Las aguas/los bosques: en el pozo-jardín*

Waters/Forests: In the Well-Garden

As águas/as florestas: no poço-jardim

Eduardo Merino Gouffray

Las aguas/los bosques: en el pozo-jardín*

Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas, vol. 17, núm. 2, 2022

Pontificia Universidad Javeriana

Eduardo Merino Gouffray **

Pontificia Universidad Javeriana, Colombia


Recibido: 11 enero 2022

Aceptado: 14 febrero 2022

Publicado: 01 julio 2022

Resumen: A través de una serie de extractos a modo de crónica, se relata el proceso de un artista que asume las huellas que hace sobre la tierra como espacios de experimentación y conjugación de aquello que conforma su contexto. Aquí, las aguas, los bosques y el pozo se convierten en un mismo universo que se teje bajo la experiencia y la experimentación, junto con la intención de asumir un territorio que se hace por medio de negociaciones entre lo humano y lo no humano. Este relato es un fragmento de una investigación de un artista que cursa una Maestría en Conservación y Uso de Biodiversidad que aborda el problema del Antropoceno como un detonante para preguntarse sobre cómo una huella que se asume a modo de jardín, desde el mundo cotidiano, cercano y particular, tiene el potencial de abrir divergencias sobre nuestra relación con el entorno y lo que allí habita. ¿Hay otra manera de ser y hacer huellas que no implique socavar? Desde los gestos, el caminar y la vivencia de los espacios, esta pregunta se irá respondiendo, mientras se encuentran maneras de entender los signos de un espacio intervenido que intenta brindar nuevas miradas más allá del antropocentrismo.

Palabras clave:Antropoceno, bosques, jardines, no humanos, práctica artística, huella.

Abstract: Through a series of extracts arranged as a chronicle, we tell the process of an artist who sees the traces they leave on the earth as spaces for experimentation and conjugation of what makes up their context. Here, the waters, the forests, and the well become one and the same universe, woven under experience and experimentation, along with the intention of assuming a territory that is made through negotiations between that which is human and what is non-human. This story is a fragment of a research by an artist who is studying a Master’s Degree in Conservation and Use of Biodiversity that addresses the issue of the Anthropocene as a trigger to ask about how a print that is assumed as a garden, from the everyday world, close and particular, has the potential to open divergences about our relationship with the environment and what lives in it. Is there another way of being and leaving traces that does not involve undermining? From the gestures, the walk and the experience of spaces, this question will be answered while we find ways of understanding the signs of an intervened space that tries to offer new views beyond anthropocentrism.

Keywords: Anthropocene, forests, gardens, non-humans, artistic practice, prints.

Resumo: Por meio de uma série de excertos em forma de crônica, conta-se o processo de um artista que assume as pegadas que deixa na terra como espaços de experimentação e conjugação do que compõe seu contexto. Aqui, as águas, as florestas e o poço tornam-se o mesmo universo que se tece sob a experiência e a experimentação, juntamente com a intenção de assumir um território que se faz por meio de negociações entre o humano e o não humano. Esta história é um fragmento de uma pesquisa de um artista que faz o Mestrado em Conservação e Uso da Biodiversidade, o qual aborda o problema do Antropoceno como gatilho para se questionar sobre como um rastro que se assume como um jardim, do mundo cotidiano, próximo e particular, tem o potencial de abrir divergências sobre nossa relação com o meio ambiente e o que nele vive. Há outra forma de ser e deixar rastros que não envolva o solapamento? A partir dos gestos, do caminhar e da vivência dos espaços, essa questão será respondida, enquanto se encontram caminhos para compreender os signos de um espaço intervencionado que tenta oferecer novas perspectivas para além do antropocentrismo.

Palavras-chave: Antropoceno, florestas, jardins, não humanos, prática artística, rastros.

Las aguas/los bosques/el pozo-jardín

El 12 de marzo de 2021, me encontraba al pie de un socavón lleno de montañas de escombros de diferentes colores terrosos esperando a ser compactadas. Me había preguntado por las cenizas del Antropoceno, las cuales asumo como el material particulado volátil que se acumula a causa de las grandes huellas humanas sobre la Tierra. Este enorme socavón, y otros más que lo rodeaban, era una huella tapada con las cenizas de las demoliciones; lo que queda de la infinita tarea de destruir y construir a Bogotá. Al sur de la ciudad, vuelve desquebrajado el material que alguna vez fue sacado de esos mismos socavones en la tarea absurda de abrir un hueco para luego volverlo a tapar con el mismo material durante décadas de esfuerzos inimaginables. Es una huella sobre la superficie terrestre que busca ser borrada como si nada hubiera pasado allí. En unos años, muchos no imaginarán que en esa planicie había antes socavones de hasta ochenta metros de profundidad, tal como me cuentan quienes me guiaron en la visita a ese lugar, y que estos llegaron a llenarse como humedales artificiales en una de las arremetidas del río Tunjuelo, que volvía a inundar su recorrido desviado tres veces a causa de la minería.1

Aunque podría citar toda la literatura que relata este drama, ese no es propósito de este artículo. También podría teorizar y desglosar lo que esto implica frente al concepto de Antropoceno; pero, tal como dice Latour (2015), al hablar del Antropoceno como resultado de una sola especie, es imposible no ser antropocéntrico al respecto. Afrontar ese drama de una manera muy académica y metódica, ¿no sería demasiado humano, demasiado antropocéntrico? ¿Sería pertinente desglosar una muestra desaforada de los conocimientos que, como individuo, he ido acumulando en el ámbito académico? ¿No habré aprendido nada entonces?

Al encontrarme frente a ese socavón, en medio del absurdo proceso de tapado, ver el río Tunjuelo aprisionado por lo taludes y las fotografías de sus inundaciones, solo podía preguntarme si habría otra manera de dialogar entre las huellas y prácticas que generamos cómo fuerzas geológicas2antropogénicas y las demás las demás entidades que se entrecruzan con esas marcas sobre la tierra, tanto seres vivos biológicos como las aguas que surcan los espacios. ¿Hay otra manera de ser y hacer huellas que no implique socavar, así como la minería en el Tunjuelo, las entidades más allá de lo que comprendemos como lo humano? Parte de afrontar lo que comprende un concepto o metáfora como lo es el Antropoceno es entenderlo como una manifestación sensorial de la experiencia de un mundo socavado y residual (Davis y Turpin 2015), así que, ¿hacia dónde señalaba mi investigación a causa de lo que había visto en los alrededores del Tunjuelo? Tenía claro que debía retomar mi propia experiencia vivida y los procesos que eso desencadenaba, siendo yo una especie de testigo de las preguntas y manifestaciones al ser fuerza geológica.

Había encontrado dos ritmos diferentes en ese lugar: cavar y tapar, que es lo que hacen los humanos a gran escala, y fluir e inundar, que son los ciclos del Tunjuelo. Me puse de tarea, como fuerza geológica, buscar la manera en que cavar y fluir, tapar e inundar, pudieran ser lo mismo; quería tomar esa paradoja entre dos ritmos, aparentemente disonantes, como una negociación entre fuerzas. Y, además, quería ver qué tipo de dibujo se trazaba al poner en juego esas negociaciones. Sin embargo, el Tunjuelo era enorme para mi minúsculo cuerpo. Necesitaba un lugar donde pudiera explorar mi experiencia personal como un artista que se asume como entidad transformadora de un espacio. Pero ¿dónde y con qué entidades podría empezar a dialogar?

La respuesta llegó el día que volví de Bogotá, en una tarde lluviosa y fría, a mi casa de toda la vida en una vereda de La Calera. Atendí a una sonoridad que me ha acompañado desde mi infancia y que desde siempre ha poblado mi universo cotidiano: el crepitar constante de la quebrada que pasa no muy lejos de la casa que he habitado por más de veinticinco años. Desde ese momento, trataría de dialogar con ella.

Con esas intenciones y preguntas, y dejando reposar un poco la teoría a un lado del cauce, empecé un proceso que se irá mostrando a través de una serie de capítulos o secciones a modo de crónica. Lo que sigue en este relato se trata de cómo las negociaciones con las aguas de la quebrada fueron dejando huellas sobre la tierra, mientras un pequeño universo se empieza a desplegar y brinda nuevas pautas para no pensar sobre lo humano haciendo lo humano, sino cómo las aguas, los bosques y el pozo asumido como jardín se conjugan para hacer huellas que no se tapan entre sí, como los escombros en los socavones, sino que ofrecen aperturas en un espacio específico.

Las aguas

La inundación había ocurrido y se había secado a finales de abril. El paso de la quebrada, saliéndose de su cauce usual, había dejado peinados, o bien aplanados, los pastos de kikuyo a su alrededor. Lo que había quedado era el pastizal barrido, con un área inundada al borde del enorme cedro centenario que ha sido testigo de más desbordes de la quebrada.

Había empezado mi trabajo de grado para la Maestría en Conservación y Uso de Biodiversidad pensando en las huellas que hacen las maneras humanas sobre la superficie terrestre. Tenía que encontrar una acción que dejara huella, pero que me permitiera, de cierta manera, una cercanía con el dibujo. Buscaba el gesto para hacer un trazo sobre la tierra, y la inundación me lo había puesto enfrente: el barrido como acción que cava, fluye, tapa e inunda. Esa sería mi manera de dibujar; mi lápiz sería el agua de la quebrada. Es más, mi tarea sería hacer una quebrada paralela en un intento de ser quebrada, para iniciar una huella.

Cualquiera que me viera desde lejos creería que estaba realizando alguna tarea absurda o que trataba de sacar el agua empozada al lado de la quebrada. Pues era lo opuesto. Estaba haciendo una “quebrada paralela” y, como su nombre lo dice, trazaba una línea que rompía el espacio con el barrido del agua. Sí, barriendo el agua con una escoba para inundar un lugar, una acción un tanto chistosa de presenciar. Estaba trazando en la tierra y mi lápiz era el agua (figura 1).

Al inicio, creí que estaba copiando a la quebrada; estaba siendo un río y esa era toda la intención del barrido. Por un momento lo creí, pues había entendido los compases y ritmos de la quebrada: uno, dos, uno dos, un barrido de fuerza, otro para extender el agua. Mi sonoridad era el chapoteo.

Sin embargo, yo no era un río, no estaba ni cerca. Aunque trataba de guiar el trazo hacia mi voluntad, el agua siempre se bifurcaba del camino señalado. Mis manos se ampollaban en la negociación y forcejeo con la quebrada, lo que me decía que el diálogo era más de entrega que de imposición. Me había convertido, más bien, en un vehículo para que el agua hiciera un territorio inundable.

En esta conversación, no era más que un diligente castor, inundando una planicie como alguna vez debió de haber sucedido en Bogotá antes de ser una sabana de concreto. Estaba haciendo un espacio, un nicho, que convocaba las fuerzas del agua. Afectaba las vidas alrededor que se aplanaban y sucumbían, y ahora resurgen con todo lo que la quebrada trae y lleva. En este sentido, ser un castor es también ser jardinero de la inundación, uno que aporca el suelo barriendo el agua.

Mientras trataba de ser castor, intenté hacer una presa improvisada. Tales inundaciones habían dejado varias aglomeraciones tejidas de ramas y hojas. Esas amalgamas de materia de la inundación eran el material perfecto para tratar de hacer una presa.

La labor era complicada: la quebrada encontraba cada recodo para seguir el curso a través de mínimos agujeros entre las ramitas. Al principio, creía que la corriente era perpetua, homogénea ; pero realmente subía y bajaba. Esa subida y bajada del cauce, que era bastante sutil, la empalmé con el ritmo de mi respiración. Inhalaba cuando parecía que se reducía y exhalaba cuando veía el nivel del agua subir a los bordes de la pequeña presa.

Eduardo Merino Gouffray, Akita, 2021, fotografía de cámara de fototrampeo.
Figura 1.
Eduardo Merino Gouffray, Akita, 2021, fotografía de cámara de fototrampeo.


Ante esto, caí en la cuenta de que la quebrada es un cuerpo.

¿Cómo podía entender ser ese cuerpo que no hace más que ser indefinido, que inunda y muta de una manera tan extraña para mi cuerpo semisólido y enclenque?

La mañana ha estado soleada y decido ir al sitio de mis experimentos de barridos e inundaciones. Al pie o, más bien, a las raíces del cedro que ha sido testigo de todas esas acciones, hay un bajo donde la tierra hace una formación a modo de cuenco labrada por las inundaciones. Aunque en las épocas secas no era muy evidente, ahora resaltaba, puesto que un enorme charco se había instalado. En medio del agua empozada, que se siente tibia y lodosa entre mis pies, me pregunto por este nuevo cuerpo de agua.

Unas semanas atrás, en la intervención de clausura del congreso Incipit Terra celebrado en la Pontificia Universidad Javeriana, miembros de la comunidad misak hablaron de sus miradas y perspectivas sobre los cuerpos de agua y tierra de sus territorios. Recuerdo vagamente cómo alguien decía: “ No es el agua, son las aguas”.3 El pozo donde sumerjo mis pies no tiene agua, es más bien un “descansadero”, un asidero de las aguas de la quebrada. El agua es H2O, es un recurso que se puede vender y consumir; las aguas, por otro lado, son la heterogeneidad que surca los espacios; son las entidades que las hacen, las que arrastran y son arrastradas en las inundaciones; son los movimientos, los diálogos y las negociaciones que se tejen entre las comunidades con las que se encuentran en el trasegar del cauce, que fluye y respira a la vez.

Estoy de pie en las aguas de las que también he participado, y el calor en ellas también se vuelve el mío. Yo también entibio y me entibio en medio de este pozo. Ya no puedo pensarme como persona que hace, sino como una más de las entidades que hacen un territorio que fluctúa (figura 2).

Eduardo Merino Gouffray. Día II: Registro de ejercicio de barrido. 2021. Fotomontaje y dibujo digital.
Figura 2.
Eduardo Merino Gouffray. Día II: Registro de ejercicio de barrido. 2021. Fotomontaje y dibujo digital.


Los bosques

Con los pies aún en el pozo, miro hacia arriba, hacia el monte. Allá hay un enorme cedro, parecido al testigo de las aguas que se han barrido, en lo que llamarían algunos un típico bosque secundario altoandino, donde hay también bromelias y coatíes. A veces, se escuchan perros ferales y aves que, aunque no las he podido ver, siempre anuncian la entrada de los extraños. Subir hasta allá es estar inmerso en una sonoridad perpetua y mutable, y siempre hay cosas que escuchar; cosas que se caen, que se arrastran o que silban.

Mientras me entrego a escuchar el chapoteo de la quebrada, me pregunto: ¿si no es el agua, sino las aguas, el bosque son realmente los bosques?

***

Eran más o menos las diez de la mañana cuando emprendí la subida hacia los bosques. Encontré que visitar los bosques en silencio, con una atención abierta a la escucha, a los olores, a las múltiples dimensiones de la vista y al solo hecho de ser consciente de estar allí es una experiencia de sensaciones y sentires simultáneos. Una ardilla gris, bastante grande, se movía entre las ramas del enorme cedro; en un aliso, una orquídea suspendida por una única, gruesa y extensa raíz se bamboleaba como un amuleto de bienvenida. Mientras me adentraba en la maraña, algunos seres clorofílicos4 con espinas me dejaban puntos dolorosos en el antebrazo, y me detuve varias veces cuando oía cuatro patas, entre los silbidos de las aves que se acercan con curiosidad y levantan vuelo, que rompían la hojarasca.

Los bosques sabían que ya estaba allí; de pronto, supe que estaba siendo observado.

Cuando los caminos se borraron, decidí sentarme para enterrar mis dedos en el suelo, con los ojos cerrados, para concentrarme en los sonidos que me rodeaban y en la sensación de la tierra entre las uñas. Los sonidos se sentían palpables, es decir, escuchaba las aves que no he visto ni conozco, ¡coa, coa!, pero era casi como ver la garganta del ave hacer ese sonido; de la misma manera, sentía que la tierra en las uñas era una manera en que lo que me rodeaba entraba en mí. Oía el sonido rompiente de la hojarasca seca y me tentaba a abrir los ojos: me hacía la imagen en la cabeza de un ser con patas, apoyando el cuerpo, una a una, recorriendo los viejos caminos que los bosques han ido haciendo.

En las manos, a veces trepaban algunos bichos. Aunque mi primer reflejo era sacar los dedos, traté de mantenerlos enterrados. Gran parte de las vivencias de los bosques se dan bajo tierra, donde las micorrizas y raíces se encuentran en intercambios constantes, donde los bichos escarban todo y ocultan a sus larvas. El picor en los dedos era inevitable y, aún más, la sensación de patitas trepando por las muñecas. Recordé a la ardilla trepada en el enorme cedro. ¿Los cedros sentirían ese mismo picor cuando las ardillas les trepan encima o sus tiempos longevos y elongados percibirán apenas un parpadeo de patitas?

***

El relato anterior es un resumen de lo que se vive cuando se entra en los bosques como un instrumento acompañante, incómodo y exótico a una orquesta que ya había hallado el cauce de sus composiciones. Hace falta caminarlo para comprender la intrincada maraña de lo vivo, hace falta vivirlo para entender que el bosque no es un lugar, sino comunidades vivas en las que se encuentran y se hacen en la vivencia misma. Como dice Tim Ingold (2007):

Caminar, creo, es el modo más fundamental por el cual los seres vivos, tanto humanos como no humanos, habitan la tierra. Por habitación no me refiero tomar el lugar de uno en un mundo que ha sido preparado de antemano para las poblaciones que llegan a residir allí. El habitante es más bien aquel que participa desde dentro en el proceso mismo del continuo advenimiento del mundo en ser y que, al dejar un rastro de vida, contribuye a su trama y textura. Estas líneas son típicamente tortuosas e irregulares, pero completamente enredadas en un tejido muy unido.5

Si en esos minutos, con las manos enterradas en el suelo y la hojarasca, fui uno de los bosques, eso no estaba en mí para decidirlo: los demás bosques serían o serán los que juzguen si hice parte o no.

***

Mientras miro mi reflejo en el pozo que se hizo con el barrido del agua, me pregunto si algo de lo que está allá arriba, en el monte y en los bosques, tiene alguna relación con esta huella inundable. Los bichos sobrevuelan el charco, las aves también anuncian mi presencia entre los saucos circundantes, la tierra lodosa se mete en las uñas de mis pies. ¿Es el reflejo en el pozo una imagen de las entidades y seres que lo rodean, incluso, allá arriba en las montañas?

El pozo se convierte en un eje de mi universo, donde aguas y bosques son lo mismo, o se representan como una parte de un todo. Estas aguas estancadas son cenizas también: es la acumulación de las acciones entre la bajada de la quebrada entre los bosques, la inundación y mi barrido; el barro y las arenas que han sido arrastradas desde lo alto de las montañas hasta el fondo de este estanque hacen parte de los residuos particulados de las negociaciones entre mi cuerpo, el de la quebrada y muchas otras entidades.

Sin embargo, todo se reduce a este relicto y sus orillas como un eje que habrá de tejer nuevas relaciones con las demás entidades que se aventurarán dentro de este nuevo territorio por hacerse. Aquí vuelvo un poco a la teoría, y recuerdo cómo Santiago Beruete Valencia (2016) describía en Jardinosofía que la etimología del jardín viene de la idea de encierro, y en cierta manera de eso se tratan estas aguas empozadas: son un eje o nodo que tienen el potencial de conjugar dentro de sí. Por otro lado, como dice él mismo, es el espacio donde se proyecta la ética humana, en este caso, la mía; pero también propone encuentros con éticas más allá de lo humano, tal como lo describe Franklin Ginn (2014) en un artículo sobre la relación entre los jardineros y las babosas. Este descansadero de las aguas también tiene el potencial de heterotopía que Michel Foucault (1984) le atribuye a los jardines, donde se pueden “yuxtaponer en un lugar real varios espacios que normalmente serían, o deberían ser incompatibles” (6). Asimismo, recordé la instalación Life (2021) de Olafur Eliasson, en la que inundó los espacios de la Fundación Beyeler en Basilea, permitiendo un espacio abierto conformado por aguas verdosas por pigmentos fluorescentes, plantas acuáticas y algunas aves zancudas que quedaron en algunos de los registros de la instalación.

Los socavones y la actividad (socavadora) minera del Tunjuelo habían generado un agujero entre la estructura ecológica de la cuenca media del río, tal como lo menciona María Camila Afanador Salas (2015). En mi visita al barrio La Fiscala, me explicaban cómo el paso de varias especies que transitaban entre los cerros orientales y lo que es hoy Ciudad Bolívar se había quebrado por esa actividad. Aunque el plan de restauración de los socavones traería de vuelta la “planicie original”, las líneas vivas ya desaparecieron entre las calles, el concreto, los escombros, las cenizas ahora amalgamadas del Antropoceno. Asumir como jardín el resultado de mis acciones con la inundación, la huella de mi acción de cavar y dibujar con las aguas implica entender una reparación más allá de una restauración; lo que se está reparando en este nodo de aguas y bosques es la separación tajante entre cultura y naturaleza, entre humanidad y no humanidad, entre antropos y todo lo demás; adiós al Antropoceno, entonces, o por lo menos a entender las acciones humanas como centro. Aquí, en este charco, es donde las líneas se cruzan; más que un centro es un punto al pie de una constelación más grande cuyo dibujo no está definido y es mutable.

Siguiendo lo que decía Tim Ingold (2007) más arriba, mi camino en este lugar me hace también un habitante que participa con las aguas en descanso, en una especie de costura en el tejido de la extensa comunidad de los bosques. Este nodo de líneas vida habitables, este punto donde los caminos habrán de cruzarse, conjugan así un jardín de la ceniza particular: un pozo-jardín.

***

El pozo-jardín

Los inicios de diciembre de 2021 llegan con algunas lluvias, pero el sol caluroso dura toda la mañana y anuncia un verano que está por venir. Las inundaciones son escasas o nulas; la quebrada no puede sobrepasar sus bordes. Sin embargo, el pozo se ha mantenido un buen tiempo y su profundidad alcanza a empapar por completo los talones y los dedos. En este momento, espero. Estoy tratando de poner atención a todo aquello que rodea este pozo-jardín. ¿Cuáles serán sus brotes y semillas? ¿Quiénes serán las líneas vivas que lo atraviesan?

Luego de unos minutos, logro escuchar las mirlas y unos pájaros con pechos amarillos. Más cerca están los sauces, el cedro y las lenguas de vaca que sobresalen de las aguas con unas hojas enormes al compararlas con las otras a su alrededor. Los zumbidos de un par de libélulas, una roja y otra azul, rodean las costas de esta pequeña laguna de aguas frías y lodosas.

Estos seres, junto con las aguas empozadas, son algunos de los trazos que dibujan el pozo--jardín y lo convierten en una marca territorial. Sin embargo, no basta solo con ir a visitar este lugar para hacerlo un jardín, porque un jardín exige las acciones que lo hacen distinto de otro espacio. Un jardín exige cuidado, entender aquello que lo conforma, leer el futuro como si se tratara de una geomancia, pues todo “jardín es una práctica anticipatoria” (Ginn 2014). Eso implica mi agencia como habitante del pozo-jardín y actuar conforme a los signos del clima y los seres a su alrededor hacen evidentes para que este pueda desarrollarse. El jardín es siempre un boceto, y este en particular se dibuja y desdibuja con las aguas. Ida y vuelta, como los escombros que ahora tapan los socavones del barrio La Fiscala.

¿Qué hay aquí y cómo hacer que otros empiecen a tejer la trama de este jardín empozado?

***

Ya he mencionado lo que podía ver cuando visitaba el pozo-jardín, pero aquello sigue siendo solo una apariencia superficial de todo lo que convive en él. En mis visitas y caminatas, caía en la cuenta de que, en cuanto llegaba, algunos seres a mi alrededor advertían mis pasos, corrían adentro de la maraña de los árboles cercanos o emprendían vuelo. Para tratar de convertir este espacio en un diálogo real, tratando de subvertir el ser muy antropocéntrico al respecto, como decía Bruno Latour (2015), debía tener en cuenta que yo también estoy siendo observado. Sí, como dice Georges Didi-Huberman (1997), “lo visible deviene ineluctable —es decir, condenada a una cuestión de ser— cuando ver es sentir que algo se nos escapa ineluctablemente” (17); lo que a mí se me escapaba era ese mundo invisible del pozo-jardín. La dimensión completa de este nodo inundado acontece cuando no estoy allí: “cuando ver es perder. Todo está allí” (17). Todo estaba allí, es verdad, puesto que todo se me escapaba, pero hacía falta algo que me diera la mirada de mi ausencia e, incluso, una mirada de mí mismo. ¿Cómo me miran aquellos que no veo cuando hago parte del pozo-jardín? Necesitaba una mirada fuera de la mía.

Para esa mirada externa, me valí de las herramientas que usan desde otras disciplinas. Uno de los problemas de la ecología y la biología es registrar aquello que pasa en la intimidad y cotidianidad de otros seres cuando no hay un par de ojos sobre ellos. Al acudir a personas de esas disciplinas, que se han encontrado con ese afán de registrar las acciones de lo invisible a nuestra presencia, me aconsejaron una herramienta interesante para explorar: cámaras de fototrampeo; aquellas cámaras que se activan con el movimiento de lo que pasa frente a ellas.

Luego de varias averiguaciones, preguntas y un par de correos, conseguí el dato de alguien que podía prestármela. Aprendí a definir el tiempo de captura, activar sensores laterales de movimiento, seleccionar la sensibilidad con la que la cámara percibe el calor, programar a qué horas del día puede estar activada la cámara, etc. Ya estaba listo para ver lo que se me escapaba.

Un par de días después ya había definido el lugar donde la cámara se localizaría, ajustándola de tal manera que cubriera gran parte del área inundada del pozo-jardín. Luego de colocarla, caí en cuenta de que esa sería la herramienta para registrar las acciones jardineras que harían parte de un nuevo universo o territorio en constante construcción (figura 3).

***

Habían pasado doce días desde que coloqué la cámara de fototrampeo, pero no muchos seres habían sido captados por la cámara. Aumenté la sensibilidad, para ver si lograba captar por lo menos a algunos de los bichos y aves que sobrevuelan siempre el pozo, pero un impulso me decía que, más allá de observar el agua inundada, debía hacer algo. Debía hacer una marca territorial.

En 2019, se publicó el libro titulado The Pillar (El Pilar) de Stephen Gill. Desde 2015 hasta 2019, el fotógrafo ubicó una cámara de fototrampeo encuadrando un poste, como cualquier otro, en medio de un extenso campo rural. El libro recoge varias de las imágenes que captó este ejercicio: más de 120 registros de aves que, durante esos cuatro años, se posaron sobre ese poste anónimo. Tal vez necesitaba ese tipo de marca territorial. Necesitaba “un pilar”.

Luego de algunos días, pensé que la mejor idea sería colocar una piedra que actuaría como un islote en medio de la pequeña laguna. También pensaba que, en caso de que la piedra se calentara, atraería a cualquier animal de sangre fría que buscara un espacio para descansar, siendo ella misma una entidad más del dibujo del jardín. Al lado de la portada para ingresar en mi casa, sobre la hojarasca seca, encontré la indicada. Me agaché y la tomé con ambas manos para levantarla. Era algo más pesada de lo que imaginaba.

Eduardo Merino Gouffray. Colocando una piedra. 2021. Fotografía con cámara de fototrampeo.
Figura 3.
Eduardo Merino Gouffray. Colocando una piedra. 2021. Fotografía con cámara de fototrampeo.


El camino hacia el pozo fue lento. Iba descalzo y debía cuidar lo que pisaba. Sentía que, de cierta manera, estaba llevando a cabo un ritual, o una ofrenda para el pozo-jardín. Con delicadeza, sumergí los pies, paso a paso, en las aguas. El barro se metía entre los dedos. El peso de la roca me hacía sentir que me hundía más que antes. Con el mismo paso pausado, llegué al sitio escogido. Con suavidad, sumergí la piedra en las aguas y la acomodé de tal manera que parecía un islote asomándose de las profundidades del pozo. Una vez tocó el barro del fondo, el peso de la piedra empezó a liberar el aire atrapado en lo profundo. Las burbujas empezaron a brotar del lecho, como si la piedra misma estuviera resoplando. Una vez colocada, me subí sobre ella, tratando de asentarla más, tratando de entender cómo sería colocarse allí, en medio del pozo. Me veía como una enorme rana, con las piernas dobladas y los pies con los talones arriba para caber en el islote.

Había dejado así una marca sobre la huella inundada; un nuevo trazo de mi habitar. Las huellas mojadas de mis pies quedaron dibujadas en la piedra por un rato, antes de secarse con el sol.

***

El verano decembrino se asomaba todas las mañanas sobre el pozo. Luego de un par de días sin mucha lluvia, el nivel de las aguas en este había bajado bastante. En algunas partes, ya se vislumbraba un poco del barro barrido por las inundaciones, un poco seco, resquebrajado y con algunos parches de arena. Las lenguas de vaca que antes se hallaban inundadas a sus raíces se encontraban ya al borde del terreno inundado.

Frente a esto, tenía dos posibilidades: permitir el secado del agua y dejar allí una huella de barro seco, que eventualmente sería tragado por el kikuyo, o mantener el jardín inundado a como dé lugar. Luego de pensarlo bien, me fui por la segunda; si este era mi jardín, debía encontrar la manera de mantenerlo.

***

Un jardín inundable como el pozo-jardín es hambriento en los días calurosos. Llevo conmigo una tinaja de barro que se acomoda con facilidad a mis brazos. Imagino lo pesada que debe ser una vez esté llena de las aguas de la quebrada.

Ahora estoy al lado de la quebrada, justo en el lugar donde comenzaban mis barridos unos meses atrás. Todavía veo la hendidura en la tierra, donde colocaba mis pies. Me agacho y sumerjo la tinaja. La saco del cauce cuando las aguas contenidas hacen ¡plop!

Me acerco al pozo-jardín lentamente porque el peso de la tinaja me hala al piso. Mientras lo hago, pienso en toda la energía, toda la fuerza, impresa en las toneladas de escombros compactados al borde del Tunjuelo. ¿Así pesarán? ¿Así halarán la tierra?

Trato de colocarme sobre la piedra con dificultad, tratando de entender el equilibrio de mi cuerpo con las aguas contenidas en mis brazos. Una vez estoy ahí, me hinco como una rana, descansando los brazos sobre las rodillas. Espero un rato, mientras mi cuerpo se tambalea en esa posición. Una vez dejo de temblar, bajo con cuidado la boca de la tinaja. Las aguas se botan hacia el pozo levantando parte del barro del lecho. El peso se aliviana cada vez más; ahora solo cargo con el de la tinaja.

Una vez vaciada la tinaja, vuelvo al borde de la quebrada. La tinaja vuelve a colmarse, ¡plop! Vuelvo a la piedra. Vuelvo a equilibrarme. Bajo lentamente y esta vez dejo que las aguas salgan con delicadeza. El barro ni se inmuta esta vez.

Continúo de la misma manera, a veces con delicadeza y otras con el impacto de las aguas al bajar. De vez en cuando, desde la orilla, dejo que bajen como lo harían en una inundación. El kikuyo se aplana con el paso de las aguas, y queda peinado, como cuando barría. Luego de dos horas y media, los antebrazos duelen, como si hubiera estado abriendo surcos en la tierra. El pozo-jardín calma así la sed. Este jardinero se va a descansar (figura 4).

***

El ejercicio de las tinajas debía hacerse cada cuatro días. Si hacía más calor o no llovía en las tardes, era necesario realizarlo durante una hora o cuarenta minutos. El pozo-jardín se colmaba así de nuevo, pero me mantuvo como un Sísifo de las aguas.

En cada visita de alimentación, sobrevolaban siempre el pozo las dos libélulas que acompañaron este relato más atrás; una de ellas suele detenerse e inclina sus alas como si hiciera un techo a dos aguas sobre sí misma. Parece que se asoleara. Unas mariposas amarillas con patrones negros hacían exactamente lo mismo. Estaba haciendo lo mismo que esos bichos, me detenía a asolearme cuando las aguas eran demasiado frías.

La cámara, por desgracia, no alcanza a captar los diminutos y agudos movimientos de estos seres. Esa es la manera en que ellos habitan este jardín inundable. Aun así, luego de más de dos meses de haber sido ubicada, la cámara había captado varias cosas. Por fin podía responder a la pregunta: ¿quiénes más dibujan el pozo-jardín?

Eduardo Merino Gouffray. Alimentando el pozo/jardín. 2021. Fotografía con cámara de fototrampeo
Figura 4.
Eduardo Merino Gouffray. Alimentando el pozo/jardín. 2021. Fotografía con cámara de fototrampeo


Primeras impresiones, diciembre de 2021

Las primeras imágenes de la cámara fueron una perra akita, de pelaje blanco y gris (figura 5), y un labrador que se pasea por el borde del pozo. Luego, las vacas caminantes de algún vecino llegaron chapoteando al enorme charco mientras llovía. Una de ellas, con enormes manchas oscuras, usa el jardín inundable como abrevadero. Por unos momentos arremolina el barro bajo la superficie y continúa su camino, devorando pastos y algunas ramas de sauce (figura 6).

Otra vez, la cámara se activa en modo nocturno y no se ve mucho. El video solo registra el polvo pasando en la imagen a blanco y negro. Probablemente, se activó por la polvareda producida por el paso de un carro en la carretera cercana. Pero bien, el polvo también hace parte del pozo-jardín.

Luego de estas pocas tomas, y al no haber hallado tanto como lo que se esperaba, puedo empatizar con los biólogos y ecólogos que ven frustradas la espera y la paciencia cuando de ver a los invisibles se trata.

***

Encuentros con Ceniza

Luego de mover la cámara trampa hacia otro lugar, otros encuentros se empezaron a dar. En parte, no solo el cambio de enfoque me había dado nuevas posibilidades, sino que tomé la decisión de llenar el pozo, dejarlo secar unos cinco días, casi por completo, y luego llenarlo de nuevo con la tinaja. Quería saber qué sucedía cuando mi control sobre el espacio no se imponía, sino que se convertía en un vaivén entre las aguas y el barro seco.

Eduardo Merino Gouffray. Akita. 2021. Fotografía con cámara de fototrampeo.
Figura 5.
Eduardo Merino Gouffray. Akita. 2021. Fotografía con cámara de fototrampeo.


Eduardo Merino Gouffray. Vaca tomando agua en el charco. 2021. Fotografía con cámara de fototrampeo.
Figura 6.
Eduardo Merino Gouffray. Vaca tomando agua en el charco. 2021. Fotografía con cámara de fototrampeo.


Al dejar secar el pozo, caí en la cuenta de los bichos que, arrastrados por las aguas, habían quedado atrapados en el barro, y esto había generado la visita de un ser nocturno bastante particular...

Cuando revisé la cámara trampa en esos días de secado, observé a varios gatos que se paseaban sobre esa línea marcada sobre la tierra. Algunas aves, como una mirla y un compropán (figuras 7 y 8), se posaron frente a ella también. Sin embargo, no pude contener la emoción cuando vi en la pequeña pantalla de la cámara un cuerpo peludo, oscuro, con una cola pelada. Una zarigüeya de orejas blancas andina olfateaba y escarbaba un poco el suelo lodoso. Y no pasó solo una noche, como los gatos, sino que empezó a volver regularmente entre las nueve de la noche y las tres de la mañana. La apodé Ceniza (figura 9).

Ceniza suele aparecerse cerca a las raíces del cedro, olfatea el suelo y de vez en cuando se detiene a masticar. En varios videos, se atraganta con las polillas, mariposas, escarabajos y lombrices atrapadas en el barro. Las cenizas para Ceniza son los seres pequeños arrastrados por las aguas.

Didelphis pernigra, que significa “la totalmente negra”; este ser nocturno me obligó a dejar secar con regularidad el pozo, y tan solo llenarlo lo suficiente. Mi práctica había cambiado. Este pozo-jardín ya no era tan solo un lugar que va con el vaivén de mis intervenciones, sino que al llenarlo y dejarlo secar estaba haciendo una nueva maraña de diálogos entre prácticas nocturnas y solares. Ante esta atención a las rutinas de Ceniza, pude caer en la cuenta de que mi manera de habitar el espacio era la de permitir que algunas líneas participaran con mayor insistencia en ese dibujo. Así como me paseo por el pozo, Ceniza lo hace también.

Ceniza es también un trazo que viene de los bosques. Allá, donde seguramente es su madriguera, ella descansa en el día para la caminata nocturna, y recordemos que caminar es hacer una línea viva que participa en el lugar. Ella trae los bosques consigo; hace una línea que finalmente conecta a los bosques y a las aguas, y todo esto en el pozo jardín.

***

El pozo-jardín es aún muy tímido, pues como una semilla está germinando lentamente. La anticipación no es solo prever el futuro, sino tener la paciencia para que las cosas acontezcan sin el afán humano de constante acción y aceleración. El pozo-jardín son las vidas que lo caminan y las entidades que allí descansan. Las aguas reposan en el pozo; las libélulas la hacen su playa de bronceo; las vacas paran el trasegar para beber; la zarigüeya encuentra allí su alimento para volver a los bosques.

Bajo un mismo territorio inundable acontecen nuevas andanzas y caminos que se tejen, y van haciéndose así bosques: comunidades en las que quien inunda hace parte de la comunidad de los inundados. Es decir, poco a poco, vamos siendo aguas y bosques en este pequeño universo, mirándonos entre sí todo el tiempo; haciendo la sonoridad vital de la inundación como lo hacen las ranas que escucho a diario; trazando las líneas de un nuevo dibujo.

Dando un salto, de vuelta a los enormes socavones con los que empezó esta búsqueda, trato de imaginar qué hubiera sido de aquellos cráteres si se hubieran mantenido inundados; si se hubieran dejado allí para que el Tunjuelo descansara, y muchos otros a sus orillas; si se hubiera permitido que, como Ceniza lo hace regularmente, las comunidades de los bosques de los cerros orientales pudieran bajar y participar del paisaje. Y es aquí que me pregunto, o más bien trato de anticipar, si la restauración de esas enormes huellas creadas por la codicia y el hacer de cierta idea de un mundo humano (ese que es capitalista, extractivista, antropocéntrico) debe taparse como sucede al sur de Bogotá. ¿Por qué no aprender a vivir con las huellas y tratar de integrarse en lo otro a través de las incisiones marcadas sobre la Tierra? Ante un mundo socavado y residual como el nuestro, ¿no es mejor dejar las huellas frente a nuestras narices antes de ocultarlas e integrar otras vivencias allí?

Eduardo Merino Gouffray. Mirlo. 2021. Fotografía con cámara de fototrampeo.
Figura 7.
Eduardo Merino Gouffray. Mirlo. 2021. Fotografía con cámara de fototrampeo.


Eduardo Merino Gouffray. Compro-pan. 2022. Fotografía con cámara de fototrampeo.
Figura 8.
Eduardo Merino Gouffray. Compro-pan. 2022. Fotografía con cámara de fototrampeo.


Eduardo Merino Gouffray. Ceniza en el pozo/ jardín. 2022. Fotografía con cámara de fototrampeo.
Figura 9.
Eduardo Merino Gouffray. Ceniza en el pozo/ jardín. 2022. Fotografía con cámara de fototrampeo.


Todas las entidades que hacemos del mundo lo que es dejamos nuestras cenizas y, probablemente, tendremos que aprender a vivir con ellas, sobre ellas y bajo ellas. Hay que componer sobre las incisiones. En un mundo en erupción, lo poco que conforta, o anticipa que lo vivo brota y se entrelaza, es que hasta las cenizas de los volcanes se vuelven fértiles con la paciencia y escucha suficiente.

REFERENCIAS

Afanador Salas, María Camila. 2015. Tejiendo huellas: Revitalización sobre las canteras del río Tunjuelo en Bogotá [tesis de grado Pontificia Universidad Javeriana]. https://repository.javeriana.edu.co/handle/10554/18305.

Beruete Valencia, Santiago. 2016. Jardinosofía: Una historia filosófica de os jardines. Madrid: Turner.

Davis, Heather y Etienne Turpin, eds. 2015. Art in the Anthropocene: Encounters Among Aesthetics, Politics, Environments and Epistemologies. Londres: Open Humanities Press. https://library.oapen.org/handle/20.500.12657/33191.

Didi-Huberman, Georges. 1997. Lo que vemos, lo que nos mira. Buenos Aires: Manantial.

Foucault, Michel. 1984. “Topologías: Dos conferencias radiofónicas”. Fractal, n.º 48: 39-40. https://www.mxfractal.org/articulos/RevistaFractal48MichelFoucault.php.

Ginn, Franklin. 2014. “Sticky Lives: Slugs, Detachment and More‐than‐ human ethics in the Garden”. Transactions of the Institute of British Geographers 39, n.º 4: 532-544.

Hermelín, Michel, ed. 2005. Desastres de origen natural en Colombia, 19792004. Medellín: Universidad Eafit.

Ingold, Tim. 2007. Lines: A Brief History. Londres: Routledge.

Latour, Bruno. 2015. “Diplomacy in the Face of Gaia”. En Art in the Anthropocene: Encounters Among Aesthetics, Politics, Environments and Epistemologies, editado por Davis Heather y Etienne Turpin, 43-55. Londres: Open Hummanities Press. https://library.oapen.org/handle/20.500.12657/33191.

Mejía Mosquera, Juan Fernando. 2014. “Arte y naturaleza como producción”. En Arte y naturaleza, editado por Dilma Valderrama Gil, 105-120. Bogotá: Universidad Distrital Francisco José de Caldas.

Zambrano Pantoja, Fabio Roberto. 2004. Historia de la localidad de Tunjuelito: El poblamiento del valle medio del río Tunjuelo. Alcaldía Mayor de Bogotá. http://ieu.unal.edu.co/nuevas-adq/item/143-libro-historia-localidad-tunjuelito.

Notas

* Artículo de investigación. Este artículo hace parte del proceso de investigación de trabajo de grado para la Maestría en Conservación y Uso de Biodiversidad en la Pontificia Universidad Javeriana.

1. Para saber más sobre la historia del río Tunjuelo y sus afectaciones por la minería, se pueden revisar algunos textos de Fabio Roberto Zambrano Pantoja (2004). Para saber más sobre la inundación de los socavones al sur de Bogotá, puede consultarse Michel Hermelín (2005).

2. Este concepto de asumir al ser humano como una fuerza geológica parte del texto “Arte y naturaleza como producción” de Juan Mejía Mosquera (2014).

3. Esta frase fue mencionada en la ponencia “Tantas voces, una misma agua” llevada a cabo por María Buenaventura y Laura Escobar en el congreso Incipit Terra (2021).

4. El término seres clorofílicos lo uso de vez en cuando para describir a los seres pertenecientes al mundo vegetal.

5. Las traducciones son mías.

Notas de autor

** Maestro en Artes Visuales con énfasis en Expresión Plástica por la Pontificia Universidad Javeriana y maestrando en Conservación y Uso de la Biodiversidad de la misma universidad. ORCID: 0000-0002-5799-4398. Correo electrónico: edumerino12@gmail.com

Información adicional

Cómo citar: Merino Gouffray, Eduardo. 2022. “Las aguas/los bosques: En el pozo-jardín”. Cuadernos de Música, Artes Visuales y Artes Escénicas 17 (2): 14–31. https://doi.org/10.11144/javeriana.mavae17-II.abpj

Contexto
Descargar
Todas