de las jerarquías resultantes de procesos meritocráticos. El presente artículo sustenta que los problemas de integración no constituyen sino la manifestación intermedia de una crisis civilizatoria más profunda provocada por el despliegue del capitalismo en los mundos de la vida de las personas ¿Puede un compromiso renovado con los derechos devolverles la estabilidad a los sistemas liberales y eliminar las amenazas autoritarias que los agobian? La respuesta a esta pregunta develará una contradicción: rescatar el liberalismo apelando a los derechos implica que estos objeten la propiedad privada, la democracia representativa y el paradigma del progreso, aspectos que llevarían a una crítica radical del liberalismo mismo. Bajo estas dimensiones críticas, surge la necesidad de pensar el vínculo derechos-democracia bajo criterios otros de dignidad, realización humana y producción de la vida común.
Palabras clave:Liberalismo, democracia, derechos, capitalismo, integración social.
Abstract: Liberal-democratic political systems are in crisis. Certain positions attribute this crisis to the tearing apart of the social integration mechanisms based on the search for equal opportunities, the exaltation of work ethics and the legitimization of hierarchies resulting from meritocratic processes. This article argues that integration problems are only the intermediate manifestation of a deeper civilizational crisis caused by the deployment of Capitalism in people’s lives. Given these finding, the following question arises: Can a renewed commitment to citizen rights restore stability to liberal-democratic political systems and eliminate the authoritarian threats that overwhelm them? The answer to this question will reveal a contradiction: to rescue liberalism by appealing to rights, implies that these rights object to private property, representative democracy and the paradigm of progress, aspects that would lead to a radical critique of liberalism itself. Under these critical dimensions, the need to think of the link between rights and democracy under other criteria of dignity, human fulfillment and production of common life arises.
Keywords: Liberalism, Democracy, Rights, Capitalism, Social Integration.
Introducción
Los sistemas políticos liberales se encuentran en crisis. El equilibrio que sostenía el vínculo entre el liberalismo y la democracia se ha roto. La democracia representativa ha resultado incapaz de contener la exclusión y la desigualdad derivadas del respeto por la piedra angular del liberalismo: la propiedad privada. Por su parte, el liberalismo se ha visto desbordado por procesos democráticos “iliberales” que demuestran un claro desprecio por las libertades individuales y que se asocian con sentimientos racistas, supremacistas, xenófobos, heteropatriarcales y de aporofobia.
Algunos datos evidencian la agudeza de la crisis: para el año 2022, el 10% de la población del mundo concentraba el 52% del ingreso y el 76% de la riqueza; por su parte, el 50% de la población capturaba únicamente el 8% del ingreso y el 2% de la riqueza. Para este último segmento de la población, la situación no ha cambiado durante los últimos veinte años (World Inequality Lab, 2023). Por otra parte, de un total de 195 naciones, solo 42% cuentan con un grado alto de libertad, mientras que el 58% restante muestran restricciones parciales o totales a la libertad. En otras palabras, el 80% de la población mundial, que habita en estas últimas naciones, sufre restricciones moderadas y graves a sus derechos políticos y a sus libertades civiles. Este deterioro se ha acelerado entre los años 2006 y 2022 (Freedom House, 2022). De igual forma, y durante el mismo periodo de tiempo, cerca del 40% de un total de 173 países ha mostrado retrocesos en sus procesos democráticos. Solo el 22% de los países analizados ha mostrado mejorías en uno o varios de los atributos de la democracia representativa a los que se le hace seguimiento (procesos electorales, pluralismo político y representación, libertad de expresión y de creencias, Estado de derecho, derechos de asociación y derechos individuales) (IDEA, 2022).
Que esta crisis se haya desplegado en las democracias más estables del planeta dejando de ser una característica o riesgo exclusivo de “Estados fallidos” y países “tercermundistas”, ha provocado distintas reflexiones. Algunas de ellas centran su atención en los rasgos ególatras de los líderes que han ascendido al poder, la corrupción de sus bases políticas y sus alianzas con potencias internacionales distanciadas políticamente del liberalismo y la democracia representativa. Otros enfoques apelan a modelos de análisis elitistas que critican la indolencia e irracionalidad de élites políticas predatorias que, a causa del establecimiento de vínculos corporativistas con sectores poderosos de la sociedad, han dejado de lado su compromiso con la renovación y el sostenimiento de las promesas del orden liberal-democrático. A ellos se suman las voces que explican la expansión de las “democracias iliberales” como producto de la evolución exacerbada de las doctrinas liberales mismas. De acuerdo con estas visiones, la defensa a ultranza de los derechos de propiedad y de la competencia económica, así como la expansión radical de reivindicaciones grupales e identitarias, han terminado por generar un ambiente negativo para el cuidado de los ideales del liberalismo “clásico”. Finalmente, aparecen visiones más amplias que, aunque admiten la importancia relativa de los liderazgos y de la reconfiguración de los sistemas políticos en la explicación de la crisis, centran su atención en el agotamiento de los factores que históricamente han asegurado la integración y la movilidad social en el orden liberal: la igualdad de oportunidades, la ética del trabajo y la meritocracia.
No obstante, aunque esta última visión puede ser más profunda que aquellas que limitan su atención en las fallas de los sistemas políticos, resulta ser limitada para comprender los factores estructurales de la crisis, y contradictoria e insuficiente en términos de los horizontes de salida que plantea. Por una parte, estas nociones soslayan con facilismo el problema de las relaciones sociales que producen y reproducen la exclusión y la desigualdad en el marco del capitalismo. Por otra, concentran su atención en el enfado irracional de los votantes e ignoran los procesos de acción colectiva que cuestionan y objetan de manera crítica y consciente tales relaciones sociales. Por último, olvidan la intensidad de una crisis que supera los límites de la integración social, y que se asocia con el riesgo latente del exterminismo ecológico. De esta manera, y como se mostrará en este documento, las teorías de la crisis de la integración ignoran las dimensiones de una crisis civilizatoria que no puede resolverse sobre la base de simples reorientaciones de los ideales de igualdad de oportunidades, trabajo digno y relajamiento de las barreras que limitan la movilidad social.
Surge, entonces, una pregunta: ¿Puede un compromiso renovado con los derechos devolverles la estabilidad a los sistemas políticos liberales y eliminar las amenazas autoritarias, populistas y plutocráticas que los agobian? El carácter civilizatorio de la crisis permite ofrecer una respuesta negativa a esta pregunta. Acudir al enfoque de los derechos sin cuestionar los pilares de la integración y la movilidad liberal conlleva a su inoperancia como alternativa para conjurar estructuralmente la crisis de los sistemas liberales a la que se asiste en la actualidad. El compromiso con los derechos para salvar el liberalismo supone la crítica radical del liberalismo mismo.
Estas ideas se desarrollarán en tres momentos. En la primera parte del documento se dará un repaso a las bases liberales de integración y la movilidad social. Allí se mostrará la centralidad que asumen la ética del trabajo, la igualdad de oportunidades y la expansión de los valores meritocráticos como claves de la estabilidad de las sociedades liberales. La segunda parte mostrará que los problemas de integración que sufren las sociedades contemporáneas no es la causa real de la crisis, sino la manifestación intermedia de una crisis civilizatoria más profunda. Esta crisis civilizatoria se asocia con el despliegue de la fuerza del capital en los mundos de la vida de las personas, el consecuente rompimiento de las promesas de integración social y, fundamentalmente, con la imposición de procesos de reificación, daño ecológico y clausura histórica que son contestados por acciones colectivas que objetan el retorno a los sistemas de integración social de antaño y que desconfían de las posibilidades de transformación social ofrecidas por los procesos de la democracia representativa. Finalmente, la sección tercera mostrará bajo qué condiciones el enfoque de derechos puede ofrecer una salida a la crisis del liberalismo contemporáneo: salvar al liberalismo, apelando a los derechos, implicaría estos objeten la propiedad privada, la democracia representativa y la idea del progreso, todos estos elementos que conducirían a una crítica fundamental del liberalismo mismo y de sus promesas de integración y movilidad social.
Oportunidades, trabajo y mérito: la desintegración social como causa de la crisis de las sociedades liberal-democráticas
La teoría de la igualdad de oportunidades nace de la economía del bienestar. Allí se ha planteado que dotar a las personas de las herramientas necesarias para competir le permitirá a la sociedad acercarse a dos objetivos deseables, pero no necesariamente compatibles: la igualdad y la eficiencia. Desde la economía del bienestar se ha aceptado que las sociedades eficientes tienen una muy alta probabilidad de ser desiguales, pero también que las sociedades igualitarias podrían desincentivar el esfuerzo y la productividad de las personas haciendo que la economía no despliegue óptimamente su potencial. Permitir que las personas compitan saliendo desde un mismo punto de partida constituye, entonces, una alternativa éticamente plausible a esta disyuntiva: las jerarquías que resulten de la competencia son justas en tanto se asumen como el producto de la capacidad de las personas en un contexto en el que se les ha brindado a todas las mismas herramientas para competir. La desigualdad persistente será explicada por variables que están bajo el control de los individuos: su responsabilidad individual y su esfuerzo. De esta manera, la igualdad de oportunidades conlleva una noción específica de mérito individual: el éxito o fracaso de las personas es enteramente atribuible a ellas mismas. El éxito y el fracaso se merecen (Sandel, 2020).
No obstante, esta aproximación ha sido criticada porque ignora dos aspectos importantes en términos de justicia: por una parte, es muy poco probable que los resultados de la competencia dependan únicamente de la responsabilidad y el esfuerzo de las personas. Los talentos pueden jugar un papel muy importante en explicar tales resultados y, por definición, nadie es responsable de tener la fortuna o la mala suerte de verse favorecido o perjudicado por la repartición de talentos que realiza la naturaleza. En segundo lugar, se ha considerado que la capacidad de competir depende de otros factores sociales e históricos que generalmente se ignoran en el momento de explicar la llegada a posiciones de ventaja o desventaja: la familia, la escuela a la que se asistió, el momento histórico en que se nace o el tipo de aptitudes o talentos que se estimulan y valoran, son variables que también influyen en dichos resultados (Puyol, 2010).
Sin responder al problema de la tiranía del azar natural, se ha considerado que los factores sociales o de entorno que impiden el despliegue transparente del mérito pueden neutralizarse si se apela a una teoría de la igualdad perfecta de oportunidades: es decir, si se le ofrece a cada persona de manera individual, universal .incondicional el acceso a los bienes que les permitirán competir asegurando que únicamente su responsabilidad y esfuerzo, estos serán los factores que explicarán su éxito o fracaso (Van Parijs, 1996). Impedir o restringir el acceso a estos bienes constituiría un ejercicio de discriminación: la igualdad de oportunidades condena que la competencia perfecta se vea alterada por condiciones raciales, de género, religiosas o de clase social (Puyol, 2010; Dubet, 2011).
En el campo de la política social, la meritocracia se comprende entonces como un mecanismo de jerarquización social fundamentado en variables que están bajo el control de los individuos. La igualdad perfecta de oportunidades que soporta el ideal meritocrático reprueba entonces la discriminación, pero no la jerarquización; objeta la competencia no equitativa, pero no rechaza la existencia de posiciones de ventaja y de desventaja. Se trata no de acabar con la desigualdad social, sino de abrir oportunidades para salir del polo desaventajado de ella (Mora, 2019).
Pero ¿deberían la igualdad de oportunidades y el ideal meritocrático regular todos los ámbitos de la vida social? Esta pregunta debe responderse cuidadosamente, pues si la competencia equitativa se extiende a todos los mundos de la vida (escuela, trabajo, familia, etc.), la desigualdad se extenderá como un elemento estructural a la sociedad: las desigualdades generadas en un ámbito (por ejemplo, las mejores calificaciones en el ámbito educativo) provocarán desigualdades en otro (mejores condiciones salariales en el mundo laboral). En este contexto, se podría objetar que la sociedad no garantiza la igualdad de oportunidades en el mundo laboral para las personas con deficiencias educativas, pues estas no contarían con las mismas herramientas para competir por cargos de dirección y salarios más elevados.
Es por este motivo que, para resolver la disyuntiva igualdad-eficiencia que dio origen a la teoría de la igualdad de oportunidades en el economía del bienestar, se debe aceptar que el respeto irrestricto por los resultados de la competencia debe operar fundamentalmente en el mundo del trabajo. De aquí se desprende que los bienes que se le deben otorgar de manera universal, incondicional e individual a los individuos son aquellos que se constituirán en herramientas indispensables para competir de manera equitativa en el ámbito laboral. Socialmente, el ideal meritocrático puede resolver la disyuntiva igualdad-eficiencia únicamente si opera en el mundo del trabajo, pues si se convierte en el imperativo que regula todos los mundos de la vida, la desigualdad será estructural, acumulativa e insostenible; pero si se suspende en el ámbito laboral, se renunciaría a premiar a los más productivos generando pérdidas irreparables de eficiencia. Michael Sandel lo resume claramente:
Eliminar la discriminación y ampliar las oportunidades haría que los mercados fuesen más equitativos, y reclutar a una mayor reserva de talento humano haría que los mercados fuesen más productivos […] posibilitar que las personas compitiesen sobre la pura base de su esfuerzo y su talento ayudaría también a que los resultados del mercado estuvieran más en sintonía con el mérito. En una sociedad en que las oportunidades fueran realmente las mismas para todos, los mercados darían a cada persona lo que en justicia se merece. (2020, p. 84)
Ofrecerles a las personas la igualdad de oportunidades para ser eficientes significará, por lo tanto, 1) la dotación no jerárquica de los bienes que les permite competir y 2) el respeto por los resultados desiguales que surgen de un mercado laboral competitivo. El ideal meritocrático se alejaría menos de la igualdad si se aplica únicamente al mundo del trabajo. En este sentido, la “retórica de la igualdad de oportunidades la resume el conocido lema según el cual, si alguien trabaja duro y cumple las normas, debe poder ascender ‘hasta donde sus aptitudes lo lleven’” (Sandel, 2020, p. 34).
Queda claro el vínculo que se establece entre la ética del trabajo, la igualdad de oportunidades, el mérito y la obtención de posiciones sociales y económicas de ventaja. El trabajo, unido a la responsabilidad, esfuerzo y disciplinamiento que este supone, constituye un medio fundamental de ennoblecimiento y jerarquización de los individuos en la sociedad. En el contexto de la competencia equitativa, el trabajo será el fundamento de la movilidad social ascendente, pero también el medio más adecuado para alcanzar la riqueza y la protección social. El premio al esfuerzo y los salarios diferenciados constituyen los mecanismos fundamentales de promoción y diferenciación en una sociedad que se propone resolver la disyuntiva entre igualdad y eficiencia en un contexto de relativa armonía social (Fukuyama, 2022; Bauman, 2003).
Se edifican así los pilares de un tipo particular de integración y movilidad social: ofrecerle a las personas la igualdad perfecta de oportunidades para acceder a los bienes requeridos que les permitan competir en un mundo laboral que jerarquiza, diferencia y promociona es la base de una sociedad en donde las personas estarán dispuestas a aceptar las desigualdades explicadas por el mérito, bajo la promesa de que las posiciones de ventaja están abiertas para todos y de que la asunción responsable y disciplinada de los roles que impone un el mundo del trabajo competitivo será la clave de la movilidad social ascendente ¿Qué es, entonces, la integración social? Según Bajoit, esta es
la capacidad de una colectividad de conseguir que todos sus miembros —desde su nacimiento hasta su arribo en la colectividad— interioricen los roles sociales de acuerdo con las expectativas sociales vigentes, con el fin de que sean aptos para cooperar entre ellos […]. [Es] el resultado de un trabajo del colectivo sobre los individuos, inspirado en una “justa medida”, que implica ni un excesivo libre albedrío ni demasiadas conminaciones sociales; ni demasiados llamados a las justificaciones ni un desmedido recurso a la coacción. (2008, p. 36)
La sociedad de las oportunidades, el trabajo y el mérito es, por lo tanto, desigualitaria pero integradora. Al advertir los sentimientos de frustración, odio a las élites, humillación, xenofobia, racismo, aporofobia que se expanden en países de muy distinta naturaleza, se acepta que este modelo de integración social se ha fragmentado. La crisis de los sistemas políticos liberal-democráticos es pues una crisis de integración social. Esta crisis se explica por su imposibilidad de controlar y legitimar las desigualdades que los caracterizan y por su incapacidad de conducir las decisiones de los electores por caminos respetuosos de las libertades individuales (Fukuyama, 2022). Por lo tanto, su explicación no es reductible a estrategias personalistas de autócratas ególatras ni a la indolencia de élites predatorias cooptadas. Tampoco a la psicología social que resulta de una pérdida del control de los medios masivos de comunicación por parte de las élites en un contexto de incertidumbre y de habilidades cognitivas y emocionales inadecuadas de individuos que exigen mensajes fácilmente comprensibles y cargados de significados y orientaciones concretas (Rosenberg, 2021).
Ante este panorama surge entonces una pregunta: ¿podría la implementación del enfoque de los derechos asegurar la integración social que brinda estabilidad a las sociedades liberal-democráticas? Actualmente, distintas corrientes progresistas presentan el enfoque de derechos como una alternativa de cambio social orientada a garantizar la dignidad y realización de las personas bajo imperativos de desarrollo humano e integración social. Sin embargo, para dar respuesta a la pregunta formulada, es necesario indagar si efectivamente la crisis de los sistemas liberal-democráticos es una crisis de integración. O si esta crisis de integración no es sino una manifestación de una crisis más profunda. El siguiente apartado argumentará que la mencionada crisis de integración no es sino un punto intermedio entre una crisis civilizatoria y la imposibilidad de los sistemas políticos liberal-democráticos para regularla. Es a partir de esta crisis civilizatoria que debe evaluarse la pertinencia del enfoque de derechos para restaurar los sistemas liberal-democráticos contemporáneos.
La fuerza del capital, la crisis civilizatoria y el declive de los sistemas liberal-democráticos
Las interpretaciones más comunes sobre la crisis de los sistemas políticos liberal-democráticos centran su atención en los rasgos personalistas de los gobernantes, las desviaciones y corrupción de las élites en el poder, los rasgos psicológicos de los votantes o la fragmentación de los mecanismos de integración social. Sin embargo, todas ellas ignoran que la crisis a la que se asiste se inscribe en el contexto más amplio de la sociedad capitalista. En este sentido, resulta importante preguntarse si el carácter capitalista de la sociedad constituye un factor importante en la explicación de la crisis. A continuación, se argumentará que la crisis de los sistemas políticos liberal-democráticos es producto de una crisis civilizatoria más amplia generada por el capitalismo. Los problemas de la integración social podrían ser interpretados como una manifestación intermedia de esta crisis. Más aún, la crisis civilizatoria mencionada conlleva a distintas fuerzas sociales a cuestionar incluso los pilares de la integración social prometida: la igualdad de oportunidades, la ética del trabajo y el sistema meritocrático.
¿Qué es el capitalismo? El capitalismo es un orden social, político, económico y cultural que se edifica sobre relaciones sociales que permiten la explotación. Económicamente, la explotación puede ser comprendida como una relación social que permite que algunos grupos sociales controlen recursos valiosos provocando una distribución desigual de las retribuciones con respecto al valor que han agregado los actores involucrados al proceso de producción. Desde esta perspectiva, la explotación se asocia, entonces, con la imposibilidad del capitalismo de remunerar y renovar las condiciones de su propia reproducción (fuerza de trabajo, naturaleza, bienes públicos, trabajos de cuidado y reproducción social), pues ello implicaría una caída irremediable de la tasa de ganancia y un obstáculo insalvable para la acumulación (Arruza et al., 2019; Harvey, 2014).
Para que la explotación tome forma se requieren dos condiciones necesarias y suficientes: la posesión privada de los medios de producción (privatización) y la eliminación de toda forma no mercantil de satisfacción de las necesidades (mercantilización). La privatización significa la exclusión y la falta de control de los medios de producción económica y social por parte de amplios segmentos de la población. La mercantilización sugiere que las personas acceden a los medios de existencia por medio de la venta de su fuerza de trabajo y por su capacidad de pago. Es decir, una persona despojada de los medios de producción, y que se vea obligada a vender su fuerza de trabajo para satisfacer sus necesidades, es aquella que tendría que someterse a relaciones de explotación (Marx, 2016).
Los vínculos que se establecen entre la explotación y los conceptos de privatización y mercantilización muestran que dicha relación social no se asocia únicamente con las posiciones que otorgan a algunos grupos sociales un control sobre distintos medios y resultados económicos, sino también con la manera como dichas posiciones les permiten a algunos grupos sociales controlar las vidas y actividades de otras personas. Desde este punto de vista, el control sobre los medios y resultados de la dinámica económica, que es correlativo al dominio sobre la vida y actividades de las personas, muestra que las categorías de explotación-dominación van de la mano y constituyen las dos dimensiones de un mismo proceso (Fromm, 2017). La explotación adquiere, por lo tanto, una connotación política inseparable de su connotación socioeconómica: devenir simple factor productivo significa someterse a actividades impuestas y conducidas regidas por el principio de acumulación (Holloway, 2004).
La triada explotación-privatización-mercantilización que lleva al establecimiento de relaciones de dominación es la manifestación de la fuerza del capital, es decir, de una fuerza que despoja a los seres humanos de sí mismos (reificación), de los medios de existencia y de los medios de producción. A dicha fuerza se le ha dado el nombre de acumulación originaria y se le ha reconocido como un proceso que atraviesa al capitalismo en todas sus fases históricas. Aunque las relaciones sociales y mecanismos que permiten el despojo han variado históricamente (apelando a formas combinadas de violencia, instituciones, ideologías y mecanismos variados de cooptación), este debe reproducirse, pues es la base de la explotación y, por lo tanto, de la dinámica de acumulación capitalista: “La acumulación originaria, entonces, persiste en el marco de las relaciones capitalistas, como presupuesto y acción constitutiva” (Bonefeld, 2004, p. 49).1
La acumulación originaria estructura la historia del capitalismo en un nivel sistémico, pero sus formas y mecanismos se hacen concretos en el mundo de la vida de las personas, configurando todos los ámbitos de la existencia individual y colectiva. Las personas no viven en un capitalismo abstracto; viven en mundos de la vida traslapados y colonizados por la fuerza del capital (la fábrica, la escuela, el barrio, la familia, el ciberespacio, la comunidad) (De Angelis, 2004). Las personas se ven despojadas de su trabajo, de los medios de existencia, de los medios de producción, del conocimiento, de la justa remuneración, de los bienes de la naturaleza y de la cultura. Solo pueden acceder a ellos mediante mecanismos mercantiles que se ubican entre la venta de su fuerza de trabajo y su capacidad de pago y endeudamiento. Pierden el control sobre sus actividades individuales y colectivas, pues quienes tienen el poder para despojar, y también detentan el poder para comandar y decidir sobre las actividades que se desarrollan en dichos mundos de la vida. Todo esto en un contexto en el que tales situaciones tienden a normalizarse y considerarse como “naturales” e inapelables.
La acumulación originaria no es la única fuerza que facilita el despojo, la explotación y la dominación. El orden capitalista se fundamenta también en relaciones patriarcales, racistas y metabólicas exterministas. En efecto, el capitalismo se sostiene sobre relaciones patriarcales (roles, violencias y opresiones de género, regulación sexual, apropiación de los cuerpos y las vidas de las mujeres como grupo social) que permiten la reproducción de cuerpos aptos para el trabajo sin pagar por ello y de relaciones de subordinación en el marco de la familia nuclear tradicional. Estos procesos se soportan además sobre mecanismos de división y jerarquización racial del trabajo en los niveles global y nacional, y sobre el despliegue prácticas eugenésicas a nivel del Estado. Todo ello en un contexto en el que la relación metabólica que se establece con la naturaleza se fundamenta en lógicas productivistas y consumistas de expansión infinita que son incompatibles con el equilibrio ecológico, la búsqueda de la igualdad social y la supervivencia de múltiples especies, incluida la humana. En definitiva, la acumulación originaria, el patriarcalismo, el racismo y la destrucción ecológica se imbrican como relaciones que condicionan de manera diversa el mundo de la vida de las personas, las comunidades y las sociedades, y son fundamentales para la reproducción ampliada del capital (Federicci, 2019; Frase, 2019; Löwy, 2012).
Es este el origen de la crisis que afrontan las sociedades contemporáneas. La pérdida de la estima social y los sentimientos de humillación, desprecio y miedo que se manifiestan de manera violenta, incluso por medio de voto, no deben ser atribuidos a la insatisfacción de las expectativas de oportunidades, trabajo y movilidad social meritocrática ofrecidas por la sociedad liberal. La crisis es más profunda y se asocia con la imposibilidad del liberalismo de contener la fuerza del capital y sus efectos perversos sobre los mundos de la vida de las personas. La defensa abierta de la propiedad privada y la indolencia con respecto a las lógicas de despojo que se extienden en las sociedades han llevado a los sistemas liberal-democráticos a erosionar las bases de su legitimidad desencadenado fuerzas políticas y electorales “iliberales” de corte autoritario, populista y plutocrático. En otras palabras, estos “votos son una respuesta a la crisis estructural de esta forma de capitalismo” (Fraser, 2020, p. 1).
El problema de la integración social constituye únicamente una manifestación intermedia de esta crisis más profunda: la fuerza del capital ha hecho crecer tanto los escalones que separan unos grupos sociales de otros, que no tiene sentido hablar de movilidad social ascendente. En la actualidad, se señala más bien la emergencia de sistemas de movilidad horizontal precaria que atrapan a amplios sectores de la sociedad. Asimismo, la fuerza del capital ha creado privilegios tan difíciles de eliminar, que algunos autores han advertido el regreso a la “época victoriana”, en donde la procedencia familiar o de clase eclipsa por completo al mérito como criterio distributivo y de acceso a las ventajas sociales. Finalmente, el trabajo ha dejado de ser considerado el factor fundamental de la integración económica y social: la precarización que hoy se advierte muestra que la venta de la fuerza de trabajo no constituye ni siquiera un medio eficaz para garantizar la existencia. Y a todo ello se debe agregar un factor recurrentemente ignorado en las apreciaciones convencionales sobre la crisis: el riesgo de exterminio ecológico que hoy afronta la especie humana. La conjugación de estos elementos hace que la retórica meritocrática del ascenso social basado en las oportunidades y el trabajo extenuante termine siendo más insultante que inspiradora (Sandel, 2020; Mora, 2019; Frase, 2019; Piketty, 2013).
Pero el problema no se reduce únicamente a la imposibilidad de que los pilares de las sociedades liberal-democráticas no se sostengan. Actualmente, es creciente la movilización crítica y consiente de diversos colectivos sociales que objetan el fundamento mismo de tales pilares. La teoría de la igualdad de oportunidades, el concepto del mérito y la ética del trabajo son impugnadas abiertamente. De hecho, estos procesos de movilización ponen en evidencia el agotamiento de la democracia representativa como mecanismo de superación de las desigualdades y las relaciones de opresión que sufren distintos grupos sociales (Fraser, 2020, Streeck, 2016). Para algunas corrientes de las luchas antipatriarcales, por ejemplo, la igualdad de oportunidades constituye un mecanismo que sirve para “diversificar” los espacios elitistas de la sociedad capitalista sobre la base de una consideración según las cual las mujeres solo son un grupo subrepresentado que deberían contar con las mismas ventajas que los hombres de su misma clase social privilegiada. Son justamente las mujeres que pertenecen a estas clases sociales quienes logran romper los techos de cristal que les impiden llegar a la cima de una pirámide, cuya base sigue siendo ocupada por mujeres pobres y/o racializadas/os que deben limpiar los cristales rotos por las mujeres “más capaces” (Arruza et al., 2019).
Desde el punto de vista de las luchas contra el racismo, la teoría de la igualdad de oportunidades se contenta con ofrecer “acciones afirmativas” o de “discriminación positiva” para que los segmentos privilegiados de la sociedad sean más “plurales”. La condición es que la identidad sea asumida como una propiedad inmutable, pues tales acciones tienen sentido si el ejercicio de los derechos depende de la pertenencia o adscripción estable de las personas a determinado grupo identitario. Conservar la identidad sería la condición fundamental para acceder a beneficios distributivos de diversa índole (Dubet, 2011).
Por otra parte, los discursos del mérito y la responsabilidad individual han sido criticadas como ideologías que proyectan el ideal de la autosuficiencia y la autoconstrucción personales, en un contexto en el que se desmonta el Estado del bienestar y se consolidan fuerzas represivas, punitivas y moralizantes en contra de los “fracasados” e “irresponsables” que no siguen las conducta meritocrática establecida: todas las personas deben tener oportunidades, pero todas tienen el deber de aprovecharlas. De esta manera,
el Estado reafirma estridentemente su responsabilidad, su potencia y su eficiencia en la gestión del delito en el mismo momento que proclama y organiza su propia impotencia en el frente económico, revitalizando así, al unísono, no solo los mitos históricos y académicos del Estado como policía eficiente, sino además el libre mercado. (Wacquant, 2010, p. 22)
Finalmente, la ética del trabajo es criticada desde varios puntos de vista. Por una parte, se ha señalado la contradicción inherente al capitalismo en términos de su incapacidad de conseguir el pleno empleo mediante la desregulación de los mercados laborales (precarización) y, simultáneamente, fortalecer los ingresos y la demanda necesaria para garantizar la realización de las mercancías (Offe, 1997). Además, se ha señalado la imposibilidad política del pleno empleo debido a que esta situación significaría el deterioro de la hegemonía social, política y económica de los capitalistas (Kalecki, 1943). De hecho, la informalidad aparece como un fenómeno plenamente vinculado a la lógica de acumulación capitalista que introduce en la función de ganancias las ventajas comparativas de mercados laborales segmentados en varias patologías laborales: desempleo, subempleo, empleo no registrado (Lo Voulo, 2006). A ello se agregan las críticas que se le realizan a la ética del trabajo como mecanismo de subordinación, control y disciplinamiento de las personas (Bauman, 2003). Esta crítica es tan profunda que algunos autores han afirmado que garantizar la libertad real en un contexto de perfecta igualdad de oportunidades requerirá la introducción de una renta básica universal, individual e incondicional que garantice el derecho a la existencia independientemente de si se trabaja o no (Mora, 2021; Van Parijs, 1996).
Con todo, la búsqueda de dicha estabilidad social por medio de criterios de integración siempre es limitada si se tiene en cuenta la capacidad limitada del orden liberal-democrático para redefinir la relación entre los seres humanos y la naturaleza. En efecto, garantizar la mayor armonía social no significa simplemente contener la catástrofe ecológica que pone en riesgo la supervivencia humana y de otras especies animales y vegetales. Al respecto, es importante anotar que parte de las reivindicaciones viables que acepta el Estado en la actualidad tienen que ver con el otorgamiento de derechos a la naturaleza como un mecanismo de protección ante el empuje exterminista del capitalismo. Sin embargo, desde el punto de vista de distintos movimientos sociales críticos, estas medidas son insuficientes si no se avanza de manera simultánea en la superación de la “razón” productivista y consumista que dinamiza el “progreso” capitalista y que se reproduce y legitima mediante el sostenimiento de profundas desigualdades sociales, la defensa de la ética del trabajo como principio de ascenso social y la manipulación recurrente de necesidades humanas artificiales (Löwy, 2012; Gorz, 2008).
Es esta la crisis civilizatoria producida por la fuerza del capital ¿Podrá el enfoque de derechos contenerla y refundar las bases que le brindan estabilidad a los sistemas liberal-democráticos?
Derechos y crisis civilizatoria: hacia una crítica radical del liberalismo
Los sistemas políticos liberal-democráticos se han visto desbordados por el poder del voto (tiranía de la mayorías) y por el poder de la propiedad privada (exclusión y desigualdad crecientes). Fukuyama (2022) atribuye esta crisis a procesos políticos que han exacerbado los ideales liberales mismos y que han dado origen a desigualdades profundas, competencia salvaje, políticas de identidad que reniegan del bien común y un rechazo no plenamente justificado de la razón moderna. La manifestación más clara de este desbordamiento es el surgimiento de gobiernos populistas autoritarios y modelos plutocráticos de ordenamiento social que se apoyan en los sentimientos de temor, frustración y humillación que se desenmascaran en las urnas en contra de grupos sociales a los que se les endilga la causa de los problemas: grupos de pertenencia étnica, mujeres, extranjeros y personas pobres (Mounk, 2018).
Sin embargo, esta problemática no puede circunscribirte a fallas de los sistemas políticos, y debe comprenderse más bien el reflejo de una crisis civilizatoria que hace inocuos los pilares de integración social basados en la igualdad de oportunidades, la ética del trabajo y la meritocracia. La fuerza del capital ha resultado ser tan agresiva que promesas de este tipo, que no cuestionan abiertamente el capitalismo, y que de hecho le podrían ser funcionales, no pueden ser tampoco materializadas. Ante esta situación se ha planteado la posibilidad de refundar los sistemas liberal-democrático tomando como horizonte de cambio progresista el enfoque de los derechos. Los términos generales de esta posibilidad son los siguientes:
La liberal consiste en una democracia de derechos en la medida en que los vindica a través de la misma democracia. El centro de gravedad del régimen liberal es, entonces, el goce efectivo de derechos y reconocimientos bajo un criterio de progresividad y en una perspectiva perdurable. En consecuencia, la estabilidad del régimen liberal depende fundamentalmente —aunque no siempre exhaustivamente— de la plena vigencia de su centro de gravedad. (Garay, 2018, p. 19)
El enfoque de derechos se presenta como una alternativa de cambio social orientada a garantizar la dignidad y realización de las personas bajo imperativos de desarrollo humano e integración social. Para avanzar en la materialización de estos imperativos es necesario reconocer que los sectores sociales en situación de pobreza, exclusión o marginación son titulares de derechos que obligan al Estado frente a los principales derechos humanos involucrados en una estrategia de desarrollo. Los derechos se asumen como fundamentales en tanto constituyen el núcleo de las luchas por el desarrollo humano y la integración social (Mora, 2019; Abramovich, 2006). Esto implica que los derechos constituyen salvaguardas constitucionales deberían ubicarse por encima de la democracia representativa misma y del modelo económico establecido:
El modelo del desarrollo humano supone un compromiso con la democracia, pues un ingrediente esencial de toda vida dotada de dignidad humana es tener voz y voto en la elección de las políticas que gobiernan la propia vida. No obstante, este paradigma respaldará un tipo de democracia en el que predominen ciertos derechos fundamentales protegidos incluso de la decisión de las mayorías. Por lo tanto, apoyará las democracias que resguarden las libertades políticas, sindicales y religiosas, la libertad de expresión y los derechos fundamentales en otras esferas, como los de la educación y la salud. (Nussbaum, 2014, p. 48)
Por otra parte,
hay una gran diferencia entre los medios y los fines. El reconocimiento del papel que desempeñan las cualidades humanas como motor del crecimiento económico no nos aclara cuál es la meta del mismo. Si, en último término, el objetivo fuera propagar la libertad del hombre para vivir una existencia más digna, entonces el papel del crecimiento económico consistirá en proporcionar mayores oportunidades en esta dirección y debería integrarse en una comprensión más básica del proceso de desarrollo. En consecuencia, la ampliación de la capacidad del ser humano reviste una importancia a la vez directa e indirecta para la consecución del desarrollo. Indirectamente, tal ampliación permitirá estimular la productividad, elevar el crecimiento económico, ampliar las prioridades del desarrollo, y contribuirá a controlar razonablemente el cambio demográfico; directamente, afectaría el ámbito de las libertades humanas, el bienestar social y la calidad de vida tanto por sus valores intrínsecos como por su condición de elemento constitutivo de las mismas. (Sen, 1998, p. 84)
Las luchas por los derechos buscan garantizar una situación de desarrollo e integración que supere las lógicas de exclusión, marginación y pobreza que producen ciudadanías negadas (cuando se considera que algunas personas no hacen parte del contrato social; por ejemplo, los inmigrantes), ciudadanías aplazadas (cuando se considera que, aunque hacen parte del contrato social, ciertas personas deben esperar su plena integración social; por ejemplo, ciertos sectores de la juventud desempleados) y ciudadanías limitadas (cuando se considera que existen grupos sociales integrados pero precariamente; por ejemplo, asalariados con bajos ingresos e inestabilidad laboral) (Herrera y Castón, 2003).
El enfoque de derechos enfatiza el principio de igualdad de oportunidades como derecho-base del ciudadano, legitimado como modelo de justicia social, pero también como requisito para el buen funcionamiento de la sociedad (Garay, 2018). La igualdad de oportunidades se refiere al concepto de dotaciones propuesto por Amartya Sen, e indica que bajo condiciones de dotaciones precarias se impide el ejercicio efectivo de los derechos humanos y, en consecuencia, una baja calidad de vida. En primera instancia, existen dotaciones no mercantiles que deben ser garantizadas socialmente más allá del aporte productivo de las personas y no pueden estar sujetas a la dinámica del crecimiento económico. Estas dotaciones se consideran como constitutivas del mínimo vital (Corredor, 2010).
A las dotaciones no mercantiles se suman las dotaciones mercantiles que hacen referencia a aquellos bienes y servicios que pueden adquirir las personas a través del intercambio y de acuerdo con su nivel de ingreso. En este punto es fundamental la realización del derecho a un empleo decente y el respeto por la ética del trabajo, pues la sostenibilidad de las dotaciones dependerá en última instancia de él. Pleno empleo de calidad y garantía progresiva de los bienes constitutivos del mínimo vital: son estos los elementos a conjugar de cara a la construcción de un régimen de bienestar garante de los derechos y la integración social a través de la reivindicación de la condición de ciudadanía como fundamento de la política social (Mora, 2019).
La centralidad de la garantía del derecho al trabajo en el enfoque de derechos tiene un vínculo profundo con otro de sus conceptos fundamentales: la protección social. Históricamente, a los desafíos que implicaba avanzar en la garantía de la seguridad civil para todas las personas, se unió la pregunta sobre cómo ofrecerles, además, los medios para alcanzar la seguridad social en términos de ingresos y protecciones frente al desempleo, la invalidez y la muerte. Como respuesta a esta última cuestión, surgió la solución de establecer un vínculo directo entre la seguridad social, los derechos y el empleo: el trabajo asalariado sería el sustento básico de la protección social y, en consecuencia, del ejercicio de la ciudadanía social. Las bases de este modelo de ciudadanía y protección social se sustentaron en dos procesos sociales complementarios: 1) el crecimiento económico sostenido, el pleno empleo y la posibilidad de anticipar trayectorias de movilidad social ascendentes y 2) la adquisición de protecciones sociales a través de la inscripción de los individuos en colectivos de corte estatal, partidista, sindical, familiar, barrial o de clase (Castel, 2010, 2004).
De acuerdo con el enfoque de derechos, la falta de acceso a las dotaciones no mercantiles, unida a la extensión insuficiente de la relación salarial, impiden la edificación de un modelo de política social consistente con el tercer concepto fundamental: la movilidad social ascendente. Desde esta óptica, el enfoque de derechos no critica la desigualdad: simplemente rechaza el hecho de que las posiciones jerárquicas de ventaja no estén abiertas para todas las personas y grupos sociales. En este sentido, para el enfoque de derechos las lógicas de pobreza, exclusión y marginación que impiden la integración social y el desarrollo humano solo pueden ser combatidas si se impulsan los cambios que en materia de política económica y social permitan avanzar hacia la garantía de los bienes de mérito, la consecución del pleno empleo, la edificación de sistemas de protección social universalistas y mutualistas, y la promoción de circuitos transparentes de movilidad social ascendentes basados en la igualdad de oportunidades. Esping-Andersen (2000) señala que el modelo socialdemócrata es el que más se ajusta a la forma estatal definida por el enfoque de derechos.
En resumen, bajo el enfoque de los derechos, las personas ya no son valoradas como sujetos de necesidades, sino que son reconocidas como sujetos de derechos. Esto implica que, de manera paralela a las condiciones de regulación basadas en la integración social y el pleno ejercicio de la ciudadanía, aparecen coordenadas de cambio social sustentadas en el desarrollo humano de los individuos. En este sentido, la garantía de los bienes constitutivos del mínimo vital, la protección social y movilidad social ascendente no constituyen fines en sí mismos. Su valor, por lo tanto, no es intrínseco: “Su valor radica en lo que pueden hacer por la gente o más bien, por lo que ésta pueda hacer con ellos” (Sen, 1983, p. 1116). El enfoque de los derechos impulsa la adopción de criterios de libertad positiva que aseguren los medios para que cada persona materialice el modelo de vida que individualmente valora. En este sentido, el desarrollo humano es concebido “como la ampliación de la capacidad de la población para realizar actividades elegidas y valoradas libremente” (Sen, 1998, p. 89).
Como se observa, el enfoque de derechos no cuestiona los imperativos de integración y movilidad social de los sistemas liberal-democráticas que se presentaron detalladamente en la primera sección del documento. En términos generales, comparte sus concepciones sobre igualdad de oportunidades, mérito y ética del trabajo. En este sentido, es difícil que el enfoque de derechos, represente una posibilidad cierta para restablecer la estabilidad de los sistemas liberal-democráticos. Sobre estos pilares, el enfoque de derechos fácilmente podría recluirse en los límites y contradicciones de un “neoliberalismo progresista” basado en criterios meritocráticos de diversificación de las élites, e incapaz de contener las movilizaciones sociales y los “populismos reaccionarios” que desbordan a los sistemas liberal-democráticos en la actualidad.
¿Cómo rescatar la promesa de dignidad y realización humana con la que se vincula a los derechos? Las reflexiones presentadas a lo largo de este documento permiten identificar al menos tres condiciones necesarias (aunque no necesariamente suficientes): la primera se asocia con la superación definitiva de la meritocracia como criterio selectivo para que las personas accedan a los medios de vida fundamentales para su realización humana, incluido el trabajo. Esto significa que los principios de universalidad, incondicionalidad e individualidad de la teoría de la igualdad perfecta de oportunidades se deben extender a todas las dimensiones vinculadas a un concepto amplio de dignidad humana, y no únicamente a aquellos bienes que les permitirán a las personas competir más equitativamente en mercados laborales desregulados. Esto implica, por lo tanto, incluir en estos bienes la instauración de una renta básica de ciudadanía que asegure el derecho a la existencia y el “pleno empleo voluntario” (Mora, 2021).
No se debe olvidar que son la exclusión y la desigualdad las que explican por qué ciertos bienes sociales comienzan a ser más valorados y, por lo tanto, sometidos a los criterios de competencia para su alcance. Si la exclusión y la desigualdad crecen o se mantienen, los bienes que sirven de vehículo para la movilidad social y, a su vez, de seguro para no caer en posiciones de desventaja, adquieren más valor social y económico. Por lo tanto, será difícil alejarlos de los intereses privatizadores, mercantiles y jerarquizadores de la fuerza del capital. Ello implicará una carga fiscal progresista creciente, un reajuste profundo de la idea de propiedad privada (por ejemplo, en términos de acceso al conocimiento) y un acuerdo social mucho más solidario (Holmes y Sunstein, 2015).2 También significará efectuar una crítica frontal a la meritocracia tecnocrática, que defiende a ultranza los mecanismos del mercado, que reduce la idea de bien público a criterios de eficiencia e individualismo y que somete la sociedad a la “tiranía del mérito” (Sandel, 2020).3
En segundo lugar, se requiere otorgarle un mayor protagonismo a las luchas y acciones colectivas en la configuración de los alcances y sentido de los derechos. El significado de los derechos humanos no es el mismo cuando estos se conciben como concesiones realizadas por Estados que se autodefinen como progresistas, que cuando se configuran en el marco de las luchas sociales que exigen la reapropiación del mundo de la vida. Si el concepto de la dignidad humana deja de ser una concesión en el marco de relaciones de fuerza inamovibles y se llena de contenido en el marco de disputas y luchas sociales, los derechos humanos podrán dejar de lado las connotaciones mistificadoras, individualistas y propietaristas que, tradicionalmente, se le atribuyen desde perspectivas críticas. Esto implica defender la idea de que la lucha por la dignidad humana va más allá de una “lucha por la integración y la movilidad social”; pero, también, objetar el relacionamiento de la sociedad con el Estado a partir de simples mecanismos representativos y delegativos (Mora, 2019).
Finalmente, se requiere replantear la relación de los seres humanos con la naturaleza, entendiendo que el otorgamiento de derechos a la naturaleza constituye un mecanismo de protección ecológica válido, pero insuficiente. Los derechos de la naturaleza tendrán un despliegue cierto cuando la ética productivista del trabajo que regulan los mercados la laborales sea superada, cuando el horizonte del progreso sea abiertamente cuestionado, y cuando se rompa con la idea de que el consumismo constituye la materialización plena de la “libertad de elegir” (Löwy, 2012).
Las alternativas suscitan, por lo tanto, críticas frontales al respeto irrestricto por la propiedad privada, a la democracia representativa y al paradigma del progreso. Todos valuartes fundamentales de las coordenadas liberales. Ahí surge entonces la contradicción: los derechos, que algunos plantean como una alternativa para estabilizar los sistemas políticos liberal-democráticos, parecen tener posibilidades ciertas de realización en un contexto en el que los pilares sobre los que se ha erigido tal sistema, requieren ser cuestionados. Solo a partir de la crítica radical al liberalismo podrán los derechos desplegarse como una alternativa cierta a la crisis civilizatoria que explica, en última instancia, la crisis de los sistemas políticos liberal-democráticos en la actualidad.
Conclusión
Los sistemas liberal-democráticos se han visto desbordados por el poder del voto y la propiedad. Esta situación constituye solo un síntoma de la crisis civilizatoria desatada por el capitalismo y que es objetada por diversos procesos de movilización y lucha que se oponen a la colonización de los mundos de la vida por la fuerza del capital, y a los límites que muestra la democracia representativa para contener dicha fuerza. Por supuesto, esta crisis tiene también manifestaciones electorales, pero estas deben ser comprendidas sin ser limitadas a simples expresiones de ira, humillación y odio hacia las élites por parte de un “pueblo perdedor y agobiado”. Son también la muestra de que los discursos de igualdad de oportunidades, meritocracia y ética del trabajo dejan de tener sentido y capacidad legitimadora cuando la fuerza del capital rompe las posibilidades de ascenso social en un marco de trabajos precarizados, desigualdades crecientes y rompimiento de vinculos solidarios.
El enfoque de los derechos, al inspirarse en los pilares de las oportunidades, la meritocracia y la ética del trabajo tienen poco que ofrecer para estabilizar la situación y recomponer los sistemas liberal-democráticos. Estos solo pueden tener posibilidades ciertas de legitimación si se comprometen abiertamente con la garantía individual, universal e incondicional de los bienes constitutivos del mínimo vital (incluidos el conocimiento y una renta básica de ciudadanía), si su contenido se define en el marco de procesos de movilización y lucha y no mediante obedientes trasacciones contenidas por los mecanismos representativos y delegativos del modelo democrático imperante, y si asumen el imperativo de recrear un vínculo entre los seres humanos y la naturaleza capaz de contener la fuerza del capital más allá de medidas de protección y conservación ambiental.
La primera condición implica contestar abiertamente el poder de la propiedad; la segunda, el poder del voto y la representación; la tercera, el patrón de producción y consumo basado en el progreso y la consumista “libertad de elegir”. Todos estos son elementos que suponen un cuestionamiento abierto del liberalismo. En esto radica, entonces, la contradicción liberal del mundo contemporáneo: en el marco de la crisis civilización desatada por la fuerza del capital, la posibilidad de que los sistemas liberal-democráticos renueven sus posibilidades de estabilización y legitimación por medio del enfoque de los derechos supone una crítica abierta al liberalismo y sus pilares de integración y movilidad social. Bajo estas dimensiones críticas, surge la necesidad de pensar el vínculo derechos-democracia bajo criterios otros de dignidad, realización humana y producción de la vida común.
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Notas
*
Artículo de investigación científica.
1
La comprensión del vínculo entre la acumulación originaria y los procesos de “asalarización” y surgimiento del capitalismo constituye uno de los mayores aportes del Marx: “En los anales de la historia real, lo que siempre predominó fue la conquista, la esclavización, el robo a mano armada, el reinado de la fuerza brutal. En los manuales beatos de la economía política, por el contrario, siempre reinó el idilio. Según ellos nunca ha habido […] otros medios de enriquecimiento que el trabajo y el derecho. En rigor, los métodos de la acumulación primitiva son todo lo que se quiera, menos materia para un idilio […]. La historia de [la] expropiación no es material de conjeturas. Se encuentra inscrita en los anales de la humanidad , en indelebles letras de sangre y fuego […]. En la historia de la acumulación primitiva, todas las revoluciones que sirven de palanca para el progreso de la clase capitalista en vías de formación son hechos trascendentes, y sobre todo aquellos que, al despojar a grandes masas de sus medios de producción y de existencia tradicionales, los lanzan de improviso al mercado del trabajo” (Marx, 1973, p. 690).
2
“Los derechos y las libertades individuales dependen fundamentalmente de una acción estatal vigorosa. Sin un gobierno eficaz, los ciudadanos no podrían disfrutar de su propiedad privada como lo hacen […]. La libertad personal, tal como la experimentan y aprecian, presupone cooperación social administrada por funcionarios gubernamentales. La esfera privada que justicia valoramos tanto es sostenida, o más bien creada por la acción pública. Ni siquiera al más autosuficiente de los ciudadanos se le pide que resuelva de forma autónoma su bienestar material, sin apoyo alguno de sus conciudadanos o de funcionarios públicos” (Holmes y Sunstein, 2015, p. 33).
3
“La tiranía del mérito nace de algo más que la sola retórica del ascenso. Esta formada por todo un cúmulo de actitudes y circunstancias que, sumadas, hacen de la meritocracia un cóctel tóxico. En primer lugar, en condiciones de desigualdad galopante y movilidad social estancada, reiterar el mensaje de que somos individualmente responsables de nuestro destino y merecemos lo que tenemos erosiona la solidaridad y desmoraliza a las personas a las que la globalización deja atrás. En segundo lugar, insistir en que un título universitario es la principal vía de acceso a un puesto de trabajo respetable y a una vida digna engendra un prejuicio credencialista que socava la dignidad del trabajo y degrada a quienes no han estudiado en la universidad. Y, en tercer lugar, poner el énfasis en que el mejor modo de resolver los problemas sociales y políticos es recurriendo a expertos caracterizados por su elevada formación y por la neutralidad de sus valores es una idea tecnocrática que corrompe la democracia y despoja de poder a los ciudadanos corrientes” (Sandel, 2020, p. 96).
Notas de autor
a Autor de correspondencia. Correo electrónico: afmorac@unal.edu.co
Información adicional
Cómo citar: Mora, A. y Barrera, A. (2024). Liberalismo y derechos: entre la crisis civilizatoria y la crítica radical. Papel Político, 29.