Una paradoja, unas huellas y una luz: los dolores y los miedos de los músicos como ecos silenciosos de los paradigmas de la tradición musical occidental*

A Paradox, a Few Traces, and a Light: The Pains and Fears of Musicians as Silent Echoes of the Paradigms of Western Musical Tradition

Um paradoxo, alguns rastros e uma luz: as dores e os medos dos músicos como ecos silenciosos dos paradigmas da tradição musical occidental

Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, vol. 16, núm. 1, 2021

Pontificia Universidad Javeriana

Luis Fernando Valencia Rueda **

Pontificia Universidad Javeriana, Colombia


Andrés Samper Arbeláez ***

Pontificia Universidad Javeriana, Colombia


Recibido: 05 Marzo 2020

Aceptado: 17 Octubre 2020

Publicado: 01 Enero 2021

Resumen: Este artículo presenta algunas reflexiones sobre la paradoja que emerge en algunos músicos entre una faceta de la experiencia musical que es espontánea y anclada en el disfrute, y otra que de alguna manera ha sido contaminada por marcas de tipo físico, emocional y mental, con énfasis en el tema del miedo en la relación con la música. Encontramos una fricción entre el habitus institucional y la idiosincrasia del músico en formación que se encuentra situada de manera permanente en una “tensión intersticial” entre el canon y su propio mundo interior. Planteamos, basados en nuestra experiencia como músicos, gestores educativos y docentes, que en el sistema de educación musical formal se encuentra el origen de varias de estas huellas cuando este se vuelca demasiado hacia el producto y hacia el dominio de las habilidades y conocimientos musicales como fines, y no como medios para la expresión sensible. Este tipo de educación tiende a privilegiar el dominio técnico y analítico de los saberes canónicos y descuida el vínculo de los músicos con su propio mundo interior y la expresión de este a través de la música, y así desaprovecha la potencia de las voces individuales y pasa por alto la aparición de patologías (físicas, emocionales, mentales) que se manifiestan con diversos niveles de intensidad en las personas. Finalmente, proponemos como alternativas fortalecer la reflexión colegiada que devela los paradigmas pedagógicos naturalizados y traer a la enseñanza de la música una perspectiva somática que favorece la autoconciencia que integra cuerpo, mente y emoción, y que promueve la búsqueda de la voz propia en el contexto artístico del músico en relación consigo mismo, con el otro y con las situaciones vitales que atraviesa. Una perspectiva en cuyo centro está una pregunta permanente por el sentido del oficio: ¿para qué hacemos música?

Palabras clave:música, patologías del músico, paradigmas pedagógicos, música y sanación, somática y educación musical, música y espiritualidad.

Abstract: This paper presents some reflections on the paradox that emerges in some musicians between a facet of the musical experience that is spontaneous and anchored in enjoyment, and another that has somehow been “contaminated” by physical, emotional and mental marks, with an emphasis on fear in the relationship with music. We propose, based on our experience as musicians, educational managers, and teachers, that, in the formal music education system, we find the origin to several of these traces when it turns too much towards the product and towards the mastery of the means (techniques, analytical knowledge, etc.) as ends and not as means for sensitive expression. We find a friction between the institutional habitus and the idiosyncrasy of the musician in training who is permanently situated in an “interstitial tension” between the canon and his own inner world. We propose that this type of education focused on the technical and analytical mastery of canonical knowledge neglects the link of musicians with their own inner world and its expression through music, and thus the power of individual voices is wasted and the appearance of pathologies (physical, emotional, mental) that manifest themselves with different levels of intensity in people, is overlooked. Finally, we propose, as an alternative, a somatic perspective that provides light on the development of self-awareness integrating body, mind and emotion, and that favors the search for one’s own voice in the artistic context of the musician in relation to himself, to others and to the life situations he goes through. A perspective in which a permanent question is at the center of the sense of the profession: Why do we make music?

Keywords: music, pathologies of the musician, pedagogical paradigms, music and healing, somatic and musical education, music and spirituality.

Resumo: Este artigo apresenta algumas reflexões sobre o paradoxo que emerge em alguns músicos entre uma faceta da experiência musical que é espontânea e fixada no gozo, e outra que de algum modo foi “contaminada” por marcas de tipo físico, emocional e mental, enfatizado no medo com relação à música. Sugerimos, baseados em nossa experiência como músicos, gestores educativos e docentes, que no sistema de educação musical formal está a origem de vários destes rastros quando este se volta excessivamente para o produto e para o domínio dos meios (técnicas, conhecimentos analíticos, etc.) como fins e não como meios para a expressão sensível. Encontramos uma fricção entre o habitus institucional e a idiossincrasia do músico em formação que está situado de maneira permanente em uma “tensão intersticial” entre o cânon e seu próprio mundo interior. Sugerimos que este tipo de educação dirigida ao domínio técnico e analítico dos conhecimentos canônicos descuida o vínculo dos músicos com seu próprio mundo interior e a expressão deste através da música, e assim se desperdiça a potência das vozes individuais e se ignora o aparecimento de patologias (físicas, emocionais, mentais) que se manifestam com diversos níveis de intensidade nas pessoas. Finalmente, propomos como alternativa uma perspectiva somática que brinda luzes sobre o desenvolvimento da autoconsciência integrando corpo, mente e emoção, e que favorece a busca da própria voz no contexto artístico do músico em relação com si mesmo, com o outro e com as situações vitais que atravessa. Uma perspectiva em cujo centro está uma pergunta permanente pelo sentido do oficio: para que fazemos música?

Palavras-chave: música, patologias do músico, paradigmas pedagógicos, música e cura, somática e educação musical, música e espiritualidade.

Introducción

Al escuchar la palabra música solemos pensar en algo bueno, ¿correcto? O bien que concibamos el fenómeno de la música como un objeto externo que apreciamos y desde allá afuera nos interpela poderosamente, o bien como una experiencia sensorial que nos recorre y desde adentro remueve nuestras emociones, lo cierto es que en el imaginario del ser humano la música tiende a ser considerada como una suerte de gracia: fuente de gozo, entretención o inspiración, instrumento celebratorio o laudatorio, vehículo de sanación o catarsis. En fin, un organismo cuasi vivo que tiene el misterioso poder de elevarnos hacia lugares que intuitivamente entendemos como “mejores”, y que, sin embargo, contrastan con los oscuros baches que se atraviesan en el recorrido por este mundo.

Esta imagen de la música es, quizá, un tanto romántica. El punto es que la música tiende a valorarse de manera positiva; se le busca y añora. No resulta extraña, por tanto, aquella escena en la que el músico se encuentra con alguien dedicado a cualquier otro banal oficio, quien, al enterarse de su elección de vida, con brillo en los ojos y ardiente emoción, le expresa la sana envidia que le invade, y le recalca lo afortunado que es de poder dedicarse con pasión a aquello tan maravilloso que es la música. Algo hay de sarcasmo e histrionismo en la escena porque resulta irónico que, en ocasiones, la estereotípica intervención de aquel interlocutor puede, al contrario de lo pretendido, despertar un dolor. ¿Cómo ha de ser, preguntarán algunos por fuera del mundo de la formación profesional en música, que aquella persona que se atrevió valerosamente a recorrer el camino de la música como opción profesional, muchas veces en contravía de la lógica común de la segura supervivencia, pueda haber terminado lastimada por ese mismo camino? Nos encontramos así con una paradoja: para algunos de los que la abrazan como camino de vida, la música (aquel agente potencialmente sanador y catártico) termina engendrando, al contrario, huellas de dolor.

Esta paradoja no es un simple supuesto. Es precisamente desde nuestra propia experiencia en diversos ámbitos musicales de donde nace una conciencia y una preocupación por este fenómeno. Hemos podido ser testigos de esta paradoja como músicos en formación, como docentes dirigiendo proyectos educativos en música orientados a distintas edades y perfiles, y como consejeros de jóvenes que han optado por la ruta de la formación profesional en música. También ha surgido el tema conversando en espacios informales con colegas y con amigos músicos. Es una paradoja interesante porque no se expresa en “términos absolutos”. Es decir, no es que “la magia se acabe” de repente y para siempre. Más bien, desaparece y vuelve, se encoje y se ensancha nuevamente. Es más, nos parece que esta relación de orden estético con la música, que es gozosa, espontánea y sanadora, no deja de crecer a lo largo de la vida. Pero pareciera que, al mismo tiempo y por razones de diversa índole, en algunos casos también va creciendo un cierto tipo de relación problema con la música, que por momentos es obsesiva, otras veces incluso neurótica, compulsiva y autoflagelante.

Si bien es cierto que existen dinámicas particulares en nuestro entorno en relación con el ejercicio de la música y la formación musical que podrían estar alimentando la existencia de esta paradoja de modos distintivos, el problema trasciende las fronteras de nuestra experiencia y nuestro mundo local. Un reporte del etnomusicólogo estadounidense Benjamin Koen,1 cuya investigación aplicada gira en torno a la música como canal de salud y bienestar, sirve como eco elocuente de nuestras preocupaciones. Comenta Koen (2008, 79) que, en un proyecto con estudiantes universitarios, los pertenecientes a pregrados en música “consistentemente reportaron niveles de estrés más altos asociados al quehacer musical” y que varios estudiantes habían incluso abandonado la carrera de música porque en esa experiencia formativa “la música había perdido el sentido profundo que solía tener, desencantándose cada vez más de la música como opción profesional”.2 La música, en principio y esencia fuente de gozo y realización, había paradójicamente perdido esas cualidades mientras se buscaba el desarrollo de una musicalidad “avanzada”.

De este problema han surgido algunas preguntas que subyacen a las reflexiones que plantearemos. ¿Cómo es posible que esa experiencia emocional profunda y potencialmente sanadora de la música pueda coexistir con esa otra faceta dolorosa y, muchas veces, tan llena de miedos y de culpas, en especial cuando se opta por un camino de profesionalización en el oficio? ¿Es esta dinámica paradójica el trasegar normal de cualquier pasión por un oficio? ¿Dónde termina el rigor y la relación profunda y cuidadosa con los medios técnicos y expresivos, y comienza la senda del maltrato sobre el otro o sobre sí mismo? ¿Por qué algunos músicos logran conservar más la “chispa” de su relación con la música durante su formación en el conservatorio o en la universidad mientras otros parecen perderla, a veces, incluso trágicamente? ¿En qué medida las condiciones que están en juego son mediadas por nuestras formas personales de ser o por los paradigmas pedagógicos, ideológicos y culturales que nos atraviesan? ¿Puede la formación musical hacer nublar o distorsionar el sentido profundo por el cual se opta, en primera instancia, por este camino? ¿Qué sucede, por ejemplo, cuando el sentido se transfiere de la experiencia y el gozo estéticos al dominio de los medios técnicos como el fin en sí mismo? ¿Hasta qué punto es precisamente el sentido de lo que se hace aquello que permite, por un lado, la elevación y el gozo, o, al contrario, el hundimiento y el dolor?

Entendemos que, en el camino de una formación musical comprometida, en el que se establece una relación profunda y cuidadosa con el arte, es natural que surjan dificultades y emerjan momentos y procesos que a primera vista pudieren percibirse como negativos. En general, el desarrollo del máximo potencial posible de una persona en cualquier área implica un camino de esfuerzos sostenidos con actitud autocrítica, así como paciencia, perseverancia y resiliencia ante las dificultades. Como la vida, el camino de la formación musical es de alguna manera también una lucha, y la dificultad, aquella que purifica, eleva, y nos hace trascender, es inherente a ese camino. Sin embargo, nuestras inquietudes tienen que ver, no con los dolores naturales que surgen de este tipo de dificultad, sino con aquellas condiciones que por acción u omisión generan maltrato y huellas profundas, a veces quizá irreparables, en las personas. Con esto en mente, nos preguntamos ¿qué rasgos de las pedagogías acentúan relaciones malsanas con la música?, ¿qué tipo de pedagogías generan miedos hacia la experiencia musical y por qué?, ¿qué pedagogías atienden al cuidado de las personas y su relación íntima y profunda con la música?, ¿qué procesos permitirían sanar las heridas y ciegas marcas que ha dejado el camino del aprendizaje y la experiencia de la música en sus diversas etapas?

Con estas preguntas en mente, nos interesa indagar en particular las condiciones que potencian o inhiben una relación signada por el gozo con la música, que para algunos de nosotros está a la base de una experiencia espiritual del arte. Lo haremos tomando como mapa de coordenadas dos ejes fundantes de esta relación con la música, que todo el tiempo están en diálogo: por una parte, lo que las personas son desde el punto de vista de su propia biografía, contexto, mundo psicológico, deseos, formas de aprender, entre otros; por otra, los rasgos típicos de los paradigmas de transmisión que enmarcan el aprendizaje de los músicos y los paradigmas culturales más amplios que sitúan su quehacer musical en un determinado entorno. Reflexionaremos a partir de nuestra propia experiencia como intérpretes, docentes y gestores educativos, y según algunas experiencias dolorosas reportadas por músicos con quienes hemos trabajado en espacios de formación pedagógica.

La preocupación por los aspectos problemáticos de la cultura y educación musical predominantes no es, por supuesto, nueva. En nuestro contexto local, es una inquietud que ha venido creciendo de manera efervescente en los últimos años, o bien desde la orilla de los estudios culturales, con su acento en las relaciones de poder y la perspectiva decolonial (cf. Guevara 2018; Hernández 2009; Ochoa 2012; Santamaría 2019), o bien, por contraste, desde el abordaje fenomenológico de la autoetnografía y la autorreflexión (cf. Delgado 2019; Quintero 2020; Rincón 2019), el cual hace eco de la perspectiva somática y su invitación a profundizar en el ejercicio de la autoconciencia. Nos acercamos a la segunda perspectiva, en el sentido en que buscamos abordar el problema tomando como centro crucial del análisis la experiencia de las personas. Nos abriga el anhelo de encontrar rutas y condiciones que permitan que, aun atravesando las dificultades naturales del camino, la luz y el gozo anhelados de la experiencia musical fluyan por igual para todos los músicos, de tal manera que ese bienestar pueda de veras multiplicarse.

Empezaremos la reflexión presentando algo del sentido más elevado que algunas tradiciones le han atribuido a la música. Nos adentraremos luego en una breve discusión teórica acerca de la subjetividad y de algunas repercusiones que la idea occidental de subjetividad tiene específicamente en el ámbito musical. A la luz de esta discusión, abordaremos después el análisis de algunas de las huellas que han sido reportadas en diferentes ámbitos por músicos que conocemos, centrando la atención en las dinámicas asociadas al miedo y a la ansiedad. Brindaremos algunas luces sobre las lógicas que subyacen a la aparición de estas huellas, desde el punto de vista de los paradigmas educativos y culturales que enmarcan estas experiencias, para luego cerrar alumbrando algunas rutas tentativas que, en busca de una transformación de los paradigmas, aspiran a evitar que esas lógicas sigan truncando, para muchos músicos, la profundidad y la salud de la experiencia musical.

Música, espíritu y emoción

En esta sección, queremos presentar algunas perspectivas sobre la música que dan cuenta de ella como experiencia que va más allá de los objetos sonoros como expresiones estéticas por sí mismos. Como no es la pregunta directa de este artículo, no nos detendremos en abordar este asunto ampliamente, pero sí queremos referir algunas visiones, occidentales y no occidentales, que contemplan el valor espiritual, terapéutico y emocional de la experiencia musical. Abordamos estos asuntos porque nos parece importante discutir sobre los paradigmas pedagógicos, y su relación con el miedo y el dolor, enmarcados en una discusión más amplia: la forma en que entendemos la música como cultura.

Para empezar, el origen divino de la música es un rasgo común de prácticamente todas las tradiciones espirituales y culturales del mundo (Mendivil 2016). La música es parte constitutiva de los caminos que las tradiciones espirituales han encontrado para adentrarse en el mundo de lo invisible, muchas veces asociada a formas rituales transmitidas a lo largo de los siglos, otras como parte de una expresión devocional íntima.

Algunas tradiciones, por ejemplo, la sufí, perciben la fuerza de la música como medio de armonización de la vida, pero, además, ven en los sistemas musicales una manifestación de algo más universal y oculto que se signa en las diversas expresiones de belleza del mundo, y no solo en los sonidos. Comenta el místico sufí Hazrat Inayat Khan:

La música, como palabra que utilizamos en nuestro lenguaje cotidiano, es nada menos que el retrato del Bienamado. Por esto amamos la música […] En todas las ocupaciones de la vida en las que la belleza ha sido la inspiración, en las que ha sido derramado el vino divino, hay música […] entre todas las artes, la música ha sido considerada especialmente divina porque es la miniatura exacta de la ley que trabaja a través del universo entero. (Khan 1996, 2-3)

Desde la cultura judeocristiana, se acepta incluso hasta nuestros días el potencial de la música a la vez como medio de acercamiento a Dios y como vehículo de sanación. San Juan Crisóstomo, referido por Grün (2010, 16), comentaba sobre el lugar de la música en las celebraciones litúrgicas, pues su presencia permite que se produzca “un beneficio mayor, una mayor utilidad, una salvación completa y el comienzo de todas esas grandes ambiciones espirituales, ya que los salmos limpian el alma catárticamente y el Espíritu Santo habita de inmediato en el alma del cantor”. En este sentido, el potencial de la música como medio de sanación ha sido también un rasgo transversal a muchas culturas (Gouk 2000). Comentando sobre el uso de la música en las curaciones chamánicas, Zuluaga (1991) propone:

Estudios de la arqueología, la etnografía, la antropología y la medicina tradicional nos cuentan que la música ha sido y sigue siendo parte esencial de las técnicas curativas en muchas culturas todavía mal consideradas como “primitivas” […] Los cánticos, bailes e instrumentos musicales forman parte esencial de las técnicas chamánicas y difícilmente podríamos encontrar una experiencia chamánica que prescinda de ellos. Son, pues, más que una simple amenización o un ornato de la sesión ritual.

Una expresión occidental de esta concepción sanadora de la música es la musicoterapia, por supuesto; una subdisciplina formal del campo musical enseñada hoy en universidades e institutos, con una amplia aplicación en el campo clínico. Por otra parte, en Occidente, se viene indagando desde hace varias décadas el impacto especialmente fuerte de la música en el ámbito emocional y psicológico sobre las personas. Existe un estudio reciente que es paradigmático en este sentido: Gabrielsson (2011) realiza una investigación en Suecia con cerca de mil personas que hablan sobre sus experiencias más fuertes con la música a lo largo de sus vidas. Desde un punto de vista fenomenológico, este estudio nos permite ver que las personas son tocadas por la música a veces de formas sutiles y cotidianas. En otras ocasiones, la música más bien “embiste” emocionalmente a la gente con niveles altos de excitación emocional o, incluso, opera de formas extrañas, como cuando las personas reportan haber “salido de su cuerpo” mientras tocaban un instrumento en un concierto. Un denominador común de las experiencias es que están marcadas por un fuerte movimiento emocional con distintos tipos de intensidad según la vivencia particular. Varios de los testimonios comentan que después de una experiencia fuerte con la música queda una “estela de paz”, que algunos llegan a definir como una experiencia cercana a lo religioso.

Vemos así que la música es concebida y vivida de diversas maneras por los seres humanos suscitando experiencias que son nombradas de distintas formas, pero que en últimas tienden a relacionarse con estratos íntimos del ser humano, como son su vida espiritual, emocional y afectiva. Vale la pena añadir que la música es vivida generalmente en y a través de los cuerpos y, con frecuencia, en contextos colectivos que se constituyen de manera tradicional o contemporánea en auténticos “rituales sociales” (Small 1998). Más adelante veremos de qué manera estas múltiples dimensiones de la experiencia musical son “alumbradas” u “opacadas” por los distintos paradigmas pedagógicos y formas de apropiación musical que enmarcan el aprendizaje musical de las personas.

Antes, sin embargo, abordaremos algunos puntos de vista sobre la idea de subjetividad en clave de lo sonoro/musical, para develar algunos aspectos que son culturalmente contingentes sobre la idea del sujeto y su individualidad, los cuales son pertinentes para esta discusión en tanto alumbran de cierto modo el funcionamiento de los paradigmas culturales y pedagógicos que enmarcan el discurrir del mundo musical de nuestro contexto. Paradójicamente, como veremos, podrían estar al origen de varios de los dolores y miedos que reportaremos más adelante.

El sujeto y sus mundos externos e internos

Sin querer entrar en disquisiciones filosóficas sobre la naturaleza de la realidad o del “yo”, nos parece importante hacer una distinción entre el discurrir “interno” de un sujeto y aquella parte de la realidad que, trascendiendo las fronteras del sujeto individual, se percibe como “externa”.

La dinámica de interacción entre las dimensiones externas e internas de la experiencia de un sujeto es fascinante y compleja, así como es ambigua e inefable la ubicación de sus fronteras. La existencia y la compleja relación entre estas dos esferas han sido discutidas en diferentes tonos y desde diferentes tradiciones, de modo que la idea de habitus de Bourdieu (2011) es una conceptualización útil a efectos de esta discusión. De tal conceptualización se infiere una especie de bucle dinámico que define tanto la existencia de una sociedad como la existencia individual, pero estructuralmente social, de cada uno de los sujetos que la componen. La sociedad se concibe como una entidad colectiva que, si bien trasciende a los sujetos individuales, debe su existencia, su naturaleza y sus dinámicas a los insumos que proporcionan las naturalezas individuales y acciones de esos mismos sujetos. A su vez, el sujeto se comprende como un ser que, si bien independientemente constituido, deriva su naturaleza, al menos parcialmente, de los insumos proporcionados por los mundos sociales en los cuales se mueve.3 Se infiere que, para Bourdieu, el sujeto es un ser eminentemente social, cuya existencia es de alguna manera intersticial, y cuya naturaleza se define por el dinamismo propio de ese intersticio permeable que constituye el encuentro entre el “afuera” y el “adentro”.

A efectos de las preguntas que abordamos, y desde el punto de vista de estas dos dimensiones existenciales, nos parece importante poner el acento en los sujetos y su mundo. Nuestras reflexiones surgen, en primera medida, de reportes de experiencias de vida en primera persona. Esto nos permite plantear con claridad una postura tanto filosófica como metodológica, que toma como punto de referencia fundamental la indagación de algunos aspectos del mundo interior de los sujetos en relación específicamente con el oficio del músico. Lo anterior para luego sí evaluar las dinámicas de interacción entre los mundos interiores y los exteriores, es decir, entre las experiencias subjetivas reportadas y las visiones culturales paradigmáticas circundantes que sabemos operan en nuestro contexto y se sugieren, implícita o explícitamente, en los reportes de los músicos. Este lugar de “intersticio” entre lo interno y lo externo podría ser clave para elucidar las formas en que los dolores y los miedos aparecen en la experiencia musical.

Concepciones y valoraciones culturales del sujeto y su individualidad

El sujeto sonoro como construcción externa

Antes de abordar estos reportes, nos parece necesario presentar brevemente dos aproximaciones a la pregunta sobre la construcción de la subjetividad, a fin de plantear de antemano unos matices que consideramos proporcionan un trasfondo conceptual para guiar de manera crítica nuestra reflexión. La primera aborda concretamente las dinámicas de construcción de la subjetividad en el ámbito de la interpretación musical. En ella Cumming (2000) problematiza un supuesto que se ha naturalizado en la tradición musical clásica de Occidente, según el cual la expresión artística de un intérprete se tiende a leer en correspondencia directa con su mundo interior. En su trabajo, Cumming va tejiendo de manera rigurosa y sofisticada una red argumentativa, cuyo propósito es demostrar, a la luz de la filosofía semiótica de Charles Peirce, que aquello que es percibido por una comunidad de escuchas como la personalidad de un intérprete es en realidad una construcción semiimaginaria alimentada, fundamentalmente, por los signos “externos” de sus interpretaciones. Esos signos “externos”4 son juzgados de cierta manera por una determinada comunidad musical, a la luz de una tradición culturalmente construida que “dicta” los significados de dichos signos desde el punto de vista de su equivalencia con determinados rasgos personales. Así, en una cierta tradición, una determinada expresión facial, mientras se toca el violín con cierta cualidad sonora, generaría la percepción de que aquel intérprete está dotado (o carece) de una particular sensibilidad. Por un salto interpretativo que se ha naturalizado, la expresión musical externa se equipara a la cualidad interna del sujeto que está interpretando.

A efectos de nuestra discusión, lo que queremos rescatar y recalcar de la reflexión de Cumming (2000) es el hecho de que, en esa tradición clásica occidental cuya lógica ha alimentado de manera importante el modelo conceptual y el proceder pedagógico de las escuelas profesionales de música locales (Santamaría 2007), el intérprete recibe una formación que busca prepararlo para entender, apropiarse y dar cuenta de unas determinadas expectativas “externas”, las cuales rigen el “deber ser” de la expresión musical. Irónicamente, nos recuerda Cumming, esa tradición premia a aquel intérprete que, habiendo entendido y dominado la lógica de esta red de signos musicales, logra al mismo tiempo trascender la mera convención para constituirse en expresión novedosa, creativa y, por tanto, única de esa lógica. A través, primero, del dominio de la convención, el intérprete es llamado a jugar creativamente con las expectativas, sin desbordar los límites aceptables, para finalmente lograr una versión de la tradición con sello distintivo, es decir, una versión genial al mismo tiempo que auténtica, en tanto verdadera expresión de su individualidad. Pero un punto importantísimo que pone de presente Cumming es que, para aspirar a este sublime “triunfo” artístico, el dominio de la convención pasa primero por un dominio de unos signos externos, cuya “correcta” ejecución depende a su vez de un dominio técnico del instrumento y de las concomitantes expresiones facial y corporal. De suerte que el intérprete, cuyo anhelo está inevitablemente enfocado en el aplauso de aceptación de ese colectivo externo, entra en un laberinto donde la búsqueda del dominio de la correcta expresión, al estar atrapada en una serie de correctas ejecuciones técnicas, lo lleva a perderse en ese primer eslabón sin lograr que emerja ese genio artístico con sello personal. Desde el punto de vista de la díada “externo- -interno”, a pesar de que en apariencia se privilegia la expresión sublimada del mundo interior, en algunos casos podría estar en realidad ejerciéndose una tiranía soterrada de lo externo sobre lo interno. El músico en formación con frecuencia experimenta una tensión interior, que suele derivar en patologías psicomotoras de distintos tipos e intensidades, entre su impulso expresivo y aquello que “se le pide ser”. No deja sentir que es él, como músico, quien tiene un problema cuando en realidad parte importante de aquel puede estar en el sistema de valores profesionales y en los mismos paradigmas pedagógicos que enmarcan su formación musical, los cuales son ejecutados, quizá sin conciencia, por venerados maestros que los perpetúan.

Occidente y el individuo

La segunda aproximación al problema de la subjetividad que queremos traer a colación se deriva, por un lado, de esta lógica de aceptación externa (un público, un jurado, un profesor, etc.), que en esta tradición parece regir el grado de éxito de la empresa artística de un intérprete; y por otro, del hecho de que ese “éxito” tenga que ver con una expresión única, que revela una particular subjetividad a través de la música. Esta valoración enfática de los sujetos y sus particularidades implica de entrada una visión específica y culturalmente situada sobre la subjetividad. En otras palabras, alimentando las lógicas de la tradición musical clásica de Occidente que nos pone de presente Cumming (2000), está un entendimiento y una valoración también occidentales sobre lo que es el sujeto y su rol en el mundo.5 Becker (2004), situando el problema también en el mundo de las experiencias musicales, comenta cómo la manera en que se entiende y se valora el sujeto y su mundo interior tiene implicaciones importantes en el tipo y la cualidad de las posibles experiencias musicales que una persona se puede permitir vivir. En otras palabras, los tipos de experiencia musical de una persona dependen de su concepción y concomitante expresión de subjetividad.

Geertz (1983) describe la subjetividad occidental como “un universo acotado, único, más o menos motivacional y cognitivamente integrado; un centro dinámico de conciencia, emoción, juicio y acción organizado en un ‘todo’ distintivo y establecido en contraste tanto con otros ‘todos’ equivalentes como con su trasfondo social y natural” (citado en Becker 2004, 89). Creemos que ese hermetismo existencial característico del sujeto occidental, el cual se expresa de manera particular en la dimensión emocional de la persona, tiene implicaciones profundas no solo en la experiencia musical,6 sino crucialmente en el sentido del quehacer musical: el para qué se es músico, el para qué se hace música.

A manera de contraste, podríamos poner de presente otros espacios culturales que desarrollan un entendimiento diferente de la subjetividad con su subsecuente efecto en la cualidad de la experiencia música, porque, como propone Becker (2004, 92), “todas las culturas pueden tener un pronombre reflexivo para referirse al hablante, pero no todas tienen el ‘yo’ nominalizado, desconectado y objetivado que es común en el pensamiento occidental”. A este respecto, la autora pone de presente algunas tradiciones contrastantes, en las que es común que individuos entren en estados de trance extático de posesión, para lo cual se requiere una concepción y vivencia diferente del “yo”:

Los trancers, me parece, no deben necesariamente experimentare a sí mismos como desconectados. Para sentirse uno con la música y la narrativa religiosa representada, no debe haber distancia alguna entre el acontecimiento y la personalidad: no distancia estética, no perspectiva exterior, no objetividad, no ironía. Más tarde, quizá, el trancer puede reflexionar sobre su experiencia, pero hacerlo en el momento del trance es introducir al sujeto muy desconectado que romperá el encantamiento. Del mismo modo, una persona cuya integridad se ve seriamente amenazada si se siente fuera de control (lo cual es una consecuencia de la visión occidental del sujeto) no puede entregar su ser a la posesión espiritual. (Becker 2004, 92)

Con el contraste entre la subjetividad alternativa que podríamos encontrar, por ejemplo, en trancers extáticos, y aquella subjetividad individualizada y hermética del sujeto occidental, no buscamos privilegiar alguna visión en particular, sino advertir cómo diferentes concepciones de la existencia nutren las vivencias de las personas, particularmente en relación con el sentido último de la experiencia musical. O señalar, como lo sugiere Becker (2004), que el tipo y la cualidad de la experiencia musical de una persona podría estar directamente ligada o influida por la idea y la experiencia de “yo” que se tenga en un determinado contexto. A este respecto, nos interesa resaltar la concepción individualista y hermética del sujeto y su mundo interior que nos ponen de presente Geertz y Becker, y evaluar sus implicaciones en la tradición occidental clásica, que está presente en la mayor parte de las instituciones de formación musical profesional, con miras a preguntarnos la manera en que esa concepción podría estar alimentando situaciones de enseñanza susceptibles de ser traumáticas (en algún nivel) y que nos han servido como inspiración y punto de partida para esta reflexión.

En la discusión que sigue sobre las huellas reportadas por músicos en contextos formativos, se pone de presente la aparición habitual de sentimientos de miedo y ansiedad. Como examinaremos, esto ocurre, en parte, en razón de unas exigencias sistemáticas del paradigma educativo y cultural occidental que a la luz de lo anterior podrían leerse como una utilización viciada de esa valoración central del individuo, en tanto tiende a resaltar el aspecto egotístico de la individualidad, pero en marcos que tienden a estandarizar los procesos de desarrollo, porque, paradójicamente, en vez de realmente atender, valorar y potenciar las particularidades de ese individuo en formación, el sistema impone por sobre la riqueza individual unas normas que apelan a la autoridad de “la tradición”. Por otro lado, la sumisión de las actividades culturales a las lógicas imperantes de mercantilización imprimen presiones enormes en los músicos quienes, muchas veces, a pesar y por encima de ellos mismos y de otros, se ven abocados a buscar a toda costa aquel furtivo “éxito”, el cual es, ante todo, individual y egoísta.

Teniendo en mente, por un lado, este potente enfoque en el individuo que pareciera privilegiarse en nuestra cultura moderna occidental, y por otro, las paradójicas tensiones entre convencionalización y expresión individual que ese enfoque produce en algunas rutas de formación musical, a continuación, abordaremos el análisis de algunas experiencias musicales reportadas por músicos colombianos por diferentes medios. Buscaremos caracterizar algunos fenómenos que parecen emerger del análisis, para luego plantear, en consideración al marco conceptual, algunas hipótesis sobre las lógicas problemáticas que subyacen a estos fenómenos y que podrían estar conformando parte del habitus musical del medio formativo y profesional en el que nos movemos como artistas.

Las huellas dolorosas de la experiencia en los músicos

Como lo comentamos, la música se experimenta por muchos como una vivencia hasta cierto punto paradójica, en tanto, por una parte, es fuente de disfrute estético y despliegue sensible, y por otra, es también fuente de dolores, tensiones y marcas psíquicas y afectivas. En esta sección, vamos a presentar una discusión sobre lo que hemos querido llamar marcas o huellas que deja esa parte de la experiencia musical relacionada con vivencias dolorosas en la práctica musical que quedan impresas en los cuerpos, las emociones, las psiquis o los imaginarios de los músicos involucrados. Plantearemos la discusión a partir de algunas experiencias que han dejado este tipo de huellas en nosotros como músicos o en colegas y estudiantes que hemos conocido en años recientes. Huellas que se han revelado en proyectos de investigación, bitácoras o conversaciones como “signos” de momentos o procesos de tensión, heridas o, en ciertos casos, de trauma a lo largo de la experiencia musical de las personas.7

Hay grandes huellas y pequeñas huellas. Como piedras que caen en un estanque, este tipo de vivencias que los músicos tienen, dentro y fuera de la academia, producen una serie de ondas expansivas que recorren los sistemas corporales y psíquicos de las personas durante el tiempo que sigue a la experiencia o se empotran en la memoria a largo plazo. Haremos un énfasis en las huellas emocionales asociadas a estas experiencias, con énfasis en el miedo por ser una de las emociones más recurrentes en este rastreo preliminar. En este sentido, Weintraub (2016) propone el miedo, el enojo y la tristeza como tres emociones “no placenteras” nucleares, de las cuales derivan otras emociones secundarias derivadas. Que sean displacenteras no significa, por supuesto, que no sean emociones necesarias para la interacción de las personas con su entorno.

Hemos sido testigos del enojo en los músicos. Recordamos, por ejemplo, una colega instrumentista golpeando con rabia el butaco sobre el cual estaba sentada mientras tocada después de un blanco de memoria. O a otro colega frustrado y rabioso que arrancó un pequeño árbol desde la raíz después de enterarse de que no había pasado a la ronda de semifinalistas en un concurso. Casos extremos, quizá, pero que signan enojos más cotidianos, como aquel que se experimenta frente al profesor que nunca está contento con la forma en que toca su estudiante o el enojo hacia sí mismo porque no hay un progreso técnico con una pieza. Hemos sido también testigos de la tristeza cuando a un estudiante le dicen que “no sirve” para la música y que debe buscar otra carrera o “dedicarse a vender empanadas”. En ese sentido, hemos visto cómo hay “músicos frustrados” porque no han logrado ser aquello que los sistemas les decían que debían ser para legitimarse como músicos.

Ahora bien, dadas las limitaciones de espacio, queremos detenernos especialmente en una emoción nuclear, que pareciera estar a la base de gran parte de las marcas que queremos explorar en esta reflexión: el miedo.

El miedo de los músicos

Una de las marcas más fuertes en muchos músicos es el miedo. Hay grandes miedos, como el pánico escénico, o pequeños miedos, como la ansiedad frente a un pasaje que no dominamos bien técnicamente. Algunas veces, las pequeñas ansiedades están ligadas a los desafíos normales de la relación con un instrumento musical. Sin embargo, los miedos también pueden estar asociados a otro temor subyacente, que es muy común en especial entre los músicos clásicos en quienes el texto musical presenta un valor central: el miedo al error, sobre todo, cuando hay una tercera persona que suponemos nos va a juzgar por ese error.

Veamos algunas expresiones ahora de situaciones asociadas a esta emoción que pueden ser rastreadas como parte de una taxonomía más fina de los miedos. Son miedos que, por supuesto, se manifiestan de maneras diversas y complejas, y la forma en que los experimentamos está llena de matices que no tienen que ver solo con los paradigmas y sistemas pedagógicos, sino también con lo que somos como personas (biografías, antecedentes psicoafectivos, contextos familiares, etc.). En cualquier caso, son miedos reales en cuanto son reportados por las personas y es probable que los siguientes ejemplos de situaciones “alumbren” recuerdos similares en el lector. Examinemos algunos de estos momentos.

Un músico que es ridiculizado o irrespetado, por ejemplo, por su maestro frente a los compañeros, se siente en alguna medida humillado. La energía que en potencia tiene para desplegarse como persona o como músico es invertida ahora en protegerse: se repliega e inhibe su capacidad expresiva. Algo parecido ocurre con los “patitos feos” de las cátedras de instrumento: aquel estudiante que no avanza y que queda rezagado cada vez más y que, de acuerdo con los criterios canónicos de la cátedra, no “cumple con los estándares”. Es el músico que el área de instrumento no quiere “mostrar” cuando hay un profesor invitado de afuera y que es “trasteado” entre profesores para ver si finalmente algún iluminado puede “salvarlo”. Es un músico marginado, pero, además, es alienado, porque el sistema torpemente no logra detectar que no es un pato sino un cisne. El músico en potencia que es queda sepultado debajo de la expectativa de los estándares de los que él mismo termina convencido. Son estos los músicos que terminan siendo “invitados” a cambiar de énfasis o profundización, por ejemplo, a dedicarse a la ingeniería de sonido o a la educación.

Hay otro tipo de músicos que son considerados “inútiles” o “insignificantes”. A fuerza de escuchar la exigencia de la voz de su maestro, se pliegan dócilmente frente a esta y se vuelven sumisos. Su voz entonces queda enterrada por el miedo a confrontar la voz del maestro, que no es más que el reflejo de una voz más antigua y profunda: la de la tradición. Esto ocurre cuando la tradición irrumpe con violencia en el proceso de formación en lugar de ser un huésped alegre capaz de dialogar con las voces de las personas y sus propias tradiciones.

Bajo la sombra del miedo, está también el sentimiento de inseguridad. Un sentimiento que es fruto de sentirse inferior o insuficiente. Es el músico que siente que siempre “le falta un centavo para el peso”. Cada vez que toca en un examen o se presenta en un concurso, da lo mejor de sí, pero siempre siente o piensa que hay un músico que toca mejor que él, que es más rápido, más virtuoso o, incluso, más musical. Otra veces es la sensación de no estar “bien preparado”: una voz interiorizada y crítica que siempre dice que el músico podría haberlo hecho “mejor” y, por tanto, rara vez está satisfecho. “Mejor”, claro, a la luz convencional del canon: de aquella forma de tocar sin errores, con tal tipo de fraseo, dirección y sonido que nos pide la instancia de validación que en ese instante nos gobierna, por ejemplo, un examen de ingreso a una universidad o un concurso. No necesariamente “mejor”, como veremos, a la luz de lo que esa persona que hace música quiere expresar desde su mundo interior con los medios técnicos de los que es capaz en ese momento (Small 1998; Weintraub 2016).

Otra expresión del miedo es la ansiedad. La ansiedad es preocupación y es agobio, casi cotidianos. Por ejemplo, frente al número de horas de práctica con el instrumento. Muy temprano en nuestra formación como instrumentistas se instala en muchos la idea de que es necesario estudiar determinado número de horas por día para ser un buen instrumentista. Se piensa con cierta ilusión que, cuantas más horas de estudio, mejor será el rendimiento. Y entonces la ansiedad invade la vida: ya no hay tiempo para salir a pasear, ni para tener relaciones afectivas, ir al cine o leer. Ni siquiera hay tiempo para asistir a conciertos. Es decir, no hay tiempo para nutrir aquello que, en últimas, queremos expresar como músicos, es decir, nuestro mundo interior alimentado por la vida (Weintraub 2016).

Cuando en la ecuación el resultado estandarizado que pide el sistema no se da, el músico ansioso procura aumentar, casi con obsesión, el número de horas que dedica a diario a su instrumento, muchas veces sin cuidar la “manera” en que estudia. Es decir, sigue repitiendo mecánicamente gestos que se vuelven hábitos, hábitos que se vuelven tensiones, tensiones que se vuelven dolores, dolores que se vuelven patologías físicas como tendinitis, espasmos, afectaciones del túnel carpiano o, incluso, escoliosis crónicas. Bien lo anota Joselovsky (2016, 19): “Todos los estados emocionales se manifiestan a través de los músculos, que deberíamos considerar verdaderos órganos de expresión”. Por esto, como plantearemos en las conclusiones, un mecanismo de higiene básico para preservar la salud del músico es la atención consciente de su cuerpo y, en general, de su sistema somático, que incluye también pensamientos y emociones.

Por otra parte, la ansiedad invade la cotidianidad del músico y le hace sentir que nunca está bien en donde está, a menos que esté sentado estudiando. En muchos casos, estudiar se vuelve una manera de dar respuesta a esa ansiedad desordenada y no a un deseo gozoso de expresión. Tristemente, muchos músicos terminan acudiendo a fármacos para saldar los dolores físicos producidos por la ansiedad como antiinflamatorios o analgésicos, tomando ansiolíticos para aminorar la ansiedad o sencillamente dejando de tocar, a veces para siempre, porque sus cuerpos y aparatos psíquicos están rotos. La música se convierte en una profesión de alto riesgo.

El correlato de esta ansiedad es la culpa: cuando el músico que ha caído en estas dinámicas de ansiedad “no ha estudiado lo suficiente”, se siente culpable, percibe que se le está escapando de las manos su propio desarrollo y que las posibles consecuencias de esta situación son su culpa. Al día siguiente estudia entonces un poco más, ya no solo para calmar su ansiedad, sino también para enmendar su culpa.

Entre huellas y paradigmas

Trayendo a colación lo discutido acerca de la concepción occidental de la subjetividad y algunos de sus ecos en el ámbito musical, queremos comentar ahora ciertas conexiones entre las huellas que hemos querido hacer visibles y sus posibles causas. Abordar los orígenes de las marcas que quedan en los músicos implica mirar una diversidad de dimensiones de la experiencia, desde la forma de ser de las personas, la cual determina la manera en que tanto los músicos en formación como los expertos responden ante las situaciones musicales y de la vida, hasta los contextos familiares y socioculturales. Por lo mismo, nos quedaremos solo con uno de los posibles componentes de la experiencia: comentaremos puntualmente las posibles maneras en que los paradigmas pedagógicos, concretamente aquellos que circulan en la academia, marcan el camino de un músico en formación. Hemos elegido este acento, primero, por ser el ambiente musical en el que nos desempeñamos como profesores y, segundo, porque parece haber allí una fuente de marcas en los caminos de los músicos que aún no exploramos con la suficiente sistematicidad.

Comentaremos entonces brevemente el paradigma de transmisión occidental, fuertemente mediado por la visión científica ilustrada y por el acento en la individualidad comentada, que está presente en los entornos institucionales, desde la universidad hasta las clases privadas de instrumento. El aprendizaje en este tipo de paradigma implica secuencias que van de lo fácil a lo complejo. Implica un tipo de transmisión sistemático que se basa en el aislamiento y la fragmentación del conocimiento, así como en la linealidad de los procesos; tiende a privilegiar el saber explícito, por ejemplo, la técnica y el conocimiento teórico, ya que este es más fácilmente aislado, objetivado y fragmentado (Samper 2018). Es un paradigma, finalmente, que implica por naturaleza la definición de cuerpos de conocimiento o cánones, que son seleccionados por un grupo de expertos de acuerdo con sus nociones de aquello que “debe saber y saber hacer un músico”, para ser transmitidos a los estudiantes en formación. Es lo que Bourdieu (2011) llama el “arbitrario cultural”.

Para poder tener control sobre el aprendizaje, se diseñan dispositivos sofisticados de evaluación, razón por la cual este tipo de paradigma hace un énfasis en los productos y las conductas observables para poderlas evaluar bajo parámetros estandarizados. Al hacerlo, se desdibuja y descuida la conciencia sobre los procesos que están viviendo interiormente las personas en formación, sobre todo emocional y expresivamente, los cuales son más complicados de objetivar y controlar, dada la diversidad de formas en las que acontece y que su naturaleza es “menos asible” en los compartimentos que fragmentan, segmentan y secuencian el conocimiento. Por ello, podemos detectar, por ejemplo, la existencia de los miedos comentados que han pasado de manera invisible durante años de formación, incluso cuando las personas han tenido “buenos rendimientos” a la luz de las exigencias del sistema. El radar de la enseñanza formal pasa por alto, con frecuencia, la cualidad emocional de la relación de las personas con la música. Y, al hacerlo, omite también las marcas afectivas y somáticas que van instalándose en los músicos.

En este sentido, parece haber una tensión ontológica entre un sistema que opera desde estándares evaluables exteriormente y la diversidad de formas de ser, expectativas, deseos y ritmos de aprendizaje de las personas. Esa tensión es a su vez paradójica en consideración a la supuesta valoración occidental de los sujetos y su individualidad. Pero, además, irónica, a la luz del ideal artístico occidental que supuestamente aplaude la expresión subjetiva y con sello personal del material artístico y denigra, en cambio, de su ejecución estándar y anquilosada.

Camilo Delgado, flautista bogotano, realiza una investigación autoetnográfica que indaga los aspectos que aportaron salud a su relación con el instrumento a través de su formación y aquellos que no lo hicieron. Delgado detecta en su propia experiencia una fuerte tensión entre el canon y lo que él llama el “eros” de las personas, es decir, aquel mundo de deseos del estudiante que está todo el tiempo pendulando entre estar más o menos “alineado” con el deber ser del canon institucional. En ocasiones, el músico en formación es seducido por los repertorios del canon. Otras veces, este deseo es postergado o sencillamente descartado: “Es por esta vía que en algún momento de mi estancia en el ciclo básico dejé atrás la posibilidad de cantar en grupos de rock o de desarrollarme de algún modo en la salsa porque simplemente no era una música validada por esta institución” (Delgado 2019, 294).

Pero entra también en juego un anhelo de otro orden, ya no asociado al repertorio como tal, sino a la técnica y a la forma en “que debe sonar el repertorio”. Un anhelo que moviliza esfuerzos e, incluso, trayectorias vitales, como cuando se viaja al exterior en busca del secreto para alcanzar este objetivo:

Hablar de una estética de sonoridad construida desde Colombia o Latinoamérica sonaba descabellado entre toda esa cantidad de paradigmas. Es por eso que no me sorprende que mi idolatría por el sonido francés, la cultura francesa y en general por lo “universal” eurocéntrico se convirtiera en ese deseo que produjo mi salida del país y posterior vivencia en territorio galo. (Delgado 2019, 295)

Finalmente, pareciera que en el trasegar del sistema educativo formal acontece un movimiento en el “sentido” de nuestro oficio, o, en otras palabras, de la respuesta a la pregunta ¿para qué hacemos música? Si en un principio la música tenía como objetivo la expresión espontánea del mundo interior de las personas (Weintraub 2016) mediada por la exploración y el disfrute, de a pocos aparece en el mundo formal un nuevo anhelo: el de dominar las técnicas y los repertorios de los currículos como fines en sí mismos y no como medios de expresión de una fuente más íntima y personal. Con frecuencia, este énfasis en los medios como fines tiende a estar además asociado, como se propuso, a un deseo por tener la aceptación de un otro (profesor, colega, jurado). Algunos músicos reportan que con este nuevo objetivo para sus prácticas la música empieza a tener un carácter repetitivo y mecánico, que para algunos implica un desvanecimiento de la “magia” que había al comienzo del camino, en línea con la observación de Koen (2008) presentada.

A este respecto, son particularmente elocuentes algunos comentarios que ofrece la cantante Rocío Quintero en su tesis de pregrado en música de la Pontificia Universidad Javeriana, en la que plasma una reflexión profundamente visceral sobre su formación y oficio como músico y cantante, en relación con la depresión crónica que la aqueja. Preguntándose por si los detonantes de su depresión podrían encontrarse precisamente en su experiencia en la academia, se cuestiona: “¿Por qué los artistas son más propensos en caer en depresión? ¿Serán las expectativas, la autoexigencia, el pánico escénico, el estilo de vida que se lleve, la exposición mediática?” (Quintero 2020, 6).

Quintero presenta varias pistas sobre la relación entre el estudio formal de la música y su depresión, sugiriendo un interesante contraste entre el “gozo” de la ignorancia y el “sufrimiento” del conocimiento; una especie de “caída en desgracia” que se da, quizá, no por el conocimiento per se, sino por la forma en que opera el paradigma pedagógico presente en la academia. La citamos extensamente por la elocuencia de sus palabras en relación con esta reflexión:

Siempre siento miedo y mucha inseguridad pero pueden más las ganas de cantar que otra cosa, [antes del ingreso a la academia] era muy ignorante y creo que antes era mejor que hoy. El conocimiento de alguna manera te hace dudar más que cuando no sabes nada. Cuando no sabes te arriesgas más y cuando aprendes te da miedo arriesgarte […] Me enamoré rotundamente del canto lírico, era lo que me llenaba el alma y es que cada vez que cantaba me sentía viva […] hasta que aprendí. Como dije antes, no sé si a veces es mejor ser ignorante para hacer las cosas, y lo digo porque cuando menos sabía era cuando yo más disfrutaba el canto y de repente cantar ya me estresaba. Pensar demasiado me impedía sentir como cuando no pensaba y al pasar del tiempo me parecía que lo hacía más por deber que por placer. […] Hoy en día me molesta un poco que me digan “canta” no sé exactamente por qué […] Cuando tengo mis clases de colectiva me molesta un poco que se hagan las cosas por deber; ver todo como una obligación. […] Estudiar con presión no es lo mío, no soy un robot y no me interesa serlo, no soy un prodigio. […] Eso me ha costado en este mundo; acá interesan muchas cosas, equivocarse parece ser algo terrible, incluso ser linda ahora importa, la ópera ya tiene prototipos; no en todo, pero es lo que he visto. Nadar contra la corriente. Estudiar me ha costado muchos problemas de salud y es evidente. La presión y todas las circunstancias que te rodean te llenan de miedos, pánico, frustración, te sobreexiges tanto que de repente pierdes el control de todo y caes; lo importante es recoger cada pedazo de ti y seguir. (Quintero 2020, 11-12, 14, 15-16)

Se puede indicar, entonces, que con el inicio del aprendizaje formal empieza también un movimiento complejo entre dos formas de sentir: la de la expresión de una voz propia mediada por el disfrute y la del dominio de las habilidades como fin. De la mano de estas dos formas de sentido, aparecen dos fuentes de motivación para el músico: una intrínseca y otra extrínseca. Es posible que las tensiones que emergen entre estas dos formas de sentido estén a la base de un número importante de las marcas que hemos venido analizando. En este sentido, y en conexión con lo discutido sobre el concepto de habitus de Bourdieu (2011) y su aplicación al mundo musical, se podría leer la emergencia de estas tensiones como una especie de “disonancia” generada en esa zona intersticial en la que navega el sujeto, la cual se encuentra en el punto de contacto entre su “interior” y su “ exterior”. Dicho de otro modo, ese “exterior” paradigmático, que en teoría promueve la individualidad pero en la práctica parece a veces reprimirla, tiende en algunos casos a chocar obstinadamente con los anhelos del mundo “interior”, llegando en ocasiones a cohibirlos o tergiversarlos. Aparecen entonces las infames huellas.

La cohibición o distorsión de esos anhelos puede darse también por las dinámicas propias del sistema económico imperante, las cuales se apalancan, en nuestra opinión, en una versión particularmente egotística y, por tanto, infortunada del valor de lo individual. Así, en parte, quizá, como una extensión o un eco de esas presiones externas de la tradición académica occidental, aparece un campo profesional que responde, no tanto a la valoración de las sensibilidades e individualidades artísticas de las que tanto se ufanan los discursos filosóficos occidentales sobre el arte, sino a la fabricación voraz y eficaz de productos artísticos que sean exitosos para el mercado del entretenimiento. La experiencia del músico en este mundo depredador puede contribuir a ahondar las huellas producidas durante la formación musical o a crear nuevas, en la medida en que la supuestamente tan valorada subjetividad única es apabullada por nuevas exigencias, por nuevos cánones, esta vez desde las lógicas del mercado. Si en la academia se hace con frecuencia un énfasis exagerado en la técnica como fin y en el producto estético como referente de evaluación (por encima del proceso y de la cualidad de la experiencia estética), lo mismo ocurre en la industria del entretenimiento en cuanto al producto musical susceptible de ser comercializado, hasta el punto de volverlo mera mercancía y correr el riesgo de acallar, en ambos mundos (el académico y el del entretenimiento), las expresiones minoritarias y las voces individuales. Así lo expresa Quintero (2020, 5, 7), quizá, haciendo eco de muchas voces que hacen parte del campo laboral actual:

Lo que genera la industria de alguna manera es enfermar más a sus artistas, que deberían ser atesorados por lo que hacen; sin embargo, eso no importa, acá lo importante es tener talento para ser máquinas del arte y generar ingresos en grandes entidades. Y en lo personal a mí me tiene frustrada esta manera de vivir todo el tiempo; siento que no encajo, que no puedo ser feliz, que no puedo disfrutar nada, que no puedo enfermar, que no puedo fallar, que debo ser todo el tiempo perfecta. […] La industria de la música puede estar enfermando a los músicos; y tiene mucho sentido […] ¿Qué está mal?, ¿por qué el medio nos lleva a pensar que el éxito está en estar afuera, en ser muy reconocido, en cantar siempre mejor que los demás y en ser máquinas del arte?

“Se supone que el arte no debe ser esto, no debe ser tan frío y tan hostil”, comenta Quintero (2020, 5). Potentes palabras que nos da pie a hacer eco de nuestras inquietudes iniciales: ¿cómo podríamos ayudar a transformar aquellas facetas “frías y hostiles” del mundo musical que van dejando estas huellas dolorosas? Y, vitalmente, ¿cómo ayudar a sanar las heridas y las huellas producidas? Estas preguntas seguirán resonando, sin duda. Nos sirven de aliciente para encarar un proyecto de investigación que profundice o cuestione la reflexión preliminar que sobre el tema compartimos. Por lo pronto, nos queda alumbrar algunas rutas posibles de solución, para buscar frenar las dinámicas que siguen marcando dolorosamente las vidas de muchos músicos.

Conclusiones

A lo largo de este artículo hemos presentado algunas reflexiones que indagan de manera preliminar lo que hemos llamado una “paradoja” en el camino de los músicos, especialmente de aquellos que han pasado por una formación académica. Una especie de tensión que acontece entre una faceta de la experiencia musical que es espontánea y que se ancla en el disfrute como centro y otra que empieza a ser “contaminada” por huellas de tipo físico, emocional y mental, las cuales de alguna manera “empañan” la relación primigenia y natural de gozo con la música. Hemos dado algunas referencias de tradiciones y autores que apuntan a la primera, la de la experiencia emocional, gozosa y espiritual de la música, como un signo de su valor intrínseco o de aquello “para lo cual la música nos ha sido dada”. Hemos comentado que muchos músicos viven esta experiencia de la música en tensión con las experiencias de la vida profesional y académica que dejan huellas de diversos tipos en su ser, con énfasis en el tema del miedo en la relación con la música. Es lo que hemos llamado una situación paradójica.

Por otra parte, hemos querido dar algunas “puntadas” que ubican posibles causas de estas huellas, con énfasis en la tensión que se genera entre, por una parte, la subjetividad de los músicos en formación con sus respectivos habitus musicales y, por otra, el habitus de las comunidades de práctica e instituciones que enmarcan las rutas de las personas. Nos hemos detenido así a discutir que en el sistema de educación musical formal se encuentra el origen de varias de estas huellas cuando este se vuelca demasiado hacia el producto y hacia el dominio de los medios (técnicas, comprensión analítica de la música, etc.) como fines. Al hacerlo, pareciera que genera un doble efecto: primero, provoca con frecuencia temores de diversos tipos hacia la imperfectibilidad del producto, incluidos el miedo al error, el miedo a “no encajar” con el molde que la formación impone o el temor al juicio del otro (profesor, colega, jurado, etc.). Una perfectibilidad que es determinada por unos estándares definidos por un habitus que se impone desde afuera a través del canon, y que implica no solo ciertos repertorios, sino además formas particulares de desear, “sonar”, así como ritmos y formas específicas de aprender. La persona se encuentra entonces situada de manera permanente en una especie de “tensión intersticial” entre el canon y su propio mundo interior, y es, en mayor o menor medida, marcada por esta tensión. Segundo, el énfasis de la mirada en el producto y en el dominio de las técnicas y los conocimientos analíticos como fines en sí mismos hace que el “radar” de la formación se distraiga y descuide la atención a las formas en que las personas van desarrollando su propio mundo interior y su relación integral con la música, con las consecuencias lógicas que esto tiene desde el punto de vista de no aprovechar la potencia diversa de los músicos o pasar por alto la aparición de patologías (físicas, emocionales, mentales) que con el tiempo pueden convertirse, incluso, en auténticos dramas profesionales o humanos. Pareciera que esta tensión entre el “molde” de lo que el sistema externo a las personas espera de ellas y lo que ellas son en términos humanos y artísticos se reproduce en cierta medida en el mundo profesional, en especial en las lógicas de producción y circulación de algunos ámbitos de las industrias culturales.

Antes de terminar, queremos aclarar que nuestra intención no ha sido “ubicar” el problema abordado en el alumno o en el profesor. Creemos que tiene que ver más bien con hacer visibles, tomar conciencia y problematizar los paradigmas en los que acontece la formación musical, lo cual atraviesa a los actores. Por otra parte, a pesar de que sabemos que todos estos temas se discuten cada vez más en el medio académico, es necesario investigar qué tipo de acciones concretas se están tomando en los contextos formales para abordar los problemas planteados. En ese sentido, somos conscientes de que se han dado pasos en abrir los currículos de algunos programas universitarios de música a expresiones culturales y repertorios locales y diversos. Este es un paso importante porque permite atender con mayor cuidado las idiosincrasias situadas, pero percibimos que aún hay camino por recorrer en cuanto al cuidado más personalizado de los procesos psicoafectivos de las personas que transitan por los sistemas educativos.

A este respecto, la preocupación por los efectos nocivos de la experiencia formativa en la academia se evidencia también en otros contextos geográficos y culturales distintos de América Latina. Es entonces un problema que parece trascender los límites de los contextos culturales particulares. En este sentido, más allá de los cánones y repertorios que se incluyen en los currículos, se hace urgente revisar también las formas de transmisión, metodologías y tipos de vínculo que se generan entre docentes y estudiantes, y su impacto situado en cada sujeto.

Hemos querido explorar preliminarmente estos problemas a partir de nuestra propia experiencia y dejar abiertas preguntas que queremos indagar en un proyecto de investigación formal más adelante. Por lo pronto, cerramos proponiendo algunas ideas para orientar cambios, en particular en la educación superior, que propendan a pedagogías cada vez más atentas al desarrollo saludable de las personas.

En primer lugar, consideramos que la perspectiva somática8 como visión que genera desde el cuerpo vivido “en primera persona” aporta luces sobre el desarrollo de una autoconciencia de los músicos que integra cuerpo, mente y emoción que orienta la autorregulación y la búsqueda de la voz propia en el contexto artístico del músico en relación consigo mismo, con el otro y con las situaciones vitales que atraviesa. En este sentido, el uso de herramientas como bitácoras, grupos de discusión y entrevistas son de gran valor para generar tales procesos de autoconciencia en las personas y, por otra parte, para conocer aquellos “mundos interiores” que se quiere alimentar y potenciar. Precisamente esas zonas ocultas de la experiencia donde se esconden las marcas que hemos discutido.

En un sentido parecido, es necesario revisar mediante procesos de reflexión y de investigación permanentes aquellos acuerdos naturalizados de los paradigmas formales que tienden a estandarizar demasiado los procesos y los repertorios, sobre todo cuando estos riñen con las particularidades de los sujetos desde el punto de vista de los intereses, la idiosincrasias, las formas y los ritmos de aprender. Subyacente a esta reflexión tendría que darse un cuestionamiento colegiado permanente sobre el para qué de lo que hacemos como músicos, docentes e instituciones. Es a través de esta pregunta que podemos ser vigilantes y optar por un cambio cuando la dirección de los esfuerzos se está desviando de la expresión y el disfrute al mero dominio de las técnicas como fines o, simplemente, a “complacer” a otro. Es una pregunta por el sentido de lo que hacemos que es válido hacerse de manera personal y comunitaria de forma sostenida.

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Notas

* Artículo de reflexión.

1 Habiendo recibido su formación de pregrado y de posgrado en Ohio State University, Koen es actualmente profesor de la Hong Kong Baptist University. El proyecto al que hace referencia ha incluido, según su mismo reporte, a más de 400 estudiantes universitarios, aunque no se ofrecen más detalles sobre las características de esa muestra. Cobra especial relevancia su comentario, en tanto proviene de un esfuerzo por entender y aplicar la experiencia musical como un elemento fundamental de una serie de prácticas que buscan aumentar los niveles de bienestar de los seres humanos, indistintamente del tiempo y lugar. Que, según su investigación aplicada, la música sea herramienta poderosa en este propósito ahonda el desconcierto por encontrar este fenómeno paradójico en la experiencia de algunos músicos en formación, e inspira a preguntarnos por maneras de potenciar esa dimensión sanadora y elevadora de la música en el camino del músico.

2 Las traducciones son nuestras.

3 Dicho de otro modo, los fenómenos “externos” o intersubjetivos están constantemente participando, en mayor o menor grado, en la conformación del sujeto y de su mundo interior. Y, conversamente, el mundo interior de un sujeto se encuentra interactuando con los fenómenos “externos” o intersubjetivos, aportando pasiva o activamente en su siempre dinámica conformación.

4 Algunos de esos signos externos podrían ser, por ejemplo, la ejecución de un vibrato, un conjunto de expresiones faciales o movimientos corporales, las elecciones tímbricas y cualidades sonoras de un pasaje, etc.

5 Sobre lo extraño que pueda resultar para algunos el hecho de que puedan existir diferentes concepciones sobre la subjetividad, y por tanto diferentes vivencias del ser, en diferentes contextos culturales, Becker (2004, 87) comenta: “Hablar de subjetividad o del propio sentido de sí mismo, y asumir como lo hago yo que nuestro sentido del yo está restringido culturalmente, es, para quien nunca ha pensado en ello, un acto profundamente antiintuitivo. Sentimos que nuestro yo interior es tan completamente natural, tan único, tan independiente de la sociedad que nos rodea que podemos sentirnos ofendidos por cualquier sugerencia de que lo que sentimos que es nuestro sentido del ser interior no es nuestra creación única, y que los ‘yoes’ pueden varían predeciblemente a través de las fronteras culturales”.

6 Ubicando a la persona específicamente en el rol de escucha musical, y construyendo conceptualmente la experiencia de escucha según el habitus de Bourdieu referenciado, Becker (2004, 73-74) alude al hermetismo típico de la concepción occidental del sujeto para comentar hábitos particulares de escucha en el contexto de la cultura occidental: “La subjetividad de los oyentes descrita en los estudios psicológicos, el oyente prototípico occidental de clase media, probablemente sea una variante de lo siguiente: un individuo con un fuerte sentido de separación, de unicidad de todas las demás personas, un individuo cuyas emociones y sentimientos se sienten conocidos en su totalidad y complejidad solo por él o ella. Se atesora la privacidad física y psíquica. Las respuestas emocionales a una determinada pieza musical no se sienten en relación con nada fuera de su propia historia y personalidad particulares: la emoción, para nosotros, pertenece al individuo, no a la situación ni a las relaciones. La emoción es la expresión auténtica del propio ser y, en cierto sentido, natural y espontánea”.

7 En otras palabras, cada uno de los comentarios que aparecen en esta sección tienen una asidero en una situación real vivida por nosotros en primera persona o por otros músicos. Por cuestiones de espacio, nos limitaremos a citar de manera concreta solo las situaciones o experiencias que encontramos más significativas como evidencia para nuestro análisis. Por otra parte, esperamos poder desarrollar un proyecto de investigación formal más adelante a partir de los supuestos que son presentados.

8 El concepto de somática alude a una conciencia del cuerpo en primera persona (Hanna 1986). A diferencia de una visión de tercera persona (el cuerpo visto desde afuera), la somática implica una conciencia “desde adentro” del cuerpo: “Una actitud de escucha hacia sí mismo, de atención interna, que se desarrolla a medida que el individuo participa activamente en la continua interacción entre los procesos orgánicos del cuerpo, el entorno y las intenciones” (Gómez 1991, citado en Castro y Uribe 1998, 33). Así, la visión de tercera persona nos da información obtenida “desde afuera” a partir de la conducta observable. Por otra parte, la conciencia en primera persona nos arroja información cualitativa más sofisticada del fenómeno experimentado “desde adentro” del cuerpo vivo o soma, que integra sensaciones, movimiento, pensamientos y emociones.

Notas de autor

** Maestro en Música por la Pontificia Universidad Javeriana, magíster en Teoría de la Música por la Universidad del Temple, magíster en Musicología por la Universidad de Princeton, y doctor en Musicología por esta misma universidad. Director y profesor de la Carrera de Estudios Musicales de la Pontificia Universidad Javeriana. ORCID: 0000-0002-0188-0738 Correo electrónico: valencia.luis@javeriana.edu.co.

*** Realizó estudios de guitarra clásica en la Universidad de Quebec, especialista en Gerencia y Gestión Cultural por la Universidad del Rosario, magíster en Educación por la Pontificia Universidad Javeriana, y doctor en Educación Musical por el Instituto de Educación de la Universidad de Londres. Profesor de la Pontificia Universidad Javeriana ORCID: 0000-0001-9918-9154 Correo electrónico: a.samper@javeriana.edu.co.

Información adicional

CÓMO CITAR: Valencia Rueda, Luis Fernando y Andrés Samper Arbeláez. 2021. “Una paradoja, unas huellas y una luz: los dolores y los miedos de los músicos como ecos silenciosos de los paradigmas de la tradición musical occidental”. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas 16 (1): 336-355. http://doi.org/10.11144/javeriana.mavae16-1.elmy

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