El bullerengue en María La Baja: construcción de un relato folklorístico*

The bullerengue in Maria La Baja: Construction of a Folklorist Story

O bullerengue em María La Baja: construção de um relato folkloristico

Gustavo Domínguez Acosta

El bullerengue en María La Baja: construcción de un relato folklorístico*

Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, vol. 18, núm. 1, 2023

Pontificia Universidad Javeriana

Gustavo Domínguez Acosta **

Universidad Complutense de Madrid, España

Pontificia Universidad Javeriana, Colombia


Recibido: 16 julio 2022

Aceptado: 03 septiembre 2022

Publicado: 01 enero 2023

Resumen: Para abordar el bullerengue en la actualidad, es necesario repensar algunas de las ideas estandarizadas de lo que entendemos por “ancestral”, “auténtico” o “folklórico”. Esta práctica, como todas las de la Costa Caribe de Colombia, ha sufrido una serie de modificaciones para adaptarse al presente, suscitando reflexiones sobre el concepto de tradición. Por ello, este artículo tiene como objetivo reflexionar sobre los procesos generadores de sociabilidad primigenios del bullerengue y su práctica en María La Baja (Bolívar), a la luz del concepto de folklorismo. La metodología empleada consta del análisis bibliográfico de algunas de las publicaciones más recientes, así como de la valoración de distintos testimonios y la comunicación personal con Wilman Orozco, uno de los personajes clave del bullerengue en la región. Esto ha permitido obtener conclusiones que estriban en que el bullerengue en María La Baja es una representación “ancestral” que sobrepasa el debate de lo tradicional como algo puro e inalterado a una reproducción folklorística construida a través del relato de sus propios hacedores. Con todo lo anterior, este artículo plantea una forma distinta de lo ya conocido sobre el bullerengue en María La Baja como un producto derivado del concepto de folklore, lo cual abre paso a un presupuesto no tan nuevo, aunque poco trabajado en relación con el significado de los procesos de transformación de las tradiciones musicales en Bolívar y la Costa Caribe.

Palabras clave:bullerengue, María La Baja, folklore y folklorismo, música y procesos sociales, procesos de transformación de las tradiciones, prácticas ancestrales.

Abstract: When it comes to address the bullerengue nowadays, there is a need to rethink some of the standardized ideas of what we understand as “ancestral”, “authentic” or “folkloric”. As all the practices in the Colombian Caribbean Coast, this one has undergone many modifications in order to become adapted to the present times, which arises some reflections on the concept Tradition. Therefore, this article aims to do a reflection on the primitive processes that produce sociability regarding the bullerengue in Maria La Baja (Bolivar Province), in the light of the concept of folklorism. The methodology herein consists in the biographic analysis of some newest publications as well as the assessment of different testimonials and a personal communication with Wilman Orozco, a prominent character of the bullerengue music in this region. This work allowed drawing the conclusions that the bullerengue in Maria La Baja is an “ancestral” representation that goes beyond the debate about the traditional as something pure and unaltered and is, instead, a folklorist reproduction that the people construct based on accounts of those who construct the bullerengue itself. Due to the foregoing, this article provides a different way regarding what we already know about the bullerengue in Maria La Baja as a product derived from the concept of Folklore. This opened the door towards a not very new assumption, even though it has been scarcely used in relation to the meaning of the transformation processes of the musical traditions in the Bolívar Province and the whole Caribbean Coast.

Keywords: bullerengue, Maria La Baja, folklore and folklorism, music and social processes, transforming processes of the traditions, ancestral practices.

Resumo: Para abordar o bullerengue hoje, é preciso repensar algumas das ideias padronizadas daquilo que entendemos como “ancestral”, “autêntico” ou “folklórico”. Esta prática, como todas as do Litoral Caribe da Colômbia, sofreu uma série de modificações para se adaptar ao presente, suscitando reflexões sobre o conceito de tradição. Por isso, este artigo objetiva refletir sobre os processos geradores de sociabilidade primigênios do bullerengue e sua prática em María La Baja (Bolívar), à luz do conceito de folklorismo. A metodologia usada consiste na análise bibliográfica de algumas das publicações mais recentes, bem como da valoração de diferentes testemunhos e a comunicação pessoal com Wilman Orozco, um dos personagens chave do bullerengue na região. Isso permite tirar conclusões de que o bullerengue em María La Baja é uma representação “ancestral” que ultrapassa o debate do tradicional como algo puro e inalterado para uma reprodução folklorística construída através do relato dos próprios fazedores. Com o acima exposto, este artigo levanta uma forma diferente do já conhecido sobre o bullerengue em María La Baja como produto derivado do conceito de folklore, o que abre passo a um suposto não tão novo, ainda que pouco trabalhado em relação com o significado dos processos de transformação das tradições musicais em Bolívar e o Litoral Caribe.

Palavras-chave: bullerengue, María La Baja, folklore e folklorismo, música e processos sociais, processos de transformação das tradições, práticas ancestrais.

Aspectos generales

El bullerengue en Colombia, específicamente en la Costa Caribe, se conoce como una expresión que evoca aspectos sociales de la población afrodescendiente de la zona norte del país. Regiones como Sucre, Córdoba, parte de Antioquia y, en especial, Bolívar registran su práctica, la cual rememora la herencia cimarrona trasplantada al Nuevo Mundo. Por la connotación de esta afirmación, se puede inferir que el bullerengue hace referencias, tanto en un sentido ancestral como presente, a las labores en el campo, al cuerpo como herramienta de trabajo y de expresión, a la colectividad como forma de vida y a la muerte (Pérez 2014). Lemoine y Zalazar (2013) complementan esta definición así:

Ritmo sincopado, embrujador, que quiebra la materia y aflora los espíritus; el bullerengue es un canto femenino propio de la región del Dique, al norte del departamento de Bolívar. Según los investigadores, el bullerengue es una de las dieciséis variables rítmicas de los fandangos de lengua, entre los cuales también se pueden encontrar ritmos como el lumbalú, la chalupa, el zambapalo, pajarito, son de negros, entre otros […]. Culto a la pubertad y a la maternidad, el bullerengue es lo que se llama un baile cantao. (218)

Como todos los aires representativos del Caribe colombiano, el bullerengue tiene una génesis difusa, y frecuentemente “ancestralizada” y “museificada”, que vislumbra sus inicios desde la Colonia. Al igual que tantas otras expresiones no centralizadas en el país, ha padecido un trasegar que se ha invisibilizado de la misma manera que se ha hecho con los otros géneros musicales que están ligados con la Costa Caribe (Pérez 2014). “Lo negro”, en tanto identificador racial de amplia acepción, hasta bien entrada la primera mitad del siglo XX, era denostado por la centralizada política capitalina que ponderaba “lo europeo” o, cuando menos, “lo andino” como el concepto adecuado para educar a la ciudadanía de las grandes urbes. En consecuencia, todas las zonas que no encajasen en esta definición eurocéntrica criolla eran vistas por las élites estructurales del país como regiones periféricas donde no había posibilidades de un desarrollo intelectual ni cultural (Flórez 2008; Wade 2002). “Lo costeño”, y por ende “lo negro” y también “lo indio”, resultado de la ecuación triétnica, tardaron en entrar en los círculos centrales del país hasta 1946, entre otras cosas, con la música de Lucho Bermúdez (Wade 2002). No obstante, la aceptación del bullerengue tomó mucho más tiempo en apreciarse en la escena nacional y en el exterior. Pero, a pesar de ello, su difusión tuvo cierta acogida, la cual se dio gracias a las múltiples menciones internacionales de la bullerenguera por antonomasia Petrona Martínez, que comenzó a ser reconocida a finales de la década de 1990 (Pérez 2014), y que sigue recibiendo galardones en la actualidad, tal como ha ocurrido con el Premio Grammy que ganó en 2022.

Así las cosas, esos reconocimientos y, especialmente, de la labor de los bullerengueros desconocidos, gestores culturales, festivales y toda clase interesados en esta expresión, o bien por un genuino fin cultural, o bien por cuestiones meramente políticas, han permitido que Bolívar y María La Baja se ponderen como una zona sobresaliente en lo que respecta a la práctica del bullerengue en Colombia.

El bullerengue como herramienta de cohesión social

Hablar de bullerengue, de cumbia, de fandango o de cualquiera de estos aires que provienen de la herencia negra es hablar, en un sentido primigenio, de un complejo de prácticas que tuvieron una carga profunda de comunidad. No obstante, debo aclarar que no tengo la intención de ahondar en cada uno de los aspectos concernientes a los inicios del bullerengue debido a que, como se ha dicho, resulta difícil establecer una génesis exacta de todos los aires caribeños populares que provienen de la Colonia, hasta el punto de que hemos dejado de preguntarnos con acucioso rigor el cómo y el porqué de esta complejidad de matrices, formas y estilos. No obstante, es necesario revisar brevemente algunos términos de la música costeña para finalmente llegar al punto al que pretendo dirigir la reflexión: entender cómo la práctica musical y dancística del bullerengue, que tiene asociaciones a la corporalidad, al espacio y a la comunidad campesina, es un medio por el cual se cree que las poblaciones de la Costa Caribe, principalmente de Bolívar, todavía construyen, refuerzan y expresan aspectos fundamentales de su identidad colectiva a través de los procesos de transformación de una tradición hoy reproducida, a juicio de este artículo, de una manera más folklorística que folklórica o “ancestral”.

A pesar de la aclaración anterior, aún me veo tentado a volver al hecho de que existen particularidades estructurales que llaman la atención en varias de las expresiones caribeñas provenientes de la Colonia. Términos como porro, cumbia, cumbiamba, gaita, tambora, fandango, bullerengue y otros tienen una serie de elementos en común, lo cual limita ciertos enfoques de aproximación de la historiografía y de otras ciencias sociales y humanas. Bajo esta premisa, siempre podremos permitirnos volver obstinadamente al hándicap mencionado para generar nuevas discusiones y reflexiones relacionadas con el problema que supone establecer el origen de estas prácticas que, dicho sea de paso, aumentan su dificultad de aproximación al estar cargadas de mitos y una prominente ausencia de información. Sobre esto, Wade (2002) afirma:

Los textos sobre la historia musical costeña están muy ideologizados, y con esto colabora la notoria escasez de datos, pero sin que se pueda decir que una mayor información pueda barrer los contenidos ideológicos por sí sola. Así las cosas, la literatura existente versa sobre la historiografía tanto como sobre una especie de mitología de los orígenes musicales. En esta literatura una tendencia consiste simplemente en aducir el consabido tema del origen mestizo de los ritmos de la música costeña (son una mezcla de elementos europeos, indígenas y africanos, se dice invariablemente) para luego abordar los ritmos “folklore” más contemporáneos con la idea, expresa o tácita, de que se trata aquí de formas tributarias de otras más antiguas. (73)

Remarcar la dificultad que supone establecer un punto de partida de los aires caribeños podría parecer una invitación al cansancio. Sin embargo, este aspecto podría ser determinante a la hora de estudiar el universo musical de la Costa Caribe, porque algunas de estas expresiones tuvieron las mismas connotaciones en espacios geográficos y temporales muy similares. Para ampliar esta idea, pero sin más remedio que nuevamente aceptar este habitual escollo, asumiremos que esta serie de intrincadas equivalencias primigenias permite observar un complejo de prácticas que, por lo general, estaban ligadas a espacios rituales eminentemente comunitarios de las poblaciones rurales. Se afirma que, de las variantes de la música que se producían en la zona norte del país a finales del siglo XVIII, hoy se pueden aún observar aspectos (no siempre evidentes) que ofrecen luces de la existencia de expresiones similares al bullerengue en entornos coloniales tardíos. Bermúdez (1996) agrega la siguiente anotación:

Las pocas menciones históricas de esta actividad musical nos indican un proceso de diferenciación incipiente en relación con estilos más antiguos que fueron desarrollándose de forma no homogénea, algunos con tradiciones muy localizadas y otros con una mayor cobertura geográfica. La coherencia en el desarrollo de estos estilos está dada por los contextos de ejecución de dicha música y por el papel que ella desempeñaba especialmente en las fiestas religiosas y patronales, al igual que en las reuniones de entretenimiento, ambas fuertemente controladas por las autoridades coloniales. Otro contexto muy importante para la continuidad y el cambio en los patrones tradicionales de la música campesina fue el carnaval, en donde los aspectos del control y la participación social de las clases bajas y sobre todo los segmentos indígenas y negros adquieren una forma ritualizada que mediatiza la forma como la música de estos sectores sociales era incluida en el festejo urbano. (116)

La apreciación de Bermúdez (1996) es clave porque sugiere uno de los aspectos más relevantes de estos complejos relacionales, en los cuales, sin duda, todas las expresiones caribeñas en cuestión tenían un común denominador claramente determinado: el ritual comunitario, más exactamente, el ritual festivo (Domínguez 2021; Gil Calvo 1991; Martí 2008, 1996). Flórez (2015) aporta una idea que sirve para enlazar el bullerengue con los otros términos que provienen de ese pasado difuminado en la Colonia: “Los nombres de fandango y tambora se refieren no solo a una modalidad de baile cantado, sino que también nombran así el espacio festivo en el que estos son ejecutados, e inclusive, las agrupaciones que los interpretan” (398). En este mismo sentido, Rojas (2012) sostiene:

Los estudiosos colombianos suelen clasificar el bullerengue bajo la categoría de “bailes cantaos”, término empleado para referirse a algunas tradiciones musicales afrocolombianas en las que tambores tradicionales, danza y multiplicidad de cantos —usualmente, en forma de pregunta/respuesta— son predominantes […]. Un grupo de bullerengue, por lo general, está conformado por dos tamboleros [tamboreros], quienes tocan el tambor macho y hembra; una o más voces líderes o entonadoras y varios bailarines de ambos sexos, quienes, a la vez, son coristas y cumplen la función de hacer palmas, tocar tablitas o totuma. Aunque muchos bullerengues son composiciones campesinas sin elementos sacros, hay temas musicales y versos que son derivados de las prácticas funerarias afrocolombianas de velorio de adulto y de angelito (niño), así como de cantos de loa a los santos católicos […] Algunas tonadas practicadas actualmente se originan en juegos tradicionales de niños, mientras que, en el repertorio vocal, hay indicios de vestigios de versos incluidos en romanceros españoles […] Usualmente, en el contexto del bullerengue, se interpretan tres géneros de música y danza: bullerengue sentao, chalupa y fandango de lengua. El término fandango también se refiere a la acción de recorrer las calles del pueblo mientras se toca y canta bullerengue. (142)

En atención a las citas anteriores, se observa cómo todos estos aires caribeños están conectados entre sí y, por ello, resulta difícil aislarlos por completo para estudiar con precisión sus orígenes “ancestrales”. No obstante, la idea que se expresa en este artículo, que está en consonancia con lo expuesto por Bermúdez (1996), Flórez (2015) y Rojas (2012), toma relevancia al poner el flanco sobre la terminología per se y relacionarla con los usos prácticos de fenómenos como el bullerengue y las otras expresiones que he mencionado. El común denominador que se encuentra ulterior al problema semántico es el que proviene en términos reales y simbólicos del acto del ritual comunitario en su forma tradicional: la celebración popular. Dicho esto, el bullerengue no es, y no era, para nada distinto del fandango, la cumbia, la gaita o la tambora. Y, antes que el lector informado piense que con esta afirmación estoy desconociendo todas las particularidades de las variantes musicales y organológicas que pertenecen a este problema, debo aclarar que estos aires funcionaban de la misma manera en términos expresivos y prácticos en los que tenían lugar. Es decir, eran iguales en el cómo y el para qué se han utilizado desde sus orígenes “ancestrales” y, en cierta forma, se han adaptado en la actualidad.

Tomando todas estas consideraciones, tal vez sí sería posible evaluar algunos aspectos primigenios del bullerengue, para lo cual tendríamos que valorar esta serie de patrones comunitarios que se compartían con todos los otros aires caribeños mencionados, pero que hoy son reproducidos de una forma folklorística. En tal sentido, podríamos dirigirnos hacia algunos elementos concretos de la práctica que recaen, indudablemente, en los aspectos medulares que componen una parte de la identidad costeña de Colombia relacionados con la alegría, la apertura, la ritualidad y, en última instancia, con la idea de lo que era la celebración colectiva popular como matriz por excelencia de procesos relacionales, que posee una carga “ancestral” reconstruida a partir del imaginario de sus hacedores, por cuanto están transformados y adaptados al presente en forma de productos folklorísticos.

De lo anterior se observa que las ruedas de gaita, los fandangos, las ruedas de tamboras e, incluso, los eventos que comprendían bandas de porro tenían una implicación eminentemente unificadora socialmente. En ese mismo sentido, se afirma que “el bullerengue se solía usar para acompañar las fiestas patronales de los pueblos, así como para entretenimiento secular. Esta práctica se iniciaba en las tardes durante los días de fiesta” (Rojas 2012, 142). Este tipo de comportamientos sociales podemos documentarlos en un testimonio de 1770:

Los bailes o fandangos sobre los que su majestad por su real cédula del 25 de octubre me pide que le informe, se reducen a una rueda, la mitad de ella toda de hombres y la otra mitad toda de mujeres, en cuyo centro al son de un tambor y canto de varias coplas a semejanza de lo que se ejecuta en Vizcaya, Galicia, y otras partes de esos reinos, bailan un hombre y una mujer; luego se retiran a la rueda ocupando con la separación apuntada el lugar que les toca, y así sucesivamente alternándose continúan, hasta que les plazca el baile, en el cual no se encuentra circunstancia alguna torpe o deshonesta, porque ni el hombre se topa con la mujer ni las coplas son indecentes. (Flórez 2015, 394)

Por su parte, Ochoa (2016) concreta esta idea en su estudio sobre la cumbia y su relación con el bullerengue y los otros aires caribeños:

El término cumbia aparece como una palabra abarcadora que une a las mismas cumbias mencionadas (de gaitas, de millo, de acordeón, de orquesta), con ritmos como el porro, la gaita, el bullerengue, la tambora, el chandé, el merecumbé, y en general toda clase de fusiones, innovaciones e hibridaciones que los músicos puedan inventar manteniendo esa misma estructura rítmica básica […] En tal sentido, aparecerían también como cumbias géneros musicales en compás de 6/8 como el mapalé, el fandango de banda o el fandango de lengua. Resumiendo, la cumbia aparece como una práctica social rural que implica música, baile y fiesta; como un complejo de géneros específicos dentro de los muchos que interpretan los conjuntos de gaitas, flauta de millo, acordeón y las orquestas de salón; como el conjunto de todas las músicas binarias de subdivisión binaria en tempos [sic] moderados con sonoridad del Caribe colombiano, y como categoría de mercado para vender todo lo que suene “costeño”. (35)

Como vemos, todas estas equivalencias semánticas, musicales y organológicas se comparten en varios campos de manera simultánea. Quizá, por esa razón, Ochoa (2016) engloba toda una serie de prácticas y conceptos en el término cumbia, que, en lugar de ofrecer una idea de cada subelemento que conforma la meta categoría que se conoce como folklore (Ochoa-Escobar y Gómez-Gómez 2019), solo permite corroborar la complejidad del caso. Sin embargo, esta serie de fenómenos tan homogéneos sí se pueden examinar desde el punto de vista funcional y expresivo de las sociedades que los practican. Así las cosas, a través de lo expuesto por Ochoa (2016), Flórez (2015) y Rojas (2012), observamos la importancia del efecto unificador del bullerengue, la cumbia y las otras expresiones del universo caribe de Colombia desde sus inicios más difusos hasta el presente. En todas las citas anteriores, se muestra un especial énfasis en el ritual comunitario. No obstante, si bien todos estos fenómenos están conectados por ese ritual expresado desde el punto de vista de la celebración festiva, en el caso que me ocupa, la particularidad es que se celebra también lo triste, lo doloroso, lo penoso y toda clase de vicisitudes del día a día de los hoy depositarios de la herencia cimarrona de Colombia.

Sin duda, esa manifestación práctica y simbólica del bullerengue en un sentido primigenio podría llevarnos a pensar en la antropología performativa de Turner (1988), en la cual una expresión determinada se transforma en una manifestación de comportamientos sociales y de emociones íntimas y de características contradictorias. Lo melancólico, lo alegre, lo triste, lo más profundamente reflexivo y lo simple y llanamente placentero se presenta como una suerte de catarsis en que se canaliza el dolor en clave de versos y tambores (Rojas 2012). Por todas estas especiales connotaciones se afirma:

Por su propia idiosincrasia, el bullerengue es un lamento: un lamento alegre que sacude el sufrimiento y ayuda a sus practicantes a congraciarse ritualmente consigo mismos y con la vida. Muchas de las letras hablan sobre la muerte, el sufrimiento, las ofensas recibidas o situaciones embarazosas a las que se les canta para redimir y liberar el ser. Es el “sonido del maltrato”. (Rojas 2012, 143)

Hasta este momento hemos visto que el bullerengue ha funcionado como una matriz que comparte tantos elementos con las prácticas y los conceptos concomitantes de su época, suponiendo que se pueda situar su origen en algún plano temporal más o menos determinado. Lo único que podemos afirmar, aprovechando la ventaja que nos ofrece el problema planteado, es que su homogeneidad deja ampliamente demostrado que su papel fue, y es, generar procesos sociales en los que se expresan toda clase de sentimientos y experiencias colectivas de la vida rural, más allá de su realidad performativa actual. Quizá, jamás podamos esclarecer todo lo que quisiéramos estudiar del bullerengue y su relación primigenia con la cumbia, el fandango y todos los aires folklóricos, pero merece la pena que se siga atendiendo al aspecto que he tratado en esta sección, con la finalidad de que se generen discusiones desde las disciplinas sociales y humanísticas para enriquecer una producción bibliográfica que es necesaria por cuanto permea todas las bases de los ritmos provenientes de la Costa Caribe de Colombia.

El bullerengue se bailaba y se cantaba en la rueda: ¿por qué ya no?

Otro elemento común que se observa en esta radiografía son los bailes en torno de tambores. Se cree que las variantes expresivas pertenecientes a esta realidad geográfica y temporal de la Costa Caribe tenían entre sus objetivos primarios reunir a los agricultores, a los pescadores y, en general, a todos los sectores rurales de la población para festejar o descansar de las labores del campo en ruedas donde cantaban acompañados por instrumentos musicales (Pérez 2006). Se resaltaban en estos contextos la condición del trabajo y las implicaciones de “lo negro”, que se interpretaban a través de una figura protagonista (femenina en muchos casos) que estaba al lado de los tamboreros y los coristas de los responsorios, quienes, a su vez, eran rodeados por los otros participantes en calidad de asistentes (Posada 1999).

En el universo caribe, es frecuente encontrar que la literatura referencia sus lejanas prácticas ceremoniales en torno de una rueda, la cual tiene una carga simbólica comunitaria. De acuerdo con las anotaciones de Díaz et al. (2016): “La rueda representa la garantía de que sus integrantes poseen derechos de participación de forma igualitaria y recíproca” (24). Estos autores ponen especial atención a las prácticas musicales que originariamente se desarrollaron en forma circular. Para ellos, la rueda en la cumbia, aunque es un espacio ritual, se encuentra alejada de la sacralidad, la contención y el tabú. Por el contrario, sus principales características son el movimiento, la energía y, más ampliamente, la manifestación de lo exagerado. Es, entre otras cosas, el espacio donde tuvo lugar la oralidad y el contacto colectivo de los pueblos amerindios y africanos. La enjundia de esta especial configuración es que “en la rueda todos se miran, todos participan, todos pueden acceder al centro” (28).

En esta misma dirección, Rech (2019) reflexiona sobre las connotaciones de las configuraciones circulares a través de concepto de coreografía social. Esta premisa supone la creación de una práctica constructiva del campo colectivo en un sentido ampliamente performativo. Con ello, se pretende establecer un vínculo entre lo comunitario y lo estético a través de órdenes y relaciones que se determinan mediante fenómenos sociales situacionales. Asumiendo todas estas observaciones, en la rueda de bullerengue, así como en todos los fenómenos performativos que implican esta alineación corporal en un espacio determinado, se simbolizaba la colectividad que representa un sistema cultural. En este contexto, aunque podía existir una tendencia homogeneizante y mesurada del movimiento, también se podían observan las cualidades espontáneas de cada individuo en términos generalmente transgresores, eróticos e indelicados. La rueda, por tanto, puede ser un organismo armonioso, pero también puede estar desprovista de recato, culpa, orden y vergüenza. En este espacio, “se toca ombligo con ombligo, se dicen malas palabras, se seduce y se lucha” (Díaz et al. 2016, 28).

Ahora bien, si en épocas pasadas era tan importante la connotación de la genética cultural y simbólica de la rueda en el bullerengue, ¿qué pasa en la actualidad? Quizá, la pregunta más adecuada sería la que da nombre a este apartado, la cual afirma que el bullerengue se bailaba y se cantaba en la rueda: ¿por qué ya no?

La respuesta a este interrogante es, básicamente, la espectacularización del ritual (Ochoa-Escobar y Gómez-Gómez 2019). Quiere decir que se ha roto la rueda para mostrar la otrora circular ritualidad “ancestral” de esta práctica, con la finalidad de presentarla de forma lineal o semicircular. Todo esto nuevamente nos lleva a pensar en la transformación de la práctica del bullerengue como una expresión “ancestral” de lo que hoy conocemos como folklore a un producto “ancestralizado” y folklorístico. De esta definición me ocuparé más adelante.

El bullerengue en María La Baja: construcción de un relato folklorístico

Todos los presupuestos anteriores que relacionan el bullerengue como un saber “ancestral” tienen un grado de vigencia. Sin embargo, en los tiempos más recientes, el panorama bullerenguero ha adquirido unas dimensiones distintas de las que se conocían en relación con sus prácticas. En torno a esta discusión, surge una serie de cuestionamientos que, definitivamente, merecen ser revisados a la luz de nuevos estudios.

Las construcciones (no necesariamente reales) de los relatos como prácticas “ancestrales”, de las que el bullerengue no es ajeno, han sido diseminadas en el universo caribe por algunas autoridades en el metaconcepto de folklore.

Ochoa-Escobar y Gómez-Gómez (2019) mencionan, en un estudio de gran valor para esta nueva aproximación de la actual “dimensión ancestral” del bullerengue, que los tres elementos clave para entender el relato fundacional del folklore se basan en el impulso estético, el impulso social y el impulso de temporalidad.

El impulso estético supone que el folklore, y por ende el bullerengue, proviene de una tradición que se ha transmitido de manera oral, pero que no se encuentra permeado por los procesos de cambio o de transformación de las tradiciones, dejando como reducto un producto “puro”, es decir, no contaminado por influencias circunstanciales o experienciales y culturales internas o externas. Por su parte, el impulso social se vincula con el concepto de comunidad que expliqué al inicio. El bullerengue se encuentra indisolublemente relacionado con los campesinos y, en general, con la clase negra y trabajadora de las poblaciones rurales de la zona norte del país. Por otro lado, el impulso de temporalidad asume que el folklore es invariable. Es decir, que se adopta una posición reduccionista en que los depositarios de unas determinadas propiedades culturales y los elementos que conforman esa cultura pertenecen a un tiempo sin historia. Sin embargo, hoy se puede observar que la realidad del bullerengue en María La Baja está alejada de los presupuestos fundacionales que se han repetido por décadas gracias a reconocidas autoridades del folklore colombiano como Delia Zapata Olivella, Manuel Zapata Olivella y Guillermo Abadía Morales, entre otros (Ochoa-Escobar y Gómez-Gómez 2019).

Para examinar esta idea de lo folklorístico en la dimensión “ancestral” del bullerengue de María La Baja, es importante revisar varias cuestiones que, más que afirmaciones, son hechos que se basan en el trabajo etnográfico, entrevistas y comunicaciones personales realizadas por varios autores.

Por una parte, conviene dejar a un lado la idea de que en María La Baja solo se vive y se respira bullerengue. Los trabajos etnográficos más recientes, incluso la comunicación realizada en esta investigación, han mostrado que en esa región se reproduce, en cierta medida, la música que se escucha en los barrios populares de Cartagena. Es decir, vallenato y mucha champeta. Así, lo relata un testimonio recogido en la labor etnográfica de Ochoa-Escobar y Gómez-Gómez (2019):

Es tan poca la presencia del bullerengue en la cotidianidad, que —haciendo una comparación un tanto fuerte— podríamos decir que quizás hay más grupos de música de congregaciones cristianas o evangélicas en el municipio que agrupaciones bullerengueras; y que hay en la localidad muchos más cantantes de músicas urbanas como el hip-hop y la champeta, que cantadoras y cantadores. Estas contadas agrupaciones de bullerengue que hay en el municipio en la actualidad se reúnen usualmente una o dos veces por semana, en algún espacio privado o público del municipio, a cantar y tocar, disfrutar, compartir y a bailar un poco, durante dos o tres horas entre la tarde y la noche. Pero el espacio festivo como tal que significaba una rueda de bullerengue se repite poco. (154)

Para situar de manera más escópica este caso, conviene centrar la atención en uno de los personajes más influyentes en la escena de María La Baja y Bolívar: Wilman Orozco, a quien en el ámbito del bullerengue se le conoce como el Mello. Sobre su biografía nos gustaría encontrar que sus influencias bullerengueras provienen de la tradición oral transmitida intergeneracionalmente por sus familiares, lo que sería típico en una práctica reconocida como “ancestral”. Sin embargo, en una visita que hice a Cartagena, Wilman Orozco generosamente relató que, aunque su acercamiento con la música y la danza ocurrió desde la niñez, el contacto con el bullerengue viene por otra vía:

Mi historia bullerenguera viene desde niño. Con algunas maestras, empecé como bailador (no como bullerenguero, sino como bailador de danza, de cumbia), y también tomaba las canecas de los salones y cantaba y bailaba la música de Diomedes Díaz, que era el artista que más pegado estaba en ese momento. Después, con los años, empecé a interesarme más por la danza gracias al grupo de Wil Pantoja y Félix Cacharo. Eran los únicos grupos de danza que había en los barrios. Ya, muchos años después, empecé a practicar con algunos niños, pero a los vecinos no les gustaba el bullerengue. Nos echaban agua y nos apagaban las luces para que no ensayáramos frente a sus casas. El bullerengue en María La Baja no tenía importancia. El bullerengue, en María La Baja, eran contados los que lo hacían. De hecho, hay gente a la que no le gusta el bullerengue hoy en día porque no lo entienden, pero no saben la importancia que tiene para nuestro municipio. Por el bullerengue es que en María La Baja nos conocen. (comunicación personal, 13 de mayo de 2022)

Por otra parte, si contrastamos el testimonio de Wilman Orozco con el de otras personas influyentes en el bullerengue de María La Baja, como es el caso de Pabla Flórez y Ceferina Banquez, observamos que Pabla Flórez, aunque era hija de Eulalia González, la Yaya, uno de los referentes bullerengueros en María La Baja, no cantó bullerengue hasta la edad de 52 años. Por otro lado, Ceferina Banquez dice que comenzó a cantar bullerengue con 60 años (Ochoa-Escobar y Gómez-Gómez 2019). En esta misma dirección, Wilman Orozco relata que, “inclusive en los comienzos del festival del bullerengue, la presencia de grupos de María La Baja era escasa. Por esa razón, yo estoy comprometido en dar a conocer y transmitir el bullerengue, a través de la Corporación Cultural Chumbun Gale Compae de María La Baja” (comunicación personal, 13 de mayo de 2022). Como el de Wilman Orozco, hay muchos otros testimonios que coinciden en que su acercamiento con el bullerengue no es por el bullerengue en sí mismo, sino por otras vías que los han llevado a hacerlo parte de su vida (véase Ochoa-Escobar y Gómez-Gómez 2019).

Así las cosas, y aunque no es el objetivo contrastar todo el abanico de testimonios recopilados recientemente por los investigadores, volvemos a cuestionarnos: ¿por qué María La Baja y Bolívar son tan fuertemente asociados al bullerengue como una práctica “ancestral”? Este interrogante se hace más vigente si consideramos que ya no se baila como tradicionalmente se hacía en forma de rueda y, especialmente, si observamos que sus principales portavoces no se vincularon a esa tradición desde la niñez con sus abuelos o con sus padres.

La respuesta es que el bullerengue en María La Baja ha construido su relato desde el folklorismo, más allá del folklore o de lo “ancestral”. Para entender esto, incorporaré la idea de Martí (1996) en la que todas las prácticas recontextualizadas (o descontextualizadas) de un elemento con características folklorísticas se entienden como representaciones folklorísticas. Aunque ambos conceptos van de la mano, no son necesariamente iguales. A continuación, explica la diferencia:

Habitualmente, se entiende por “folklore” aquella disciplina académica que centra su interés y actividad investigadora en el estudio de la denominada “cultura tradicional”, según perspectivas predominantemente etnográficas. Por otra parte, también denominamos “folklorismo” a los mismos contenidos de esta cultura tradicional. El concepto de folklorismo tiene, como es evidente, mucho que ver con las ideas antes apuntadas de folklore, pero lógicamente no debe confundirse con ninguna de ellas. El folklorismo puede definirse de manera muy general como aquel conjunto de actitudes que implican una valoración socialmente positiva de este legado cultural que denominamos “folklore”. En cuanto actitud o conjunto de actitudes, el folklorismo se compone de ideas —por ejemplo, aquello que se entiende por “folklore”—, sentimientos —el amor o la veneración hacia este folklore—, y tendencias a la acción, es decir, todas aquellas acciones motivadas por esta conciencia y estos sentimientos, como por ejemplo llevar a cabo proyectos conservacionistas o de divulgación de este legado tradicional, programar festivales de música tradicional, etc. El folklore, como ciencia, no debería ser sino la exploración metódica y sistemática de un ámbito de conocimiento, mientras que el folklorismo es sobre todo una sensibilidad, un feeling social hacia el mundo de las tradiciones. Pero, en la práctica, ambas facetas se hallan íntimamente relacionadas. (82)

En atención a lo anterior, la base del folklorismo se fundamenta en representaciones folklóricas, cuya “autenticidad”, y “ancestralidad” para el caso del bullerengue en María La Baja, es susceptible de una interpretación amplia. Esto permite que el producto sea un receptáculo de toda suerte de modificaciones por parte de quienes se consideran propietarios de la tradición en cuestión. Estas estriban desde lo cronológico y lo geográfico hasta lo técnico y lo temático. En este curso de ideas, el folklorismo supone la importancia que otorga nuestra sociedad actual a lo que entendemos por cultura “tradicional” o “popular”. Su interés puede ser pasivo cuando asumimos el rol propio del espectador, y resaltamos una predisposición ante todo lo que se desprenda de la “cultura tradicional”; y activo cuando intentamos reproducir una expresión de un determinado universo “tradicional” fuera de los márgenes de su contexto “original” (Martí 1996).

Siguiendo esta idea, el folklorismo parte del prejuicio consciente y positivo de la existencia de una tradición, además de la intencionalidad determinada del uso que se le quiera dar a dicha tradición o a sus elementos, bien sea en un sentido ideológico, comercial, técnico o estético. Así las cosas, supone la manipulación en el sentido operativo o maleable de elementos del folklore. Por principio básico, el folklorismo se puede encontrar en cualquier ámbito que constituya el espectro de la cultura tradicional: los hábitos culinarios, la música, la indumentaria, el baile, la arquitectura y todo aquello que podamos imaginar o reconocer como parte de ese universo en el que se condensa la tradición.

Para asentar esta idea, pensemos, por ejemplo, en los elementos característicos (que creemos) que representan a la cultura española. Desde fuera, solemos pensar equivocadamente que en España solo se baila flamenco y se come paella. Sin embargo, no nos cuestionamos que la mayoría de estas ideas están construidas sobre relatos folkorísticos de los que, para bien o para mal, las culturas han tomado para construir su marca identitaria.

En realidad, España no es toda flamenco y paella. Lo que ocurre es que en las otras regiones han tomado (o les hemos otorgado) ciertos tópicos que se representan en forma folklorística por su importancia en el concepto de esa cultura. De ahí que en Madrid se hagan representaciones de flamenco y se venda paella como tópicos fuertemente españoles, aunque en España el flamenco y la paella son única (y casi exclusivamente) representativos de Andalucía y Valencia, respectivamente.

La discusión no se trata de qué tan “auténticos” puedan ser estos productos descontextualizados de sus regiones y llevados a Madrid o Barcelona, sino que deben entenderse como representaciones folklorística de los tópicos de una tradición. Simplemente, se debe considerar que su “autenticidad” folklorística radica en el criterio de quien en su nivel de experticia las acepte o no.

Lo mismo ocurre con el bullerengue en María La Baja en el momento en que reconocemos que no importa si la rueda de baile se ha roto con fines de exhibición al público en los festivales, que es casi el único espacio donde actualmente se lleva a cabo esta práctica; que las vestimentas actuales se parezcan a los de aires tradicionales sacados de los programas culturales de Señal Colombia; que haya más grupos de música evangélica en María La Baja que grupos bullerengueros, como acertadamente mencionan Ochoa-Escobar y Gómez-Gómez (2019), o que los principales exponentes del bullerengue en esa región de Bolívar hayan iniciado en su práctica tardíamente o a partir de otros géneros musicales como el vallenato si consideramos que nos encontramos ante una expresión que toma elementos más o menos definidos de una tradición antigua y los trae al presente con fines conservacionistas y divulgativos (Martí 1996). En este sentido, convendría considerar el concepto de tradición inventada propuesto por Hobsbawm (1999):

El término “tradición inventada” es usado en un sentido amplio, pero no de forma imprecisa. Incluye tanto “tradiciones” realmente inventadas, construidas y formalmente instituidas, como aquellas emergentes de una manera menos fácil de trazar, dentro de un periodo breve y fechable —una cuestión de pocos años quizá— y que se han establecido con gran rapidez. El mensaje navideño del monarca británico (instituido en 1932) es un ejemplo de la primera; la aparición y desarrollo de unas prácticas asociadas con la Final de Copa de la Asociación Británica de Fútbol, de la segunda. Es evidente que no todas ellas son igualmente permanentes, pero nuestro principal interés reside en su aparición y establecimiento, más que en sus posibilidades de supervivencia. Utilizo el término “tradición inventada” para significar un conjunto de prácticas, normalmente gobernadas por unas reglas abiertas o tácitamente aceptadas y de una naturaleza ritual o simbólica, el cual busca inculcar ciertos valores y normas de conducta por repetición, que automáticamente implica continuidad con el pasado. (39-40)

Así las cosas, observamos que el sentido de comunidad en términos primigenios del bullerengue se conserva como parte de aquello que se entiende por “ancestral”, aunque sus principales portavoces hayan ayudado a moldear el presente desde una realidad imaginada que, en ningún caso, desconoce la tradición, aunque la mezcla con los factores y las vivencias propias de los procesos evolutivos de los individuos en sociedad. Ante esto, no podemos asegurar que el bullerengue actualmente proviene de una tradición completamente inventada, aunque algunos de sus elementos se han construido desde un relato folklorístico.

Consideraciones finales

El bullerengue actualmente, "ancestral" o no, folklórico o folklorístico, es un elemento representativo para la comunidad de Maria La Baja. El hecho de que se presente de forma sofisticada, con algún barniz de "ancestralidad", o con la más forme convicción de que es una expresión de amplia tradición rural, como aseguran sus hacedores, es, posiblemente, la única forma de que se preserve a lo largo del tiempo y resista la adaptación de los procesos de transformación de su propia tradición. Ante esto, no podemos olvidar que esta práctica no ha perdido sus connotaciones primigenias desde el punto de vista de la creación de procesos sociales, porque los bullerengueros se reúnen para expresar los elementos que los representan como una cultura campesina y afrodescendiente. El bullerengue es lo que caracteriza la región, aunque su práctica no sea abundante o aunque las penurias del día a día no se expresen día a día en ruedas de baile con cantadoras y tambores. Quizá, para los marialabajenses la representación del bullerengue, entendido en el sentido folklorístico de Martí (1996), es la única forma “ancestral” y “auténtica” posible, la cual, sin duda, seguirá experimentando cambios del mismo modo que la sociedad avanza en medio de este mundo globalizado e hiperconectado. Y, aunque no podemos estudiar los orígenes exactos del bullerengue para analizar todos sus aspectos “ancestrales”, podemos prever que, mientras sea una práctica viva, seguirá tomando influencias tanto internas como externas, y aun así se podrá ver algún viso de su “tradición”, la cual es ampliamente defendida por sus portavoces. Dicho esto, nos podríamos aventurar a pensar que en un futuro cercano el bullerengue seguirá siendo parte del folklore como una representación folklorística, lleno de cambios y matices que, en prácticamente ningún caso, afectaría el concepto de identidad para quienes se consideran propietarios de su legado.

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Notas

* Artículo de reflexión.

Notas de autor

** Doctor en Musicología por la Universidad Complutense de Madrid. Maestro en Música con énfasis en violonchelo por la Pontificia Universidad Javeriana, magíster en Investigación en Música Española e Hispanoamericana. ORCID: 0003-0565-5658 Correo electrónico: gustavodominguez@hotmail.de.

Información adicional

Cómo citar : Domínguez Acosta, Gustavo. 2023. “El bullerengue en María La Baja: Construcción de un relato folklorístico”. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas 18 (1): 236-249. https://doi10.11144/javeriana.mavae18-1.bmrf

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