La luz venía de atrás*
Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, vol. 20, núm. 1, 2025
Pontificia Universidad Javeriana
Mauricio Durán Castro mduran@javeriana.edu.co
Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, Colombia
Recibido: 15 julio 2024
Aceptado: 17 septiembre 2024
Publicado: 01 enero 2025
Resumen: El artículo se propone desde la cinefilia observar la recepción de las imágenes del cine en el contexto de su último lugar de circulación, exhibición y consumos. Primero, la manera en que la imagen resulta ser una huella o marca de un mundo en permanente transformación y degradación, expuesta a la mirada de su público. Luego, mediante el término imagen-pobreexamina las potencias políticas que se dan al apropiarse de estas legal o ilegalmente, para ampliar sus alcances sociales y culturales en su explotación, exhibición y consumos. En un tercer momento, pasa a dar cuenta de la manera en que estas, dadas sus condiciones de explotación industrial y comercial, tienden a arruinarse para adquirir transformaciones formales que expresan en sí mismas el orden socioeconómico en el que circulan y se exhiben. Finalmente, estas imágenes continúan transformándose en el recuerdo de sus espectadores, asumiendo la misma volatilidad y labilidad de la memoria. El cine depende así de sus contextos tanto en la producción como en los últimos estados de su cadena de explotación de la circulación y exhibición.
Palabras clave:cine, exhibición, ruina, memoria, mirada, industria.
Abstract: The article is proposed from cinephilia to observe the reception of cinema images in the context of their last place of circulation, exhibition, and consumption. First, how does the image turn out to be a trace or mark of a world in constant transformation and degradation, exposed to the gaze of its audience? Then, using the term poor image, it examines the political powers that occur when appropriating them legally or illegally, to broaden their social and cultural scope in their exploitation, exhibition, and consumption. In a third moment, it goes to give an account of how these images, given their conditions of industrial and commercial exploitation, tend to be ruined to acquire formal transformations that express in themselves the socioeconomic order in which they circulate and are exhibited. Finally, these images continue to transform themselves in the memory of their viewers, assuming the same volatility and lability of memory. Cinema thus depends on its context both in production and in the later stages of its chain of exploitation of circulation and exhibition.
Keywords: cinema, exhibition, ruin, memory, gaze, industry.
Resumo: O artigo propõe, a partir da cinefilia, observar a recepção de imagens do cinema no contexto do seu último local de circulação, exibição e consumos. Em primeiro lugar, a maneira como a imagem se revela pegada ou marca de um mundo em permanente transformação e degradação, exposta ao olhar do público. Em seguida, mediante o termo imagem-pobre examina as potências políticas que surgem ao se apropriar delas legal ou ilegalmente, para ampliar seus escopos sociais e culturais na sua exploração, exibição e consumo. Em um terceiro momento, passa a dar conta da forma como estas, dadas as suas condições de exploração industrial e comercial, tendem a se arruinar para adquirir transformações formais que expressam em si a ordem socioeconômica em que circulam e se exibem. Por fim, estas imagens continuam a se transformar nas lembranças dos espetadores, assumindo a mesma volatilidade e labilidade da memória. O cinema depende assim dos contextos tanto na produção quanto nas últimos etapas da sua cadeia de exploração, circulação e exibição.
Palavras-chave: cinema, exibição, ruína, memória, olhar, indústria.
Por mi parte, creo que encontraría cierto
cierto esclarecimiento respecto de mi vida futura
en mi colección de postales, si pudiera
hojearla hoy nuevamente.
Benjamin (2016, 158)
Introducción
> Pensaba en un título para este artículo, por ejemplo: “Esta es la historia de un hombre marcado por una imagen de su infancia” (Marker 1961), tal como se lee al inicio de La Jetée (1961) de Chris Marker anticipando lo que el protagonista volverá a ver al final de su vida, narrándola como un viaje en el tiempo en un fallido intento de huir del presente. ¿Pero no es esta la historia de todo ser humano? También podría ser: “La educación sentimental”; pero este es ya el título de la última novela de Flaubert, en la que el escritor adjudica muchas de sus propias experiencias al joven protagonista Frédéric Moreau. Me gusta porque Godard (1971) también afirma que el cine es “la expresión de los bellos sentimientos” (28). Sin embargo, sería un plagio evidente y deshonesto al ni siquiera haber leído la novela. Y así, aunque no sepa cómo nombrar este artículo, espero saber al final de qué se trata: quizá de cómo ciertas imágenes nos marcaron, dejando huellas que nos indican cómo mirar y qué mirar: nos educan. Mi propósito es identificarlas, saber cuáles han sido estas imágenes que reaparecen, estos recuerdos qué es lo que quieren mostrar y para qué. Pero también cómo han marcado a una generación, cómo aparecieron a nuestra vista, en qué lugares y circunstancias particulares.
Cicatrices del mundo en la imagen-marca
Empezaré por un lugar común de la cinefilia francesa y su herencia en nosotros. ¿Habrá otra tradición cinéfila? Quizá la nuestra. A través de la lectura de sus traducciones en la revista argentina El Amante, me encontré con el ensayo de Serge Daney “El travelling de Kapo”, que había sido publicado originalmente en el número 4 de la revista Trafic en otoño de 1992. Un texto atrapante que cuenta cómo a principios de la década de 1960 se inició en el obsesivo oficio de ver cine. Recuerda cuando, treinta años antes, leyó en la mítica revista Cahiers du cinéma, una crítica de Jacques Rivette a la película Kapo (1960), titulada “Sobre la abyección”. Esta crítica lo influyó tanto que no quiso ver la película a la que se refería; prefirió creer firmemente en las palabras de quien aseguraba que una toma había sido “abyecta”. Su relato de cómo aquel escrito marcó su mirada siendo aún adolescente despertó su consciencia y la de otros cinéfilos más jóvenes que, adoleciendo o no de experiencias y referentes, buscaban también quién les indicara cómo mirar.
Daney (1994) empieza por las carencias:
En la lista de películas que nunca vi no solamente figuran Octubre, Amanecer o Bambi, sino también la oscura Kapo. Film sobre los campos de concentración rodado en 1960 por el italiano Gillo Pontecorvo, Kapo no marcó un hito historia en la Historia del cine. ¿Seré yo el único que, sin haberla visto, no la olvidará jamás? En realidad no vi Kapo y al mismo tiempo sí la vi, porque alguien —con palabras— me la mostró. (21)
Daney (1994) aceptó que le mostraran una imagen con palabras creyendo en las razones por las que otro proscribía tal imagen, y entonces se preguntó más bien por lo que una imagen muestra, cómo lo muestra y cómo observarla. Esta era una educación del gusto, y como toda educación sentimental, una educación moral. Este autor reconoce haber adoptado su primer dogma cinéfilo, una verdad indiscutible que empezó a practicar como espectador y crítico de las imágenes en movimiento:
La frase, que se grabó en mi memoria, decía así: “Observen, en Kapo, el plano en que Riva se suicida tirándose sobre los alambres de púa electrificados: el hombre que en ese momento decide hacer un travelling hacia adelante para reencuadrar el cadáver en contrapicado, teniendo el cuidado de inscribir exactamente la mano levantada en un ángulo del encuadre final, ese hombre merece el más profundo desprecio. (21-22)
Tal como se cita un texto sagrado, él citaba en su ensayo la crítica de Rivette: “Durante esos años, efectivamente, “el travelling de Kapo” fue mi dogma portátil, el axioma que no se discutía, el punto límite de todo debate” (Daney 1994, 22).
La dura crítica de Rivette a Kapo debió desconcertar a quienes en 1960 esperaban la denuncia del enemigo ya vencido y enjuiciado, debió ser difícil entender por qué censuraba la imagen y no la “realidad”. Hoy es fácil identificar en tantas películas sobre la Segunda Guerra Mundial el relato de la victoria aliada contra el nazismo, justificándose de manera triunfalista y maniquea. Sin embargo, para comprender estas imágenes en su momento, se requería una mirada crítica, tanto como la que demandaba esa realidad compleja, diversa, múltiple, mutante e inconclusa. Así, la mirada de Rivette fue más allá de la abyección de los hechos representados, para señalar su “abyecta representación”, y a su responsable, haciéndolo merecedor del “más profundo desprecio”. Su juicio cayó sobre el realizador de Kapo, al haber convertido el horror de los campos en un indolente, complaciente y cómodo espectáculo.
El blanco del desprecio de Rivette fue Pontecorvo, el mismo realizador de La batalla de Argel (1966), que había visto a comienzos de mi cinefilia a mitad de la década de 1970, en el Cine-Club de Colombia. Recuerdo que me emocionó y conmovió su crudo realismo, mucho antes de leer el texto de Daney. Años después, al conocerlo, busqué y leí la crítica de Rivette, y encontré y vi en video la película Kapo, y en ella el travelling que motivó la discusión. No me pareció “despreciable” la película de Pontecorvo, y menos La batalla de Argel, que volví a ver, pero he querido comprender el disgusto de quién proscribió Kapo, buscando mis propios ejemplos de “imagen abyecta”. Debo imaginar el clima moral de la posguerra europea, para encontrar una emoción equivalente que me explique lo “despreciable” que puede ser una imagen. Por otra parte, en 1966, la censura francesa prohibió la película La religiosa, del mismo Rivette, ahora realizador. En Bogotá, nosotros pudimos verla en la década de 1970 en una copia violentamente recortada. La crítica de Rivette no prohibió la de Pontecorvo; en cambio, el Gobierno francés sí prohibió la de Rivette, y la censura colombiana la dejó ver amputaba. Por su propia voluntad, Daney no quiso ver Kapo, y prefirió preguntarse qué es una “imagen abyecta”, palabra que conmocionó su manera de ver. Quiso entender la responsabilidad que tienen quienes hacen las imágenes, quienes las ven y quienes escriben sobre ellas. Al disponer la cámara frente al mundo, se elige consciente o inconscientemente “qué mostrar” y “qué ocultar”; qué distancia y punto de vista adoptar ante los hechos para mostrarlos; esta es una decisión ética, como la de “qué decir” y “qué omitir”. El realizador, el espectador y el crítico son responsables de lo que la imagen “enseña” u oculta. Una imagen puede decir más de lo que muestra y un texto mostrar más de lo que dice.
Cuando Daney se preguntó qué muestra y qué esconde una imagen, aquel adolescente mirón empezó a convertirse en escritor e influyente crítico. La guerra había finalizado y parecía florecer una triste paz en medio de la apertura de los “campos”, de los aterradores testimonios de los sobrevivientes, de los juicios a los responsables y del descubrimiento de las imágenes que daban cuenta de la degradación humana cometida. En medio de la vergüenza generacional ante lo sucedido, era claro que aquello no ha debido suceder nunca y que, habiendo sucedido, no podría repetirse. El horror apenas aparecía en estas imágenes latentes que revelaban lo acontecido ante unos ojos incrédulos, asombrados, curiosos, horrorizados, compadecidos, avergonzados, de lo que no pudo evitarse. Pero luego esos campos de reclusión y exterminio masivo, donde millones de seres humanos fueron sacrificados, se convertirían en un exitoso subgénero cinematográfico. Habría que preguntarse ¿cómo mostrar lo peor? y ¿cómo ver todas estas imágenes? Se tomaron posiciones radicales frente a las imágenes del horror tanto al realizarlas como al mirarlas, fueran testimonios mudos o la posterior representación de los hechos. Toda una generación de jóvenes cinéfilos y cineastas fue interrogada por las imágenes. También estas fueron miradas, interrogadas, discutidas, criticadas. Quien no fuera capaz de mirarlas críticamente y no tomara partido frente a la forma en que estas se aproximan al mundo, quien no entendiera el compromiso que tiene una imagen con los hechos que muestra, no era digno de pertenecer a la naciente secta que se sentía iluminada y transformada por la reveladora luz del cine. En su aprendizaje, la visión de la imagen hería sus ojos tanto como la luz deslumbraba y hacía doler la retina a los recién salidos de la caverna platónica. Era una combativa cinefilia que se expresaba en un nuevo cine, en los textos de las revistas y en las discusiones de los cineclubes. Los nuevos oficiantes propagaban la nueva fe entre el gran público, a través de imágenes, textos y discusiones sobre qué ver y cómo ver, incluso, qué censurar y qué venerar.
Es posible cerrar los ojos o atenuar lo que las imágenes muestran, censurarlas o exigir observarlas en el detalle de todo lo que pueden enseñar, lo que en estas aparece, aun aquello que no debiera haberse manifestado a nuestros ojos: lo más siniestro, lo más abyecto y lo despreciable, lo siniestro. En un conocido ensayo sobre “lo siniestro”, Freud (1919) insiste también en lo espantoso, lo angustioso, lo extraño o no familiar (un-heimlich), citando entre muchos a Friedrich Schelling: “Se denomina unheimlich todo lo que, debiendo permanecer secreto, oculto… no obstante, se ha manifestado”. Luego, recurre al cuento El hombre de arena de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (2020) para explicarlo a través de la escena en la que un ave convertida en un horrible visitante arranca los ojos a los niños desobedientes que no se han querido dormir:
¿No lo sabes? Es un hombre malo que viene a casa de los niños cuando no quieren ir a la cama y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos llorar sangre. Luego los mete en una bolsa y se los lleva a la luna creciente para entretener a sus hijos, que esperan en el nido, y tienen picos curvos como las lechuzas, para comérsele los ojos a picotazos. (89)
Esta imagen terrorífica expresa plenamente la escopofilia o pulsión de ver, la atracción y repulsión que provocan la imagen prohibida: el deseo de conocer lo oculto y el temor a ser castigado por desobedecer. Aquello que inquieta y no deja dormir al niño curioso y mirón, ¿qué niño no lo es? Potente imagen que infunde tempranamente el temor ante la orden, ante aquello que el niño aún no debe conocer: que debe permanecerle oculto. “¡No mirarás!”, tanto como la ley mosaica de “¡no representarás!”, se instituyen como poderosos tabúes a la mirada y, así, al conocimiento. Tal vez porque se cree demasiado en la metáfora de la visión como acto de conocer. La terrible imagen del cercenamiento del ojo, el temor a quedarse ciego, sigue amenazando a quien cuestiona o se levanta contra el orden establecido. El cine se ha apropiado de esta imagen horrenda del castigo por mirar. Desde las primeras imágenes de Un perro andaluz de Luis Buñuel y Salvador Dalí (1929), hasta el amenazante Pájaro pintado (2019) de Václav Marhoul, pasando por la educación del mirón en Peeping Tom (1960) de Michael Powell, la pedagogía bélica en Ven y mira (1985) de Elem Klímov, o el castigo impuesto por Pier Paolo Pasolini a Edipo rey (1965), de errabundear ciego por el mundo contemporáneo. También la perversa fascinación de Alfred Hitchcock por las cuencas vacías de los ojos, en Psicosis (1960) y en Los pájaros (1962); y en Kubrick con la inteligencia artificial (IA) como Pantócrator en 2001: Odisea del espacio (1968), o el tratamiento Ludovico al que someten a Alex a mirar sin pestañear el bombardeo de imágenes de ultraviolencia en la Naranja mecánica (1972). Un cine propuesto como pedagogía del horror y la crueldad, que muestra y enseña a mirar todo aquello que se pretende ocultar. Imágenes que quieren causar una herida profunda, una marca imborrable en quien las mire, dejar una cicatriz que transforme su mirada y sus vidas. Una imagen-marca, como la que marcó la historia del hombre de La Jetée.
Políticas de la imagen-pobre
En la película de Wim Wenders En el transcurso del tiempo (1975), uno de los dos protagonistas, quien repara proyectores de teatros situados entre la frontera de las dos Alemanias a mediados de la década de 1970, conversa con la anciana dueña de la Pantalla en Blanco, un teatro que ha decidido mantener cerrado ante la falta de películas que “enseñen a ver”. Al contrario del citado tratamiento Ludovico, donde se cura mediante la exposición del paciente a imágenes ultraviolentas, esta amable señora prefiere no exhibir más este tipo de imágenes a un público que, en vez de sanarse, se deleita con ellas. El nombre del teatro en alemán es Wisse Wand, de su aviso en neón solo se mantienen encendidas las dos mayúsculas: las mismas del nombre y apellido del realizador. La identificación de Wim Wenders con la posición de la dueña del teatro va más allá de esta coincidencia. Esta película circuló en Colombia gracias al Instituto Cultural Colombo-Alemán Goethe, en una copia de 16 milímetros que contenía sus tres horas de duración en cuatro rollos de 45 minutos cada uno. La película con el proyector de 16 mm no solo fue un dispositivo portátil, sino también nuestro “dogma portátil”, con sus axiomas indiscutibles en contra del cine de “acción, sexo y violencia”. En el transcurso del tiempo nos enseñó la paciencia para apreciar sus imágenes contemplativas, que querían contener sin elipsis el viaje de tres días de sus dos protagonistas desplazándose en un camión por la frontera de una Alemania dividida. Un proyector de 16 mm no era muy difícil de conseguir ni cargar, como tampoco las copias de una película en 16 mm; quizá esta liviandad contribuyó a hacer más portátil nuestro dogma iniciático. La vi una decena de veces en la Cinemateca Distrital, en salones de clases de universidades y en salas de casa oscurecidas para este acto sagrado. Muchas de estas veces ejercí el oficio de proyeccionista quedándome al lado del ruidoso aparato, mientras adelante y más cerca a la pantalla el resto del público la dormía o la gozaba. Mis dedos ensartaron la película y aseguraron que los dientes arrastraran las perforaciones de la cinta para que se proyectara perfectamente. Luego, devolvía cada cinta a su carrete, dejándola lista para su próxima proyección. Entonces, realizaba esta labor identificándome con el oficio del protagonista que una y otra vez ensartaba, rebobinaba y revisaba detalladamente en las películas las imágenes congeladas en los fotogramas, sosteniéndolas entre sus dedos y observándolas a contraluz. Como a veces los míos, sus dedos estaban machucados por los dientes del proyector o cortados por el filo de las películas. Devoción fetichista, santo oficio que amorosa e insaciablemente se repetía en el acto de mirar, a su justa distancia, de que estaban hechas las imágenes en movimiento.
En 1977, se suicida Andrés Caicedo, quien desde su revista Ojo al Cine disparaba críticas anarquistas a un público inconforme, expectante de estremecedoras revelaciones. Su prematura muerte contribuyó aún más a mitificar su atractiva figura para quienes con menos de 20 años asumíamos su declaratoria de que no era honesto vivir más de 25 años. Ante este otro dogma moral, difícil de cumplir, fue preferible dejarnos seducir por su amor al cine y a la música. Coincidió este año con la primera publicación de la revista Cinemateca que dedicó, además de la portada, un buen espacio a artículos suyos. Era necesario, entonces, recuperar su precoz y apasionada producción, mucha de esta esperaba a ser leída en los cuatro números de Ojo al Cine que alcanzaron a publicarse, o en otras revistas y periódicos. Su revista era ya un fetiche, del que se vanagloriaban de tenerla quienes, además, lo habían conocido vivo y tartamudeando. Pero, a comienzos de la década de 1970, cuando era solo conocido por “unos pocos buenos amigos”, escribió y dedicó a su amigo Hernando Guerrero el texto “El crítico, en busca de la paz, se da toda la confianza”, en el que ya hacía un aclarador diagnóstico contextual de nuestro lugar de expresión:
América Latina es un continente con una expresión propia. Este nuevo mundo que empieza a comprender la realidad de un mundo mejor, porque está luchando por él y la lucha es la comprensión, ha construido en la novela, en la pintura, en la poesía, en el teatro, unos principios ofrecidos por el terror compuesto por hambre e ignorancia y persecución que a la larga, al constituirse en cosa de todos los días, han hecho que ni tomemos consciencia de él. Deviene, entonces, virgen para la inteligencia, inexpresable por medio del entendimiento y del lenguaje narrable, incomunicable, el supremo terror de no distinguir anormalidad de normalidad, injusticia de justicia, violencia de paz. (Caicedo 1999, 34)
Lejos de la Cinemateca Francesa, los Cahiers du cinéma y la provocadora nueva ola, pero apasionadamente ya perdidos por el cine, aceptamos con heroico estoicismo esta derrota existencial: la de saber tempranamente de qué enfermedad íbamos a morir (de un grado extremo de cinefilia), y con el insaciable deseo de verlo todo en nuestra precaria oferta local. En medio de una anormalidad que se hacía natural y de una naturaleza anormal, convivíamos con el “supremo terror” de la injusticia y la violencia cotidianas. Atrapados en un corrosivo trópico que se quiso ver como otro gótico posible, no lográbamos satisfacer nuestro deseo escópico más allá de esta sofocante realidad. No podíamos dejar de comparar nuestra exigua cartelera con la abundancia de imágenes mediáticas del llamado primer mundo, idealizado desde este tercero, de ahí este malestar con nuestra cultura, algo que nos define con cierta vergüenza. Caicedo, entonces, se empeñaba en identificar nuestra propia expresión desde este continente, como también lo hacían Glauber Rocha, Julio García Espinosa u Octavio Getino con Fernando Solanas, explicándola el primero bajo la noción de “hambre” y su consecuente “estética de la violencia”; el segundo como un “cine imperfecto” que se define contra otro que pretendía ser “técnica y estéticamente perfecto”, aunque incorrecto política y moralmente, y los últimos optando por un “tercer cine”, lejos de Hollywood y los festivales europeos. Entonces, debería haber no solo desde la realización, sino también desde nuestra recepción, unas formas propias de ver, conocer, reconocerse y gozar el cine. Aprendíamos a superar nuestra vergüenza y a valorar lo propio en el cine, cuando también en “Memorias del subdesarrollo” (1968) de Tomás Gutiérrez Alea aparecía un cartel firmado por José Martí que decía: “nuestro vino es agrio, pero es nuestro”.
Ya en la era digital Hito Steyerl retoma el manifiesto Por un cine imperfecto de García Espinosa para hablar de una “imagen pobre”, resaltando en esta la nueva condición en la que circulan finalmente las imágenes mediáticas, llevando en sí mismas un novedoso y gran potencial político y estético. Se trata de imágenes de baja resolución y gran circulación, apropiables fácilmente, degradadas, piratas, resistentes, insubordinadas, subversivas, proliferantes, contaminadoras:
La imagen pobre es una copia en movimiento. Tiene mala calidad y resolución subestándar. Se deteriora al acelerarla. Es el fantasma de una imagen, una miniatura, una idea errante en distribución gratuita, viajando a presión en lentas conexiones digitales, comprimida, reproducida, ripiada, remezclada, copiada y pegada en otros canales de distribución. (Steyer 2012, 33)
En su escasa calidad técnica radica su valor social, cultural y político; es “una lumpen proletaria en la sociedad de clases de las apariencias” (Steyer 2012, 34). Esta imagen posee, con sus técnicas altamente reproductibles de lo digital y su exponencial circulación en internet, las cualidades de “reproductibilidad técnica” y “valor exhibitivo” que Walter Benjamin encontraba hacia 1930 en la fotografía y el cine. Para este filósofo, aquellos “nuevos medios” de producción de imágenes eran consecuentes con la creciente aparición de las masas sociales, y ponían en crisis el viejo orden en el que la minoritaria élite burguesa hacía culto a sus imágenes únicas. La “reproductibilidad técnica” hacía añicos el “aura” de la que la pintura hacía gala, la del original que, en su imposible reproducción, acrecentaba su valor. Benjamin celebraba, además, que las nuevas imágenes sirvieran a la “politización del arte” de las revoluciones sociales y comunistas emergentes, aunque también alertó de su posible uso en la promoción del “esteticismo de la política que el fascismo promulga[ba]” (Benjamin 1989, 57). En medio de las fuerzas antagónicas de la “politización del arte” y el “esteticismo de la política”, podemos comprobar un siglo después cómo estas imágenes y sus medios han servido, sin duda, a todo tipo de propaganda política y populismos.
Sin embargo, quien ha sacado su mayor provecho es el capital, logrando reproducirse, sobrevalorarse, propagarse e imponerse en su forma de “realismo capitalista”. Mark Fisher (2021) lo define como “la idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible incluso imaginar una alternativa” (22). Un realismo cínico que terminó convirtiendo en mercancías a las imágenes críticas que denunciaban la estrategia del ocultamiento de su voraz sobreproducción capitalista, en un “esteticismo” de la explotación, la depredación y el aniquilamiento de todo recurso posible. Blade Runner, Brasil, Mad Max, Truman Show o Matrix han terminado promocionando fantasmagorías casi melancólicas de un mundo en extinción, permitiendo a su vez recoger acrecentadas sus millonarias inversiones. Es el desfile triunfal de las imágenes, que detrás de una oferta de aparente diversidad esconden la homogeneidad del valor del capital, promoviéndose sin resistencias a través de los ideales del consumo, el confort y las aspiraciones de clase. El “realismo capitalista” que señala Fischer, logrado por las costosas imágenes hiperrealistas de tecnología de altísima definición, es la autopropaganda que se hace el capital como verdad única. El valor incuestionado del capital supone, además, la apropiación legal de los derechos de producción, reproducción, circulación y exhibición pública de las imágenes, un bien que, como patrimonio cultural, debiera ser público.
El derecho al uso y la explotación de las imágenes de consumo masivo es exclusivo de las grandes compañías de producción y comercio mundial, que teniendo el control legal y penal del copyright alcanzan un mayor valor de uso cultural, de memoria colectiva o político. La invitación de Steyerl (2012) es, entonces, a encontrar, en esta máquina de producción, distribución y consumo, las fisuras por donde las imágenes puedan escapar de su control y tener otros usos. Piratas, apropiacionistas o hacker encuentran distintos usos, sentidos y valores en estas, sacándolas de su circuito de explotación, para exponerlas a una pérdida de su alta calidad tecnológica y otorgarles otras potencias económicas, culturales y políticas como imagen-pobre. Desde negocios ilegales de reproducción y comercialización de productos audiovisuales, hasta la producción y circulación cotidiana en memes que aluden a estas imágenes mediáticas; desde apropiaciones artísticas que retan las persecuciones legales del copyright, hasta la circulación de imágenes intervenidas transgrediendo y convocando con estas nuevos sentidos políticos. La práctica, el uso y el abuso del “cine imperfecto” o de la imagen-pobre son valoradas por García Espinosa (1995) y por Steyerl (2012) como reivindicaciones económico-políticas frente a los “buenos usos” técnicos y esteticistas de las imágenes provenientes de los imperios económicos que detentan su producción industrial y comercio mundial.
Steyerl (2012) encuentra, además, en la pérdida de fidelidad de las imágenes digitales, una inmensa fuerza expresiva y política: su mala calidad, baja definición y constante degradación le permiten reproducirse y circular cada vez más. Habrá que entender esta práctica como la del lenguaje del subordinado que, visto por la élite culta como mal gusto, se autolegitima como su propia expresión. Un habla antropófaga que devora, asimila y deglute el lenguaje del colonizador; un habla mestiza, mulata, guaricha, negroide, ch’ixi, insurrecta, que ahora se expresa sin vergüenza o, más bien, con orgullo desde su propio lugar, su expresión política, económica y estética. Como las palabras, las imágenes construyen imaginarios y subjetividades, identifican colectivos socioculturales o promueven causas políticas: su práctica es comparable con la del lenguaje oral y escrito. El copyright capitalista podría equivaler al diccionario de la real academia de una lengua colonizadora, que dicta las formas correctas y legales de su uso. Como otras prácticas expresivas y culturales, la imagen también es capaz de insubordinarse en otros usos y formas culturales, estéticas, económicas o políticas.
La expresión de la fuerza política de las imágenes reproductibles y de alta circulación, a través de su reciclaje en otros montajes, se hizo evidente en muchas de las manifestaciones del cine político latinoamericano de la década de 1970: los cubanos Santiago Álvarez y Nicolás Guillén hicieron películas de montaje con material ajeno; los argentinos Fernando E. Solanas y Octavio Getino en La hora de los hornos (1968) tomaron prestadas imágenes de Tire dié (1960) de su compatriota Fernando Birri; el uruguayo Raymundo Gleyzer se apropió de las imágenes del documental Memorias de un mexicano (1950) de Carmen Toscano, para darles otro sentido en México, la revolución congelada (1970). Se trata de un “ecumenismo visual” (Durán Castro 2021 151) que dio también resultado en Colombia entre las décadas de 1960 y 1970, con Marta Rodríguez y Jorge Silva, Diego León Giraldo o Luis Ospina, practicando apropiaciones y circulación de imágenes recicladas, por fuera de los contextos industriales y comerciales. Como propone también Sergio Becerra (2016) en su examen del cine político colombiano:
Imágenes frágiles, mas no pasajeras, que increpan al espectador, lo obligan a situarse. Imágenes que sobrevivieron a sus propias contradicciones, cuya memoria colectiva interrogamos, para que, casi cinco décadas después, nos sigan hablando, y puedan revelarnos, entregarnos, mucho más de lo que muestran. (220)
Políticas de un cine pobre e insurgente que dialogan con trabajos contemporáneos y posteriores de reconocidos autores, que tuvieron luego gran divulgación internacional: El fondo del aire es rojo (1977) de Chris Marker, Obreros saliendo de la fábrica (1995) de Harum Farocki o Histoire[s] du cinéma (1988) de Jean-Luc Godard. Hay que abonar el reconocimiento que la teórica y videoartista nipona-alemana Hito Steyerl hace del cine político latinoamericano de la década de 1960 y, en especial, del manifiesto de García Espinosa, que toma para su también manifiesto de 2012 En defensa de la imagen pobre. Ella reinterpreta el ensayo de Benjamin sobre el arte en la época de la reproductibilidad técnica, sumando la propuesta de García Espinosa y atendiendo ahora a la potencia de reproductibilidad y circulación de las imágenes en su nuevo entorno digital y de intercomunicaciones. Un nuevo valor político, cultural y económico adquiere hoy la imagen-pobre: poder infiltrarse subrepticiamente en los medios de comunicación, alterando los gustos, enfrentando los poderes y eludiendo las políticas económicas y las persecuciones policiacas del copyright.
El lugar de la imagen-ruina
La imagen-pobre no solo contraría los intereses de los grandes productores y comerciantes del cine, sino también los deseos de sus espectadores. Quizá el autoaislamiento de la España franquista a final de la década de 1940 puede reflejar la frustración frente a lo reprimido, el deseo del esplendor y los oropeles propios de la idealización que promete el ilusionismo y la magia del cine. Al menos, así lo experimentaron dos niños que asistían colados a un teatro de provincia, descubriendo las imágenes para ellos prohibidas de El embrujo de Shanghai:
El ambiente del lugar está caldeado al máximo. Y ello, por una razón: la copia de la película 1 tres, se producen saltos en la imagen y los diálogos se hacen ininteligibles. En estas condiciones, resulta difícil saber de qué se trata el argumento, entre otras cosas porque la mayoría del público, atribuyendo —sin que le falte alguna razón— estas deficiencias a la acción de la censura, protestan a gritos, casi de continuo. Pero llega un momento en que, de pronto, milagrosamente, las protestas amainan y, por primera vez, se hace un cierto silencio. (Erice 1995, 22)
Esta experiencia infantil rememorada por un adulto Víctor Erice parece también haber alimentado la bella imagen de las dos pequeñas hermanas en su película El espíritu de la colmena (1973), cuando asisten a una rudimentaria proyección del Frankestein de Whale. Quizá por el estado de estas imágenes y la forma en que fueron proyectadas, como también gracias a la potente imaginación infantil, la protagonista termina confundiendo o fundiendo en una sola imagen la del monstruo y la de un combatiente republicano que huye del franquismo que dominó a España por varias décadas. Estas imágenes ya no solo dejan huellas en la memoria de sus personajes, sino que a su vez llevan las cicatrices de su rudimentaria exhibición y circulación en la provincia española.
Habría que buscar el origen de los deseos y las afecciones del espectador en la misma invención y desarrollo del dispositivo mecánico que hizo posible que las imágenes se animaran. Pero hubo una promesa incumplida en el primer diseño del cinematógrafo Lumière. Era una caja oscura donde la cinta de la película era arrastrada de un carrete a otro, para ser frenada más o menos 18 veces por segundo al pasar frente a la luz del objetivo, y así capturar imágenes del exterior para luego ser proyectadas y animadas. Este “aparato, portátil y relativamente ligero, llevaba a cabo la toma de las vistas, la proyección y el tiraje de las copias” (Aumont 1998, 81), cubriendo las tres grandes etapas de la futura industria: producción de imágenes, reproducción en serie y exhibición. Los operadores de los hermanos Lumière llegaron tempranamente a todos los rincones más alejados de su ciudad Lyon explotando su triple función. Gabriel Veyre presenta el cinematógrafo en junio de 1997 en Panamá, que aún hacia parte de Colombia, y sus imágenes llegan meses más tarde a Bogotá, mientras Barranquilla, Bucaramanga y Cartagena son disputadas en este negocio por el kinetoscopio de Edison (Zuluaga 2008, 19). Pero en menos de tres años los Lumière vendieron la patente del invento a los comerciantes Pathé Frères, y el aparato se escindió en cámara tomavistas, por un lado, y proyector de imágenes, por el otro. Afortunadamente, en escasos meses se hicieron muchas imágenes en nuestras tierras, porque luego solo dejaron el proyector con programas de películas ya filmadas. El cubano García Espinosa (1995) señala que “a nuestras tierras llegó primero el proyector y este resultó infiel a los intereses de la producción nacional”, para “convertirnos en espectadores del mundo más que en ciudadanos del mundo” (101-102). En Colombia, los pioneros del cine fueron los hermanos Di Doménico, quienes, después de intentar hacer una empresa de producción fílmica, terminaron estableciéndose en la distribución y exhibición de películas extranjeras en el país. Tras la ilusión que representó la “edad de oro” del cine silente colombiano (19221928), los Di Doménico deciden vender toda su empresa a la naciente Cine Colombia, que se ha mantenido por más de noventa años en el negocio de la distribución y exhibición cinematográfica. Esta gran empresa ha insistido en nuestro lugar como público de la producción cinematográfica internacional, que, además, incluyó las importantes industrias de producción en la región de México y Argentina.
Hacia final de la década de 1970 y principios de la década de 1980, Bogotá encarnaba las dificultades socioeconómicas y de desigualdad social de las grandes ciudades latinoamericanas. Además de ser la capital de un país que por muchas décadas ha estado sometido a múltiples violencias mutantes: políticas, guerrillas y paramilitares, negocios criminales, tráficos ilegales, mafias del hampa urbana, migraciones del campo a las ciudades, desatención estatal y una creciente desigualdad económica. A estas condiciones se suma que Bogotá es una ciudad fría, lluviosa e insegura, donde un teatro de cine, a falta de otros esparcimientos y diversiones, resulta ser un buen lugar para resguardarse de todo peligro e inclemencia del clima. Las costumbres modernas se extendieron durante el siglo XX a lo largo de la ciudad, sobre todo desde su centro histórico hacia el norte donde crecían los barrios residenciales de la alta burguesía y la clase media. El cine se impuso como una de las más influyentes nuevas costumbres, que, además, contribuyó a divulgar otras tantas: la moda, los nuevos géneros musicales, los bailes importados, los automóviles, las marcas, los nuevos deportes, etc. El panorama de la ciudad republicana heredado de la Colonia, donde en su vía principal, la carrera 7 entre calles 2 y 26, se encuentran diez iglesias, se transforma velozmente en el de una ciudad moderna, con al menos un teatro de cine por barrio. Los datos históricos de población y número de salas de cine resultan imprecisos, quizá otro indicio de un Estado que no alcanza a cubrir las necesidades del país. Sin embargo, para tener una idea de la dimensión de estos crecimientos, podemos decir con margen de error que Bogotá, al ser nombrada capital de la nueva República de Colombia en 1831, contaba con 30 000 habitantes, que en un siglo multiplica por diez su población, y medio siglo después, para el censo de 1975, tiene ya 5 400 000 habitantes. La creciente oferta cinematográfica también se multiplica aceleradamente, desde la primera exhibición de un programa de variedades en 1897 a la construcción en 1912 del Salón Olimpia por los Di Doménico, como primera sala de cine (Nieto y Rojas 1992). En 1950, tiene medio centenar de salas, que duplica durante la década siguiente, como también su población. La ciudad y su oferta continuará creciendo hasta entrada la década de 1970 cuando empieza a desacelerarse la demanda del espectáculo cinematográfico. Se habla de una edad de oro de las salas de cine en Bogotá entre 1940 y 1969, y del inicio de la decadencia de la exhibición a partir de la década de 1970 (Barón Leal 2012, 126).
Con una inmensa demanda y una gran oferta en diversidad de gustos, como cualquier ciudad moderna, se puede decir que Bogotá era una ciudad cinéfila. Desde los teatros de estreno entre el centro de la ciudad y Chapinero, poco antes de que la oferta se hiciera desde los centros comerciales, hasta los teatros de reestreno y los de barrios más periféricos, los grandes estrenos de Hollywood, de películas europeas ganadoras de festivales o películas de acción y otros géneros, hasta las salas dedicadas al cine porno. Se cuenta con orgullo que en septiembre de 1949 el catalán Luis Vicens inauguraba el Cine Club de Colombia (primer cineclub en América Latina) con la proyección de Los niños del paraíso de Marcel Carné. Diez años después, don Hernando Salcedo Silva asumió su dirección, dedicándose con sagrada devoción a formar su público. A final de la década de 1960, algunos escasos “clubes de cine” religiosos o laicos amplían esta labor hacia la orientación de jóvenes escolares, y en la década de 1970 empiezan a aparecer distintos “cineclubes” de iniciativas autónomas de cinéfilos o apoyados por universidades, centros culturales y ciertas embajadas. Algunas salas comerciales empezaban a tener una doble vida alquilándose a cineclubes en funciones nocturnas entre semana o matinales de los sábados. También desde la década de 1960 circulan revistas dedicadas al cine, que durante la década de 1970 amplían su oferta. Son empresas editoriales de escasa duración al tratarse de emprendimientos de amantes de este, ya considerado, arte. En ellas ejercen la crítica una variedad de aspirantes al periodismo cultural, la literatura, la docencia del cine, la realización cinematográfica o, simplemente, por el deseo de practicar este “oficio del siglo XX”, como lo llamaría Guillermo Cabrera Infante. Empiezan a circular revistas y columnas de cine en diferentes periódicos, junto con libros imprescindibles, entre las butacas de ciertas salas de cine capitalinas. En las cafeterías aledañas a estos teatros, se hacen espontáneos círculos en los que se comparte y discute entre clásicos hitchcockianos, bermangianos o buñuelianos, que descalifican las nuevas tendencias de la nouvelle vague francesa, el cine independiente norteamericano, el nuevo cine alemán o la militancia de ciertos cineastas latinoamericanos. Las concepciones en la formación del público son tan diferentes como las afinidades elegidas entre autores y escuelas, o sobre el tipo de cine que debería hacerse. Si para algunos el cine era el medio más eficaz de educación humanística, cultural, política o moral, para otros se trataba de un fin en sí mismo, un arte que no debería nada a ningún otro, la pura expresión de lo “específico fílmico”. También estaban quienes apuntaban a encontrar la vena comercial en lo popular, conectar con el gusto del mayor público, y los que lo consideraban un arma para el cambio social y político. Las discusiones no terminaban y las fracciones alejaban a unos de otros. El panorama estaba jalonado por críticos como Carlos Álvarez, quienes buscaban el surgimiento de un cine social y comprometido políticamente; Andrés Caicedo, quien sin convenciones animaba a toda una generación inconforme a ver un cine más revelador que bien revelado, o el humanista Luis Alberto Álvarez, para quien la ética y la estética no podrían disociarse en el arte. Entre estos y otros se discutía, además, cuál debería ser el cine colombiano: ¿el de José María Arzuaga o el de Gustavo Nieto Roa?, ¿la comedia popular o un “cine arte”? Calificación que nos parecía terriblemente elitista o, peor aún, de un gran complejo de bastardía frente a las demás “artes”, que no necesitaban demostrarlo. La crítica y la censura se confundían a veces en un triste terreno, que costó la invisibilización en su momento de las películas de Arzuaga por no ser como las admiradas del cine extranjero. No faltaban las posturas radicales, aunque no hubiésemos vivido la posguerra europea: unos propugnaban un cine crítico con nuestra realidad, mientras otros querían eludir la violencia que acechaba afuera de los teatros. Por deseo, costumbre, calidad y, sobre todo, cantidad, se veía ante todo cine extranjero. Pero no solo se era espectador de un cine ajeno, también se anhelaban las premieres con sus estrellas desfilando en tapete rojo. En aquellos tiempos del celuloide de las décadas de 1970 y 1980 (lejos de Dios, pero más lejos de Hollywood o Cannes), podría esperarse bajo la lluvia durante años la exhibición de grandes películas que alimentaban nuestros imaginarios.
En 1971, se inaugura la Cinemateca Distrital en la Sala Oriol Rangel del Planetario Distrital, en la que dos años después se presentó el muy bien curado programa de “Cine colombiano, 1950-1973”, que incluía a Carlos Álvarez, José María Arzuaga, Gustavo Nieto Roa, Rodríguez y Silva, Mayolo y Ospina, y otros tantos que ya empezaban a dejar huella en nuestro cine. En 1978, se abre la nueva sala de la Cinemateca en los altos del Teatro Jorge Eliécer Gaitán, convirtiéndose en la sede de un creciente y diverso grupo de maestros y aficionados, críticos e historiadores, cineclubistas y editores de revistas, y un creciente público de gran afecto a esta sala de sombras donde nos refugiamos tantos. Más o menos nos reconocíamos y podíamos saber a qué subsecta pertenecían: adeptos al cine mudo expresionista alemán u odiadores del cine imperialista gringo, amantes de los hermanos Marx (que no incluían a Karl) o perplejos espectadores del nuevo cine alemán, radicales neorrealistas o quienes queríamos verlo todo. Durante todo el año 1980, la recién creada Compaña de Fomento Cinematográfico (Focine), junto con la Cinemateca, ofrecieron un curso de producción cinematográfica. Formar públicos ya era un eslogan discutido, y ahora se empezaba, con muy poca infraestructura, a formar oficiantes. La pregunta por los modelos y las metodologías de formación era continua y afortunadamente nunca llegaba a resolverse de manera unívoca. Algunos adorábamos la frase común de tantos cineastas que afirmaban que su escuela había sido “matiné, vespertina y noche”, fuese en la Cinémathèque de París, el Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York, la Cinemateca Distrital o en cuanta sala oscura hubiese, pues, en todas, la luz siempre llegaba de atrás. Ahí ciertas imágenes fueron marcando nuestras retinas, a cada cual la suya, para enseñarnos a mirar. Desde acá, en las salas de cine de la periferia de los grandes centros de producción industrial, hemos sido siempre formados por la proyección de las imágenes que, como inigualables espectadores, ha sido nuestra inevitable tradición.
El recuerdo de la imagen-ruina
El estado de la película vista por el niño Víctor Erice era “una auténtica ruina, especie de resto de naufragio que un distribuidor poco escrupuloso sigue haciendo circular” (Erice 1995, 22); el mismo de tantas imágenes que estábamos abocados a ver. No se trataba de la imagen-marca de un pasado imposible de evitar, pues en su deterioro ya no alcanzaba a dar testimonio de aquel mundo de vergüenza. En cambio, sí aparecían otras huellas: las de su materialidad arruinada. Tampoco era la “imagen abyecta” que hacía tolerable lo peor, aunque en su circuito de consumo final estas imágenes gastadas dejen ver la abyecta ambición de lucro para con sus productos y su último público. No es tampoco una imagen-pobre en sus propósitos políticos y económicos, sino más bien empobrecida a costa del abuso hasta su consumo final. Es otra clase de imagen, que en su arruinada y última proyección solo permite apreciar una mínima huella de su primer esplendor; pero, en cambio, muestra con evidencias el rastro y deterioro de su sobre-explotación, en la descuidada distribución y exhibición final de su producto. La imagen-ruina expone en su propia materialidad y exhibición el maltrato y abuso del consumo cultural en el capitalismo. Para este momento, ya se ha recuperado con creces el costo de toda su inversión o se ha considerado un fracaso insalvable en estas latitudes. Tanto así que los grandes fracasos comerciales difícilmente tienen distribución en pantallas marginales. Estas precarias proyecciones de imágenes arruinadas evidencian lo lejos que se está de los grandes centros de producción y distribución donde un inmenso público termina afectado con los remedios y remiendos practicados para extraer el último recurso en estas exhibiciones residuales. Es la imagen-ruina mostrando todo el circuito de explotación del producto cinematográfico.
En estas imágenes y en nuestras pantallas, donde el film noir nunca fue tan oscuro y el western fue siempre crepuscular, es donde hemos visto y gozado del esplendor y ocaso de este arte de las luces y las sombras. Solo en este último momento del consumo y en nuestra contemplación extática es donde se produce la descarga emocional y simbólica que culmina impactando nuestra memoria. Hemos sido marcados por estas imágenes en las que podemos encontrar signos que nos hablen ahora de nosotros.
La industria y el comercio de estas mercancías y sus fantasmagorías han logrado como ninguna otra la fe en la idealizada realidad que promueve, la de la ideología que sostiene el realismo capitalista. Es una operación propia del cine agregar valor simbólico y económico a cosas que no lo tienen, tomarlas del mundo común y hacer de ellas sus imágenes, produciendo en estas imaginarios de mundos singulares, extraordinarios, memorables. Sergei Eisenstein había advertido que el montaje es una operación de multiplicación de sentidos que da valor simbólico a las imágenes. Pero también y siempre agregando plusvalía al capital: el montaje multiplica la inversión. Jun Fujita Hirose examina cómo Eisenstein en Octubre suma rostros de gente para hacerlos ver como una revolucionaria masa bolchevique y cómo Hitchcock en Los pájaros convierte pájaros comunes en una bandada de pájaros amenazantes. Concluye que “el cine extrae plusvalía del trabajo colectivo de las imágenes ordinarias. Puede que allí resida la relación más íntima entre el cine y el capitalismo, incluso el cine-capital” (Fujita Hirose 2020, 17). Pero, sobre todo, es en la imagen-ruina, en el agotamiento de esta sobrevaloración, donde aparece el rastro de toda su operación. En esta, en su última decadencia, tras la explotación de su espléndida apariencia inicial, sobrevive como huella de su propia condición industrial, la ruina. Es el valor que Benjamin (2005) observa en la ruina fotográfica de las postales del Berlín de su infancia, resaltado en su cita a Balzac: “las ruinas de la burguesía serán solo un innoble detritus conformado en cartón piedra, con escayolas y con colorines” (111). Su condición económica y su modo de producción, su función social y simbólica, son, en última instancia, lo que la ruina deja ver en la imagen. Su detritus no solo adherido a la imagen, sino también a nuestros recuerdos.
La imagen-ruina es la inevitable exhibición residual y empobrecida del cine extranjero en la periferia de sus grandes industrias. Habrá que reconocer, entonces, la precariedad de estos lugares y sus modos de exhibición, aquellos en los que hemos visto y amado el cine, y cómo han condicionado nuestra percepción, influyendo y haciéndonos cinéfilos. Unas imágenes que por azar o, mejor, por sus mismas condiciones de distribución en el negocio del cine, pero también por el clima tropical de los depósitos donde se archivaban, del descuido de los exhibidores y, valga decirlo, de la resignación que asumimos en el momento de su exhibición, perdían su calidad original y mutaban en otras formas. Imágenes marcadas aleatoria y singularmente por estas circunstancias, exponiendo en sí mismas su condición, sus modos de explotación y consumo. Imágenes-ruina en las que aparecían y crecían las huellas de su deterioro, que, si pasaron inadvertidas en nuestra primera mirada, han adquirido luego nuevos sentidos, recuerdos y significados. La tipología de estas marcas es diversa: copias de bajo costo, en blanco y negro de originales en color, o en 16 mm de películas en 35; copias ralladas, quemadas, descoloridas o con hongos; rollos de películas perdidos; copias de películas incineradas al vencimiento de sus derechos comerciales; películas censuradas o mutiladas por distintos motivos; intervenciones vandalistas o “artísticas” en diferentes tipos de películas; pantallas sucias o mal templadas; proyecciones con sonido monofónico, pésimos doblajes; desincronización de imagen y sonido en su proyección; proyecciones de baja luminancia; proyecciones interrumpidas por motivos técnicos o de orden público; traducciones en vivo a falta de subtítulos o doblajes; fragmentos contados o leídos en público, en ausencia de estas partes de la película; cintas perdidas, destruidas o que siempre se anhelaron ver y nunca llegaron. En definitiva, diferentes huellas que marcaron nuestra formación cinéfila y que al evocarlas adquirieren un nuevo sentido para quienes las vimos, para la memoria colectiva de una generación y como constancia de unos modos singulares de exhibición y recepción del cine, que alteraban una pretendida homogeneización del producto industrial.
Dada la efímera existencia de la imagen-ruina, supeditada al momento de sus desiguales proyecciones, solo aparece como “imagen recuerdo” en nuestra memoria. Deleuze (1985) en sus “estudios de cine” distingue entre el recuerdo puro y la “imagen-recuerdo que deriva de él”, que “no hace otra cosa que actualizarlo con relación a un presente” (167). Así, de estas imágenes solo queda la imagen-recuerdo en cada uno de sus espectadores, disparada por algún motivo hacia el presente. Recordemos ahora las transformaciones de la imagen condicionadas por las técnicas del medio. Aunque la imagen audiovisual y su forma de contemplación parezca ser la misma, lleva en sí misma grandes diferencias por sus formas de producción, circulación y exhibición. Son bien conocidas las economías de tiempo de producción, de costo de materiales y de facilidad de ejecución, que suponen la transformación de la imagen analógica a la digital. También se sabe que la velocidad y liviandad en la distribución de lo digital por internet constituye una abismal diferencia entre estas dos. El soporte fílmico y fotoquímico de la imagen analógica, que empezó a desaparecer de la exhibición cinematográfica a finales del siglo XX, posee gran fragilidad en su consistencia física y táctil, se ensucia, ralla, quema, rompe, recoge hongos de humedad o pierde su color inicial. Con el video electromagnético, se domesticó la imagen-movimiento, en su producción y su exhibición en pantallas caseras, aunque también se vio afectada por daños que ya no eran tan evidentes en el soporte: la cinta se enredaba, se cortaba o le salía otro tipo de hongo, dejaba ver drops. En lo digital, se pierde todo contacto táctil o visual con el soporte, aunque la imagen sufre otras alteraciones: se pixela, se congela, pierde la sincronía audiovisual, etc. La piratería de las imágenes se ha dado desde sus primeras constituciones técnicas y legales, pero la imagen digital permite un mayor acceso a su producción, reproducción, circulación y recepción, dificultando el control económico del negocio desde los grandes centros de producción. García Espinosa (1995) ve en la llegada de la tecnología del video digital una posibilidad de romper la radical división entre espacios de producción y de consumo.
Esta aclaración da contexto al significado profundo que la imagen-recuerdo otorga a la imagen fílmica, sobre todo en su proyección y las condiciones de deterioro de su materialidad en la imagen-ruina. Los recuerdos también se atan a los espacios donde se tuvo la experiencia guardada en la memoria, los teatros y la ciudad recorrida en su búsqueda. Espacios hoy inexistentes o transformados, grandes construcciones que, si no han sido demolidas, albergan hoy depósitos, parqueaderos, billares, casinos, rumbeaderos o templos cristianos, y en los mejores casos se han dividido en varias salas más pequeñas o han regresado a sus funciones de teatro. En una ciudad que también ha sido transformada por la fuerza del capital, donde se invierte a bajo costo en zonas en decadencia para luego renovarlas y valorizarlas, con su inevitable efecto de desplazamientos de población, de uso, de simbología y de memoria. Fue durante la década de 1980 que empezó la gran renovación arquitectónica, urbana, económica y cultural que implicó la transformación del hábito moderno de ir a cine. Renovación que se realizó en paralelo a la transformación tecnológica dada en la producción, distribución y exhibición cinematográfica, desde su tradicional soporte fílmico y analógicos al digital, que circula velozmente hoy por internet. En menos de medio siglo, fuimos testigos del cambio que significó entre “ir a cine”, recorriendo la ciudad en busca de la película y sala escogida, y ver en casa la serie ofrecida por la plataforma a la que se está inscrito. También en la década de 1980 se expandió el negocio de tiendas de alquiler en video (VHS o Beta), que durante la década de 1990 cambió el soporte de su producto por el disco de video digital (DVD) y en la primera década del suglo XXI empezó a desaparecer.
El cine ha sido desde sus orígenes una de las imágenes que mejor representa la permanente mutación de la modernidad, su inestabilidad y fugacidad fantasmagórica, donde la única constante es la veloz aceleración con la que el capital se mueve, cambia y multiplica su valor. A 24 o más veces por segundo, la imagen cinematográfica ha sido siempre impermanente, fantasmal, inasible, frágil, por no decir arruinable, que donde quizá se conserve mejor, en su esencia cambiante, sea en la imagen-recuerdo. Ella lleva en sí la impronta de la ciudad, los espacios y tiempos, donde ha circulado. El rastro de la veloz y violenta transformación urbana a manos del capital, su permanente hacerse ruina, se ha conservado a su vez en las frágiles imágenes cinematográficas. En el cine, como en nuestros recuerdos, nos acechan las imágenes de una ciudad mutante, con sus antiguos teatros de cine, sus animadas conversaciones en cafés aledaños o las largas travesías por sus calles. Es este el lugar de la imagen-recuerdo de aquella imagen-ruina, el locus que se quiere abordar. De los recuerdos tanto como de los sueños, con sus sustancias inestables, vaporosas y fugaces a más no poder, solo queda la narración como constatación, y quizá como razón última de su significado profundo. Este narrador no busca recordar y ordenar una secuencia de imágenes en un sentido causal y argumental, sino obedecer a las interrupciones e irrupciones de secuencias, a las inconsistencias que interpelan en busca de otros sentidos: ocultos, oníricos, simbólicos, lapsus, en el mejor sentido de la palabra, que exigen operaciones de montaje.
En Infancia en Berlín hacia 1900, Benjamin (2016) intenta recuperar la imagen de su ciudad evocando su niñez a partir de motivaciones, como los espacios y muebles de su casa, algunos parques y edificios, las fotografías familiares y las mismas postales que coleccionaba cuidadosamente. Claramente la memoria en su forma de imagen-recuerdo se activa al volver a ver o tocar objetos, escuchar frases musicales inconclusas, oler ciertas fragancias o, como en la inolvidable cita de Marcel Proust: cuando un instante de su pasado infantil lo envuelve con toda su plenitud, en el momento en el que su paladar hace contacto con una galleta madeleine humedecida en el té. Pero antes que dejarse sorprender por azar, del instante evocador en Proust, el ejercicio de Benjamin (2016) es un esfuerzo por apropiarse de “las imágenes en las que se plasman las experiencias de la gran ciudad de un niño de clase media burguesa”, sin que la nostalgia se adueñe del espíritu de estas (135). Él busca, a través del recuerdo personal de su infancia, recuperar el locus donde transcurrió su infancia y la vida de miles de personas. Traer quizá “la evidencia del carácter irrecuperable del pasado, no en el sentido biográfico y casual, sino social y necesario” (135). Este intento tampoco es una reconstrucción biográfica de una simple vida burguesa, cargada de todo tipo de sentimentalismos, sino de encontrar el sentido que tuvieron tales imágenes y su recepción para una generación, como también lo que estas puedan decirnos del carácter de su locus. Más allá de una descripción topológica, locus es el complejo de todo aquello que alguien le atribuye a un lugar, para quien este posee un carácter especial. Específicamente es la cinefilia bogotana de las décadas de 1970 y 1980, pero también la de cualquier ciudad latinoamericana con condiciones semejantes en cuanto a lo económico, lo cultural, lo político y lo simbólico.
De la imagen-ruina, como en un cristal fisurado o quebrado, aparecen dos o más imágenes en su actual recuerdo: el desvanecimiento de la ruina original ya inexistente y la aparición de aquello que la provoca. No se trata de recordar las imágenes o los argumentos de aquellas películas, sino desde el presente en el que algo la convoca comprender el locus de la precaria recepción en aquel momento, en la aparición transformada de la imagen-recuerdo. Emergen así imágenes incompletas, inconexas, oscuras, exigiendo un nuevo sentido ajeno al de su relato original, oculto o que había pasado desapercibido, y entonces adquieren la luminosidad de un encuentro. Muestra solo ahora el sentido de su aparición en el pasado, en una sobreimpresión de aquella imagen-ruina con esta imagen-recuerdo. No una explicación histórica, sino una epifanía poética. No la razón de por qué se arruinó, sino el sentido del porqué toda imagen es ruina en su esencia.
Los siguientes son algunos casos en los que este narrador contempla un sentido profundo en la imagen-ruina.
Primero, imágenes y preguntas que aparecen en esta ciudad, ahora o siempre. Es una imagen que inquieta por la ineficacia, desperdicio o absurdo de lo que la permite, pero que quizá sea una figura retórica de nuestra propia condición. La de tantas ruinas de grandes construcciones modernas que quedaron inconclusas y abandonadas en medio de la urbe. La ruina de algo que no existió, sin pasado glorioso, y ni siquiera el oropel de las ruinas burguesas que tanto llaman la atención de Benjamin. Pero, además, la imagen que esta ruina nuestra nos la presenta el ojo extranjero de Arzuaga en varias de sus películas que, como Pasado meridiano, fueron maltratadas por la censura y cierta crítica que prefirieron considerarlas “imperfectas”, para no entrar en debates. ¿Fue la mirada de Arzuaga o la mía la que se cruzó por primera vez con aquel monumento?
Segundo, el recuerdo de una proyección inestable y cada vez más oscura de Sunset Boulevard de Wylder, que al recordarla se vuelve redundante en su doble decadencia: la de la olvidada actriz de Hollywood y la del amenazado cineclub donde se mostró. Este luminoso recuerdo muestra ahora las fuerzas económicas que dieron luz a la “fábrica de sueños” y a aquella sala bogotana, dejando luego que volvieran a sus oscuridades originarias.
Tercero, fue la forma en que se suplió la pérdida del primer rollo de Ella, Julio y Jaime (Jules et Jim) de François Truffaut, cuando se transportaba la copia en 35 mm entre distintos cineclubes de Cali, Medellín, Bucaramanga o Bogotá. Al presentarla se volvió entonces costumbre leer el guion de esos primeros veinte minutos al público. Le correspondió esta suerte o desventura al realizador de Fahrenheit 451 (otra adaptación literaria), donde sus protagonistas resisten clandestinamente a la prohibición gubernamental y quema de libros, aprendiéndoselos de memoria para recitarlos. Truffaut, quien ha sido un gran amante de los libros, quizá hubiera querido que se leyese en nuestros cineclubes las primeras páginas de la novela de Henri-Pierre Roché y no el guion que él escribió. Concluyo, con el recuerdo de las distintas proyecciones de la copia en 16 mm de Un perro andaluz, a la que se le había cortado el fotograma del cercenamiento del ojo, provocando la conjetura sobre su censura premeditada o involuntaria. ¿Qué pudiese haberla motivado? Precisamente en un país donde la violencia sobre el cuerpo y la humanidad de tantos era un lugar tan común que se hacía invisible.
Esta es la historia de una generación que fue educada sentimentalmente por unas imágenes. Una generación de cinéfilos en la que me incluyo, en una ciudad alejada de Hollywood, donde sus imágenes y las de otras latitudes nos llegaron de cualquier manera. Imágenes que ocultan y permiten ver tantas otras cosas, sobre todo las que, como espectador, me he dispuesto a ver. Si en principio nos mostraron un mundo tan alejado como Hollywood, o como el de la posguerra europea, siempre, a través de una mirada detenida y en la perspectiva del tiempo, han podido mostrarnos más. Ahora podemos ver en ellas su propia condición de imágenes, y a nosotros encontrándonos en ellas, como en un espejo. Si la primera evidencia que encontramos es la ausencia de nuestra propia realidad, junto con el deseo de evadirnos en el mundo que nos ofrecen, siempre lo real nos reclamará: al lado, detrás, por fuera o dentro de ellas mismas. La imagen-recuerdo de un lejano pasado en este presente, la ruina de nuestro recuerdo y de su misma imagen, predice siempre lo que somos y seremos en cuanto deterioro, desaparición y olvido. Según su etimología, re-cordar es volver a hacer pasar por el corazón, como en el cine vuelve a proyectar las imágenes de una película. Imágenes que empezaron a desaparecer ante el advenimiento de otras: las que quedaron grabadas ahora en cintas de video, mostrando allá la toma y contratoma del Palacio de Justicia y el pueblo de Armero sepultado por la lava; y que más acá permiten ver en su gris ceniciento y las rayas del drop otros fantasmas antes no percibidos, junto con el deseo de congelar y retroceder los hechos o, al menos, su imagen, para evitar ver nuestra propia ruina. La luz de aquellas imágenes venía de atrás, para proyectarse en una pantalla reflejante; a diferencia de los cristales que hoy emiten sus luces e imágenes frente a nosotros.
REFERENCIAS
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Notas
*
Artículo de reflexión.
Información adicional
CÓMO
CITAR: Durán
Castro, Mauricio. 2025. “La luz venía de atrás”. Cuadernos de Música, Artes
Visuales y Artes Escénicas 20 (1): 16-33. https://doi.org/10.11144/javeriana.mavae20-1.lvda