La piedra de oro y la ficción contemporánea: la práctica artística como constructora de memoria colectiva en el territorio colombiano*
The gold stone and the contemporary fiction: artistic practice as collective memory builder in the colombian territory
A pedra de ouro e a ficção contemporânea: a prática artística como construtora de memória coletiva no território colombiano
La piedra de oro y la ficción contemporánea: la práctica artística como constructora de memoria colectiva en el territorio colombiano*
Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, vol. 20, núm. 2, 2025
Pontificia Universidad Javeriana
María Angélica Rojas angelicarojasbe@gmail.com
Universidad Nacional de Colombia, Colombia
Recibido: 15 enero 2025
Aceptado: 03 marzo 2025
Publicado: 01 julio 2025
Resumen: Este artículo reflexiona sobre la práctica artística como herramienta para construir narrativas y cuestionar discursos hegemónicos, tomando como punto de partida una experiencia personal en el territorio de Mompox (Bolívar), durante una residencia artística en 2022. A través de una autoetnografía, se aborda la relación entre el arte, la memoria y la pedagogía, explorando cómo la creación puede funcionar como un acto de recolección de semillas (ideas, imágenes y relatos) para preservar y resignificar lo que está al borde de la extinción, como los oficios ancestrales. El artículo, estructurado en cuatro actos, se centra en el mito del humo y en la figura del alfarero, resaltando el poder transformador del arte para encontrar luz y calor en lo que parece perdido a través de la investigación y la creación.
Palabras clave:Mompox, oficios ancestrales, arte, resistencia, alfarería, memoria.
Abstract: This article reflects on the artistic practice as a tool to build narratives and question hegemonic discourses, taking as parting point a personal experience in the territory of Mompox (Bolívar), during an artistic residency in 2022. Through an autoethnography, the relationship between art, memory and pedagogy is addressed, exploring how the creation can function as an act of seed (ideas, images, stories) harvesting to preserve and resignify what is at the edge of extinction, like ancestral crafts. The article, structured in four acts, is centered in the myth of smoke and the figure of the potter, underlying the transformative power of art to find light and heat in what seems lost, through research and creation.
Keywords: Mompox, ancestral trades, art, resistance, pottery, memory.
Resumo: Este artigo reflete sobre a prática artística como ferramenta para construir narrativas e questionar discursos hegemônicos, tomando como ponto de partida uma experiência pessoal no território de Mompox (Bolívar), durante uma residência artística em 2022. Por meio de autoetnografia, aborda-se a relação entre arte, memória e pedagogia, explorando como a criação pode funcionar como um ato de coleta de sementes (ideias, imagens e relatos) para preservar e ressignificar o que está à beira da extinção, como os ofícios ancestrais. O artigo, estruturado em quatro atos, centra-se no mito da fumaça e na figura do oleiro, ressaltando o poder transformador da arte para encontrar luz e calor no que parece perdido, através da pesquisa e a criação.
Palavras-chave: Mompox, ofícios ancestrais, arte, resistência, olaria, memória.
Contar a partir de cuencos
> He querido volver a este artículo varias veces, lo he leído y releído más de la cuenta encontrando más palabras que volverle a incluir aunque mi cabeza dice no más. He querido volver a él, porque creo fielmente que en estos dos años de pausa sigue siendo una reflexión que me hago diariamente al ser docente y al ser creadora de imágenes o, como dice mi título, artista plástica. Para dar contexto, la reflexión parte de un territorio que habité en dos temporadas y a través de llamados de las aguas y de los ancestros fui recorriéndolo desde la experiencia y la observación. Creo fielmente en los tejidos que se forman cuando se escuchan atentamente las materias vivas (y también las muertas) que cohabitan un espacio con nosotros; soy partidaria de la escucha como lo primero para la creación, seguido de la escritura como medio de reflexión y, por último, contar al que lea una mirada que quizás entienda o difiera, pero que es capaz de crear diálogo, algo que necesitamos para crear puentes cortos, largos o rotos que lleven a la creación cultural.
Hay un texto que se volvió mi lugar seguro el año pasado y como lugar seguro volví a él más de una vez buscando en momentos de duda recobrar la fe en la academia y también ver el gesto como herramienta poderosa para la memoria, como el poder que el arte puede tener en un entorno árido donde puede ser generador de semillas, donde puede haber cosecha de nuevo. Pienso en la práctica artística como un mecanismo para narrar y generar cuestionamientos, para diferenciarse de discursos hegemónicos; el arte y la práctica pueden ser un lugar de disidencias y miradas distintas, puede que no nos salve, pero sí nos cuestiona. Ursula K. Le Guin (1986), en “La teoría de la bolsa de transporte de la ficción”, propone que el problema de cómo se relata el pasado viene desde la prehistoria, en que pensamos que el primer elemento del hombre fue la lanza y dejamos de lado que antes de la lanza fuimos recolectores, recogíamos frutas para sobrevivir (5). Olvidamos que nuestro primer objeto pudo ser la bolsa donde guardábamos los frutos. Olvidamos que nuestro primer objeto fue un contenedor, en vez de una lanza puntiaguda con la que cazamos presas. Creer que la historia puede ser narrada por otra corriente, y eso no la hace menos verídica, da una mirada nueva a cómo se entiende el entorno donde nos relacionamos, dando paso a que en el relato puede haber espacio para ser contenedores de semillas, ser bolsas que cargan frutos de memoria:
La ciencia ficción, concebida de la manera correcta, como toda ficción seria, por muy humorística que pueda resultar, es una manera de intentar describir qué está pasando realmente, qué es lo que la gente realmente hace y siente, cómo se relaciona la gente con todo lo demás en este apilamiento, este vientre del universo, este útero de cosas por venir y tumba de cosas que fueron, este relato sin fin. En ella, como en toda ficción, hay espacio suficiente para mantener incluso al Hombre en el lugar que le corresponde, en su lugar en el esquema general de las cosas; hay tiempo suficiente para recoger mucha avena brava y también para sembrarla, y para cantar al pequeño Oom, y para escuchar el chiste de Ool, y para mirar las salamandras, y el relato todavía no ha terminado. Todavía quedan semillas por recolectar, y todavía queda espacio en la bolsa de estrellas. (Le Guin 1986, 7)
Todavía queda tiempo. Eso es lo bello de la práctica, que, entre esos mundos posibles que puede dar la investigación y la creación artística, todavía hay semillas para sembrar, aun cuando parece que no habrá cosecha este año. Considerando este último fragmento, este artículo parte de querer contar la historia de este territorio a través de ser una recolectora de semillas, de frutos y, en este caso, de imágenes que buscan a alguien más tocar y que el ciclo comience de nuevo. Es ver el arte como la apertura a nuevas realidades, aunque no falsas, no únicas y verídicas. Este artículo nace de mi mirada en un territorio que habité y recorrí desde mis propios cuestionamientos y desde una autoetnografía, en la que respeto las realidades, pero la escritura fue mi ficción más real para narrar uno de los mitos encontrados en las orillas del Magdalena.
En 2022, realicé una residencia en la Casa Taller El Boga, en Mompox (Bolívar). Fui con el interés de encontrar oralidades y narraciones sobre el territorio del Magdalena y por conocer el mito de este pueblo. Este espacio sirvió como puente entre la práctica y el hacer, pero, sobre todo, para interrogantes sobre el papel del arte y las diferentes formas que existen para hacer pedagogía como lazo entre lo que puede estar en ruinas y lo que emerge de la fe en el acto colectivo. Este artículo es una reflexión sobre lo que está a la vera del polvo, lo que está a punto de la extinción, pero que el acto de agarrarlo de nuevo, ese pequeño gesto de ver la semilla escondida en la ceniza, puede volver a hacer comenzar el ciclo. Pienso en el polvo, en la ceniza, en lo que estaba oculto, en lo gris de la materia, y cobró sentido lo que Didi-Huberman (2019) afirma:
La imagen arde por la memoria, es decir, que no deja de arder, incluso cuando ya no es más que ceniza: es una forma de expresar su vocación fundamental de sobrevivir, de decir: Y sin embargo… Pero, para saber todo esto, para sentirlo, es preciso atreverse, es preciso acercar el rostro a la ceniza y soplar suavemente para que la brasa, por debajo, vuelva a producir su calor, su resplandor, su peligro. Como si, de la imagen gris, se elevara una voz: “¿No ves que estoy en llamas?”. (89)
El ejercicio de soplar el polvo para que apareciera lo que estaba escondido, tal como sostiene Didi-Huberman (2019), tenía que acercar el rostro, y eso fue lo que hice. Fue contemplar, y agarrar, como gesto principal para hacer memoria, para dialogar con la ausencia y encontrar una forma de aceptar un arrasamiento. Me pareció una imagen que no podía borrar, crecí con esta idea, con esta pulsión. Mompox llegó como una brisa de aire nuevo, con sus relatos y oficios, me decían a soplos: “Acá también estamos ardiendo”. Ellos ardían todavía en la ceniza, ahí yo vi la hoguera, vi el fuego aparecer. Surgió el humo y fui en su búsqueda.
Este artículo es una pequeña parte de lo que fue uno de los encuentros más importantes en el proceso de la tesis de la Maestría en Artes Plásticas y Visuales de la Universidad Nacional y lo que me hizo llegar a la obra plástica. Parte de uno de los mitos que encontré en Mompox. Fueron tres: un arenero, una carpintera y un alfarero. Este artículo tipo crónica habla del último, y de haber navegado en la grieta, en el surco que se abría y daba paso al olvido de una labor. Tiene cuatro capítulos cortos que están nombrados como actos, tres momentos en los que el ciclo comenzó y volvió a empezar. Este es el mito del humo que creó señales al soplar la ceniza una vez.
Acto I: Encontrar la piedra de oro
Vivir como posible mito de ser el último sobreviviente de un oficio debería ser como para escribir historias impresionantes sobre las proezas del sobreviviente. Debería lograr abarcar la historia de una labor y de interesar a todos. No, no debería ser el último, debería existir dentro de ellos, dentro de todas las posibilidades. Debería…
Me hablaron mucho del último alfarero de Mompox. Llegué a él como una suerte, buscando unas manos que me enseñaran el barro. De ellas aprendí la importancia de la repetición del gesto y la paciencia que exigía el barro. Sus manos amasaban, moldeaban y formaban las piezas, aunque fuera solo para ser desechadas. Era un ciclo ver el barro convirtiéndose en forma y luego en polvo de tierra. Al Meyo 1 lo conocí a partir de historias fragmentadas que me contaban diferentes personas en las calles de Mompox. No supe su verdadero nombre hasta mucho después de haberlo conocido. Heberto Toro. Tiene un torno de 132 años, 2 sus manos agrietadas por el barro y la resequedad de la materia contaban historias bifurcadas. Nunca estreché su mano. Solo la contemplaba al preparar su torno, al preparar el barro. Creo que cruzamos más historias que conversaciones; escuchaba en cada encuentro un diferente monólogo. Me hablaba de sus padres, orgulloso me mostraba las fotografías. Narraba sus historias y cómo había llegado al barro, a querer ser el único de su familia que aprendería el oficio. Hacía las piezas y lo escuchaba, me sentaba a verlo hacer crecer el barro, a formar montañas, a encender el tiempo. Mientras hablaba creaba tinajas, platos, teteras y ceniceros. La rapidez de sus manos me asombraba y su forma de hablar pausada, constante, sin dejar de darle pedal al torno era la mejor forma de contar una historia.
El Meyo vive en una casa propia pero pequeña, donde él y su torno son uno. Ya no puede vivir de la alfarería. Lo visité varios días, cada mañana después del desayuno, fui formando un relato a partir de los cuencos. Empezamos a hacer uno, luego al otro día otros dos, el jueves cinco más y el viernes tres. Se descansa el fin de semana y vuelvo a contar.
Era ver una elevación a través de sus manos. Del polvo y del agua aparecía la forma, para volver a su inicio, a ser parte de la tierra. Era como un ciclo eterno y creo que lo seguirá siendo. “Polvo eres y en polvo te convertirás”. Le daba forma al barro y el barro le daba la tierra. Después de muchas charlas en mecedoras, tintos con panela acompañados de Mapi, su perra chiquita, que se acomodaba en mis piernas, descubrí que Heberto aceptaba la extinción de su oficio en Mompox. Aceptaba el hecho de ser olvidado, el hecho de ser el último, de no enseñar.
Era contemplar con mis ojos un escenario en el que nadie iba a habitar de la misma forma esa imagen. Me decía: “Míreme, nena, esta sí que le va a gustar, ponga cuidado, grábeme, nena, espere a ver lo lindo que queda. Era un teatro de las formas donde yo era la espectadora y él el actor principal. Parte por parte, los días eran actos y el barro en sus manos formaba tinajas, teteras y muchas más cosas. Era como si me contaran historias, como si ese barro no se quisiera acabar. Las clases irían hasta donde el barro alcanzara, ni una gota más.
No vende vasijas, no vende tinajas, ya no vive del barro, aunque sin él tampoco puede vivir. El torno ha sido su acompañante entrañable en sus tres mudanzas. El torno es su máquina, la que repite la imagen, parte por parte el torno moldea, sus manos moldean y se crea la forma.
Me dice: “Nena (así me llama), yo vivo del barro, pero yo sé que un día yo no voy a estar. Mi torno será leña, mi barro más tierra será. Mi leyenda será humo y polvo que la gente pisará, un extinto en esta tierra seré. Pero, por eso, no dejaré de amasar”. Él, sí, es cierto, vive como el mito de ser el último alfarero de Mompox. Ese mito fue el que creó un tejido, un deseo de seguir encontrando formas para que fuera visto, encontrado y que la gente viera la labor que era necesaria, inseparable de él.
Acto II: Descubrir que la piedra no era de oro sino arena pulida
Los dioses condenaron a Sísifo a empujar eternamente una roca
hasta lo alto de una montaña, desde donde la piedra volvía a caer
por su propio peso. Pensaron, con cierta razón, que no hay castigo
más terrible que el trabajo
inútil y sin esperanza.
(Camus 2021,
120)
En la mitología griega, se relata el mito de Sísifo, quien logró engañar a los dioses y fue un héroe, un héroe absurdo. Los dioses estaban enfadados con Sísifo que había engañado a Zeus, a Hades, a Perséfone y a Ares, el dios de la guerra (Humbert 2022). Así que devolvieron a Sísifo al inframundo y lo condenaron a la tarea de arrastrar una enorme roca desde el suelo hasta la cima de una montaña. Cuando estaba a punto de llegar, la piedra siempre descendía, haciendo que Sísifo tuviera que repetir el proceso una y otra vez. Camus (2021) comenta que, al igual que un hombre absurdo, Sísifo mantiene la tarea de seguir empujando la piedra; pero, cuando es capaz de reconocer la inutilidad de su labor y tiene ahora sí la certeza de cuál será su destino, se siente liberado, reconoce lo absurdo de su condición y llega al estado de la aceptación. Aquí él finaliza diciendo que en este punto todo está bien y “hay que imaginarse a Sísifo siendo feliz” (133).
Imagino que el Meyo es Sísifo y que hoy su labor puede ser absurda, pero lo acepta. Me lo imagino feliz ocupándose de un oficio inútil, pero sin el cual no podría vivir. Amasando el barro y haciendo tinajas, deshaciéndolas y volviendo a empezar.
La alfarería es un oficio en extinción, por sus costos, porque requiere tiempo y paciencia, porque ha sido reemplazada por grandes manufacturas, y queda relegada como un oficio para crear souvenirs. Ya no es necesaria de la misma manera que antes. A personas como Heberto el mundo las destina al olvido, y el barro queda solo para ser hecho y deshecho. Heberto me relató muchas historias de pueblos cerca de Mompox, donde la alfarería también estaba extinguiéndose y los alfareros en huelga protestaban por su oficio. Talaigua era uno de ellos. Juana Sánchez era otro. En estos lugares, crear objetos con el barro puro se hacía solo por continuar con una tradición ancestral. Hablé con ellos y conversé sobre la alfarería y la tradición del torno. Quería saber más de ese oficio de boca de los grandes conocedores de un oficio y que ahora ya no daba para vivir. En los pueblos de Bolívar, se extingue a pasos agigantados. Queda concentrado en estos pequeños grupos que siguen amasando, siguen haciendo lo que saben hacer, pero el mundo les quitó su lugar tranquilo, los destinó al olvido. A la desaparición.
El Meyo es el último alfarero en Mompox. Su oficio no lo quiere aprender casi nadie y ya lo aceptó. Es un gesto absurdo seguir amasando, pero lo sabe y no puede dejar de amasar, su humanidad está contenida en el gesto, amasar para vivir.
Recuerdo ir a la casa del Meyo un día y ver un montón de tinajas de barro rotas de una manera extraña. Jarrones, con huecos en la mitad, o en una orilla pequeña. Le pregunté cómo se había roto y me comentó que al quemarse habían quedado muy finos y se habían herido en el proceso. No había forma de sanarlos, se convirtieron en objetos inútiles quebrados que botaría más tarde. Pensé de nuevo en la tela del huevo. Me imaginé a mí de niña queriendo sanar todo con esa tela, que, al agregar a los objetos así, cómo mis piernas se curarían, pensando que también podía sanar sus grietas, como sanó las mías. El Meyo se sana al amasar, sus manos hacen que el barro cobre forma y quería con mis manos sanar las rotas, quizás, en un acto absurdo, quería contener su mundo.
Acto III: El gesto de brillar la piedra hasta encontrar la semilla
Estos seres del pasado viven
en nosotros en el fondo de nosotros,
pesan sobre nuestro destino, son estos gestos que vuelven desde
la profundidad del tiempo.
Rilke (2012)
Tuve la suerte de encontrarme con Heberto, fue un descubrimiento inesperado, como una piedra blanca que se ve desde la orilla de un río turbio, como una pepita de oro. Me concentré en él porque me llamaba su imagen, el torno y sus manos. Me di cuenta de que sus gestos relataban historias y que su importancia era la repetición constante de la acción. Esa piedra que había encontrado tampoco era de oro, terminó siendo de arena pulida por el río. Estaba consciente de su oficio y lo efímero que era, entre todo era honesto y aun así seguía, porque era lo único que quería hacer. Cuando me refiero al “gesto”, siempre me hago la pregunta de cómo se define y pienso en el movimiento. Es el movimiento del cuerpo, de las manos, del rostro. Es algo que siempre está en el pasado, que insiste en repetirse, constantemente, como una aparición:
El gesto es aquello que no ocurre ni acontece verdaderamente: es lo que permanece sin expresión en cada acto expresivo […] Dos características, pues, parecen conformar el gesto: su inexpresión y su anacronidad, es decir, su no pertenencia a un tiempo definido. Empezando por este segundo rasgo, se debiera decir que, en este intervalo, en este entre-dos-tiempos, se produce la interrupción súbita, fantasmática, de una pausa, de un gesto que virtualmente contiene muchos otros tiempos, que se astillan y se incrustan en él, y que se desvanece conforme se ejecuta. Y esto que se astilla y se hunde en el gesto, que propiamente no sucede nunca pero que lo constituye hasta el punto de no diferenciarse de él y que, pese a todo, persiste, insiste y retorna indiferenciado del sistema que lo produjo, se dispone en cercanía de lo que el psicoanálisis ha denominado fantasma. (Morales Martín 2008)
Vi en este oficio desarrollado por el alfarero una labor contenedora, como si estuviera viendo un salmo 3 acontecer. Existe nuestra mirada y los vemos repitiendo sus gestos y dejando su huella. Cuando el gesto se extinguía, era empezar a soplar para seguir encontrando la imagen que ardía. Didi-Huberman (2010) escribe que Rilke decía que la “profundidad del tiempo” se manifiesta en los gestos humanos más aún que en los vestigios arqueológicos o en los organismos fosilizados; el gesto es un “fósil en movimiento”, a la vez que huella del presente y del deseo en que se forma el futuro. Didi-Huberman usa la frase “fósil en movimiento” y me hace pensar en ese movimiento como algo que acontece y devela un acto (232). A través de los gestos de Heberto, vi un cuestionamiento sobre cómo pararse frente a un oficio en extinción; me recordaba mi casa y cómo, poco a poco, todo fue arrasado y la única parada firme en su desaparición fui yo.
¿Se puede contener el gesto? Creo que esa es la pregunta más importante de este proyecto. ¿Cómo crear la frontera entre el olvido y la memoria? ¿Cómo develar un acto que hablara del gesto, que contuviera el olvido? Me quedé pensando en unas palabras de Didi-Huberman (2018):
El gesto encarna una resurrección o una supervivencia, ya se entienda este término en el sentido trivial (alguien, aquí, quiere sobrevivir a la muerte de su prójimo) o en el sentido de síntoma elaborado por Warburg a través de su idea del Nachleben (algo, ahí, quiere sobrevivir a su propia desaparición). (288)
Desde este concepto de Nachleben, 4 que Didi-Huberman (2018) explica como “algo que quiere sobrevivir a su propia desaparición”, me cuestioné sobre la figura del Meyo en Mompox y cómo podía hablar de estos mitos. Puede entenderse el gesto como un término que funciona en forma de ciclo y lo que lo hace sobrevivir es esa acción constante dentro de nosotros. Vemos, quizás, una luz en la penumbra, un sonido, un canto que nos hace recobrar la fe. Era importante preguntarse ¿qué agarro para seguir? Para aceptar que el arrasamiento ocurrirá, que no soy salvadora, ni archivadora de su historia, y más bien la que lo contempla, mi labor es crear gestos que, a su vez que logren contenerlos, los haga memorables. Me paré fuerte en la postura de asumir el olvido entendiendo que el olvido es una de las experiencias más importantes para el ser humano sobre la faz de la Tierra. Es la potencia más grande de la memoria, pero soy la que pongo la frontera, la que asumo el olvido y decido qué agarro para seguir adelante y qué recojo de este fósil en movimiento.
Estaba sentada en la sala de mi casa cuando me llaman por teléfono y me dicen: “Tienes que ver esto, hay otros Meyos por Bolívar”. Seguido me pasa una foto que estaba circulando esa semana entre la comunidad de Mompox que tiene el siguiente texto:
Nota de un alfarero:
Nos tocará trabajar en otros oficios
para
poder sostenernos,
Lentamente la alfarería en el Bolívar
se está muriendo
Como se pierden nuestros sueños
No se cumplen
las promesas,
no hay apoyo, perecemos.
Esta nota de un alfarero me hacía pensar en el Meyo. En su miedo ya cumplido de haber sido el último en ese territorio y ahora también seguía la verdadera desaparición. Me contaron de unas artesanas que habitan una población cercana a Mompox. Hablábamos por teléfono sobre su arte. El oficio de la alfarería, de la cerámica, normalmente es de hombres, sobre todo, en esa parte de Bolívar, pero ellas eran jerarcas que pasaban el conocimiento y se movían a partir del hacer. Me dio esperanza, me devolvió la fe. Conocí a Yuri, una alfarera de Juana Sánchez, por teléfono, quien me ayudó a buscar entre sus piezas, las rotas, las feas, las que no servían ni para el masato.
Me causó mucha curiosidad para qué las usaban, si muchas veces también allá se rompían, en los hornos pequeños, estas cerámicas, y ya no servían más. Ella me dijo: “A veces las reparamos y otras veces las rompemos del todo porque no pueden servir más. Aunque hay algunas que guardan algo en su interior. Ahora son nido de gallinas. Allí ponen sus huevos. Me quedé pensando y luego le pregunté de qué forma las usaban las gallinas y ella, sin que se lo pidiera, tomó una foto.
Su hueco había abierto la entrada, hogar de las gallinas, donde ponían sus huevos, donde se ocultaba el sol. Parecían un huevo enorme, preparado para contener el calor, para volver a empezar el ciclo y volver a hacer aparecer el sol. Pensé de nuevo en las cerámicas rotas que vi en Mompox, pensé mucho en su desuso y en sus huecos, formados por el calor que no pudo aguantar el barro.
Necesitaba traer las tinajas, los mollones de ellas, las macetas y platos del Meyo, era una imagen que me llamaba a gritos, perdida en la tierra con su color. Me las traje, llegaron a Bogotá con una suerte infinita, tras horas de viaje se instalaron en el espacio. Empecé a resanar con una pasta hecha de huevo algunas de sus abolladuras, sus huecos y grietas. Fue cambiando la forma y dando paso al sanar como gesto límite para sacar del olvido. El polvo de huevo era como una masilla que se veía flexible y blanda, pero al secarse el calcio era más fuerte que nada, y terminaba siendo una esquina fuerte, resistente, al menos, a la mano y por ahora al calor. Esta fue una de las imágenes que cerraba y abría mi recorrido. Era ver la muerte del gesto al sanar las tinajas, pero también ver cómo podía contener y volver a empezar el ciclo. Podíamos volver al alba, podíamos volver solo al sonido ciego y a la contemplación.
Hace poco descubrí una imagen del artista y poeta belga Marcel Broodthaers (1924-1976), quien logró ver en su palabra poética una imagen que llamaba a la materia. Me sorprendí encontrando varias obras compuestas de huevos, de la cáscara como materia y quise indagar más. Aunque sus obras hablaran de una inquietud lejana a la mía y, sobre todo, de otra forma de esa materialidad, ver la cáscara en tantas de sus piezas me hizo pensar en el tiempo. En el juego de disponerse, parte por parte, a hacer de la cáscara algo que pudiera hablar o transmitir esa inquietud, de coleccionarlas, filtrarlas, disponerlas. Para él, el huevo no era solo el objeto, sino que hablaba del origen del mundo. “Todo son huevos. El mundo es huevo. El mundo nació de la gran yema, el sol” (Broodthaers 2016, 53). Su arte nacía de las palabras, sus imágenes y sus relaciones se dieron poco a poco por los escritos realizados y las metáforas creadas. Era un poeta más que un artista, como él decía, creía en la palabra y en la barrera frágil que sus imágenes podían contener.
Broodthaers (2016) agregaba que los huevos eran, al final, un contenido de aire, sin más. Las conchas expresaban necesariamente ese vacío, la base es lo que se tenía que mirar. Me quedé pensando en la cáscara y vi en ella su labor contenedora del origen, del vacío, de ser cascarón protector para la pepa de oro, de la yema, del sol. Broodthaers había encontrado esa relación con el cascarón como un descubrimiento a partir de las palabras, usaba esa materialidad en muchas de sus obras y las volvía imagen. Me sentí igual que él queriendo hacer materia las letras, las frases y la cáscara. El cascarón vacío, frágil y fuerte, a su vez, me hablaba del ciclo, de los ciclos del gesto, de una desaparición que vuelve a originar las primeras imágenes. La cáscara triturada estaba creando imágenes en el caso de Broodthaers y estaba experimentando con todas sus formas. Su pintura me parecía un cosmos, él había usado esa materia como imagen y yo, en cambio, usaría esa cáscara en todas sus formas, porque eran el comienzo del ciclo, el origen deshecho y vuelto a nacer.
El arte tiene esa capacidad de investigar como cualquier otra disciplina, pero ser sensible al respecto; encontrar materias que dialoguen con los pensamientos, con los sueños, con las palabras y con la investigación. Encontré en la cáscara de huevo una relación con los cuencos, con lo roto y con el origen de una labor contenedora. Creí fielmente en una forma de contener esa grieta, a través de curarlas con cerámica de huevo, de que en mi gesto pudiera encontrarse esas ganas de reparar el puente que estaba quebrado de la memoria de este oficio. Este relato del Meyo fue parte de mi tesis de Maestría en Artes Plásticas y Visuales de la Universidad Nacional y el proyecto final partió de la imposibilidad de contener el olvido, pero con la fe de que el gesto podía, como afirmaba Didi-Huberman, ser un fósil en movimiento.
Acto IV: Sembrar la piedra y esperar la ficción
Sembrar la piedra, donde se ocultaba la semilla y esperar la ficción. Una ficción que cuenta y relata solo una pequeña parte de la historia. Mompox es de suelo arenoso, es suelo de barro donde a cinco minutos del pueblo quedan ladrilleras por doquier. Era imposible que con un suelo que podía hacer brotar formas la cerámica desapareciera. El Meyo desde ese momento ha sido visitado, ahora por otros ceramistas que lo han conocido, con los que quizás también se haya mecido en la mecedora, haya tomado tinto con panela y haya acariciado a Mapi en sus piernas. No creo ser ni la primera ni la última en haberlo conocido, creo que seguirá esa llama encendida de esa pequeña forma donde, cuanto más cerca de la ceniza está la labor, una acción pequeña vuelve a encender la llama. A veces sigo en contacto con él con ganas de mostrarle cómo fue parte de este proyecto y de la creación artística, pero, cuanto más reflexiono sobre el arte, también pienso que quizás la obra más importante no fue lo que hizo o lo que hice. El arte está en el gesto contenido en sus manos y las mías, la transferencia de información y de conocimiento. Creo que, a pesar de haber trabajado en las formas del arte contemporáneo a la hora de habitar este territorio y de trabajar con el Meyo, se me queda más el hecho de que me haya enseñado a poner un barro centrado en el torno, para que no se vuelque, no se caiga y que la arcilla no tiene que estar ni muy dura ni muy blanda, que el amasado importa, que las manos cuidan la arcilla y la despojan de piedras hasta que quede tersa para que no se explote en el horno. Ese pequeño paso de conocimiento, haberme sentado en el torno, y haberme mecido en la mecedora escuchando sus historias y en un segundo plano el programa de MacGyver que pasaban en el televisor pequeño de la esquina. Creo firmemente que ese gesto me hizo realizar la importancia del acto para contener el olvido, para hacer memoria. Lo que agarro para seguir.
Esto me remite siempre a Eneas, el guerrero troyano (Jurado 2020). Para hablar de gestos, este es uno de los relatos más importantes sobre este tema. Eneas, quien, cuando estaba peleando para defender a Troya, que se encontraba sumida en una gran destrucción, su diosa tutelar, Afrodita, le dice: “Te voy a quitar el velo de las apariencias para que veas lo que realmente está sucediendo”. Al quitarle el velo, Eneas ve que quienes estaban peleando no eran los hombres sino los dioses. Ellos estaban arrasando con la ciudad. “Vete y salva tu vida”, le dice Afrodita, “esta ciudad va a quedar arrasada y tú no tienes nada más que hacer acá”. Le hace caso a Afrodita, va a su casa y lleva a cabo tres acciones que evidencian la aceptación de que Troya desaparecerá. Agarra en una mano las estatuillas de los dioses tutelares, recoge a su hijo y a su padre. Los gestos que implican la permanencia son estos.
Ya sabe que de esa ciudad no va a quedar nada. Los actos de llevar consigo a sus dioses, coger la mano de su hijo y llevar a cuestas a su padre están cargados de gestos memorables. Los límites del olvido están contenidos en esos gestos tan profundamente significativos: extender su mano para llevar a su hijo, cargar a su anciano padre a sus espaldas y, en la otra mano, llevar los dioses titulares. Tres actos: a) llevarse en la mano el cosmos, lo sagrado, representado en las estatuillas de los dioses; b) en la espalda lleva a su padre que simboliza la genealogía, el origen, y c) en la otra mano lleva a su hijo, que encarna el futuro.
Me quedé pensando en la potencia de esta imagen. Eneas trazó la frontera entre el olvido y la memoria. Dejó atrás la ciudad por la cual había luchado, aceptó que iba a quedar destruida, pero agarró lo que necesitaba para avanzar. Creo que esa es la labor del arte, al menos, en mi práctica es qué agarro para continuar, gestos, de agarrar, cargar, guardar, son igual de dicientes que los de Eneas; puede ser que no sea una gran hazaña contar, escribir o que no salve en algún futuro que la alfarería se extinga; pero sí es una forma, un pequeño mecanismo que propone la creación artística, para coger algo y reconstruirlo en una historia, una ficción real.
En enero de 2023, volví a Mompox y estuve visitando al Meyo, y creo que una de las imágenes más importantes fue un día que llevé a los niños de Bibliobarrio a la casa del Meyo, donde hace su barro. Estaban encantados con su torno, nunca habían visto uno así, de madera, grande, y que funcionara con los pies. El Meyo les mostró cómo se trabajaba el barro, se rieron juntos y tomaron la merienda. Lo llamaron el mago, porque podía convertir el barro en contenedor de agua, de objetos o de la misma tierra. Fueron los niños los que agarraron el gesto, y quisieron hacer tinajas y sorprenderse con la absurda tarea de Sísifo. No podían creer lo rápido que formaba las macetas, los jarrones, las teteras. Una, dos, tres, cuatro y una más. Nos devolvimos ese día todos, eran siete niños y empezaron a hablar de sus sueños. Les pregunté qué querían ser cuando fueran grandes y empezaron a contarme “Voy a ser presidente en Washington”, “Yo seré contador”, “Yo quiero ser músico de la tambora”, “Uy, yo, yo, quiero ser futbolista”. Se reían mientras me lo relataban y, entonces, escuché la voz, del más pequeño, que, con susurro casi imperceptible, me dijo: “Yo quiero ser alfarero”. Me di cuenta, con su comentario, de que por primera vez alguien había querido ese oficio de nuevo en Mompox y quizás el Meyo no sería el último alfarero. Al final de todo, había vuelto de nuevo la fe y todavía quedaban semillas para seguir plantando de la bolsa.
REFERENCIAS
Broodthaers, Marcel. 2016. Marcel Broodthaers. México: Alias.
Camus, Albert. 2021. El mito de Sísifo. Madrid: Debolsillo.
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Notas
*
Artículo de reflexión derivado de la tesis de la Maestría
en Artes Plásticas y Visuales de la Universidad Nacional
de Colombia.
1
Meyo es el apodo del alfarero, así le dicen, ya que tiene un hermano llamado Dagoberto. Son mellizos, y así se les dice: los Meyos.
2
El torno del Meyo es un torno de madera que no tiene nada eléctrico y que lo ha acompañado en cada mudanza. La madera es seca y con olor a barro húmedo y a tierra. El calor de Mompox seca sus partes rápidamente en el día de trabajo. Este torno se mueve con el cuerpo, con un pedal que es más que todo una rueda pequeña en la parte inferior con la cual tiene que constantemente darle vueltas. No tan duro, no tan suave, sino a un mismo ritmo que no para y es el único que deja hacer las piezas. Es una estructura enorme, que le importa más que nada a Heberto. Fue de su bisabuelo, de su abuelo, de su padre y ahora de él.
3
Utilizo la palabra salmo para aludir a lo sacro en estas imágenes creadas por estos tres personajes. Se define salmo como una composición poética que contiene experiencia de un pueblo para alabar a una deidad (García Álvarez 2017, 15). Veo estas imágenes como una respuesta poética a una experiencia mía para alabar el olvido, a creer en él como fundamental práctica del ser humano para crear memoria. Son acontecimientos que se relatan de forma poética y que resuelven un cuestionamiento o una postura en la forma de ver el mundo. La imagen del alfarero, el arenero y la carpintera son continuaciones de las imágenes genealógicas que existen y son importantes por medio de la contemplación; contemplar estos oficios fue lo que me devolvió la fe. Creo, a partir de estas narraciones, imágenes poéticas, las cuales son parte fundamental para la conformación de los “mitos del humo”, las imágenes plásticas logradas en esta exploración. Dichas imágenes no podrían ser formadas si no existiera este tipo de salmo responsorial que parte de la contemplación de estos gestos a través del asentamiento de la extinción de un oficio. Ver el salmo acontecer se refiere a ver estas imágenes y descubrir en estos actos experiencias importantes para la vida y la forma de pararse en el mundo. Nosotros respondemos al salmo, somos los espectadores o los lectores de estas imágenes los que hacen que el gesto continúe indefinidamente.
4
Aby Warburg fue una de las figuras más importantes para la historia de la cultura y el estudio de las imágenes en la historia del arte, las relaciones que hay entre ellas. Su obra más conocida es el Atlas Mnemosyne, un inventario de imágenes organizadas en 60 paneles donde se hacen evidentes las relaciones que existen entre tiempo y la historia del arte. Habla del concepto de Nachleben, que se refiere a la posvida, a la pervivencia de la imagen hacia la memoria y revivir el pasado (Vargas 2014, 321). Hablar de ese concepto despliega una gran cantidad de referencias y relaciones que se tienen entre las ya acontecidas formas en la historia del arte, una mímesis sin un modelo. Este término lo utilizo para apoyar el argumento del gesto como límite y causante de la pervivencia en los oficios, en los actos del cuidado de una tradición, en este caso, la supervivencia de la imagen a partir del gesto.
Información adicional
CÓMO CITAR: Rojas,
María Angélica. 2025. “La piedra de oro y la ficción contemporánea: la práctica artística como constructora de memoria colectiva en
el territorio colombiano”. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas 20 (2):
92-103. https://doi.org/10.11144/javeriana.mavae20-2.pomc