Objetos domésticos, piel re-negra: entre la mirada colonial y la herejía en la obra de Liliana Angulo*

Domestic objects, very black skin: between the colonial look and the heresy in Liliana Angulo’s work

Objetos domésticos, pele re-preta: entre o olhar colonial e a heresia na obra de Liliana Angulo

Fabrizio Pineda Repizo

Objetos domésticos, piel re-negra: entre la mirada colonial y la herejía en la obra de Liliana Angulo*

Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, vol. 19, núm. 1, 2024

Pontificia Universidad Javeriana

Fabrizio Pineda Repizo **

Universidad del Rosario, Colombia


Recibido: 26 abril 2023

Aceptado: 15 septiembre 2023

Publicado: 01 enero 2024

Resumen: Este artículo presenta una reflexión en torno a la relación entre la obra de la artista Liliana Angulo y la crítica a la mirada colonial como vector configurador de la subjetividad en Latinoamérica. El recurso de Angulo de hacer visible la relación entre objetos domésticos y “negrita” da cuenta de la intersección entre género y raza en los prejuicios culturales de la sociedad colombiana y la mirada colonial heredada con la que se establece la jerarquía de clasificación de los cuerpos en esta. Para explorar esta relación y su posible resistencia expresada desde el arte, se desarrollarán tres análisis. Primero, la disposición del cuerpo femenino afrodescendiente en correlación con objetos domésticos que signan una jerarquía de dominación generizada y racializada encuentra resonancia en las maneras en que se ha forjado el sujeto colonial tanto en la circulación de un mimetismo como en la posibilidad de invertir los códigos del orden unívoco de la colonialidad y sus efectos en la gradiente del género y la raza. Segundo, en efecto, en la manera en que las mujeres de las imágenes de Angulo performan la relación con los objetos y articulan formas de expresión se puede plantear una potencia de expresión hereje que confronta estos códigos. Finalmente, la herejía, y el sujeto hereje, expresado en esa relación entre cuerpo y objetos en la obra de Angulo, pueden ser proyectados como una línea estética del arte colombiano.

Palabras clave:raza, género, mimetismo, subjetividad, herejía, Liliana Angulo, colonialidad.

Abstract: This article presents a reflection around the relationship between Liliana Angulo’s work and the critique of the colonial gaze as a shaping vector of subjectivity in Latin America. Angulo’s resource of making visible the link between domestic objects and her character “negrita” (“little black girl”) shows the intersection between gender and race in the cultural prejudices of Colombian society and the inherited colonial gaze with which the hierarchy of classification of bodies is established in this society. To explore this relation and its possible resistance, expressed through art, three analisis will be developed. First, the disposition of the afro-descendant female body in correlation with domestic objects which mark a hierarchy of gendered and racial domination finds an echo in the ways in which the colonial subject has been formed both in the circulation of mimicry and in the possibility of inverting the codes of the univocal order of coloniality and its effects on the gradient of gender and race. Second, in the way in which women in Angulo’s images perform their relations with objects articulate forms of expression and how it is possible to propose a heretical power of expression that confronts these codes. Finally, heresy and the heretic subject, expressed in the relationship between body and objects in Angulo’s work, can be projected as an aesthetic line of Colombian art.

Keywords: race, gender, mimicry, subjectivity, heresy, Liliana Angulo, coloniality.

Resumo: Este artigo apresenta uma reflexão em torno da relação entre a obra da artista Liliana Angulo e a crítica ao olhar colonial como vetor configurador da subjetividade na América Latina. O recurso de Angulo de fazer visível o relacionamento entre objetos domésticos e “pretinha” da conta da interseção entre gênero e raça nos preconceitos culturais da sociedade colombiana e o olhar colonial herdado com o que a hierarquia de classificação dos corpos é estabelecido nela. Para explorar essa relação e sua possível resistência expressa através da arte, três análises foram desenvolvidas. Primeiro, a disposição do corpo feminino afrodescendente em correlação com objetos domésticos que marcam uma hierarquia de dominação generizada e racializada encontra ressonância nas formas como o sujeito colonial foi forjado, tanto na circulação de um mimetismo quanto na possibilidade de inverter códigos da ordem unívoca da colonialidade e seus efeitos no gradiente de gênero e raça. Segundo, com efeito, na forma como as mulheres nas imagens de Angulo performam a relação com os objetos e articulam formas de expressão, pode se colocar uma potência de expressão herética que confronta esses códigos. Por fim, a heresia, e o sujeito herético, expressos nessa relação entre corpo e objetos na obra de Angulo, podem ser projetados como uma linha estética da arte colombiana.

Palavras-chave: raça, gênero, mimetismo, subjetividade, heresia, Liliana Angulo, colonialidade.

Resulta curioso notar la representación de lo femenino y lo masculino en las obras de Beatriz González (1932), al menos en lo que concierne a sus muebles de la década de 1970. La selección de las imágenes no es la de calendario, y a pesar de lo que la artista afirma, tampoco son meramente las de un gusto popular. Los objetos y las imágenes elegidos son signos paradigmáticos de la manera en que se construye la estructura familiar típica y costumbrista en Colombia. Probablemente los cambios en los modos de vida, la movilidad de vivir en arriendo y en pequeños apartamentos, así como la tendencia a no concebir la familia nuclear como una expectativa de vida, ha modificado la asimilación hoy de esa estructura típica de las casas tradicionales de padres y abuelos en el final del siglo XX. Pero aún persiste su poder simbólico en las prácticas que los objetos median y en la asimilación de los íconos: la presencia de los símbolos católicos, la adopción de roles sociales, la versión de la historia patria, el aburguesamiento de los deseos. Religión, familia y nación han sido vectores discursivos de los procesos de subjetivación generalizados, generizados y racializados. Las diferencias se ven, se hablan y se juzgan desde estos vectores, estandarizando en la cultura lo que por pulsión, vitalidad y modos de vida tiende a ser diverso. Al considerar Mutis por el foro (1973) y Peinador gratia plena (1971), una cama y un tocador presentan los símbolos culturales con los que se establece el patrón de juicio del hombre-héroe y de la mujer-madre. El sujeto colombiano desea ser así, exalta ese ideal y regula de esa manera su moral. Pero estos símbolos se encumbran mediante prejuicios despectivos de todo lo que no le corresponde, lo provinciano y lo vil, lo incivilizado y lo salvaje, lo campechano y lo indio que se rechaza de la propia tradición o herencia. Permanentemente se esconde el desprecio del otro que se encuentra sumido en esa “falta de cultura”, pero, con ello, se acusa aún más la distancia con el modelo deseado: ni tan blancos para ser como esa madre santa que deseo en el tocador ni tan civilizados como los héroes y próceres de la cama. Así, la situación no es ni medianía, ni mixtura, sino dos vacíos: uno por desprecio de lo que somos, pero no queremos ver en nuestra piel; otro por perseguir algo que nunca fue nuestro, cuyo ropaje, en realidad, nos deja desnudos.

González reconoce al hombre-héroe, pero se burla de la beatería de los próceres al ponerlos a morir en su cama; reconoce la fijación de la mujer-madre y su erotismo secreto, pero la expulsa en el reflejo de un objeto de función casera. Los hombres mueren en los muebles de González, mientras las mujeres se sientan en sus oficios y roles. Claramente no exalta esta situación, sino que hace vibrar hasta el paroxismo la evidencia de su condición dramática y traumática: la cama que se pone en esta casa, en esta tierra, se tiende con imágenes y símbolos de lo que deberíamos (o podríamos esperar) ser. Así es la mirada ontológica del otro que ve, según Richard (2007, 80), al latinoamericano (y al arte latinoamericano) a través de los lentes del estatus antropológico e identitario. Pero esa mirada que establece la definición del ser a la vez pretende contener la expresión, el sentir, la vitalidad de lo que ocurre y se comparte en esa “cama”. El juicio contiene la expresión vital e impide que esta sea vista como tal. La obra de González plantea un extrañamiento de imagen y objeto que obliga a ver la expresión, a reírse con esa cama, a jugar con sus canastos, a desear sus cortinas, a burlarse con ella de los expresidentes y las figuras religiosas. Al decir del nadaísmo de Gonzalo Arango (1958), con González “no queda ídolo en pie”; todos quedan a disposición del juego de la herejía (figuras 1 y 2).

Estimo que hay una faceta del arte colombiano, particularmente de aquel que se apropia de los objetos de uso cotidiano y doméstico, que implica establecer un vaivén y una herejía como potencia expresiva. A decir verdad, al tomar una cama o un mueble generizado, la obra queda en una situación de extrañamiento, porque, a la vez que lanza su crítica, reconoce la estructura y su lugar en la cotidianidad. Probablemente, sería difícil concebir otra forma de extraer de lo normalizado lo cuestionable. Pero, en lugar de convertir esto en un impase, se trata de expresar la condición y declarar la potencia de una rearticulación: estas obras demarcan la disociación de la subjetividad y demandan un plano de enunciación en el que la norma explote aunque esté; donde el sujeto se reconozca en su opresión, pero escape mediante la expresión. Esta lógica-paradójica se hace aún más incisiva cuando se hace patente la interseccionalidad del género y la raza. Así, al paso aludido de González, una serie de obras de la artista colombiana Liliana Angulo componen un plano en el que el sujeto mujer-negra es extrañado a través de la relación que plantea con objetos domésticos, cuya funcionalidad se hace servil a la mirada objetificante de la mujer-de-servicio-doméstico-negra-y-sumisa. La reproducción racializada que implica este rol demanda, en un primer momento, comprender el fundamento de la norma opresiva en la propia carne y, sobre todo, en la mirada de sí, para en un momento posterior dialogar con la obra de Angulo en torno a las características que adopta esa mirada objetificante en la relación objeto-mujer negra y, finalmente, establecer la manera en que la crítica y la opción de resistencia estética de la estructura colonial que soporta esa mirada conlleva hacer de la herejía una potencia expresiva.

Beatriz González, Mutis por el foro (1973)
Figura 1.
Beatriz González, Mutis por el foro (1973)


Fuente: Universidad de los Andes (2023).

Beatriz González, Peinador gratia plena (1971)
Figura 2.
Beatriz González, Peinador gratia plena (1971)


Fuente: Universidad de los Andes (2023).

Mimetismo y mirada colonial

En este punto, vale la pena detenernos en la pertinente reflexión de Homi K. Bhabha. Para este autor, una disociación en la subjetividad misma demanda lo que é denomina una perspectiva intersticial. En ese espacio intermedio, se disponen como evidencias las contraposiciones de la subjetividad (pos)colonial y, por ello mismo, es el “espacio de intervención emergente en los intersticios culturales lo que introduce la invención creativa en la existencia” (Bhabha 2002, 25). El punto de partida de este autor es que la subjetividad colonial no excluye la realización de la performance de la identidad como iteración, la re-creación del yo. Esa performatividad latente a la exigencia de identidad que permanentemente atraviesa los individuos retoma las influencias diversas, los fetichismos de las raíces, la plusvalía deseante de las imágenes, la desubicación del presente para perseguir la unidad en medio de un mundo extraño. De ahí la permanente necesidad de ser parte de…, de unirse a una solidaridad social. Desde esa búsqueda de comunidad se establece un lugar de enunciación, un nosotros que ratifica la diferencia cultural. Todo “nosotros”, toda cultura, implica la enunciación de una diferencia cultural que divide entre pasado y presente, tradición y modernidad, lo autorizado y lo desplazado. Y con ello las reiteraciones que tienen lugar en el presente son reubicadas o clasificadas en ese binarismo, que no es sino una estrategia de representación de la autoridad. El efecto es un debilitamiento de la percepción de los efectos homogeneizantes de los símbolos culturales y el olvido de la multiplicidad cultural.

Los contenidos con los que se soporta la diferencia cultural pueden variar, pero la estructura de simbolización se ajusta y se adapta en el orden cultural y sus cambios. Lo interesante es que toda performance cultural es un juego dramático entre el sujeto de un enunciado y el sujeto de la enunciación, “que no es representado en la afirmación pero que es el reconocimiento de su inserción e interpelación discursiva, su posicionalidad cultural, su referencia a un tiempo presente y un espacio específico” (Bhabha 2002, 57). Entre uno y otro no hay un acto directo de comunicación, sino que tal dramatización implica la generación de un tercer espacio que motiva la enunciación, pero del que no se puede ser consciente. En otras palabras, lo dicho se desplaza por sobre el contexto de enunciación suponiendo un sujeto de enunciación que no le corresponde, pero que queda acallado y ambivalente. Nuestro sentido de una identidad histórica se percibe unificada como discurso y, sin embargo, ajena e insuficiente, y la ambivalencia en ese tercer espacio, inconsciente e irrepresentable, demuestra que los símbolos mismos de la cultura no pueden tener unidad y fijeza primordial, sino que son reutilizados, reinterpretados, rehistorizados.

La densidad de ese margen de reinterpretación es particularmente notoria cuando tiene una proveniencia colonial o poscolonial y, por ello, en este escenario, “al explorar este Tercer Espacio podemos eludir la política de la polaridad y emerger como los otros de nosotros mismos” (Bhabha 2002, 59). Este autor toma como referencia las reflexiones del psicoanalista martiniqués Franz Fanon en Piel negra, máscaras blancas (2009): el cuerpo del hombre negro lleva en sí mismo la violencia física y epistémica de los ojos del hombre blanco.1 Pero la cuestión de este drama es que demanda un proceso de identificación del nativo que es llamado a ser por la mirada de una otredad. Así, el deseo colonial se establece como deseo del lugar del otro. Sin embargo, su afirmación misma ratifica la diferencia colonial:

No es el Yo colonialista o el Otro colonizado, sino la perturbadora distancia inter-media [in. between] la que constituye la figura de la otredad colonial: el artificio del hombre blanco inscripto en el cuerpo del hombre negro. Es en relación con este objeto imposible que emerge el problema liminar de la identidad colonial y sus vicisitudes. (Bhabha 2002, 66)

La performance radica entonces en la producción de una imagen de identidad basada en una demanda de identificación (ser para un otro) que ubica al sujeto en el orden diferenciante de la otredad. En cuanto imagen, es signo presente de una ausencia y postergación de una posibilidad. Da autoridad a la presencia que no soy pero deseo, y mantiene en el mañana, en el algún día, el alcance de lo representado (por demás, siempre desplazado). Bhabha (2002) denomina esa autoridad el fenómeno de la “fijeza” en la construcción ideológica de la identidad, de la cual el estereotipo es su forma más explícita. El estereotipo es una forma de conocimiento e identificación que vacila entre lo ya conocido y lo que debe ser repetido, y en la estructura de la colonialidad, garantiza la repetibilidad de la clasificación y las jerarquías. Esto implica reconocer en los estereotipos no solo un paradigma normativo como objeto de juicio moral (acción poco útil, a decir verdad), sino, principalmente, entender en ellos la estructura significante de procesos de subjetivación atenientes tanto al sujeto colonizador como al sujeto colonizado, y ver los modos en que se articula la diferencia colonial desde el punto de vista racial, sexual y económico. Esta articulación permite ver la colonialidad como una estructura discursiva efectiva en los modos de subjetivación coloniales y poscoloniales:

Su función estratégica predominante es la creación de un espacio para “pueblos sujetos” a través de la producción de conocimientos en términos de los cuales se ejercita la vigilancia y se incita a una forma compleja de placer/displacer. Busca autorización para sus estrategias mediante la producción de conocimientos del colonizador y del colonizado que son evaluados de modo estereotípico pero antitético. El objetivo del discurso colonial es construir al colonizado como una población de tipos degenerados sobre la base del origen racial, de modo de justificar la conquista y establecer sistemas de administración e instrucción. […] En consecuencia, pese al “juego” en el sistema colonial que es crucial a su ejercicio del poder, el discurso colonial produce al colonizado como una realidad social que es a la vez un “otro” y sin embargo enteramente conocible y visible. (96)

El juego mórbido del estereotipo en la colonialidad aún vivida es que la diferencia que establece vuelve al sujeto colonial una mímesis o duplicación grotesca de un yo a la altura de la imagen del sujeto que instaura y hace circular por la vida cotidiana. Es una forma de representación fijada que a la vez marca y niega la diferencia: dispone el deseo de originalidad, pero rechaza al otro que está fuera de su marco declarándolo inferior o degradado. La subjetividad del colonizado se define entonces como un deseo de mimetismo que lo reforme, un “sujeto de una diferencia que es casi lo mismo, pero no exactamente” (Bhabha 2002). El mimetismo es la representación de una diferencia que se basa en un proceso de repudio. Así, por un lado, el mimetismo funciona como estrategia reformadora que, como Chaparro (2020) señala, se ejecutó en la Colonia mediante imposición del monoteísmo, monolingüismo, estructura matrimonial, unidad nacional, además, como marca de lo que todavía no es, como una obstinación negra sobre el blanco que amenaza la pureza blanca, una inapropiada cercanía “india” que contamina la sangre, una torpeza campechana que pasa por “igualada”, una parodia consumista que evidencia la distancia con la modelo publicitaria. “Casi lo mismo, pero no exactamente” es la frase con la que Bhabha (2002) caracteriza el mimetismo y que fija al sujeto colonial como una presencia incompleta y amenazante, esto es, necesitada de vigilancia y supervisión, o de encomenderos, o de evangelizadores, o de desarrollistas, como complementaría el estudio de la invención del tercer mundo de Escobar (2007).

Ahora bien, el mimetismo, siempre rezagado frente al estereotipo, implica que la performance identitaria de la diferencia que le corresponde al sujeto colonial genera unos efectos de identidad conflictivos. El “casi lo mismo pero no exactamente” establece una silenciosa diferencia, esto es, el hecho de que lo que tiene lugar es ya una transformación del sujeto de enunciación y su contexto, es una reinterpretación también del estereotipo. De ahí su ambigüedad discursiva, pero también el juego errático de sus posibilidades. Por un lado, mediante el mimetismo tiene lugar el proceso de la fijación de lo colonial como forma de conocimiento clasificatorio y discriminatorio desde el punto de vista racial, cultural y nacional. Pero, simultáneamente, por otra parte, los efectos de identidad escindidos del original generan una condición que reevalúa justamente esos conocimientos que dan prioridad a la raza, la cultura y la historia. Como afirma Bhabha (2002): “El fetiche imita formas de autoridad hasta el punto en el que las desautoriza. De modo similar, el mimetismo rearticula la presencia en términos de su ‘otredad’, aquello que reniega” (117). La iteración diferenciada del signo conlleva una performance interrogativa de lo que se hace y se es con ese signo.

A partir de este punto Bhabha (2002) defiende que en la comprensión de esa escisión del discurso colonial se abre la posibilidad de una perspectiva poscolonial, cuya agencia interrumpa el “mito progresivo de la modernidad” y permita la representación de lo diaspórico. La agencia subalterna que es posible pensar en la contemporaneidad permite cuestionar la modernidad y sus lugares de enunciación: “¿Qué es el deseo de esta repetida demanda de modernizar? ¿Por qué insiste, tan compulsivamente, en su realidad contemporánea, su dimensión espacial, su distancia espectadora?” (294). Estos interrogantes irían orientados a una contramodernidad poscolonial que va más allá de la captura multiculturalista desde una mirada etnocéntrica. Se trataría de cuestionar lo que parece “lo mismo” dentro de las culturas y de reconocer el desfase temporal del signo que constituye un espacio de enunciación activo y subversivo. Implica, por ejemplo, ver como racismo lo que se normaliza como distinción social o de clase, o mera condición por fortuna o azar. Para este autor, se requiere un “presente enunciativo de la modernidad” que proporcione “un espacio político para articular y negociar esas identidades sociales culturalmente híbridas” (300). La agencia poscolonial puede establecer otros sitios históricos y otras formas de enunciación consecuentes con la voz de quienes han vivido el racismo y la opresión apenas oculta en lo cotidiano, que por ello resisten y persisten en su supervivencia invisibilizada.

¿Qué hacemos en un mundo donde aun cuando existe una resolución del sentido existe el problema de su performatividad? ¿Una indeterminación que es también la condición de su ser histórico? ¿Una contingencia que es también la posibilidad de una traducción cultural? […] El problema del progreso no es simplemente un desvelamiento de la perfectibilidad humana, no es simplemente la hermenéutica del progreso. En la performance del hacer humano, a través del velo, emerge una figura del tiempo cultural donde la perfectibilidad no está ineluctablemente ligada al mito del progresismo. […] Lo crucial para esa visión del futuro es la creencia de que debemos no solo cambiar las narrativas de nuestras historias, sino transformar nuestro sentido de lo que significa vivir, ser, en otros tiempos y en espacios diferentes, tanto humanos como históricos. (306)

Justo ese es el punto de emancipación del discurso poscolonial respecto de la representación colonial de no occidente, particularmente del oriente de Bhabha (2002) que quiere no ser visto racializadamente, sino transformar los tiempos del discurso y con ello su mirar. Sin embargo, a la hora de pensar en contextos como el nuestro, no es posible evitar sentir un hálito de estrechez en la agencia poscolonial. Sin ánimo (ni posibilidad) de realizar un estudio comparativo, no es difícil, empero, situarnos en la manera en que el sujeto colonial ha incoado su estereotipo. Los muebles de González son claros en los estereotipos anclados en la cotidianidad, imágenes que se hacen visibles en la correlación con el mundo social al que remiten los objetos. Y a la vez dejan abierta la inquietud por lo que quedó fuera de su representación, lo que no cabe, el lado oculto de la fijación. Este lado existe con igual vigor, pero es desdeñado desde adentro. La esperanza de Bhabha se confronta con la descalcificación de un universo simbólico en el que son justamente las propias tradiciones aquellas desplazadas continuamente como ajenas, extrañas, despreciables. Colombia es un país donde “indio” es un insulto, “negro” es ser cochino, “campeche” es maleducado, “tradicional” es atrasado. La diferencia colonial no solo se ejerce ante la imagen del hombre blanco, sino que se multiplica y dispersa; se ha metido en las entrañas matando el pasado, segregándolo y convirtiendo lo propio en una situación dilemática: o es indígena-otro, cosa rara que es mejor mantener a raya, raza sucia y decadente, o en algo a eliminar, enemigo político, religioso, cultural, material. En ambos casos, se trata de una lógica de segregación, de partición permanente de lo interior. La mirada racista se multiplica sobre la población para ver al otro dentro del territorio como un inferior o un enemigo. De modo que el mimetismo del otro-colonizador se hace carne en el contacto del colonizado que desea el deseo del colonizador, pero se ejerce como un vector interno de constitución de la separación permanente de lo común y de la justificación de la violencia y la muerte.

De modo que para pensar un lugar de enunciación alternativo del sujeto colonial no resulta clara la pertinencia de explorar el mundo de las tradiciones ancestrales o de los abuelos sin primero entender la dispersión interna del mimetismo. Pues el carácter performativo de este, tal como lo ha expuesto Bhabha (2002), conlleva, una vez pensado en el contexto colombiano, que la diferencia pueda terminar tanto en un margen creativo de la subjetividad que, a través de la ironía, la burla, el juego, etc., provincialice la fijación, como en una radicalización de las formas de opresión y una multiplicación del ejercicio del poder una vez destituido el original colonizador.

Chaparro (2020) propone que justamente hay una relación de anterioridad entre el mimetismo y el mestizaje en los procesos de subjetivación desde la colonización americana. El mestizaje denota el impacto biológico de un mimetismo masivo en la cultura y poder colonial. El mestizaje es un fenómeno complejo, desde el punto de vista biológico y discursivo, que incluye las formas de señalización lingüística de la percepción racial del otro, esto es, la “limpieza de sangre”. Para el noble criollo, la limpieza de sangre constituía un signo distintivo de diferenciación frente a los mestizos y otros grupos sociales. La construcción social de la blancura constituye una marca ontológica que circula por todas las capas sociales:

Los mestizos lograban imitar de tal modo los comportamientos, los deseos y los modos de pensar “reales” de los españoles, que podrían alterar fácilmente las formas “ideales” de comportamiento difundidas para garantizar el control social de los indios. En diferentes grados, lo mismo ocurre en el resto de Latinoamérica. Esas escenas originales propiciadas por el diagrama biopolítico e institucional donde se inscriben los individuos no dejan de (re)producir los moldes de subjetivación colonial hasta el presente. (212)

El diagrama del mimetismo permea la lengua, el trabajo, las relaciones amorosas y prácticas sexuales, la participación en rituales y ceremonias, el tejido jurídico y burocrático de la Colonia, debido a la modulación de sujetos que logra la repetición y la diferenciación. El mimetismo constituye, en palabras de Chaparro (2020), una “repetición vestida”, una puesta en escena de los “signos del proceso de diferenciación”. Es en la jerarquía que produce la diferenciación en la que se inserta el racismo del mestizaje y funciona como patrón de orden social en las colonias americanas.

Esa comprobación no refuta la explicación del mestizaje como un factor de promoción social. Más bien, hace pensar en un equilibrio, muchas veces manipulable y conformista, entre las igualdades imaginarias de los individuos frente a Dios y las realidades de la explotación y la dominación que supone la estricta jerarquización colonial que se renueva sin desaparecer del todo en la estructura de las sociedades poscoloniales en Latinoamérica. (221)

Al menos dos factores promocionaron la diseminación del mimetismo desde la óptica de la colonización. Por un lado, la evangelización por parte de la Iglesia se ejerció a la par de la consolidación del Estado. Con ello, la soberanía del rey español es derivada de un punto límite del mimetismo, el poder de Dios sobre la Tierra, legitimado por el adoctrinamiento de la población.

Por otra, el dogmatismo interiorizado como verdad ahistórica abre camino a la distinción entre los que legislan y los que obedecen en pro del debido proceso civilizatorio; los principios de la Ilustración, libertad e igualdad, se hacen ley entre las élites, pero ejercida por imposición al pueblo. De ahí que hasta el presente la religión haya funcionado para la consolidación del mito de nación y de principio de unificación del cuerpo social, más efectivo que el uso libre de la razón. Y, en consecuencia, la diversidad étnica y cultural recibe desde el orden estatal una proscripción radical y un señalamiento racial, cuyo fundamento es la interpretación religiosa de las relaciones de poder.

El estudio de Chaparro (2020) pone sobre la mesa algo que no queda claro en el análisis de Bhabha (2002): el mimetismo constituye una estructura de reproducción de las relaciones de poder, y estas relaciones son reproducidas por la población misma y su adoctrinamiento. En otras palabras, el sujeto colonial es a la vez colonizado y colonizador, por la apropiación de los signos de diferenciación que adopta para sí y con los que mira al otro a su lado. La contemporánea sociedad de clases no ha hecho sino exacerbar esta dispersión del mimetismo y multiplicar las ocasiones y los causantes de la mirada colonial. No se necesita que el vecino tenga un color de piel diferente, sino que pueda adscribírsele un signo de diferenciación; puerta a puerta, ventana a ventana, al otro lado de la calle, siempre hay uno más pobre, más inculto, más sucio, con quien mostrar condescendencia, y así validar la propia mejor condición. Pero, a la vez, la performatividad del mimetismo puede llegar a un punto de saturación en el que el estereotipo pierda efectividad; repetido una y otra vez, se reifica y se convierte en una presencia necesaria pero insuficiente, incluso burlesca. Se asiste a la misa para santificar los pecados que se van a cometer (y se erige la virgen de los sicarios); se demanda blancura para un festival de música de timbales y bongos; nacen nuevos ricos que ostentan en parrandas vallenatas y comen picadas; se abren canchas de tejo gourmet. Los habitus de las clases populares se extienden y transitan por el tejido social; el pensamiento mágico y la superstición a los símbolos religiosos; los profanos son motivos de celebraciones comunes y los éxitos de las élites se distribuyen en mercancías disponibles para todos. Lo que el escenario cultural muestra es que a la par de la estructura del mimetismo y su jerarquía vertical, la vivencia y las prácticas del encuentro horizontal, cara a cara, de los individuos terminan por poblar de signos invertidos los procesos de diferenciación, hibridan las posiciones de sujeto y abren opciones de enunciación que exceden el sentido “original” con el que se instauraba la tradición y el nosotros social. En esas excedencias, se multiplican las formas de subjetivación y se transforma la cultura, ya ratificando reinterpretaciones de la exclusión e inequidad, ya haciendo roturas en su estabilidad y cuestionando la santidad del orden establecido. En esta segunda opción, se encuentra parte de las expresiones artísticas, desde la música y el grafiti, hasta el teatro y las artes visuales. Así, al estilo de los muebles de González, en la poética artística tiene lugar el juego que revela la arbitrariedad y contingencia de la versión unitaria del nosotros, pero también (al estilo de la artista Liliana Angulo) se expresa la parodia que apunta a la burla, la indignación y la resistencia al orden simbólico. Entre una y otra se revela el arte y sus maneras de hollar ese cobertor de orden evangelizante y estatal, de apolillar el tejido y expresar un sentir hereje que ríe y persiste.

La negrita hereje

La obra de Liliana Angulo (1974) está llena de risa hereje y mirada ácida. Los objetos que fotografía retumban en la estabilidad de los estereotipos de raza y género, pues lo tradicional sería que habitaciones donde tuviera lugar esa cama de González fuera mantenida y aseada por una “negrita” 2 (mal pagada, preferiblemente interna, subordinada al orden y deseo de la señora y el señor de la casa). Tendrá su uniforme, sus instrumentos y su lugar en la casa (aunque no es necesario que sea visible en la presentación de esta). Trabajará toda la vida al servicio de la señora, anhelando su vida, valorando su reconocimiento por sobre todo un conjunto de otras negritas que no fueron vistas, aceptando su trato y su autoridad; observando cómo es una gran señora y cómo ella no, pero valorando que estar a los pies de su servicio ya la ubica por encima de sus comadres. Empero, o por ello mismo, repudiará su cuerpo y la estética de su piel, tan arrojadas para trabajar al rayo del sol y tan distantes de los bellos cuerpos que circulan en los cuadros y se santifican en las estatuillas de los santos. Su presencia corporal, tan distante del canon del cuerpo del Cristo, de Bolívar, de la Virgen y de cualquier manual escolar o calendario popular, sirve para ser incluida por la mirada blanca (mirada que se desplaza por los cuerpos, más allá del tono de su piel) como cuerpo exótico, sexual, rebelde, idólatra y hereje. Allí aparece Angulo, revelando la contraposición de ser cuerpos negros objetificados entre otros objetos funcionales al estado de cosas, aunque a la vez potentes para deconstruir la estructura del mimetismo que atraviesa la sociedad. Ella retrata mujeres-afrodescendientes-populares. Siguiendo a Giraldo Escobar (2014), son tres herejías las que en sus imágenes implican estos cuerpos de mujeres no deseables para la mirada androcéntrica, no blancas para representar lo humano y marginadas socialmente:

Son “negritas”, pero que tienen su propia mirada y se escabullen a la función que les recuerdan los objetos que marcan su lugar y escenario; antes bien, los objetos son signos invertidos: se hacen manifestaciones de la rebelión que canta Joe Arroyo. Pero en lugar de cantar “no le pegue a la negra”, los objetos gritan el oprobio del cuerpo de mujer allí signado. Angulo compone un escenario en que una modelo femenina afrodescendiente, en ocasiones ella misma, entra a jugar con objetos: palas, cucharones, planchas, licuadoras, frutas y prendas de vestir; además, la piel de la mujer allí es teñida con carbón para radicalizar la negritud. Objetos domésticos, piel re-negra, marcan la acción de Angulo: “empecé a pintarme de negro como reacción a mi mezcla. Quise afirmarme como negra, porque algunas personas decían que yo no lo era. (74)

Entre objetos y piel se hace la servidumbre. Se ratifica la mirada. Pero la obra cita la mirada para devolverla: la mujer mira a su espectador y mira a través de su espectador; interpela la posición desde la que ve la relación cucharón/negrita e, incluso, trastoca su pretendida sumisión, pues la mirada altiva de la mujer se corresponde con una gestualidad villana, una joker con una escoba vestida con traje amarillo se burla de la facilidad con la que la mirada asocia la piel y la labor, y ataca con una risa malvada, una peluca y una manera de mover el objeto que señala la inminencia de su rebelión.

Pero de la obra de Angulo es posible destacar tres aproximaciones distintas entre sí en torno a una experiencia particular de la relación que vive el sujeto en este escenario. Algunas obras como Objetos para deformar (1999) o Pelucas porteadoras (1997-2001) recurren a objetos elaborados por la artista para citar el imaginario africano con el que es signado lo afro. En la primera, objetos que intervienen los labios, la nariz y el cuello rememoran las alhajas de tribus africanas y a la vez, al ser puestos en cuerpos contemporáneos, patentizan la vigencia de la mirada in-civilizadora sobre el cuerpo negro. En la segunda, una gran peluca de yute que simula un gran peinado afro es puesta en la cabeza de transeúntes afrocolombianos y de ella se extiende un cordón grueso del mismo material que apunta a conectar otras cabezas; en este caso, el símbolo afro conecta lo común en los cuerpos y sentires.3 La primera obra aborda las marcas culturales que exaltan las marcas corporales del discurso racial, mientras la segunda explora en las prácticas de cuidado de sí (como lo hará en los peinados fotografiados en Quieto pelo! [2008]) un elemento identitario colectivo emancipador. Uno y otro extremo componen el vaivén permanente de la obra de Angulo, en cuyos extremos no es posible detenerse: la obra no se agota en la crítica a la mirada colonial racista ni en una exaltación resistente de la negritud. Pero en ese vaivén el sujeto emerge, se hace y se desplaza, la disociación se hace de lo que la imagen capta. Si la “negrita” (con su carga racista y opresiva, tal y como ha sido el caso en las prácticas sociales y las representaciones visuales) tiene lugar en el desván de objetos de uso que signan las labores indignas de la burguesía, Angulo dispone los objetos en las manos y la mirada del cuerpo de mujer re-negra para que este los disponga. En esta medida, al hacer patente el co-texto de los objetos en manos de mujer re-negra, la subjetividad que se carga es extrañada de la imagen: es justamente ella, esa mujer-allí quien ha de salir, quien debe salir. Y lo que era objeto-signo de opresión se invierte en ese efecto de extrañamiento para ser medio evidente de la inversión y liberación de ese sujeto. Pero este camino del objeto al extrañamiento del sujeto se recorre en varias obras (en andar el vaivén) del proceso creativo e investigativo de la artista y su perseguir esa rotura del sujeto disociado que emerge más allá del sujeto colonial, justo en la misma corporalidad (figura 3).

Tres obras vienen al caso: Negra menta (2003), Negro utópico (2001) y Mambo negrita (2006). Negra menta surge como reacción a la caricatura de la Negra Nieves, una “negrita” vestida con delantal que aparece en la prensa colombiana y que puede decir de sí (entre otras frases hoy despectivas) que su “ignorancia es perfecta”. Angulo realiza una serie de fotografías del cuerpo de una modelo afronariñense, trabajadora doméstica ella misma. Su cuerpo pintado de negro emula la de la caricatura y participa de una performance en la que los objetos adquieren un protagonismo. En algunos casos, los objetos asemejan la manera en que se representan en la pintura colonial los santos y sus objetos, así como se retratan las mujeres romantizadas. Su báculo y su yelmo son ahora una pala y un casco de obrero; la mujer que se peina aquí se muestra en la posición delicada del brazo plegado, pero un peine y un rulo confrontan un pelo enmarañado; una escoba reemplaza una lanza, un cucharón toca la boca mejor que una fina cuchara. Los retratos tienen la posición corporal, pero los objetos dispuestos en el color de piel conforman el circuito de significados de la “negramenta”, esa percepción de lo negro y su mundo que circula por la cotidianidad. Ello se ratifica en otras imágenes en las que aparece posando tras rejas de forja, admirando un afiche de Benetton, llevando al hombro una radiola o levantando un arma de fuego. Las propiedades del objeto se exaltan, o por la contención, o por la imitación, o por la presencia amenazante que hace patente sobre el cuerpo. En un caso más, la modelo posa leyendo un libro enorme, cargando sonriente un clavel rojo o admirando una blanca cabeza de icopor. La relación con los objetos marca una distancia abrumadora frente a quién puede leer, quién puede admirar y quién representa lo humano. Giraldo Escobar (2014) señala que “muchos de estos objetos han quedado tan grabados en los imaginarios colectivos que pasan a ser casi prótesis de los cuerpos negros. Cuando se dice y se piensa en ‘una negrita’ caen en cascada imágenes de escobas, plumeros, canastas, cucharones” (92). El fondo blanco de las imágenes contrasta el superlativo de la piel negra, que obliga a mirar la manera en que lo negro se confronta y se conforma con esos objetos. El objeto trae la mirada racista que ubica la relación en una posición y un mérito social. Pero, al hacer patente esta relación, a la vez Angulo acusa la memoria en la que es vigente. Es la naturalidad con la que vemos esa relación la que termina siendo puesta en cuestión, y con ello interpela el mecanismo de dominación en el que participan los objetos y los cuerpos. Angulo expone la relación de la siguiente manera:

Este tipo de imágenes —por lo general sonrientes y plácidas, como contentas de su lugar— dan cuenta de la ubicación jerárquica de la mujer en la hegemonía colonial y en el caso de la mujer, negra y pobre, corresponden a una triple segregación que objetualiza, exotiza y perpetúa la estigmatización. El poder de estas representaciones del otro —sea este indígena, afrodescendiente, pobre, niño o en este caso mujer— radica en que son atemporales y territorializadas, se generan en el espacio del terror que produce el desconocimiento de la diferencia. Un espacio en el que la identidad y la diferencia se construyen por oposición, lo que convierte al otro en enemigo y lo mueve a los límites de la razón, donde solo es posible entenderlo a partir de su representación. Me interesa la relación que este tipo de ilustraciones y la tradición oral han hecho de la mujer negra y el servicio doméstico, muestran a la mujer en el espacio interior de la casa, en los espacios privados del servicio, sonriente y emotiva, con la temible negritud suavizada por una sonrisa, inofensiva y servil. (Bermúdez 2017)

Liliana Angulo, Negra menta (2003)
Figura 3.
Liliana Angulo, Negra menta (2003)


Fuente: Valenzuela Klenner Galería (2023).

Pero justamente la apelación a la sonrisa inofensiva y servil mantiene el límite del sujeto colonial. Recuerda el mimetismo, acusa la dominación, evidencia el racismo, interpela la mirada. Y ella, la mujer negra pobre, sigue pasiva y recluida en la posición que da el objeto y el poder simbólico y material que se expresa en estas imágenes. Negro utópico da un paso más allá de esta condición. La piel sigue pintada de negro, pero los labios y las cuencas de los ojos están pintados de blanco. Su cabeza porta una inmensa peluca afro brillante hecha de esponjilla metálica. En cada imagen, reaparece uno de los objetos: una escoba, un cuchillo enorme, una licuadora, una tabla donde pica un banano, una plancha y una mesa de planchar. Pero todo está revestido por el uso de una tela de delantal. Ella viste el cuerpo, pero con un gabán, un pantalón y una corbata; la mesa de planchar también está vestida, al igual que las paredes. Todo pasa por el uso delirante del delantal que repite su diseño decorativo por doquier. Este objeto, una prenda de vestir para el trabajo doméstico, surge de una nueva reacción anecdótica: una vitrina de una tienda sustituyó los maniquíes por dos mujeres negras vestidas de delantal, una estrategia publicitaria que propició que cualquier transeúnte pudiera adoptar la posición de amo y dirigirles sus órdenes y burlas. Angulo recuerda el sentir de esta manera:

Lo que me cuestionaba era lo que encarnaban ellas al ponerse ese vestido de sirvientas y prestarse a hacer esa acción en frente de la gente y la manera como esto las objetualizaba. Había allí muchos mensajes inmersos. Esto me hacía reflexionar sobre lo que encarna el vestido, lo que hace la investidura en el cuerpo y también la poca conciencia de lo que ha sido la historia de los afrodescendientes en este país. (Giraldo Escobar 2014, 95)

Negro utópico nace de la rabia e impotencia. Ella es esta vez la modelo de sus fotografías y agrede el delantal, los objetos y la situación pasiva del cuerpo negro oprimido. Giraldo Escobar (2014) afirma que Angulo se introduce en una vitrina nueva para exponer su cuerpo a todos los clichés racistas. Se pone a sí misma en esa vitrina de la degradación, de la inhumanización. Lo hace para asumir de frente la tensión constante en la que debe vivir una persona afrodescendiente en Colombia, en medio de ese cruce de miradas e imaginarios que se dan en el violento roce social cotidiano que, sin embargo, suele transcurrir en silencio. (95)

Según esta interpretación, Angulo se convierte en soporte de signos estereotipados de raza y género, aunque dispuestos en un cuerpo desafiante y a su entender indefinido, lo cual marcaría su utopismo; sin embargo, es posible pensar este de otra manera no como una desarticulación del estereotipo, sino como un empoderamiento del sujeto. Angulo describe su obra de la siguiente manera:

Es una serie de autorretratos en la que me interesa partir de la relación figura-fondo, como metáfora sobre la pertenencia a un contexto o grupo y la ausencia de una idea única de identidad. El uso de la palabra “negro” en mi trabajo tiene que ver con las arraigadas significaciones, tanto visuales como conceptuales, acerca de la identidad étnica en mi país. […] En las fotografías, uso mi imagen para reflexionar sobre mi propia identidad y sobre los procesos de los “afros” en Colombia y América. Intento hacerlo a partir de un entorno en el que registro mi transformación en un personaje imaginario que aparece realizando diferentes actividades domésticas. La escogencia de los materiales en este caso (tela de mantel para hacer el traje, así como viruta y esponjilla para las pelucas) se debe a sus propiedades físicas y químicas, así como también a sus vínculos históricos y visuales, relacionados con el servicio doméstico y con las connotaciones negativas que se le atribuyen al pelo “apretado” de los negros. La opción de pintar de negro la piel a personas negras surge como un acto de afirmación, como un empoderamiento; es allí donde radica la utopía. (Guisado Bermúdez 2017; figura 4)

Liliana Angulo, Negro utópico (2001)
Figura 4.
Liliana Angulo, Negro utópico (2001)


Fuente: Valenzuela Klenner Galería (2023).

Lo primero que se evidencia en esta descripción es la posición de Angulo: se retrata, asume la performance y la representación. No es un tercero visto por el ojo de la cámara, sino que se ve y hace ver a sí misma. Anula la unicidad de la identidad. La artista-antropóloga desplaza su identidad sobre las formas de identificación de lo negro. Sabemos que es ella, así que es a quien vemos en la performance de lo que vemos. Las fotografías duplican la identidad, pero otras identidades surgen. La apariencia del delantal en repetición incesante y móvil dispersa los signos del útil y capturan el ambiente. Ciertamente da la sensación de una cocina, incluso su más tradicional enchape. Pero, desplazados al atuendo y la mesa, genera un volumen en el que se desplaza el cuerpo, el banano y hasta la licuadora. Ya no contiene el cuerpo de la servidumbre, sino que lo extiende con sus acciones. Además, al hacer parte del atuendo, se trastoca, incluso se trasviste: marcas de mujer pobre aseadora de casa devienen pantalón, corbata y gabán. El uso de estas prendas tradicionalmente masculinas en el cuerpo de Angulo transgrede los códigos de lo femenino y, en su intersección con el rol aludido, los códigos del amo y de la servidumbre, del rico y del pobre. También los objetos cambian su señal: en lugar de indicar el yugo del que participan, ahora bailan, se mueven, se hacen expresión amenazante y al servicio de quien actúa: ¡el jugo de banano es para ella!4 No carga bananos como los esclavos negros de plantación, sino que los consume agresivamente. La plancha se desplaza con el cuerpo extendido. Ellos son herramientas de la herejía que expresa la sonrisa excesiva del rostro de villana: mirada y sonrisa atacan la pasividad y se hacen amos de su acción y resistencia del régimen escópico de lo negro y lo servil. Las identidades se multiplican en agencias múltiples en esa complicidad entre sujetos y objetos.

Por ello, considero que cabe discrepar de la lectura de Giraldo Escobar (2014) de esta obra como un personaje “investido de cocina, encarna una cocina. Así salga de allí, deberá usar por siempre esta piel chillona de servidumbre doméstica, por la cual será juzgado en el exterior, al igual que aquellas mujeres del centro comercial que tanto impactaron a la artista” (109). Por el contrario, deconstruye y destituye el poder de los signos que la atan a la cocina y confronta la mirada racista. Hay una brutal alegría en la violenta expresión de la relación con los objetos, cuya mirada remarcada choca con los códigos de la mirada del espectador. Lo utópico es la emancipación del código en la agencia a la que apunta esa relación. Pero será en Mambo negrita, obra posterior a las anteriores, en la que es explícita la agresión. Pintura oscura en piel, clara en labios, nuevamente hace patente la gestualidad; la tela de diseño tradicional, esta vez roja con puntos blancos, es apropiada ahora no solo en el fondo, sino en un vestir típico de las mujeres de la costa. Vuelven las modelos reales a ser observadas con sus objetos y sus cuerpos, entre las que se incluye también Angulo. Pero, en este nuevo aparecer, los objetos no se disponen a una función, sino que son claramente armas que empoderan. La acción se dirige al espectador como un “basta ya”, “ni una más”; lo que las marcaba en su posición se convierte en evidente confrontación. Pero ello entra en diálogo con los labios y los besos, las poses y los gritos que al decir de su atuendo expulsan su propia feminidad del marco de contención: pueden reír, pueden besar, pueden oír, pueden sentir y pueden defenderse. Al expresar esta acción en el rostro de mujeres reales, devienen signos de emancipación, y no su performance en manos de Angulo. Lo utópico se hace carne en la herejía del marco colonial en el que son vistas estas mujeres, usualmente explotadas, denigradas e, incluso, erotizadas en las costas del país. Pues la alegría y el juego hacen una rumba que justamente ha constituido el desorden, lo peligroso que el régimen colonial buscó desde entonces controlar y eliminar de la población afrodescendiente. En palabras de la artista:

Esta representación de la mujer negra relacionada con la alegría, la espontaneidad, la emotividad, la música, el baile, la sensualidad, el placer y el sexo, vincula la construcción del otro, con aspectos a los que temía la sociedad colonial y que son reprimidos dentro de las construcciones del yo colonial, definido como masculino, blanco y occidental, aspectos que por lo tanto permanecen soterrados dentro de la oposición entre naturaleza y cultura que constituye nuestra modernidad. (Guisado Bermúdez 2017; figura 5)

Liliana Angulo, Mambo negrita (2006)
Figura 5.
Liliana Angulo, Mambo negrita (2006)


Fuente: Valenzuela Klenner Galería (2023).

Potencia expresiva de la herejía

A través de las obras de Angulo se han dejado ver dos asuntos clave en este diálogo, a saber: la mirada objetificante colonial y la herejía que implica resistirla. La mirada colonial hace parte de la colonialidad y se ha transmitido con ella a lo largo de la modernidad. Barriendos (2011) expone la manera en que desde la Colonia se construyó también una retórica visual sobre el salvaje. Ello pasó por la consolidación de una tierra de caníbales, cartografiada y reinventada en las crónicas del Nuevo Mundo, y la justificación del esclavismo indígena según el orden y la misión evangelizadora, lo cual ciertamente ayudó a la explotación de la fuerza de trabajo y a la acumulación de riquezas por parte de los encomenderos en la tierra de El Dorado.

Fue entonces, sobre la base de un régimen visual eurocéntrico, mercantil-capitalista y racializador, que las “tierras caribes” pasaron de ser territorios ignotos y distantes que escondían las riquezas minerales del “Nuevo Mundo”, a ser, metonímicamente hablando, la territorialidad simbólica, presencial y material de lo caníbal; esto es, la geografía natural de los “caribes”. (18)

Signar el Nuevo Mundo y todos sus habitantes, nativos y traídos, con las marcas de opresión se convirtió en un enunciado del territorio que fortaleció las jerarquías raciales, económicas y culturales. Por ello, nunca se esclavizó a un ser humano igual, sino a aquel marcado en su diferenciación que carecía de plena humanidad. Los monstruos caníbales se convirtieron en formas de ver el territorio desde una mirada panóptica colonial con la que se organiza el sistema-mundo moderno/colonial y de ahí en adelante la racialización que justifica las jerarquías de la explotación. La obra de Angulo, como hemos visto, reclama la herencia de esta colonialidad del ver y de la construcción de la alteridad racializada, en la que se naturaliza la inferioridad del otro y su condición servil. El hecho de que estos códigos estén vigentes en la mirada a la que se dirigen sus fotografías muestra que, a pesar de su pretendido silencio, siguen activos en la cotidianidad, pues lo que hace efectiva la jerarquía racial de esta mirada es justamente la invisibilidad del observador que reproduce las marcas y que encuentra en ese cuerpo una presencia ominosa que debe ser negada. En otras palabras, la colonialidad del ver funciona por lo que hace ver, a la vez que por la omisión permanente del sujeto que ve: el blanco masculino conquistador. Este juego de desaparición se evidencia, siguiendo a Barriendos (2011), en el juego de lo mestizo o lo mulato, porque son marcas que se proyectan sobre el otro a oprimir, pero que se blanquean de quien ve. Cada quien puede ver y hablar del indígena, del negro y del mestizo como ese-otro-allá; puede reconocer en sí una herencia mestiza, pero la gradiente de la jerarquía facilita introducir el principio del mimetismo a su favor: “casi lo mismo pero no exactamente”, y con ello vivir la distancia de ver las marcas del otro como disponibles para la servidumbre, para la pobreza, para la ruindad, de la que siempre quien ve puede alejarse. Y así la gradiente multiplica las opciones de ver, marcar y desaparecer, y con ello anular posición y juicio moral sobre el propio ver.

El sistema-mundo moderno/colonial ha dado cabida entonces a la permanente reinvención heterogénea de un régimen lumínico que cíclicamente produce y devora al otro, por un lado, y busca y esconde la mismidad del que mira, por otro. La matriz etnófaga de la mirada panóptica colonial, es decir, el impulso de la visualidad eurocentrada a fagotizar etnicidades otras, ha dejado, por tanto, de ser colonial, sin dejar de ser parte de la colonialidad del poder de la mirada (Barriendos 2011, 24).

Ante esta herencia colonial, no queda sino la herejía como principio estético de la manera de trastocar la representación de sí. Esta herejía empieza con identificar los signos de la opresión e invertir su poder. Ello no los elimina, sino que utiliza la reversibilidad del signo para construir otros sentidos. Boyer (2009) destaca sobre las negritudes latinoamericanas su condición de migrantes nudos: el esclavo, a diferencia del migrante fundador o el migrante familiar, es traído a la fuerza despojado de todo. “No pudiendo preservar su memoria, el migrante nudo recrea su identidad a partir de rastros de su pasado. Esta experiencia de desposesión y opresión de las sociedades esclavistas genera [afirma Boyer siguiendo al poeta Édouard Glissant] una verdadera conversión del ‘ser’, ‘mutación’ o ‘criollización’ que caracteriza al grueso de la población caribeña” (19). Para el poeta martiniqués, la identidad no tiene una raíz originaria y excluyente. El “ser” se convierte en un ente mutado y en mutación. Boyer defiende en su lectura que la identidad es rizomática, múltiples raíces entran en juego, se diluyen unas en otras, y se conectan de formas inesperadas. Mambo negrita compone en un juego y una rumba una manera afirmativa de asumir las raíces de las negritudes en Colombia. No es la única, ni la más originaria. Es lo posible en respuesta a lo dado, al orden imperante que en la obra se provincializa, lo que hace herejía. Este término es relativo a lo sacro, esto es, al repertorio normativo de lo bueno y de lo malo. Pero, cuando el ser es capturado en su devastada monstruosidad, pueden buscarse raíces otras con las cuales interactuar, recibir sus influencias, abrir otros discursos posibles. Lo que queda es una archipelia: islas del Caribe conectadas por sus riquezas y diversidades:

La importancia del mar Caribe radica entonces en que trae consigo la diversidad. Mientras que el mar Mediterráneo concentra, inclina el pensamiento hacia lo Uno, hacia la unidad, dando origen así a las grandes civilizaciones monoteístas; el mar Caribe difracta, inclina el pensamiento hacia la multiplicidad, es un “mar abierto”, “de tránsitos y pasos”, de “encuentros e implicaciones”. (20)

La manera en que se siente y expresa el pensamiento del Caribe sería entonces un “pensamiento archipélico”, no sistemático, acorde con la visión poética y el imaginario del mundo del Caribe. Pero la forma de este concepto puede, más allá de Glissant, extraer sus raíces para interconectarse en Latinoamérica por toda su geografía, en un archipiélago geoestético que conecta el Caribe con los Andes, las llanuras y la Amazonía. El esquema encontraría en cada “isla” formas de enunciación de sí en las que el sujeto invierte los signos para construir sus propias conexiones. La herejía en Latinoamérica tendría una pluralidad de formas de manifestación como un mimetismo invertido, en cuanto, aunque no escapa de la jerarquización, revela en cada región lo que escapa del modelo del sujeto colonial y transgrede su orden. Su sobrevivencia es su apertura característica. Para Boyer (2009), es esta una geoestética no ligada a lo geopolítico, sino a pensar geográficamente, esto es, dejando de lado la primacía de la pregunta por el origen histórico para pasar a la pregunta por el medio de su aparición asentado en un territorio.

El objetivo de la geoestética, por tanto, no será responder a la pregunta por el arte ni restaurar las condiciones de inteligibilidad de un debate que tiene lugar principalmente en los centros hegemónicos de producción de poder, y, por ende, de saber. Se intentará, más bien, preparar el terreno para que puedan ejecutarse diversos ejercicios (críticos, reflexivos, contemplativos, acrobáticos) que nos permitan abordar la estética contemporánea desde la polivocidad de sus lugares de emisión. (23)

Lo archipélico es una geoestética que plantea condiciones extrínsecas dentro del territorio. Así, ineludiblemente, confronta las influencias de la subjetividad colonial e invierte los signos en modos de afirmación. Lo diciente de esta figura yace en que da continuidad al establecimiento de un plano de significación configurado con las maneras de enunciar lo que la obra puede decir de “nosotros” y, a la vez, reconocer la simultaneidad que somos desde el punto de vista de unas subjetividades que no se agotan en el discurso unitario del sujeto colonial ni de la colonialidad heredada y vigente. La disociación del sujeto se manifiesta en las formas posibles de subjetividades múltiples que circulan aún en los contextos latinoamericanos, y las maneras en que se invierten los signos para explorar su disociación dan cuenta de ellas.

La herejía no es un mero gesto de transgresión individual. Frente a la univocidad de la mirada colonial, de las dimensiones del sujeto colonial, la herejía implica multiplicar las formas-sujeto para reconocer que la historia de una forma de subjetividad es tan falaz como presuponer que a la base e historia del discurso del colonizador no yacen mundos surrealistas y posiciones de enunciación, también alternativas, dentro de la propia provincia de Europa. Como las negritas empoderadas de Angulo muestran, la rearticulación de las relaciones y vocaciones entre cuerpos y objetos proyecta un campo de significación en el que la herejía se hace viable como estrategia colectiva geoestética. La herejía es una forma de repetición. Reconoce al padre en su propia ofensa. El arte colombiano se ubica en la disociación del sujeto para dar poder de enunciación al sujeto negro femenino en el caso de Angulo, pero también podría verse en otros casos: en los sujetos corteros de caña en Bamba, martillo y refilón (2010), de Fabio Palacios, y en el conflicto de tradiciones que se acusan en Juegos de herencia (2008), de Clemencia Echeverri, ambos atentos a la situación de las comunidades afrodescendientes; pero también, décadas atrás, en el “conceptualismo” de Álvaro Barrios se canibalizan las imágenes de los cómics de la infancia para hacerlas hablar en el presente, así como Feliza Bursztyn, signada y defendida por Marta Traba como artista subversiva por excelencia, hace herejía de las convenciones de género y sexualidad femenina en aquellas Cujas que nos obligan a vernos en, desde y hacia sus camas; o finalmente Antonio Caro, cuya lección plasmada en la obra Proyecto 500 (1992), en el marco de la celebración de los quinientos años de la Conquista, no solo acusa los prejuicios hacia la cultura precolombina y el cuidado del territorio, sino que implica hacer de la herejía una posición de sujeto re-creadora: “o para hablar más claro y más profundo, la necesidad de corregir ciertos términos como aquel de ‘Madre Patria’ para referirse a España, en lugar de ‘Puto Padre Español Violador de Indias’, como los hechos demuestran que fue, y decir, como en realidad se debe decir: ‘Madre, Madrecita India’” (Caro Lopera 2014, 79). Una posición de sujeto hereje hace patente los prejuicios racistas, entre otros, e invierte su simbolismo para destacar lo ontológico del desastre de la Conquista y de la violencia heredada hasta en insultos tales como “indio HP”, cuando, Caro Lopera (2014) afirma con tal finura que no se puede evadir, deberíamos “lograr decir algún día con coquetería, buen gusto y elegancia, a cualquier amiga que realmente se lo merezca: ‘India, india divina’” (79). La potencia de la expresión hereje, de la que participan las mujeres de Angulo, yace en la posibilidad de labrar formas de sujeto que transgreden lo que toman, que vituperan al que les ha dado la herencia, que repiten aquí lo que es irrepetible acullá, pues la constitución del plano de sentido de lo hereje aúna lo estético, lo vivido, lo geográfico, lo luchado, como singularidad en la poética de la obra y en la estética de nuestra existencia.

REFERENCIAS

Arango, G. (1958). Primer manifiesto nadaísta. Medellín: Gonzalo Arango.

Barriendos, Joaquín. 2011. “La colonialidad del ver: Hacia un nuevo diálogo visual interepistémico”. Nómadas 35 (2011): 13-29. http://www.scielo.org.co/pdf/noma/n35/n35a02.pdf

Bhabha, Homi K. (2002). El lugar de la cultura. Buenos Aires: Manantial.

Boyer, Amalia. 2009. “Archipelia: Lugar de la relación entre (geo) estética y poética”. Nómadas 31 (2009): 13-25. http://www.scielo.org.co/pdf/noma/n31/n31a2.pdf

Caro Lopera, Antonio José. 2014. Antonio Caro: Símbolo Nacional. Colección de arte contemporáneo. Bogotá: Seguros Bolívar.

Chaparro, Adolfo. 2020. Modernidades periféricas: Archivos para la historia conceptual de América Latina. Barcelona: Herder.

Escobar, Arturo. 2007. La invención del tercer mundo: Construcción y deconstrucción del desarrollo. Caracas: Fundación editorial el perro y la rana. https://cronicon.net/paginas/Documentos/No.10.pdf

Fanon, Frantz. 2009. Piel negra, máscaras blancas. Madrid: Akal.

Giraldo Escobar, Sol Astrid. 2014. Retratos en blanco y afro: Liliana Angulo. Bogotá: Ministerio de Cultura.

Guisado Bermúdez, Jaidy Victoria. 2017. “Perspectivas de la producción visual en la representación de la mujer negra”. https://nodoarte.com/2017/03/02/perspectivas-de-la-produccion-visual-en-larepresentacion-de-la-mujer-negra/

Richard, N. (2007). Fracturas de la memoria: Arte y pensamiento crítico. Buenos Aires: Siglo XXI.

Universidad de los Andes. 2023. “Catálogo Razonado Beatriz González”. https://bga.uniandes.edu.co/

Valenzuela Klenner Galería. 2023. “Liliana Angulo”. https://docplayer.es/74666965-Liliana-angulo-valenzuela-klenner-galeria-carrera5-26b-26-tel-bogota-colombia.html

Notas

* Artículo de investigación. El artículo hace parte de la investigación doctoral en curso titulada “Extrañamientos del objeto de uso en el arte colombiano”.

1 "Desde el interior de la metáfora de la visión cómplice de la metafísica occidental del Hombre emerge el desplazamiento de la relación colonial. La presencia negra enuncia el relato representativo de la persona occidental: su pasado amarrado a traicioneros estereotipos de primitivismo y degeneración no producirán una historia de progreso civil, un espacio para el socius; su presente, desmembrado y dislocado, no contendrá la imagen de la identidad que es cuestionada en la dialéctica mente/cuerpo y resuelta en la epistemología de apariencia y realidad. Los ojos del hombre blanco quiebran el cuerpo del hombre negro y en ese acto de violencia epistémica su propio marco de referencia es trasgredido, su campo de visión, perturbado” (Bhabha 2002, 63).

2 Respecto de esta palabra de circulación popular, Giraldo Escobar (2014) señala: “Esta es una palabra cargada con una historia oprobiosa, como lo recuerda Angola: ‘Los conquistadores europeos acabaron convirtiendo a los africanos (seres humanos) en simples negros (reses humanas) con el perverso fin de quitarles su dignidad humana y hacerles creer que su identidad no guardaba relación con su territorio originario sino con el color de su piel’. Por esto es un término que homogeneiza, estigmatiza y crea estereotipos. Seguir acudiendo a esta palabra podría contribuir precisamente a perpetuar estos imaginarios excluyentes” (21).

3 "Estas pelucas-cadenas, además de resimbolizar la historia de la esclavitud en el presente, también se convertían allí en una forma de señalar una hermandad, una solidaridad al interior de estas comunidades. Más que señalar las tensiones de género internas podrían sugerir una alianza entre hombres y mujeres afrodescendientes frente a la gran brecha de la estigmatización racial en la sociedad colombiana de la que todas estas personas, con sus particulares matices y géneros, son víctimas por igual. Con estas pelucas atadas, en continuidad, la individualidad de los cuerpos desaparecía, lo mismo que la mascarada de los géneros, para formar una cadena de personajes unidos por una historia de opresión, unas raíces culturales comunes, pero también estableciendo una unión en el presente” (Giraldo Escobar 2014, 142).

4 Vemos de manera reiterada aparecer bananos sobre o al lado de personas afrodescendientes en las figuras quiteñas coloniales, en los tipos costumbristas dibujados por los viajeros europeos del siglo XIX, en las fotos de Duperly en Jamaica, en la cabeza de la mulata Carmen Miranda de las películas de Hollywood, en los retratos de Alicia Cajiao en los años cincuenta, hasta renacer brillantes a los pies de las palenqueras de Ana Mercedes Hoyos ya a finales del siglo XX. En su propia gramática de la cocina, ‘el/la negro/a utópico/a’, sin embargo, no lleva los bananos en la cabeza como en los tiempos coloniales, sino que los pica para introducirlos en una licuadora, electrodoméstico moderno que ubica a este como un personaje urbano y contemporáneo, más allá de las exotizaciones folclóricas y sin tiempo del estereotipo” (Giraldo Escobar 2014, 111).

Notas de autor

** Filósofo y magíster en Filosofía por la Universidad del Rosario, magíster en Estudios Culturales por la Universidad de los Andes y doctorando en Arte y Arquitectura en la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente se desempeña como docente de la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario y docente del programa de Artes Visuales de la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (UNAD). ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1498-1252 Correo electrónico: faospace@gmail.com

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CÓMO CITAR: Pineda Repizo, Fabrizio. 2024. “Objetos domésticos, piel re-negra: Entre la mirada colonial y la herejía en la obra de Liliana Angulo”. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas 19 (1): 126-143. https://doi10.11144/javeriana.mavae19-1.odmc

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