Cuerpos-manglar: sedimentación, extracción y patrimonialización de las figuras cerámicas Tumaco-La Tolita*
Bodies-Mangrove: Sedimentation, Extraction, and Heritage Designation of Tumaco-La Tolita Ceramic Figures
Corpos-manguezais: sedimentação, extração e patrimonialização das figuras cerâmicas Tumaco-La Tolita
José Gabriel Dávila Romero
Cuerpos-manglar: sedimentación, extracción y patrimonialización de las figuras cerámicas Tumaco-La Tolita*
Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, vol. 17, núm. 2, 2022
Pontificia Universidad Javeriana
José Gabriel Dávila Romero ** jg.davila11@uniandes.edu.co
Recibido: 11 enero 2022
Aceptado: 14 febrero 2022
Publicado: 01 julio 2022
Resumen: ¿Qué ocurrió cuando las figuras de cerámica Tumaco-La Tolita pasaron de ser conjuntos rituales y domésticos del pasado para transformarse gradualmente en sedimentos, guacas y, por último, en patrimonio material de la nación? Este artículo pone el foco en las agencias ambientales y extractivas que subyacen al problema cultural de la circulación y musealización de las figurinas precolombinas, en que resulta crucial el trasfondo histórico de guaqueo, tráfico y coleccionismo de piezas en el sitio arqueológico de La Tolita. Entender que los proyectos patrimoniales de la nación colombiana han estado estrechamente vinculados a la explotación de recursos mercadeables desde el siglo XIX explica un trasfondo histórico en que la arqueología cultural sirvió a los proyectos nacionalistas, bancarios y segregacionistas para consolidar proyectos económicos e ideológicos de progreso. A su vez, este trabajo recoge reflexiones sobre la agencia misma de los fragmentos cerámicos como ensamblajes de actuaciones que no son únicamente humanas, sino también acuáticas, forestales y sedimentarias: la distinción entre organismos vivos e inorganismos aparece como una conceptualización clave para explicar cómo el fenómeno de la extracción descontextualiza las piezas de sus entornos, tan solo por el hecho de no ser entidades biológicas con funciones estrictamente ecológicas y funcionales dentro del paisaje.
Palabras clave:extracción, guaquería, paisaje, Tumaco-La Tolita, inorganismos, patrimonio.
Abstract: What happened when the Tumaco-La Tolita ceramic figures went from being ritual and domestic ensembles of the past to gradually transforming into sediments, tombs, and, finally, into the material heritage of the nation? This paper focuses on the environmental and extractive agencies underlying the cultural problem of the circulation and musealization of pre-Columbian figurines, in which the historical background of tomb raiding, trafficking, and collecting pieces in the archaeological site of La Tolita is crucial. Understanding that heritage projects in Colombia have been closely linked to the exploitation of marketable resources since the 19th Century explains a historical background in which cultural archeology served nationalist, banking, and segregationist projects to consolidate economic and ideological projects of progress. At the same time, this paper collects reflections on the very agency of ceramic fragments as assemblages of actions that are not only human, but also aquatic, forest and sedimentary: The distinction between living organisms and non-organisms appears as a key conceptualization to explain how the phenomenon of extraction decontextualizes the pieces from their surroundings, simply because they are not biological entities with strictly functional and ecological functions within the landscape.
Keywords: extraction, tomb raiding, scenery, Tumaco-La Tolita, non-organisms, heritage.
Resumo: O que aconteceu quando as figuras de cerâmica Tumaco-La Tolita deixaram de ser conjuntos rituais e domésticos do passado para gradualmente se transformarem em sedimentos, túmulos, finalmente, em patrimônio material da nação? Este artigo enfoca as agências ambientais e extrativistas que fundamentam o problema cultural da circulação e musealização de figuras pré-colombianas, em que é crucial a formação histórica do guaqueo, tráfico e coleta de peças no sítio arqueológico de La Tolita. Este artigo foca nas agências ambientais e extrativistas que fundamentam o problema cultural da circulação e musealização de figuras pré-colombianas, em que é crucial a formação histórica da invasão de túmulos, o tráfico e a coleta de peças no sítio arqueológico de La Tolita. A compreensão de que os projetos patrimoniais da nação colombiana têm estado intima- mente ligados à exploração de recursos comercializáveis desde o século XIX explica um contexto histórico em que a arqueologia cultural serviu a projetos nacionalistas, bancários e segregacionistas para consolidar projetos econômicos e ideológicos de progresso. Ao mesmo tempo, este trabalho recolhe reflexões sobre a própria agência dos fragmentos cerâmicos como montagens de atuações que não são apenas humanas, mas também aquáticas, florestais e sedimentares: a distinção entre organismos vivos e inorganismos aparece como uma conceituação chave para explicar como o fenômeno da extração descontextualiza as peças de seus entornos, simplesmente por não serem entidades biológicas com funções estritamente ecológicas e funcionais dentro da paisagem.
Palavras-chave: extração, invasão de túmulos, paisagem, Tumaco-La Tolita, inorganismos, herança.
Por momentos perdían sus fronteras y se unían sin remedio al lodazal eterno.
Fuente: — Tomás González
Con guantes de caucho y tapabocas, el proceder del cuerpo al entrar en el Laboratorio de Arte y Arqueología Andina L3A, donde se encuentra la colección Luis Raúl Rodríguez Lamus, es similar a la ceremonia antiséptica para el encuentro con los muertos de las morgues. Claro, no hay que lidiar con la descomposición cadavérica ni con necropsias cuando se trata de figuras de cerámica; sin embargo, en los cajones sí hay cuerpos: fragmentos de torsos, cabezas, trozos de brazos, piernas, manos y rostros de figurinas Tumaco-La Tolita. La necrovida (Morales Fontanilla 2019), como un concepto en que la descomposición es el comienzo de nuevas formas de vida, de nuevas relaciones con seres vivos, insectos y microorganismos, es difícilmente aplicable aquí. Escasamente algunos insectos, hongos y bacterias visitan esporádicamente las figuras de cerámica, por lo que hay que encontrar otra manera de lidiar con el tejido de relaciones de estos objetos, que se asemejan mucho más a las colecciones de especies disecadas, o hasta se me ocurre que son más afines a la naturaleza de un archivo.
Me hace pensar en cuando el etnógrafo de la ciencia Bruno Latour relata el encuentro entre Louis Pasteur y la levadura de la fermentación láctica, hasta entonces desconocida: un descubrimiento mutuo en el que Latour decide conceder historicidad al microorganismo y no solo al humano que lo descubre, superando la separación noética entre sujeto y objeto. Pero, en este caso, con objetos ya “descubiertos”, extraídos, inventariados y descontextualizados, se hace más intrincada esa victoria epistemológica. ¿Cómo transformar estos frágiles trozos en una narrativa arqueológica? Más aún, cuando se trata de seres no vivos.
El caso de la nariz RC720 (figura 1) me recuerda un cuento del escritor ucraniano Nikolái Gógol que narra la historia de un funcionario de San Petersburgo cuya nariz una mañana decide abandonar su rostro para hacer su propia vida, alcanzando el rango de consejera de Estado. Si bien Gógol está escribiendo una ácida crítica al sistema burocrático de su época, en el caso de la cerámica precolombina no sabemos cómo ha llegado hasta aquí la nariz, y escasa- mente podríamos reconstruir sus últimos cincuenta años de historia. Lo irónico del fragmento se convierte en una incógnita sobre las capacidades de la materia para diversificar y transformar su estatus ontológico, ambiental y patrimonial; pasar de barro a figura ritual, de ahí a formar un depósito de sedimento, de sedimento a tiesto, consiguiendo un valor mercantil como mobiliario doméstico o integrando un casillero académico como traza de un tiempo histórico pretérito, “patrimonio de todos los colombianos”. El Estado, al ser propietario constitucional del subsuelo, ¿proclama sujeción sobre las piezas Tumaco, tal y como lo hace con los yacimientos mineros y petroleros? O, más bien, ¿la normativa arqueológica privilegia estas formaciones humanas frente a la materialidad informe de la tierra?
Este trabajo discute la extracción, que se piensa como fenómeno exclusivo de las disciplinas ambientales, en ámbitos culturales como el coleccionismo, el guaqueo, el tráfico y la musealización del patrimonio arqueológico, aumentado la tensión entre la separación retórica de lo que es orgánico y aquello inorgánico, que ha servido para legitimar los imperativos extractivos de los proyectos nacionales e identitarios en Ecuador y Colombia, desconociendo las agencias no humanas de los objetos, de los cuerpos de agua, de bosque y de sedimento, pues, como sostiene Latour (2014, 15), la tarea política crucial es distribuir las agencias de la manera más justa posible. Las piezas Tumaco-La Tolita, en lugar de verse como un conjunto hermético e incompleto por la escasez de excavaciones contraladas, tiene todo el potencial histórico de aportar su materialidad a reconstruir la historia de la extracción y el desarraigo en el suroccidente de Colombia.
Manglares
Entre el vaivén oceánico de las mareas y de las crecientes por los aguaceros, muchos de estos objetos se encuentran en la franja de manglares, soterrados entre los bosques de sedimentos depositados por el río Santiago. La Tolita es una isla separada de la tierra firme por una serie de canales paralelos a la costa que permiten navegar largos trechos por esteros, canales y bocanas. Entre el noroccidente de la delegación de Esmeraldas en Ecuador y el sur de Nariño en Colombia, esta zona comprende los estuarios de árboles de mangle, especies plenamente establecidas durante el Formativo (400 a. C.-300 a. C.), momento en que la expansión de grupos humanos aparece en los registros arqueobotánicos de polen: el tiempo antrópico, que indica un aumento drástico de la población cerca de los nichos ecológicos de guandales, manglares y playones.
Tumaco ha sido el nombre más de moda para identificar las figuras de cerámica encontradas en esta región del área intermedia. Por su homogeneidad estilística, es posible aglutinarlas como una cultura arqueológica coherente, de la que se han hecho periodizaciones con isótopos estables e inestables que han permitido conocer cronologías que van desde 325 a. C. hasta 430 d. C. en la región de Tumaco (Patiño Castaño 1992), casi ochocientos años de ocupación en la región más húmeda del continente. Pero Tumaco es una abreviatura que merece un segundo nombre: La Tolita, topónimo que corresponde a toda la fase ecuatoriana en la provincia de Esmeraldas. Podríamos hablar de una propagación de material Tumaco-La Tolita de aproximadamente 700 km de la costa, con incursiones hacia tierra y sierra de 30 a 80 km (Brezzi 2003), el ancho variable de la llanura aluvial pacífica, que va y viene del litoral a las estribaciones de la cordillera occidental andina. Pareciera estar contenido, por ahora, en dos fronteras geográficas: hacia el norte con la desembocadura del río San Juan, “río que se mueve, que da de beber al paisaje” (Cote Lamus 1972, 32), y hacia el sur en cabo Corrientes, “donde el litoral asume una conformación rocosa y acantilada, con bahías y ensenadas profundas” (Brezzi 2003, 31). Se constató, entonces, el patrón de asentamiento que prefería la llanura aluvial, cerca de los ríos y esteros, donde estos grupos de mareños, incluso, alcanzaron ocupaciones en la isla Gorgona, en el sitio conocido como Muelle Viejo, y no se descarta que hayan existido también asentamientos y exploraciones en el tramo de costa más septentrional, que sería la bahía de Buenaventura.
Hoy, la región se ha tornado un suelo de cultivos para varias familias de La Tolita. Con la llegada del siglo XX, la explotación maderera ha ido diezmando especies de cedros, laureles y de guayacán (Valdez 2006). Paralelamente, amplias zonas han sido deforestadas para convertirse en pastizales húmedos donde se engorda ganado. En los últimos veinte años, una ola de campesinos emigrantes de las provincias de Manabí y Los Ríos se ha ido estableciendo en las zonas más firmes del pantano con sus huertas y sus animales. Ya en la década de 1990, el auge de la industria camaronera llevó a la tala sistemática de una buena parte del bosque y de los manglares que bordeaban la orilla del río Santiago para introducir inmensas piscinas, lo que ha expuesto una inmensa cantidad de vestigios arqueológicos, destruyendo los contextos. Allí es posible observar los botaderos de tiestos cerámicos que quedan en el fango luego del paso de las máquinas.
Yacimientos
Los fragmentos que encontramos en las playas del litoral pacífico emergen del lodo y del agua a vista de los humanos en tres circunstancias:
Hallazgo fortuito, en que la pieza ha sido removida del espacio de deposición por acción del agua, y las corrientes, las mareas y los animales comparten agencia.
Extracción antrópica accidental, asociada a la minería de aluvión, en pequeña o gran escala y durante actividades agrícolas.
Excavaciones con prospección arqueológica, en que también cabe mencionar la guaquería.
Muchos de estos habitantes de La Tolita son descendientes de migrantes colombianos que huyeron a Ecuador: “Cuando hubo la Guerra de los Mil Días, ellos huían pa’ los ríos, huyendo de la guerra” (Carlos Alberto “Cachupín”, citado en Rivera Fellner 2012, 32). Llegaron a comienzos del siglo XX para rehabitar este complejo de montículos asociados con necrópolis y ceremonias de hace dos mil años, donde hoy viven aproximadamente ochenta hogares en situación de extrema pobreza. Tampoco es un secreto que la zona del norte de Esmeraldas es un lugar con un altísimo tráfico de insumos para la producción de cocaína, donde cada vez aparecen más monocultivos de palma aceitera y madereras, así como compañías mineras que dragan vorazmente los lechos de los ríos en búsqueda de todo tipo de minerales. Sin embargo, los habitantes de La Tolita no se han involucrado directamente con el tráfico de estupefacientes, la minería ilegal o el monocultivo, con excepción del coco. Sus prácticas cotidianas están en las huertas, en la pesca y la recolección de mariscos; eventualmente, en la extracción de guacas y el mazamorreo de oro en bateas.
Eso sí, hace veinte años la historia era bien distinta porque lo único a lo que se dedicaban era a la guaquería (Rivera Fellner 2012, 36). La Tolita es un paisaje especialmente marcado por las palas del saqueo y la búsqueda instantánea de riqueza en las sepulturas y acumulaciones de depósitos. Ya desde mediados del siglo XVII y hasta finales del siglo XIX, el delta de los ríos Cayapa-Santiago era famoso por sus tesoros (Leiva y Montaña, 1994, Tardieu, 2006, citados en Brezzi 2003, 66). Los mulatos de Esmeraldas es un óleo sobre lienzo del siglo XVI que sirve como testimonio del encuentro colonial del oro precolombino con los esclavos africanos, una conjunción rodeada de constreñimientos que perdura hasta la actualidad. En 1923, al convertirse la isla en una hacienda aurífera en manos de la familia Yannuzzelli, el saqueo se aceleró exponencialmente, industrializándose como una mina (Rivera Fellner 2012, 41). Con al menos cuarenta familias afrodescendientes, la explotación de oro tomó proporciones industriales; un cálculo realizado a principios de la década de 1940 asegura que extraían ocho carretillas diarias por trabajador, “para 24 hombres tendremos que 192 carretillas llenas de tierra, de cascos de alfarería, y otros restos culturales son arrancadas de las ruinas y arrojadas en la máquina de lavar” (Rivera Fellner 2012, 47). La enorme cantidad de material cerámico Tumaco contenido en las arenas de aluvión entorpecía la búsqueda del preciado grano, lo que se resolvió con la instalación de una machacadora que despedazaba vasijas, figurinas, alcarrazas, platos, y todas las tipologías posibles, reduciéndolas a detritos. Se cuenta de la existencia de un depósito lleno de grandes fragmentos cerámicos clasificados: un arrume de cabezas, otro de brazos, otro más de piernas: “una especie de holocausto arqueológico” (Brezzi 2003, 99), una escombrera. Para el transporte del material aluvial a la planta, se instalaron, incluso, carrileras con vagonetas Decauville empujadas a mano que eran cargadas con los escombros excavados en las tolas y en las capas arqueológicas del subsuelo. Una auténtica minería de material cerámico en que cerca de novecientas carretillas cargadas de piezas, mezcladas con tierra arenosa, eran extraídas de La Tolita cada semana (Ferdon y Maxwell 1941, citados en Rivera Fellner 2012, 37).
Este tipo de explotación persistió hasta bien entrada la década de 1940, cuando una denuncia pública hizo llamar la atención de la Academia Nacional de Historia de Ecuador, que envió los primeros arqueólogos a tierras toliteñas. Con estos, llegaron también propuestas del entonces Ministerio de Minas de proteger el yacimiento con anexos que demostraban que la presencia de oro en la isla no se debía a factores geológicos sino arqueológicos. Es llamativo que en los informes trataran de demostrar que la destrucción del material cerámico no se debía a la masiva extracción sino a eventos naturales como inundaciones, o achacando la fragmentación de las figuras a los rituales votivos precolombinos con tal de no reconocer que había una demolición motivada por la fiebre del oro. En todo caso, el interés aurífero por La Tolita, que fue llamada Pampa de Oro, disminuyó paulatinamente hasta que en 1947 ocurren dos eventos que van a marcar la desaparición de la industria minera: la muerte de Yannuzzelli y la creación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Este giro hacia la patrimonialización de la isla deja entrever que el Banco Central de Ecuador ha sido un protagonista silencioso en la extracción en La Tolita. Primero, desde 1927, la entidad comienza a comprar oro de todo tipo sin importarle su origen, lo cual eleva los precios del metal y hace de la adquisición de la hacienda La Tolita un yacimiento que, desde 1966, con la creación de un Museo Nacional del Ecuador y del Museo del Oro, volvió a estimular indirectamente un auge en la guaquería que ahora buscaba piezas completas de cerámica para engrosar las colecciones, comprándoles indiscriminadamente a particulares. La cerámica cobra, entonces, un valor mercantil basada en su fetichismo, como asegura Valdez (2006): “El comercio de piezas se realizaba en el mercado abierto semanal, entre las demás mercancías y el 99 % se han ido para Tumaco” (Francisco Valdez, citado en Rivera Fellner 2012, 41), donde es posible que se compraran las piezas de la colección Luis Raúl Rodríguez Lamus. Es apenas para 2010 que La Tolita deja de verse como un yacimiento y empieza a verse como una población afrodescendiente por el Gobierno ecuatoriano, pues ya no se encuentra ni de cerca la cantidad de oro ni de piezas completas de cerámica que hace cincuenta, veinte o diez años, porque las fuentes prácticamente se secaron. Ya solo quedan las maldiciones de las tumbas profanadas, donde La Tolita es un palimpsesto vivo de diferentes temporadas extractivas.
Por otra parte, es importante anotar que la transformación física, social y cultural que le dio a Tumaco un carácter urbano se basó en una economía que dependía de la disponibilidad de recursos naturales mercadeables que no requirieran ningún procesamiento, replicando una economía extractiva típica de las selvas tropicales que conllevó una clara estructura racializada. En palabras de Leal Léon (2005), “ante los ojos de la élite, la naturaleza salvaje de la selva entraba a Tumaco a través de la presencia de los negros, que conformaban la mayoría de la población del puerto” (60), lo que hace a Tumaco “un lugar privilegiado para explorar las nociones paralelas de raza y ciudad porque heredó una fuerte división racial de tiempos coloniales” (60). Claro está que comparar la extracción de la tagua, e indirectamente el comercio colonial de esclavos, con el mercado de figuras de cerámica es una analogía desfasada; no obstante, esta afinidad sí muestra cómo el guaqueo es una forma de extracción sin incluir un valor añadido. La tagua guarda una coincidencia bastante singular con las cerámicas, pues en la región se le conoce a la palma Phytelephas como cabeza de negro, de donde se saca la semilla, dato que contrasta con el principal y más icónico material cerámico Tumaco-La Tolita: las cabezas de indio. Esta extracción de cabezas, tanto vegetales como arqueológicas, evidencia que la extracción está basada en el comercio de cuerpos, tanto orgánicos como inorgánicos.
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Horamen es una obra del artista ecuatoriano Adrián Balseca que se exhibió en 2017 en el Museo de Arte Precolombino Casa del Alabado de Quito bajo el proyecto Zarigüeya, una iniciativa curatorial que explora la colección de arte precolombino desde la producción cultural contemporánea. Esta obra remite al capítulo extractivo en La Tolita; elaborada con crisoles similares a los que se utilizaban en las fundiciones metalúrgicas de oro y de platino en tiempos precolombinos, pensada como un andamiaje de aspecto fabril que remita a la expoliación de inicios de siglo XX; la fundición también como una forma de “lavar” y liquidificar riquezas. Esta instalación se emplazó directamente en las excavaciones guaqueadas de la isla, donde se tomó el registro que emula el grano fotográfico del blanco y negro de la época del capataz Donato Yannuzzelli.
Balseca utiliza la palabra “horamen” por estar etimológicamente vinculada a “foramen”, que nos remite al campo semántico de la perforación: talado, agujero, orificio, tubo, que alude no solo al desagüe por donde se puede drenar un recurso como el petróleo, sino que indica el vacío resultante después de la incursión económica: el despojo y la falta que se pronuncia como úlcera ocasionada a los montículos, los suelos y los playones de La Tolita, asemejando la isla a un avispero. Estos agujeros producto de la extracción son vistos como un proceso de infección y enquistamiento de la propia tierra, donde los mismos guaqueros, desde su propia intuición sensorial, afirman: “Si el hueco expele mal olor es porque ya ha sido huaqueado”: el hoyo está podrido y es prudente buscar un nuevo sito.
Nación
Los grupos humanos Tumaco se apropiaban de la producción tecnológica de la cerámica y la metalurgia también con objetivos políticos específicos, asignándose poder, exclusividad litúrgica, prestigio y riqueza. Pero la circunstancia determinante en la transformación de las piezas de oro y de cerámica en la noción traslapada de mercancía y patrimonio (o más bien, de patria-monio) ocurre durante el proceso de consolidación de la nación criolla, cuando el Estado como empresa ideológica requirió los objetos arqueológicos como un combustible identitario. La publicación en 1854 de Memorias sobre las antigüedades neogranadinas, escrita por Ezequiel Uricoechea, naturalista y geólogo, consolidó una idea republicana sobre las sociedades precolombinas (Gnecco y Hernández 2010) al hacer un símil entre las antigüedades precolombinas con aquellas del mundo grecorromano; Uricoechea asumió, entonces, que las sociedades precolombinas debían ser consideradas, por fin, “civilizaciones”. La arqueología, como industria ideológica más que como una disciplina científica, fue convocada, entonces, para proporcionar el aparato retórico necesario a fin de cimentar este mausoleo modernista; por ejemplo, Miguel Triana (1972) escribió sobre la cultura muisca hacia 1922, afirmando que estaba “sentando las bases positivas de una sociología nacional, modelada sobre la raza autóctona formada aquí por la geología y el clima” (Triana 1972, 22). En las décadas siguientes, la región de Antioquia comenzó a experimentar una forma de desarrollo en el que las zonas boscosas eran colonizadas para extraer los objetos de oro de las guacas, actividad simultánea con los inicios de la economía extensiva del café. Ya desde entonces la práctica normal era fundir las piezas para vender el oro por peso, que servía como materia prima para la fabricar monedas europeas (Field 2012).
Un caso interesante es el Museo Nacional de Colombia, visto como proyecto decimonónico de historia natural y geológica anclado en el proyecto político moderno, donde poco a poco los objetos arqueológicos fueron ganando un lugar en las galerías sin una clara distinción entre el origen “humano” y “natural”; más bien, podríamos aprovechar la homogeneidad que tenían estos recursos extraídos del suelo y del subsuelo, incluso del cielo, pues el aerolito ha sido por años una pieza emblema del Museo Nacional, como consecuencia de la creciente industrialización, cuyo imperativo es justo extraer riquezas. Precisamente, el aparato histórico colonial y republicano opera neutralizando las historias locales, reemplazando vínculos étnicos y territoriales por el mito de la República como empresa.
Desde el punto de vista patrimonial, la tensión entre el progreso nacional y la extracción es fruto de que la arqueología es indirectamente vista como una de las actividades extractivas para acelerar el proceso de desarrollo ideológico del proyecto estatal. Paradójicamente, esto lo único que hace es deteriorar la relaciones entre el Estado y las comunidades indígenas al poner en riesgo la gestión autónoma sobre soberanías territoriales y, más importante aún, sobre los complejos procesos de memoria (Arsel, Hogenboom y Pellegrini 2016). Siguiendo la idea del imperativo extractivo de los anteriores autores, la lógica que subyace a esta posición es que evitar o posponer la extracción sería una postura anti-desarrollista que también aplica para el material arqueológico, destinado a subsanar demandas patrimoniales de museos e instituciones que no siempre han entablado una relación estrecha con la investigación y la difusión.
El problema constitutivo es que el Estado asume que existe un interés coherente como nación; pero, dado que la nación es una construcción social que oculta divisiones, contradicciones y, sobre todo, violentas sujeciones de comunidades, este imperativo es una suposición que solo busca ampliar la cobertura de riqueza y de diversidad cultural como ideología. El patrimonio cultural de la nación no es un objetivo común, y las regalías que estos generan por medio de los sistemas de circulación global de museos se distribuye de una manera absolutamente inequitativa con quienes tiene una relación, no de tipo mercantil, con estos objetos y paisajes.
Inorganismos
La antropóloga Elizabeth Povinelli denomina imaginario del carbono el conjunto de procesos metabólicos que crean la base de que existe una separación entre lo “orgánico” y lo “inorgánico” (Ruiz Serna y Del Cairo 2016), rotulando lo segundo como materia inerte, desprovista de agencia y que sería el caso de los objetos Tumaco-La Tolita. Esta división justifica que la extracción de material inorgánico no es perjudicial para la salud y la conservación de los espacios vivos, por lo que no es gratuito que cada día sea más popular la hipótesis del origen abiogenético del petróleo que sostiene que en el interior de la Tierra existen hidrocarburos de origen estrictamente inorgánico, como justificación indirecta de una “ética” subyacente a su uso y explotación indiscriminada.
La arqueología tradicional, aún vigente en varias instituciones de gestión patrimonial, sería una biontología enfrascada en separar lo natural de lo cultural. La curaduría de los museos como si fueran pasajes comerciales pone este dispositivo en evidencia: la iluminación que reciben las figuras Tumaco en las vidrieras pone en el centro de atención la dimensión fetichizada del producto, de la misma manera que la exposición en un ambiente artificial, “protegido contra las inclemencias del tiempo, despierta el carácter ocioso del moderno consumidor” (Romani 2016, 6). Estos museos-pasajes integran las cerámicas a las nuevas formas del ocio, pero mucho más peligroso aún, a la bancarización del patrimonio y del orgullo patrio: patria-monio.
Desde este punto de vista, los objetos no tienen una repercusión ecológica en el sistema de relaciones del paisaje al que pertenecen, falsamente desprovisto de acción antrópica. Este fetichismo de los objetos arqueológicos no considera la serie de relaciones humanas y no humanas que los producen y, como consecuencia, se convierten en patrimonio transable: “Cuando las estatuas mueren, se vuelven arte. Esta botánica de la muerte es lo que llamamos cultura”, como dicen Alain Resnais y Chris Marker en Les statues meurent aussi (Marker y Resnais, 1953).
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El propósito de este artículo, al traer el concepto de inorganismos, no es fundar otra nueva ontología para los objetos arqueológicos, sino visibilizar las tácticas del liberalismo para negociar la materia inorgánica, presuntamente muerta, en que la emergencia de un objeto es visto como un recurso listo para su recolección, como haciendo minería de materiales humanos ahistóricos, en el caso de la guaquería. Así como se considera que ciertos materiales fósiles alguna vez estuvieron llenos de vida cretácica, hoy son vistos como formas de combustible que pueden proporcionar las condiciones para una forma de vida moderna; asimismo, los objetos arqueológicos son vistos como un combustible identitario para acelerar el desarrollo del proyecto cultural nacional, poniendo en marcha la industria museográfica de lo patrio. Las figuras antropozoomorfas, las vasijas, los platos, las alcarrazas, no es que estén fosilizadas en una época diferente, sino que también están cambiando a medida que se mueven en los sustratos materiales y discursivos del presente, incluso, cuando no estén propiamente vivos desde el punto de vista de los ciclos isotópicos del carbono.
De hecho, la mayoría de estas piezas son de origen aluvial en el caso de las figuras de oro y sedimentario en el caso de las arcillas; las pastas cerámicas se componen de material ígneo erosionado, de seres animales calcificados, vegetales carbonatados y pedazos silíceos de microfauna marina, compuestos que se cementan lentamente por gravedad. También puede que se concentren allí algunas relaciones metabólicas de tipo bacteriano en las pastas arcillosas con las que están modelados estos objetos. Dicho esto, ¿son en verdad objetos sin-vida? La vida da forma a su entorno de no-vida, la geoquímica también afecta la bioquímica, ¿son absolutamente distinguibles estas dos fuerzas? Las disciplinas de la conservación suelen pensar que, cuando un inorganismo trae demasiada vida dentro de sí, pone en riesgo su forma e integridad estructural y funciona, de lo que se deriva la asepsia desenfrenada de los museos, y la necesidad de crear una higiene que permita la preservación. Podríamos empezar a ver la escuela de la arqueología cultural del siglo pasado no solo como una disciplina, sino también como un régimen de producción de sujetos y de mundos materiales, específicamente, como la frontera divisoria entre seres humanos y cosas, promulgando la supresión de sus relaciones en el pasado y en el presente con sus campos ecológicos y culturales, negándolos si no son absolutamente funcionales e imprescindibles en la lógica ecosistémica. Este presupuesto de los objetos inertes crea una cualidad atemporal en el material arqueológico, dislocado del espacio y del tiempo fluido.
Los objetos arqueológicos, residuos agregados por la aleatoriedad de los movimientos geomórficos que son, falsamente, “ahistóricos”. Esta lógica concluye que las cerámicas no están vinculadas orgánicamente al paisaje, creando una división naturaleza/cultura que impugna tramposamente que la actividad extractiva es inofensiva, desnaturalizando los objetos arqueológicos y de paso la memoria de estas comunidades humanas del pasado estrechamente adheridas al paisaje. Lo estrictamente cultural, idea ligada a lo “civilizado”, ve la extracción arqueológica como una intervención de rescate con los vestigios humanos naufragados en medio de los manglares: la arqueología era vista, hasta cierta traza en la historia de Colombia, como una misión redentora que ponía fin a lo inhumano de lo indígena: lo salvaje.
A esto se suma la presunta individualidad coleccionable de cada pieza, atribuida a los objetos Tumaco-La Tolita, lo que ofrece un incentivo para su intercambio mercantil, pues aparentan tener un valor independiente de su contexto paisajístico al tasarse con las rúbricas del valor histórico humano: “Así, la mercancía, la última gran lupa de la apariencia histórica, celebra justamente su triunfo cuando es ya la propia naturaleza la que adopta el carácter mercantil” (Marx 1844).
Ensambles
El manglar no es tanto un pozo que acumula como sí un espacio de fluctuación y mixtura. Un espacio anfibio que permite que el bosque, el río y el mar sean espacios permeables para facilitar el intercambio de material de distintas temporalidades que se escalonan en el sedimento. Esta configuración tan particular del manglar es una membrana de intercambio transhistórica, que inmiscuye a la actividad humana dentro de los procesos sedimentarios. Siguiendo a Astrida Neimanis, nuestras necesidades básicas de agua no deben ser vistas como estricta- mente fisiológicas, siguiendo la ecuación agua = recurso, sino que también es un medio que cumple funciones históricas porque “nuestra implicación dentro del ciclo hidrológico no es solo biológica, sino social, ética, política y cultural” (Neimanis 2009, 164).
El manglar, como los ríos, son un archivo, en palabras de Lisa Blackmore, “un lugar de disputa y encuentro en cuyos sedimentos y testimonios el arte vuelve a la superficie, enfrentándonos con conflictos e historias que han permanecido sumergidos” (Blackmore y Domínguez 2021,107). Sandra Rozental (2022), en su texto sobre las estelas arqueológicas mayas del río Usumacinta, propone la idea de río como “ente que esconde, que resguarda, que corroe, que insiste en mantener las cosas ocultas, que al menos no permite ver, ni registrarlas del todo” (Rozental 2022). Los cuerpos de agua también conservan, aunque no sea del modo en que los arqueólogos o los gestores culturales imaginan este ejercicio patrimonial. El paisaje tiene una memoria que es tangible, por ejemplo, las estelas mantienen marcas (en sus formas de surcos y ranuras) que sugieren cómo eran empleadas por los antiguos navegantes del río. El trabajo de Rozental reconstruye el dramático despojo del que han sido objetos las estelas mayas,tanto en manos de traficantes como de arqueólogos y curadores que usaron bueyes, yuntasy tractores, embarcaciones y buques de carga para empacar y trasladar estas piedras de las orillas del río hasta la Ciudad de Guatemala, Chicago y otras partes del mundo: “estos procesos de saqueo que llevaron al desmembramiento de una enorme cantidad de estelas que fueron rotas, serruchadas y divididas en fragmentos para poderlas transportar por río o por tierra”. Por eso, añade Rozental, el modo más tajante en que el río ha resistido la extracción del saqueo es a través de “la amenaza de peligro y de muerte que conllevan sus aguas”: las crónicas de“piedras corroídas, perdidas, hundidas o en peligro de ser tragadas por el río revelan los modos en que el Usumacinta ha sido archivo, escondite, resguardo, y tumba” (Rozental 2022).
A diferencia de las ideas deposicionales de Michael Brian Schiffer, canónicas en teoría arqueológica, la idea de ensamblaje (Joyce y Pollar 2010) integra también los sedimentos de origen no humano en el contexto, lo que resulta más coherente con una idea dinámica del paisaje en que no hay una restricción tácita entre lo que es natural y cultural, otorgándoles agencia a procesos ambientales durante la formación del registro: no restringiendo la complejidad del pasado y el campo de interés de la historia a lo plenamente humano. Las piezas pasan por una intricada red de crecidas, mareas, tsunamis, destrucción, desecho, tráfico y colección, que rebasa la lógica de que estos objetos pasan del sitio de descarte de inmediato a los museos. El ensamble se asemeja más a la idea que Latour propone de marcos para la interrelación, entendidos como “una red compleja y diversa de personas, espacios y tiempos por detrás de las relaciones” (Latour 1990, 177);1 esta conceptualización descentraliza, entonces, la teoría deposicional en cuestiones de intencionalidades humanas y les abre campo a la contingencia y a la aleatoriedad como principios activos, casi que constitutivos, del devenir del paisaje. Este enfoque propiamente paisajístico tomaría como punto de partida la totalidad del organismo-en-su-entorno (Ingold 2021, 25), recogiendo lo que Ingold denomina organismo + entorno, reformulándolo como inorganismo + entorno para cobijar también a los objetos arqueológicos y minerales que no suelen incluirse en los enfoques biologicistas.
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La fuerza mediadora y constitutiva de los objetos sobre la sociedad no solo del pasado, sino del presente, es un punto central. ¿Cómo estas figuras de cerámica pueden agenciar la memoria colectiva? Si conceptualizamos los objetos únicamente como vehículos de signos, parece que volvemos a la visión de que los objetos son solo contenedores de ideas. Las personas y las cosas también resuenan de dos maneras adicionales: los objetos tienen el poder de afectarnos y no solo de informarnos; segundo, el carácter cambiante de estos objetos, la marca de un transcurso temporal impreso, ofrece un medio tangible para percibir las transformaciones de lo humano en el paisaje y, por tanto, generan una consciencia de los procesos materiales del tiempo como flujo. Al ser objetos humanos, personales, transformados por sedimentaciones y extracciones, son instancias palpables, con apariencia humana, de lo que les sucede al río, a la tierra y al bosque.
Culturalezas
Una comprensión arqueológica debe entender las figurinas de cerámica como cuerpos, sin que sean necesariamente materialidades orgánicas: son superficies materiales de inter- cambio, comunicación y representación; en palabras de Rosemary Joyce, son figuras “en donde se corporeiza la agencia” (Joyce 2005), no solo de los humanos de hace dos mil años, sino también de los distintos cuerpo acuáticos, forestales y organismos que interactúan con ellas, incluidos quienes son explotados a realizar estos trabajos de minería y guaqueo. Siguiendo a Fredrik Ekengren (2009) en “Ritualization-Hybridization-Fragmentation: The Mutability of Roman Vessels in Germania Magna AD 1-400”, los objetos nunca encarnan ningún significado puro u original, su función y significado dependen del conocimiento cultural que se retroalimenta con el paisaje. Esto ofrece una visión antiesencialista de la cultura material que captura la fluidez de la materialidad de las figuras Tumaco-La Tolita: el cómo se construyen y negocian las identidades como representaciones que el hombre se hace de la realidad ligadas a las condiciones materiales de existencia en las que se desenvuelve la vida humana, y no humana, sobre todo animal.
Una concepción similar existe entre los murui en la Amazonía colombiana, donde aún se cuenta el mito de “Nofïzazima” (Urbina Rangel 2010, 114) o “La reconstrucción del cuerpo del hombre”, recopilado por Fernando Uribina Rangel de las palabras del abuelo José García; allí, la definición narrativa del cuerpo de los humanos “gente” se logra mediante inclusiones relacionantes extensivas y no sobre principios de exclusión naturaleza/sociedad. Se trata de un imaginario surtido, en que la esencia del hombre resultaría vinculada a las de los animales, los árboles y los bejucos. Parafraseando a Manuel Quintín Lame, la naturaleza es el campo “donde se gesta todo el conocimiento adquirido por las diversas especies, sensible al contexto y, por ello mismo, materializado” (Lame Chantre 2020, 23).
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A diferencia del agua, la tierra tiende a concebirse como inmóvil y fija en un lugar. Pero ¿qué sucede con esos límites y relaciones cuando la tierra es móvil, flexible, y cuando sus contornos se transforman por las fluctuaciones de lluvias y mareas? (Camargo 2017). En este caso, la dinámica socioecológica de los entornos inundables desestabiliza las nociones estáticas de identidad y estabilidad de la completud e integridad de los objetos. En las zonas ripícolas de manglares, donde las inundaciones pueden aumentar el agua hasta dos metros en “la selva del pescador”,2 los procesos de socialización dependen de las transformaciones del agua, tal y como los ciclos reproductivos de peces, reptiles y de nosotros, los mamíferos. La tierra nace, se expande, se contrae y cambia bajo diferentes temporalidades, haciendo de la sociedad humana una red expuesta al papel dinámico y transformador del paisaje. El manglar, el río y el océano Pacífico se median entonces como entramados de relaciones multiespecie, incluyendo lo que Carlos Osorio Garcés entiende como culturaleza, lo que es decir “realidades bioculturales que se expresan en modos de vida que se reflejan en el paisaje y en el territorio como entramado de las relaciones entre humanos y no humanos, incluyendo lo que nosotros entendemos como sobrenaturaleza” (Osorio Garcés 2018, 16), que serían las dimensione simbólicas, religiosas y espirituales. Osorio Garcés propone que no hay una naturaleza objetivada, sino la permanente construcción de una sola realidad que convive con los proyectos agroindustriales, pasando por proyectos mineros, energéticos, madereros y pesqueros, que no son ajenos a las lógicas de la extracción del patrimonio arqueológico; todos los anteriores afectan y la vez se lucran con él: no hay dos problemas separados, uno natural que sería competencia de instituciones de gestión y de manejo ambiental, y otro cultural, que le compete a solo al Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH) y Ministerio de Cultura: son caras de la misma moneda que monetiza la extracción.
El manglar no es la barrera formidable […] pero caminar a través de él exige un cambio de lógica. En el interior estamos acostumbrados a buscar los caminos entre los obstáculos, no a usar los obstáculos como caminos. Para desplazarse en el manglar es necesario desprenderse de la firmeza del suelo, por demás anegado, alejarse de la idea del sendero, y aprender a caminar sobre las raíces que parecen ramas (Giraldo Herrera 2009, 77)
El manglar trastoca la lógica marítima o terrestre y reformula una manera distinta de pensar, de acuerdo con esta pauta de lo anfibio, como propone Orlando Fals Borda (1979). Es posible que las figurillas antropomorfas y zoomorfas no se hayan considerado dos categorías excluyentes en la sociedad Tumaco-La Tolita, pues claramente las tipologías arqueológicas posteriores podrían no haber sido operativas en el pasado. Los humanos y los no humanos podrían reconceptualizarse como híbridos entrelazados, parte de colectividades sociotécnicas complejas (Büster 2018).
Vivir como persona significa, ante todo, “existir en tal intermediación”, lo que el filósofo Tetsuro Watsuji denomina aidagara3 para referirse al espacio en el que se ubican las personas y en el que se establecen las convergencias de interconexión relacional, que es afín con la idea de paisaje a lo largo de este trabajo. Yuasa Yasuo, alumno de Watsuji, señala que el aidagara consiste en las diversas relaciones humanas de nuestro mundo vital, la red que proporciona a la humanidad un significado social (Krueger 2019), así es que sostiene que la cultura es, en esencia, la materialización del aidagara porque esta sería el esfuerzo colectivo, no necesariamente entre humanos solamente, por establecer estructuras para mediar entre sí. La cultura material es, en esa medida, un conjunto de superficies sobre las cuales se crean las relaciones y se elaboran los encuentros cotidianos de tales interrelaciones. La persona, arqueológica y ecológicamente hablando, no es algo confinado en sus restos biológicos, sino que se forja relacionalmente en el paisaje a medida que se mezcla con otras materialidades y objetos con los que hubo una relación consciente (con las figurinas y otros objetos como huesos animales y ajuares de metal) o accidental (material volcánico, sedimentario o, incluso, con seres vivos como bacterias, hongos y mohos).
Cuando Watsuji piensa el aidagara como lógica interna de los seres corporeizados, los concibe también como “entidades híbridas que albergan simultáneamente dimensiones subjetivas y objetivas” (Krueger 2013a y Krueger 2013b, citados en Krueger 2019); esto cae como anillo al dedo para seguir conceptualizando las figuras Tumaco-La Tolita. Watsuji distingue dos modos de encarnación: a) el cuerpo-como-sujeto y b) el cuerpo-como-objeto, por lo que debemos reconocer que nuestros cuerpos son simultáneamente ambas cosas y, de este modo, manifiestan una estructura anfibia entre la materialidad pura y la abstracción de sus relaciones. Es menester ver el aidagara, y al paisaje, como intercorporeidad.
Habitar la ruina
En el caso de la isla de La Tolita, los paisajes ya fueron saqueados y explotados. Más que un sitio arqueológico propiamente, queda la estela de un paisaje de extracción. Así es como un museo comunitario que conmemore la historia de la guaquería y del contrabando es mucho más factible que crear un proyecto de memoria basado en la apropiación cultural de los objetos Tumaco-La Tolita como una herencia para las comunidades afro. Hoy, La Tolita tiene serios problemas viales, pues únicamente puede ser contactada por medios fluviales, ubicándose en una zona marginal para el Estado ecuatoriano debido a las inundaciones constantes y a la humedad extrema; estas circunstancias requerirían inversiones mucho mayores para el mantenimiento de un museo con piezas en hueso y cerámica, lo que desmotiva a inversores y toliteños, quienes ya han sufrido múltiples decepciones con respecto a la conservación del patrimonio como una alternativa.
Eso sí, la memoria de quienes participaron de los oficios de la guaquería, de la prospección intuitiva, del transporte de piezas a otros puertos de contrabando y de comercio resultan testimonios sumamente valiosos para agrupar la historia de un proceso extractivo con más de un siglo de duración. En contravía de seguir forzando a la isla a convertirse en un museo arqueológico in situ, sí se pueden explorar procesos comunitarios que, además, fortalezcan lazos sociales y apropiación, no con la imagen inexacta y fetichista de las piezas arqueológicas, sino del paisaje que permanece vivo y activo en las trasformaciones sociales y ambientales.
Empezando porque la noción misma de patrimonio, cultural y natural, es una adaptación de la idea de patrimonio familiar estrictamente nuclear (Segalen 2005, citado en Roigé, Frigolé y Del Mármol 2014) y de sucesión hereditaria consanguínea; el patrimonio visto como una construcción identitaria desde lo nacional tiene un sentido de continuidad hegemónica a priori, basado en la concepción de herencia e identidad racializada; mejor hay que brindar una concepción integral de la materialidad de los procesos arqueológicos como culturalezas, en que el patrimonio sí puede ser visto como una cuestión de “parentesco”, pero no solo entre humanos: un conjunto de bienes comunes a organismos e inorganismos. Mediante un compromiso relativo con otros terráqueos, como sostiene Donna Haraway, en la medida que se reconozcan los paisajes arqueológicos como formaciones cooperativas entre especies, será posible reconstituir refugios y posibilitar la recomposición biológico-cultural-político-tecnológica.4 Como escribe Ana Tsing en The Mushroom at the End of the World, “la madera ha sido cortada; el aceite se ha acabado […] la alienación produce ruinas, espacios de abandono. Los paisajes globales de hoy están sembrados de este tipo de ruina”; pero, “para algunos insectos y parásitos, los bosques industriales en ruinas resultaron ser una bonanza”:5 hay que readaptar a la arqueología y a los conceptos de culturales de paisaje para que puedan rehabitar los paisajes que han sido dragados, extraídos, pero que continúan siendo refugios habitables.
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Notas
*
Artículo de reflexión. Hace parte de la tesis de maestría “Fragmentación, extracción y violencia en las figuras cerámicas Tumaco-La Tolita”, de la Maestría en Historia del Arte de la Universidad de los Andes.
1.
Las traducciones son mías.
2.
“El mangle”, de Eliseo Herrera y su Conjunto.
3.
間柄.
4.
Donna Haraway, “Making Kin”, en Staying With The Trouble (EEUU: Duke University Press, 2016), 100.
5.
Ana Tsing, The Mushroom at the End of the World: On the Possibility of Life in Capitalist Ruins (NJ: Princeton University Press, 2021).
Notas de autor
** Profesional en Estudios Literarios por la Universidad Nacional de Colombia y Magíster en Historia del Arte de la Universidad de los Andes. ORCID: 0000-0003-1625-9925 Correo electrónico: jg.davila11@uniandes.edu.co
Información adicional
CÓMO CITAR: Dávila Romero, José Gabriel. 2022. “Cuerpos-manglar: Sedimentación, extracción y patrimonialización de las figuras cerámicas Tumaco- La Tolita”. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas 17 (2): 142–157. https://doi.org/10.11144/javeriana.mavae17-II.cmct