El presente artículo estudia en
This article aims to study the poetic image of ruin as a way of responding to the inevitable passage of time in
Desde el inicio de su labor como poeta, podemos identificar la preocupación de José Emilio Pacheco (México, 1939-2014) por hilvanar los vínculos entre la imagen poética de la ruina, lo perdido, el pasado y el poeta, quien resguarda el espacio distintivo de la memoria poética.
En este trabajo nos ocupamos de los textos correspondientes a la última parte de la producción poética de José Emilio Pacheco y pretendemos demostrar que no están vinculados con la respuesta a un hecho histórico en particular, sino, más bien, que apelan a un reposicionamiento del yo poético que percibe, además de un mundo cada vez más inmerso en la destrucción y la desintegración, la inminente presencia de la muerte. Sostenemos que en la última poesía del escritor mexicano identificamos signos que dan cuenta no solamente del fin de un proceso de destrucción, sino también de la constitución de un yo poético a partir del escenario de la propia muerte. La enunciación poética, entonces, se sostiene sobre un tono que fusiona la melancolía, resultado de un pasado irrecuperable, y la reflexión apocalíptica por el inevitable arribo del final de la vida. El tiempo, constante preocupación de la poética pachequiana, se presenta en los poemarios
Es posible comenzar a estudiar la modulación de la imagen poética de la ruina en la última producción de José Emilio Pacheco a partir del epígrafe que aparece al comienzo de
“El vecino de arriba”, otro de los poemas incluidos en
El poeta se posiciona desde el lugar de la compasión de ese otro que no tiene otra salida que la muerte; los días perpetúan la rutina aciaga que el yo lírico siente como propia. La afición de su vecino también es la suya y, en efecto, el insalvable destino del otro es también el del sujeto: “Pasan semanas y el estruendo crece. / Se hacen más dolorosos los aullidos” (618).
La apropiación de ese destino por parte del poeta se hace más clara y se profundiza en el siguiente poema, “Galeotes”, en el cual el tema del viaje y el naufragio recuerdan el epígrafe que abre el libro. Todos somos navegantes de un “viaje inmóvil” (618) porque “la cadena que llevamos / Nos ata en la desgracia” (619). A diferencia del poema anterior, en el que el uso de la tercera persona del singular parecía, en un primer momento, mantener un distanciamiento entre el tópico de la muerte y el poeta, en este caso, el uso de la primera persona del plural (“nosotros”) acentúa el drama en el que también es protagonista el yo lírico porque hay una apropiación, una aceptación que ya es revelada en la primera estrofa:
En el título del poema se anuncia la definición que durante el desarrollo de la expresión poética se especificará e intensificará a partir de caracterizaciones que no hacen más que ceñir el tormento del que es víctima el hombre, el poeta. La puntuación cobra protagonismo porque circunscribe un ritmo discontinuo que transmite la pesadumbre de cargar con un destino irreversible, definido en la concatenación de cuatro términos que se articulan como sinónimos de muerte: “Todo lo compartimos: el martirio, / La sed, el calor y la desesperanza” (619). La muerte se convierte en un colectivo; inexorablemente, implicará la caída, nadie se salva del desastre, de esa “prisión flotante” (619). En efecto, esta última parte de la producción lírica de Pacheco comienza a mostrar las marcas de una muerte inmediata que se acerca a una “autobiografía de la muerte” (
La apelación a la ironía, por momentos, intenta desdramatizar y descomprimir la tensión generada por la situación apremiante del final: “Tendrá su recompensa el gran esfuerzo. / La ejecución será una obra maestra. // Se invita al público / A escoger desde ahora sus lugares” (636). Sin embargo, en el poema siguiente, la muerte desenmascara muestra la naturaleza humana, los años de tormento; la muerte, en consecuencia, saca a la luz lo peor del hombre; la miseria, lo que se quiso ocultar. Pacheco reconoce una ética en la muerte que hace iguales a los seres humanos; la muerte se convierte no solamente en un desenlace inevitable, sino que desmonta antiguos privilegios e indultos “para mirarnos como somos” (637).
Hay un frente a frente con la muerte, donde el poeta se siente despojado, desnudo, porque “la extrañeza”, tal como se titula uno de los poemas de
La homonimia se constituye en un recurso retórico que sirve para figurar “la sagacidad de la muerte unánime” (
Una posible respuesta se encuentra en el poema “Una hoja”, que, en tanto metáfora de la escritura, lleva impreso el destino de quien, hastiado de la felicidad nimia, se propone, al menos, hacer del tópico de la ruina una forma de permanencia:
Nuevamente, como señalamos, es necesario presentar lo ruin y lo destructivo para que el poeta y sus poemas puedan tener presencia; puedan tener, como dicen los versos de “Tener o no tener”, “la dicha que hoy nos cubre”, aunque, seguidamente, esta ya tiene los días contados (641).
Otro de los núcleos sugestivos que reconocemos, además de la soledad como el lugar de enunciación del yo lírico, es la autofiguración del poeta como excedente, como el mismo resto de una sociedad que no lo reconoce. Dice el poeta: “Al planeta como es / No le hago falta” (641). Su presencia no es la antítesis de su ausencia porque el planeta “proseguirá sin mí / Como antes pudo / Existir en mi ausencia” (641). La figura de la paradoja se muestra también en lo que el “afuera” pretende del poeta: lo invita a que se vaya, “en silencio” (642), cuando en realidad tampoco lo había invitado a llegar. Desde su insignificancia retiene, aunque efímera, su presencia. En este sentido, “Digo” se estructura sobre la paradoja de un decir que, inmediatamente, no dice. Sin embargo, en los intersticios de ese no decir, aparece la poesía. En los primeros versos de las estrofas surge la primera persona del singular que emplea el verbo
Los segundos versos de las dos primeras estrofas desdicen a ese yo que se muestra tan manifiesto en los primeros versos; incluso, al recuperar el verbo
Esta poética de lo inmediato de la poesía se complementa con otra de las características de la última producción de José Emilio Pacheco que aspira a colocar en primer plano los restos de la sociedad identificados, en este caso, con lo escatológico y lo “feo”. Así, la poesía se convierte, a pesar de su instantaneidad, en un registro de los vestigios, ya no de una antigua época gloriosa, como pudo ser la precolombina, sino de aquellos que pertenecen a la cotidianeidad, al día a día de los hombres, a la “catacumba”, como versa el poema “Melopea” (720), y donde el poeta reconoce el transcurrir del tiempo con respecto a los otros, porque afirma “soy por inmensa diferencia el más viejo” (720). De esta manera, plasma también que, en comparación con los otros, está más cerca de la muerte.
En algunos poemas, como es el caso de “Elogio del jabón”, incluido en
Ahora bien, ¿por qué José Emilio Pacheco toma como objeto de su parodia una forma clásica? y ¿cuál es la intencionalidad que justifica esa elección? Como señalamos, junto con Jitrik, la parodia es un tipo de intertextualidad que implica determinadas interacciones. En este sentido, Pacheco ahonda sobre un tipo de texto que fue utilizado por algunos autores para alabar, por ejemplo, a figuras emblemáticas de la vida pública, tal es el caso de las odas del poeta latino Horacio (65 a. C.-8 a. C.) dedicadas a Augusto. Así, Pacheco efectúa una “torsión” del modelo clásico al introducir como tópico de su elogio un elemento que pertenece a la vida cotidiana, cuya caracterización, si en un primer momento se acerca al modo de decir “embelesado” de la oda, luego, se diluye al incorporar la visión particular del poeta sobre el hombre y el mundo donde reside. Es decir, estamos frente a una propuesta estética que desacralizaría y reformularía una de las convenciones del género. El elemento que fue honrado se arraiga, como el resto de las cosas que circundan a los hombres, en las corrupciones y en “la pesadumbre de ser” (739), porque es el responsable de limpiar “las señales de nuestra asquerosidad primigenia” (739). Lejos, además, se encuentra el destinatario idealizado y mediatizado por una relación de respeto; el poema de Pacheco incorpora una crítica al comportamiento humano atravesado por constantes actos de violencia, aludidos a través de una escena cotidiana del poeta:
Mientras me afeito y escucho un concierto de cámara, me niego a recordar que tanta belleza sobrenatural, la música vuelta espuma del aire, no sería posible sin los árboles destruidos (los instrumentos musicales), el marfil de los elefantes (el teclado del piano), las tripas de los gatos (las cuerdas). (740)
Lo desagradable y lo repulsivo se reúne en una forma poética que se distorsiona porque incorpora un contenido “inapropiado”; lo feo se coloca en el centro de esta nueva versión de la oda. Si vinculamos esta apropiación con el interés de José Emilio Pacheco por la tradición literaria y cultural que lo antecede, podemos pensar que esta operación paródica sobre este subgénero de la Antigüedad clásica se justifica también a partir de una de las intenciones que para Jitrik tiene la parodia. Pacheco, en su revisión, apropiación y alteración de la temática de la oda, presenta la escritura literaria como un espacio para definir ciertos enlaces y encadenamientos que distan de la inmovilidad, propia de una simple imitación. La parodia, entonces, puede ser leída en este caso como la continuidad de una tradición que se pretende recuperar y prolongar mediante el añadido de una temática diferente a la “establecida” por el modelo.
El mundo, como observamos, se convierte en un lugar peligroso para estar. El poeta se lamenta del universo en el que le tocó vivir y, en su canto, muestra su descontento: “Cuánta mudez / Del universo que me desampara” (655). Pesimista y melancólico, cree que no hay salvación en un mundo donde la muerte acorrala y el Mal, como dicen los siguientes versos, es el mundo mismo: “Gran enigma es el Mal. // Sobre este punto Dios guarda silencio / Y deja que hable el mundo en todo momento” (658). “Teatro del dolor”, dice la voz lírica, porque en él habita “la vida cruel, absurda, inexplicable” (659). Los poemas, por su brevedad, se asemejan a los últimos quejidos del poeta, quien siente la muerte que lo cercena; sin embargo, esta nunca llega definitivamente, lo cual, lejos de suspender el padecimiento, lo recrudece: “El fin del mundo ya ha durado mucho / Y todo empeora / Pero no se acaba” (660). El poeta pertenece a la humanidad doliente, su destino no es otro que el de ser el objeto del microscopio que “me engrandece” (721). ¿Qué se alcanza a visualizar? Nada esperanzador: “La vida que se mueve siempre en combate. / Y en todas partes el dolor y el miedo” (721). Entre la permanencia que imprime el instante y el paso del tiempo, se configura una voz poética que se define desde los restos de un mundo que no encuentra la prosperidad. Su única posibilidad de realización está en la continuación de la propia destrucción; no hay oportunidad de cambiar el destino. El apocalipsis continuamente es anunciado en la última poesía pachequiana; de nada sirve el saber acerca del mundo porque este no alcanza para detener lo que vendrá; el yo lírico intenta, aunque sin éxito, descifrar la importancia de los conocimientos obtenidos. Nada es estable en una realidad que se define desde el caos y la intimidad con la muerte y, si la permanencia y la estabilidad existen, no es más que para reforzar que “el mapamundi actual es como el de antes / Una mancha feroz de fuego y sangre” (722). La mancha, como en este último caso, es una imagen poética que aparece en un verso final y, también, corresponde al título de uno de los poemas de
De acuerdo con José Ramón Ruisánchez Sierra podemos expresar que en esta poesía del autor mexicano “el bien sólo se vislumbra como horizonte, esto es, como imposibilidad; como un intento que fracasa” (156) debido a que el mal es estructural y amenaza, persigue y angustia al poeta, tal como lo observamos en la pregunta que cierra el poema. Los poemas de esta última producción literaria de José Emilio Pacheco se sostienen sobre el temor al arribo de la muerte; una muerte que es omnipresente y temida porque produce la rememoración de los males pasados y los convierte en pura presencia. La muerte, claro está, acecha siempre, pero con ella las ruinas, intactas, “son el monumento / Al estrago que fue y será mañana” (729). La poesía, en conclusión, se presenta como la expresión de lo que al poeta le preocupa; de ahí que la escritura se condense en un tono más apocalíptico y perturbador frente a una muerte que se avecina y que, en lugar de sosegar, intranquiliza al yo lírico, no lo libera de haber sido parte de un mundo marcado por la huella de la sangre:
Este fragmento pertenece al poema “El lugar de la duda” y, tal como hemos ahondado en los poemas hasta aquí estudiados, es representativo de la posición que adquiere el yo lírico en los últimos poemas de José Emilio Pacheco. Por un lado, la incertidumbre, la perplejidad ante un pasado que no se puede cambiar y un futuro incierto porque, a pesar de la muerte, la “tierra saqueada” (736) persistirá. Y, por otro lado, la exacerbación de un yo, autodefinido como poeta, que nunca deja de ser sorprendido por el mundo en el que reside:
Tal como observamos, el tiempo es un tópico recurrente en la poesía de José Emilio Pacheco y es posible estudiarlo desde, al menos, dos perspectivas. Por un lado, como lo abordamos en el apartado anterior, su presencia como marca de la destrucción, como señal de la cercanía de la muerte y que, inevitablemente, lleva a la ruina y a la pérdida del hombre y su mundo. Sin embargo, en esta parte del artículo, nos centraremos en el otro aspecto que contiene el tópico del tiempo en esta producción lírica. En este sentido, es posible rastrear e identificar poesías donde la cuestión temporal se opone a esa primera imagen vinculada con el sentir apocalíptico del yo poético y, en consecuencia, se presenta la revalorización del instante como el momento de condensación de la poesía.
En los últimos años de la producción poética pachequiana se funden, entonces, estas dos maneras antitéticas de entender el tiempo; su poética se revela en esa paradoja desde la cual se entiende el tiempo. Pareciera que es necesario pensar la dimensión temporal desde la destrucción y la ruina que provoca para, así, revalorizar los momentos fugaces de la poesía. La primera estrofa de “Sombra de nieve” ubica en las imágenes del jarrón, las begonias y el ave la multiplicidad existente en el universo; un universo en constante transformación, en el que la fluidez y la metamorfosis de sus componentes se muestran “en lucha con la fijeza” (667). Sin embargo, es en la tercera estrofa en la que surge la posibilidad de la reunión y la comunión de todos los elementos diseminados mediante el lenguaje de la poesía; el lenguaje poético armoniza y conjuga la dispersión ocasionada, al mismo tiempo que da cuenta de la destrucción:
Si nos centramos en los últimos versos percibimos que en la expresión literaria, y en particular en la lírica, se gesta la oportunidad de un renacer que se opone a la consideración del paso del tiempo como un “abismo que avanza” (669). Más bien, se gesta a partir de esta poesía otra posibilidad, otra manera de entender el tiempo más allá de la suma de desgracias que implica su pasaje. La poesía, desde ese momento, significa la posibilidad de un renacer que se distancia y se opone a la idea del tiempo como sucesión de momentos infelices. La poesía ocuparía el lugar de la permanencia y, en este sentido, reaparece una figura propia de esta poética, que es el cangrejo. Este animal funciona como un enmascaramiento del poeta, porque su presencia siempre está rodeada de la pérdida y de la imposibilidad de la escritura en un contexto donde prima el tiempo destructivo. Sin embargo, en el cangrejo también se congrega la posibilidad de la escritura; en el caminar y en el mirar hacia atrás se reconoce el pasado y, en consecuencia, la materia poética justifica su existencia. “A sabiendas” vuelve a reconocer la labor del poeta porque valora, ya desde el título, que uno de los lugares del saber reside en él: “Toda la noche escribe el cangrejo en la arena húmeda / El poema infinito de los mares” (671). La estrofa siguiente funciona como su antítesis porque muestra la otra faz del tiempo, el demoledor, marcado por el momento particular del día en el que la escritura será anulada por la fluidez de las olas: “Lo hace aunque sabe que al atardecer / Vendrán las olas a borrar su escritura” (671). Por momentos, también aparecen las limitaciones del trabajo poético, cuando las palabras no son suficientes; lo inefable se apodera del poeta y lo deja mudo:
El testimonio de la muerte, tal como lo indicamos en el apartado anterior, es más evidente, hasta tal extremo que, como dicen los versos de “El arte del estrago”, “los restos de las ruinas se hallan sujetos a la corrosión del tiempo” (759). El yo lírico es más consciente de que, a medida que pasa el tiempo, él se encuentra más cerca de ella. Las expresiones poéticas, entonces, parecen ser testimonios de esa proximidad que entendemos que no es deseada; más bien, el poeta desea mantenerse alejado de la muerte porque sabe que significa tanto su fin como el de su poesía. La muerte, simbolizada por la imagen del desierto, es el fin de un recorrido hacia donde todos vamos. El deíctico final del poema “Desierto”, enfatizado por los dos puntos antepuestos, nos traslada nuevamente a ese título que no hace más que graficar el destino de los hombres:
La sección “La cena de las cenizas” reúne algunos poemas donde el yo lírico abandona el rasgo que tiene la poesía de captar el instante; la ubica como una expresión que también accederá a la desaparición y al olvido. El poeta, en consecuencia, también se desvanecerá y un testimonio de ello es “Aduana”, poesía que representa el encuentro entre la Muerte (en mayúscula, porque su presencia se personifica) y el poeta, quien, mediante un diálogo que muestra su sometimiento y obediencia, se resigna y renuncia a aquella que se le presentó con su “arrogancia de todopoderosa” (685):
En otros momentos, ese yo poeta se desdobla y se encuentra con su versión ya anciana y, como explicamos, se establece un diálogo donde el otro (más viejo) “reemplaza” al más joven. Sin embargo, una mirada esperanzadora acompaña las dos estrofas que componen el texto porque esa cita implicó una espera que no supuso una decepción o desencanto, sino una continuidad que, si bien, como lo dice el verso final, “mi antiguo ser ahora ya es su fantasma” (686), el otro (ahora el joven) pervivirá en el nuevo yo: “De hoy en adelante él será yo” (686). La contigüidad con la Muerte también se resignifica cuando se la opone con la Vida, precisamente, cuando el poeta, continuando con un tono pesimista frente al destino de su poesía luego de su deceso, reelabora un diálogo ficcional entre la Vejez y la Vida en un contexto trivial en el que, como versa el título, ellas están a la espera de “la hora de todos”:
La poesía, de acuerdo con estas últimas lecturas, sería lo que no permanece, lo que pertenece a todo ese conjunto de cosas que, según los versos de “En la estación final”, “se viene abajo y se despide” (687) porque el mundo dice “Ya no eres de aquí, / No te reconocemos como nuestro. / Lo que creíste como tuyo era sólo un préstamo” (687). Sin embargo, es en un conjunto de poemas de
La referencia a la “parte edificante” (747) como particularidad del arte poético, o bien de la escritura en general, se presentará en “Un ritual” como elemento clave de la reflexión metapoética que incluye el texto. Este poema se puede leer como una referencia del propio Pacheco sobre su trabajo como poeta; incluye una manera de pensar y realizar la actividad lírica que se acerca a su trabajo como escritor. Así, la referencia inicial a Alfonso Reyes ya define una forma de posicionarse frente a una tradición que Pacheco pretende recuperar. La mención de su maestro para rescatar “un ritual masoquista inventado por los asirios” (765) coloca a Reyes en un lugar de relevancia que implica un gesto de gratitud. Este ritual hace referencia a la práctica de la escritura-reescritura que siempre pregonó como uno de los principios de su poética, así, el siguiente fragmento parece ser una definición de su modo de trabajar y considerar su escritura, sostenida mediante el esfuerzo y el compromiso continuo que, sin embargo, parecen ser siempre insuficientes:
Ningún arte llega a aprenderse de verdad. Hasta en la disciplina practicada a diario desde edades tempranas hay siempre fallas, errores, movimientos en falso que se pagan con sangre. Inútiles la experiencia, el aprendizaje, la constancia, la técnica, la atención, el cuidado: como la página perfecta, la absoluta lisura no se alcanza jamás, aunque el cartucho de varias hojas se lleve jirones invisibles de piel y abra heridas microscópicas. No importa el tiempo invertido. Así como en el texto mil veces revisado saltan los errores cuando ya no hay remedio, al terminar de afeitarse nunca falta un sector impune, una leve maleza irreductible a las navajas. (765)
El uso de la primera persona del singular revela el posicionamiento del yo como escritor y de su labor como un proceso que, a pesar de sus faltas o de los restos que produce esa “tarea interminable” (765), perdura en el mismo proceso de reescritura, de perfeccionamiento de la palabra literaria. Es desde esa reflexión, tenaz e inquebrantable, sobre la palabra poética que se entiende el compromiso del poeta hacia su poesía: “El ritual cotidiano deja una enseñanza: la verdadera recompensa del trabajo es el placer que hay en intentar hacerlo bien, aun a sabiendas de que en poco tiempo nuestro esfuerzo será inútil y habrá que recomenzar a partir de cero” (765). La celebración del instante reaparece cuando el lector se dispone a leer la poesía que el poeta tanto releyó y reescribió. Así, “Los versos de las calles” constituyen un reconocimiento a quien posa su interés sobre ellos, los cuales, en su mayoría, son víctimas del desinterés y la apatía: “Los veo formarse indefensos y salir en busca de alguien que los resguarde. La inmensa mayoría les da la espalda. Cuando ellos se acercan las personas desvían la mirada y hacen como si los versos no existieran” (767). Mediante el procedimiento de la personificación, el yo lírico acentúa la materialidad de su trabajo y esto no hace más que reforzar la indiferencia poética: “En su desamparo los versos se drogan aspirando la Nada y se quedan inertes en la esquina. Algunos se dan el valor para entrar en lugares públicos. Tampoco allí los toman en cuenta y el personal los expulsa de mala manera” (767). Sin embargo, el poema que cierra
En la imagen poética de la ruina reside una de las posibles entradas al universo poético de José Emilio Pacheco; su identificación como figura clave en el proyecto literario de este escritor se articula con las diferentes inflexiones que adquiere en los distintos poemarios. Mientras que en
La tríada ruina, destrucción y ceniza continúa presente en los últimos proyectos poéticos de Pacheco, acompañando, en este caso, los sentimientos de desazón y soledad frente a un mundo cada vez más plagado por los restos de una sociedad en constante derrumbe y atestada por la suciedad provocada por los hombres. Frente al desastre, el yo poético parece no reconocer una posibilidad de salvación, parece no conocer otro destino fuera de los resabios que deja la tragedia; sea esta universal, indefinida, o bien, particular, situada en momentos específicos de la historia. Nada está a salvo de las inevitables marcas del pasado; omitirlas, silenciarlas, es tarea inútil. Ellas siempre están ahí, reaparecen en la poesía y el poeta las enfrenta para entenderlas, advertirlas y comunicarlas. No obstante, como observamos en los últimos poemarios, a pesar de las reiteradas imágenes de la ruina, la destrucción y la inminente presencia de la propia muerte, el hablante poético se reafirma en las posibilidades de trascendencia de la palabra poética y, desde allí, enuncia su presencia.
Artículo de reflexión.
Es posible vincular este interés por la imagen poética de la ruina con la novena tesis sobre la historia de
Consideramos que a partir de
Tamara Kamenszain aborda la relación entre poesía, sujeto y muerte en el ensayo “La lírica terminal”, incluido en el libro
La muerte igualadora es un tópico clásico de la poesía desde la Edad Media a partir, por ejemplo, de las mencionadas
Jorge Monteleone en
Las comillas se encuentran en el original.
Las comillas se encuentran en el original.