La memoria convocada en los conciertos de ciudades de Llorenç Barber*

The Memory Summoned in the City Concerts of Llorenç Barber

A memória convocada nos concertos de cidades de Llorenç Barber

Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, vol. 16, núm. 1, 2021

Pontificia Universidad Javeriana

José Vicente Gil Noé **

Universitat Jaume I, España


Recibido: 29 Junio 2020

Aceptado: 13 Octubre 2020

Publicado: 01 Enero 2021

Resumen: El nombre del español Llorenç Barber va ligado al sonido de las campanas, instrumentos protagonistas de su propuesta más original: los conciertos de ciudades. En las últimas tres décadas, el músico ha hecho vibrar más de doscientas capitales de todo el mundo con obras a la intemperie en las que el calculado sonido de los campanarios reverbera en calles y plazas ocupadas por un público deambulante. El objetivo del artículo es reflexionar sobre la importancia que el compositor concede al mecanismo de la memoria y cómo opera en diferentes planos de su propuesta: en el propio autor, en los instrumentos y en las personas que escuchan. Metodológicamente, se parte de la interpretación de textos y escritos de Barber (autor prolífico que ha dejado abundantes reflexiones sobre su música) y de la realidad de sus conciertos. Entre los resultados, se apunta cierta potencia creativa de la memoria a través de los recuerdos de la infancia del autor y su convicción acerca del poder de la música para recuperar el pasado a través de las campanas, un instrumento depositario de una evidente carga cultural y un simbolismo que convierten a su sonido en un efectivo agente invocador de la memoria colectiva. Las conclusiones señalan que sonar en el espacio cotidiano y con la resonancia secular de las campanas son elementos eficaces para la invocación de la memoria. Esta, que reside latente en las campanas, aflora en el público como resultado de una escucha emocional y táctil que convierte toda su piel en un gran receptor acústico.

Palabras clave:campanas, plurifocal, minimalismo, arte público, sonido bisensorial.

Abstract: The name of Spanish Llorenç Barber is linked to the sound of the bells, instruments that are the main characters of his most original proposal: the city concerts. Over the last three decades, the musician has made more than two hundred capitals around the world vibrate with outdoor works in which the calculated sound of bell towers reverberates in the streets and squares occupied by a wandering public. The aim of the paper is to think about the importance that the composer gives to the mechanism of memory and how it operates at different levels of his proposal: in the author himself, in the instruments, and in those who listen. Methodologically, we start from the interpretation of texts and writings of Barber (a prolific author who has left abundant thoughts on his music) and the reality of his concerts. Among the results, a certain creative power of the memory is pointed out through the author’s childhood memories and his conviction about the power of music to recover the past through the bells, an instrument depository of an evident cultural charge and a symbolism that turns its sound into an effective invoking agent of collective memory. The conclusions point out that ringing in the daily space and with the secular resonance of the bells are effective elements for the invocation of memory. Memory, which resides latent in the bells, emerges in the public as a result of an emotional and tactile listening that turns their entire skin into a great acoustic receiver.

Keywords: bells, pluri-focal, minimalism, public art, bi-sensorial sound.

Resumo: O nome do espanhol Llorenç Barber está ligado ao som dos sinos, principais instrumentos de sua proposta mais original: os concertos de cidades. Nas últimas três décadas, o músico fez vibrar mais de duzentas capitais ao redor do mundo com obras ao ar livre em que o som calculado dos campanários reverbera nas ruas e praças ocupadas por um público errante. O objetivo do artigo é refletir sobre a importância que o compositor atribui ao mecanismo de memória e como opera nos diferentes níveis de sua proposta: no próprio autor, nos instrumentos e nas pessoas que ouvem. Metodologicamente, parte da interpretação de textos e escritos de Barber (autor prolífico que deixou abundantes reflexões sobre sua música) e da realidade de seus concertos. Dentre os resultados, destaca-se um certo poder criativo da memória através das lembranças da infância do autor e de sua convicção sobre o poder da música em resgatar o passado por meio dos sinos, instrumento depositário de uma evidente carga cultural e um simbolismo que faz do seu som um agente invocador eficaz da memória coletiva. As conclusões indicam que o toque no espaço cotidiano e com a ressonância secular dos sinos são elementos eficazes para a invocação da memória. Esta, que reside latente nos sinos, surge no público como resultado de uma escuta emocional e tátil que transforma toda a sua pele em um grande receptor acústico.

Palavras-chave: sinos, plurifocal, minimalismo, arte pública, som bissensorial.

Introducción: Llorenç Barber o cómo llegar a sonar ciudades

La actividad del músico español Llorenç Barber (Aielo de Malferit, Valencia, 1948) se remonta a finales de la década de los sesenta y principios de la década de los setenta como compositor inspirado en un minimalismo no necesariamente repetitivo y activista de la nueva música, intérprete y organizador de conciertos. En su ya larga andadura artística (siempre original y combativa), se pueden encontrar propuestas de diversa índole, pero su aportación creativa más destacada, por lo que su nombre es especialmente reconocido en el panorama musical internacional actual, es por los conciertos de ciudades. Como afirma López (1997, 13), “una de las ideas más originales y hermosas de la composición musical del siglo XX”. Sus conciertos de campanas para hacer sonar ciudades enteras son “un verdadero ejercicio de lectura aural del espacio urbano, con orquesta plurifocal de campanarios que hacen sonar sus instrumentos de copa invertida heridos por badajos que siguen un estudiado esquema prefijado y rigurosamente controlado” (Gil 2015, 38). Obras que se integran y hasta se confunden con el entorno para el que se conciben, una apuesta consciente y decidida del compositor por interrelacionar arte y vida (García 2018a, 320-321).

Barber es un músico académico (pianista y compositor), pero, como explica (Gil 2015, 38), su camino empezó “fuera, muy lejos del conservatorio”. En sus inicios, a lo largo de la década de los setenta, vivió entre Madrid y Valencia, e, inspirado por sus visitas a los cursos de Darmstadt (1969, 1970, 1972 y 1976), la lectura de Silence de John Cage y el contacto con el universo Zaj de Juan Hidalgo, produjo sus primeras obras y configuró a su alrededor el grupo Actum. Un colectivo integrado tanto por profesionales como por amateurs, que operó de forma autogestionaria y en cierto modo underground para difundir de forma pionera una música de esencia minimalista, a base de escrituras gráficas y textuales, con un importante componente de indeterminación y de acción (Gil 2012). En 1978, tiene lugar un hecho clave, su participación en el festival Music/Context de Londres (centrado en la relación música-medio ambiente) invitado por el London Musicians Collective. Este encuentro, y con él la contextualización de las teorías del canadiense Murray Schafer, provocó en Barber de forma inmediata una reorientación estética, “una revelación”, precisamente por el protagonismo del entorno: “El mismo epígrafe del festival es lo que me cambió: la palabra Context. El contexto entendido como protagonista, como paleta o tecla a ser tocada y a través de la cual entrar en diálogo” (Barber 2003, 43). A partir de entonces, la noción de mundanidad concentrará todo el interés del compositor, una música “de exteriores e inmediateces” que no dé la espalda al mundo recluida en el auditorio, sino que se abra a él mezclándose y dialogando con el entorno. Como explica el mismo Barber (2011, 1), desde que participara en aquel festival londinense su creación sonora ha estado vertebrada por las intervenciones con el entorno. El Music/Context y las teorías de Schafer empujan al compositor valenciano a salir del auditorio y dialogar con el entorno, lo que tiene una consecuencia inmediata en la fundación del Taller de Música Mundana en 1978, para García (2018a, 311), una iniciativa que es ya el germen de sus futuros conciertos plurifocales de ciudad.

El Taller de Música Mundana puso en valor lo inmediato con una “sensibilidad minimalfluxus” en busca de “los ruidos de la vida, del cotidiano fluir” (Barber 2003, 23). Con la utilización de una infinita batería de objetos comunes en emplazamientos exteriores, su música revelaba todo tipo de sonidos que se componían abiertos al contexto circundante. Fue, como explica López (1997, 103), el primer intento de Barber de dialogar con el entorno. Del Taller de Música Mundana, y la incansable búsqueda en ferreterías y caldererías de cosas a partir de las que obtener sonidos, salió el primer contacto del compositor con las campanas: “Y fue aquel encuentro metalúrgico nada fortuito (no te buscaría si no te hubiera encontrado) lo que me convirtió en campanero” (Barber 2009, 64). Dio con unas piezas de hierro de forma semiesférica achatada, una especie de cuencos que al ser golpeados sonaban y resonaban como campanas en las que “todo un mundo de antepasados sonoros se hacía presente” (64). Rápidamente montó aquellas piezas sobre un bastidor y construyó en 1981 un campanario portátil con el que podía “rescatar los toques del barroco ciudadano y campanero casi perdido” (53), gracias a un tratamiento minimalista y evocador en audiciones ceremonia (figuras 1 y 2). El trabajo con las campanas portátiles acabaría dando lugar a su propuesta con las campanas grandes en los conciertos de ciudades:

Cuando a comienzos de los ochenta tropecé con las campanas y me lancé a sonarlas, no podía imaginar que mi relación con ellas iba a ser tan fecunda. A raíz de ellas cambiaría mi trato con el sonido, con el público, con la escritura, en una palabra, mi forma de ser (músico). Y lo que menos sospechaba es que al enfangarme en recitales-ceremonia con mi nuevo instrumento (ese campanario portativo que malamente arrastro por aeropuertos) iba a cerrarse el círculo, volviendo (devolviendo) las cosas a su sitio: si la tradición barroca de las campanas con sus consuetudinarios toques había torcido de forma determinante mi base minimal, casi sin proponérmelo acabaría yo mismo revitalizando esa tradición, consiguiendo que sonaran de nuevo los enmudecidos campanarios de nuestras ciudades. (Barber 1996, 4.1)

Desde el primer concierto de campanas para ciudad, el 6 de enero de 1988 en Onteniente (Valencia), más de 200 ciudades han puesto en vibración todos sus campanarios con las propuestas de Barber, entre ellas Valencia, Barcelona, Madrid, Sevilla, Lisboa, Grenoble, Roma, Copenhage, Londres, Cholula, Ciudad de México, La Habana, Río de Janeiro, Quito o Popayán, entre muchas otras. En todas ellas, el compositor pone de manifiesto su convicción mundana de la música y satisface su anhelo de sacar la música de las salas y comprometerla con el entorno: “El mundo es un auditorio, el cosmos es un auditorio. No me hace falta ir a ese mausoleo que se llama auditorio, el mundo me espera en todos los rincones para sonar” (Barber 2009, 36). Su música es un arte público capaz de intervenir el espacio urbano, redefinirlo, ganarlo y, como explica García (2018a, 321), devolverlo a la comunidad en forma de fiesta y celebración de lo colectivo.

La enorme dimensión del espacio acústico para el que compone, sus peculiaridades y la multiplicidad de centros sonoros obligan a Barber a desarrollar estrategias compositivo-espaciales únicas que conforman lo que él llama plurifocalidad (López 1997, 14). Para cada obra y, por tanto, para cada ciudad donde interviene (siempre irregular e irrepetible), el compositor realiza un estudio del entorno y acota el espacio sonoramente útil, para luego desarrollar un trabajo preciso y cronometrado condicionado directamente por elementos sobre los que no cabe control, como son el número de instrumentos disponibles (los campanarios de la ciudad), su ubicación y el tejido urbano. El trabajo con las campanas y las variables acústicas derivadas de su altura, lejanía o reverberación espacial requieren precisión en los cálculos, las decisiones, la cronometría y la escritura para dar lugar al efecto musical buscado. Explica Barber (2009): “Estoy trabajando con los mismos elementos de tensión y distensión que trabajaría Schumann; por tanto, para mí no deja de ser música, solamente música” (41). Eso sí, un concepto de música especialmente amplio y expandido, que en el compositor valenciano siempre ha sido poco menos que ilimitable.

Llorenç Barber. Música volante en Edificio Sabatini, Jardín del Museo Reina Sofía, 2020. Fotografía de Joaquín Cortés/Román Lores © Museo Reina Sofía.
Figura 1.
Llorenç Barber. Música volante en Edificio Sabatini, Jardín del Museo Reina Sofía, 2020. Fotografía de Joaquín Cortés/Román Lores © Museo Reina Sofía.


Los conciertos de ciudades están afectados por determinados agentes que intervienen en el desarrollo de la propuesta y que, como explica García (2013, 157), diluyen toda previsión acerca de cómo se comportará el sonido en abierto durante la ejecución. Influye la morfología del espacio, las interferencias sonoras o especialmente los meteoros, pues el viento y la humedad tienen un efecto determinante en el proceso musical de los conciertos de campanas (López 1997, 16). Barber (1996) debe considerar, en la medida de lo posible, ciertos fenómenos atmosféricos, pero su propuesta acaba sometida al capricho de su eventual participación: “en el caso de un concierto de campanarios, los caprichos de eolo (o la humedad ambiente) son tanto o más determinantes que la voluntad del compositor, simple emborronador de partituras cronométricas y politópicas” (3.3).

Las campanas son los instrumentos protagonistas, siempre diferentes y únicas, requieren el estudio meticuloso de su particularidad. Para su manejo, el compositor implica siempre a los lugareños, a los que realmente pertenece su sonido: “La campana la tiene que tocar gente local. No quiero especialistas: me parece ridículo. La ciudad es la que tiene que querer sonar y proporcionar sus propios músicos, si no, no vale la pena” (Barber 2003, 102). En numerosas ocasiones, Barber utiliza otras fuentes sonoras con las que complementar su ceremonia sónica: carracas de madera, bocinas, fuegos artificiales, salvas de artillería, tambores, silbatos y sirenas de buques, metales, eclosiones de cañones, tubos armónicos y, de manera especial, bandas (López 1997, 13-14). Algunos ejemplos de este original maridaje sónico con las campanas son los conciertos de Plaza Mayor (en 1992, Onteniente, España, con 16 bandas), Naumaquia a Isaac Peral (en 1993, Cartagena, España, con sirenas, tambores, cañones y fuegos artificiales), Música pionera (en 1994, La Habana, Cuba, con sirenas de buques, percusiones y cobres), Concerto de louvaçao (en 1997, Río de Janeiro, Brasil, con fuegos de artificio y sirenas de navío) o Naumaquia a los cuatro vientos (en 2001, Puerto Vallarta, México, con percusión, bandas, silbatos y sirenas de buques y fragatas).

Llorenç Barber. Música volante en Edificio Sabatini, Jardín del Museo Reina Sofía, 2020. Fotografía de Joaquín Cortés/Román Lores © Museo Reina Sofía.
Figura 2.
Llorenç Barber. Música volante en Edificio Sabatini, Jardín del Museo Reina Sofía, 2020. Fotografía de Joaquín Cortés/Román Lores © Museo Reina Sofía.


En ocasiones, Barber incluye en algunas de sus obras elementos que remiten a fragmentos musicales conocidos y reconocibles, lo que López (1997, 64) señala como topoi. De modo excepcional, en forma de parafraseo melódico, como ocurrió con el chotis Madrid utilizando carillones en el concierto Magna mater de Madrid (1991) (García 2019, 116). Más habitual es la utilización de patrones rítmicos pertenecientes a músicas emblemáticas de la tradición local como material básico para articular la estructura rítmica de los conciertos (López 1997, 29). Más allá de este tipo de citas de referencia concreta, en las obras se producen otras más genéricas, configuraciones rítmicas asociables a los antiguos toques de campanas que resuenan en el inconsciente colectivo (64). Como explica García (2019, 115-116), la mayoría de campanas del mundo católico mediterráneo no están afinadas y los toques identificables se han basado en estructuras rítmicas más que melódicas. En general, estas citas y referencias a elementos musicales y sonoros a través de las campanas influyen en la escucha y en la llamada a la memoria entre el público, pues, como explica López (1997, 109), ejercen una presión connotativa en el receptor que le conmina a evocar el contexto del cual provienen.

Cada obra, cada concierto de ciudad, tiene una duración que puede oscilar entre los 30 y los 60 minutos. Un tiempo largo que, para Barber, está en proporción a la gran magnitud del espacio para hacer posible una escucha que ha de ser diferente. El compositor configura procesos que dosifican y gradúan la información sonora a lo largo de amplios periodos (Murillo 2014, 6). Una música sencilla, “pues solo la sencillez, como sabemos bien los minimalistas y como nos recuerda Heidegger, conserva el enigma de lo perenne y de lo grande: penetra de golpe y sin intermediarios en el hombre, pero requiere sin embargo una larga duración” (Barber 1996, 3.2). López (1997, 65-66) habla de una música minimalista y heterorrepetitiva, con una sintaxis que parte de fórmulas rítmicas sencillas que integran infinitos anillos que se repiten constantemente entre los diferentes instrumentos y generan el diseño macroestructural ideado por el autor. El efecto discursivo o narrativo se difumina o desaparece, en su lugar predomina una sensación de stasis de herencia minimalista provocada por la larga duración global, la longitud de las secciones y su naturaleza repetitiva (8).

Para un concierto de ciudad, todo queda fijado sobre el papel con unas grafías muy personales (figura 3). La escritura de Barber sustituye los pentagramas y las figuras convencionales por todo tipo de diagramas y signos que no son exceso de arbitrariedad ni excentricidad, sino, como explica el mismo compositor, “una técnica que responde a la necesidad de obtener con el mínimo de esfuerzo el máximo de riqueza” (Barber 2003, 80). García (2018b, 1777-1778) identifica dos tipos de partitura o una doble escritura en Barber, que a menudo se emplea de forma complementaria: una topográfica, con la que se detalla el espacio físico, sus características, los desplazamientos de intérpretes (cuando los hay, en forma de bandas u otros) y las instrucciones; y otra en forma de partitura lineal, en la que planifica el sonido en el espacio y la coordinación de los focos sonoros, con indicaciones cronométricas.

Música y memoria en el compositor

Tal y como explica el propio Barber a propósito de su obra concierto Nit de campanes en Girona, “la música siempre fue memoria” (1996, 5.7). La música se comporta como una especie de almacén temporal donde las personas pueden ubicar toda suerte de sensaciones, analogías, pensamientos o deseos de forma particular desde cierto mecanismo de asociación que activa la memoria a partir de la escucha. Como afirma Domínguez (2019, 97), las personas escuchan y archivan sonidos que generan una memoria sonora que es el correlato de su pasado individual y colectivo. Para Barber (2015, 103), “toda música es un depósito de tiempo y una espoleta para la memoria” que lleva a aquellos que la reciben a construir algo que trasciende a los sonidos, que establece nexos de afinidad o contraste de forma que “alimente nuestra memoria y nuestro imaginario instantánea y fugazmente”. No se trata de expresión de sentimientos ni de transmisión de cualquier otro tipo de contenido, pues, según Barber (2003, 54), “lo que yo entiendo por comunicación procede de Cage y de Fluxus: el mensaje importante no es el hecho de comunicar, sino el valor del sonido en sí mismo como músculo del universo”. El compositor americano ya apuntó la necesidad de “permitir que los sonidos sean ellos mismos, no vehículos para teorías elaboradas por los hombres o expresiones de sentimientos humanos” (Cage 2007, 10). En ese sentido, Barber (2003, 55) no habla de expresión ni de infundir cualquier tipo de información: “en la comunicación que yo capto y quiero transmitir, lo importante es el sonido mismo, y con él, el receptor como inevitable improvisador, montador y creador de su propia escucha”. Como explica García (2018a, 316), renuncia al rango de compositor para autoproclamarse modestamente “propositor” o “maestro de ceremonias”, cuyo cometido es propiciar la situación de escucha entre la gente. Una escucha que pueda llevar a la representación de universos simbólicos que trasciendan la pura fisicidad sonora, un proceso en el que la activación de la memoria desempeña un papel importante:

La música continúa teniendo una innegable capacidad de representación, de construcción de tiempos ficcionales realmente practicables a través de los que sacar sentido, y trascender la pura materialidad sónica de la obra. Al mismo tiempo, el hombre parece no renunciar de manera definitiva a la construcción de mundos, aunque sean inventados, a la experimentación de mundos de vida y a la elaboración de universos simbólicos. (Barber 2015, 103)

Para el compositor valenciano, estas construcciones desencadenadas a partir de la música y su llamada a la memoria encuentran la dimensión más adecuada en los conciertos de intemperie, de exterior, usando las campanas que coronan iglesias y catedrales para hacer sonar urbes enteras, ciudades donde “un concierto es una escucha que piensa, llora, recuerda y ensueña” (Barber 1996, 5.9).

Barber (1996, 2.1) se considera “un músico tocado por las campanas” y en la esencia de sus conciertos de ciudad se invoca la memoria de una infancia y adolescencia marcadas por el sonido de estos instrumentos broncíneos. El compositor ha explicado que nació el día de la fiesta mayor de su pueblo, arropado por el sonido de las campanas al voltear desde lo alto de un campanario al que luego, con el tiempo, volvió repetidamente para sentir en su cuerpo las vibraciones de unos toques que lo acompañaron durante años: “Como cualquier español, mis miedos de niño-adolescente han sido regados por toques de campanas. También las alegrías” (2.1). Ese sonido de campanas sigue habitando en el recuerdo de muchas generaciones: “Todos llevamos, todavía hoy, un campanario en nuestra memoria: el campanario que en nuestra niñez acotaba el tiempo y el espacio” (Barber, citado en Ariza 2008, 193). En su caso, el compositor señala que no solo conserva aquel campanario rural en la memoria, sino que “su cósmica reverberación, su magnetismo, asoma, concomitante, todavía, a poco que se le dé pie” (Barber 2013, 3); y lo hace precisamente en sus conciertos de ciudad. De hecho, él mismo se plantea retóricamente sobre su poética musical: “¿No será un repetir ritualizado de una gesta única: las campanas de mi pueblo?”. Parece revelarse el concepto de nostalgia que maneja Noguera (2018, 235-236), quien, citando a Slavoj Žižek, recuerda que esta invoca un objeto perdido y “se convierte en una forma de fascinación con la contemplación en sí misma, la cual suele ser del mundo inocente del niño”. En ese sentido, Noguera señala que la nostalgia es como “un estar incompleto que intenta completarse con algo que resulta ser también un vacío” (235). Afirma que se da en muchos músicos y artistas la búsqueda de la integración de su trabajo “con la tradición que nos ha acompañado en nuestra vida cotidiana o nos acompañó durante nuestra infancia, cuando aún no éramos músicos o no sabíamos que lo seríamos” (236).

Llorenç Barber, Sección de la partitura de 100 campanas para la paz para el concierto de ciudad que tuvo lugar en Guatemala el 29 de diciembre de 1997, fotografía.
Figura 3.
Llorenç Barber, Sección de la partitura de 100 campanas para la paz para el concierto de ciudad que tuvo lugar en Guatemala el 29 de diciembre de 1997, fotografía.


La fascinación de Barber por las campanas y la potencia creadora que para él albergan no viene solo de la nostalgia o de su capacidad para convocar su memoria personal. Su volteo ha marcado durante siglos “el más profundo ‘memento’ individual y colectivo” (Barber, citado en Ariza 2008, 193). Por ello, en su sonar (ya desde que se construyera su primer campanario portátil y luego en las grandes campanas), descubrió el “instrumento más mágico inventado por el hombre”, pues, al hacerlo sonar adecuadamente, “todo un mundo de antepasados sonoros se hacía presente” (Barber 2009, 64, 69). A través de los conciertos de ciudades se activa la memoria de las personas que los viven como dispositivo decodificador capaz de recuperar aquel mundo antecesor. Tal y como Barber (1996, 5.7) explica sobre su Nit de campanes realizada Gerona, con sus conciertos de campanas se “cargan las pilas de la memoria”, la ciudad cobra “más memoria, más posibilidad de salvarse de ruinas, especulaciones, ruidos y olvidos” y, con ello, cierta “inmortalidad”. La ciudad, que a través del sonido de sus campanas revive su pasado una y otra vez, se convierte en un mecanismo capaz de oponerse al tiempo.

De ahí que un concierto de campanas sea un sonar de aires, aleros y paredes que, esquivo, hurga en ciudad-palimsesto yuxtaponiendo planos históricos, colisionando tiempos y espacios, hibridando memorias, dinamizando discursos, concentrando realidades y acontecimientos… postulando a la postre una estética de la estereofonía o mejor de la heterofonía, también y sobre todo, de tiempos, un plural sonar que deviene rastreo e inmersión en todos los misterios y olvidos, sean de subsuelo, sean de superficie y ceguera. (Barber 2005, 158)

Un concierto de campanas dispone en su particularidad espaciotemporal de una serie de connotaciones perceptivas y mentales que establecen varios niveles de conexión, pues “llama a toda suerte de espectros” y, con ello, invita a quien escucha a enredarse “en las oscuras y desconchadas páginas de la historia no solo personal o familiar sino de la nunca congelada urbe que nos cobija, así como del grande e infinito cosmos” (Barber 1996, 5.1). Si para Barber la música es memoria y su voluntad es convocarla, en las campanas encuentra el instrumento con más capacidad para hacerlo y los conciertos de ciudad que protagonizan no son sino “sonoras y sonadas olas de recuerdos […] que contienen todo el pasado acurrucado junto a cada campana” (Barber 1996, 3.4).

En esta época de hibridaciones y memorias superficiales y débiles, las campanas son cavernas donde durante decenios se refugió lo más profundo de la humanidad: sus miserias, deseos, miedos y gozos. De ahí mi etnominimal empeño por sonarlas y hacer a su través una cuidada y festiva música-excavación. Un muscular, atlético, desmesurado (¿vulcánico?) galimatías que haga aflorar a la superficie sentidos ocultos, desenmascarando textos dormidos inherentes al lugar, a la historia del grupo. El percutivo don-don de las campanas es, para mí, sonido mitopoético por excelencia. Una rotunda llamada a lo esencial, lo sacral y lo tribal que nos subyace. (Barber 1996, 3.2)

El papel de Barber no es el de compositor al uso, se considera un “con-vocador, un in-vocador de conjuros que atraviesan los espacios y los siglos” (Barber 2009, 65). Alguien que hace posibles las circunstancias necesarias para que la ciudad se escuche a sí misma, atienda a su sonar arquetípico, lo cual da lugar a lo que él señala como “anamnesis colectiva” (Barber 1996, 3.7). Los conciertos de ciudades aportan una información sonora que los transeúntes, convertidos en oyentes activos, recogen y asimilan como reminiscencias que representan recuerdos en la memoria. Insiste el compositor en que la gente que acude a sus conciertos de ciudades, a diferencia de lo que ocurre comúnmente con el público que asiste a un evento musical, van realmente a escucharse a sí mismos y no en un entorno neutro, sino en un contexto significativo: “no van a escuchar a Llorenç Barber, van a escucharse a sí mismos y en el propio escenario de su historia comunal […] música nacida de un sujeto colectivo y expandiéndose en algo tan fundamental como es el espacio público” (Barber 2003, 107).

En tanto las campanas son instrumentos depositarios de una memoria que individualiza a la comunidad, López (1997, 103-104) señala la capacidad de los conciertos plurifocales de Barber para resignificar y redignificar los espacios urbanos en su particularidad. Se produce su resignificación en la medida en que la ciudad se convierte en objeto de especulación artística, en un espacio que disfrutar estéticamente: algo “nuevo y mágico que, a su vez, renueva también a sus habitantes” (103). La música de Barber es para García (2013, 159) un ritual ciudadano que “conjura sensibilidades y recuerdos, espacios y tiempos latentes en la memoria”, a través de los que el oyente parece “poetizar el tejido urbano, abriendo procesos de identificación y pertenencia a un cuerpo social nuevamente significado”. Una poetización de espacios y tiempos comunes a la que el compositor se siente, de alguna manera, obligado a contribuir con sus conciertos plurifocales, lo que pone de manifiesto que la ciudad no es solo útil, sino también bella y susceptible de vivirse creativa y poéticamente (Barber 1996, 3.2). Por otra parte, con los conciertos de ciudades, se produce la redignificación del espacio urbano particular y cotidiano, frente a la globalización uniformadora que a menudo iguala de manera arrasadora. El compositor explica que sonar las campanas de la ciudad en concierto es volver a “dignificar lo quotidiano” (5.3). En una “era electrónica y macluhaniana en la que el orbe deviene aldea global” (3.2), sus conciertos reviven lo específico gracias al sonido de unas campanas donde se deposita lo específicamente individualizador de ciertas comunidades.

Música y memoria en el instrumento: las campanas y el espacio urbano

Las campanas son el instrumento protagonista de los conciertos de ciudades. Un elemento simbólico y característico que gobierna pueblos y ciudades de medio mundo desde lo alto de vigilantes torres campanario capaces de ejercer sobre cualquiera una evidente fascinación visual, como ocurre en el caso de Barber (2013, 3): “una de las imágenes más impresionantes para mí es ver nacer del centro de la carretera, y como emergiendo del asfalto, un puntiagudo campanario que se agranda y crece a medida que a él me acerco”

El compositor valenciano otorga a las campanas un papel inusitadamente relevante en el ámbito de la creación musical, un objeto sonoro cuya presencia en diversas sociedades y culturas como elemento convocador, anunciador o apotropaico se remonta hasta tiempos remotos: la China milenaria, el mundo judío, pasando por las antiguas Grecia y Roma, hasta llegar al cristianismo (Marcos 1999). Se tiene constancia de que las campanas se elevaron hasta lo alto de torres a partir del siglo V (Louzao 2018, 151), campanarios que con el tiempo se convirtieron en elemento omnipresente e indispensable en la vida de ciudades y pueblos de toda Europa como principal medio de comunicación. Anunciaban acontecimientos de todo tipo y no solo religiosos, pues, con los años, los bronces siguieron un proceso de “laicización” (153).

El lenguaje de las campanas ha sobrevivido en el mundo moderno y en España (también por extensión, en todo el mundo católico) el paisaje sonoro contó su protagonismo hasta las últimas décadas del siglo XX, sobre todo en el medio rural (Louzao 2018, 154). Hoy día, como explica Barber (1996, 4.2), su sonido forma parte “de un paisaje que se desdibuja, pero, agonizante, se resiste a desaparecer”. Tanto en lo relacionado con la virtud apotropaica y profiláctica de su sonido (Marcos 1999, 61) como en lo referente a su dominio de los ritmos cronológico, religioso, festivo o vital, hasta hace solo unas pocas décadas “el silencio de las campanas era inimaginable” (Louzao 2018, 156-160), pues seguía pautando puntualmente la vida de las personas desde su nacimiento hasta su muerte. Es probablemente por esta omnipresencia que, como afirmaba el obispo primado de Toledo, Isidro Gomá (citado en Louzao 2018, 156), “el pueblo quiere a sus campanas”

Barber es consciente de la presencia privilegiada que ha tenido el sonido de las campanas en el plano social, humano y religioso hasta tiempos bien recientes. Él mismo ha sido testigo de ello y recuerda cómo “los júbilos y festejos, los momentos de mayor seriedad, los miedos individuales y, sobre todo, los colectivos, fueron siempre anunciados y/o celebrados por medio de campanas”; un sonido que “guiaba fatalmente nuestro deambular” (Barber 1996, 3.2); instrumentos que “hieren con su temblor los nacimientos, sudores del trabajo, desposorios, fiestas, desgracias, encuentros con lo allende” y que “cumplían una función de regula hasta hace tan poco que todavía su son conforma nuestro más íntimo y misterioso referente” (Barber 2013, 3). Su poder evocador es tan evidente como diverso. Alonso y Sánchez (1997, 7) recogen que, al escuchar su sonido, unos recuerdan vivencias pasadas en el mundo rural mientras otros rememoran su parroquia y su barrio organizado alrededor de un campanario del que salían toques familiares y distinguibles, pero afirman rotundamente que “nadie permanece ajeno al mundo de las campanas”. Por ello, para Barber (1996, 4.9), al escuchar su tañido inevitablemente “todo un mundo de señales, ritmos y símbolos colectivos se nos viene encima”. En su sonido, habita la memoria, se refugian toda suerte de recuerdos y evocaciones de lo vivido por las personas al ritmo de toques, repiques y volteos.

La campana es el instrumento por excelencia de la memoria: es oscura caverna donde se refugian muchos de los anhelos y ensayos más acertados que el hombre ha logrado para atrapar mediante el sonido lo inatrapable: la comunicación con el otro, y con lo otro, con lo conocido y con lo inefable. Su taladrador sonido nos llega y toca el corazón de la pena, de la potestad, del común reventar de alegrías. Las campanas se saben generosas, y por ello crepitan con osadía: en ellas duermen ambiguos libros de vida. (Barber 1996, 5.3)

Explica García (2018a, 314-315) que, aunque su simbolismo ha disminuido, la campana continúa siendo un nexo identitario de primer orden en el territorio tradicionalmente católico y su sonido sigue siendo parte de la memoria colectiva de la comunidad. Su pervivencia, como la posición dominante que tenían hasta hace no demasiado tiempo, puede explicarse por su significatividad. Domínguez (2015, 97) afirma que, dentro del catálogo de sonidos de un lugar, los hay cuya presencia es dominante, porque son más significativos en términos culturales, porque actúan como emblemas capaces de condensar valores grupales y acaban por inscribirse en la geografía simbólica de un paisaje cultural.

En este sentido, para Barber todo el mundo lleva un campanario en la memoria que se activa al son de las campanas, se despierta revelando todo aquello de que son depositarias. En ellas se acumulan años, siglos de historia de la ciudad y la comunidad, pues han permanecido fieles al espacio físico y social para el que se concibieron y su acústica no ha dejado de acompañar a las personas que han habitado la extensión de su dominio simbólico. En los conciertos de ciudades, más que notas o acordes, las campanas son documentos “cargados de primordialidad, memoria, melancolía” (Barber 1996, 3.7). En la apuesta del compositor valenciano, las mismas campanas que han sido testigo de la historia local evocan sonoramente rasgos identitarios permanentes e inmutables. Como explica Ariza (2008, 193), en ellas “reside latente una parte de la memoria individual y colectiva que resurge al escuchar”, y su sonido, en concierto plurifocal, provoca inevitables conexiones emocionales, históricas y sociales que se encuentran presentes en la cultura del lugar. En el plano individual, las campanas convocan todas las miserias, los deseos, los miedos y los gozos que en algún tiempo acompañaron a los que escuchan; en el comunitario, tal y como el compositor comenta a propósito del concierto de La Habana, despiertan “cierta memoria ciudadana que distraída dormita en sus campanas” (Barber 1996, 5.11).

Las campanas, hablándonos al yo y al tú con su extrañador saber, nos germinan enigmas que llevan en sí los temores y amores de una cultura ancestral: en la hora enorme de mis conciertos de campanas y espadañas se alberga toda la mitología del hombre. El mito es una máquina, nos lo recordaba Levy-Strauss, que detiene el tiempo. También lo es la campana: un vaso, un Aleph a través del cual se puede oír retroactivamente lo más representativo de lo que ha ocurrido en cada individuo, en cada paisaje, en cada comunidad, en el mundo este tan lleno de repetición, piedad, miedo y fugaces felicidades. (Barber 1996, 3.1)

La campana se convirtió en la señal sonora más importante para la comunidad cristiana, y definió a su alrededor un espacio comunitario coincidente con el acústico (Schafer 1994, 53). Sus toques funcionaron como “una esencial voz comunal de grupos y sociedades” que, en sus rasgos más generales, pervive en la memoria colectiva, se niega a abandonarnos; una memoria que para López (1997, 64-65) es rescatada y actualizada durante los conciertos de ciudades de Barber. Si el sonido de las campanas está instalado en el imaginario mágico-religioso de una comunidad, un concierto de ciudad puede considerarse como “ir directamente a su encuentro” (López 1997, citado en Barber 2003, 114-115).

Durante los conciertos de ciudades de Barber, el entramado urbano donde se alzan los campanarios se convierte en una gran caja de resonancia que acoge, distribuye y expande los sonidos producidos por las campanas (figura 4). Para García (2018a, 315), el espacio urbano es a la vez auditorio e instrumento, acoge el concierto, pero también “suena y reverbera”. Calles y plazas “transportan y conforman sonidos complejos que hacen tropezar, resonando, con los que en rachas o a volandas llegan de otros puntos”, con lo que convierten a la ciudad en “gran vasija resonante, habitada por dondones y retumbos” (Barber 1996, 3.1). Es una música profundamente marcada por el espacio concreto y singular para el que está pensada, compuesta e interpretada: música de “feroz territorialidad” (4.10). Según García (2018a, 315), es tanto así que no se puede concebir la obra separada de su contexto; es más, “el contexto se convierte en la propia obra”. Como explica López (1997, 64), “componer ‘para’ una ciudad significa componer ‘con la ciudad’”.

Esto tiene su implicación directa en la convocatoria de la memoria. Las reminiscencias evocadas entre las personas que se entregan a un concierto de ciudad están mediadas por el espacio particular que le da cabida. Desde su organización y la disposición de sus elementos, hasta su historia y componentes psicológicos y socioculturales, el lugar condiciona la escucha: “el espacio nunca es neutro. Anda habitado por memorias, fuerzas, miedos, instancias contrapuestas” (Barber 1996, 4.10). Es evidente que el sonido siempre ocurre en un entorno que es concreto, específico y que, desde el punto de vista físico, incluye una configuración arquitectónica determinada y unas características ambientales concretas. Pero, como afirma Alonso (2011, 54), además, “nunca podrá ser culturalmente aséptico, sino que estará bañado por una serie de dinámicas sociales y psicosociales que lo harán particular e irrepetible”.

Barber (2003, 109) explica que cada ciudad suena específicamente diferente, tiene su propio sonido, su propio cantar, su propio argumento sonoro, porque “no hay dos campanas iguales, ni dos torres iguales, ni dos calles iguales”. Se podría añadir que tampoco hay dos historias urbanas iguales. Por ello, insiste en que la gente no va a sus conciertos plurifocales a escuchar a Barber, sino que “van a escucharse a sí mismos y en el propio escenario de su historia comunal” (107). La textura urbana, en su vertiente física y psicológica, está, pues, cargada de historia y condiciona la escucha y el recuerdo en los conciertos de campanas, “música que no puede exportarte. Se la dicta a sí misma la ciudad” (Barber 1996, 4.6).

Memoria colectiva y escuchar con la piel

El sonido de las campanas en los conciertos de ciudades desencadena la memoria común entre los asistentes, un público que es local, totalmente protagonista y que se somete a la escucha de su entorno cotidiano bajo la redefinición obrada por el autor. Barber renuncia al rol convencional de compositor para asumir el de posibilitador (“propositor” en sus palabras), alguien que invita al público a vivir el espacio cotidiano de forma diferente y experimentar situaciones de escucha con oídos renovados (García 2018a, 316). En su caso, “el autor mengua hasta niveles mínimos” y pasa todo el protagonismo a las personas que escuchan, hasta el punto de afirmar que “van a escucharse a sí mismas” (Barber 2003, 55). El receptor es quien, con los toques que resuenan en el escenario de su historia personal, construye su propia escucha. Es el oyente quien, como aclara García (2018a, 320), a partir de los sentidos y valores que le genera el concierto de campanas, construye posibles significados. El papel del músico valenciano es, pues, el de un “maestro de escuchas”, es ayudante, mayéutico, “alguien que prepara, acompaña o dispone espacios, tiempos, proporciones y actitudes para favorecer y posibilitar algo” (Barber 2003, 10). Y ese algo es una escucha capaz de llamar a la memoria, lo que desde el principio ha hecho sentir a Barber (2009, 65) como un auténtico “con-vocador, un in-vocador, un escritor de conjuros que atraviesan los espacios y los siglos”. Pudo comprobarlo desde su primer concierto de ciudad:

La primera vez que me atreví —osado— a sonar una ciudad, Ontinyent, me quedé de piedra al advertir cómo la ciudad entera devino oreja comunal y gigantesca, y del hecho de que todos hicieran un hueco en sus vidas para escuchar, comentar y participar en un mismo hecho. ¡Y un hecho sonoro! El sonar de sus campanas les abrió sus memorias hasta lo más recóndito. (Barber, citado en Murillo 2014, 5)

Llorenç Barber haciendo sonar campanas durante un concierto. Fotografía de David Jiménez.
Figura 4.
Llorenç Barber haciendo sonar campanas durante un concierto. Fotografía de David Jiménez.


Cierto mecanismo en los conciertos acaba deteniendo la rutina del público respecto del marco espacial que lo rodea, es “un sonar capaz de cortocircuitar la inercia colectiva y rescatar la memoria pública”, y desencadenar todo tipo de reminiscencias (Barber 1996, 4.1). A veces de una forma tan íntima que hace aflorar las emociones, explica el compositor que en el concierto de la ciudad de Vitoria recuerda haber visto llorar a personas de diferentes edades, “y es algo que impresiona” (Barber 2003, 114). Ese mecanismo que opera en los conciertos y convoca el recuerdo tiene mucho que ver con que se celebran en el exterior cotidiano y con un instrumento hasta hace poco igualmente acostumbrado: “puede decirse que tienen trampa desde el momento en que se celebran en la calle, y la calle es de la gente, como lo son las campanas y la memoria que guardan” (72).

La escucha es en principio individual, pero en segundo término se configura también una escucha colectiva. Del mismo modo, las reminiscencias que se dan entre las personas asistentes son personales, pero sumadas invocan una memoria que es conjunta. La ciudad escuchada durante un concierto plurifocal se convierte en una especie de red en la que “cada quien puede disponer los recuerdos, asociaciones, afinidades, contrastes o analogías que le lluevan las campanas y sus andantes retumbos” (Barber 1996, 3.4). Como indica García (2013, 159), la ciudad puesta en vibración “nos canta con voces de recuerdo, pasado y memoria, penetrando en nuestro ser e iluminándolo de sentidos multiplicados”. No todo el mundo “escucha” lo mismo, ni surgen invocaciones generalizadas, sino que hay lecturas particulares: “el son de las campanas es omnisciente, mas no lo dice todo a todos: reparte a cada cual (atendiendo a un sutilísimo conjunto de resonancias, afinidades y correspondencias individuales) un trozo de aquello que la ciudad vivió” (Barber 1996, 5.11). Pero el compositor explica que todas las reminiscencias individuales, todas las memorias puntuales, se pueden juntar en una especie de friso ideal que configura una rememoración que, como la propia escucha, es pública, colectiva y comunitaria.

Para el compositor valenciano, el sonido de las campanas tiene el potencial de ser “despertador de profundidades raigales y enigmas”, a través, precisamente, de la llamada a la memoria del receptor: “le enraíza (hace que sus pies se hundan en el fangoso discurrir de la historia)” (Barber 1996, 5.3). En ese sentido, la vivencia colectiva que tiene lugar al escuchar el espacio compartido refuerza, según García (2018a, 320), el sentimiento de comunidad; en ese mismo sentido, Álvarez (2013, 270) explica que los individuos locales que conforman el público en los conciertos de ciudades pueden sentirse y reconocerse como “pueblo”, miembros de una comunidad inmaterial “unidos entre sí por una tradición y una memoria”.

La capacidad de los conciertos de ciudades para suscitar el sentimiento de comunidad e invocar una memoria colectiva reside en el protagonismo otorgado al receptor y en el modo de escucha que se configura en él; una escucha no solo operada por el oído, sino que también se apoya en la piel. Para Barber (2005, 161), el concierto de ciudad “no es música para el oído solo, es música para el cuerpo entero”, dirigida a un público más epidérmico que hace de toda la piel un completo y complejo órgano de escucha. Esto supone partir de una forma extendida de entender la audición como un mecanismo más complejo que involucra no solo estrictamente al oído: “Somos más epidérmicos. La escucha es piel. Las artes sonoras de nuestros días parten de esa extremaunción. Muchos somos los que —ambiciosos— nos hacemos eco de ello” (Barber 2005, 164). Chion (1999, 78) habla de “cobrivación” refiriéndose precisamente a “todo lo que en el sonido atañe al cuerpo” más allá de las sensaciones acústicas solo localizadas en el oído: parte del cuerpo puede “covibrar” por simpatía con el sonido. En este sentido, Domínguez (2019, 95) afirma que “todo el cuerpo es una oreja”, pues se puede experimentar el sonido gracias a la resonancia. El tañido de las campanas genera una densa reverberación sónica que recorre el espacio y afecta al público no solo auditivamente, sino también táctilmente:

La música en su especial danzar pesa, y pesa con una intensidad inusitada; es más, el peso de la música lo es todo: su gravidez sonora genera una particular energía, una tensión que magnetiza el espacio sonado y llena su radio de acción determinando la extraña experiencia del auditor que, a la intemperie y envuelto, percibe a través de secuencias (la escala temporal es tan desmesurada como la espacial) que implican tanto variables sonoras como visuales y táctiles ligadas a la percepción del espacio concreto. (Barber 1996, 5.1)

Barber reclama para sus conciertos de ciudades una escucha porosa a través de la piel que compara con la del hombre primitivo, que escuchaba “con toda su piel erizada por el miedo y la necesidad”, lo que Szendy (citado en Domínguez 2019, 96) llama “archiescucha”. Según el compositor, una escucha epidérmica a través de la cual “las cosas, los ánimos, los aires y las distancias hablaban con seriedad objetiva y de manera semejante a como hoy el disgregado sonar campanero lo llena todo con su reverbere envolvente y global” (Barber 2005, 155).

Para el músico valenciano, como para Chion (1999, 79), el sonido puede ser considerado en ciertas circunstancias como “bisensorial”, puesto que tiene la capacidad de afectar a dos sentidos a la vez: oído y tacto. Cuando se produce este “redoblamiento sensorial”, cuando afecta al oído y al cuerpo (a la piel), el sonido consigue aumentar su impacto sobre el receptor (81). A partir de esa doble sensorialidad, Domínguez (2019, 97-100) afirma que también el proceso de significación es doble y, siguiendo las distinciones que brinda Merleau-Ponty (1999), diferencia entre una significación simbólica exacta (interpretar el sonido de forma inteligible y descifrable, de acuerdo con convenciones previas) y una significación simbólica natural (en la que no operan procesos racionales sino emocionales). Es en el terreno del cuerpo donde, para Domínguez, se fragua la naturaleza agregativa del sonido. En los conciertos de ciudades, se puede entender que se dan procesos de significación y de memoria en los que el ámbito de la piel (y las emociones) tiene un papel fundamental en la capacidad vinculante del sonido de las campanas. Es así porque, recuperando la distinción de Merleau-Ponty (1999), la significación simbólica exacta tiene un protagonismo reducido en las propuestas de Barber, casi inexistente. No se aprecia la voluntad de crear un relato musical descifrable por el público, no hay una vocación de llamar a una escucha racional que ponga en marcha procesos cognitivos de comprensión musical, más bien al contrario. Como explica López (1997, 66), se trata de una música “stásica” creada por yuxtaposición de grandes unidades independientes entre las que no media articulación discursiva o sintagmática (figura 5). Al entrar en un concierto de ciudad, porque, literalmente, explica Barber (1996, 5.1) que “en un concierto de campanas […] se entra”, el receptor se enfrenta al reto de una forma de escuchar diferente y desamparada. Con su fórmula antidiscursiva de yuxtaponer de bloques sonoros, el compositor desarticula los modos de atención convencionales y provoca cierto bloqueo auditivo que las personas que escuchan deben superar (López 2004, 24).

Llorenç Barber, Sección de la partitura de O Roma nobilis para el concierto de ciudad que tuvo lugar en Roma el 28 de junio de 1999, fotografía.
Figura 5.
Llorenç Barber, Sección de la partitura de O Roma nobilis para el concierto de ciudad que tuvo lugar en Roma el 28 de junio de 1999, fotografía.


Una de las características (¿debería decir problema?) de la música plurifocal es que sus repertorios indexicales son sumamente débiles con articulaciones que resultan en extremo móviles. De ello que su incidencia en la actividad receptiva sea tan especial y desesperantemente tenue que con frecuencia el escucha termina por sentirse abandonado a su suerte en una especie de orfandad aesthesica (López 1999, 7).

Así, la escucha con la piel es la protagonista, como bien explica Barber. A partir de ahí, se puede considerar que la experiencia sonora vinculada con las emociones es la verdadera responsable de provocar determinadas sensaciones acústicas, operar procesos afectivos e invocar la memoria colectiva en los conciertos de ciudades.

Domínguez (2019) señala, a partir de las aportaciones de Simmel y McLuhan, la influyente y decisiva capacidad que tiene lo sonoro para crear en las personas un fuerte sentimiento de comunidad y de pertenencia al grupo. Una facultad que puede responder “a la naturaleza —envolvente, inmersiva, expansiva— del sonido, el cual tiene la particularidad de inducir la sensación de comunidad bajo el efecto de la resonancia” (105). Como afirma Sloterjijk (citado en Domínguez 2019, 98), “pertenecer al mismo grupo, en efecto, no significa de entrada más que escucharse juntos”. En los conciertos de Barber, se revela la sonoridad propia de personas, grupos y lugares a través de las campanas; una sonoridad que se reconoce a través de una escucha en buena medida emocional que activa ciertos mecanismos de identidad sonora que permiten que las personas se reconozcan como comunidad. El sonido de las campanas se comporta, en cierto modo, como soundmark o marca sonora en el sentido que Schafer (1994, 10) da al término: un sonido grabado en la memoria de una comunidad que, por ser único o tener determinadas cualidades, es advertido y especialmente apreciado (también recordado) por sus integrantes.

Conclusiones

El interés por la relación entre la música y el entorno cotidiano ha marcado la propuesta artística de Llorenç Barber a través de su idea de mundanidad, una voluntad decidida de sacar la música a la intemperie y hacerla dialogar con el entorno. Sus conciertos de ciudad parten de este posicionamiento y, además, se convierten para el compositor en un mecanismo eficaz para rescatar la memoria colectiva, precisamente, porque ocurren en abierto, abandonan el auditorio, conquistan la calle y esta es de la gente, como lo son las campanas y la memoria que acumulan. Para el compositor, la música es de por sí un depósito de tiempo y tiene la capacidad de representar entre los que escuchan tiempos ficcionales que trascienden la pura fisicidad del sonido. Lo que persigue es que la gente se escuche a sí misma a través de sus campanas y en el espacio que le es propio, para con ello abrir sus memorias hasta lo más recóndito.

La manera en que el compositor mantiene vivo en su memoria el recuerdo del sonido de las campanas en su infancia y adolescencia sugiere la posibilidad de que haya ejercido sobre su propuesta cierta influencia como potencia creadora. Así, en los conciertos de ciudad, podría hallarse cierto componente de nostalgia que vincula su trabajo con la tradición que le acompañó en el pasado y que todavía habita en el recuerdo.

Las campanas son para Barber un instrumento mágico que durante siglos ha acompañado ritual y fielmente a las personas. Es consciente de su preeminencia en el paisaje sonoro cultural del mundo católico y de su protagonismo en diferentes planos, no solo el religioso. Hacerlas sonar en un concierto de ciudad es provocar que todo un mundo de símbolos colectivos se revele, es una llamada a la memoria individual pero también comunitaria, provocar entre el público del lugar un ejercicio de anamnesis colectiva. El papel que Barber se reserva para sí en este proceso es más modesto de lo que cabría esperar. Se considera solo convocador, un maestro de ceremonias cuyo papel es solo hacer posible una situación de escucha invocadora.

A través de los conciertos de ciudades, el compositor activa entre los oyentes una escucha que hace aflorar recuerdos y sensibilidades que consiguen reforzar el sentimiento de identificación y pertenencia. Además, el espacio acaba por resignificarse, poetizado, convertido en marco de un arte público que permite su asimilación también estética.

El potencial que tienen los conciertos de ciudades para convocar a la memoria colectiva y suscitar el sentimiento de comunidad tiene mucho que ver con el protagonismo que adquiere el receptor. La escucha no es convencional, no solo involucra sensorialmente al oído, sino que la música de Barber es una música para todo el cuerpo. A través de la reverberación, la piel adquiere competencia en una escucha que es también epidérmica. El sonido de las campanas tiene una doble afectación sobre el público, auditiva y táctil. En el ámbito de la escucha, a través de la piel se fragua una significación simbólica del sonido en la que operan unos procesos más emocionales que racionales a los que se podría responsabilizar de llamar a la memoria.

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Notas

* Artículo de investigación. Resultado del trabajo desarrollado dentro del grupo de investigación Q-HEART, Calidad de Vida y Desarrollo Sostenible desde la Música y las Artes, de la Universitat Jaume I.

Notas de autor

** Licenciado en Historia del Arte, magíster en Estética y Creatividad Musical y doctor en Filosofía por la Universitat de València. Profesor de la Universitat Jaume I de Castellón. ORCID: 0000-0003-4112-5064. Correo electrónico: noe@uji.es

Información adicional

CÓMO CITAR: Gil Noé, José Vicente. 2021. “La memoria convocada en los conciertos de ciudades de Llorenç Barber”. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas 16 (1): 230-249. http://doi.org/10.11144/javeriana.mavae16-1.lmce

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