UNA RELECTURA DEL ESTADO DE NATURALEZA HOBBESIANO EN CONTEXTOS TRANSICIONALES. LOS CASOS DE ARGENTINA Y COLOMBIA

LOS CASOS DE ARGENTINA Y COLOMBIA A RE-READING OF T HE HOBBESIAN STATE OF NATURE IN TRANSITIONAL CONTEXTS. THE CASES OF ARGENTINA AND COLOMBIA

David Blanco Cortina

UNA RELECTURA DEL ESTADO DE NATURALEZA HOBBESIANO EN CONTEXTOS TRANSICIONALES. LOS CASOS DE ARGENTINA Y COLOMBIA

Universitas Philosophica, vol. 41, núm. 83, 2024

Pontificia Universidad Javeriana

David Blanco Cortina

Jurisdicción Especial para la Paz en Colombia, Bogotá, Colombia


Recibido: 13 agosto 2024

Aceptado: 26 noviembre 2024

Publicado: 22 diciembre 2024

Resumen: En el presente artículo propongo una relectura del estado de naturaleza hobbesiano a partir de los contextos transicionales de conflictos armados (Colombia) y dictaduras (Argentina), que exige tener en cuenta tres elementos más allá de la disposición de la guerra de individuos frente a otros. Dichos elementos son la violencia estatal contra un sector de la población, la coexistencia de orden o paz sectorial con la violencia generalizada, y la introducción de la idea de víctima que refuerza el sustrato ético del estado de naturaleza. Destaco las ventajas de una relectura en esos términos y replico a algunas de las posibles objeciones a la hipótesis propuesta. Dos de las ventajas son la fuerza normativa del estado de naturaleza reconceptualizado y la posibilidad de comprender la justicia transicional como un proyecto ilustrado.

Palabras clave:estado de naturaleza, justicia transicional, violencia, víctima, Hobbes.

Abstract: In this article, I propose a re-reading of the state of nature according to Hobbes, based on the transitional contexts of armed conflict in Colombia and the dictatorship regime in Argentina. This reconceptualization claims three aspects behind the individuals’ disposition to war with others: (i) the state violence against the civil population; (ii) the coexistence of sectorial peace and widespread violence, and the introduction of the idea of the victim that strengthens the ethical background of the state of nature. Additionally, I show the advantages of this proposal and reply to some possible objections. Two of these advantages are the normative force of re-describing the state of nature, and the possibility of understanding transitional justice as an illustrated project.

Keywords: state of nature, transitional justice, violence, victim, Hobbes.

1. Introducción

El Estado, tal como lo conoció la modernidad, surgió de una transición. Las guerras de religión entre los siglos xvi y xvii hicieron imperativa la instauración del Estado absolutista −que luego se transformó en el Estado liberal− con el propósito de superar la confrontación entre los miembros de diferentes credos religiosos en un mismo territorio. En consecuencia, el Estado se erigió como el mecanismo para apaciguar la guerra y garantizar la estabilidad de la convivencia pacífica entre los individuos. Este proceso dio lugar a uno de los dispositivos teóricos más recurrentes para justificar la necesidad del Estado: el tránsito del estado de naturaleza al estado civil, mediante un pacto o contrato entre los individuos en guerra permanente. La caracterización que hizo Hobbes (2018) en el Leviatán del tránsito hacia la paz y la civilidad resulta emblemática para comprender el carácter de la transición originaria (Skinner, 2003; 2010) 1 .

Ahora bien, ¿qué nos dicen los procesos de justicia transicional sobre el dispositivo teórico que sirve de fundamento al Estado liberal? ¿Cómo se puede repensar el estado de naturaleza hobbesiano a partir de las transiciones contemporáneas hacia la democracia y la paz? 2 Estas son las preguntas que exploraré aquí para defender la hipótesis de que el estado de naturaleza no puede ser comprendido como una simple guerra indiscriminada de todos contra todos, y que los elementos que lo componen deben ser repensados en la medida en que, para propiciar la transición, no solo debe existir el miedo a la muerte y la necesidad de seguridad, sino un sustrato ético más fuerte que impulse el paso hacia el estado civil.

En el marco de una reciente discusión en un foro judicial, uno de los participantes propuso describir como un “estado de naturaleza” la situación de violencia que ha sufrido Colombia durante más de cincuenta años por el conflicto armado interno. Otro de los interlocutores resaltó que la conocida “paradoja de la democracia colombiana” impedía una descripción de esa clase. La referida paradoja indica que la democracia colombiana ha funcionado con sus bemoles, pese a la situación de violencia permanente que ha agobiado a grandes partes del territorio nacional. Esa coexistencia entre democracia y violencia resulta paradójica por la incompatibilidad entre los términos. El resto del auditorio pareció aceptar que, en efecto, la paradoja era una mejor descripción para la situación colombiana; sin embargo, la aceptación de dicha paradoja merece ser impugnada. Se ha convertido en lugar común en el discurso político, sin que seamos del todo conscientes de las dos consecuencias perversas que conlleva. Por un lado, permite partir a Colombia en dos: aquella en la que funciona la democracia y otra en la que la violencia armada impide el funcionamiento normal de las instituciones. Y, por otro, habilita que la Colombia en la que parece campear la democracia pueda desentenderse de las poblaciones afectadas por la violencia.

El presidente de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición de Colombia (CEV), durante el lanzamiento de su informe final, formuló preguntas que permiten situar con precisión las consecuencias de la ya desgastada paradoja. El padre De Roux (2022) cuestionó:

¿Por qué el país no se detuvo para exigir a las guerrillas y al Estado parar la guerra política desde temprano y negociar una paz integral? ¿Cuál fue el Estado y las instituciones que no impidieron y más bien promovieron el conflicto armado? ¿Dónde estaba el Congreso, dónde los partidos políticos?

¿Hasta dónde los que tomaron las armas contra el Estado calcularon las consecuencias brutales y macabras de su decisión? […] Y, aparte de quienes incluso pusieron la vida para acompañar y denunciar, ¿qué hicieron la mayoría de [los] obispos, sacerdotes y comunidades religiosas? ¿Qué hicieron los educadores? ¿Qué dicen los jueces y fiscales que dejaron acumular la impunidad? ¿Qué papel jugaron los formadores de opinión y los medios de comunicación? ¿Cómo nos atrevemos a dejar que pasara y a dejar que continúe? […] ¿Por qué los colombianos vimos las masacres en televisión día tras día y como sociedad dejamos que siguieran por décadas como si no se tratara de nosotros? Y ¿por qué la seguridad que rodeaba a los políticos y a la gran propiedad no fue seguridad para los pueblos y los resguardos y los sectores populares que recibieron la avalancha de masacres? (2022, 20:03)

Esas preguntas reflejan cómo la supuesta “paradoja colombiana” asume una descripción del conflicto armado interno que desvalora los impactos negativos para la marcha adecuada de las instituciones democráticas y para la vida de las comunidades en las zonas rojas de la confrontación. Además, la presunta paradoja disminuye el juicio del reproche moral que cabe hacer a la Colombia alejada de la violencia, la que solo vio las masacres por televisión y que pudo continuar con su vida cotidiana, mientras otros ciudadanos eran masacrados por los actores armados. En realidad, se trata de un verdadero estado de naturaleza en el que unos resultan más afectados por la guerra que otros, pero todos somos interpelados por la violencia que atraviesa la sociedad en su conjunto. En todo caso, no parece ser ninguna paradoja, sino un presupuesto de las sociedades violentadas.

Mi hipótesis es que el estado de naturaleza como categoría resulta mucho más comprehensiva en dos sentidos: puede dar cuenta de la supuesta paradoja del orden y la violencia como una característica propia de dicho estado y, al mismo tiempo, permite resaltar la condición del hombre sumido en una violencia latente o manifiesta que no es ajena o extraña para nadie, por lo que a cada uno le compete la transición. Lo que pretendo en este ensayo es reivindicar el estado de naturaleza como dispositivo teórico que permite una descripción más apropiada, en términos materiales y éticos, de las situaciones de violencia que requieren de una transición para su superación. Para sustentar esta hipótesis seguiré el siguiente orden: en primer lugar, reconstruiré el dispositivo teórico liberal que explica la transición del estado de naturaleza hacia el estado civil, con base en el Leviatán de Hobbes 3 ; en segundo lugar, presentaré dos eventos de justicia transicional que reflejan dos contextos contemporáneos que demandan la transición: dictaduras (Argentina) y conflictos armados no internacionales (Colombia); en tercer lugar, analizaré cómo los casos de justicia transicional examinados exigen repensar el dispositivo teórico de la transición originaria; y, por último, expondré algunas conclusiones y las preguntas de investigación pendientes.

2. El estado de naturaleza según Hobbes

En el capítulo xiii del Leviatán , Hobbes (2018) describe la condición natural de las personas a partir de dos supuestos de igualdad: la física y la mental o espiritual. Según Hobbes, los individuos son iguales en cuanto fuerza física o corporal, y en inteligencia, por lo que las diferencias entre sujetos fuertes y débiles, y sabios o vulgares carecen de relevancia a la hora de determinar la superioridad de un individuo sobre otro. Pero esa igualdad es la que da lugar a los tres vicios que circulan entre los hombres en su condición natural: la desconfianza, la competencia y la gloria 4 .

La primera se explica porque, ante la igualdad natural, las relaciones entre los individuos estarían mediadas por el deseo de conseguir un mismo fin: la conservación de su propia vida, en cuya persecución habría que desconfiar de los medios empleados por los demás para alcanzarlos. La desconfianza sería crucial para la seguridad de los individuos. La segunda proviene de la escasez de los bienes: la competencia entre los individuos garantiza resultados exitosos en términos de conservación y protección si se obtienen mayores ganancias frente a los demás. El ejercicio de ambos vicios precisa del uso de la violencia, en el estado de naturaleza, tanto para adquirir más tierras y provisiones para prolongar la vida, como para defenderse de los ataques de los demás y asegurar lo obtenido. Por su parte, para alcanzar la gloria, esa necesidad de que otros individuos “lo tengan en tan alta estima como [cada uno] se tiene a sí mismo” (Hobbes, 2018, p. 179), también se recurre a la violencia para reparar las ofensas recibidas y proteger la reputación personal.

Hobbes (2018) caracteriza el estado de naturaleza como una guerra de cada individuo contra cada individuo, esto es, “una disposición a batallar durante todo el tiempo en que no haya garantías de que debe hacerse lo contrario. Todo otro tiempo es tiempo de paz” (p. 180). Entiéndase bien que no se trata solo de una(s) batalla(s) puntual(es) o del enfrentamiento concreto entre los individuos o bandos, sino la disposición permanente para la guerra o el conflicto (Zarka, 1997, p. 141). Las garantías consisten en la existencia de un poder común que mantenga atemorizados a todos. Esa pasión, la del miedo, es la que conlleva la búsqueda de la paz: el miedo a la muerte que sustenta la guerra de todos contra todos constituye la base del estado civil, aunque cambia de referente. No se trata ya del miedo de los unos a los otros, sino del miedo al castigo y el poder ejercido por un tercero, el Estado, contra todo aquel que ose transgredir las leyes naturales. El miedo a la muerte y el deseo de conseguir, a través del propio trabajo, las cosas necesarias para vivir con comodidad inclinan a las personas a la paz, un estado en el que el respeto y la interpretación de las leyes naturales no queden librados al arbitrio de cada individuo.

En el estado de naturaleza no caben las nociones de lo justo e injusto, lo permitido y lo prohibido, lo moral y lo inmoral, lo ilegal y lo legal, por cuanto cada persona decide qué es lo más conveniente para su supervivencia, y “la fuerza y el fraude son las virtudes cardinales [en] la guerra” (Hobbes, 2018, p. 183). El derecho natural consiste en el ejercicio de la libertad de cada individuo de usar su poder para preservar su vida y las leyes de la naturaleza; en el estado natural, preceptos o reglas descubiertas mediante la razón indican qué puede hacer o no para conseguir su propósito, pero no son obligatorias, sino que se pueden seguir a discreción y por conveniencia. En ese sentido, la primera ley natural obliga a cada sujeto a procurar la paz, porque de ese modo puede garantizar mejor la prolongación de su existencia, pero si no la alcanza, debe usar todas las ventajas y ayudas a su disposición para ganar la guerra (Hobbes, 2018, p. 185).

La segunda ley natural señala que todo individuo deseoso de alcanzar la paz debe estar dispuesto a no hacer uso de su derecho a todo y de su libertad sin límites, siempre que los demás individuos estén dispuestos a lo mismo en procura de su protección personal. Esa segunda ley posibilita, en teoría, que las personas acuerden renunciar o transferir sus derechos a favor de un tercero para que imponga el orden, la seguridad y la paz. Con excepción del derecho a resistir ante la amenaza de un daño físico que trunque la vida o reduzca sus posibilidades 5 , los demás derechos pueden ser transferidos para que el Estado administre lo justo en función del cumplimiento del acuerdo o contrato entre los individuos y los obligue a respetar las leyes de la naturaleza. Es como si cada persona dijera a sus pares:

Autorizo y renuncio a mi derecho de gobernarme a mí mismo a favor de este hombre, o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tú también renuncies a tus derechos a favor de él, y autorices todas sus acciones de la misma manera. Hecho esto, la multitud unida en una sola persona es llamada un ESTADO, en latín CIVITAS. Esto genera el gran LEVIATÁN, o mejor […], ese dios mortal al cual debemos, bajo el Dios Inmortal, nuestra paz y defensa. […] Y en él descansa la esencia del Estado, el cual (para definirlo) es una persona de cuyos actos una gran multitud, por mutuo acuerdo entre cada uno, hace a cada miembro autor, con el fin de que él pueda usar la fuerza y los medios de toda la multitud como considere conveniente para la paz y la defensa común (Hobbes, 1994, p. 109) 6 .

Dos elementos presentes en el estado de naturaleza hobbesiano permiten la generación del Estado: el miedo a la muerte y la conveniencia acordada entre los individuos de renunciar a los derechos de cada uno para conferirle a un tercero la potestad de garantizar la seguridad colectiva mediante la imposición del orden, entiéndase la obligatoriedad de las leyes naturales, que da pie a la convivencia pacífica. No obstante, a primera vista, esos dos elementos parecen insuficientes para producir un cambio o transformación del estado de cosas naturales hacia un régimen de civilidad en el que cada uno pueda preservar su propia vida. Tanto el miedo a la muerte violenta como el acuerdo de renuncia mutua resultan frágiles para suscitar la transición, debido a que penden de meros juicios de conveniencia y de razonamientos estratégicos que pueden verse debilitados si las circunstancias varían y demandan otro tipo de arreglos en los que los intereses disten de ser compatibles 7 .

Las facetas negativas del miedo y de la renuncia de derechos parecen no ser razones suficientes para asegurar el respaldo de la transición, en la medida en que tampoco garantizan que, en efecto, la transición posibilite una situación real de paz. Aunque ambos elementos, el miedo y la renuncia casi total de derechos, son centrales para pensar una mejor forma de vida colectiva, resultan limitados para dar cuenta de la condición que se quiere superar, así como el estado al que se quiere llegar. La guerra de todos contra todos, en cuanto hipótesis que sustenta la transición originaria, merece ser revisitada para lograr una mejor caracterización con base en las experiencias transicionales de la guerra a la paz y de la dictadura a la democracia, que han tenido lugar desde la segunda mitad del siglo xx.

3. Contextos transicionales: los casos de Argentina y Colombia

Para presentar los dos casos aludidos utilizaré las categorías propuestas por Iván Orozco (2005), que describen distintos tipos de barbarie o violencia en contextos transicionales de guerra y dictaduras 8 . El autor colombiano sugiere distinguir entre la victimización vertical y horizontal 9 , según la clase de violencia ejercida en una dictadura o en una conflagración armada. La victimización vertical es ejercida por “agresores poderosos” en contra de “víctimas relativamente indefensas” (Orozco, 2005, p. 10). En ese sentido, es asimétrica y unidireccional: los perpetradores ostentan el monopolio de la violencia, mientras que las víctimas solo poseen el discurso de la legitimidad. La victimización horizontal es bidireccional en tanto dos o más partes en conflicto se victimizan entre sí, con el consecuente “colapso de los roles de la víctima y del victimario, así como la carencia de conocimiento sobre quiénes son los ‘buenos’ y quiénes son los ‘malos’” (Orozco, 2005, p. 13).

Estas categorías suelen estar correlacionadas con las de transiciones simples y dobles. Las transiciones simples refieren el tránsito de un régimen dictatorial o autoritario a uno democrático; las dobles, además, implican transitar desde la guerra hacia la paz. El resultado de esta correlación, según Orozco, supone que la victimización vertical coincide con transiciones simples y ello favorece el componente retributivo de la justicia transicional. En cambio, en transiciones dobles con victimización horizontal prevalece la reconciliación frente a la justicia retributiva (Orozco, 2005, p. 11) 10 .

El caso de Argentina es un ejemplo de victimización vertical y transición simple. El 24 de marzo de 1976, los militares derrocaron a la presidenta Isabel Perón e instauraron la Junta Militar, presidida por Jorge Rafael Videla, la cual fijó como objetivos lograr la seguridad nacional, promover la moralidad −es decir, la cristiandad−, erradicar la subversión y fomentar el desarrollo económico. Para ello, suspendieron las libertades civiles, disolvieron el Congreso y nombraron jueces en la Corte Suprema de Justicia “confiables para los militares” (Nino, 2015, p. 120). Las fuerzas militares tomaron el control de los medios de comunicación, efectuaron purgas en las universidades, prohibieron las actividades políticas y sindicales, y establecieron la pena de muerte para cualquier acto de subversión. Así, se orquestó la represión sistemática del régimen militar contra todo aquel señalado de subversivo o de izquierda.

Las tareas represivas incluían secuestros, torturas e interrogatorios, “su ocultamiento en centros clandestinos y su posterior asesinato realizado de diversas formas, la más común de ellas arrojarlos desde aviones al mar” (Nino, 2015, p. 121). Algunos de los desaparecidos fueron luego liberados con la condición de que abandonaran el país, otros quedaron sometidos a un oficial como prisioneros o fueron llevados a juicios ante tribunales civiles o militares. Las víctimas sufrieron humillaciones y abusos sexuales, y fueron separados de sus hijos. “Los militares utilizaban técnicas como la electrocución, la inmersión y el encierro de prisioneros en celdas con perros” (Nino, 2015, p. 122).

El régimen militar victimizó a un sector específico de la población argentina hasta la apertura democrática entre 1980 y 1983, año en el que fue elegido presidente Raúl Alfonsín. A juicio de Orozco (2005), los militares argentinos impusieron un “modelo de barbarie vertical edificado sobre la desaparición forzada” (p. 191) 11 ; lo que Walsh (2021b) llamó la “tortura sin límites en el tiempo ni en el método, que procura la degradación moral, la delación”. La tortura no solo produjo la degradación moral de la víctima, sino también la del verdugo y de los perpetradores, en particular, aquellos que conformaron la Junta Militar que Walsh (2021a) se encargó de señalar desde los comienzos de la dictadura como los victimarios.

En 1984, se publicó en Argentina el informe Nunca más, preparado por un grupo de personalidades de la cultura y la ciencia, liderado por Ernesto Sábato, que se denominó Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). En dicho informe, la Conadep recogió los crímenes de la dictadura, no sin antes aclarar su repudio frente a los delitos cometidos por el “terrorismo” previo a marzo de 1976. La misión de la Conadep se restringió a investigar “la suerte corrida por los desaparecidos”, porque el otro “terrorismo” “produjo muertes, no desapariciones” (Conadep, 1984, p. 6). Los familiares de los fallecidos pudieron enterrar a sus muertos, mientras que los dolientes de los desaparecidos por la dictadura siguen sin poder cerrar el duelo y conocer la verdad. El informe estableció el secuestro como la primera modalidad criminal de la dictadura, que alcanzó una cifra estimada de 8.960 víctimas desaparecidas tras su detención arbitraria. El siguiente paso en el iter criminis de la dictadura fue la tortura, tanto física como psicológica, durante todo el cautiverio de las víctimas en centros clandestinos de detención. La etapa sucesiva estuvo constituida por el exterminio o la muerte como arma política. La Conadep (1984) concluyó que el régimen dictatorial

organizó el crimen colectivo, un verdadero exterminio masivo, patentizado hoy en el mórbido hallazgo de cientos de cadáveres sin nombre, y en el testimonio de los sobrevivientes dando cuenta de los que murieron en atroces suplicios. No fue un exceso en la acción represiva, no fue un error. Fue la ejecución de una fría decisión (p. 158).

La muerte avanzó bajo diferentes modalidades: los fusilamientos en masa, los lanzamientos de detenidos al mar, la ejecución de quienes se dieron a la huida, la incineración y la inmersión. El cierre del ciclo criminal estaba dado por el compromiso de la impunidad. El aparato estatal le hizo saber a la población víctima que no había medio jurídico o social que permitiera detener el curso de la represión ilegal generalizada e indiscriminada. El Estado era el encargado de criminalizar a la población civil y de asegurar que los crímenes se mantuvieran en la impunidad sin que ninguna otra institución pudiese hacer nada al respecto. El informe Nunca más ilustra bastante bien el curso vertical de la violencia estatal que descendía desde el poder dictatorial hasta alcanzar a las víctimas más inocentes: los concebidos aún en el vientre de su madre 12 . La victimización de arriba abajo “es una masacre, una lucha entre malos y buenos, donde es muy fácil identificar a cada cual porque los malos tienen uniforme y los buenos son civiles. Y no hay términos medios. No hay cómplices, no hay otros implicados, y la ciudadanía parece libre de responsabilidades, inocente, ciega, víctima absoluta” (Fernández, 2022, pp. 40-41) 13 . Nótese que la ciudadanía en esta descripción solo parece libre de responsabilidades.

El caso colombiano, por su parte, constituye una muestra de victimización horizontal y transición simple de la guerra a la paz. Colombia ha sufrido por más de cincuenta años una guerra interna en la que han tomado parte distintos actores armados: guerrillas de orientación ideológica disímil (M-19, Farc-ep y Eln, por destacar las principales), grupos paramilitares cohonestados por la fuerza pública, y el Estado. Los actores armados han perpetrado ataques en contra de segmentos de la población civil que eran considerados como “los soportes sociales y políticos –reales o aparentes– del enemigo” (Orozco, 2005, p. 242).

El conflicto armado interno en Colombia, que en algún momento adquirió matices de un “conflicto regional complejo” por la intervención de actores foráneos, ha sido caracterizado como una guerra no convencional o irregular por la modalidad de combate propia de las guerrillas y la contrainsurgencia no estatal. La guerra interna tuvo su origen en diferencias ideológicas y sociales, no relacionadas con grupos o limpieza étnica o diferencias entre naciones con distintas lenguas o religiones. El elemento que ha servido de combustible y reactualización de la guerra en los últimos años ha sido el tráfico o comercio de drogas ilícitas. En el desarrollo del conflicto, la población civil ha sido la víctima principal de secuestros, desapariciones, ejecuciones extrajudiciales, masacres indiscriminadas, entre otras atrocidades (Pizarro, 2004; Sánchez, 1994).

Orozco (2005) precisa que, en Colombia,

la autonomía relativa y creciente de los grupos paramilitares frente al ejército nacional hace más complejo el juicio. La dimensión horizontal de la guerra está asociada la confrontación entre guerrillas y paramilitares. […] las guerras en general implican una combinación de procesos verticales y horizontales de victimización, de manera que la victimización horizontal representa apenas algo así como su diferencia específica (p. 245).

La primera parte del enunciado se debe, con seguridad, a que al momento de la publicación no se conocía la magnitud de las graves violaciones de los derechos humanos e infracciones graves del Derecho Internacional Humanitario perpetradas por miembros de la fuerza pública, que dejaron un saldo de más de seis mil víctimas. Por ello, la dimensión horizontal de la guerra en Colombia no puede circunscribirse a la confrontación entre guerrillas y paramilitares, sin incluir la barbarie cometida por integrantes de las fuerzas armadas, civiles colaboradores y otros agentes del Estado. La segunda parte del enunciado es válida en la medida en que toda victimización horizontal que involucra a grupos armados con cierto poder y control territorial o social presupone, a su vez, una victimización vertical en la que perpetradores y víctimas se relocalizan cuando se cometen atrocidades contra la población civil. Es decir, se trata de un contexto de victimización múltiple, asimétrica y variable (Hoyos, 2018).

Uno de los volúmenes del informe final de la Comisión de la Verdad (CEV) en Colombia, titulado No matarás, reconstruyó el relato del conflicto armado en el país en diferentes etapas, desde la violencia de 1920 hasta el 2016, año en que se firmó el Acuerdo Final para la Paz entre el Gobierno y la antigua guerrilla de las Farc-ep. De acuerdo con la Comisión, a finales de los años ochenta, después de algunos intentos fracasados de paz, la guerra fue a muerte, sin tregua entre las guerrillas y la coalición paramilitar recién compuesta por narcotraficantes, sectores de la fuerza pública, empresarios y políticos. De ahí, concluye el informe que “la mezcla de objetivos, decisiones políticas, codicia y traiciones convirtieron a la década que va de 1995 a 2005 en la más atroz del conflicto armado interno” (CEV, 2022, p. 571). En ella participaron todos los agentes armados para cometer las peores barbaries. El 70 % de las victimizaciones se produjeron durante ese periodo. Cada actor apelaba a una narrativa distinta para legitimar sus acciones criminales. La contrainsurgencia, que incluía sectores del Estado y de la fuerza pública, justificaba sus crímenes con base en que las guerrillas debían ser derrotadas y el comunismo debía desterrarse del territorio nacional. La insurgencia a su turno recurría al discurso de la transformación y la exclusión social para justificar sus crímenes.

Una vez desgastadas ambas narrativas, el conflicto se degradó. Las narrativas se sustituían, pero los métodos de guerra execrables se mantenían. Entre 2002 y 2010, con el cambio de narrativa operado por los gobiernos presididos por Álvaro Uribe Vélez, la lucha contra la guerrilla y el terrorismo dio lugar a las ejecuciones extrajudiciales a manos de agentes del Estado. Los discursos y las acciones perdían legitimidad, pero las víctimas iban en aumento. Al final, el país quedó “inundado de víctimas y no había héroes a quienes ensalzar” (CEV, 2022, p. 572). Esta reconstrucción evidencia el carácter horizontal de la violencia en el caso colombiano, en el que los distintos actores perpetraron atrocidades indiscriminadas contra la población civil en la búsqueda de ideales espurios.

Ante la descripción anterior de la situación colombiana podría objetarse que no debe perderse de vista el hecho de que en este país ha existido una institucionalidad democrática y de estabilidad relativa, en medio de la violencia del conflicto armado interno, la ya comentada paradoja colombiana entre el orden y la violencia (Gonzáles, 2012). Sin embargo, habría que precisar que el retrato del contexto en esos términos no tendría mucho de paradoja y tampoco sería una peculiaridad colombiana. De un lado, el mero hecho de que existan instituciones “democráticas” que funcionen y espacios o zonas geográficas en aparente paz o desprovistos de conflictos abiertos y visibles, no desmiente que la violencia sea estructural; esto es, que colonice de distintos modos las formas de vida en una sociedad, incluso los lugares de aparente calma y paz. De otro, el orden en medio del caos es propio de cualquier contexto de guerra o estado de naturaleza: mientras mantienes la casa arreglada de puertas para dentro, afuera puede librarse una batalla que, si no te ha alcanzado, podría alcanzarte en algún momento. El que existan instituciones funcionales en medio de una situación de conflicto no es una particularidad colombiana, sino que obedece a la tensión propia de toda confrontación: la fuerzas o los individuos en combate requieren de canales de orden alternos que posibiliten las batallas mismas. La concentración de los combatientes en una batalla en un espacio específico sería impensable sin la existencia de un orden entre no combatientes que garantice la continuación del conflicto hasta la destrucción total del contrario. De ahí que la mentada paradoja resulte insostenible en términos conceptuales, además de las consecuencias perversas que ya se han destacado antes.

4. Algunos elementos para repensar el estado de naturaleza a partir de los contextos transicionales

Los casos anteriores ilustran ciertos aspectos que permiten hablar de un estado de naturaleza con matices diferentes a la caracterización de Hobbes. Destacaré cuatro elementos en ese sentido. Primero, la victimización vertical, en el caso de las dictaduras, pone de presente una característica del estado de naturaleza que no coincide con la descripción de una guerra de todos contra todos: el Estado como principal perpetrador o generador de violencia. En el régimen dictatorial argentino, tal como lo muestra la sucinta descripción hecha en el acápite precedente, no se trató de la disposición de cada individuo a batallar en contra de su enemigo. Al contrario, fue el Estado en cabeza de las fuerzas militares que criminalizó a un sector de la población y la victimizó con todo el aparato de poder represivo. Por tanto, un primer elemento para reformular el estado de naturaleza, en clave transicional, es el rol del Estado como principal promotor de la violencia contra individuos inocentes, con el pretexto de la seguridad nacional.

Segundo, el caso colombiano muestra que la victimización horizontal, recíproca y bidireccional no excluye la posibilidad de lo que se podría llamar paz parcial o sectorial coexistente con la guerra fratricida 14 . Ello implica que el tiempo de la paz no excluye el tiempo de la guerra, por lo que el estado de naturaleza no debe pensarse en términos exclusivos de guerra potencial o disposición para la batalla. El estado de naturaleza, incluso cuando existe victimización horizontal en guerras irregulares con la intervención de diferentes actores armados, como en Colombia, encierra periodos de relativa paz temporales o por sectores. La guerra colombiana se libró en mayor medida en zonas rurales y ciudades o municipios periféricos, mientras que los cascos urbanos de las principales capitales, por lo general, solo eran afectadas de forma esporádica durante eventos de conflagración específicos o episodios terroristas (Pizarro, 2004, pp. 146 y ss; Sánchez, 1994, pp. 119 y ss). Por tanto, el estado de naturaleza no puede concebirse como un recurso monolítico, sino que debe incorporar los matices que se derivan de las características de las victimización vertical y horizontal, lo cual presupone identificar estados mixtos de civilidad y naturaleza: cuando el Estado es el perpetrador y cuando buena parte de la población no está afectada directa o materialmente por la violencia.

Tercero, de los casos revisados deriva una noción que no aparece en el estado de naturaleza hobbesiano: la idea de víctima. Esa noción está ausente por la sencilla razón de que su descripción no permite distinguir entre lo injusto y lo justo hasta que aparece el Leviatán para obligar al cumplimiento de las leyes naturales. No obstante, la idea de víctima no puede ser ajena al estado de naturaleza por dos razones: (1) porque es su lucha por el reconocimiento la que genera la transición, y (2) por cuanto el sustrato de derechos humanos que subyace al estado de naturaleza no puede reducirse al derecho de resistir ante una amenaza contra la vida o integridad física. Como se advirtió, la resistencia individual no deviene de un juicio ético o moral, sino de la imposibilidad física de renunciar al deseo racional de autoconservación, por lo que no cabría hablar, en estricto sentido, de un sustrato ético en el estado naturaleza hobbesiano (Herrero, 2012). De ahí que sea necesario introducir un sustrato ético del estado de naturaleza robusto para poder propiciar la transición hacia un régimen político en el que podamos vivir juntos sin violentarnos. Por esa razón, el derecho a resistir anclado en el miedo a la muerte y el cálculo racional para la supervivencia resultan insuficientes para explicar la necesidad de la transición.

El reconocimiento del otro, la víctima, demanda una estructura institucional de reciprocidad que permita reconocer el mal infligido para comprometerse en la tarea de superarlo y no repetirlo. En ese sentido, el miedo a la muerte no basta. “El fallo [de Hobbes] reside”, sostiene Ricœur (2005), “en la ausencia de una dimensión de alteridad en la serie de conceptos que culminan en la idea de pacto” (p. 179). Para que el reconocimiento tenga lugar, debe existir un contenido ético mínimo que permita pasar de la injusticia al respeto y del desprecio a la consideración (Aranzueque, 2019, p. 157). Un estado de naturaleza en el que cualquiera puede convertirse en víctima es un estado en el que nadie merece vivir. De la desconfianza, la competencia y el afán de gloria, los vicios del individuo en su condición natural, no pueden surgir el respeto, el trabajo cooperativo y el reconocimiento de la dignidad. El estado de naturaleza hobbesiano difícilmente podría explicar la fundación de un régimen político o el tránsito a la civilidad si no incorpora una base ética que posibilite la comprensión del otro, no solo como un igual para la guerra, sino también como un igual digno de respeto y consideración.

5. A modo de conclusión: réplica a posibles objeciones

Paul Ricœur apunta que el estado de naturaleza hobbesiano es una “experiencia del pensamiento”, es decir, no se trata de la observación de un estado de hecho, sino “de la imaginación de lo que sería la vida humana sin la institución de un gobierno” (Ricœur, 2005, p. 173). Ese estado de naturaleza es el que he intentado repensar aquí a partir de dos experiencias históricas consideradas paradigmas de violencia, que se asemejan al estado de naturaleza en la medida en que la guerra y el recurso a la violencia constituyen formas de relacionamiento entre los individuos. Lo que nos indican los contextos transicionales revisados es que, en eventos de violencia vertical u horizontal generalizada, existen ciertos elementos que obligan a caracterizar de otro modo el estado de naturaleza postulado por Hobbes para dar cuenta de las posibilidades de transitar hacia un estado de civilidad o un régimen político que permita el “estar juntos” de forma pacífica.

Los elementos identificados fueron tres: (1) la violencia ejercida por aparatos estatales en contra de un sector de la población; (2) la coexistencia de periodos de paz sectorial y de guerra o violencia subyacente, junto con un régimen institucional de estabilidad relativa; y (3) la noción de víctima, como idea normativa, en búsqueda de reconocimiento a partir de un sustrato ético robustecido con los derechos humanos. Si bien existe una asimetría entre la experiencia del pensamiento y las experiencias históricas, nada impide que estas últimas contribuyan a la transformación de la primera, como ya se dijo. Sin embargo, esta asimetría puede aligerarse si se recurre a Locke (2014), quien señaló que “nunca faltaron en el mundo, ni nunca faltarán hombres en tal estado [de naturaleza]” (p. 52), entendida la condición natural como el derecho personal de vida y muerte de un individuo sobre otro. De ahí que Cavell (2007) sostenga que “cada sociedad continuamente y en cada generación (y en cada individuo) tiene que (re)emerger del estado de naturaleza” (p. 80). Ello difumina la asimetría para dar un poco más de realidad al estado de naturaleza más allá de la ficción política necesaria para explicar la fundación del gobierno civil.

Se podría objetar que la figura del estado de naturaleza no es necesaria para hablar de transiciones de la guerra a la paz o de la dictadura a la democracia, porque la contraposición entre naturaleza y civilidad no se acompasa con los contextos transicionales como los estudiados aquí, por lo que sería mejor renunciar a la figura en este campo. De hecho, es justamente esa idea la que he cuestionado aquí: los espacios o momentos de civilidad no eliminan las situaciones de violencia ni indican que sean marginales o carezcan de importancia en los contextos transicionales, sino que, por el contrario, esa paz fragmentaria se ve interpelada por el estado de naturaleza del que hacen parte 15 ; pero más allá de eso, la objeción omite el valor heurístico de la figura y su arraigo en el discurso y el imaginario filosófico y político liberal. El referente sigue rindiendo réditos explicativos y permite hacer comprensible la caracterización del estado de cosas anterior a la adopción de un régimen de gobierno democrático o la entrada a un periodo de paz después de una conflagración armada. Insistir en una redescripción del estado de naturaleza posibilita reactualizar la figura y aprovechar su arraigo en el discurso político para la explicación de los procesos transicionales. Los matices expuestos en este ensayo son los que permiten actualizar el concepto de “estado de naturaleza” 16 .

De hecho, el estado de naturaleza funciona para distinguir los contextos transicionales, como los revisados en este texto, de otros tipos de transiciones políticas que no implican procesos de justicia transicional. Por ejemplo, la transición de un modelo de monarquía constitucional a un régimen republicano no precisa de la figura del estado de naturaleza, toda vez que ese tipo de transición política puede presentarse sin que existan escenarios de violencia generalizada (puede ser el resultado de elecciones populares u otras decisiones políticas). No toda transición política conlleva procesos de justicia transicional, pero la justicia transicional presupone situaciones de múltiples y variadas atrocidades que pueden ser bien descritas como un estado de naturaleza. De ahí que el marco analítico que suministra el estado de naturaleza, y la contraposición entre naturaleza y civilidad, funcione para describir los procesos de justicia transicionales en los que se intenta poner fin a violencias generalizadas verticales u horizontales.

Una segunda objeción podría recurrir a otras nociones de transición, como la marxista; pero, de nuevo, las transiciones marxistas precisan de crisis o “contradicciones internas” entre las fuerzas productivas que conlleven el cambio en las relaciones de producción, y no de una violencia generalizada y extrema, a menos que se trate de revoluciones armadas, que no siempre es el caso. Aunque podría servir para explicar la transición como transformación social (Paige, 2011), no funciona para describir las atrocidades que imponen la necesidad de superar la violencia del estado de naturaleza. Podrían plantearse dos alternativas conceptuales que parecerían más razonables que la anterior. María Teresa Uribe propone retomar la noción de “estados de guerra” 17 como la situación en la que predomina el animus belli, sin que existan, por necesidad, acciones bélicas, y en los que se pueden presentar “regiones o territorios relativamente pacíficos que coexisten con espacios particularmente violentos” (Uribe, 1999, p. 26). Lo particular de tales estados, como sería el caso colombiano, es que predomina “la voluntad de no someterse a la soberanía interna” (Uribe, 1999, p. 26). La noción de estados de guerra incluye el segundo elemento identificado aquí para repensar el estado de naturaleza, pero deja por fuera los demás.

Gerlach (2015), por su parte, sugiere hablar de “sociedades extremadamente violentas” o de “violencia en masa”. Este tipo de sociedades incluye los dos elementos descriptivos incluidos en la relectura del estado de naturaleza que he ambientado aquí: la violencia desde el Estado, en comunión con otros sectores sociales, y la perversa convivencia entre el orden para algunos y la violencia para otros. Incluso, Gerlach destaca que la distinción entre el perpetrador y el espectador no afectado se diluye en los fenómenos de violencia en masa, por lo que prefiere referirse al “perseguidor” como un término más abarcador. A la vez, aboga por superar la división entre la historia de los perpetradores y la de las víctimas, que pone a estas últimas como grupos al margen de la sociedad, para en su lugar dar cuenta de ellas en proceso interactivo, en el que no solo son reactivas o pasivas, sino que buscan apoyos, alianzas y contraataques (Gerlach, 2015, p. 19). Sin duda, estas ventajas conceptuales podrían hacer de la noción de “violencia en masa”, en principio, una candidata más razonable que la del “estado de guerra”, para reemplazar la figura del estado de naturaleza.

La noción de sociedades extremadamente violentas resulta más comprehensiva que la idea de “estados de guerra”, pero en ambas ideas está ausente la fuerza normativa del “estado de naturaleza”, como una condición o situación que se debe superar para encaminar a la sociedad hacia un estado distinto en el que las atrocidades del pasado no tengan cabida. Es decir, las nociones alternativas no dan cuenta de la necesidad de transitar hacia nuevas formas de trato social sobre la base del ideal regulativo del diálogo y la mediación como instrumentos para resolver diferendos, sin que la violencia sea el principal recurso. De hecho, el propio Gerlach (2015) reconoce que la idea de “violencia en masa” es una alternativa frente conceptos más normativos, con lo cual revela la carestía central de dicha noción (p. 15). La fuerza normativa del “estado de naturaleza”, erigida en la idea de los derechos de las víctimas, permite, además, comprender la justicia transicional como un proyecto ilustrado que jalona el tránsito hacia la paz, la democracia y la civilidad a partir de dos elementos básicos: una comprensión no estrecha de la ilustración y la recuperación de la condición de prójimos.

En este contexto, la noción de justicia transicional debe entenderse en un sentido amplio que abarca juicios sancionatorios a los responsables o perpetradores de las graves violaciones de los derechos humanos, así como medidas como comisiones de la verdad, programas de reparación administrativa u otros mecanismos que permitan recomponer el pasado (Uprimny, 2006; Olsen et al., 2016; Teitel, 2017). Como advertí, es claro que pueden existir transiciones sin justicia transicional. Esto es, acuerdos o arreglos políticos que permitan superar el estado de naturaleza sin que sea interés de las partes asumir un proyecto de transformación ilustrado; es decir, sin un proyecto de justicia transicional 18 . La justicia transicional no precisa por necesidad de un proceso de refundación del Estado o un nuevo pacto social 19 . Esto significa que pueden existir procesos de justicia transicional con una fuerte pretensión de ilustración sin que sea necesaria una nueva constitución o se proponga una nueva asamblea constituyente. Las medidas de justicia mencionadas pueden ostentar un grado más o menos intenso de justicia retributiva, aunque siempre adoptan en mayor o menor medida un enfoque restaurativo y reparador. En cualquier caso, toda justicia transicional asume las pretensiones ilustradas que destaco a continuación.

El primer elemento implica ampliar la idea de ilustración en dos sentidos: reconocer los límites de la razón y no desterrar las emociones del juicio. “Solo cumpliendo la ley de la ilustración y al mismo tiempo sobrepasándola, alcanzaremos espacios espirituales en [los] que la raison no se agota en el simple cálculo”, dice Améry (2013, p. 45). Pensar por sí mismo, o alcanzar la mayoría de edad en términos kantianos, no presupone solo el movimiento crítico del pensamiento, sino también la transformación espiritual del yo, esto es, de los modos de ser y estar en el mundo, para lo cual no basta la deducción lógica y la verificación empírica. Por ello, sentencia Améry (2013), “la ilustración solo podrá cumplir su tarea si obra con pasión”, y su tarea no consiste en la clarificación absoluta, sino en la administración razonable de las dudas (p. 46). Así, la misión de la justicia transicional no es simple y llanamente hacer justicia frente a las violencias del pasado. Además, debe asumirse como un vector para precaverse de los escenarios en los que la razón y las emociones deben mantenerse atadas a efectos de evitar nuevos ciclos de violencia: una suerte de trabajo racional sobre las emociones individuales y colectivas.

El segundo elemento, la recuperación de la condición de prójimo, puede ser leído en los términos de Butler (2010; 2020) como la consigna de que toda vida merece ser preservada y, en caso de daño o pérdida, también merece ser llorada. Lo que Butler llama la condición duelable de toda vida humana invita a no ejercer la violencia en ninguna circunstancia y a adoptar un enfoque igualitario del valor de la vida. Lo primero puede funcionar como ideal regulativo, y lo segundo implica resolver el problema de la distribución diferenciada de la duelidad, esto es, las jerarquías de las vidas que valen más que otras en función de otros factores irrelevantes para la condición humana, como la pobreza, la raza, el género o el sexo, etc. El enfoque igualitario del valor de la vida implica que la cualidad de ser duelable debe predicarse de cada vida humana como principio o presunción que articula toda la organización social. En ese sentido, la justicia transicional, como proyecto ilustrado, debe comprometerse con la recuperación y la promoción, más allá de las estrechas fronteras del aparato judicial, de la idea que toda vida humana importa y merece ser resguardada de daños injustificados. El restablecimiento de la condición de prójimo pasa por tomarse en serio la presunción de que la vida de cualquier otro vale igual que la propia 20 .

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Notas

1 Skinner (2003) pone de presente que Hobbes inauguró la noción de Estado para que el individuo quedara sujeto a una sola autoridad soberana “y no ya ante una multiplicidad de autoridades jurisdiccionales, tanto locales como nacionales, tanto eclesiásticas como civiles” (p. 34).

2 Cabe destacar la asimetría del diálogo planteado. Por un lado, se encuentra un dispositivo teórico que funge como hipótesis explicativa del nacimiento del Estado liberal moderno. Por el otro, se trata de experiencias históricas que han dado lugar a transiciones más o menos exitosas. Ambos están en distintos niveles de concreción (el teórico-hipotético y el práctico-verificado), pero ello no impide que el dispositivo teórico pueda ser revisitado a partir de la experiencia histórica. La discusión acerca de si la condición natural en Hobbes es real o ideal no ha sido clausurada del todo (Hoekstra, 2007, pp. 117-120). En todo caso, Locke (2014) no deja de recordarnos que los estados de naturaleza estarán siempre presentes en el mundo.

3 Me limitaré a Hobbes, pese a que existen otras caracterizaciones del estado de naturaleza y de la transición originaria. Además, me abstendré de abordar discusiones sobre la mejor interpretación de Hobbes como positivista o iusnaturalista, y como absolutista o protoliberal (Bobbio, 1991).

4 Zarka (1997) identifica estos tres vicios como causas de la guerra.

5 La posibilidad individual de resistencia es, en Hobbes, uno de los pocos signos de individualidad y que validarían a la persona sometida al Leviatán para rebelarse contra él. Pero Hobbes plantea la cuestión en términos naturalísticos y no éticos o morales: el deseo de conservación no es susceptible de renuncia, porque es contrario a los mandatos naturales de la razón, sin que presuponga deberes o cuestionamientos morales que justifiquen la opción de la resistencia. La noción de “derecho” hobbesiana tiene lugar en el estado de naturaleza, pero significa que cada individuo tiene la posibilidad de disponer a su antojo de su libertad e interpretar las leyes de la naturaleza conforme con los dictados de su razón; es decir, el deseo de poder y preservación. Dice Hobbes (2018): “el DERECHO consiste en la libertad de hacer o de no hacer…[Así,] [p]ara un hombre, no hacer uso de su derecho a algo es privarse de la libertad de impedir que otro se beneficie de lo mismo a lo que él tiene su propio derecho […] pues no hay nada a lo que todo hombre no tenga derecho por naturaleza” (pp. 185-186; mayúsculas y cursivas en el original).

6 Cursivas y mayúsculas en el original. Traducción ligeramente modificada de Hobbes, 2018, pp. 234-235.

7 Hampton (1995), entre otros autores, utiliza la teoría de los juegos y el dilema del prisionero para dar cuenta del paso del estado natural al civil en Hobbes, y salvaguardar las posibles contradicciones e insuficiencias que este presenta. La autora norteamericana identifica dos problemas. Primero, las pasiones o emociones según Hobbes no darían lugar a un conflicto extremo que conlleve la salida del estado de naturaleza. Segundo, la racionalidad según Hobbes llevaría a los individuos en la condición natural a adoptar comportamientos cooperativos más que a la guerra de todos contra todos. Ninguno de estos aspectos propios de la condición natural obligaría al tránsito al estado civil y menos a instituir la soberanía en un tercero, el Estado, mediante el contrato social (Hampton, 1995, p. 79). Para resolver esta cuestión, Hampton propone introducir la teoría de los juegos para afirmar que la relación costo-beneficio es peor en la condición natural que en el estado civil. Esto permite a las personas optar por subyugarse al poder de un tercero y obtener algunos beneficios (paz y seguridad), antes que mantener la posibilidad de satisfacer todos los intereses personales sin someterse a ninguna autoridad. Las interacciones continuas en el estado de naturaleza llevarían a los individuos progresivamente al estado civil (Hampton, 1995, pp. 185-187). Esta interpretación de Hobbes ha sido cuestionada por el excesivo carácter racionalista que simplifica el estado de naturaleza hobbesiano (Hoekstra, 2007). Coincido en que la introducción de la teoría de los juegos en la condición natural resulta reduccionista: “La dificultad común de interpretar a Hobbes a la luz de tales modelos [de teoría de los juegos] consiste en simplificar la concepción hobbesiana [del estado de naturaleza] al dejar a un lado los elementos que no encajan [con la teoría de los juegos]” [“the common pitfall of assimilating Hobbes to such models [games theory] remains that of simplifying his account by setting aside those elements that do not fit”] (Hoekstra, 2007, p. 116). A diferencia de la estrategia racionalista de la teoría de los juegos, lo que planteo en este ensayo es fortalecer la base ética de la condición natural.

8 Seleccioné los casos de Argentina y Colombia por cuanto permiten identificar formas paradigmáticas de violencia, acompañadas de otros factores, y ejemplifican las categorías de victimización vertical y horizontal de Orozco (2005). Las variables para identificar la violencia en un caso y otro son básicamente tres: cómo fue la violencia ejercida, contra quiénes se ejerció y quiénes son los principales perpetradores. Ello, además, permitirá identificar un rasgo común para examinar la caracterización hobbesiana del estado de naturaleza.

9 Orozco (2005) reconoce su deuda con dos autores respecto de estas distinciones. Por un lado, Rajeev Bhargava se refiere a los términos “barbarie simétrica” y “barbarie asimétrica” con base en criterios normativos. Orozco precisa que la distinción entre victimización vertical y horizontal procede de la diferencia entre barbaries propuesta por el teórico indio, pero con una significación “ligeramente” disímil que incorpora criterios empíricos. Por otro, la distinción entre transiciones simples y dobles viene de Terry Karl. Pero, afirma Orozco (2005), la autora estadounidense “no extrae ninguna conclusión que generalice sistemáticamente” a partir de dicha distinción (pp. 10-11). No me ocuparé aquí de las eventuales coincidencias o distancias entre cada autor por resultar irrelevante para la hipótesis que me interesa defender en esta ocasión.

10 La última hipótesis de la propuesta de Orozco (2005) sobre la predominancia del componente retributivo o restaurador de la justicia transicional, en función del tipo de victimización, es discutible, pero no será objeto de análisis en esta oportunidad.

11 Énfasis en el original. Walsh (2021 [1977]) nos recuerda la definición de un alto mando del Ejército durante la dictadura militar: “la lucha que libramos no reconoce límites morales ni naturales, se realiza más allá del bien y del mal” (p. 50).

12 El informe dedicó un capítulo especial a los niños desaparecidos y las embarazadas, en el que precisó que “los represores que arrancaron a los niños desaparecidos de sus casas o de sus madres en el momento del parto, decidieron de la vida de aquellas criaturas con la misma frialdad de quien dispone de un botín de guerra” (Conadep, 1984, p. 222).

13 La victimización vertical, más que la horizontal, puede interpretarse en términos de dispositivos de poder o tecnologías políticas del individuo y de las poblaciones, lo que Foucault (2001) llamó el biopoder o la biopolítica, esto es, el ejercicio del poder soberano para hacer vivir y dejar morir. Mbembe (2011) se ha referido a la necropolítica, ya no como el poder de hacer vivir, sino como el derecho que se arroga el poder soberano para matar o hacer morir. Sus ejemplos de soberanía necropolítica coinciden con los fenómenos de victimización verticales en las dictaduras: el terror revolucionario, el sistema esclavista de plantación, el nazismo o la ocupación colonial en general. La victimización horizontal podría ser interpretada en los mismos términos si admitimos que todos los agentes de la violencia constituyen poderes soberanos. La multiplicidad de poderes soberanos en Colombia, por ejemplo, tendería al infinito, lo que dificultaría el análisis hasta perder la especificidad de la noción de soberanía.

14 Como ya observé, no se trata de una particularidad colombiana, pero el conflicto armado en Colombia es lo que permite, en el marco de este ensayo, introducir el matiz necesario para lograr una caracterización más idónea del estado de naturaleza.

15 Una pregunta diferente es si al usar el concepto de “estado de naturaleza” cambiaría la visión que tienen algunas personas sobre la violencia estructural. Es decir, si la concepción normativa de estado de naturaleza que se propone aquí interpelaría a aquellos sujetos que pueden vivir y trabajar con tranquilidad, aunque su vecino sea víctima de graves violaciones de derechos humanos; si pudiera contribuir a que las personas sintiesen una mayor responsabilidad política frente a las atrocidades. La cuestión formulada en esos términos escapa a los objetivos de este ensayo; sin embargo, a mi juicio, si el discurso jurídico-político cambia y asume la condición natural como un estado en el que nadie merece vivir y, por tanto, injusto, entonces la práctica debería operar un cambio similar. Esto es, debería observarse, al menos, una reducción de la indiferencia del ciudadano de a pie. De ahí las pretensiones ilustradas de toda justicia transicional. Por ahora, solo cabe su postulación teórica. Para decirlo con Kant (2011), “cuando la teoría sirve de poco a la práctica, esto no se debe achacar a la teoría, sino precisamente al hecho de que no había bastante teoría” (p. 4). Lo que se traduce, en el ámbito moral o el campo de la razón práctica, en que el valor de la acción “depende por completo de su conformidad con la teoría subyacente, y en donde todo está perdido cuando las condiciones empíricas –por ende, contingentes– de la ejecución de la ley se convierten en condiciones de la ley misma” (Kant, 2011, p. 6).

16 Otra objeción de distinto orden podría argüir que todo lo que ocurre en el estado de naturaleza hobbesiano no tendría, en principio, que ser juzgado, pues no había estado de derecho. Habría en realidad una amnesia posterior, y no un pasado que se juzga. Si hay un pasado que juzgar, se tiene que hacer con base en ciertos criterios que desbordan el estado de naturaleza; no obstante, esta objeción omite dos aspectos del estado de naturaleza en Hobbes. En primer lugar, en dicho estado existen leyes o derecho natural, pero cada sujeto puede interpretarlo según favorezca su autopreservación. En segundo lugar, el miedo a la muerte, entre otras pasiones, es lo que explica en parte la potencialidad de la guerra de todos contra todos y la necesidad de salir de la condición natural. Estos dos aspectos desvirtúan la objeción: ninguno de ellos habilita la inferencia de la amnesia sugerida por la objeción y, por el contrario, permiten una salida como la defendida en este artículo. No hay amnesia porque el miedo a la muerte y las demás pasiones no se pierden. No es posible eliminar esas emociones. Prueba de ello es la resistencia individual que admite Hobbes, por razones naturales, ante la sentencia de ejecución impuesta por el Leviatán. El derecho natural tampoco desaparece. Lo que sucede es que se le atribuye al Estado la autoridad única y exclusiva de interpretarlo y aplicarlo. Por esa razón, no hay amnesia posible. Además, si ambos elementos se mantienen durante el tránsito hacia –y en– el estado civil, cabe aseverar con Hobbes que no se trata de una suerte de tabula rasa, sino de una transformación en la que se conservan ciertos componentes. Eliminada la primera parte de la objeción, nos queda la segunda: no habría cómo juzgar las violencias del pasado. No obstante, si el derecho natural pasa a ser interpretado en el estado civil por una sola autoridad, cabe la posibilidad de la reflexión y el juicio sobre las acciones pasadas a partir de lo que en el estado civil se considere ahora como injusto. Ello implica ir más allá de Hobbes, tal como lo propongo en este artículo, para robustecer el sustrato ético e introducir la noción de víctima en el estado de naturaleza. Lo que a su turno conllevaría dejar de ver el estado natural y la naturaleza solo como barbarie o caos, y asumirla como una interlocutora que alberga el germen de la civilización (Brague, 2021, pp. 146-151).

17 La autora recupera la idea de “estado de guerra” de la lectura foucaultiana de Hobbes en Defender de la sociedad (Foucault, 2001), pero la razonabilidad de tal lectura no será discutida aquí.

18 Las transiciones políticas pueden contribuir a superar el estado de naturaleza, pero sin el proyecto ilustrado de una justicia transicional, o uno débil, podrían conllevar la inestabilidad del estado civil. De ahí que quepa distinguir entre transiciones políticas y justicia transicional. Las primeras pueden llevarse a cabo sin un proyecto de ilustración. La segunda, según la conceptualización propuesta aquí, presupone siempre un proyecto de ilustración que, en cuanto tal, siempre será inacabado.

19 Este es uno de los debates relacionados con los procesos de justicia transicional. Consiste en establecer si toda transición implica un nuevo pacto social o una refundación del Estado. Es decir, si la superación de las violaciones graves de derechos humanos, como consecuencia de un conflicto armado o de un gobierno dictatorial, conlleva por necesidad una reconfiguración del contrato social, o la transición puede tener lugar bajo el pacto social anterior en medio del cual se presentaron las atrocidades que se pretende superar. Esta intuición parece encontrarse en la idea de justicia transicional sin transición. Uprimny (2006) advirtió que el proceso transicional colombiano, referido al proceso de Justicia y Paz, “no puede producir una transformación radical del orden social y político” (p. 14). Por su parte, Garay (2001) señaló que el conflicto armado es apenas una de las aristas de la crisis en Colombia, por lo que el tránsito hacia la paz hace necesario “volver a pensar seriamente cómo se va a transformar la sociedad” (p. 142), y agregó que “deberá gestionarse y legitimarse un verdadero pacto colectivo y una agenda de transición a un [Estado Social de Derecho]” (p. 145), pero enmarcado en la Constitución de 1991. Para responder esa cuestión, es necesaria la redescripción del estado de naturaleza, como la propuesta aquí, de modo que la identificación de los factores que inciden en las atrocidades posibilite la construcción de la forma más adecuada de superar la condición natural. Como hipótesis general, susceptible de ser falseada, podría sostenerse que cuando se trata de transiciones simples de regímenes dictatoriales a la democracia, la superación del estado de naturaleza no implica la refundación del Estado o un nuevo pacto social; pero cuando se trata de transiciones dobles –de la guerra a la paz y de la dictadura a la democracia–, parece más urgente concebir un nuevo contrato social. Pero ello será objeto de otra reflexión (Blanco, 2024).

20 Esta concepción permite, incluso, ampliar el campo descriptivo del estado de naturaleza para justificar la justicia transicional en otros escenarios que no coinciden con dictaduras o conflictos armados internos o internacionales. Por ejemplo, las sociedades que sufren el flagelo de las guerras entre bandas criminales dedicadas al narcotráfico están sumidas en un estado de naturaleza que resulta imperioso superar. Melchor (2024), en su compilación de crónicas titulada Aquí no es Miami, refleja con bastante crudeza las afectaciones y el impacto del narcotráfico en la vida de las sociedades, que no podrían ser descritas como dictaduras o conflictos armados, pero que sí podrían describirse como un estado de naturaleza en el que cualquiera puede ser una víctima. Melchor relata la condición de personas víctimas del narcotráfico sin serlo directamente, narrando la historia de una mujer que, una noche cualquiera en medio de un sueño con alienígenas, se despierta alterada por los ruidos que vienen de la calle. Su marido, al asomarse, se percata de que se trata de una balacera. El miedo y la incredulidad se apoderan de la esposa, quien se escandaliza porque los narcos hayan llegado hasta su barrio de “portones blancos y camionetas del año y sirvientas que barren a diario los frentes de las fachadas. Y con lo costosa que había salido la casa” (Melchor, 2024, p. 133). Durante los días siguientes, es incapaz de dormir por miedo a soñar de nuevo con extraterrestres. En otra crónica, una joven pasa por el que fuera su colegio y se encuentra con una cruz destruida, que conmemora el fallecimiento en frente del lugar de una mujer para ella desconocida. Inquieta, busca información para enterarse de qué le pudo haber sucedido a la fallecida, pero se encuentra con el descuartizamiento de otra mujer que casi fue enterrada por los padres de otra víctima, aún desaparecida y cuya velación errónea fue develada en pleno sepelio. Se retrata aquí un dolor que transitó y mutó de una familia a otra, en el que la joven del relato, sin información certera, solo puede imaginar la suerte de la mujer cuyo nombre encontró en la verja de su colegio: “los ojos te lagrimean. Te los limpias con coraje: ya no eres una chiquilla y no puedes darte el lujo de llorar por la gente que no conoces, por la gente de la que no eres responsable” (Melchor, 2024, p. 157). Describir estas sociedades como “estados de naturaleza” abriría la puerta para la entrada de la justicia transicional como un proyecto ilustrado.

Información adicional

Para citar este artículo: Blanco Cortina, D. (2024). Una relectura del estado de naturaleza hobbesiano en contextos transicionales. Los casos de Argentina y Colombia. Universitas Philosophica, 41(83), 59-85. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-2426. doi: 10.11144/Javeriana.uph41-83.enht

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