Entre objetos y palabras. De lo enunciado sobre el arte a lo enunciado por el arte colombiano*
Between Objects and Words. From What Is Stated about Art to What Is Stated by Colombian Art
Entre objetos e palavras. Do que é enunciado sobre arte ao que é enunciado pela arte colombiana
Adryan Fabrizio Pineda Repizzo
Entre objetos y palabras. De lo enunciado sobre el arte a lo enunciado por el arte colombiano*
Universitas Humanística, vol. 93, 2024
Pontificia Universidad Javeriana
Adryan Fabrizio Pineda Repizzo a
Universidad del Rosario, Colombia
Universidad Nacional de Colombia, Colombia
Recibido: 12 abril 2023
Aceptado: 23 noviembre 2023
Publicado: 20 diciembre 2024
Resumen: Este artículo presenta una reflexión en torno a la posición de enunciación en el arte colombiano, tomando como referente el problema de hablar por otros planteado por Linda Alcoff. Para esto, explora la distinción entre lo enunciado sobre el arte y lo enunciado por el arte, a la luz de algunos casos de obras de arte colombiano de la década de 1970 en adelante. En particular, se estudian aquellas obras que se apropian de un objeto de uso cotidiano, pero cuya poética difícilmente se reduce a una importación de vanguardias. Esto permite contemplar una forma de identificar lo que el arte enuncia del contexto cultural (por ejemplo, el estado de viaje) y a la vez ofrece la posibilidad de provincializar el lenguaje del arte como un modo de reconocer el potencial creativo y categorial emergente de la producción artística.
Palabras clave:arte colombiano, objeto de uso, hablar por otros, provincializar, enunciación, lenguaje del arte.
Abstract: This paper presents a reflection on the position of enunciation in Colombian art, taking as a reference the problem of speaking for others posed by Linda Alcoff. To do this, it explores the distinction between what is stated about art and what is stated by art, in light of some cases of Colombian art from the 1970s onwards. In particular, it studies those works that appropriate an object of daily use but whose poetics is hardly reduced to an import of avant-garde. This allows to contemplate a way of identifying what art enunciates from the cultural context (for example, the state of travel) and at the same time it offers the possibility of provincializing the language of art as a way of recognizing the emerging creative and categorical potential of artistic production.
Keywords: Colombian Art, Object of Use, Speaking for Others, Provincializing, Enunciation, Language of Art.
Resumo: Este artigo apresenta uma reflexão sobre a posição da enunciação na arte colombiana, tomando como ponto de referência o problema de falar pelos outros colocado por Linda Alcoff. Para isso, explora a distinção entre o que é enunciado sobre a arte e o que é enunciado pela arte, à luz de alguns casos de obras de arte colombianas a partir da década de 1970. Em particular, estuda as obras que se apropriam de um objeto cotidiano, mas cuja poética dificilmente pode ser reduzida a uma importação da vanguarda. Isso nos permite contemplar uma maneira de identificar o que a arte enuncia do contexto cultural (por exemplo, o estado da viagem) e, ao mesmo tempo, oferece a possibilidade de provincializar a linguagem da arte como uma maneira de reconhecer o potencial criativo e categórico emergente da produção artística.
Palavras-chave: arte colombiana, objeto de uso, falar por outros, provincialização, enunciação, linguagem da arte.
Ana María Cano: Su generación ¿qué tuvo y qué desconoció?
Beatriz González: Tuvo crítica, pero careció de información. Yo me sorprendo que se hable de una influencia de Warhol en mi obra cuando ni siquiera yo conocía su obra; o de la influencia del Pop en mi generación. Aún no habíamos salido del Expresionismo Abstracto por la lentitud de las comunicaciones.
Ana María Cano, Beatriz González: Reportaje con Ana María Cano, 1994
Introducción
En 1956, Morriz Weitz planteó, en The Role of Art Theory in Aesthetics, la necesidad de discernir el lenguaje del arte entre su uso descriptivo y su uso evaluativo. Esta distinción consiste en que, cuando enunciamos “X es una obra de arte” en un uso clasificatorio, estamos reconociendo un elemento (cosa, imagen, escenario, texto, etc.) como un miembro del conjunto de cosas que llamamos obras de arte; mientras que, cuando hacemos un uso evaluativo de la misma expresión, estamos expresando un juicio sobre la cosa, distinguiéndola de lo que no es arte. Para Weitz, esta distinción revela que el concepto de arte no puede ser claramente establecido (al menos no como una condición necesaria y suficiente), pues el uso evaluativo no tiene, ni puede tener, un único criterio de definición del arte, sino que conforme se transforma la creatividad, asimismo cambia el criterio clasificatorio y con ello el punto de vista y el soporte de la evaluación. Por lo mismo, el uso evaluativo siempre está rezagado frente al trabajo artístico. Para Weitz, el concepto de arte es un concepto abierto. De modo que la teoría del arte no puede más que “hacer unas serias recomendaciones para prestar atención de ciertas maneras a ciertas características del arte” (1956, p. 35). La inquietud de Weitz está ubicada en el marco de discusión de la filosofía postanalítica del arte, de inspiración wittgensteiniana, respecto al problema de la definición del “arte”, pero nos permite poner sobre la mesa distintos modos de hablar del arte y añadir una inquietud. Me gustaría traer lo planteado al caso de obras de arte objetual colombiano y desde allí considerar las maneras en que el uso evaluativo se cruza con un problema de mayor embergadura, que atiene a las formas de hablar y a la posición de enunciación desde la que se habla del arte colombiano. En particular, el arte objetual resulta esclarecedor, pues la distinción de Weitz frente a estas obras tendría que duplicar sus registros: al contemplar obras como los muebles de Beatriz González, “X es una obra de arte” y “X es una cama” son dos enunciados clasificatorios verdaderos. Lo más seguro es que no usaríamos “X es una cama” de modo evaluativo para La muerte d usto (1973) (Figura 1). Por el contrario —habría que aceptarlo—, diríamos que no es una cama “cómoda”, ni muy “elegante” para descansar. Pero el lenguaje evaluativo abre encadenamientos de significación particulares que utilizan otros valores para explicar su evaluación.
De modo que, al pensar en el uso evaluativo del término arte u obra de arte, se requiere apelar a un subsecuente lenguaje valorativo, y justamente allí emergen los siguientes interrogantes: ¿cuál es la fuente de ese lenguaje valorativo? ¿Qué tipo de adjetivos resultan pertinentes? La historia de las vanguardias está llena de casos pertinentes en los que el lenguaje falta, en que las cosas se ven tan nuevas —diría García Márquez— que carecen de nombre. Y, sin embargo, a la vez, acusa en muchas ocasiones una falta de imaginación para proponer los nombres y conceptos acordes a la realidad de la que emergen, pues se adoptan respuestas dadas a novedades ajenas, como si pudieran imitarse universalmente. Así, parangonando el título de Weitz, el rol de la crítica de arte se divide entre la importación acrítica de categorías valorativas y la producción in situ de categorías descriptivas dentro del mismo uso del lenguaje del arte. El uso evaluativo del arte se expone como el lenguaje sobre el arte —lo enunciado sobre el arte— y allí yace su limitación, pues la evaluación de la obra puede tener una distancia amplia con relación a la intención poética del artista y el mensaje en la obra —lo enunciado por el arte—. El efecto de este modo de organización del discurso crítico del arte es la asimilación de jerarquías estéticas que acomodan —si no opacan— lo enunciado por el arte a lo enunciado sobre el arte. Por esto, este texto es una invitación a reflexionar y a revisar la manera en que se adopta el lenguaje del arte, de dónde proviene, cómo se asume y aplica y, ojalá, cómo podríamos hacer un lenguaje.
Entre lo que se dijo y lo que se hizo: colonialidad y adopción de categorías
Joaquín Barriendos apunta al problema aludido con relación al lenguaje con el que se ha establecido el museo de arte en occidente. Para el autor, el museo es una especie de dispositivo de distinción entre lo que es y lo que no es cultura, arte, civilización. Mediante lo que es en realidad un uso evaluativo de sus categorías, el museo ha aplicado un uso clasificatorio de las cosas escogidas y recopiladas desde el siglo XVII, a través de los gabinetes de curiosidades que exponían los exóticos objetos recolectados en el proceso de expansión colonial. Con base en este legado,
la autopercepción que tienen hoy los museos de arte de ser ellos los únicos depositarios de la producción global del arte contemporáneo abre una serie de cuestionamientos que van más allá de lo meramente expositivo, archivístico o museológico. Es posible afirmar entonces que el concepto global art no es una categoría estética, historiográfica o cronológica, sino más bien una categoría geopolítica o, mejor dicho, geoestética, la cual conlleva en sí misma la paradoja de refundar el pensamiento occidentalista inaugurado por la modernidad/colonialidad. (Barrientos, 1999, p. 35)
El arte, entonces y hoy, adopta en sus encadenamientos de significación valores que se articulan con los capitales simbólicos y con las jerarquías de poder que permean la cultura occidental.
Barriendos usa la noción de geoestética para referirse a esta amalgama del orden político y de jerarquías estéticas. De ahí que pueda hacer notar la manera en que América Latina también es inventada como una región geoestética estratégica para ciertos museos. Desde su conquista y colonización, América Latina ha sido enunciada como un territorio periférico, fantástico, colorista, revolucionario y “calibánico”, acorde con una ambigua identidad cultual, cuyos productos así interpretados constituían un capital atractivo en el circuito internacional. De modo que su producción artística ha sido interpretada y valorada como un activo-periferia, que reproduce la otredad exótica y atractiva para el mercado europeo. Es por esto que Barriendos defiende que, en una revisión del lugar y del lenguaje del museo, si no se parte de
un lugar de enunciación geoepistémica que sea radicalmente desoccidentalizador, todos los esfuerzos del revisionismo geopolítico terminan por generar endeudamientos simbólicos entre Occidente y el resto del mundo, los cuales [...] terminan por convertirse en nuevos capitales simbólicos aprovechables por el mercado global del arte. (1999, p. 36)
Barriendos ciertamente está pensando desde el siglo XXI, así como sus demandas de interpelar y disentir, pero encuentro ilustrativa la experiencia de artistas colombianos de los años setenta, ya que una disociación constitutiva entre lo que algunos artistas hicieron y lo que la crítica dijo de lo que ellos hicieron. Antonio Caro afirma —con relación a la obra que lo dio a conocer en el XXI Salón Nacional de Artistas de 1970, Cabella de Lleras, un busto del expresidente hecho en sal que debía diluirse lentamente al ser sumergido en un contenedor de agua— que su inspiración fue conocer y replicar el trabajo de los artesanos de sal de Zipaquirá y que su ejercicio antes que conceptual fue físico:
Me recuerdo cargando bultos de sal y cargando cosas y haciendo hogueras y todo eso. Pero el trabajo mental mental, eso no existía. Tanto es así que cuando me pusieron la etiqueta “conceptual”, yo realmente no sabía qué era conceptual y me tragué entera la etiqueta y dije: “Bueno, me sirve de etiqueta”. (Barrios, 1999, p. 109)
Fascinado con la posibilidad de hacer forma con la sal y con eso hacer efímero el busto político, su trabajo requirió de la participación de su fuerza física, que se traslada a la obra. Pero, ante lo poco convencional que resultaba su obra, el discurso crítico no creó un lenguaje, sino que adoptó categorías evaluativas: “En su lucha por internacionalizarse, las instituciones nacionales de arte acogieron su enfoque no convencional. Los críticos celebraron la obra de Caro como conceptual o arte povera y, sin ningún fundamento teórico, él acogió sus rótulos” (McDaniel, 2014, p. 14). Caro, con toda la astucia y pericia que amerita, acogió la categoría para participar en el circuito: “Como ya yo era ‘conceptual’, entonces podía jugar con el concepto” (Barrios, 1999, p. 111).
Bernardo Salcedo vivió una experiencia similar al tono de su experimentación, y ciertamente su talante y humor constituyeron un medio de adaptación al circuito. Eduardo Serrano afirma en 1971 que la obra de este artista puede ser vista “de acuerdo a las orientaciones de los estilos internacionales, [...] estos trabajos son herederos de una rica tradición estética y se ajustan en innumerables aspectos a claramente definidas características de la filosofía y trayectoria del arte” (Serrano, 2007, p. 116). Beatriz de Vieco diría por la misma época que la exposición Espacios ambientales (1968), donde Salcedo presenta susHectáreas de heno y Planas y castigos, “representa una muestra de arte conceptual, situado hoy en la cúspide del movimiento artístico del mundo civilizado” (De Vieco, 2007, p. 117). Y, sin duda, Marta Traba, en defensa de los nuevos artistas de la misma década, entre ellos Salcedo, diagnostica un “proceso aislacionista típico de la intolerancia provinciana” en aquellos que se refugian en “lo vernáculo” y que se niegan a entender “la formación de una cultura nacional ubicada” que, a la vez, ha asimilado “los cambios profundos de la estética actual [...] manteniendo, gracias a la promoción de fáciles consignas, un estado de cosas conservador y retrogrado” (Traba, 2007b, p. 122).
Sin embargo, a través de sus burlas y chanzas, Bernardo Salcedo se mostró poco afectuoso hacia la imagen del arte que parecen erigir las palabras de las críticas de arte. De hecho, Salcedo dice que
lo que está en crisis no es el arte sino la capacidad de expresión, y no solo en el arte, en todo. Hay una sobredosis de información que no permite que la gente se concentre para producir. El hombre ya no tiene tiempo de concentrarse en sus cosas, su vida, sus dudas” (Ospina, 2007, p. 134)
En su lúdica particular, Salcedo encuentra los objetos-juguetes que permitieron ensamblar sus obras como caldo nutricio y previo a cualquier asociación, libre de referencias teóricas o discursivas:
Álvaro Barrios: Pero a mí me gustaría saber si tú tenías alguna referencia de tipo intelectual, por ejemplo, con Dadá, con lo conceptual internacional...
Bernardo Salcedo: No, era puramente un juego sin ínfulas intelectuales.
AB: Pero a ti te emocionaba algo en particular en esa creación. Por ejemplo...
BS: El reto. El reto de decirle a la gente: Mire, ¡este boleto de caja registradora es una cosa grande, también es un dibujo! Eran reflexiones que yo mismo me hacía. (Barrios, 1999, p. 29)
Otra artista que revela esta disociación constitutiva en el periodo es Feliza Bursztyn, también amante de objetos (Figura 2). Su búsqueda entre chatarrerías del objeto perdido le ofrece un candor solo equiparable a la alegría de sus palabras. Sin embargo, es interesante que en este caso Traba manifieste un esfuerzo evidente por valorar el trabajo de la artista y por defenderlo con pasión y cariño, particularmente cuando Álvaro Medina acusó de plagio a Bursztyn frente a las camas de Irene Krugman (véase la obra Escultura Eléctrica de 1972) (Ospina, 2019). Según Germán Rubiano, esta polémica se caracterizó por la parcialidad de la crítica:
¿No pueden existir obras muy parecidas, hechas simultáneamente en dos sitios apartados? ¿Todo lo que se hace en Colombia está basado en ejemplos foráneos? ¿Las esculturas y las pinturas abstractas no tienden a ser semejantes, tanto en la tendencia concreta como en la expresionista? ¿Las aproximaciones estilísticas no pueden repetirse más de una vez? (2007, p. 16)
Aquí el juicio sobre Bursztyn cae en la reproducción oportunista de un lenguaje evaluativo que se manifiesta como dependiente del lenguaje internacional, mientras que Traba extrae de la obra de Bursztyn inquietudes que revelan la singularidad de la obra. En palabras de la autora,
¿qué significa mayor esfuerzo creativo: (creación = invención) modelar un retrato de Bolívar con base en la iconografía o articular pedazos de hierro viejo de modo que armen un organismo nuevo y convincente? ¿Por qué una estatua de Diana cazadora puede producir mayor placer visual que una estrella de tarros de Nescafé? ¿Por qué, si el siglo XX es el siglo de los “mundos posibles”, la escultura debería seguir limitada al mundo de la realidad? (Traba, 2007a, p. 29)
El panorama anterior revela, al decir de Julia Buenaventura, que bien podría cuestionarse la aplicación general de un término como arte conceptual en Latinoamérica. Habría que evaluar su aplicación misma y repensar el lenguaje para reconocer lo enunciado por el arte y hablar con el arte. Para Buenaventura, con relación a Bursztyn, no existe tal cosa como el conceptualismo:
Lo que existe es un no-conceptualismo, un aburrimiento frente al mero concepto autónomo y un meterse en la experiencia: que la experiencia, muchas veces política, esté entramada con la obra: que, en suma, la obra rompa constantemente en América Latina desde el Muralismo mexicano de los veintes y treintas, hasta Tucumán Arde en la Argentina de 1968. (Buenaventura, 2007, p. 31)
Mientras que el arte latinoamericano no siguió la vía de la desmaterialización de la obra, lo que sí procura la obra es esa expresión particular de la vida que Feliza Bursztyn persiguió en sus objetos ensamblados y cuyo propósito siempre fue, en palabras de la artista, “el efecto que produzcan en la gente. En las reacciones que provoquen a cada uno, en lo que les haga recordar o relacionar con algo. Eso es lo vital. Lo demás carece de importancia” (Buenaventura, 2007, p. 40). Probablemente, los efectos mismos en un país tan polarizado como Colombia fueron los que exiliaron a la artista y la llevaron, como acuñó Gabo, a “morir de tristeza” (2007, p. 93a).1 El carácter de la obra de arte latinoamericana no yace en su similaridad con la producción artística foránea, sino en la capacidad de tener una acción sobre la vida.
El problema de “hablar por otros”
Es conveniente revisar justamente el lenguaje del arte en Colombia. Podría ser, incluso, necesario revisar su historia misma y sus categorías, procurando convertir lo enunciado por el arte en un motivo de reflexión y, ciertamente, de creación de categorías con las cuales se pueda renovar lo enunciado sobre el arte. Es probable que así podamos pensar una vía productiva y no solo reactiva a la colonización del saber —y del saber estético—.
¿Por qué este viraje? La perspectiva decolonial encuentra su esperanza de decolonización en el afuera de occidente, a saber, las formas de vida y los saberes desplazados por el proceso civilizatorio de la matriz colonial. La diferencia colonial, en lugar de la narrativa de la civilización occidental, sería el lugar de enunciación idóneo para repensar las ciencias y el saber en general. Así, Mignolo defiende que
paradójicamente, la desaparición de la diferencia colonial pasa por reconocerla y pensar en la morada de ese lugar epistémico, es decir, pensar en la morada que brindan los límites de las dos macronarrativas, la filosofía (la civilización occidental) y las ciencias sociales (el sistema mundial moderno). La diferencia colonial epistémica no se puede eliminar si se reconoce desde la perspectiva de la epistemología moderna. (Walsh y Mignolo, 2003, p. 33)
En términos de la estética, esto implicaría, al decir de Pedro Pablo Gómez, explorar “la perspectiva del no-arte (la exterioridad diseñada por la estética colonial), con el fin de visibilizar las sensibilidades “gentiles”, “bárbaras” o “incivilizadas”. Aunque no como quien amplía el campo de la estética para incluir o capturar, pues esta sería una manera de
blanquearse epistémica y estéticamente. De manera general, así ha operado históricamente la colonialidad ofreciendo primero la salvación religiosa, luego el acceso a la cultura y la civilización y por último al desarrollo. Todos estos discursos de inclusión que no acaban con, sino que potencian la colonialidad. (Gómez et al., 2016, p. 126)
La opción estética decolonial sería hablar de estéticas en plural, entre las que se incluyan la occidental y otras, como expresión de una experiencia humana diversa.
Empero, cabe interrogar en qué medida es necesario sostener como emancipación la frontera entre occidente y no occidente como un dispositivo igualitario, esto es, como algo que permita derrumbar las jerarquías estéticas y plantear relaciones más horizontales entre estéticas y formas de vida. Esto supone que el fundamento de una decolonialidad vendría por el contraste con la alteridad y no desde el interior de lo común. Dicho de manera tosca, básicamente consiste en establecer un lugar de enunciación sobre el arte, el saber, el poder, etc., que, aunque se ubique en el margen, sigue manteniendo una posición de autoridad. Sin embargo, si bien la decolonialidad está basada en la diversalidad y en un esquema conceptual que busca ser incluyente, no parece poder evitar posicionarse como un punto de interpretación: con base en su mirada, el adentro de la sociedad modernizada colombiana está abocada a la matriz colonial y solamente en la periferia de las comunidades que habitan los territorios nacionales habría una ruta liberadora. No se trata de negar la colonialidad, sino de cuestionar hasta qué punto se termina acogiendo la misma lógica del locusde lo enunciado sobre..., aunque desde otro punto de vista y otras categorías.
Planteo este interrogante porque la decolonización, en particular del arte, probablemente no sea una cuestión que consista en abrir los saberes o en reconocer saberes-otros. Lo primero, al estilo de Wallerstein (1996), aunque cuestiona las fronteras rígidas heredadas de las ciencias, no cuestiona el legado de las categorías en su espacio social de circulación y efectuación; lo segundo, aunque es productivo para pensar un perspectivismo, al estilo de Viveiros de Castro (2010), no corresponde con la disociación constitutiva del sujeto en el interior del tejido conflictivo de la sociedad modernizada —lugar, por demás, donde ocurre el fenómeno y el objeto del discurso artístico—. Si la idea de la disociación funciona, podríamos pensar en cómo decolonizar desde el interior, sabiendo que la modernidad/colonialidad nunca ocluyó totalmente las “malas influencias” en el territorio, sino que lo suplementario de la subjetividad puede leerse como la raigambre no capturada por la matriz de poder y que, justamente, es oportuna para el arte y para su acción sobre la vida. Sería, al decir de la invitación de Linda Alcoff, revisar críticamente quién habla por mí y explorar cómo se ubica la manera de hablar de mí mismo, esto es, tomarse en serio el problema de hablar por otros.
En The problem of speaking for others, Linda Alcoff (1991) presenta una reflexión que, aunque oriunda de la antropología, aplica al interrogante planteado. Según la autora, un escepticismo sano hacia la antropología consistiría en reconocer que esta disciplina procede como una conversación de nosotros con nosotros sobre ellos: del hombre blanco con el hombre blanco sobre “el hombre primitivo”, cuya voz es silenciada. Ellos solo son incluidos en la conversación por un nosotros y de la manera en que es hablado por ese nosotros. El problema de hablar por otros implica asumir dos premisas:
[Que] el lugar desde donde uno habla afecta tanto el significado como la verdad de lo que uno dice, y, por lo tanto, que uno no puede asumir la capacidad de trascender su posición. En otras palabras, la posición de un hablante (que tomo aquí para referirme a su posición social o identidad social) tiene un impacto epistémicamente significativo en las afirmaciones de ese hablante y puede servir para autorizar o desautorizar el discurso de uno. (Alcoff, 1991, p. 3)
Este problema ha sido notado con relación a los estudios de la mujer y a los estudios de los afroamericanos, sobre la base de que la defensa de la voz de la persona oprimida debe surgir de ella misma. Esto se debe a que, si la posición del hablante es epistémicamente relevante, entonces, a la vez, ciertas posiciones privilegiadas resultan ser discursivamente peligrosas: “La práctica de personas privilegiadas que hablan por o en nombre de personas menos privilegiadas en realidad ha resultado (en muchos casos) incrementando o reforzando la opresión del grupo por el que se habla” (Alcoff, 1991, p. 3). Cuando las personas pertenecientes a grupos dominantes hablan por otros, usualmente son tratadas como presencias auténticas con credibilidad con respecto a las demandas del hablante oprimido.
Alcoff es consciente de que la respuesta a este problema no puede consistir en limitarse a hablar solamente por sí mismo; de lo contrario, esto implicaría abandonar una responsabilidad política que corresponde al hecho mismo de la posición privilegiada. La cuestión yace en que, cuando se habla por el otro, se está participando en la construcción de su posición de sujeto y no meramente en una descripción de su verdadero ser, esto es, la cuestión de hablar por otro es un problema de representación.
La representación del otro —al igual que la representación de sí mismo— requiere distinguir no solo lo dicho, el enunciado, sino el lugar de enunciación en el espacio social y, en consecuencia, los actantes del discurso y los afectados por el mismo —su efecto perlocucionario—. Esto se debe a que lo enunciado sobre el otro le da un lugar al otro y lo involucra en lo posible dentro de un marco social de acción: desde allí, su voz y su agencia son juzgadas, valoradas, limitadas o explotadas en la medida en que son naturalizadas como características verdaderas de ese sujeto. Además, en la medida en que toda representación del otro y de sí está incorporada en estructuras de poder y de opresión, resulta inevitablemente en una reproducción de esa estructura de poder: “Los rituales del habla están políticamente constituidos por relaciones de poder de dominación, explotación y subordinación. Quién habla, de quién se habla y quién escucha es un resultado, así como un acto, de lucha política” (Alcoff, 1991, p. 9).
La cuestión con la representación del otro que evidencia el problema de hablar por otro es que no hay un punto neutral en el cual las palabras no afecten prescriptivamente la experiencia de otros, así como no hay una frontera precisa entre la propia posición y la de todos los demás. De ahí que una actitud apolítica que solo habla por sí misma es, de hecho, un lugar discursivo que reproduce la separación de los seres. O, incluso, puede ocurrir que dar la voz al oprimido no necesariamente resulte en la expresión de sus “verdaderos intereses”. Sin embargo, Alcoff defiende que
sigue siendo cierto que el propio acto de hablar constituye un sujeto que desafía y subvierte la oposición entre el agente cognoscente y el objeto del conocimiento, una oposición que ha servido como un actor clave en la reproducción de los modos de discurso imperialistas. Por lo tanto, el problema de hablar por otros existe en la estructura misma de la práctica discursiva, independientemente de su contenido, y subvertir los rituales jerárquicos de habla siempre tendrá algunos efectos liberadores. (1991, p. 16)
Por esto, Alcoff concluye su planteamiento afirmando que una opción consistiría en incluir en la situación del habla el análisis de las particulares relaciones de poder y de los efectos discursivos implicados, aceptando que 1) el ímpetu de hablar puede corresponder e incorporar un deseo de dominación; 2) se requiere construir hipótesis sobre las posibles conexiones entre nuestra posición y nuestras palabras; 3) el habla siempre conlleva una carga de responsabilidad por lo dicho y hacia quien es dicho y, en consecuencia, es contingente y está bajo crítica; y, finalmente,
4) aquí está mi punto central. Para evaluar los intentos de hablar por otros en casos particulares, necesitamos analizar los efectos probables o reales de las palabras en el contexto discursivo y material. Uno no puede simplemente mirar la posición del hablante o sus credenciales para hablar; tampoco se puede atender meramente al contenido proposicional del discurso; también hay que mirar hacia dónde va el discurso y qué hace allí. Mirar simplemente el contenido de un conjunto de afirmaciones sin mirar sus efectos no puede producir una evaluación adecuada o incluso significativa del mismo, y esto se debe en parte a que la noción de un contenido separado de sus efectos no se sostiene. El contenido de la afirmación, o su significado, surge de la interacción entre las palabras y los oyentes dentro de una situación histórica específica. Dado esto, debemos prestar mucha atención a la estructura discursiva para comprender el significado completo de cualquier evento discursivo dado. (1991, p. 19)
Es por esto que, por ejemplo, una situación política en la cual una persona reconocida del “primer mundo” habla por una persona o grupo del “tercer mundo” supone y reproduce el orden discursivo de la jerarquía de las civilizaciones:
Este efecto se produce porque el hablante se posiciona como autoritario y empoderado, como sujeto erudito, mientras que el grupo del Tercer Mundo se reduce, simplemente por la estructura de la práctica del habla, a un objeto y víctima que debe ser defendida desde lejos. (Alcoff, 1991, p. 19)
Resulta curioso interrogar cómo procedería este problema de hablar por otros en el campo de la estética y de la teoría del arte. Una cuestión sería ver cómo es enunciado el arte colombiano y latinoamericano —y sus artistas— desde el “primer mundo”. Otra, cómo enunciar lo que él da lugar a decir, esto es, su propia performatividad. De lo primero ya hemos mencionado la duplicidad entre la crítica y los “motes” con los que se abordó la obra de Caro y de Salcedo en confrontación con los rasgos de sus búsquedas y motivaciones, revelando así una manera en la que se establece una separación y una simultaneidad entre lo enunciado sobre el arte y aquello a lo que responde la obra y el trabajo artístico. Lo segundo demanda explorar otros aspectos, pues pensar en la performatividad de lo enunciado por el arte tendría que evitar caer en estereotipos unificadores de lo latino, con los que, siguiendo a Sullivan (1994), por ejemplo, algunas muestras curatoriales norteamericanas han expuesto el arte latinoamericano al son de una etnicidad que se corresponde con la construcción de una mercancía cultural (p. 82).
Por el contrario, como lo señala el colombiano Adolfo Albán (2014), si el arte permite que el sujeto desarrolle sus capacidades perceptivas, reflexivas y productivas, habría que explorar la manera en que desde la obra se puede dar lugar a ver y comprender las diversas realidades contemporáneas, así como a revisitar los pasados posibles:
Quizá de esta manera, los sistemas de control de las subjetividades que se han venido conformando desde nuestra confrontación con Europa, sean cuestionados desde un arte no tanto como sistema de representación, sino como sistema de interpelación crítica de nuestras realidades, decolonizando el sujeto creador y colocándolo en la ruta de autoafirmarse por lo que le corresponde en su propio lugar. (2014, p. 157)
El arte, visto así, implica una revisión de paradigmas y una interpelación de la realidad y del sujeto. Si justamente esto se asienta en la disociación constitutiva del sujeto y, a la vez, la obra expresa una voz que reivindica su propia enunciación, a través de lo enunciado por la obra es posible prestar atención a la manera en que el “arte como proceso socio-cultural va más allá del arte como productos e implica poder construir nuevas miradas acerca de los contextos en el que la creación tiene lugar” (Albán, 2014, p. 159).
Cuando los objetos en las obras enuncian un estado de viaje
Imaginemos que nos damos la oportunidad de redecorar el interior de una casa al estilo de Beatriz González con las camas de La muerte del justo (1973) y La muerte del pecador (1973), al lado de unas mesitas de noche al estilo Gardel (1971) o papal Saluti da San Pietro (1971), con un sensual Peinador gratia plena (1971) y un cochecito de mimbre Baby Johnson in situ (1973); de pronto, incluimos un comedor de La última mesa (1971) con un bandeja Salomé (1974) que guarda la cabeza de Juan Bautista, unos juguetes Vive la France! (1975) y con una canasta de animalitos Les choux-choux de Chardin (1975) por el suelo y un Televisor a color (1980). ¿Qué nos dice esta casa González? ¿Cuál es la razón de la insistencia en los ensambles y de la curiosidad por el gusto de la gente? Desde la óptica del plano ya dado, los objetos allí situados parecen ceñir un lugar. Representan la constitución de ese lugar. Nada parece ser más estable y fijo que el hogar. Empero, los objetos nunca son gratuitos y en sí mismos enuncian algo. Una de las cosas más interesantes de pensar en los objetos del arte es que, aunque los objetos son presencias fijas con las que usualmente organizamos un espacio del hogar, al devenir obras de arte por una poética artística, abren las remisiones de significación a sus tránsitos intertextuales.
En el caso de González, no solo se presenta la historia de vida de cada objeto, sino, también, los relatos de origen de las imágenes que los acompañan. Si los objetos portan su significación, ellos mismos se convierten en lugares de enunciación. En la obra, los objetos son ejemplares de lo enunciado por la obra. En la casa imaginaria González en que los hemos dispuesto, los objetos revelan que lo dado es resultado de una historia de movilidades, desplazamientos, trayectorias transoceánicas. ¿No son viajeras las imágenes y los símbolos que en estos objetos se posan? Los objetos mismos, la cama de una fábrica de muebles popular, el tocador estilo cubista, el coche de mimbre de alguna plaza de pueblo o feria artesanal, se han desplazado también para llegar a instaurarse en la cultura y en la cotidianidad.
Colombia ha sido siempre un territorio de viajeros, de transeúntes y de traficantes: desde los visitantes que llegaron para quedarse, como Oreste Síndici o Pietro Crespi o los exploradores de montañas, fauna y flora silvestre, hasta los viajeros sedientos de alternativas y migrantes llegados de otrora —que en el arte llevaron a múltiples intercambios en obra y crítica, cual Andrés de Santamaría (1860-1945), Alejandro Obregón (1920-1992) o Gillermo Wiedemann (1905-1969), en pintura, o cual Cassimiro Eiger y Walter Engels, en la profesionalización de la crítica—. Pero también hay que tener en cuenta a los colonizadores y a los evangelizadores de comunidades nativas, muchas de ellas ya nómadas; a los procesos de colonización campesina, de abrir monte para inventar Macondos; y, también, y no menos relevante, a los desplazamientos forzados que en sesenta años de conflicto han transformado la geografía humana a la par de la diseminación del tráfico comercial e ilegal de productos, fauna, recursos y drogas. Así que en la habitación de González hay viajeros que se quedaron: beatos próceres, símbolos religiosos sincréticos, influencias culturales e, incluso, organizaciones de los modos de vida. Pero junto a ellos otros viajes van y vienen en esta habitación de huéspedes que pasan y dejan las huellas de sus recorridos.
Otros objetos, otras obras, hablan de esos derroteros. Ese estado de viaje —y de “viaje a pie” diría desde 1929 el filósofo colombiano Fernando González (2016)— preexistente a las líquidas y radicantes condiciones contemporáneas de las sociedades del individualismo consumista, podría ser lo enunciado por el arte —o, al menos, por una de sus historias—. ¿Qué tienen en común José Alejandro Restrepo (1959-) y Mario Opazo (1969-)? Obras como El paso del Quindío (1992 y 1998) de Restrepo y Solo de violín (2010) de Opazo exponen condiciones de viaje. Restrepo aúna la exploración, la montaña y una silla de carguero; Opazo instala un violín que viaja hasta el cono sur y que toca el viento.
Restrepo realiza por tres años previos a la versión de 1992 un recorrido por los pasos de Humboldt en las montañas del Quindío. ¿Puede ser actualización o reescritura del viaje? El explorador científico por excelencia en la historia del país es ahora actualizado por el artista, aunque, a la vez, los intereses del artista disponen la mirada a reencontrar y reescribir el paisaje en su ambivalencia temporal. El resultado termina siendo algo muy curioso. En la versión de 1992, once monitores apilados como una montaña exponen las palmeras del Quindío en una instalación de audio y de video. Esto hace patente justamente esa ambigüedad temporal de lo que parece evitar el transcurrir del tiempo en la montaña, en medio de un acto que tiene velocidad y ritmo: el viajar. Sin embargo, en la versión de 1998, el recorrido por el Quindío se extiende hasta el Chocó, en busca de un personaje singular y mítico —en el sentido de Restrepo, el mito se entiende como un dispositivo de interpretación—: una xilografía sobre fotografía de video revela al personaje de esas montañas, el carguero colonial que aún existe, el hombre-silla. Objeto y cuerpo se unifican en el carguero que en tiempos de la colonia ataba la silla a su espalda y cabeza para trasladar a las personas prestigiosas, los pesados obispos, las finas señoras, por aquellos parajes de la geografía por donde las mulas y los caballos no podían pasar. Habida cuenta de la excelsa clientela, Avelino, el carguero actual, cobra por igual a quien busca sus servicios.
Restrepo captura su recorrido por las montañas y lo interviene con imágenes de archivo, en las que se vislumbran sus antecesores. El hombre-silla se convierte en un dispositivo de viaje espacial y temporal, conocedor de las rutas de la montaña, practicante de un acto que se traslada en el tiempo. Y, por ello mismo, el hombre-silla es no solo algo inusitado en la imaginación —o imagen— de la realidad contemporánea (de la que se extraña Restrepo mediante su viaje), sino un signo de aquellas líneas temporales que aún persisten, a pesar de los cambios y de los ritmos de la sociedad actual. Se trata, en palabras del artista, de señalar “lo transhistórico”:
Ciertas figuras que aparecen en los grabados del siglo XIX como el carguero y la indígena cubriéndose con la hoja de la lluvia, despertaban en mí una mirada indignada de la relación amo esclavo. Pero, por otro lado, sentía una gran fascinación hacia esos mismos personajes. En uno de los viajes que hice al Chocó hace muchísimo tiempo un periodista me dijo que conocía un sitio donde todavía había cargueros. Para encontrarlo hay que embarcarse en Quibdó, bajar por el río Atrato, desviarse por el río Quito hasta llegar a las estribaciones de la serranía del Baudó. Ahí está la casa de Avelino. [...] Conocer a Avelino me confirmó la idea de que finalmente la relación amo y esclavo es muy relativa. Aquel que tiene el poder cree que lo tiene, pero finalmente es un efecto de perspectiva. Avelino era un tipo autónomo e independiente, que podía cargar a alguien o no cargarlo, podía cobrarte o no cobrarte. Se daba el lujo de beber 8 días y dejar de trabajar y se murió de viejo. Murió hace tres meses. (Gutiérrez, 2000, p. 108)
Lo histórico como discurso acorde con la flecha del tiempo a veces se revela artificial ante los tiempos de la vida; a veces también resulta ingenuo ante aquellos elementos que son ajenos al tiempo y al cambio. El hombre-silla, el hombre Avelino, se revela en las palabras de Restrepo con una vitalidad y carisma que dan vigor a su devenir. Pero no siempre el resultado del viaje termina con tal encuentro feliz. Mario Opazo también se desplaza, pero no juega con lo mítico y lo transhistórico, sino con lo forcluido, aquello que se oculta del viaje porque se prefiere acallar en la imaginación: las tristezas del desarraigo y la desaparición a causa de la violencia. Hijo de viajeros chilenos y nacido en ese país, llega a radicarse en Colombia a los 17 años con su familia como exiliados de la violencia desatada en el régimen de Pinochet.
Desde sus inicios, relata Natalia Gutiérrez (2013), quien fuese su profesora en los años de universidad, la memoria de su infancia y los cambios vividos han sido motores de desplazamientos. En ese estado de viaje se enlazan circunstancias e indignaciones: las desapariciones forzadas masivas del país del cono sur retumban en el lenguaje y en el sentir de las que signan nuestro país. No es gratuito entonces que a través de diversos medios ese impulso se manifieste en sus obras y que en ocasiones tome la forma de un barco de juguete que despierta la memoria sobre 7002 desaparecidos en las costas chilenas en Expulsión del paraíso (2009) o un solitario violín que arroja lamentos compartidos al viento en Solo de violín (2010) (Figura 3):
En ese momento dirá Mario “me interesaba mostrar el producto de un pensamiento ecuacional”. Creo que se refiere a traer insumos de diferentes lugares: recuerdos, experiencias, materiales, lecturas, historia del arte contemporáneo, para ensamblarlos con el fin de que el espectador entrara en un acertijo y pasara el tiempo descifrándolo. (Gutiérrez, 2013, p. 27).
En medio de ese sentir, en 2010 Opazo viajó a las costas chilenas, recogiendo los pasos de su infancia, y encontrando las huellas de lo desterrado. Cerca de un faro en el borde del continente se ubica la obra que inicia con este texto:
En los años 70s algunos hombres del Sur del continente (Chile y Argentina) fueron desterrados a las islas del fin del mundo, nunca regresaron, allí el paisaje tiene nombres tristes: Golfo de Penas, Bahía Última Esperanza, Isla del Muerto, Península de la Desilusión. El viento joven y fuerte busca a los desaparecidos con furia, a veces grita sus nombres y los escribe en el aire de Bahía Inútil.
“Bahía Inútil” es el lugar en el fin del mundo, donde los mares se encuentran, la tierra termina y los hombres aparecen como acordes en el viento.
Allí en Bahía Inútil, durante varios meses realicé performances registrándolos en video, se trata de acciones poéticas que evocan la memoria del fin del mundo, testigo de las dictaduras del Sur. Esta es una de esas acciones, consiste en elevar por el aire un violín para que sea animado por el viento y así capturar sus sonidos al ser golpeado por el arco en las cuerdas. Se trata de una acción de un conjunto mayor de acciones que activan dispositivos sonoros en el paisaje de la Patagonia como metáfora de las voces de los desaparecidos. (Opazo, 2012)
Un solo de violín es una pieza melódica que requiere de gran destreza; un violinista solitario parado en una costa es un acto melancólico y sentimental; un violín solo, sin nadie que lo toque o escuche, no es sino una caja de madera; un violín solamente colgado al viento, vulnerable al soplido que obliga el roce del arco sobre las cuerdas, sin alguien que oprima su mástil o escuche su golpeteo, es una imagen de ausencia, un lamento que quiere ser y no logra salir, un signo del amante perdido y apenas anunciado por la voz que ese accidental encuentro entre arco y cuerdas hace resonar en un paraje sin quien pueda escuchar. El violín termina así materializando una memoria en un lugar nostálgico, un desplazamiento en los recuerdos que, probablemente sin imagen fija, nos llevan a sentir el vacío que deja la extrema soledad del desarraigo y de la desaparición. Para Opazo, es un lugar de origen, unos compatriotas perdidos, una tierra de infancia; para todos, ¿qué sería vivir sin los propios lares, sin aquellos con quienes compartí en la tierra de mi infancia? La obra de Opazo nos extraña en un viaje por aquellos que no volverán.
Justamente la experiencia de extrañamiento2 se revela aquí como tránsito, como desplazamiento o como viaje con la obra. Y, por ello, da cuenta de la fortaleza de abordar lo enunciado por la obra. Estimo que muchos de los aportes de, por ejemplo, Natalia Gutiérrez, José Roca o Julia Buenaventura, entre otros, exploran en esa dirección. Pero, a la vez, estimo que permanece el reto necesario de ser consciente de la duplicidad entre lo enunciado por la obra y lo enunciado sobre la obra, entendiendo que lo segundo, como modelo de importación de categorías, duplica desde adentro el problema de hablar por otro y reproduce la diferencia colonial, mientras que lo primero, de hecho, es una invitación a que el pensamiento artístico no solo sea creativo y que esté situado en la obra, sino también en la conceptualización. Esa vieja categoría del viaje, que ha rondado desde Fernando González3 —tal vez como un sentipensar a la manera de Fals Borda, cuestión que dejo abierta—, que se ve en los objetos de Beatriz González y en los ensambles de Bernardo Salcedo, a partir de objetos de infancia y de viajes, pero también en las traslaciones de Feliza Bursztyn por las chatarrerías de la ciudad es una categoría que vale la pena recuperar para ser pensada a la luz de lo enunciado por el arte.
En estas, como en otras obras, el objeto que se percibe en primera instancia estático revela su viaje fundador, esto es, permite plantear justamente esa condición de viaje como una categoría que corresponde a la rotura del sentir en la obra, a un lugar de enunciación sensible, reflexivo y productivo también. Incluso, permite ver, en su intertextualidad, otros modos de abordar el viaje: en la literatura clásica colombiana se da cuenta de viajes para fundar Macondos, curas que llegan a salvar pueblos, campesinos que transforman su vida por la violencia, osados que se van más allá de sus fronteras en busca de fortuna o del sueño americano —tal como la música podría hablar de esas idas y despedidas en canciones como La china que yo tenía o el Tiplecito de mi vida, que le cantan a su tierra desde el extranjero, al igual que todas las versiones de esta tierra del olvido y de cantos de juglar—. Tal vez por esto es que un artista como Mateo López (1978-) opta por hacer explícita su condición de viajante tanto en sus acciones como a través de sus particulares objetos-dibujo. En Diario de motocicleta (2007) ejecuta a su manera el viaje formativo del artista entre Bogotá, Cali y Medellín en su vespa y en su “taller portátil”; a 60 km/h tiene tiempo para observar los detalles y dibujarlos, recoger objetos del camino y luego instalarlos en una mesa que en sí misma es un dibujo detallado hecho con las cosas recogidas. Los objetos son sus propios dibujos, pero la obra en sí misma implicó capturar el territorio en una manera de narrarse a sí mismo. También se podría dar cuenta de Antonio Caro y sus viajes por Latinoamérica con la silueta de una planta de maíz como símbolo transeúnte común de la región, más allá de su diversidad cultural y lingüística.4 O, finalmente, las prendas que viajan solas por los ríos y que Erika Diettes captura en sus fotografías en Río abajo (2008) aludiendo a los desaparecidos en los cuerpos de agua del país. Viajar es un acto fundador, no es meramente un estado radicante o de turística licuefacción de la sociedades; es estar tras las huellas y a la vez construir sentidos en un territorio en sí mismo móvil, más no diluido. Viajar como condición de la existencia acompasa el viaje como expresión del extrañamiento en la poética en la obra y como posibilidad de pensamiento desde la singularidad de “lo provincial” —como gusta destacar de sí a Beatriz González—.
Provincializar el lenguaje del arte
Habría hoy otras múltiples facetas del viaje, en un mundo que demanda romper fronteras nacionales, que ofrece recursos tecnológicos interconectados y que ha puesto incluso a la población de los países económica y políticamente poderosos en estado de nomadismo. Pero la cuestión es por ahora –o, por fin— notar que adoptar la perspectiva de lo provincial nos reta a pensar desde lo enunciado por la obra —o, dicho a la manera de José Alejandro Restrepo, encontrar la gramática de las relaciones de espacio y tiempo, objetos, energías y ritmos que propone la obra (Gutiérrez, 2000, p. 94)—. Pero esto implica, al decir de Chakravarty, estar dispuesto a provincializar el lenguaje del arte. Este historiador poscolonial bengalí recuerda en Al margen de Europa que adoptar acríticamente autores occidentales para pensar la historia de India conservaba una distancia cómica:
Estaba, en primer lugar, la distancia de la objetividad histórica que yo trataba de representar. Pero también estaba la distancia de la falta de reconocimiento cómica, similar a lo que había experimentado a menudo al ver representaciones de obras bengalíes en las que actores bengalíes, caracterizados como colonos europeos, llevaban a cabo su imitación, con un fuerte acento bengalí, del modo en que los europeos podrían hablar bengalí, es decir, ¡sus propios estereotipos de cómo los europeos nos percibían! Algo similar les ocurre a mis personajes de la historia bengalí e india, que llevaban, en mi texto, el vestuario europeo prestado por el drama marxista de la historia. Había una comicidad en mi propia gravedad que no podía pasar por alto. (Chakrabarty, 2008, p. 17)
Evitar convertir a un país o, mejor, un lugar de enunciación arraigado en el poder de un país, como modelo para otro país, tal como ocurre también en la India en torno a la modernidad como algo que se debe alcanzar, implica dejar de lado el interés en la convergencia histórica, para afirmar la relevancia de nuestras diferencias históricas: “Los conceptos universales de la modernidad política se encuentran ante conceptos, categorías, instituciones y prácticas preexistentes a través de los cuales son traducidos y configurados de manera diversa” (Chakrabarty, 2008, p. 19). De modo que todo concepto corresponde a las coordenadas espaciales y temporales de su lugar de enunciación —o, como decía Alcoff, su contexto geográfico y discursivo son epistémicamente relevantes—. Chakrabarty añade que esta situación significa que, por una parte, no es posible desestimar la correlación entre la manera como se aplica un concepto y como se expone en su “pureza abstracta” y, por otra parte, que las ideas denominadas universales de los pensadores europeos del Renacimiento a la Ilustración no solo no son universales y puras, sino que deben ser vistas como oriundas de su propia provincia, es decir, deben ser tratados con el mismo “exotismo” con el que desde ellos se ve lo que está afuera de la cultura occidental. Foucault reconocía que sus descripciones genealógicas correspondían solamente a la provincia francesa de la que emerge su archivo. Así, para Latinoamérica y para las sociedades poscoloniales, las categorías foucaultianas deberían ser vistas como pertinentes a su contexto y, en caso de traducción, requerirían corresponder con su propio archivo —en esto resulta ejemplar los trabajos de, por ejemplo, Santiago Castro-Gómez en La hybris del punto cero y de Adolfo Chaparro en Modernidades periféricas, para los casos de Colombia y de Latinoamérica—.
Si las ideas nacen de historias particulares sin validez universal, lo que hay es procesos de mutua interpretación y resignificación, pero también —o así debería ser— de producción y traslación de categorías. Hacer explícita la resignificación y potencializar la producción no es un localismo, sino una participación activa que descentra los estereotipos que circulan en el lenguaje:
La Europa que intento provincializar y descentrar es una figura imaginaria que permanece profundamente arraigada en formas estereotipadas y cómodas de algunos hábitos del pensamiento cotidiano, las cuales subyacen invariablemente a ciertos intentos en las ciencias sociales de abordar asuntos de modernidad política en Asia meridional. (Chakrabarty, 2008, p. 30)
Pero, incluso provincializando a Chakrabarty, no solo se trata del lenguaje de las ciencias sociales, sino que, traído a nuestra inquietud, el humanismo de la Ilustración llegó a cubrir con su lenguaje las cosas que poblaban a América y, con ello, naturalizó sus prejuicios. El cocodrilo de Humboldt no es el cocodrilo de Hegel (1994) de José Alejandro Restrepo, por ejemplo, atestigua el conflicto que deja este proceso, pues desde Europa se creó la historia salvaje e indómita de la geografía americana, así como la imagen incivilizada y caníbal de sus pobladores. Con esto, Europa definió el lugar de los “otros” y su política de colonización. De modo que, así como para Chakrabarty la historia de Asia meridional requiere revisar el lenguaje con el que se asimilan las categorías de las ciencias sociales a, por ejemplo, los procesos de modernidad y del “campesinado” en la India (oposición descriptiva que legitima políticas y formas de burguesía), así mismo el lenguaje del arte en Colombia y en Latinoamérica, con el cual ha sido historiada y descrita su producción artística como remedo del arte de vanguardia o como exótica mercancía, requiere también una revisión que acoja el potencial de su resignificación, con el fin de explorar la acción del arte en nuestro contexto: en medio de unos modos de vida cubiertos por capas de modernización, el arte encuentra las roturas que dan lugar al sentir, que expresan lo que escapa a las formas institucionalizadas de vida heredadas de un orden discursivo y que persisten como lugares de enunciación creativos y combativos dentro de la cultura. A través de ese lugar de lo provincial, obras de arte como las citadas abren roturas que muestran una decolonización desde adentro de la propia sociedad latinoamericana en la que las prácticas artísticas tienen lugar.
Para finalizar este tema, cabe recordar con Chakrabarty que provincializar Europa no se trata de una “venganza poscolonial”, a la manera de un rechazo hacia un otro convertido en enemigo y todo lo que posee. Por el contrario, se trata de provincializar nuestra mirada y disposición hacia su pensamiento y su lenguaje, con el fin de renovar nuestra propia posición. Lo curioso del asunto es que este es un viejo llamado que cobra vigencia. Es como esa alusión al barroquismo latinoamericano que Alejo Carpentier ya señalaba como una constante humana, en oposición a la imitación académica; mientras que la imitación es académica en tanto se ciñe a reglas y leyes, tal y como lo clásico, lo barroco yace en la innovación y en el espíritu que rompe con las normas. Para Carpentier, lo barroco no es un estilo artístico, sino un “espíritu histórico” que corresponde a la transformación.
En el caso de América, la alusión de Carpentier parece dejar sobre la mesa que en tanto “continente de simbiosis, de mutaciones, de vibraciones, de mestizajes, fue barroca desde siempre”:
¿Y por qué es América Latina la tierra de elección del barroco? Porque toda simbiosis, todo mestizaje, engendra un barroquismo. El barroquismo americano se acrece con la criolledad, con el sentido del criollo, con la conciencia que cobra el hombre americano, sea hijo de blanco venido de Europa, sea hijo de negro africano, sea hijo de indio nacido en el continente [...], la conciencia de ser otra cosa, de ser una cosa nueva, de ser una simbiosis, de ser un criollo; y el espíritu criollo de por sí es un espíritu barroco. (Carpentier, 2010)
Es justamente el estado de mutación constante que circula en la multiplicidad de Latinoamérica la condición creativa que hace de lo insólito lo cotidiano. De modo que la mirada crítica y creativa, aquí en boca de Carpentier, sería aquella de lo provincial, en cuyas coordenadas se acepta lo insólito y en las que el arte aparece como la “búsqueda del vocabulario para traducir aquello” (Carpentier, 2010). De ahí que podría decirse que lo provincial en esta casa consistiría en constituir ese plano de significación que, aunque pletórico de influencias en conflicto y en contraposición, resguarda ese espíritu creativo que el academicismo, el modernismo, el desarrollismo y el lenguaje del arte hegemónico no logran capturar ni opacar; por el contrario, si, como dice Carpentier, nuestro mundo es barroco “por el enrevesamiento y la complejidad de su naturaleza y su vegetación, por la policromía de cuanto nos circunda, por la pulsión telúrica de los fenómenos a que estamos todavía sometidos” (Carpentier, 2010),5 lo provincial no puede evitar corresponder al sentir de lo múltiple que allí se expresa. En suma, provincializar el lenguaje del arte nos ubica en la contraposición de lo que podemos ser en el espacio de lo dicho: aunque el arte viva y circule en dispositivos discursivos que corresponden a lo que otro dice sobre el arte latinoamericano, la poética artística latinoamericana traspasa y digiere la estética de ese enunciado y crea su propio ritmo acorde con la disociación de su subjetividad.
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Notas
*
Artículo de reflexión.
1
García Márquez afirma que “Feliza Bursztyn se murió de tristeza el 8 de enero de 1981 en un restaurante de Paris, y se murió de tristeza por estar en el exilio, después de ser desaparecida 12 horas en el Cantón norte. Exilio al que también fue sometida Marta Traba, una década antes, en 1958, cuando Lleras Restrepo le dio 24 horas para salir del país por su posición frente a lo que estaba aconteciendo, en ese año, en la Universidad Nacional de Colombia” (2007, p. 93a).
2
Sobre esta categoría de extrañamiento en el arte colombiano, véase Pineda (2022).
3
Resulta interesante cómo Fernando González expone a lo largo de su relato la manera en la que caminar es una expresión natural de un modo de sentir cultural, que, empero, se contrapone a las tendencias y a las posibilidades con las que lo político ciñe en quietud a la sociedad: “Estas viejas son felices en el camino. ‘Soñamos con él cuando la necesidad nos obliga a quedarnos en casa’. ¿Qué más propio del organismo humano que vivir al aire libre, respirarlo en toda su pureza, beber agua viva, comer los alimentos que nos ofrece la tierra, sin intervención del arte? Caminar es el gran placer para el cuerpo, pues todo está hecho para ello” (2016).
4
Relata Caro que “yo fui invitado, en 1980, a Cuiabá, la capital de Mato Grosso en el Brasil, por una gente muy especial de la Universidad de Mato Grosso. Yo debía presentar una exposición, pero no llevaba un plan muy definido de lo que iba a hacer; no llevaba obra enguacalada, ni nada; solo llevaba unos pocos recursos como de feriante de pueblo, en un canasto. Y alguien viendo esas cosas señaló que maíz en portugués se pronuncia millo, que se confunde con el millo de acá, que es otra variación de gramínea, pero específicamente maíz. Y maíz allá significa ‘más’. El hecho es que a pesar de que todos somos suramericanos, la cultura brasileña es bastante diferente de la nuestra y lo que más me impactó fue la identificación tan rápida que hicieron de los diseños. Entonces me di cuenta de que tenía entre manos algo muy importante, que debía utilizarlo y comencé a hacerlo allá. Después de mi hallazgo de ‘la continentalidad del maíz’ —porque el maíz esta de una punta a otra de América y desde arriba hasta abajo—, me fui documentando acerca de él, un poco por inercia, un poco por las preguntas de la gente; pero en ese momento yo no tenía todas las respuestas que tengo ahora” (Barrios, 1999, p. 119).
5
Con respecto a lo barroco, Irlemar Chiampi comenta en Barroco y modernidad que “la función del barroco, con su excentricidad histórica y geográfica, amén de estética, frente al canon del historicismo (el nuevo ‘clasicismo”’) construido en los centros hegemónicos del mundo occidental, permite replantear los términos en que América Latina ingresó en la órbita de la modernidad (euronorteamericana). El barroco, encrucijada de signos y temporalidades, la razón estética del duelo y la melancolía, del lujo y del placer, de la convulsión erótica y el patetismo alegórico, reaparece para atestiguar la crisis/fin de la modernidad y la condición misma de un continente que no pudo incorporar el proyecto del Iluminismo” (2000, p. 17).
Notas de autor
a Autor de correspondencia. Correo electrónico: faospace@gmail.com
Información adicional
Cómo citar: Pineda Repizzo, A. F. (2024). Entre objetos y palabras. De lo enunciado sobre el arte a lo enunciado por el arte colombiano. Universitas Humanística, 93. https://doi.org/10.11144/Javeriana.uh93.opea