Ambientalismo, utopía y estética. Un análisis de la relación naturaleza-sociedad desde el pensamiento de Theodor Adorno*

Environmentalism, Utopia and Aesthetics. An Analysis of the Relationship Nature-Society after Theodor Adorno’s Thought

Ambiente y Desarrollo, vol. 22, núm. 43, 2018

Pontificia Universidad Javeriana

Silvana Cappuccio a

Universidad de Buenos Aires, Argentina


Fecha de recepción: 01 Julio 2018

Fecha de publicación: 30 Diciembre 2018

Resumen: En este artículo nos proponemos reconocer y discutir los fundamentos y valores puestos en juego en la crítica adorniana con respecto a las relaciones sociedad-naturaleza, e iluminar sus puntos de convergencia con la crítica ambiental. Para ello, exploramos las nociones de historia natural y reconciliación con la naturaleza en dos obras de Theodor Adorno, “La idea de historia natural” y Teoría estética. Apoyamos la tesis que sostiene que la demanda derivada de los presupuestos frankfurtianos de necesidad de armonización de los saberes racionales, sensibles, estéticos y espirituales está implícitamente asumida en el desarrollo del ambientalismo como movimiento histórico-vital.

Palabras clave: Adorno, ambientalismo, movimiento histórico-vital, utopía.

Abstract: In this article we aim to recognize and discuss the fundamentals and values at stake in Adorno’s critique regarding the relationships society-nature and to shed light on their convergences with the environmental critique. To do so, we explore the notions of natural history and reconciliation with nature in two works by Theodor Adorno, “The idea of Natural History” and “Aesthetic Theory”. We support the thesis that the demand resulting from the Frankfurt School assumptions about the need to blend together the rational, sensitive, aesthetic and spiritual knowledge is implicitly assumed in the development of environmentalism as a historic-vital movement.

Keywords: Adorno, environmentalism, historic-vital movement, utopia.

Introducción

Podría decirse que se parte de la búsqueda de otra sociedad, de otra historia, de otro sentido (esto es, de otra racionalidad), no únicamente porque se sufre materialmente el orden vigente, sino, ante todo, porque disgusta.

Aníbal Quijano, Cuestiones y horizontes: de la dependencia histórico-estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder

En un breve y lúcido ensayo titulado “Estética de la utopía”, el sociólogo peruano Aníbal Quijano nos propone pensar la utopía como un proyecto de re-constitución del sentido histórico de una sociedad (Quijano, 1988), cuya cimentación en el imaginario social se haría posible merced al sentido estético presente en cada experiencia utópica: “Toda utopía de subversión del poder implica también, por eso, una subversión estética” (Quijano, 2014, p. 734). De hecho, los momentos históricos en los que se abren para la humanidad nuevas opciones civilizatorias han surgido siempre asociados a fenómenos de naturaleza estético-cultural (Jaspers, 1976; Lunn, 1982; Toynbee, 1970) “donde se combinan las visiones de artistas, cientistas y políticos, donde el arte y la utopía se encuentran con la realidad” (Leis, 2004, p. 37). El ambientalismo, entendido como movimiento histórico (véase, por ejemplo, McCormick, 1991; Touraine, 1987), y más precisamente como un movimiento histórico vital, en sentido bergsoniano (Bergson, 1946), tuvo también sus orígenes en un conjunto de nuevas ideas y sensibilidades que constituyeron, en el siglo XIX, su fase estética, de la cual emergieron desde los primeros cuestionamientos al paradigma cartesiano hasta las semillas de la perspectiva biocéntrica. A partir de entonces, se fue expandiendo mundialmente en una suerte de proceso multilineal, por “ondas” convergentes entre diversos sectores que, tras la posguerra, se fueron incorporando gradualmente al debate y dieron sentido a esa característica multisectorial, compleja y global que lo distingue hasta hoy. Esquemáticamente, es posible reconocer en su seno el claro liderazgo de las ciencias biológicas en los años 50 y 60, de la mano de la ecología y de la teoría general de sistemas; el ingreso de las ONG en los años 60; de los actores políticos y estatales en los años 70 —en una década fuertemente marcada por la Conferencia de Estocolmo de 1972—, y de los actores vinculados al sistema económico en los años 80 (Leis, 2004). En 1987, con la publicación del Informe Brundtland (ONU), la cuestión ambiental fue atravesada por la consagración de la noción de desarrollo sustentable, con su conocida ambigüedad retórica de apelación a una moral para el futuro y de aceptación del realismo político del presente. La sustentabilidad se presentó como un concepto novedoso, elástico, adaptable a diferentes contextos y suficientemente versátil como para instalarse sin mayores resistencias en las agendas políticas internacionales. Mientras que un vector ético-normativo continuó desde entonces reclamando a la civilización por su responsabilidad en las negligencias ecológicas, otro vector, pragmático, se preocupó principalmente por ir acomodando intereses frente a una transición que, más tarde o más temprano, veía llegar indefectiblemente.

Un rasgo característico de este proceso fue el tardío reconocimiento de la problemática ambiental por parte de las ciencias sociales, particularmente por parte de la sociología (Catton y Dunlap, 1978), cuya orientación se mantuvo radicalmente antropocéntrica y altamente funcional a las ideas de progreso y desarrollo instaladas por la Modernidad. El peso histórico de estas nociones, construido en virtud de una fe casi ciega en las fuerzas del trabajo y en la tecnología para la superación de todo obstáculo, indujo claras limitantes teóricas en el pensamiento crítico moderno y contribuyó no solo al mantenimiento de una visión dualista de la naturaleza y de la sociedad, sino también a invisibilizar los efectos socioecológicos de una subordinación constante a la producción de plusvalor y, particularmente, los efectos de la subsunción real de la naturaleza al capital (Sabbatella, 2010). En este sentido, Galafassi (2005) define al conjunto que conforman la economía, la ciencia y la sociedad moderna y capitalista “no solo como una empresa gigantesca de deshumanización, sino también de desnaturalización, por cuanto transforma a los seres humanos y a la naturaleza, de objetivos en sí mismos, en instrumentos y medios de hacer dinero y acumular capital” (p. 9). Recién en las postrimerías del siglo XX, especialmente a partir del aparato conceptual que comenzó a edificarse en torno al “marxismo ecológico” (O’Connor, 1988) y el “ecosocialismo” (Kovel y Löwy, 2002; Löwy, 2009), desde la filosofía política, la antropología filosófica y diversas vertientes de la sociología se comenzaron a analizar en profundidad las intensas interrelaciones entre las crisis de ruptura social y la crisis ecológica, y el vínculo que guarda esta última con las modalidades de producción y reproducción capitalista, y con la racionalidad instrumental moderna en sentido amplio. 1 Si bien excede a los objetivos de este artículo profundizar en las ideas y referentes envueltos en una reconsideración crítica de las categorías marxistas, 2 cabe resaltar que todos los análisis desde esta perspectiva parten de reconocer que la sincronía de diversos factores convierte a la crisis actual en una crisis civilizatoria:

La crisis actual tiene unas características diferentes a todas las anteriores ya que hace parte de un quiebre civilizatorio de carácter integral, que incluye factores ambientales, climáticos, energéticos, hídricos y alimenticios. La noción de crisis civilizatoria es importante porque con ella se quiere enfatizar que estamos asistiendo al agotamiento de un modelo de organización económica, productiva y social, con sus respectivas expresiones en el ámbito ideológico, simbólico y cultural. (Vega, 2009, p. 43)

Para Löwy (2005), la problemática ecológica exige ante todo “una ruptura radical con la ideología del progreso lineal y con el paradigma tecnológico y económico de la civilización industrial moderna” (p. 43), pero el pasaje al ecosocialismo, la construcción de un nuevo “paradigma de civilización”, “no puede comenzar sin una transformación revolucionaria en las estructuras sociales y políticas, y el apoyo activo […] de la población a un programa ecologista” (Löwy, 2009, p. 58). Mucho antes, André Gorz (2015) ya había planteado que las luchas ambientales no podían estar desprovistas de un contenido político y directamente anticapitalista: “¿Qué queremos? —discutía abiertamente— ¿Un capitalismo que se acomode a los inconvenientes ecológicos, o una revolución económica, social y cultural que suprima los inconvenientes del capitalismo y, por ello, instaure una nueva relación de la humanidad con su ambiente natural?” (pp. 7-8). Walter Benjamin fue también, sin dudas, uno de los primeros en reconocer la crisis ecológica como un subproducto inevitable del progreso y en apostar por una praxis política subalterna. En rigor de verdad, y a pesar de su excesivo pesimismo, de los pensadores de la escuela de Frankfurt han surgido las principales contribuciones socialistas al pensamiento ecológico. Los cuestionamientos de Horkheimer y de Adorno (1975) al sentido común ilustrado sobre la relación entre la humanidad y la naturaleza, “sustituyendo la crítica de la economía política por la crítica de la civilización tecnológica” (Leis, 2004, pp. 138-139), o su reconocimiento de una naturaleza “portadora de valores intrínsecos” (Leis, 2004, p. 139) constituyeron fundamentos clave para el movimiento ambiental.

Ricardo Leis, politólogo y filósofo argentino, autor de A Modernidade insustentável: as críticas do ambientalismo à sociedade contemporânea (2004) (La Modernidad insustentable. Las críticas del ambientalismo a la sociedad contemporánea), una de las más reconocidas obras de reflexión teórica sobre el movimiento ambientalista y las trampas de la Modernidad, en el ámbito latinoamericano, propone que “de un modo general, la demanda derivada de los presupuestos frankfurtianos de armonización de nuestros saberes racionales, sensibles, estéticos y espirituales está implícitamente asumida en el desarrollo del ambientalismo como movimiento histórico-vital” (Leis, 2004, p. 139). Partiendo de esta tesis y de los argumentos esgrimidos por Leis en su favor, el objetivo de este trabajo es aportar elementos para revisar algunos conceptos clave en la obra de Theodor Adorno, especialmente significativos en el campo ambiental y que guardan entre sí una correlación esencial: la idea de historia natural y la de reconciliación con la naturaleza. Dado que estas nociones no están específicamente circunscritas dentro de la producción adorniana, hemos elegido profundizar en cada una de ellas a partir de dos textos, muy distantes cronológicamente entre sí: el ensayo “La idea de historia natural”, producto de una conferencia que dictó Adorno en 1932, pero publicada en lengua alemana recién en 1973 3 —un texto considerado clave para comprender la génesis del proyecto filosófico de Adorno—, y Teoría estética, publicada en 1970.

El ambientalismo: un movimiento histórico-vital y realista-utópico

En los inicios del periodo moderno, el paradigma cartesiano dio respuesta a las demandas de las fuerzas productivas definiendo una división radical entre el hombre (poseedor de alma) y el resto de la creación (entendida como materia inerte desprovista de toda dimensión espiritual), en orden de habilitar el ejercicio ilimitado de dominación humana sobre la naturaleza. Esta idea-actitud no era una absoluta novedad. La raíz antropocéntrica que justificaría la conquista de la naturaleza tuvo su origen en Platón. En el marco de la filosofía platónica, distanciarse de la sociedad para comprenderla suponía también la necesidad de manipularla y transformar su orden. El pasaje del paradigma clásico al moderno mantuvo la matriz fundamental del pensamiento occidental a través del desplazamiento —y en cierta medida, también la inversión— del eje del problema del “buen orden” de la sociedad al “buen orden” de la naturaleza, de manera tal que, para los modernos, la conquista de la naturaleza constituiría también su humanización. Hacia fines del siglo XVIII esos objetivos comenzaron a ser refutados. No es este el espacio para desarrollar en detalle los presupuestos e impactos que tuvieron el pensamiento y las acciones de personalidades como Gilbert White (el primer antecedente de una línea ambiental biocéntrica), Jean-Jacques Rousseau, Henry David Thoreau, George Perkins Marsh y John Muir, o más moderadas, como Carl Linneo y Gifford Pinchot (precursor de lo que hoy se entiende por desarrollo sustentable); pero baste decir que desde sus orígenes el ambientalismo superó la mirada dualista galileo-cartesiana para adoptar una actitud tanto contemplativa como activa, orientada a integrar las relaciones de la sociedad con la naturaleza. En el siglo XIX, se conformaría plenamente una estética ambientalista, donde confluirían las preocupaciones de los naturalistas —dirigidas entonces especialmente a la preservación de las áreas vírgenes— con las preocupaciones democrático-revolucionarias por los derechos del hombre (es la época de las revoluciones en Estados Unidos y en Francia), que se extendieron con suma rapidez, a la par de la pérdida de confianza en el modelo de desarrollo social y económico. En el siglo XX, el ambientalismo completó su formación; salió de su fase estética, en la medida en que las diversas posiciones respecto de la relación sociedad-naturaleza comenzaron a encarnarse en actores diferenciados: las ciencias naturales, la sociedad civil, el Estado, la economía. Y ya en el marco de la segunda posguerra se presentó como causa y efecto de un cambio profundo de mentalidad: las décadas del 50 y 60 vieron la aparición de nuevas generaciones portando valores ecológicos que trascendían aquellos típicos de las sociedades materialistas, comúnmente orientados a las necesidades humanas básicas (Leis, 2004). En términos generales, la perspectiva que según Leis (2004) caracteriza el ambientalismo como movimiento histórico es justamente, por un lado, su visión acerca de la insustentabilidad a mediano o largo plazo de la sociedad actual en su conjunto, con sus valores e instituciones —y no solo con respecto al modelo de desarrollo económico— 4 ; y, por otro, la identificación del dualismo naturaleza-sociedad como el elemento fundante tanto de la Modernidad como de la crisis ecológica. Al anunciar el advenimiento del cambio de paradigmas sostenido por el ambientalismo, Fritjof Capra señalaba:

Los inicios de la transición de una concepción mecanicista a una concepción holística de la realidad ya se comienzan a vislumbrar en todos los campos […]. Los años sesenta y setenta han generado una serie de movimientos sociales que parecen ir en la misma dirección, insistiendo en diversos aspectos de la nueva visión de la realidad. Hasta hoy, la mayoría de estos movimientos están actuando aisladamente, pues aún no han reconocido hasta qué punto se encuentran vinculados sus objetivos. (Capra, 1992, p. 9)

Es en este sentido bergsoniano que el ambientalismo puede considerarse como un movimiento histórico vital. Bergson (1946) sostiene que “la vida es tendencia y la esencia de una tendencia es desarrollarse en forma de haz, creando por el solo hecho de su crecimiento direcciones divergentes entre las cuales se repartirá su impulso” (p. 363). Desde sus primeras fases, el ambientalismo propició nuevas reflexiones y síntesis entre ecología y economía, ética y política, cultura y naturaleza, ciencia, religión, artes y filosofía, demostrando una particular capacidad para dar relevancia a la multiplicidad de expresiones y de interacciones de todos los sectores (radicales o moderados, técnicos o políticos, científicos o empresarios). Una perspectiva histórico vital también subyace, según Leis, en el hecho de tratarse de un movimiento que no estimula la cooperación por encima del conflicto, ni el conflicto por encima de la cooperación, sino que los concibe a ambos (conflicto y cooperación) atravesando y redefiniendo el comportamiento de diversos sectores y actores en términos de sus orientaciones favorables o contrarias a una relación equilibrada entre la sociedad y la naturaleza:

La introducción de la cuestión ambiental produce, por lo tanto, el clivaje principal y decisivo (civilizatorio) de la sociedad contemporánea, instalando en el seno de cada uno de los sectores y actores sociales tradicionales una nueva y más estratégica posibilidad, tanto para el conflicto como para la cooperación. (Leis, 2004, p. 36)

Por otro lado, el amplio espectro de teorías y prácticas ambientalistas que alberga el movimiento lo definen, de acuerdo a Leis, como un proyecto de sesgo realista-utópico, que solo podría concretarse a través de aproximaciones entre fenómenos vividos como opuestos: “en la armonización de las experiencias espiritual y material, y en la reconciliación de los planos trascendente e inmanente, transitados por la humanidad hasta hoy en forma polarizada” (Leis, 2004, p. 28). Estos presupuestos encuentran anclaje en determinadas teorizaciones históricas, como las planteadas por Sorokin (1962), quien reconociendo las características claramente opuestas que presentan las civilizaciones en las diversas fases de su evolución, propone una interpretación de la historia a través de tres modelos cíclico-evolutivos, es decir que evolucionarían en forma sucesiva, tras seguir fases de auge, decadencia y desintegración. Según Sorokin, cada uno de estos modelos encarna en una cultura más o menos independiente (supersistema) regida por una norma central o idea dominante, es decir, por un sistema de verdades: el sistema ideacional, guiado por la realidad espiritual, por las verdades de la fe; el sistema sensible, estructurado en torno a la realidad material y al reconocimiento de los sentimientos fidedignos de los hombres —característico de la civilización occidental contemporánea, y destinado, según este autor, a la decadencia y la desaparición—, y el sistema de la razón o supersistema idealista (síntesis de los supersistemas sensible e ideacional), que estaría destinado a surgir nuevamente tras el impasse de nuestro tiempo. 5 Parte de la vasta obra posterior de este sociólogo (1956, 1973) estuvo centrada justamente en las corrientes idealistas desarrolladas a lo largo del siglo XX en el marco de la fenomenología social y cultural, que coincidieron en negar la posibilidad del progreso indefinido. Sorokin también focalizó en el estudio de cuestiones como el amor y el altruismo, consideradas clave para acelerar la transición de nuestra época hacia una fase ideacional o idealista. Aun no acordando plenamente con la concepción cíclica de la historia, Leis se vale de la perspectiva de Sorokin, y de su concepción integral de la sociedad y de la cultura, para reflexionar “sobre el valor relativo de las tendencias dominantes en cada momento histórico y la importancia que debe darse a los factores que apuntan a una síntesis de patrones culturales contrapuestos” (Leis, 2004, p. 30), así como a “la integración y convergencia sinérgica de las perspectivas de fondo materialista y espiritualista, sensible e intuitivo” (Leis, 2004). Es en dicho sentido que Leis destaca las capacidades sinérgicas-sincréticas del ambientalismo en tanto movimiento histórico vital y realista-utópico y lo propone como el referente decisivo de la actual encrucijada civilizatoria. Junto con Capra (1992), este autor entiende que

la evolución social depende fuertemente del modelo civilizatorio o supersistema cultural que la sociedad adopta colectivamente (aunque no conscientemente) en determinados momentos cruciales de su historia. Por ello, para comprender el presente es necesario abrir una perspectiva analítica multidimensional y temporalmente amplia que pueda contextualizarlo adecuadamente. (Leis, 2004, p. 26)

Ahora bien, estas promisorias visiones de Leis de fines del siglo XX se fueron debilitando progresivamente, y en el prólogo a la tercera edición de A Modernidade Insustentável, publicada en 2014, nos confronta con un ambientalismo que ha perdido decididamente la vitalidad de aquel movimiento que cuestionaba los paradigmas dominantes del mundo, o lograba que conceptos como el de gobernabilidad global fuesen explicados mucho más a partir de una síntesis sincrética entre elementos estéticos, epistémicos y espirituales que desde meras visiones disciplinares de la ética o de la ciencia. De modo categórico, advierte que el ambientalismo se encuentra hoy en un fuerte impasse, fragmentado en pedazos temáticos y envuelto en un cambio de estrategias que, “olvidando un pasado de esforzadas luchas para derrumbar los valores predatorios, materialistas, consumistas e individualistas de la cultura predominante en las sociedades modernas” (p. 16), se focaliza en limitar actividades destructivas de modo pragmático, acorde con el campo de acción instrumental que privilegian los actores políticos y económicos contemporáneos.

Historia y naturaleza en Theodor Adorno

La idea de historia natural

En 1932, Adorno presentó “La idea de historia natural”, durante una conferencia que ofreció en Frankfurt con ese mismo título, con el objetivo explícito de “retomar y llevar más lejos la llamada discusión de Frankfurt” (Adorno, 1994, p. 103), en alusión a su polémica con Heidegger con respecto a las relaciones entre naturaleza e historia. La idea nació justamente del debate general con el idealismo de la época (Heidegger, Husserl, Scheler), y particularmente en contraposición a los planteos del autor de Ser y tiempo, destinados a restituir las relaciones entre ontología e historia. Un año antes, en la conferencia de 1931, Actualidad de la Filosofía, Adorno ya planteaba como inexorable la renuncia a la pregunta por el ser: “La idea del Ser se ha vuelto impotente en filosofía; no más que un vacío principio formal” (Adorno, 1994, p. 74). Desde una perspectiva que parecía preanunciar el advenimiento del nazismo y que no permitía mantener las expectativas revolucionarias de Lukács en Historia y conciencia de clase (1922), se hacía imposible —e inmoral, según Adorno— continuar sosteniendo a través de un pensamiento idealista la identificación del ser con la razón, así como la unidad entre razón y realidad:

Quien hoy elija por oficio el trabajo filosófico ha de renunciar desde el comienzo mismo a la ilusión con que antes arrancaban los proyectos filosóficos: la de que sería posible aferrar la totalidad de lo real por la fuerza del pensamiento. Ninguna Razón legitimadora sabría volver a dar consigo misma en una realidad cuyo orden y configuración derrota cualquier pretensión de la Razón; a quien busca conocerla, sólo se le presenta como realidad total en cuanto objeto de polémica, mientras únicamente en vestigios y escombros perdura la esperanza de que alguna vez llegue a ser una realidad correcta y justa. (Adorno, 1994, p. 73)

La filosofía idealista era incapaz, según Adorno, de dar respuesta a las preguntas filosóficas cardinales. La búsqueda de Adorno de “una filosofía grande y total” (1994, p. 82) requería, en principio, excluir todas las preguntas ontológicas en el sentido tradicional y concentrar las preguntas filosóficas sobre complejos intrahistóricos concretos

Yo le conferiría a la facticidad histórica o a su ordenación el poder que propiamente les corresponde a las invariantes, a las piezas ontológicas fundamentales, practicaría la idolatría del Ser históricamente producido, privaría a la filosofía de cualquier patrón de medida constante. (Adorno, 1994, p. 100)

Para Adorno, la salida de la encrucijada idealista era la construcción de una filosofía interpretativa, que pudiese dar cuenta en todo momento de las cuestiones de la realidad con las que se tropezaba, y, tal como Marx lo había reclamado, avanzar más allá de la mera construcción conceptual, “hacia la exigencia de su transformación real” (Adorno, 1994, p. 94). Una filosofía que ya no se admitía autónoma, ni creía en la realidad fundada en la ratio. Desde un enfoque materialista, la transformación de la filosofía hacia esa nueva concepción solo podía imponerse en estricta comunicación dialéctica con los recientes intentos de solución que se habían dado en la filosofía y en la terminología filosófica (Adorno, 1994, p. 96). Actualizar la filosofía, rescatarla, implicaba, entonces, la necesidad de revisar de un modo crítico conceptos centrales de la filosofía idealista, tales como ser, verdad, razón y sujeto —a los que además juzgaba demasiado grandes—, y proceder a articularlos dialécticamente de un modo negativo. Para una filosofía interpretativa, se trataba, además, de construir alguna nueva categoría clave “que haga abrirse de golpe a la realidad” (Adorno, 1994, p. 97). Es así que con la categoría historia natural, que, como ya mencionamos, había sido presentada por Adorno en la conferencia de 1932, dando continuidad al debate desatado por Actualidad de la Filosofía, introdujo un concepto que se orientaba “a la superación de la antítesis habitual entre naturaleza e historia” (Adorno, 1994, p. 104).

En el ensayo “La idea de historia natural”, los contenidos son estructurados en tres partes. En la primera, Adorno aborda la situación ontológica de aquel momento. En la segunda, desarrolla la problemática histórico-filosófica que lo llevó a la formación de la categoría, para lo cual revisará las fuentes de las que brota el concepto, remitiéndose a trabajos de Georg Lukács y Walter Benjamin. Y en la tercera, articula el concepto mismo de historia natural y los elementos que la caracterizan. Nos proponemos revisar las ideas claves del ensayo siguiendo ese mismo orden.

Adorno (1994) comienza con una caracterización oposicional de los términos naturaleza e historia. Se trata de definiciones provisionales, pues recordemos que para él los conceptos por separado no constituyen definiciones de esencia de una validez definitiva, y la precisión solo podrá alcanzarse tras el análisis (Adorno, 1994). Al hablar de naturaleza, explica:

A modo de aclaración de ese concepto de naturaleza que quisiera disolver, baste decir que se trata de […] lo mítico […]. Por “mítico” se entiende lo que está ahí desde siempre, lo que sustenta a la historia humana y aparece en ella como Ser dado de antemano, dispuesto así inexorablemente, lo que en ella hay de sustancial. (Adorno, 1994, p. 104)

Y define la historia como:

Una forma de conducta del ser humano, esa forma de conducta transmitida de unos a otros que se caracteriza ante todo porque en ella aparece lo cualitativamente nuevo, por ser un movimiento que no se desarrolla en la pura identidad, en la pura reproducción de lo que siempre estuvo allí, sino uno en el cual sobreviene lo nuevo, y que alcanza su verdadero carácter gracias a lo que en él aparece como novedad. (Adorno, 1994, p. 104)

El objetivo inicial de Adorno será, en consecuencia, disolver la noción de naturaleza como repetición mítica. Su propósito explícito consistía en superar la escisión del mundo en ser natural y espiritual, o en ser natural e histórico, proveniente del idealismo subjetivo, para dar entrada a un planteo “que realice en sí mismo la unidad concreta de naturaleza e historia” (Adorno, 1994, p. 116):

Si es que la cuestión de la relación entre naturaleza e historia se ha de plantear con seriedad, entonces solo ofrecerá un aspecto responsable cuando consiga captar al Ser histórico como Ser natural en su determinación histórica extrema, en donde es máximamente histórico, o cuando consiga captar la naturaleza como ser histórico donde en apariencia persiste en sí misma hasta lo más hondo como naturaleza. (Adorno, 1994, p. 117, cursivas en el original)

Adorno propone así una solución extrema: ver como historia todo lo natural y como naturaleza todo lo histórico. La pregunta filosófica ya no será la pregunta por el ser, sino la pregunta por el ser histórico como natural. Se hace necesario deconstruir el núcleo conceptual de la nueva ontología, la historicidad, e identificar las relaciones dialécticas que existen entre historia y naturaleza, los aspectos contrapuestos que tienden a su negación y reconversión permanente: “Se trata […] de retransformar, en sentido inverso, la disponibilidad (Gefügtheit) de los acontecimientos intrahistóricos en disposición (Gefüsgtsein) de acontecimientos naturales. No hay que buscar un Ser puro que subyacería al Ser histórico como ontológico, esto es, como ser natural” (Adorno, 1994, p. 118). La idea de historia natural, concepto central para el cambio de orientación de la filosofía de la historia supone, entonces, según Adorno, “retransformar en sentido inverso la historia concreta en naturaleza dialéctica” (Adorno, 1994, p. 118). La ontología debe, pues, ser interpretada de un modo histórico, y la historia, mutar en naturaleza ontológica. Adorno avanza luego explicando que

los elementos naturaleza e historia no se disuelven uno en otro, sino que al mismo tiempo se desgajan y se ensamblan entre sí de tal modo que lo natural aparece como signo de la historia y la historia, donde se da de la manera más histórica, como signo de la naturaleza. (1994, p. 126)

En suma, pretendía revelar que la historia pura de las posibilidades subjetivas o de la acción creadora de los seres humanos es en sí misma aparente, al igual que la postulación de un ser o de una naturaleza por encima del pensamiento puede constituir una realidad puramente histórica y transitoria.

Esta concepción de historia natural se apoyó, como ya dijimos, en Lukács y Benjamin. Del primero, Adorno tomó el concepto de segunda naturaleza, que el filósofo húngaro había empleado en su Theorie der Roman (Teoría de la novela). Lukács plantea la existencia de un mundo pleno de sentido (inmediato) y uno vacío de sentido (enajenado, de la mercancía), el mundo de las cosas creadas por los hombres: el mundo de la convención. La primera naturaleza, el mundo inmediato, es “muda, patente a los sentidos, pero ajena al sentido” (Adorno, 1994, p. 121), simplemente “está ahí”, pero resulta imposible de reconocer y captar en su substancia real. El mundo sociohistórico, el mundo mediato, es un mundo dotado de psiquismo, por lo tanto, de sentido, a pesar de presentarse como “un complejo de sentido paralizado, enajenado, que ya no despierta la interioridad […], un calvario de interioridades corrompidas” (Adorno, 1994, p. 121). Es la segunda naturaleza en la que ha devenido la sociedad, cuya pérdida de sentido aparece cifrada en la obra de Lukács como un calvario y una calavera: “La historia, con todo lo que desde el mismo comienzo tiene de intemporal, de doloroso, de falto, se expresa en un rostro, no, en una calavera” (Adorno, 1994, p. 123). La historia del dolor por la pérdida de sentido es la historia de la inexorabilidad de lo sido, y cuando aparece repetitivamente como esa segunda naturaleza que se enajena a sus sujetos y los enfrenta como una fuerza hostil, deviene en natural, en mítica. Pero “cómo es posible aclarar, conocer, ese mundo enajenado, cosificado y muerto” (Adorno, 1994, p. 120), se pregunta Adorno; y en el acto metafísico de una resurrección de lo anímico que plantea Lukács, encuentra la respuesta. El problema de esa resurrección, de ese despertar del mundo alienado, constituye lo que él entiende por historia natural.

En las investigaciones de Benjamin sobre el drama barroco alemán, encuentra Adorno dos categorías para pensar la naturaleza: tránsito y transitoriedad:

Benjamin mismo concibe la naturaleza, en tanto creación, marcada por la transitoriedad. La misma naturaleza es transitoria. De este modo, lleva en sí misma el elemento historia. […] Lo histórico remite a lo natural que en ello pasa y se esfuma. (Adorno, 1994, p. 125)

Es decir que la naturaleza, caracterizada en un principio como “lo que está ahí desde siempre” (Adorno, 1994, p. 104), bajo la animación dialéctica se transforma en una transitoriedad eterna, en lo finito, lo que caduca y se renueva. Todo ser natural pasa, por lo tanto, la naturaleza no es sino la totalidad de los seres transitorios.

Pero Adorno también advierte que la historia se da como algo discontinuo, tanto por la disparidad de cosas y hechos que contiene, como por la disparidad estructural, que se manifiesta en la discontinuidad entre el material natural, es decir, lo mítico-arcaico de la historia, y lo nuevo que va emergiendo dialécticamente. El proceso, entonces, para llegar a la historia natural como unidad —sin pretensiones de alcanzar una totalidad estructural— sería acoger y aceptar ambas estructuras en su relación problemática y contradictoria:

Lo mítico arcaico […] no subyace en absoluto de una manera tan estática, sino que en todos los grandes mitos y también en las imágenes míticas que aún tiene nuestra conciencia ya se encuentra adherido el elemento de la dinámica histórica, y desde luego en forma dialéctica, de modo que ya en su mismo fundamento lo dado de lo mítico es plenamente contradictorio y se mueve de forma contradictoria. (Adorno, 1994, pp. 129-130)

En síntesis, Adorno ha dado un doble giro: por un lado, ha formulado la problemática ontológica en términos históricos, mostrando, junto con Lukács, que “lo histórico, en cuanto sido, se vuelve a transformar en naturaleza”; por otro lado, ha mostrado cómo la propia historia impulsa hacia un giro ontológico, evidenciando, con Benjamin, que “la misma naturaleza se presenta como naturaleza transitoria, como historia” (Adorno, 1994, p. 122). La superación dialéctica de la antítesis historia-naturaleza se da, así, en la noción de transitoriedad. El punto central del planteo adorniano es, en definitiva, “alcanzar a ver la facticidad histórica como algo histórico-natural” (Adorno, 1994, pp. 127-128). En el final del texto se resuelve el enigma: la segunda naturaleza es, en realidad, la primera, 6 y son los materiales históricos aquello que se transforma en lo mítico e histórico-natural, en la pura continuación, o en un nuevo comienzo.

La reconciliación como superación del dominio de la naturaleza

La idea de historia natural se mantuvo como clave interpretativa a lo largo de toda la producción de Theodor Adorno. En Dialéctica de la Ilustración (1947), escrita junto a Max Horkheimer, tanto como en Dialéctica negativa (1966) y en Teoría estética (1970), su filosofía continuó girando alrededor de la crítica de cierto proceso de instrumentalización de la razón y del acelerado desencantamiento de la naturaleza. Horkheimer y Adorno desviaron la crítica de la economía política de Marx hacia la ideología, y la concentraron en la agresiva crítica a la razón occidental encabezada por Nietzsche. La fuerte vinculación entre la razón y el dominio fue el centro de sus denuncias.

En la primera de las obras mencionadas, los autores se adentraron en los dos estadios del movimiento dialéctico entre naturaleza y razón —y en el tránsito de uno a otro—: la etapa de encantamiento y adaptación, mágica o simbólica, a la naturaleza, y la de desencanto y manipulación técnica. La razón fue concebida aquí como una forma de totalitarismo, de poder, de control y de dominio. A través de la Ilustración, la razón llegaría mediante un conocimiento que nos enseñara el medio más idóneo de explotación y control de la naturaleza. Si bien no continuaremos analizando la Dialéctica de la Ilustración en este trabajo, interesa decir que en dicha obra la diferencia entre historia y naturaleza ya había desaparecido. Adorno concluyó al respecto que “una construcción filosófica de la historia universal debería mostrar cómo, pese a todos los rodeos y resistencias, el dominio coherente de la naturaleza se impone cada vez más decididamente e integra toda interioridad” (Horkheimer y Adorno, 1998, p. 267). Para demostrarlo, ambos filósofos procedieron a una exposición cronológica que enhebraba la conversión entre mito y razón ilustrada en la “interpretación inintencional” de La odisea, con la reconversión del dominio antiguo en la Ilustración moderna. El “mito del progreso” se convirtió en esta obra en la clave para la interpretación de la historia de Occidente, desde Homero al nazismo. Con el fin del nomadismo se constituyó el orden social sobre la base de la propiedad estable y nació la clase burguesa. Ambos fenómenos ocurriendo al unísono, “como un acto único” (Horkheimer y Adorno, 1998, p. 267), admiten, para Adorno y Horkheimer, que la razón y el mito son términos transmutables: “El principio de la inmanencia que declara todo acontecer como repetición, y que la Ilustración sostiene frente a la imaginación mítica, es el principio del mito mismo” (Horkheimer y Adorno, 1998, p. 267). Pero la igualación del mito (como repetición de lo mismo) y la razón ilustrada (como pensamiento en continuo progreso) requeriría de un tercer término que los equiparara como equivalentes: el dominio.

En las otras dos obras, Dialéctica negativa y Teoría estética, Adorno profundizó en las formas de pensamiento distintivas de cada uno de los estadios antes mencionados, el pensamiento encantado, caracterizado por la mímesis, y el pensamiento racional. Pero a lo largo de toda su producción, especialmente en Teoría estética, sugirió una salida del esquema de tensión dialéctica naturaleza-razón. Esto es: en su filosofía, dicho esquema supone algo más que dominio de la naturaleza, incluye su contraparte: la reconciliación con esta, como mecanismo de superación del estado de tensión.

Antes de avanzar, cabe recordar que, según la lógica dialéctica planteada por Hegel, la cosa se afirma al negarse como algo independiente y al ponerse en relación con otras cosas. Así, a un primer momento de afirmación de una enunciación (universal abstracto), se le opone una negación (particular concreto), y se genera un conflicto que intentará ser superado por un tercer momento, la especulación (racional positivo). Este último momento implica la negación de la negación, a la que Adorno (2005) denomina reconciliación. Es cuando se captan los dos primeros momentos en sus rasgos identitarios (su posible “unidad”), negándose su presunta independencia, y se los engloba en una instancia superior, aunque limitada (universal concreto), que deviene en una aparente solución. Adorno (2005) advierte que en este momento se intenta captar el objeto por el concepto, con el riesgo de anular los aspectos contradictorios y de forzar un resultado positivo, al igual que en la dialéctica platónica, que pretende mostrar una plena reconciliación entre el concepto y el objeto (mecanismo del pensamiento dominante). La dialéctica negativa refuta el principio de unidad y la supremacía del concepto: “De los conceptos no se avanza al concepto más general en un proceso escalonado, sino que se presentan en constelación. Esta ilumina lo específico del objeto” (Adorno, 2005, p. 156). El segundo momento, la negación, es entonces la etapa clave de la dialéctica, aquella en la que mediante una crítica firme y consecuente con la realidad se puede rechazar la unidad que implica toda anticipación conceptual (lógica identitaria). Y dado que pretender entrever una totalidad conceptual es una ilusión, la dialéctica es, para Adorno, la conciencia consecuente de la diferencia; y la vigencia del principio de contradicción es el momento de superación de la lógica dialéctica.

En su Teoría estética, Adorno encuentra una confluencia entre mímesis y racionalidad que expone su crítica a la dialéctica tradicional. Si bien reconoce una fase dominante por parte de la racionalidad en la cual esta le otorga a la naturaleza un carácter netamente instrumental, advierte que el hombre nunca abandona cierto comportamiento mimético con ella. En esta etapa iluminista (negativa), la mímesis actúa como mera asistente del mundo a través del lenguaje de la naturaleza, pero no deja de insinuar cierta carencia de la racionalidad, rechazándola como concepto que expresa una totalidad. De esta manera, Adorno utiliza la dialéctica de sujeto/objeto para sugerir que la posible reconciliación entre mimesis y racionalidad, o entre belleza natural y belleza dominada, no sería el resultado de la disolución de ambos, sino, por el contrario, de su reconocimiento y comunicación mutuos. Se daría de manera análoga, sin determinarse el uno al otro ni conformando una unidad superadora positiva: la superación dialéctica se hallaría en la conciliación consecuente de la diferencia. Paradójicamente, mientras la razón distinguía al sujeto del objeto a través de la conciencia, en el caso de la belleza natural permite su reconocimiento a través de la inconciencia. Adorno advierte que “de la belleza de la naturaleza sabe más la percepción inconsciente […]. Cuanto más intensamente se contempla la naturaleza, tanto menos se percibe su belleza, a no ser que le llegue a uno involuntariamente” (Adorno, 2004, p. 128).

Es decir, para viabilizar la reconciliación, el sujeto debe aceptar no deliberadamente una comunicación por parte de la naturaleza/objeto de lo que Adorno llama el ser en sí trascendente de la naturaleza. Sin embargo, en tanto que el sujeto libre de aplicar la razón constituye una idealización (Laclau, 2005), si la idea de reconciliación supone que la razón desestime el dominio de la naturaleza y acepte una complementariedad dialéctica sin determinaciones entre el sujeto y el objeto, la razón estaría admitiendo como conocimiento algo que percibe de manera involuntaria. Es decir, lo recibe de forma objetiva pero irracional. Es por esta imposibilidad de una dialéctica entre razón y naturaleza que sea abstracta y no deba contemplar los objetos estéticos (el ser en sí de la naturaleza) que la idea de que ambos conceptos transcurran de manera equidistante es utópica. Esta idea de que la reconciliación entre la mímesis y la racionalidad es utópica la clarifica Adorno precisando el carácter reminiscente y promisorio de esta última. El autor se refiere a este carácter en el sentido de que la experiencia evoca un estado de no confrontación, exclusión u olvido de lo natural, que como tal nunca existió (pero que la historia del dominio de la racionalidad permite suponer). De este modo, ya sea como reminiscencia de un presupuesto pasado o de un futuro promisorio, la reconciliación nunca se da con carácter objetivo, actual o permanente, sino que queda confinada a una apariencia de un mundo idealizado: “La imagen de lo más antiguo en la naturaleza se convierte de repente en la clave de lo que aún no existe, de lo posible” (Adorno, 2004, p. 133). De esta manera, es esta apariencia de la belleza natural la que ahora emerge como un actor que no resuelve plenamente la reconciliación entre la razón y la naturaleza, aun cuando alcanza a suavizar sus tensiones. Esto no significa, por lo tanto, la identidad entre reconciliación y belleza natural. Para Adorno,

lo bello natural es una alegoría de eso que está más allá, pese a estar mediado por la inmanencia social. Si se presenta esta alegoría como el estadio alcanzado de la reconciliación, queda reducida a un recurso para ocultar y justificar el estado no reconciliado en que esa belleza es posible. (2004, p. 127)

Asimismo, la apariencia de la belleza natural trasciende únicamente en forma de intuición. Adorno propone que la única instancia donde la belleza natural se hace tangible o al menos queda anunciada, ya que no significa una reconciliación en sí, se encuentra en la comunicación, es decir, en el lenguaje. Un lenguaje particular en el que aparece velado el ser en sí de la naturaleza. De esta idea se concluye entonces que este rasgo comunicativo de la belleza natural favorece la reconciliación solo como una superación inicial del dominio de la racionalidad estética sobre lo indeterminado, pero que, considerando las variables sociales, espirituales, etc., no resulta una reconciliación efectiva del mundo empírico.

Finalmente, la ausencia del propósito de dominio es aquello que posibilitaría una comunicación libre entre quienes median en la experiencia de la belleza natural y el ser en sí de esta belleza. La reconciliación estética pasaría a adquirir entonces carácter práctico: se habría dejado a la naturaleza fuera de las finalidades instrumentales, único mecanismo para interrumpir la enajenación humana de la naturaleza y del hombre mismo. En conclusión, si la naturaleza deja de ser un objeto meramente instrumental para el sujeto que reconoce su ser en sí, la reconciliación toma carácter práctico en cuanto se manifiesta el principio de la equidistancia entre ambos.

A modo de conclusión: articulación de la crítica adorniana con la crítica ambiental

Tras un tiempo de decadencia llega el punto crucial. Retorna la poderosa claridad olvidada. Existe un movimiento, pero no se pone de manifiesto a través de la fuerza [...]. El movimiento es natural, elevándose espontáneamente.

I Ching

Comenzamos este ensayo asumiendo que todo reto ambiental, histórico y cultural provoca una respuesta creativa, que siguiendo un patrón de desafío-respuesta (Toynbee, 1985) induce a la sociedad a definir una nueva corriente civilizatoria. En este sentido, también hemos apoyado la tesis de que los cambios perseguidos por el ambientalismo suponen una importante redefinición de nuestra civilización, entendida no como un cambio radical, sino como una fase de transición entre dos paradigmas polarizados, es decir, como un momento de resolución del marcado dualismo de la matriz occidental (Leis, 2004). Entendemos, con Sabbatella (2010), que “los movimientos ambientalistas tienen una potencialidad anticapitalista cuando impulsan la internacionalización de los costos ecológicos por parte del capital” (p. 79). Pero hasta el momento, sin embargo, y a pesar de la gran penetración mundial que ha tenido este movimiento en todos los sectores de la sociedad, la falta de gobernabilidad de los problemas ambientales globales se mantiene incólume, y el capitalismo tiende a profundizar las desigualdades ambientales mientras el ambientalismo declina y corre riesgo de no constituirse plenamente como un movimiento vital. Esto supone la necesidad, no solo de contar con el suficiente quantum de gobernabilidad política en cada coyuntura, sino también de una presencia más significativa, en el seno del ambientalismo, de valores estético-epistémico-espirituales, que con su fuerza subversiva-deconstructiva tengan capacidad para superar las barreras colocadas por los intereses instrumentales en juego:

Nada es más difícil —advierte Stengers, al recordarnos que debemos “resistir a la barbarie que viene”— que aceptar la necesidad de complicar una lucha ya tan incierta, enfrentados con un adversario capaz de aprovechar toda debilidad, toda buena voluntad ingenua. […] No obstante sería desastroso rechazar esa necesidad. (Stengers, 2017, p. 18)

En el seno de los debates sobre las posibilidades futuras de un marxismo ecológico, con pautas de decrecimiento (Latouche, 2014) o de transformación cualitativa del desarrollo (Löwy, 2009), el espacio utópico se construye en torno a concebir una transformación de la estructura global de producción de valores de uso a partir de la movilización de la humanidad en un proceso revolucionario conjunto (Bellamy, 2013). Pero si, tal como advierte Quijano (2014), toda utopía aparece primero en el reino de lo estético, lo estético se erige como un momento y una parte de la constitución de toda nueva racionalidad. En este sentido, no resulta ocioso revisitar los caminos propuestos por la teoría crítica frankfurtiana, alentando la recuperación de los principios democráticos, del consenso global de una comunidad, del predominio de la razón dialógica sobre la razón monológica y de la armonización de nuestros saberes racionales, sensibles, espirituales y estéticos, en tanto demandas también asumidas por el ambientalismo como movimiento histórico vital.

Dos aspectos clave, presentes en ambos discursos, se involucran en este debate: la importancia otorgada al mantenimiento de la memoria y la importancia otorgada al mantenimiento de una visión realista-utópica. Con respecto al primero, la conclusión más importante sobre la crítica frankfurtiana a la Modernidad, en relación con la necesidad de recuperar el pasado para pensar el presente, es enteramente convergente con las perspectivas del ambientalismo. Los frankfurtianos colocan claramente a la memoria como la principal enemiga de la dominación —pues si la naturaleza debe comprenderse no solo como algo externo, sino como algo interno al hombre, toda reificación constituirá un olvido—. El ser histórico solo alcanza su propia historicidad a través del ser natural, y no violentándolo. Y si la justificación del progreso se basa en el olvido, como sostiene Adorno, la verdadera evolución humana que propone el ambientalismo deberá estar afirmada en la memoria, como sostiene Leis. Con respecto a la segunda cuestión, hemos señalado que la filosofía adorniana se presenta bajo la perspectiva de una futura posibilidad utópica en la que la dialéctica negativa cobra todo su sentido: una dialéctica que niega (como superación no afirmativa) la idea de progreso que legitimaba la imbricación de razón y dominio. Se yergue entonces la disyuntiva de cómo construir puentes entre una concepción política realista (que no se deje subsumir por la lógica identitaria de la que nos advierte Adorno) —que tiene en la guerra su principal moneda— y otra concepción política utópica, articulados a través de la cooperación y la paz. Es decir, cómo ser capaces de generar medios sincréticos para activar la sinergia entre actores con intereses y perspectivas diferentes y hasta contradictorias.

A este respecto, si bien es difícil evitar un cierto pesimismo con respecto a la vía cooperativa, es central reconocer que la crisis ecológica no tiene alternativas realistas fuera de un ambientalismo sustentado en una ética compleja y multidimensional. Las proféticas teorías de Sorokin y sus visiones apocalípticas de los fenómenos históricos y la desaparición de las culturas adquieren hoy una singular vigencia. Desde una visión profética similar, pero basándose en la Teoría del Caos, Riane Eisler (1996) sostiene que podríamos estar hoy en presencia de un nuevo punto de bifurcación, dadas las numerosas señales de que el sistema androcrático (sociedades organizadas alrededor del valor de la violencia) está entrando en caos: desastre ecológico, desigualdad creciente, inestabilidad política, explosión demográfica. Según Eisler, al igual que para los sistemas naturales, para los sistemas sociales podría pensarse en puntos de bifurcación (tomar una vía u otra) causados por períodos de crisis e inestabilidad de tal magnitud que permitirían anticipar cambios radicales. La crisis ecológica se estaría presentando, en ese caso, como una verdadera oportunidad de transición evolutiva.

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Notas

* Artículo de reflexión
Este artículo es de reflexión, en él se presentan resultados de investigación desde una perspectiva analítica, interpretativa o crítica, basándose en fuentes originales.

1 Desde esta renovada corriente de pensamiento fueron abordándose críticamente cuestiones como la crisis de sobreacumulación —permanente desde los años 70— y su vínculo estructural con la crisis ecológica, el consumismo y el productivismo (Gorz, 2001; Harvey, 1990); los presupuestos de la economía neoclásica y de crecimiento indefinido (Bellamy, 2013, Klein, 2007, entre otros); el abordaje dialéctico de Marx con respecto al metabolismo entre la naturaleza y la sociedad (Bellamy, 2013); los procesos de producción de conocimientos por especialidades científicas que fragmentan, homogenizan y cosifican toda realidad que se pretende explicar (Galafassi, 2005); el rol permanente y la persistencia de prácticas depredadoras de acumulación “originaria”, traducidas en el concepto de acumulación por desposesión (Harvey, 2007), etc.

2 Un marco general de autores e ideas sobre marxismo ecológico, así como un análisis de las críticas al marxismo formuladas desde la economía ecológica, es ofrecido por Sabbatella y Tagliavini (2011).

3 Este ensayo se publicó en conjunto con “Actualización de la filosofía”, en Adorno (1993).

4 Ese es el factor principal que respalda la posición teórica que asume el ambientalismo como movimiento histórico, pues lo distingue de otras dos posiciones teóricas prevalecientes: a) la visión predominante en Estados Unidos, que lo encuadra como uno más entre tantos otros “grupos de presión o interés” que se constituye como lobby y pretende imponer sus demandas al interior del sistema político —en general, demandas de protección ambiental para problemas acotados que no ponen en cuestionamiento el sistema normativo—, y b) la visión elaborada en Europa, que lo concibe como un “movimiento social” que trata críticamente la cuestión ecológica en relación al orden capitalista existente (no al modelo social), con visiones muy próximas al pacifismo y al feminismo en sus acciones de orientación ética y normativa (Viola, 1992, citado en Leis, 2004).

5 Sorokin (1973) identifica ciertas civilizaciones que en un determinado momento (ideacional), como la Edad Media, privilegiaron la intuición y los valores religiosos, espirituales o éticos, así como las relaciones de tipo familiar o comunitario, y que pasaron luego (fase sensible) a caracterizarse por su secularismo, materialismo, utilitarismo, empirismo, hedonismo y cientificismo, y por relaciones sociales de tipo contractual, como las que definieron la Modernidad de los últimos siglos. Pero también reconoce otros supersistemas culturales intermedios (idealistas), que constituyen experiencias de integración y síntesis, como la Grecia de los siglos V y IV a. C. o el Renacimiento europeo, capaces de articular una infinita multiplicidad de valores de raíz ideacional o sensible y de alcanzar las más elevadas expresiones en arte, filosofía, ciencia y tecnología.

6 En Dialéctica negativa, dirá que la segunda naturaleza “es el negativo de la primera” (Adorno, 2005, p. 357).

Notas de autor

a Autora de correspondencia. Correo electrónico: silvanacappuccio@gmail.com

Información adicional

Cómo citar este artículo: Cappuccio, S. (2018). Ambientalismo, utopía y estética. Un análisis de la relación naturaleza-sociedad desde el pensamiento de Theodor Adorno. Ambiente y Desarrollo, 22(43). DOI: https://doi.org/10.11144/Javeriana.ayd22-43.auea

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