A propósito de respeto
A propósito de respeto
Salud Javeriana, vol. 1, 2024
Pontificia Universidad Javeriana
Álvaro Ruiz Morales
Pontificia Universidad Javeriana, Colombia
En una serie reciente de televisión, un neurocirujano muy prestigioso, el mejor de la ciudad, no quiere dejarse operar un tumor cerebral. El médico que le propone la cirugía le insiste en que puede morirse si no se deja operar. Y le pregunta: ¿qué puede haber peor que morirse?
La respuesta es intrigante: ¿que qué puede haber peor que morirse? ¡No morirse!
En algunos casos… No morirse puede ser peor. ¿Por qué?
Para entender al neurocirujano no basta con el análisis de su enfermedad y el pronóstico que tiene si se opera o no. El frío análisis de un astrocitoma exitosamente operado es insuficiente, porque… no se trata de un astrocitoma. Se trata de un paciente con un astrocitoma.
Si alguien lo ve como “el astrocitoma”, acaba de eliminar todo aspecto humano y ha convertido al paciente en una cosa inanimada, en un tumor maligno, sin conexión con la vida, esperanzas, temores y condiciones de un ser humano.
Si pensamos en nuestra función como médicos, por un lado, tenemos lado la responsabilidad de buscar la solución más científica y apropiada para el problema neurológico que aqueja a nuestro paciente. Por otro, debemos buscar y ofrecer la solución más humana al problema. No al problema general de los astrocitomas; la solución más humana a la dificultad que enfrenta un ser humano concreto, con nombre propio y características precisas, que está frente a nosotros con todos sus matices.
Es muy pertinente la famosa expresión del filósofo español José Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia” (1). Y, ¿qué quiso decir Ortega y Gasset con esta frase? Claramente, que yo soy el resultado de dos ingredientes: el yo y la circunstancia, es decir, lo que me rodea. Yo soy yo, y mi temor a que vuelva el cáncer que tuve; yo soy yo, y mi temor a una muerte dolorosa; yo soy yo, y mi angustia porque mis tratamientos médicos van a consumir los recursos que debería dejar a mi familia, o yo soy yo, y el miedo a preguntar sobre mi enfermedad a un médico distante y que no me ofrece confianza…
El concepto interesante de circunstancia se completa con el resto de la frase original, publicada en el libro Meditaciones del Quijote: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo”. Quiere decir que no me salvo si no saco mis circunstancias del silencio y de la carencia de sentido (2). Así que debemos salvar nuestras circunstancias. Sacarlas del silencio, darles valor y sentido. Entenderlas, y medir el impacto que puedan tener en nuestro quehacer, buscar soluciones, o prepararnos para las consecuencias de lo que no tiene cambio.
Y si lo hacemos por nosotros, ¿cómo no hacerlo por los demás? Si trasladamos el concepto a un paciente, no puedo salvarlo, no puedo ayudarle si no lo tengo en cuenta a él y sus circunstancias. Si no les doy voz a sus temores de quedar inválido, a sus preocupaciones de sufrir y tener dolor, a su angustia de acabar los recursos de su familia en una agonía irreversible… no podré ayudarlo. Si no entiendo que para un neurocirujano quedar paralizado, aunque vivo, puede ser visto a priori como un fracaso de su tratamiento y que eso puede ser peor que morir, no podré cumplir con mi misión sagrada de ofrecer calidad de vida a mis pacientes. No se trata de buscar darle tiempo extra de vida, no se trata de prolongar a toda costa su supervivencia o de retrasar, sin importar cómo, su muerte. Se trata, claramente, de buscar la mejor opción posible para ese ser humano, consideradas sus circunstancias.
Además, no necesariamente su decisión de morirse para no quedar inválido es la mejor para él; pero si yo desconozco sus temores y sus preocupaciones, no podré ayudarlo a evaluar las posibles situaciones y a tomar las mejores decisiones para él. Puedo, si conozco sus circunstancias, hacerle ver opciones que tal vez no ha visto en su ansiedad, en su dolor o en su fragilidad y vulnerabilidad como paciente. Cada paciente debe ser, para nosotros, él y sus circunstancias, que debemos ayudarle a hacer explícitas, para que adquieran valor.
Aterricemos el concepto en la medicina: estamos obligados a buscar ser tan científicos como podamos, basar nuestras decisiones en la mejor evidencia posible y tener destrezas y habilidades adquiridas para lo que se nos pueda presentar. Esto incluye ser críticos todo el tiempo, no dejarnos engañar por las apariencias, evaluar lo que se nos presenta, investigar permanentemente soluciones a problemas sin solución. También, y tal vez más importante, debemos encontrar otras soluciones a problemas que ya solucionados, pero en los que hay espacio para mejorar.
Ahora, ¿es suficiente si somos los más sabios y expertos médicos científicos? O ¿si tenemos la información completa a mano?, y ¿si la evidencia nos apoya? No, es insuficiente, porque el ejercicio de la medicina es incompleto sin el componente más importante: el ser humano integral. El ser humano y su circunstancia. Un libro tiene más información que la que podamos tener nosotros; sin embargo, un libro no capta la angustia no explícita de un paciente. O ante la negativa a dejarse operar, el libro no percibe que hay un deseo no expresado de no ser una carga para la familia. O no logra entender que el paciente tiene tanto miedo de lo que pueda pasar, que no acierta a hacer preguntas…
Ningún libro, ni el mejor de todos, puede captar esos aspectos. Un médico, ¿sí lo logra? No necesariamente. Una competencia debe siempre incluir el conocimiento, las habilidades necesarias y, tanto o más importante que lo anterior, la actitud. Algunos definen esos componentes como saber (conocimiento), hacer (destreza) y ser (actitud). ¿Es importante el conocimiento? Por supuesto que sí. Es muy peligroso un ignorante motivado. No sé cómo se hace esto, pero puedo ensayar. ¿Es importante la habilidad? También, porque el conocimiento teórico no es suficiente. Puedo haberme visto las dos películas de la Sirenita, y aún no saber nadar… No hay duda, el conocimiento suma. No hay duda, las habilidades suman.
Tampoco hay duda: la actitud es más importante, porque… multiplica. No escogemos a nuestros amigos, ni los definimos por sus conocimientos, ni por sus habilidades. Los definimos por su actitud, por su manera de ser. Si le preguntamos a un niño qué piensa de su mamá, no nos va a decir: “pues ella tiene posgrado, dos maestrías y ya quince años de experiencia laboral”, nos va a decir: “es mi amiga, me corrige, pero también me consiente y me da regalos, me lee libros por la noche, y me lleva al parque…”.
¿Cómo escogen a su médico los pacientes? Claramente, no es por sus títulos, por su experiencia como cirujanos o por los años que llevan en consulta. No es eso lo que preguntan, o claramente no es lo más importante, no es eso lo que averiguan: buscan a alguien que sea un excelente ser humano, que los oiga con cariño, que les tenga paciencia, que les enseñe y explique, que les respete sus opiniones… que les demuestre que para él son seres humanos.
Una de las mejores profesoras de medicina que conozco (no es médica) tuvo un cáncer óseo a los catorce años, y siempre se quejó amargamente de que, en los múltiples tratamientos que tuvo que recibir, nunca notó que la vieran con a un ser humano. Era “el sarcoma”, “la de la 924”, “la de la cirugía mañana”, “la de la cistostomía”. Ella sentía que era invisible como ser humano para médicos, residentes y enfermeras; pero un día llegó un médico que la llamó por su nombre, que percibió sus temores y sus angustias, y que le explicó con cariño —hasta lloró con ella— cuando algo salió mal. Ella estaba feliz: había encontrado a un médico para el que ella era Cami, la niña frágil y asustadiza, la niña con dolor y rabia, y con miedo…
Alguien le dio una explicación falsa: el médico había tenido un hijo con cáncer, y por eso la entendía (3). Estoy seguro de que no era eso. Como médico, uno no necesita tener un hijo con cáncer para entender a los demás, para ser una buena persona. Esa es la actitud que necesitamos. Ese era un médico integral, que supo ver a la paciente y sus circunstancias.
Podría considerarse que ser un buen médico significa ser estudioso, científico, crítico, no tragar entero, ser divergente; no obstante, esto es menos de la mitad de ser un buen médico: tiene que ser capaz de cuidarse a sí mismo, de proteger su tiempo libre, de intentar ser un mejor ser humano, para entender a los demás y para ver siempre en los demás sus necesidades, angustias, prejuicios y expectativas.
Ser médico tiene que ser la combinación de una ciencia y de un arte. Una ciencia porque debe estar anclada en la investigación de buena calidad; pero un arte porque el conocimiento y la experiencia siempre han de estar unidos a la actitud, al ser. Y para ser, es necesario haberse cuidado y formado. ¿Cómo? Dedicándole tiempo a la formación personal, al cuidado de nosotros mismos. Es preciso dedicarle tiempo a leer, a ir a cine, a conciertos, al estadio, tiempo para el deporte y la diversión, tiempo para crecer interiormente. Esto es lo único que nos dará herramientas para entender a los demás y para verlos como a seres humanos íntegros, con sus circunstancias.
La bata blanca es un bonito símbolo de lo que es un médico. Implica entender y perseguir el sueño de ser cada día mejores en la ciencia, en la comprensión de los fenómenos de la salud y de las poblaciones, en procurar avanzar los horizontes del conocimiento. También tiene que implicar que nos cuidamos a nosotros mismos, que nos cultivamos como personas y que, por encima de todo, nos comprometemos con hacer siempre visibles las circunstancias de los demás, con valorarlas y con tenerlas en cuenta en nuestras interacciones.
Nunca será, ni debe ser, un símbolo de poder. No nos eleva a un metro sobre el piso. Ni tan siquiera nos eleva un centímetro. No nos pone por encima de los demás. Nunca. Por el contrario, nos debe recordar que estamos… al servicio de los demás. No somos más que nuestro paciente. Nos debemos a él. Siempre debemos centrarnos en lo que él pueda sentir, en lo que él piense que pueda pasar, a lo que le tenga miedo, a sus temores o prejuicios. Esos son aspectos tan importantes como la neumonía, el cáncer o la falla cardíaca. O más… y son aspectos que tenemos que anticipar, y de los que debemos hablar con el paciente.
Mucho más importante para el paciente que su artritis o su tumor en el páncreas es su soledad, su miedo, su dolor, su preocupación por su familia. Y no hay tomografía o resonancia que nos den ese diagnóstico. Solo lo logrará el médico que tenga la bata bien puesta, que tenga actitud, que sea una buena persona. Sin barreras, porque el paciente debe percibirnos como cercanos, como amigos, como preocupados por él y por su entorno; no como un ser superior, muy ocupado, al que ellos deben suplicarle unos segundos de su valioso tiempo.
Debe ser un recuerdo permanente de que un buen médico cura a veces (y lo tenemos que intentar), alivia a menudo (debe ser un objetivo infaltable), pero consuela siempre. Y si no puede consolar, acompaña. Vuelve a aparecer aquí ese sentido enorme de quitar el silencio a las circunstancias de nuestro paciente.
Podríamos decir que el objetivo de la medicina es ofrecer calidad de vida. El énfasis no está centrado en la cantidad, sino en la calidad. Alguien lo decía sabiamente: procuremos que nuestro paciente muera joven… tan tarde en la vida como sea posible. Vale decir, que viva con calidad de vida, aun cuando no siempre lo vamos a lograr. Y cuando nos encontramos con una situación en la que ya no hay opciones curativas, debemos cambiar nuestro objetivo. Nunca debería decirse “ya no hay nada por hacer”. Es posible que ya no haya opciones curativas; pero hay mucho, mucho por hacer. En adelante, estamos obligados a ofrecer al paciente calidad de muerte. Acompañarlo, aliviarlo, consolarlo, respetar sus deseos, mitigarle el dolor y sufrimiento de él y de su familia.
A veces, cabe la posibilidad de decirle a una paciente: “señora, puede estar tranquila, hay solución. Créame, yo soy su médico y la voy a acompañar hasta solucionar esto”. Y a la paciente le va a servir. También hay ocasiones en las cuales vamos a decirle: “señora, ya no hay solución a su problema médico. Pero voy a estar a su lado, para asegurarme de que reciba todo lo que necesite, todo lo que le haga falta para terminar en paz”. Y me comprometo a entregárselo con cariño, con interés y con respeto.
Para nosotros como médicos lo más importante en nuestra profesión es siempre nuestro paciente. Completo. Él con sus circunstancias. Y nuestra responsabilidad es darles voz a esas circunstancias, darles valor y hacerlas visibles.
Un médico tiene responsabilidades con su paciente y con la familia. Así mismo, tiene una enorme y bella responsabilidad con la sociedad. Además de ayudar, de apoyar, de aliviar, de consolar y de acompañar… debe enseñar. Es nuestra responsabilidad educar a nuestro paciente, ayudarlo a entender sus condiciones, sus riesgos, su pronóstico; a entender lo que le ofrecemos como tratamiento.
Adicionalmente, hay una responsabilidad frente a la sociedad: educar a más médicos en todos los aspectos de la buena medicina. Vale decir, en la importancia de ejercer la medicina como ciencia, pero también en lo vital: no perder de vista el componente fundamental del arte de la medicina, que hemos sintetizado como el considerar al paciente y a sus circunstancias.
Sea que tengamos una responsabilidad formal como profesores en una facultad de medicina o en un hospital universitario, o que tengamos colegas que aprenden de nosotros en un hospital, nuestra relación con quienes nos acompañan debe estar marcada siempre por el mismo principio, de respeto total hacia el ser humano, de consideración de sus circunstancias y de interés por todos los elementos que influyen en su ser.
Y en la consideración de las circunstancias que acompañan al estudiante es preciso que influya un interés legítimo, ese que debemos expresar por ellas, por darles visibilidad, por prestarles voz, por tenerlas en cuenta en la interacción docente. Dicha interacción ha de estar marcada por el respeto al ser humano, por el respeto a la diversidad, por la solidaridad y comprensión. No cabe la discriminación por raza, género, edad, procedencia… por ningún motivo. No cabe el desdeñar las necesidades o temores del estudiante. No cabe intentar madurarlo a punta de golpes, de maltrato, de irrespeto o de sobrecarga de responsabilidades. No cabe lastimar su dignidad con comentarios inapropiados, imprudentes o hirientes. No es, no deberían nunca, ser aceptables la burla, la violencia verbal, la agresión pasiva.
En el ejercicio de la actividad docente es fundamental que el estudiante sea el centro del proceso. A él nos debemos y de él aprendemos enseñando. A él debemos respeto profundo, comprensión e interés. Siempre en un ambiente cordial, cercano, de amistad, de humor, de flexibilidad y de aceptación de sus diversidades.
Las funciones docentes implican aceptar la responsabilidad de prepararse continuamente para la docencia, al igual que adquirir y mantener habilidades de comunicación y de evaluación. Implica, así mismo, tener y conocer los límites, pero saber ser flexible y espontáneo cuando sea necesario.
La principal preocupación de un docente debe ser siempre la relación cálida, respetuosa e interesada con sus estudiantes, que genere ambiente de confianza, que estimule la interacción y que priorice las metas de enseñanza sobre las de desempeño.
Debemos recordar que somos los guías de nuestro paciente. Debemos conducirlo a un futuro mejor para él y para su entorno. Y ¿cuál será el futuro que le espera a nuestro paciente? ¿Podemos los médicos predecir el futuro?
No, no podemos, aunque lo que podemos hacer es aún mejor: podemos acompañarlo y guiarlo, porque… ¡El futuro no se predice, el futuro se construye!
Financiamiento
Ninguno.
Conflicto de intereses
Ninguno.
Referencias
1. Ortega y Gasset, J. Meditaciones sobre el Quijote. Madrid: Biblioteca Nueva; 2012.
2. De Llera Esteban LR. Ortega y las Meditaciones del Quijote. Arbor. 2016;192(782):a367. https://doi.org/10.3989/arbor.2016.782n6012
3. Dávila MC. En bus a Santa Marta. Bogotá: Cain Press; 2017.