Entre manos y dedos: deseo fantasmático de una escritura (¿im?)pura*

Between Hand and Fingers: Phantasmatix Desire for a (Im?)pure Writing

Cuadernos de Literatura, vol. 26, 2022

Pontificia Universidad Javeriana

Juan Cristóbal Castro a

Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile


Recibido: 25 Mayo 2021

Aceptado: 10 Septiembre 2021

Publicado: 15 Abril 2022

Resumen: Este trabajo explora en algunas obras producidas a finales del siglo XX y comienzos del XXI y el lugar de las prácticas escritas mecánicas y manuales en una era de inscripción digital. Interesa analizar estas formas de sobrevivencia, de reapariciones, que se concentran en la difícil relación máquina y mano, precisamente en Sergio Chejfec, Mario Levrero y Jacqueline Goldberg. En cada uno veremos una modalidad distinta de resurgimiento, de re-aparición, de las escrituras a mano y a máquina, inspirados por el impacto de su relación con el trabajo en computador.

Palabras clave:computador, máquina de escribir, mano.

Abstract: This work explores in some texts produced at the end of the 20th century and the beginning of the 21st the place of mechanical and manual written practices in an era of digital inscription. It is interested to analyze these forms of survival, of reappearances, which focus on the difficult relationship between machine and hand precisely in Sergio Chejfec, Mario Levrero and Jacqueline Goldberg. In each one we will see a different mode of resurgence, reappearance, of handwriting and typewriting, inspired by the impact of their relationship with computer work.

Keywords: computer, typewriter, hand.

Escribir no el orden sino el ritmo de la vida un ritmo que conocemos desconocemos y reconocemos sólo por la respiración de la escritura

Guillermo Sucre

Una misteriosa economía de lo incorpóreo decide las formas y lugares de encarnación de manera caprichosa e imprevista, por más que la teoría crítica reciente quiera monopolizarlo con la deuda y la justicia de carácter claramente antropocéntrico. Si somos justos, no hay lógica en estas apariciones y pueden acaecer con objetos y prácticas cotidianas e insignificantes, que también tienen el derecho a las sobrevidas espectrales, estableciendo relaciones con los sujetos que las reviven. Las obras El discurso vacío(1996) de Mario Levrero, Últimas noticias de la escritura de Sergio Chejfec (2014) y El cuarto de los temblores de Jacqueline Goldberg (2018), pese a ser muy distintas en formato, apuesta, lugar de enunciación y género, comparten el mismo acecho de lo fantasmal tanto de la escritura a mano, sea en pluma, bolígrafo o lápiz, como de la máquina de escribir en sus distintas variaciones tecnológicas. Un elemento que a primera vista pudiera parecer anecdótico, pero que resulta revelador a la hora de hacer una genealogía de los imaginarios de las prácticas de escritura en la literatura latinoamericana.

Estas producciones, publicadas a finales del siglo XX y comienzos del XXI, no en balde surgen en un momento de normalización en el uso del ordenador personal dentro del continente, que da la impresión de generar dentro de la ficción literaria un extraño efecto de fetichización en los medios de inscripción alfabética anteriores, adquiriendo así un valor sentimental o misterioso. Cuanto más armónico y convencional se asume por ejemplo el uso de la pantalla de una Mac, tanto más enigmática y emotiva pareciera rememorarse la presencia de una vieja Underwood en los recuerdos de los personajes, o en la visión del narrador que cuenta alguna historia en la literatura reciente. Lo vemos en una hoja blanca tamaño A4 de una Olivetti Lettera que el escritor Libertella le dejó, luego de separarse, a su exesposa Tamara Kamenszain y que ella rescataría para escribir El libro de Tamar (2018), o en la novela de acento pigliano del joven escritor chileno Miguel Lafferte, cuyo título lleva el mismo nombre del aparato, y en el que aparece bajo la forma de un documento que revela una organización secreta. Por último, la misma Alejandra Costamagna, en El sistema del tacto (2018), la ve en los recuerdos de Ania sobre su tío Agustín al regresar al pueblo de su infancia, Campana. Podríamos también mencionar otras escenas o reflexiones en los trabajos de Mario Bellatín, de Alejandro Zambra o de la misma Nona Fernández con su Chilean Electric (2015). Lo relevante, en cualquier caso, es destacar cómo de forma fantasmal resurgen de la muerte estas prácticas escritas para recordar otros tiempos, otras modalidades de uso.

No deja de ser un dato curioso que cuando el poeta Eugenio Montejo publica El cuaderno de Blas Coll (1981), una obra en la que trata de repensarse con ironía lúdica la tradición gramatical y letrada de la lengua marcada por la escritura manual, se empieza a utilizar el ordenador personal en Venezuela. Como sabemos, con ello la escritura adquiere un valor más veloz, incorpóreo, efectivo. Si bien Montejo hace poca referencia a las tecnologías, las veces que hace alusión al procesador nos confiesa una particular economía en el uso de ambas, referidas precisamente a la velocidad: al escribir primero a mano tiende a demorarse “cuanto sea posible” en el proceso creativo, y, después de corregir varios bocetos, va al “auxilio de la computadora” para concretar lo desarrollado.1

Durante la era anterior, en la época de la máquina de escribir, se estableció también una relación de coexistencia conflictiva entre el aparato y la escritura a mano. Si la primera solía relacionársele con los procesos burocráticos, impersonales, la segunda más bien solía estar vinculada con oficios más íntimos, personales, literarios en muchas casos; no solo era la velocidad la que las distinguía, tal como hacía Montejo, sino las visiones de autenticidad, singularidad y materialidad;2 de hecho, una crónica temprana del escritor colombiano Luis Tejada critica la inexpresividad de la escritura a máquina frente a la expresividad de la “carta manuscrita” (33), y la misma Teresa de la Parra defendía el uso del lápiz en una carta a Gonzalo Zaldumbide, instrumento que ve como “piedra angular de la literatura” (531). Es verdad que la coexistencia entre ambos medios era regular a través de los ejercicios de corrección y transcripción, pues siempre fue común que los autores que escribían a mano luego llevaran a máquina sus producciones, muchas veces con la ayuda de una compañera, un familiar o una secretaria, pero la dicotomía prevaleció en la manera como se simbolizó cada forma de escritura.

Con la presencia del computador personal el panorama se va a complicar. Primero que nada, porque la máquina va a dejar de ser ruidosa y va a poder mostrar toda la pantalla del escrito. Luego, porque va a posibilitar procesos de corrección y edición que antes eran impensables, promoviendo además varios tipos de letra, de imágenes, por no hablar de lo que permitirá el mismo acceso a internet, un fenómeno ya de por sí inimaginable. Incluso va a incorporar otros elementos propios de la escritura a mano, como la firma, el dibujo o el rayado. De modo que en este medio se supera la famosa “despersonalización” que pudo generar el aparato mecánico y abre un abanico de posibilidades que la harán más accesible, alentando la fascinación y el deseo del escritor. Por lo tanto, ciertos usos y sentidos de la escritura manual perderán más peso e interés, por no hablar de la relación que establecía con la escritura a máquina, también en crisis con esta nueva tecnología. Ahora bien, no por ello quedaron atrás estas prácticas escriturales; para ser justos, su destino será más complicado: sobrevivirán de otros modos. Ciertamente la cronología lineal no ayuda mucho para pensar lo que en el fondo sería una relación distinta entre medios. Cierta literatura va a jugar mucho con este cambio, pero también habrán algunas modalidades más perceptivas que nos recuerdan por el contrario la relación negada o reprimida de esta visión publicitaria e historicista, muy propia de la moda y su campañas de mercadeo, tal como veremos en las obras de Levrero, Chejfec o Goldberg, con algunas particularidades.

Por suerte, las teorías mediales nos ponen en guardia frente a estas transformaciones al hacer caso omiso a las tentaciones que abrigan las lecturas tábula rasa. Marshall McLuhan habla de nuevos medios reencarnando los viejos, cuando, por ejemplo, en Comprender los medios de comunicación (1996) destaca que el contenido de uno no es más que el producto de una tecnología anterior. Jussi Parikka, influenciado por los trabajos del artista Garnet Hertz, habla de medios muertos o zombies para describir a estos aparatos que han sobrevivido a partir de su desuso, reanimando lo que parece en objeto antiguo, marginado o negado.3 Por otra parte, Jay David Bolter y Richard Grusin, en su noción de “remediación”, evidencian una conexión entre instrumentos técnicos anticuados y recientes, y la novedad para ellos no es más que una manera de rehacer lo periclitado (15). Por último, Lev Manovich, si bien nos ofrece una relación distinta, al final sigue una lógica relacional parecida: comprende al mismo computador como un “metamedio” que contiene otros, entre ellos a la misma máquina de escribir, y por eso es que revive el teclado, tal como señala en El software toma el mando (2013), de modo que las reapariciones espectrales pueden explicarse también desde las lógicas mismas de las materialidades de los artefactos mismos y sus usos.

Cuando acudo entonces a la noción de fantasma medial, me refiero a la imagen de ciertos usos o representaciones que quedan al margen del imaginario cultural dominante más que al medio en su totalidad, pues frente a esta línea de continuidad y relación que vengo comentando, aparece otra línea más bien de distancia y diferencia que vale la pena comentar con detalle. En el computador la escritura humana se realiza ya no por inscripciones sobre el papel, sino más bien por inscripciones en silicio y rayos de electrones litográficos. Además, hay otro elemento que lo distingue de “todos los dispositivos de escritura a lo largo de la historia” y es su capacidad “de leer y escribir”, tal como nos advierte Friedrich Kittler en No hay Software (40). En efecto, por primera vez la máquina misma puede desarrollar lo que hacía el ser humano, así sea de forma básica, siguiendo por supuesto órdenes y comandos muy precisos. En consecuencia, el proceso de escritura se distancia cada vez más del control del cuerpo: sus ritmos, movimientos, trazos y las condiciones de su producción se vuelven cada vez más inaccesibles al escritor, por no hablar de lo indescifrable que resulta cada vez más el código operacional o la manera como se conduce el aparato. Al mismo tiempo, la facilidad que va brindando la pantalla con los dispositivos de corrección y espaciamiento que comentaba antes, terminan de naturalizar lo que una vez se vio como violencia de la tecla frente a la soltura de la escritura manual, olvidando estas transformaciones y las implicaciones que pudieran tener. Así, nos previene de la ficción inmediatista que ve la escritura como consecuencia directa y transparente de la conciencia del escritor, y muestra cómo el proceso de mediación tecnológico es mucho mayor que antes.

Este punto me parece relevante. Si para Kittler con el gramófono y el cine las tecnologías modernas “se encuentran fundamentalmente dispuestas para burlar y evitar la percepción sensorial” (41), con el computador ya “no podemos por principio saber lo que está haciendo nuestra escritura, y mucho menos en el caso de la programación digital” (41). Dicho de otro modo: el trabajo de escribir se aleja cada vez más de la percepción del aquí y ahora del escritor; promueve así una distancia técnica determinada por los comandos del instrumento, pese a generar paradójicamente un efecto de inmediatez más claro en la escritura del texto. Si unimos este cada vez más grande desconocimiento del proceso mismo de escritura, con el despliegue que procura el carácter multimedial del medio informático de imágenes, sonidos de distinta índole, sin obviar el invento de internet, no es difícil aceptar una cada vez más creciente sujeción al aparato y una falta de agenciamiento por parte del escritor durante su proceso de trabajo. Al mismo tiempo, esto genera la posibilidad misma de la distracción, logrando desorientar al sujeto en su proceso general de producción, hecho que va a motivar una relación complicada con lo que entendemos como “concentración” en eso que, muchos otros críticos, como podría ser el mismo Franco Berardi (Bifo), han analizado como “trastornos de la atención” (18).4

Lo fantasmal de la escritura a mano y a máquina que vengo comentando emerge de esta diferencia como una fantasía labrada por aquella persona que escribe, que podría estar o no acorde a la realidad. En ese sentido, tiene que ver más con cierto imaginario del escritor y su relación personal con lo que escribe que con el medio mismo y sus dinámicas históricas, fuera de los acercamientos teleológicos de las tecnologías, aunque muchas veces ambos se entremezclan en una zona porosa, permeable, que comparten no sin cierta tensión y conflicto. Sabemos que el término fantasmal o espectral hoy en día tiene fuertes bases en el psicoanálisis, la deconstrucción y la teoría crítica reciente, pero en esta oportunidad me interesa pensarlo como un efecto melancólico que busca, siguiendo a Giorgio Agamben, “hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable” (53). Como propone el filósofo italiano en su libro Estancias (1995), se trata de un deseo por algo que al final nunca se obtuvo. Así, al hablar de la libido, que ve como una “tardía pero legítima herencia de la idea medieval del amor” (200), señala que escenifica “una simulación en cuyo ámbito lo que no podía perderse porque nunca se había poseído aparece como perdido, y lo que no podía poseerse porque tal vez no había sido nunca real puede apropiarse en cuanto objeto perdido” (53).

Por lo visto hasta ahora, podemos colegir que desde la dimensión tecnológica no hay una superación tábula rasa de las formas de escritura, pero sí pueden verse ciertos cambios o desplazamientos en sus prácticas e imaginarios, de modo que lo fantasmático que atrapa al escritor con la escenificación de la escritura manual y mecánica nos visibiliza estos nuevos lugares de imposibilidad bajo un curioso efecto melancólico, a la vez que nos recuerda la trampa de la supuesta teleología técnica.5 En todo caso, en Levrero, Chejfec y Goldberg se recorre esta presencia incorpórea desde cierta ironía desengañada, replanteando los lugares simbólicos de la pluma y la tecla, por decirlo de alguna manera, en contraposición a las distinciones binarias, polarizadoras, entre lo personal y lo impersonal. Si en el primero lo presenciamos al trabajar con humor el deseo de una escritura grafológica como auto-terapia, en el segundo lo percibimos al pensar con distancia reflexiva el futuro de la escritura, viendo con curiosidad y fascinación las prácticas de artistas como Fernando Bryce, Mirtha Dermisache o el mismo Torres García. Ya con la poeta venezolana, la tercera, lo vemos de otro modo más radical, al confesar en su ejercicio autobiográfico el drama con su experiencia con el registro caligráfico.

Ahora bien, es bueno apuntar que sigue existiendo en ellos una suerte de zona ciega latente, una pulsión que no discriminan del todo: detrás de su pretendido desengaño, todavía vemos cierta secreta ansiedad de apropiación bajo un imaginario que los acosa, quizás de forma inconsciente, y que desea secretamente una relación directa entre cuerpo y escritura, una relación precisamente fantasmática donde pareciera privilegiarse la continuidad del trazo manual sobre la discontinuidad del dedo automatizado, a sabiendas de su imposibilidad, de su absurdo. Crisis y crítica, que a la vez genera un imaginario productivo, un estimulo resonante y reverberante para pensar creativamente la escritura.

Caligrafía maldita

En el libro El discurso del vacío, del uruguayo Mario Levrero, que tiene por cierto mucha relación en este aspecto con su siguiente obra, La novela luminosa, la cual abordaré aquí también, fue escrito entre 1991 y 1993, en pleno momento en donde se impone el uso del ordenador personal. Quienes la han leído, saben que es una suerte de diario que a su vez es un entrenamiento práctico de escritura o, como señala el autor, de “ejercicios caligráficos” (7). Este género diarístico lo usa como “una tecnología del yo”, siguiendo a Michel Foucault, que busca un cuidado de sí mismo frente a las dispersiones del mundo globalizado y, en concreto (como veremos en su obra posterior), del computador.6 En su sentido inicial fue armado bajo dos estructuras: una llamada “Ejercicios”, que comprendían efectivamente el trabajo caligráfico y que fueron escritos originalmente a mano, y la sección “El discurso vacío”, realizado en máquina de escribir, que era más personal, íntimo. Posteriormente el autor decidió unirlos y así terminó con lo que hoy en día conocemos. En ellos junta las descripciones de su trabajo con la escritura manual, intercalando episodios bien mundanos de carácter familiar sobre el perro y el gato que tiene, sobre su mujer o hijo, sobre sus propios sueños, que describe con recurrencia, sobre su depresión, sus problemas con el trabajo o con algunos aparatos domésticos.

El protagonista se propone escribir a mano, trabajando su caligrafía como un ejercicio de disciplina interior y auto-comprensión que busca precisamente “una mejora en la atención” para evitar la dispersión, es decir, para centrar mejor su yo (18). Parte así de varios presupuestos. Uno de ellos es un principio de la grafología, que por cierto despertó mucho interés en Walter Benjamin para entender el inconsciente, que consiste en vincular los trazos manuales con la misma personalidad.7 Al inicio de la primera parte habla de su “auto-terapia grafológica” que surge “de la base (…) de una profunda relación entre la letra y los rasgos del carácter”. Otra premisa sigue la noción “conductista de que los cambios de conducta pueden producir cambios a nivel psíquico” (15). No satisfecho con ello, también entra en escena la necesidad de escribir bien, entendible, no por el mero hecho de lograr un trabajo caligráfico impecable, sino por ese poder terapéutico, como si la legibilidad de la escritura aunara el proceso anterior. Eso significa, a su vez, proveer operaciones bien concretas de escritura como el de mantener una letra grande o el de unificar el mismo tipo de escritura, puesto que ha desarrollado “un estilo que combina arbitrariamente la letra manuscrita con la imprenta” (16). Pero esta garantía de legibilidad no es precisamente para considerar sus contenidos, sino simplemente como mera superficie material, cosa que acerca el ejercicio al dibujo y lo convierte en algo “casi opuesto a la literatura” (23). Eso al final es lo que busca y desea: llegar a una escritura sin mediación, libre.

Sin embargo, a lo largo de la obra el sujeto escribiente va perdiendo foco y va distrayéndose. Además, su ejercicio caligráfico se va desviando, dejándose llevar por la narración y, paradójicamente, por la literatura, al punto que, como sabemos, se convertirá en libro. De modo que la tarea, por más que termine de imponerse de forma más constante al final del texto, en realidad será una tarea fallida; tan fallida que la muestra en los errores, en las tachaduras del texto mismo.

La pelea por la salud, esa deuda que tiene el protagonista con su madre, pareciera infructuosa en su cuerpo enfermo; quizás por eso pudiéramos leer el testimonio de su epílogo como una confesión de reconocimiento de su derrota, y por eso declara no poder ser el protagonista de sus propias acciones y propone más bien “dejarse llevar” (202). Por otro lado, rehúye de toda impresión del instrumento mecánico, evitando no solo la letra de imprenta para dar con la fluidez del trazo manual, sino el pensamiento mismo “que siempre –acostumbrado a la máquina de escribir– busca adelantarse, proporcionar nuevas ideas, establecer nuevas relaciones de ideas y de imágenes, preocupado (…) por la continuidad y coherencia del discurso” (22). Las pocas referencias que hace del aparato son precisamente las que tiene que ver con el tipo de letra, con el pensamiento abstracto del que quiere rehuir, ese modelo de la escritura de frases que ve por “planas” y que produce un trabajo al que rehúye. Es por lo visto algo que hay que superar. Frente a ello, la computadora se vuelve una alternativa seductora, pues sirve para tener experiencias fuera de la rutina; saca sonidos, música y lo invita además a investigar. Para él, el mundo que propone se parece al mundo del inconsciente; lo sustituye como “campo de investigación” (36). De ahí que en la obra posterior (La novela luminosa) se convierta en un protagonista muy importante que lo obsede y lo domina desde una pugna secreta por el lugar de su “habitus” escritural: por un lado, se escenifica en las continuas tensiones que se dan entre la escritura a mano y la escritura a computador; por otro, en la amenaza constante de la distracción que le genera las posibilidades que abre el archivo mediático de internet y los dispositivos técnicos que facilita el aparato, como imágenes pornográficas, juegos que provee el ordenador, continuos arreglos de los programas o la fascinación misma de sus íconos. Distracción que a su vez es una forma de adicción, una pasión que lo arrebata, que lo toma, que le impide proseguir con su plan, seguir con sus horarios y formas de vida normativas.

Corte y desvío, desequilibrio y errancia: el instrumento en esta novela, como también en la anterior, “es un autómata, y cuando uno frecuenta a los autómatas a la larga se transforma en uno de ellos” (81). En otro momento, señala: “la mayoría de mis pensamientos siguen dirigidos a la computadora, al lenguaje de la programación y en general a cualquier cosa que tenga relación mínima con la máquina” (167). Constantemente habla de recaída, de abstinencia, adicción, trance, al referirse al medio. Su obsesión con él la califica como un “sentimiento de abandono” (191). Al mismo tiempo, el cuerpo que escribe entra en escena, adolorido, con molestias, afectado y dejándose afectar por el instrumento mismo. En un apartado del jueves 17 del 2000 habla del “trabajo excesivo con el brazo extendido para mover el mouse” (49), y en otro del 19 de septiembre del mismo año comenta sobre un malestar que tiene en la espalda, acaso como consecuencia “de la posición en la computadora y de la tensión del brazo derecho sobre el mouse” (114). Más adelante, se refiere a la dificultad de teclear por tener las uñas largas (121).8 Casi al final, vuelve sobre los problemas: “la relación de mis manos con el teclado no es apropiada, el ángulo no es correcto, me canso, cometo muchos errores” (450).

En la medida en que avanza la obra La novela luminosa, la lucha de la escritura a mano por el control de la creación va creciendo en intensidad; al parecer la escribió primero de forma manual y luego la pasó en limpio en una Olivetti L35, que siempre usaba en ese período de su vida. Se hace más claro en la segunda parte, que lleva el nombre del libro, donde se ha superado por lo visto la afición al computador y donde cobra mayor protagonismo la pluma, el lapicero y hasta la máquina de escribir, algo que ya venía confesando en la introducción donde dice que escribió todo entre la pluma y el aparato. Es, en este sentido, una novela que pone en evidencia el lugar del nuevo medio, no solo en la escritura sino en la misma vida del escritor; no en balde ya en la primera sección, “Diario de la beca”, el narrador contaba, entre innumerables detalles repetitivos de su vida cotidiana, lo que hacía con su Windows 98 y en muchas ocasiones se siente además cumplir una función de técnico improvisado, obrero ocasional, del mismo aparato. El escritor no es entonces alguien que solo escribe. También es alguien que se distrae, que juega, que se pierde en imágenes de deseo erótico, sin dejar de ser a la vez un pequeño obrero que repara, cambia, arregla, revisa. Su retentiva y resistencia a escenificar un sujeto autoral definido, así como a encarnar una obra en el sentido convencional, en eso que el crítico Matías Borg Oviedo considera para El Discurso vacío como una escritura inoperante y profana que impugna tanto “el mero valor de cambio de una obra” como “el tipo de relaciones objeto-objeto que pondera el capital”, sirve para evidenciar las mediaciones técnicas en la práctica de su escritura (Borg Oviedo 4).

Así, La novela luminosa pareciera ser la continuación de El discurso vacío, al menos en estos aspectos. Una y otra evidencian una relación distinta, y muchas veces conflictiva, con la escritura a mano, gracias a la presencia del computador, lo que no significa que prescinda de asignarle dentro de la obra, si lo vemos con cuidado, un lugar cuasi-utópico, un lugar donde la conciencia del escritor busca liberarse de sí misma, de su peso, de su gravedad, de su carga moral y literaria, un lugar “otro” de pura actividad sin comando ni medio.

A(na)rqueología material

Otro caso interesante es el que se da en el ensayo Últimas noticias de la escritura de Sergio Chejfec, obra publicada en el 2015 en Argentina. Ya en el libro posterior, llamado Teoría del ascensor (2016), el autor bajo la figura de la tercera persona confiesa su incomodidad con la escritura a computador, viéndola entre primitiva y abstracta, términos que repetirá en otras ocasiones. A su vez, declara que ello lo ha llevado a valorar la inscripción manual, reivindicando, como si se tratase de volver a su verdadero origen material, la “concesión” que le hace “a la plástica”. Sin embargo, señala que, al dejar la máquina por este nuevo medio, algo inmaterial que reluce en él, o en algunos de sus procesos, lo lleva a revivir la experiencia con la escritura a mano: la “ausencia de mediaciones mecánicas entre cuerpo y escritura significa revivir la experiencia del cuaderno y el lápiz” (15). Esa contigüidad entre escritura manual y electrónica es una amenaza para la primera, y ha tenido como efecto paradójico una reconsideración de sus atributos en lo que Gabriela Milone muy bien definió como “ficción caligráfica”, a saber, como una especie de potencia ficcional de la página y sus diversas resonancias (274).

Así, Chejfec en Últimas noticias de la escritura reexamina con fuerza creativa la práctica escrita con la mano porque la valora, no sin cierta ambigüedad, con “infinita nostalgia” (19). Por otro lado, al ver la amenaza que se cierne sobre la escritura caligráfica, confiesa la necesidad de rescatar sus atributos y, por lo visto, una de las maneras de hacerlo es viendo este origen plástico. De alguna manera, ello pareciera entonces ser el propósito de este libro pequeño que, desde una reflexión ponderada, cuidadosa, sobre las distintas sobrevivencias de la inscripción manual y material en una era digital, busca pensar los horizontes de la escritura misma, contraviniendo las posibles estandarizaciones del trabajo computarizado. Le interesa así concebir el problema fuera de las perturbadoras reducciones binarias: menos como la fuerza inscrita dentro de una polarización entre oralidad y letra, que como una red de relaciones entre distintos usos (y abusos). Si bien lo mueve cierta motivación melancólica frente al soporte material, que maneja con mucho cuidado, no cae en lo dramático, sino por el contrario lo entiende, lo atiende en sus resurgencias y sobrevivencias, como una oportunidad para nuevas posibilidades estéticas que llevan a la literatura a desarrollos heterogéneos con el arte, con las tecnologías, con la reflexión teórica y la edición abierta. El comienzo con un epígrafe de Salvador Garmendia del libro póstumo de facsímiles, Anotaciones en cuaderno negro, que está por cierto escrito a mano, es revelador por los usos metafóricos que tiene:

El paso de los días nos precede en las huellas intocadas de otro caminante, cuyas marcas se hacen falsas bajo nuestras pisadas. Un buen perseguidor sería capaz de restaurar el palimpsesto y proceder a una lectura del subsuelo, aunque quizás con muy eficaces resultados. Las mismas frases incompletas subirán del fondo. Solo materia quebradiza, diferente del polvo por ciertas distancias de color que enturbian la mirada. (7)

Que la nota venga de una edición facsimilar, cercana al original, y que sea además escrita a mano, reproduce la obsesión del autor por pensar el futuro de la escritura y los supuestos de su autenticidad en una era electrónica. El contenido de la cita muestra el tipo de sobrevivencia de estas prácticas y nociones que quisiera considerar: si leemos bien, esas huellas de otro caminante que nos preceden y esas marcas que se borran con las pisadas de nosotros, evidencian de hecho las prácticas manuales de escritura. Sin embargo, siguiendo la nota, si uno es un buen perseguidor podría “restaurar el palimpsesto” para leer ese subsuelo negado por las pisadas que cubren las señas anteriores; así, las “frases incompletas” subirán del fondo y podrán hacerse visibles, a raíz de lo cual el autor se convierte en una suerte de arqueólogo material, clave de su ejercicio crítico.

Detrás de ello también hay una escena de donación. El autor lo vincula con un episodio en donde Garmendia, un escritor mayor que Chejfec, había anotado en sus márgenes un libro que le había regalado. El regalo iba a ser devuelto después de su muerte para que viera esos trazos, pero el escritor rechazó la oferta y luego se arrepintió del gesto pensando en esos trazos, en su valor para lo que venía pensando sobre el destino de la escritura manual: “la letra de Garmendia en su cuaderno negro viene a ser emblema de una actitud, y sobre todo de unos dones, cuya naturaleza sin embargo ignoro”. Lo piensa como “una capacidad de deslizamiento, o de reverberación, de la escritura manual” (8). En el fondo la sobrevivencia de la inscripción es la del mismo escritor y la tradición que lo sustenta. Lo material no es más que una excusa para un uso, para una práctica, para una herencia secreta, difícil de aprehender y entender. Hay así una nueva condición técnica que revela un síntoma. Chejfec, que trabaja desde él, prescribe el lugar de su mirada, de su reflexión, con la enunciación de la siguiente premisa:

(…) la escritura como tal, en tanto inscripción sobre una superficie, en la era digital se confronta con mecanismos analógicos inmateriales: la textualidad electrónica presume de la existencia de un original escrito, pero todos sabemos que esa presunción es elíptica, remite a un paso innecesario para la escritura. (10)

La historia de la libreta, sus comentarios en torno a ella, su imagen, sus encarnaciones, es un leitmotiv recurrente en el texto. Representa precisamente el objeto que quiere repensar en este nuevo destino digital: es la textura del papel, el trazo de la mano, la materialidad del documento, la hesitación del movimiento caligráfico, “la misma vacilación física que está incorporada a la letra que cada uno tiene” (20). Pareciera así escenificarse una suerte de lucha de lo material frente a lo inmaterial, de la mano, el manuscrito y la pluma frente a la tecla, y sobre todo la pantalla. La máquina de escribir queda aquí presente como encarnación procesada del computar y la escritura digital, pero también como condición sintomática de una transformación técnica; cuando recuerda su uso confiesa que se sintió “escribiente antes que escritor” (40) y la define como un “dispositivo mecánico travestido en obstáculos múltiples” (43).

Frente al nuevo dispositivo digital, reaparece como otra manera de sobrevivencia junto a las prácticas manuales, solo que con la connotación de su dificultad y de ser antecedente del computador en algunos aspectos. Esta reaparición se presenta casualmente en forma de escritura manual, en la caligrafía “letra de imprenta” del autor y sobre todo en el ejercicio de la transcripción manual de obras de autores clásicos, como Kafka, que consistía en “emular la tipografía clásica de las máquinas de escribir” (25). La construcción del texto mismo, con largas citas al pie de página, problematiza cierta tradición orgánica del libro. Dividido en veintisiete extractos, señalados en letra itálica, que están a su vez contenidos en varios apartados, apuesta por un formato abierto que coexiste con fotos, imágenes.9 Así la textura de su reflexión pareciera apostar a la inespecificidad de la sobrevivencia que encuentra en la escritura manual bajo esta apuesta fragmentaria. Al final, si bien pareciera aceptar las posibilidades del destino inmaterial de la escritura del computador en la dinámica lectora, todavía nos queda esa imagen de su libreta “emitiendo, silenciosa, su disposición a la hospitalidad” (109).

El don del temblor

El último caso que quisiera mencionar es el de la poeta venezolana Jacqueline Goldberg, quien va a volver a revisar la escritura a mano en su poemario El cuarto de los temblores (2018), de tono confesional, esta vez para recordarnos sus usos estandarizados y las violencias que entraña, sobre todo en aquellos cuerpos limitados por algún padecimiento, en aquellas manos enfermas o temblorosas. Si Chejfec retoma el ejercicio de la escritura manual sea como transcripción del estilo de la escritura de otros autores, o sea como trabajo artístico, y Mario Levrero lo piensa más bien como una suerte de terapia personal inconclusa, Jacqueline Goldberg, por el contrario, lo piensa desde un ejercicio retrospectivo de remembranza conflictiva, de memoria traumática, para recordar sus violencias e imposiciones. Desde su exploración vivencial, que mezcla lo personal con lo ficcional, como sucede también con las obras de los otros escritores, nos recuerda la autora que todavía la escritura a mano sigue teniendo un rol social destacado en la sociedad, un papel relevante, incluso en estos tiempos. Y, desde esa intimidad cercenada por la arritmia del temblor que padece su cuerpo, repiensa la práctica escrita, disolviendo las fáciles trampas binarias entre escritura a mano y escritura bajo un aparato, recordando que el problema rebasa las formas de su uso.

El lugar de la mano y de la escritura manual se imaginan como prácticas agónicas, incluso catastróficas. No es un lugar seguro, fetichizado, sino más bien un espacio expuesto al padecimiento del temblor; el temblor, vale decir, como aquello que amenaza la seguridad del trazado, la eficiencia de la linealidad. Ahí aparece la escritura a mano como una escritura dolorosa, enferma, doliente, que afecta al cuerpo: la lleva a sangrar, a sacar callos, mientras que la máquina de escribir se muestra como alternativa terapéutica, sanadora, reparadora, amenazada por el orden institucional de la escuela, de la educación. Con ello revierte las relaciones entre estas dos modalidades de escritura. “Antes de los diez años escribo perfectamente en una máquina eléctrica”, dice. Y con ella se “hace escritora” y además tipea “trabajos para la escuela y poemas” (66). Así destaca, desde el registro autobiográfico, el uso de las máquinas con entusiasmo y liberación. Desde allí no solo hace los trabajos mejor, como los “resúmenes de Historia”, sino que puede hacer poemas con “historias sobre el amor que no llega”, es decir, desde ese lugar puede captar el dolor que ha padecido, ese sufrimiento que, como dice el mismo sujeto lírico, se hace “llanto”. Por eso al fin de cuentas la tecnología es la “prótesis anhelada” y quizás por eso en el poema se cuenta cómo los mismos maestros empiezan a dudar del cambio de la escritura del sujeto lírico, y le preguntan a sus padres si alguien escribe por ella, porque precisamente el nuevo uso pareciera dar la impresión de que fuera otra persona. Con todo, la sospecha es mayor y el fetiche de la escritura manual como signo de identidad, de autenticidad, llega a tener tanta importancia al punto de que la obligan a escribir de nuevo con lápiz o pluma. Ahora, si por un lado se cierne la duda y la violencia, por otro se abren otras relaciones: los “compañeros que por años” la acosaron, quieren ser ahora amigos. “Soy la única que teclea”, dice. “La única que posee una máquina mágica”, expresa, fetichizando el instrumento gracias a las posibilidades que se le abren: “Termino escribiendo en soledad, haciendo tareas de otros, ofrendando mi pequeño don” (67). Una economía nueva de la donación y del regalo se le abre entonces, gracias a los poderes, a las ventajas, que recibe del aparato, que le permiten controlar mejor su cuerpo para neutralizar el temblor.10

Pero la escritura a mano la persigue, la marca, no puede escaparse de ella, y guarda una relación de reconocimiento donde acepta el temblor y lo que abre en su escritura creativa, íntima, como si el dolor de la dislocación que produce fuese entonces motivo de aceptación de su propia singularidad. No solo está en la manera como traza su firma, sino en su mismo trabajo poético: “Por el poema mi cuerpo es acertijo, cavidad tupida de mapas indoloros”, afirma y quizás por eso acepta que su caligrafía “es extensión de una invalidez boreal”, porque se confiesa “ilegible”. La escritura difusa, inteligible, se encarna en cuerpo personal endeble y frágil. De ahí que sostenga: “existo cuando otros ayudan a deletrearme”. Es el problema, la dificultad, pero igual reconoce que “si no temblara no escribiría; si no me repudiaran, me habría diluido en papeles difuntos, no sabría remontarme,/heredera de una lealtad adusta e insolente”. El acto de escribir se vuelve necesidad de afirmación, y ese reto la lleva a reconocer el temblor, que a su vez se refleja en la escritura a mano que ya ha superado. “Que escriba mucho, hasta desangrarme”, expresa en una ocasión. “Que escriba pidiendo sanar”, insiste (128). Al final, señala:

La hoja escrita. Desprendida. En mis manos desaparece lo blanco. El tímpano retiene otra historia.

¿Y el temblor? El temblor es remanente. (167)

El temblor queda como remanente de la otra historia que retiene el tímpano, de la escucha de la voz baja cuando lee lo escrito; el temblor es la marca secreta, el residuo, que deja su escritura a mano como fantasma que la acosa, gesto melancólico de fuerte valoración negativa, sobrevivencia espectral que la interpela y define a la escritora. Bajo ese reconocimiento escribe, rearmando la distinción que quería superar entre el trazo manual como auténtico, libre, y la inscripción de la máquina como ejercicio difícil, formal. Ello la lleva a crear y recorrer en su memoria personal dos archivos discursivos e imaginarios: el archivo de la mano como órgano amputado, violentado, por no hablar de un tercer archivo, el del temblor, como mal, discontinuidad, enfermedad. De nuevo la memoria personal se cruza y se confunde con la experiencia social e histórica, y así revisa retrospectivamente las genealogías culturales de sus problemas: las razones y motivos de su padecimiento doloroso, de su marginación.

Como en Chejfec o Levrero, al tiempo que se problematiza la fetichización de la escritura manual, hay un deseo secreto e imposible por apropiarse del medio. No por casualidad la amenaza de usar la mano para hacer poesía subsiste, y, desde su acecho, escribe como poeta con el invento de Scholes. Al igual que en los autores citados, la máquina de escribir aparece colateralmente como contraste, como invitado inesperado, pues al final no se puede entender esa valoración fantasmal de la escritura a pluma o lápiz como acto puro y directo del cuerpo, sino en contraste con la mecanización de la máquina de escribir, gracias a la cual lo manuscrito adquirió ese supuesto carácter de autenticidad, de materialidad sublime y libre; de lo contrario, sería vista desde la mediación de la caligrafía y demás formas estandarizadas propias de la gramática y su tradición ortográfica. En suma, como vimos en todas estas obras, el fantasma de un tipo de escritura, donde cuerpo y materialidad pura se dan de la mano, reaparece mostrando un anhelo inapropiable, un deseo secreto e imposible de satisfacer.

Obras citadas

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Notas

* Artículo de investigación.

1 La confesión la hace el autor durante una entrevista que tuviera con la periodista y escritora Milagros Socorro.

2 En el libro Sign Here!: Handwriting in the Age of New Media (2006), preparado y editado por Sonja Neef, José van Dijck y Eric Ketelaar, se muestra cómo la escritura manual no ha desaparecido con las nuevas tecnologías, sino más bien cambió en usos y significaciones, entre ellas está la fetichización misma que le da un carácter supuestamente personal y original.

3 Para una revisión de su propuesta en el texto “Zombie Media: Circuit Bending Media Archeology into an Art Method,” véase: http://mediaarchaeologylab.com/wp-content/uploads/2013/06/Zombie-media.pdf

4 “La combinación de competencia económica e intensificación digital de los estímulos informativos lleva a un estado de electrocución permanente que se traduce en una patología difusa, que se manifiesta, por ejemplo, en el síndrome de pánico y en los trastornos de la atención” (Berardi 18).

5 Es bueno decir que el efecto fantasmático, sea como sobrevivencia o sea como aparición súbita o nostálgica, si bien tiende a privilegiar sobre todo la escritura a mano, es indisociable de la presencia de la máquina de escribir, pues la fetichización de la producción manual descansa en la contraposición con el ruidoso aparato mecánico.

6 En cuanto a la alusión a la obra de Foucault me refiero a esas “técnicas específicas que los hombres utilizan para entenderse a sí mismos” (48).

7 Sobre la relación de Benjamin y la grafología, Esther Leslie la explora en algunos de sus trabajos, Walter Benjamin: la vida posible (2015), Walter Benjamin: Overpowering conformism (2000), y el texto “Walter Benjamin: traces of Craft” (1998).

8 Por lo visto, las clases de yoga en esta obra le ayudan a aliviar no solo la espalda, sino los hombros, la nuca y las mandíbulas “que se habían tensado por el aparato y un dolor de muelas” (124).

9 Después de la “Advertencia”, tenemos “Origen del problema”, “Modos de copiado”, “Desvíos: ejemplos”, “Efectos de realidad”, “Subrayados, la era de las coartadas materiales” y “Vuelta a las primeras noticias”.

10 Lo mismo sucede con el computador ya adulta. La escena de violencia y salvación pareciera repetirse, pero ahora en la universidad, cuando es mayor: luego de sufrir unos percances con la institución, en esta ocasión la institución universitaria, al reprobar un examen, intenta otra vez con una “computador portátil” y pasa. “Mis compañeros de examen, todos adultos, creen estar en presencia de una criatura poderosa y humillada. Finalmente apruebo, me gradúo, no intento recordar” (67).

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: juan.castro@pucv.cl

Información adicional

Cómo citar este artículo: Castro, Juan Cristóbal. “Entre manos y dedos: deseo fantasmático de una escritura (¿im?)pura”. Cuadernos de Literatura, vol. 26, 2022, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl26.emdd

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