Magdalenas americanas: “endemoniadas” novohispanas ante la Inquisición*

American “Magdalenas”: New Spain’s Possessed Women before the Inquisition

Cuadernos de Literatura, vol. 25, 2021

Pontificia Universidad Javeriana

Stacey Schlau a

Universidad de West Chester, Estados Unidos


Recibido: 01 abril 2019

Aceptado: 01 junio 2019

Publicado: 20 agosto 2021

Resumen: La causa de Bárbara de Echegaray ejemplifica la aplicación del vínculo del cuerpo femenino, la sexualidad y la acusación de tener relaciones íntimas con el diablo. El proceso se llevó a cabo a finales del siglo XVIII, cuando ya entraban las nuevas corrientes filosóficas de la Ilustración en la Colonia, pero el texto refleja poco más que la versión de la cosmovisión católica ya normalizada en el siglo y medio anterior. En este ensayo, se analiza el choque entre la autoexpresión femenina y los preceptos que se predicaban en los sermones y que se enseñaban en el confesionario, en torno a la realidad percibida y al simbolismo del demonio como un elemento antagónico al progreso espiritual. Enfocándose en la figura de Bárbara de Echegaray, con referencia a otras castas coloniales en la Nueva España, se investiga el nexo genérico-sexual y las normas socioreligiosas, para revelar cómo se articula el libre albedrío cuando se confronta con la ideología eclesiástica hegemónica.

Palabras clave:cuerpo, demonio, Echegaray, Inquisición, mujeres, sexualidad.

Abstract: The cause of Bárbara de Echegaray exemplifies the bond between the female body, sexuality and the accusation of having intimate relationships with the devil. Although the process took place at the end of the 18th century, when the new philosophical currents of Enlightenment were already entering the Colony, the text reflects little more than the version of the Catholic worldview already standardized in the previous century and a half. In this essay, we analyze the clash between female self-expression and the precepts that were preached in sermons an that were also taught in the confessional. In these discourses the symbolism of the devil was considered antagonistic to any spiritual process. Focusing on the figure of Bárbara de Echegaray, with reference to other colonial castes in the New Spain, we examine both, the sexual gender nexus as well as socio-religious norms, in order to reveal how free will is articulated when confronted with hegemonic ecclesiastical ideology.

Keywords: Body, devil, Echegaray, Inquisition, women, sexuality.

A través de todo el periodo colonial, era normal personificar las preocupaciones principales y corrientes con el nombre y la figura de diablos, como una manera de concretizar y humanizar el miedo, la ira o cualquier otro sentimiento de enajenamiento. Como en la edad temprana moderna la doctrina ortodoxa aceptaba que todo ser humano compartiera una naturaleza pecadora (Roselló 129), se identificaba la carne exclusivamente con el cuerpo y los sentidos, el lugar del reino preferido de Satanás (Cervantes 111). Una de las acusaciones inquisitoriales más frecuentes contra las mujeres, en particular, y la que típicamente acompañaba a las acusaciones de herejía enfocadas en la práctica religiosa, como ser judaizante o ilusa, era la de haber hecho un pacto con el demonio. Naturalmente, dado que a la mujer se la veía como un ser estrechamente vinculado con la carne y la tentación, los oficiales del Santo Tribunal casi siempre asociaban el cargo combinado de herejía y trato con el diablo con actos o pensamientos sexuales. Las acusadas de este crimen casi siempre eran criollas, pobres y urbanas (Schlau, Gendered 30).

En la colonia novohispana, al mismo tiempo que se les aplicaban ciertas normas religiosas a todos, se manifestaba una estricta jerarquización social. Conjuntamente, “las fronteras entre lo ortodoxo y lo heterodoxo nunca fueron muy claras en las formas cotidianas de vivir la religiosidad” (Roselló 194). Para el siglo XVIII, la Ciudad de México tenía una población pobre muy grande; de esas personas, solo un tercio más o menos tenía un empleo fijo (Schlau, “Gendered” 153). Como había tanta diversidad y heterogeneidad en los grupos humanos que constituían la sociedad colonial, “la ritualidad se convirtió en la mejor vía de comunicación e interacción social posible” (Roselló 172), sobre todo en el contexto de una clasificación determinada por la etnia, la raza, la clase y el género sexual. Pero, “contrariamente a lo que imponía el orden formal, en la realidad cotidiana novohispana, lo que rigió fue la flexibilidad moral promovida por la posibilidad de conseguir la reconciliación con Dios” (Roselló 170). Este binomio, entre la ambigüedad en el criterio de la implementación de lo aceptable y una estricta regulación del comportamiento, creó un espacio en el cual era fácil confundir lo ortodoxo y lo heterodoxo.

El concepto de libre albedrío formó parte íntegra del catolicismo hispano colonial. Considerar que cada sujeto tenía la capacidad de elegir significaba abrir nuevos panoramas religiosos, mayormente cuando

la posibilidad de reconocer el error, recapacitar y arrepentirse abrió a los hombres un nuevo horizonte para levantarse y continuar buscando la vida eterna [...] dentro de la emocionalidad barroca fueron perfectamente compatibles [...] el amor y la esperanza en la redención divina y [...] el temor a Dios. (Roselló 132)

Resaltar la responsabilidad de cada persona por su propia salud espiritual creó un individualismo implícito en cada acto ritual, a pesar de la fuerza con la que se subrayaba la necesidad de conformarse con la doctrina enseñada en los sermones y el confesionario.

Precisamente por el énfasis que se hacía en la meta de reconciliación espiritual con los preceptos eclesiásticos, en el Tribunal no se cuidaba mucho de lo humano material. Para los inquisidores, “el alma y no el cuerpo del acusado era de primordial importancia. Los inquisidores se preocupaban por la posibilidad de la condenación eterna para el recalcitrante, y por eso creían que la prisión o hasta la tortura eran de segunda importancia” (Tambs 175; traducción propia). Más que nada, el Tribunal se enfocó en las acciones y los pensamientos ordinarios, con la meta de asegurar la conformidad con la doctrina católica, tal como fue interpretada por la jerarquía eclesiástica española. Se puede notar en el archivo de documentos un gran interés por parte de los oficiales inquisitoriales en la conformidad de acción y de pensamiento con la doctrina y las reglas de conducta propagadas por la Iglesia.

La actitud colonial hegemónica veía la vida como una constante lucha contra Satanás, “una continua batalla entre la conciencia y el deseo prohibido” (Roselló 130). Con esta idea como trasfondo, el concepto del libre albedrío implicaba una participación activa en los preceptos y rituales de la Iglesia. Cada creyente se sabía responsable de sus malas acciones; se daba a entender que el camino hacia la salvación o hacia la condena dependía de la capacidad de escoger conscientemente. La misma oscilación entre actuar (y pensar) “bien” o “mal” llevaba directamente a una constante percatación de la posibilidad del arrepentimiento, frente a la tentación y el pecado (Roselló 161). Este proceso introspectivo se basó en el estrecho vínculo que había entre la gracia y el libre albedrío de la doctrina tridentina y la esperanza de la vida eterna (Roselló 131).

El o la pecador/a debía prestarse al espectáculo de su propio arrepentimiento si quería alcanzar la salvación y, de paso, ser considerada/o como hija/o de la Iglesia por el Tribunal. Por eso, las causas inquisitoriales daban por sentado la capacidad humana de tomar decisiones conscientes.

La racionalidad del sujeto que daba testimonio, fuera testigo o acusado, y el libre albedrío de ese personaje eran necesarios para explicar la intención de las acciones y de los pensamientos (Shuger 950). Además, el medio de comunicación requería sacar memorias mediante la expresión oral, lo cual lo acercaba al confesionario. Se transmitieron esas palabras articuladas al lenguaje escrito oficial, lo cual las acercaba a los manuales y los sermones, al lenguaje burocrático de la Iglesia. Esto significaba que el testimonio ante los jueces inquisitoriales hacía las veces de puente entre lo oral-aural y lo escrito, distinguiéndolo algo del confesionario; de paso, creó un catálogo de las preocupaciones colectivas.

Cuando la acusada era una mujer, la cuestión del pecado, íntimamente vinculada con la transgresión religiosa y el espectro de la herejía, servía, sobre todo, como la base de la estructura, los mecanismos y la ideología del Santo Oficio, junto con la labor de sus oficiales. Esto, a pesar de que el funcionamiento del Tribunal se veía bastante limitado por la extensión del territorio y la diversidad de grupos étnicos que debía controlar (Holler 212). Solange Alberro ha apuntado que la Inquisición mexicana, responsable de un vasto territorio que incluía México, Centroamérica, las islas del Caribe y las Filipinas, solo contó con dos inquisidores, un fiscal, un notario y un alcaide (Inquisición 30). Además, hubo muchas irregularidades, como papeles tirados y desordenados en el piso y charlas entre inquisidores y acusados durante los descansos, especialmente cuando aparecían mujeres (Inquisición 36).

Basándose no solo en la concepción peninsular de la mujer, sino también en la tradición prehispánica americana, el ambiente religioso-social reflejaba solo una imagen hegemónica femenina construida alrededor de la pureza, la castidad y la inocencia. Se mantenía como sospechosa la sexualidad femenina. De ahí salía una responsabilidad femenina relacionada: “En la Nueva España, al ser las principales encargadas de conservar la tradición familiar y de promover el fervor religioso, las mujeres tuvieron la función central de mantener la cohesión social” (Roselló 146). El funcionamiento de la sociedad, entonces, dependía de la conformidad y la subordinación de las mujeres a la aceptada ideología, seglar y religiosa.

En este ensayo, se analiza el choque entre la autoexpresión femenina y los preceptos que se predicaban en los sermones y que se enseñaban en el confesionario en torno a la realidad percibida y al simbolismo del demonio como un elemento antagónico al progreso espiritual. Enfocándose en unas pocas acusadas novohispanas como ejemplo, y especialmente en la figura de Bárbara de Echegaray, se investiga el nexo genérico-sexual y las normas socioreligiosas para revelar cómo estas mujeres articulan su libre albedrío frente a la ideología eclesiástica. Mientras que los oficiales eclesiásticos quieren retratar a Echegaray como la representante máxima de la debilidad y las pasiones femeninas, las cuales llevan a que la mujer, por ser mujer, sea la puerta de entrada normal para el diablo en su deseo de tentar a la humanidad para que peque, la acusada pretende construirse como un individuo, como una persona histórica que ha sufrido una vida llena de obstáculos, conflictos y violencia que tenían como meta subordinarla. Su vida ejemplifica la declaración de Martha Few: “Las mujeres coloniales se adueñaron de los discursos españoles políticos y religiosos y los volvieron a formar de maneras inesperadas para los colonizadores y la minoría selecta colonial” (634; traducción propia). El registro del Tribunal ofrece, como aspecto fundamental, un recuento de esa empresa.

Demonio(s) colonial(es)

Una preocupación principal del Tribunal giraba alrededor del demonio y, más específicamente, de su poder sobre la mujer. La historia católica refleja una tensión entre la acusación de posesión del diablo y el tema de la contienda contra la tentación en general, a menudo concretizada en la misma figura satánica. Es decir, aunque se veía el pacto con el diablo como un crimen religioso, muchas personas fueron consideradas como ortodoxas, precisamente porque pudieron resistir el llamado del pecado en su encarnación como demonio.1

En la edad temprana moderna, la ideología hegemónica religiosa afirmaba que el demonio funcionaba principalmente en el reino de los sentidos, no del intelecto. Como consecuencia del concepto normativo de la oposición entre el espíritu y el cuerpo, se consolidó el rechazo del cuerpo, idea relativamente nueva en aquel entonces; la doctrina cristiana tradicional había afirmado el valor intrínseco del cuerpo por débil que fuera. Concretamente, el temprano cristianismo afirmaba que, como representante de la resistencia humana a la voluntad de Dios, el repudio de la sexualidad no implicaba un rechazo del cuerpo, sino un medio por el cual se transformaba el cuerpo humano para que se uniera con el cuerpo de Jesucristo. En la edad temprana moderna, por primera vez, la doctrina ortodoxa identificaba la carne exclusivamente con el cuerpo y los sentidos, el lugar del reino preferido de Satanás (Cervantes 111). El catolicismo, que concibió el mundo con base en una serie de dualidades, veía al demonio como parte íntegra del plan divino. Como este último representaba preocupaciones mundanas, en contraste con cuestiones espirituales, se constituía como una manera de explicar sentimientos, pensamientos y acciones considerados como heterodoxos (Schlau, Gendered 97). La desconfianza en lo sensual y su creciente identificación con lo demoníaco se convirtieron en una cuestión ortodoxa y sin disputa de la época (Cervantes 110).

El desarrollo de conceptos asociados con el demonio en la época temprana moderna formó parte de un largo proceso que enfrentaba la cultura de la magia y lo sobrenatural con una práctica religiosa cristiana que tendía hacia la introspección y la internalización individual (Loreto 187). Sin embargo, Cervantes ha apuntado que la obsesión con el demonio también coincidió con el establecimiento de los diez mandamientos como el centro del sistema moral cristiano (cf. Loreto 187, n. 21). Afirma Moncó Rebollo que, doctrinalmente, se consideraba a Dios y a Satanás como una pareja inseparable (192). Se veía al demonio como la esencia de la materialidad en oposición a la espiritualidad: “El espacio propio de la acción diabólica es el mismo espacio vital del ser humano: la materia, el cuerpo” (Sarrión Mora 102). Para los novohispanos del siglo XVII,

el contacto y la convivencia con Satanás fueron realidades de todos los días [...]. Estos momentos de comunicación con el Demonio, que no eran sino instantes de rebeldía, cansancio y profunda culpa ante la experiencia de anhelos y deseos prohibidos, se expresaron siempre de dos maneras: el pacto y la batalla. (Roselló 159)

El demonio servía no solo como chivo expiatorio y como la personificación del mal, sino también como la posibilidad de rebelarse contra las normas hegemónicas que gobernaban las expectativas del comportamiento y del pensamiento de cada persona (Schlau, Gendered 99).

Para el tardío siglo XVII, el demonio era visto no solo como el enemigo primordial de Dios, sino también como el adversario principal del statu quo (Cervantes 94). Los que habían hecho un pacto con el demonio y se habían arrepentido encontraban más difícil que antes persuadir a los inquisidores de su veracidad y de la necesidad de cumplir con las penitencias apropiadas (Cervantes 125). Es decir, no se aceptaba tanto la explicación del demonio tentador; se atribuía la transgresión más bien a la voluntad individual.

Aunque a veces con menos fe en su existencia sobrenatural, en la América Latina colonial los demonios aparecían por todas partes, pero sobre todo en el cuerpo y la mente de las mujeres (Schlau, Gendered 95). No es accidental que en la mentalidad eclesiástica se asociara al demonio no solo con las llamadas hechiceras, sino también con las que aspiraban a la santidad. Los trances podían ser de origen divino o la puerta por la cual lograban entrar Satanás y sus súbditos en el cuerpo femenino (Schlau, Gendered 101). Por eso, casi siempre se recurría al vínculo que había entre la sospecha del trato con el demonio y la de la sexualidad femenina incontrolable, fundado no solo en la doctrina, sino también en la ideología cultural occidental.

La sexualidad femenina, desbordada y endemoniada

Sin duda, como tan claramente lo ha expresado Bracamonte, “la sexualidad es un espacio cultural privilegiado en donde confluyen discursos, contenidos simbólicos, prácticas sociales y mecanismos del poder, que reproducen a nivel microscópico el sentido y las relaciones de fuerza de una sociedad y una época” (393). En la época colonial latinoamericana, la doctrina y las prácticas católicas regulaban las normas sociales hegemónicas. La Iglesia se legitimó como institución de control del ámbito privado en la segunda etapa de la colonia (1621-1720). El periodo se caracterizó por la rigidez de las normas y valores religiosos, por la imposición de la delación como deber cristiano y por la constante sospecha. Dos mecanismos de control importantes para alcanzar el fin de la salvación del alma eran la práctica de la confesión y la insistencia en la noción de pecado. Estas estructuras permitieron el registro de la vida privada de las personas, de su cuerpo y de su sexualidad (Bracamonte 395). El eje conceptual del control de la sexualidad, como lo ha notado Lavrin, era la definición de una situación considerada como pecaminosa si se revelaba la voluntad de la búsqueda de placer en las actividades sexuales (52). La sexualidad y la religiosidad “a menudo se reforzaban, ya que hombres y mujeres a veces erotizaban y sexualizaban las imágenes y la iconografía religiosas” (Tortorici 357; traducción propia). Es evidente que:

Para las mujeres y los hombres coloniales mexicanos, el deseo [...] era omnipresente. El deseo se manifestaba mediante el hambre, la sed, la lujuria y la carnalidad, pero también a través de las formas igualmente comunes de la devoción, el rapto y la religiosidad [...] los deseos en estas escenas espirituales funcionaban simbióticamente, influyendo constantemente en las decisiones, los actos y las creencias de individuos que a menudo simplemente intentaban vivir con deseos en conflicto, las enseñanzas de la Iglesia y las presiones cotidianas. (Tortorici 359; traducción propia)

Para beatas como Juana de los Reyes, la notoria terciaria franciscana de Querétaro acusada de estar endemoniada ante la Inquisición en 1691, “una sexualidad activa y por ende culpable lograba disimularse bajo el manto mismo de la religión” (Alberro, “Sexualidad” 240). Prueba la aseveración de Tortorici, quien, con referencia al caso de Agustina Ruiz —procesada por el Tribunal en 1621 por masturbación ante imágenes religiosas—, afirma que “la división entre la obscenidad y los éxtasis religiosos más santos —ambos mediados en el archivo histórico por los filtros coloniales y los procedimientos notariales— a menudo era borrosa” (371; traducción propia). Para muchos creyentes, y en particular para las mujeres pobres, urbanas y criollas, era difícil distinguir entre lo ortodoxo y lo heterodoxo en cuanto a la sexualización del anhelo de afiliarse con una entidad poderosa y abarcadora.

Sin embargo, las cortes seglares y eclesiásticas (el Santo Oficio) no se preocupaban mucho por el ejercicio del erotismo femenino, incluyendo la masturbación y el contacto entre mujeres, a menos de que se tratara de una sospechada herejía. Esto, a pesar de que los manuales para confesores insistían en la naturaleza peligrosa y contaminadora de esa sexualidad (Tortorici 363). Es más, costaba convencerlos de la posesión; creían mucho más fácilmente en la herejía, la blasfemia u otros crímenes semejantes. El archivo inquisitorial revela muchos casos en los que se expresa una preocupación por las actividades sexuales vedadas de sacerdotes. La causa contra Bárbara de Echegaray y su confesor, Pedro Fernández Ibarraran, constituye un ejemplo de esta preocupación, debido a la conducta apropiada del confesor junto con el ejercicio de la herética falta de obediencia de la penitente y la represión de la sexualidad femenina.

Bárbara de Echegaray, ¿ilusa, poseída o tentadora?

La causa de Bárbara de Echegaray ejemplifica la aplicación del vínculo entre el cuerpo femenino, la sexualidad y la acusación de tener relaciones íntimas con el diablo. Aunque el proceso ocurrió a fines del siglo XVIII, cuando ya estaban entrando las nuevas corrientes filosóficas de la Ilustración en la Colonia, el texto refleja más la versión de la cosmovisión católica normalizada en el siglo y medio anterior. Si bien el archivo del proceso (fechado en 1785, 1792 y 1796) consta de miles de folios, compuestos por múltiples voces individuales medio escondidas en la retórica y las fórmulas convencionales, queda claro el intento por desacreditar a la acusada con base en su pacto (sexual) con el demonio y en sus supuestas relaciones ilícitas con el confesor. O sea, a Echegaray se la construye como la arquetípica mujer mala y sexualizada, lo cual se ve vinculado a otros rasgos percibidos como “peligrosos”, como la soberbia, la vanidad y la falta de obediencia; de hecho, se le acusa de ser “directora de sí misma”. Obviamente, se nota más este ímpetu que busca conectar la serie de cargos típicos del contexto en la “Acusación” del fiscal, pero la argumentación de otros oficiales y de muchos testigos, embebidos en el sistema burocrático basado en la ideología imperial religiosa, también refleja esa vehemencia.

En torno al tema de los demonios y a otros motivos recurrentes, sobresale en la causa de Echegaray una de las características más notorias del archivo inquisitorial en cuanto a su lectura: la constante repetición de ciertas anécdotas y eventos que permiten establecer la culpabilidad de la acusada a través del testimonio de testigos, además de calificaciones, acusaciones e interrogatorios. Es como si la repetición misma probara que el crimen es cierto o como si la lista de cargos y ejemplos de cada uno, que aparece transcrita en cada categoría del documento, erigiera una casi indestructible muralla de palabras que la acusada intenta derrumbar con un discurso que vacila entre las fórmulas necesarias para ser escuchada y la afirmación de su individualidad. Tampoco hay que olvidar que no se proseguía con el proceso, sino hasta después de que decidiera el Tribunal que la acusada era culpable. La repetición de palabras y de situaciones predecibles, entonces, recalca la culpa ya aceptada como fait accompli. En el caso de Echegaray, las anécdotas repetidas incluyen: la historia de un cura agonizante, la escritura de una cédula con el Demonio, la Vida escrita por el confesor, la irregularidad de su relación con él y el maltrato ejercido por la madre. El discurso gira alrededor de estos temas, enfocándose en la profusión de sangre, la observancia de las normas religiosas, la cuestión de la obediencia y el tormento (ya fuera verdadero o fingido) al que la sometieron los demonios.

Es curioso que la acusada misma y el fiscal hayan estado de acuerdo al proponer que ella no estaba endemoniada. Echegaray se vale de un discurso formulado en el cual repite que ella es demasiado ignorante de las cuestiones religiosas y teológicas como para saber con certidumbre qué le pasa, mientras que Prado y Ovejero sugiere repetidas veces que aquello de estar poseída por el demonio es una manipulación mujeril maliciosa que busca engrandecer a la hablante. El fiscal, por ejemplo, repite que Echegaray e Ibarraran cubrieron “las mas torpes impurezas con el pretexto de que eran violencias del Diablo” (f. 150r, cap. 73).2 Además, insiste, en el capítulo 39, en que, cuando dos sacerdotes la exorcizaron, era natural que no tuvieran éxito: “El Demonio no hizo caso de sus Exorcismos; por que como no había mas diablo, o a lo menos diablo mayor que esta muger”. Es decir, la acusada, al fin y al cabo mujer, es “el demonio”.

El calificador está seguro de que la acusada no exhibe las señales de estar endemoniada, como hablar en lenguas extrañas, saber “sciencias” nunca aprendidas y revelar las cosas ocultas que no pueden saberse por la verdad natural. Dice que

ninguna de estas se leen toda la relacion de la vida de Barbara [...] careciendo de estos signos caracteristicos de la legitima, verdadera obsesion, debemos creer, que lejos de ser cierta, era aparentada por la malicia de esta mujer, para verificar sus depravados fines. (f. 31r)

Él la ve como la seductora del confesor, pues solía “coger la mano de el Padre, y aplicarsela a su pecho, vientre, y empeine” (f. 36v). Y conecta sus avances sexuales con su condición de mujer alborotadora y hereje: “Barbara es una insigne embustera, hipócrita, Impostora de visiones, revelaciones, seudo profetiza, profanadora de los santos sacramentos de la Penitencia y Eucharistia, practica herege de los errores de Molinos, y demas sectarios seudo Mysticos” (f. 36r).

Echegaray había sido sometida al juicio del Santo Oficio antes de 1796, aunque fue reconciliada. En las dos instancias, se nota el mismo escepticismo, en cuanto a la voluntad de la acusada. En la “Denuncia” del 19 octubre de 1792, por ejemplo, se dice que

el caso es tan extraño, y sus circu[n]stancias tan espantosas algunas, y otras tan admirables, que todo da motivo á sospechar no haia en el alguna ficcion, o sea el fin de la muger que se supone pactista con el Demonio, herege casi hasta el grado de Apostata, sacrilega de muchos años, sucumba no pocas veces á un espíritu maligno, y rea de otros excesos, engañar a este confesor quiza para embrollarle en algunos de aquellos empeños que sabe forjar la astucia mujeril. (f. 11v)

Lo más notable de esta afirmación es que se acepta sin cuestionar la naturaleza engañosa femenina, al mismo tiempo que se duda si ha habido un pacto con el demonio. Otra vez, la mujer se vuelve el verdadero y paradigmático mal.

Por su parte, en la “Respuesta a la Acusación” Echegaray a veces parece intentar probar que no tuvo trato con el demonio y otras, confesar su participación en una supuesta relación con él. Atestigua haber hecho una cédula con él firmada con su propia sangre, atribuyendo su acción a “los malos tratamientos de su madre”. Duda si estaba poseída o no; dice que lo único que sabe por cierto es que ha pasado por varios exorcismos (véase, por ejemplo, f. 173r). En cuanto a sus movimientos corporales extraordinarios, mencionados por varios testigos, los atribuye a su “grave epilepsia”, aunque dice que muchas personas los creyeron del demonio (f. 422v). Unos folios más adelante, insiste en que fue su director quien tuvo la visión de veintitrés demonios, no ella; también, reitera que no es posible que el demonio le haya dado azotes con la cola (f. 432v).

Dado que se veía al diablo como la contradicción encarnada (Risco 186), no es extraño que la cuestión de estar o no endemoniada haya creado reacciones tan profundamente ambivalentes. En el tardío siglo XVIII, ya no se aceptaba sin cuestionar la posibilidad de que el demonio se metiera a toda hora hasta en los aspectos más cotidianos de la vida. Además, como se mencionó antes, en la tradición católica ascético-mística los personajes más santos demostraban virtud y fortaleza de alma al resistir tentaciones de todo tipo, incluyendo las del demonio. Eso significaba que el camino por el cual se podía aspirar a la santidad implicaba también dar batalla contra Satanás y salir triunfante de ese singular combate. Por eso, el concepto del libre albedrío tenía un papel tan importante.

A través de toda la relación de esta causa, se hace referencia a las tentaciones de demonios o diablos, quienes entran y salen del cuerpo de la acusada en multitudes, hablándole, atormentándola, haciéndole daño físico y mental, empujándola, jugando con ella. Casi siempre, estos escenarios van acompañados de descripciones sobre cómo el confesor intentaba “ayudarla”. En la descripción, se establece una relación íntima entre la posesión, la sexualidad y hasta la maternidad, como cuando describe cómo da a luz a demonios. La voz del confesor refuerza la noción de que los demonios se interesan demasiado en Bárbara de Echegaray; por ejemplo, declara que “los Demonios diariamente le hablavan a esta y la mortificaban demasiado”, insistiendo que fue él quien logró sacarle el demonio del cuerpo (f. 17v). Por su parte, en el capítulo 97 de la “Acusación”, el fiscal afirma que “la experiencia que hay en la Iglesia de Dios de haber introducido el Demonio muchos errores por medio de mugeres torpes y visionarias en cuio catalogo deve ocupar esta un lugar mui distinguido”, por lo que combina los cargos de trato con el demonio, la debilidad inherente de la mujer y la calificación de Bárbara como una ilusa con visiones falsas (Schlau, “Gendered” 165).

La relación entre la acusada y su antiguo confesor, acusado también y preso en las cárceles secretas, recibe bastante atención. Los oficiales que ofrecen su opinión se dividen entre los que creen que Ibarraran es un iluso y abusador, y los que lo suponen inocente y engañado. En su testimonio y en los fragmentos de la Vida de Echegaray que él escribió, incluidos en los documentos del proceso, se puede ver que el confesor veía a Bárbara de Echegaray como una persona dotada de una espiritualidad extraordinaria.3 Describe sus visiones y las cree verdaderas; por ejemplo, acepta como verdad que, cuando ella comulgaba, la hostia que consumía se convertía en “llamita”, fuego que la quemaba (f. 17v). Además, la retrata en una batalla continua con demonios, como cuando afirma “que apenas sobre si la cogieron a su cargo los Demonios, y como rabiosos la despedazaban las carnes” (f. 143r), con lo cual hasta implica una imitatio, el sufrimiento en imitación de la pasión de Jesucristo. De paso, Ibarraran toma un papel protagónico, porque dice haber sacado demonios de la penitente (f. 17v). Cuando insiste que Echegaray “llevava vida santa, y exemplar” (f. 14v), se puede intuir que él, su director espiritual, se siente orgulloso de cómo influyó en la formación de la penitente como un modelo religioso.

Ibarraran pinta la historia del sufrimiento, y de todo lo demás, en la Vida. Pero, para los inquisidores, el acto de escribir este texto recalca la manera en que ambos, confesor y penitente, se han desviado del estrecho camino de la ortodoxia. Para 1793, parece que Ibarraran había dejado de confesar a Echegaray porque, según su testimonio, “sabia estaba ya serena de sus anteriores inquietudes, y llevava una vida virtuosa, y mui penitente” (f. 14v). Esto, a pesar de que el oficial encargado de enterarse más de él y de buscar la Vida cree que siguen viviendo juntos (f. 15v). Por cierto, Ibarraran afirma sin rodeos que escribió la Vida, aunque tres clérigos le aconsejaron que la reprimiera. Los inquisidores, quienes quieren recoger el manuscrito urgentemente, sospechan que la denuncia de Echegaray es falsa, “y toda una impostura fomentada por su confesor don Pedro Fernandez Ibarraran” (f. 15r). Una vez que el calificador por fin lee la Vida, afirma que los dos son culpables: “Es un testimonio el mas autentico de los criminales excesos de ambos” (f. 30r).

Aunque Ibarraran describe a Echegaray como una mujer santa, también la pinta como una seductora. Declara, por ejemplo, que ella lo besó “por su propia voluntad” y que lo abrazó “estrechisimamente por su eleccion, chuleando al Demonio al mismo tiempo [...] y con disimulo me aplicaba su mano a mi empeyne, para que se me quitasen algunos movimientos sensuales” (f. 154 v). Como hemos notado anteriormente (Schlau, Gendered 20), sería difícil dejar de notar que el confesor estaba ya excitado cuando ella lo tocó, pero en el testimonio se pasa por alto este hecho para enfocarse en la sexualidad tentadora de la acusada. En otra parte, el confesor también afirma que, en una ocasión, “timida me dijo que la mirara como Esposa de JesuChristo, y que no la tocase en el cuerpo” (f. 462v), implicando cierta resistencia de Echegaray a sus avances sexuales.

Ibarraran no es el único anunciador de Echegaray como una tentadora. En la relación de la causa, ella se vuelve el modelo de la naturaleza débil, malvada y sexualizada de las mujeres en general. El fiscal declara que “el Demonio no hizo caso de sus exorcismos, por que como no había mas diablo, o lo menos diablo mayor que esta muger, quiso reservar estos triunfos a su Director” (f. 139r). En 1792, la primera vez que Echegaray fue llamada ante los inquisidores, el fiscal había dicho lo mismo (f. 11v). Esta actitud es un lugar común; de hecho, el confesor había declarado que “havia oido contar, que doña Barbara de Eschegaray estaba poseida del Demonio, pero que como los autores de esto eran mugeres, no le daba credito” (f. 18r). Y el calificador, quien asocia la sexualidad desbordada con sectas herejes —flagelantes, beguardos, beguinas, dulcinistas, alumbrados, molinismo— la llama “Magdalena Americana” (f. 35r). Se nota en todos estos dichos la ideología hegemónica que percibe a la mujer como una vasija débil que el demonio fácilmente puede llenar con sus pensamientos y acciones malvados. En la conexión de esa debilidad con grupos religiosos históricos considerados como heterodoxos, el calificador demuestra que la Iglesia católica seguía pendiente de su misión evangelizadora en las colonias. Además, la expectativa de la existencia de estos grupos justificaba el funcionamiento del Tribunal, encargado de asegurar la ortodoxia religiosa.

Los demonios y los oficiales eclesiásticos parecen compartir la misma ideología hegemónica novohispana en cuanto a la penitente. Se sugiere que los primeros se aprovechan de su sexualidad, a menudo penetrándola una cantidad de veces barroca, con el resultado de que queda “embarazada” y da a luz a un número ambiguo de demonios (que fluctúa entre 3 y 254), aspecto que vincula la sexualidad con la maternidad (véase, por ejemplo, f. 150v). Los jueces del proceso repiten en la sentencia una frase que resume su perspectiva sobre Echegaray, diciendo que muestra una “endemoniada fecundidad” (f. 462r).4 La acusada parece reforzar esa versión de sus acciones cuando confiesa haber llamado al demonio (bajo el nombre de Amasio), “ofreciendole su cuerpo, y alma por que no le faltase amante” (f. 429v). El fiscal enfatiza sobre todo la manera sexual en la que la tratan los demonios; describe con bastante detalle las relaciones físicas que tuvo con ellos. Afirma, por ejemplo, que los diablos entraban y salían de su cuerpo por el órgano “por donde mas ofendio a Dios” (ff. 160v-160r).

El relato de la percibida entrega de Bárbara de Echegaray al demonio y sus súbditos la vincula no solo a su sexualidad, sino también a la violencia que ha sufrido. Ella dice haber buscado al demonio por el mal tratamiento que le daba su madre (quien abuso físicamente de su hija, según declara la acusada). Además, habla de la disciplina diaria que le daba el confesor, en forma de azotes. Los demonios también la violentaban. El fiscal cuenta que Echagaray ha visto demonios “en figura de hombres desonestos, hablando, y executando las mayores impurezas, con tormentos de golpes, y mordidas de perros, planchas ardiendo aplicandolas a sus carnes” (f. 140r); además, la golpearon tanto por escribir la Vida que cuando “la dieron tan fuerte golpe en la cabeza [...] caio en el suelo atolondrada” (f. 143r).

El caso de Bárbara de Echegaray ilumina cómo se transforman el deseo, la enfermedad (se le hincha el útero, se le inflama el sistema digestivo, dice sufrir de epilepsia) y la violencia cotidiana experimentada en relaciones íntimas, en hechos y actos interpretados con el lenguaje y los conceptos religiosos para esclarecer y reforzar la ideología hegemónica. Cabe decir que hay otros ejemplos; aparecen muchas más acusadas de tener un pacto con el demonio y otras herejías en el archivo inquisitorial.

Dos causas, una de la acusada Marina de San Miguel del comienzo del siglo XVII y otra de la acusada Ana de Rodríguez de Castro y Aramburu del comienzo del siglo XIX, siguen un patrón similar al proceso de Echegaray. La primera, cuyo proceso ocurrió más de un siglo antes que el de Echegaray, se vio procesada por endemoniada, entre otros cargos. Se clarifica que, para los jueces eclesiásticos, el contacto sexual con el demonio fue el eje central de la herejía: la acusada se volvió una tentadora de él: “Avia venido en polucion incitada del demonio que se le apareçia en Angel de Luz, diciendo que no peccava en hazerlo [...] el dicho demonio se le avia aparecido en figura de Christo nuestro redemptor” (f. 420r). Del panteón de diablos conocidos, este tiene nombre y raza específicos —“El demonio con quien avia tenido copula carnal era sathanas de la legion de los seraphines y que tanbien la perseguían Barrabas y Berzebu” (f. 421v)—. El número de diablos refleja la aceptación de que no solo estaban en todas partes, sino que además ella debía tenerles miedo.

Mucho más tarde, en el periodo colonial, el 21 de noviembre de 1801, es decir, pocos años después del proceso de Echegaray, Ana de Aramburu, otra acusada de ilusa, hereje y mujer alborotada, aparece (bajo mandato de su confesor) ante el Tribunal (25).5 Hacía unos meses, su antiguo confesor, Fray Francisco de Jesús María y Joseph, había escrito una carta llamándola endemoniada y comparándola con Magdalena de la Cruz, porque el demonio fingió en ella ser el espíritu de Dios (29).6 Aramburu era otra de las muchas mujeres de barrio consideradas como santas; las expresiones públicas de éxtasis y las enfermedades, como arrojar sangre por la boca, convencieron al clérigo de considerarla como poseída por el demonio.

Uno de los testigos, María de la Merced Álvarez, quien vivió con Aramburu por dos meses, afirmó que la acusada le dijo que se le había aparecido el demonio “en figura del Santo Niño y que teniéndolo ella aquella noche en las manos tomó su horrorosa figura y se le desapareció” (49). El demonio se le representaba todas las noches en forma de animal, como, por ejemplo, una ardilla (158) o una víbora (80). Una noche, los diablos jugaron con sus pies y estiraron las sábanas (81). Otro testigo declaró que le había dicho Aramburu que, trabajando en un hospital, ayudó a dos endemoniadas a sosegarse y buscar reconciliarse con la Iglesia (78). En la “Acusación”, se menciona que insistió que había expelido a demonios del cuerpo de una mujer y salvado a unas almas del purgatorio (119). Pero en los documentos se notan las mismas dudas sobre la posesión que se vieron en relación con Echegaray: el calificador, por ejemplo, insiste en que, “si fuera movida del espíritu maligno, erraría muchos menos de lo que suele errar en sus anuncios” (133).

El testimonio de María de la Encarnación Mora, una antigua compañera de Aramburu, también recalca su relación con el demonio. Es posible que su intimidad con él fuera una manera de intentar conseguir una mejor posición socioeconómica que la que le fue permitida dado su género sexual y clase. Declaró que Aramburu le decía que desde niña “le hacia la tortillita al demonio, se la ponía al comal y se le desaparecía” (157) y que siempre había preferido al demonio a las figuras santas. Mora también hizo un pacto con el demonio (164), aunque les aseguró a los jueces que solo lo veía cuando visitaba a Aramburu (164). Describió su trato con el enemigo así: “Adorábamos al demonio y lo incensábamos [...]. Tenía al demonio en estampa tras de la puerta, también a los pies de la cama [...]. Proferíamos ¡viva el demonio y muera Jesús!” (164). Y admitió haber viajado con él. Es más, dijo haberse casado con el demonio y habérsele entregado en la Iglesia: “Me retiraba a la iglesia a estar allí en delectaciones deshonestas y accesos con el demonio” y “me casé con Satanás” (165). Al aceptar responsabilidad por el pecado de la relación física sexual con el “enemigo”, también afirma su libre albedrío y papel activo cuando habla en primera persona del matrimonio. Al darle alma, cuerpo y corazón, él le correspondió con naguas, dinero y fruta (166), bienes de valor económico para su sustento y presencia pública. Evidentemente, los inquisidores se fijaron en la influencia de Aramburu en otras mujeres, una de las razones por la que la llamaron “alborotada”; sus compañeras definían la espiritualidad y las prácticas religiosas que compartían, un proceder demasiado independiente en opinión de los oficiales eclesiásticos.

En la Nueva España (y otras colonias), las mujeres acusadas de tener un pacto con el demonio, en combinación con otros crímenes religiosos, se veían en una posición ambigua ante el juicio de los oficiales inquisitoriales. Por una parte, se las juzgaba por no conformarse con los preceptos sociales y religiosos hegemónicos, mientras que, por otra parte, ellas buscaban transcender, descifrar la frontera borrosa entre la ortodoxia y la heterodoxia, entre la obediencia y la voluntad individual. Algunas fracasaban en obtener un equilibrio que fuera aprobado por los que tenían poder y mantenían el control sobre las normas aceptadas para su género, clase y etnia. Pero su esfuerzo, documentado en el enorme archivo inquisitorial, nos ilumina sobre los mecanismos coloniales de dominio social y religioso vigentes, y la manera en que ciertas personas (¿ordinarias?) buscaron sobrevivir y progresar dentro de esas restricciones.

Agradecimientos

Le agradezco muchísimo a Silvia Ruiz Tresgallo, quien leyó, comentó y mejoró con sus sugerencias este ensayo.

Referencias

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Notas

* Artículo de investigación.

1 Solo es necesario pensar en la leyenda de San Antonio (251 d. C.-356 d. C.), considerado el primer monje católico, aunque nunca profesó como tal. Un ermitaño renombrado desde su época hasta hoy, se retiró al desierto, donde fue torturado por demonios, pero él siguió resistiendo la tentación; nunca cedió. Una larga y prolífica tradición artística refleja la importancia de sus batallas para la cultura occidental católica.

2 Las citas del manuscrito se transcribieron sin modernizar ni la ortografía, ni el uso de mayúsculas, ni la puntuación.

3 También se incluye toda la Vida, creo que en letra de Ibarraran, en el expediente.

4 Esta frase aparece también en el folio 153r.

5 Las páginas citadas del proceso de Aramburu son tomadas de la edición de Dolores Bravo.

6 Magdalena de la Cruz (1487-1560), una monja (y abadesa) franciscana, tuvo fama nacional (española) de santa. Fue admirada por figuras importantes de la Iglesia y del Estado (como, por ejemplo, Fray Luis de Osuna). Admitió en 1543 que sus visiones, estigmas y milagros eran falsos, productos del demonio, con quien había tenido trato desde los doce años. Fue procesada por la Inquisición y condenada a la prisión perpetua en un convento de su orden en 1546; murió allí.

Notas de autor

a Autora de correspondencia. Correo electrónico: sschlau@wcupa.edu

Información adicional

Cómo citar este artículo: Schlau, Stacey. “Magdalenas americanas: ‘endemoniadas’ novohispanas ante la Inquisición”. Cuadernos de Literatura, vol. 25, 2021. https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl25.maen

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