Representaciones de la violencia: familia, identidad trans, migración y “enfermedad” en El verbo J (2018), de Claudia Hernández*

Representations of Violence: Family, Trans Identity, Migration and “Disease” in El verbo J (2018), by Claudia Hernández

José Pablo Rojas González

Representaciones de la violencia: familia, identidad trans, migración y “enfermedad” en El verbo J (2018), de Claudia Hernández*

Cuadernos de Literatura, vol. 26, 2022

Pontificia Universidad Javeriana

José Pablo Rojas González a

Universidad de Costa Rica, Costa Rica


Recibido: 16 abril 2020

Aceptado: 16 septiembre 2020

Publicado: 15 abril 2022

Resumen: Este artículo ofrece una reflexión sobre la violencia que se describe —en relación con la familia, la identidad trans, la migración y la “enfermedad” (el VIH-sida)— en la novela El verbo J (2018), de Claudia Hernández. Se estudian, por tanto, las distintas formas en las que el orden social y sexual comprime a los sujetos, sobre todo a aquellos que se encuentran en una situación miserable (porque ahí han sido ubicados). Nos centramos en el personaje principal del texto, para comentar las vulneraciones que sufre y lo que ellas implican en formas de rechazo, explotación, marginación, etc., pero también en formas de resistencia, convivencia y creación de vínculos solidarios.

Palabras clave:veredictos sociales, identidad trans, migración, VIH-sida, literatura salvadoreña.

Abstract: This article offers a reflection on the violence —related with family, trans identity, migration and “disease” (HIV/AIDS)— described in the novel El verbo J (2018), by Claudia Hernández. Therefore, the different ways in which the social and sexual order compresses subjects, especially those who are in a miserable situation (because is there where they have been located) are studied. The focus is on the main character of the text, on the violations he/she suffers, and on what those violations entail in forms of rejection, exploitation, marginalization, etc., but also in forms of resistance, coexistence and the creation of bonds of solidarity.

Keywords: social verdicts, trans identity, migration, HIV/aids, salvadoran literature.

1. Introducción

La representación literaria de la violencia ya no se limita pues a la esfera de la denuncia, sino que es producida y trabajada estética y literariamente como múltiples narraciones y ficcionalizaciones de los cambios fundamentales que están viviendo las sociedades centroamericanas, en los espacios “públicos” y “privados” y hasta en aquellos más íntimos e interiores. Más aún, en esta narrativa se evidencia una ruptura de la lógica de lo “público” y lo “privado” en tanto que las violencias se movilizan y atraviesan dinámicamente estos ámbitos, llegando a plantear incluso una confusión entre ambos.

Mackenbach y Ortiz (93)

Werner Mackenbach y Alexandra Ortiz Wallner afirman, en su trabajo “(De)formaciones: violencia y narrativa en Centroamérica”, que la producción narrativa centroamericana de finales del siglo XX e inicios del XXI evidenció un cambio de paradigma en cuanto a las representaciones de la violencia. La violencia —explican en relación con el campo literario del istmo— ya no está ligada de manera exclusiva con los proyectos políticos y revolucionarios, ni con las utopías sociales previas. Ahora, las representaciones de la violencia son múltiples, como múltiples son las razones que se relacionan con este fenómeno sociocultural, que hoy, más que nunca, se mueve entre lo personal y lo colectivo, entre lo local y lo global. Mackenbach y Ortiz aseveran, además, que las diferentes representaciones literarias de la violencia “conviven actualmente en la producción literaria centroamericana, articulando formas y funciones diversas que van desde la denuncia social y política, la violencia como recurso de sobrevivencia e identidad hasta la representación de la violencia como elemento lúdico y estético” (93). Desde el inicio de su trabajo, estos investigadores muestran cómo la literatura centroamericana contemporánea, en muchos casos, ha insistido en revelar la “normalización de la violencia”1 en la vida cotidiana (Mackenbach y Ortiz 81-82), pero sin desligarla necesariamente de la esfera pública. Si bien ahora podemos encontrar representaciones de la violencia enfocadas en ámbitos más íntimos, en las situaciones que se dan en el orden privado, esta violencia —agregamos— no puede entenderse de forma separada de lo que sucede en la sociedad como conjunto. Sobre todo, hay que entender que la violencia que se puede desarrollar en espacios tan privados como el hogar o el propio cuerpo no es sino el resultado de diferentes factores socioculturales, sociopolíticos, que determinan, en muchos casos, las realidades experimentadas por los sujetos, así como sus formas de acción y de reacción, como trataremos de comprobar con la última novela de Claudia Hernández.

El verbo J es la segunda novela de la autora salvadoreña mencionada. Hernández inició su carrera literaria apostando por los cuentos, un género en el que se desarrolló con grandes logros, como afirma Alexandra Ortiz en su ensayo “Claudia Hernández - por una poética de la prosa en tiempos violentos”. La cuentística de esta escritora, desde el inicio, se caracterizó por ofrecer historias relacionadas con el momento en el que surgió con la posguerra centroamericana. Según Ortiz, esta noción hace referencia a un tiempo específico, pero también a una dinámica sociopolítica nueva, que cambió las formas y los temas desarrollados en el campo artístico:

Se refiere tanto a la profunda escisión política-estructural como al quiebre y consecuente transformación de los imaginarios signados por múltiples violencias, también vio emerger dentro de las producciones literarias y culturales en la región centroamericana nuevos lenguajes estéticos, acompañados a su vez —en el caso de las producciones literarias— por estrategias narrativas que sintonizarían con dichas búsquedas y giros estéticos. Así, cierto segmento de las prácticas textuales de la posguerra incursionó en lenguajes y estéticas más experimentales, hasta cierto punto dominadas por un registro anti-mimético,2 con el fin de crear un nuevo lenguaje y poner en marcha la constitución de un espacio desde el cual poder narrar las violencias y su experiencia en un mundo del después, el después de las utopías revolucionaras [sic] y el después de la Guerra fría. (“Claudia Hernández” 3)

La cuestión de la violencia realmente ha sido un elemento central en la producción de Hernández. Su trabajo —sobre todo en relación con sus cuentos— se ha catalogado, a veces, como hiperrealista o surrealista (Gairaud Ruiz), otras veces ha sido pensado como fantástico (Craft; Rojas González). También se ha dicho que en sus textos se plantea una “estética del cinismo” (Cortez; Rodríguez; Villalta) o hasta que conforman toda una “literatura de la crueldad” (Michael). De acuerdo con Michael, la obra de Claudia Hernández discute la violencia como uno de los más graves problemas sociales contemporáneos (145). Gairaud Ruiz, por su parte, asegura que la narrativa de Claudia Hernández desarrolla temáticas vinculadas con la representación discursiva de la diferencia, la exclusión, la marginalización. Sigue la autora: “Sus personajes muestran el drama de vivir expuestos a la violencia, ya que la violencia que se representa en sus cuentos contiene algunos referentes extra literarios entrecruzados con la historia de la región centroamericana” (56). Ortiz también concluye que los cuentos de Hernández nos hacen reflexionar sobre “las consecuencias de las diversas relaciones de violencia en los individuos y en sus relaciones personales, en sus relaciones con el mundo, un espacio dominado por la violencia oblicua” (“Claudia Hernández” 9); es decir, por la violencia que permanece “sumergida”, que es “alegórica”, que está contenida de manera indirecta en el texto literario, por lo que no hay una denuncia social directa (Liano 261-266).

En relación con su novelística, Ortiz asevera que la primera novela de Hernández, Roza tumba quema, se aparta del espacio urbano característico de sus cuentos, para llevarnos al ámbito rural latinoamericano, el cual se configura como una especie de crono y mnemotopo (“Guerra y escritura” 115), en el que la guerra tiene un papel central. Explica la investigadora:

En el contexto centroamericano, y muy particularmente en el del ciclo de la guerra y la posguerra —que abarca desde la década de 1960, coincide con el agotamiento de la retórica y discursos de las utopías revolucionarias en la década de 1980 para desplazarse hasta la actualidad— esta imagen rearticula un lugar de memoria traumática, omnipresente mas no museificado: el de la tierra arrasada, la táctica de guerra que marcó y transformó a la región durante los años del conflicto armado interno guatemalteco (1960-1996) y la guerra civil salvadoreña (1980-1992). (“Guerra y escritura” 118)

Otras características que Ortiz resalta en la novela de Hernández (y que nosotros encontraremos en El verbo J) son: la narración fragmentada —incluso en términos temporales—, la ausencia de nombres para los personajes y para los escenarios en los que se desenvuelven, la centralidad de los personajes femeninos (los cuales conforman una familia) y su calidad como sobrevivientes, pero también la importancia de los cuerpos, entendidos como ámbitos políticos, como espacios de memoria encarnada; cuerpos, además, que se pueden plantear como formas de resistencias en sí mismos:

Sin llegar a convertirse en figuras esquemáticas ni mucho menos simples “casos ilustrativos” de un momento histórico específico, los personajes femeninos se corresponden cada uno con determinadas experiencias de vida, situaciones de violencia, lucha, trauma, resignación y empoderamiento que, a su vez, reproducen en su sonoridad los rasgos de un sinnúmero de historias de mujeres que (sobre)viven en/la guerra. (Ortiz, “Guerra y escritura” 121)

La sobrevivencia lleva, de acuerdo con Ortiz, a una pregunta por la convivencia y, entonces, a una reflexión en torno a la idea de la comunidad, la cual, en la primera novela de Hernández, se representa fracturada, por las pérdidas y por la muerte, producto de la violencia naturalizada en las distintas formas de sociabilidad (Ortiz, “Guerra y escritura” 123). Lo anterior también lo podremos ver en la segunda novela de la autora, en la que —nos parece— queda más claro el peso de los veredictos sociales y las implicaciones que estos tienen en las vidas de los sujetos, sobre todo en las vidas de aquellos que han sido inferiorizados desde siempre, como ha sucedido con el sujeto trans3 (el cual, incluso en las narrativas centroamericanas, ha tenido papeles marginales). Didier Eribon (en Regreso a Reims y en La sociedad como veredicto ) explica que la sociedad se reproduce en los individuos, los cuales están determinados por horizontes que circunscriben sus vidas dentro de los grupos a los que pertenecen. La sociedad, entonces, asigna lugares definidos y, con ello, establece subjetividades también definidas, subjetividades que, con su existencia, demuestran cómo funcionan los efectos de categorización social (desde el nacimiento o incluso antes de él). Afirma dicho autor:

¡Es que los destinos sociales están trazados desde temprano! ¡Las cartas ya están tiradas! Los veredictos están dados antes de que nos demos cuenta. Las sentencias se graban a fuego en nuestros hombros al momento de nacer y los lugares que vamos a ocupar están definidos y delimitados por lo que nos precede: el pasado de la familia y del entorno en los que venimos al mundo. (Regreso 50-51)

Por supuesto, los efectos de categorización están fijados a partir de múltiples variables, como la etnia, la sexualidad, la clase, el género, etc. Un sujeto nunca es unidimensional, por lo que es fundamental entender las diferentes realidades que experimenta, así como los lugares que le son asignados y los movimientos que se dan en relación con otros sujetos en otras posiciones, incluso dentro de la propia familia, como veremos más adelante. Con lo anterior, el objetivo de este trabajo es revelar, a partir del personaje principal de la novela de Hernández, la violencia de los veredictos sociales y sexuales que marcan desde el nacimiento a Jasmine —la protagonista—, pero también las formas de escape que, en cierto grado, alcanza.

2. La violencia como “destino”

Jasmine era solo para él, para cuando estaba en casa y no quería sentirse vulnerable. Lo hacía sentir seguro e irreconocible ante el espejo, como los tres cerrojos y la tranca en la puerta lo hacían sentir a salvo en su lugar.

Hernández, El verbo (cap. “Ella”)

Emanuela Jossa afirma, en su reseña “Exilios del cuerpo: El verbo J de Claudia Hernández”, que la segunda novela de Hernández, más que una novela sobre el sida (un tema que tocaremos más adelante), es “la historia de la fragilidad de un personaje que desde niño se siente fuera del género que le ha sido asignado” (872). Sigue Jossa:

La enfermedad es justamente un efecto de su vulnerabilidad que, en los diferentes contextos en los que reside, lo expone al rechazo, la explotación, la violencia, el contagio, pero a la vez funciona como estímulo en la búsqueda de libertad y de relaciones humanas sinceras y profundas. La vulnerabilidad es acompañada por la fortaleza y la resistencia de la protagonista en su tránsito a través de las fronteras de las naciones, del género, del dolor y de la enfermedad. (872)

Con lo anterior, nos parece que, más que hablar de vulnerabilidad, deberíamos —en este caso— hablar de inferiorización social. Si vamos a hablar de vulnerabilidad (o de fragilidad), hay que entenderla no como una causa con la que se explica la violencia que sufren los sujetos, sino como una de sus consecuencias. Así, no es viable aseverar que un individuo sufre violencia porque es vulnerable, sino que es vulnerable por las diferentes formas de violencia4 que ha experimentado y que lo han ubicado en un espacio social, político, sexual, etc., inferior, el cual ha garantizado la reproducción de la violencia, en una especie de círculo vicioso sostenido por el “orden de las cosas” (Bourdieu y Wacquant 123). Si bien se ha explicado la vulnerabilidad como producto de distintas exclusiones sociales (incluso de diferentes condiciones ambientales, biológicas, económicas, etc.),5 ellas no se han definido claramente como lo que en realidad son: distintas formas de violencia que —en las sociedades occidentales modernas— han precarizado la existencia de ciertos sujetos, hasta el punto de condenarlos a una muerte prematura. Así, nuestro interés es enfatizar que, si existe vulnerabilidad,6 es en la medida en que ya se ha violentado a los sujetos que la sufren. Este cambio, además, busca señalar a la sociedad, y no al individuo, como responsable de los procesos de vulneración. De hecho, podemos afirmar que no hay sujetos vulnerables, sino vulnerados. No debemos, por lo tanto, “privatizar” o “psicologizar” un problema que es —en primer lugar— sociopolítico. Tenemos que romper con los discursos dominantes que tienden a transferir la responsabilidad a los individuos, mientras ocultan la realidad desventajosa producida por los mismos modelos económicos, políticos y jurídicos en los que están inscritos. Las personas no son vulnerables, sino vulneradas, para ser debilitadas, sometidas, explotadas, etc.

Así, más que la historia de la “fragilidad” de un personaje trans —más que la historia de su supuesta vulnerabilidad—, nos parece que la novela muestra la historia de la violencia que este sujeto sufre a lo largo de su vida, aunque también muestra su capacidad de sobrevivencia (su relativa capacidad de acción) frente a los “veredictos sociales”, según explicamos esta idea con Eribon. De hecho, desde su nacimiento, el personaje principal revela el peso de los veredictos, es decir, de los caminos previamente demarcados para los sujetos de acuerdo con su “posición” (social, sexual, “racial”, colonial, etc.). En el apartado titulado “Yo”, escuchamos la voz del protagonista, quien nos cuenta que la partera que atendió a su madre —quien esperaba a una niña y no a un niño— le dijo, refiriéndose a él: “A este niño va a tener que tratarlo distinto al resto. ¿Tiene algo de malo? Está en el sitio equivocado, le respondió” (Hernández, El verbo, cap. “Yo”). Entonces, la partera anuncia, casi como una sentencia, la situación inferiorizada —fruto de su ubicación “equivocada” (de su “cuerpo equivocado”, como veremos más adelante)— de un niño que será rechazado del todo por su supuesto7 padre. Esta figura realmente concentra en sí todo el desprecio social que se les dirige a los “niños raros”. El padre, según cuenta el narrador-protagonista, no podía siquiera verlo, y, desde que, con pistola en mano, lo amenazó con matarlo, su mamá lo sacaba de la casa y lo subía a un árbol cada vez que el hombre llegaba borracho. Ahí dormía, amarrado por su madre para que no se cayera, hasta el día siguiente cuando su “progenitor”, después de desayunar y de haber golpeado a su madre, dejaba el hogar:

A la mañana siguiente, una comadre suya llegaba a desatarme porque ella estaba siempre golpeada [se refiere a la mamá], se le dificultaba moverse y solo quería llorar después de que mi padre la hacía darle de desayunar y se largaba. No contestaba a mis preguntas ni dejaba que le viéramos la cara. Su comadre nos pedía que la dejáramos descansar. Nos daba de comer y se ponía a ayudarla con la ropa. Mis cuatro hermanas mayores estaban siempre asustadas. Lloraban todo el tiempo. El único que parecía feliz era mi hermano menor, que solo estaba interesado en jugar y en comer. (Hernández, El verbo, cap. “Yo”)

El padre (caracterizado como un hombre egoísta, agresivo, para nada solidario, un hombre que, más que dar, quitaba [Hernández, El verbo, cap. “Yo”]) no es sino un representante del orden social dominante, el cual condena a los sujetos considerados menos valiosos a la muerte, simbólica y material. Esta primera escena de la novela, por ello, revela una situación de vida inferiorizada. La inferioridad realmente alcanza a todos los sujetos representados —incluso al padre mismo, quien no deja de estar atravesado por el determinismo social (vinculado con el género, pero también con el orden económico y cultural)—, aunque en grados diferentes y con consecuencias también distintas. Para nosotros lo importante, en este punto, es reflexionar sobre los factores sociales que llevan a que estas realidades terminen naturalizadas, en sus diversas formas, de acuerdo con el “orden de las cosas”. Así, si algo nos muestra este texto de Hernández, desde el inicio, son las violentas dinámicas que atraviesan la constitución de estos sujetos condenados desde su nacimiento; especialmente, la constitución del “hijo desviado”.

La violencia dirigida al niño es, de alguna forma, asumida por la madre, quien, con la ayuda de su comadre, se encargan de protegerlo. Esta información es importante, ya que se muestra, en el texto, la relevancia de las redes de ayuda, sostenidas en esta historia, principalmente, por los sujetos femeninos. La comadre socorre a la madre del narrador-protagonista y, entonces, lo socorre a él mismo. Era ella quien corría cada vez que el padre le daba una golpiza a la madre. Fue ella quien la llevó, luego de que el hombre le quebrara un brazo, a ver a una “bruja” que le recetó unas pastillas para que él no les pegara más: “Le dijo [la bruja] que se las pusiera en el café, pero también que entendiera que su magia tenía límites y que sería mejor que, tan pronto como pudiera, me enviara a un sitio donde en verdad estuviera a salvo. Mi madre contestó que el único lugar donde podría estarlo era a su lado” (Hernández, El verbo, cap. “Yo”). Sin embargo, cuando el padre quedó desempleado, la situación se complicó aún más, por el tiempo que iba a pasar en la casa. La madre, para evitar que el padre estallara en cólera cada vez que se encontrara con su hijo, decidió llevárselo a la “bruja”, quien lo aceptó con la condición de que le ayudara con lo que le pidiera. Para convencer al niño, la madre le aseguró que serían pocos días y que lo hacía porque era necesario para mantener al padre calmado (la madre le dice, incluso, que su padre es “un hombre de gran valía”). Según ella, el padre conseguiría otro empleo pronto y sus vidas volverían a ser como cuando no les pegaba o, al menos, volverían a ser “tolerables” (Hernández, El verbo, cap. “Yo”).

La violencia sufrida en la casa familiar (ese primer ámbito de socialización y, por lo tanto, de fabricación de la subjetividad) introduce al niño en una espiral de explotación, ya que termina en las manos de la “bruja”, quien lo utiliza como mano de obra casi esclava (solo la madre —quien también forma parte de la dinámica de explotación que encontramos representada— recibió algún dinero de parte de la “bruja”). Acá se activa la lógica que gobernará la vida de este personaje, quien, en la carrera por escapar de la violencia de su padre (y de la del ambiente en general), no encuentra más que otras formas de violencia, siempre determinadas por los sistemas de dominación que recaen sobre estos sujetos que se encuentran en lo más bajo de la escala social (incluso dentro de sus propias familias). Así, el narrador-protagonista termina, desde su más tierna infancia (asegura que el hecho de que se le estuvieran cayendo los dientes indicaba que tenía edad incluso para trabajar de noche [Hernández, El verbo, cap. “Yo]),8 “vendiendo en el mercado trenzas de ajo que llevaba colgadas al cuello, trayendo y llevando alcohol de las cantinas para sus clientes y haciendo todos los pequeños mandados” que la señora le asignaba (Hernández, El verbo, cap. “Yo”). Sus hermanas gemelas y la segunda hija (no así el hermano menor ni la primogénita, la cual era como un “bebé gigante”, porque había nacido “enferma” y tenía “muy mal carácter”)9 corrieron la misma suerte, ya que la madre las envió con una familia que trabajaba la pólvora. La segunda hija —en total eran seis hijos— trabajaba por las noches en un taller (también de pólvora) clandestino, que se cubría para que ni la guardia ni la guerrilla notaran que funcionaba durante el toque de queda (Hernández, El verbo, cap. “Yo”).

La última información nos ofrece una idea más clara del contexto en el que vivía esta familia: el país estaba experimentando un conflicto bélico interno. Como en la anterior novela de Hernández, esta no tiene más señas que nos hagan pensar en lugares específicos en el mapa americano (aunque es patente el peso de la historia salvadoreña en su narrativa). Lo que sí es evidente son las consecuencias que esta forma de violencia política tiene sobre las vidas de los individuos que la padecen (un tema ya trabajado en la cuentística de esta autora y en la anterior novela). Y, sin embargo, el foco, en el caso de El verbo J, no está en este tipo de violencia (aunque ella explicaría otras formas de violencia que mencionaremos más adelante), sino, como hemos dicho, en la violencia estructural y simbólica que atenta contra las vidas de los miembros de esta familia, principalmente contra la del protagonista, quien, como sus hermanas, también termina trabajando para una fábrica de pólvora, pero como vendedor: “Yo acepté y comencé a vender en el puesto que pusieron en el mercado. Parece que lo hice muy bien porque me felicitaron y, al final de la quincena, me dieron un dinero para lo que yo quisiera. No para tu madre, sino para algo para ti. ¿Hay algo que desees?” (Hernández, El verbo, cap. “Yo”). Lo que deseaba era una manzana, un producto extranjero que el niño consideraba un postre. Desde nuestro punto de vista, el deseo por la manzana enfatiza la situación miserable de este sujeto y de su familia, la cual, por su pobreza, no podía acceder a este tipo productos. La manzana representa un elemento extranjero que se concibe como más sabroso y hermoso, incluso como un elemento que da felicidad:

En casa no teníamos ni navidades ni cumpleaños, ni motivos para que hubiera algo parecido a un postre. Una manzana costaba demasiado, decía mi madre y nos hacía la lista de cosas que podíamos conseguir para todos con lo que pedían en el mercado por una sola de ellas. Eran caras porque venían de muy lejos, de un país donde la temperatura era muy distinta a la nuestra y la gente hablaba de otra manera. ¿Por qué querríamos malgastar el dinero en eso? Porque se veía hermosa. Y la gente que la comía parecía feliz de hacerlo. Y porque queríamos probar el sabor que decían que tenía los que no compartían con nosotros. (Hernández, El verbo, cap. “Yo”)

Como vemos, la miseria de posición10 no solo se explica en relación con lo local (en relación con las otras personas que podían comer la manzana y no la compartían), sino también con lo global (con ese país idealizado por el protagonista y su familia). Estas realidades, tan diferentes a la experimentada por el niño, no hacen sino mostrarle su desventaja en el mundo, su lugar en tanto miembro de una clase “inferior”. La “ilegitimidad social”, como explica Eribon, puede producir “estragos psíquicos en quienes la viven con inquietud o dolor, y así provocar una aspiración profunda a entrar en el espacio de lo legítimo y lo ‘normal’” (Regreso 71). Estamos, por supuesto, hablando de las consecuencias de la dominación social (de clase), que en este relato están ligadas con la dominación sexual. Este es un elemento central en la historia de vida del protagonista, quien, como hemos visto, queda marcado desde su nacimiento, sobre todo por el desprecio de su padre, a quien le incomodaba todo lo que tuviera que ver con él, más aún, su feminidad: “Le molestaba, como a los hombres de las fábricas de petardos, que mis movimientos fueran más femeninos que los de mis hermanas. Le indignaba que me gustaran los hombres, aunque en ese entonces yo no estaba enterada de mis preferencias” (Hernández, El verbo, cap. “Yo”). El narrador protagonista, en este punto, empieza a hablar en femenino y habla de sí misma como una mujer ya vieja. Lo cual le da a este relato un tono testimonial, pues escuchamos la historia de vida de esta “mujer trans”. Pero más importante es esa aclaración que confirma que la actitud del padre no era diferente de la de los otros hombres del lugar, quienes no podían tolerar el “desvío” de este sujeto con cuerpo de hombre, pero con gestos de mujer, incluso aunque fuera solo un niño. Acá vemos cómo la estructura social, con sus miembros como sostén, no hace sino presionar a aquellos individuos que se salen de la norma (corporal y sexual). Esta presión, por supuesto, no es más que violencia simbólica, que se traduce en otras formas de violencia, como la estructural y la directa. Explica la narradora sobre la actitud tomada por los padres de sus amiguitos, quienes la veían como una “amenaza” para sus niños:

Sus padres temían que se contagiaran de mis maneras si se acercaban demasiado. Les decían que eran hombres y debían hacer cosas de tales para seguir siéndolo. Imagino que por eso les celebraban que me persiguieran en la escuela para hostigarme o que hicieran mofa de mí. Mi propio padre le aplaudía a mi hermano por hacerlo. (Hernández, El verbo, cap. “Yo”)

La injuria, el acoso, la burla, etc., conforman una cadena de agresiones que el sujeto trans, en este caso, sufre tanto por su cuerpo supuestamente “equivocado”11 como por su sexualidad “desviada” (ya sabemos que el protagonista siente atracción por los hombres).

Con lo anterior, es claro que este sujeto debe buscar los medios para huir del ultraje y de la violencia (véase lo explicado por Eribon sobre el sujeto gay [Reflexiones 33]), pero, en el caso de este personaje, esa huida está vinculada con otra, fundamentada también en su situación socioeconómica. Como sus hermanas, él deberá partir a México y, de ahí, a los Estados Unidos12 para proveer de sustento a los que quedan atrás:

Como cada vez había menos y las gemelas estaban llegando a la edad en que empezarían a necesitar cada vez más cosas, la segunda de mis hermanas le dijo un día a mi mamá que todo sería mejor si la dejaba partir a México. Le habían dicho en el taller que ahí podía encontrar un mejor trabajo y ayudarnos a no pasar hambre. Había guardado el dinero suficiente para llegar si se iba por tierra y caminaba algunos tramos en lugar de usar siempre el camión. Tenía también una dirección a la cuál llegar. Lo que necesitaba era que le firmara un papel en el que autorizaba su salida. Mi madre tuvo que confiar en lo que le decían que estaba escrito en el papel porque jamás aprendió a leer. Por firma, colocó una equis guiada por la mano de mi hermana, quien se marchó al día siguiente de nuestra casa. (Hernández, El verbo, cap. “Yo”)

Entonces, como sus hermanas, la partida se da a temprana edad y está fundamentada en el hambre y la pobreza experimentada por toda la familia, la cual —por un principio inculcado por la madre— debe protegerse mutuamente (Hernández, El verbo, cap. “Yo”): los hermanos mayores cuidan a los menores (una ética de cuidado que se puede y debe pensar en términos más amplios). Nuevamente, las dinámicas sociopolíticas (locales y transnacionales) salen a flote como uno de los factores más importantes para entender la violencia que sufren estos individuos: la violencia suma violencias. Entonces, debemos ser conscientes de que su movimiento hacia el norte no es más que un camino ya trazado por las realidades socioeconómicas (y por los imaginarios de “éxito” y “bienestar”), producto del (des)balance que sostiene el mundo contemporáneo y los “estilos de vida” diferenciados dentro del mapa geopolítico internacional. Así, mientras los Estados Unidos se piensan como un espacio seguro, en el que se puede vivir bien, América Latina es asumida como el ámbito de la inseguridad y el sufrimiento,13 lo cual es reafirmado con la situación sociopolítica, en el contexto de la guerra civil, expuesta en el texto de Hernández. La guerra es otra amenaza para la protagonista, quien fue reclutada, siendo solo un adolescente de trece años, por unos soldados que lo raptaron y lo encerraron en una prisión pequeña por dos noches, hasta que el esposo de su madrina —un militar— logró liberarlo:

Supongo que para él fue mejor que los soldados que me llamaron niñita todo ese tiempo no lo vieran ser abrazado por mí. Quedaba mejor como el buen hombre que ayudaba a una mujer desfavorecida y de paso ayudaba al ejército a librarse de un inútil que seguro habría muerto en las primeras de cambio o le habría dado mala fama a la unidad. (Hernández, El verbo, cap. “Yo”)

A pesar de su liberación, el peligro de que fuera reclutado nuevamente persistía, por lo que la madre obliga al padre a mudarse del campo a la ciudad, todo con el fin de proteger al joven. Se instalan, finalmente, en la “orilla de la ciudad”, donde no tenían una casa adecuada para la familia. Realmente vivían en un “rancho” como “precaristas”, sin electricidad, sin agua (el agua la tenían que ir a buscar a las “casas de verdad”, donde sí tenían de todo). Tanto su situación en la zona rural como la descrita en la ciudad demuestran la relegación social experimentada por estos sujetos, los cuales, como hemos visto, también son llevados a realizar trabajos específicos, como una forma de determinismo social. Así, ambos espacios terminan describiéndose como “reservas de pobres”, siempre separadas del mundo “privilegiado”, “seguro”, “limpio”, “acomodado”, etc., disfrutado por aquellos que están en una situación “superior”. Estamos ante la violencia estructural que ratifica el orden social de clases. Entonces, si bien el movimiento del campo a la ciudad expuesto en la novela es otra medida para la sobrevivencia (frente a la violencia producto de la guerra y de la pobreza), también se puede explicar a partir de las dinámicas socioeconómicas que llevan a los sujetos a moverse hacia los lugares en los que piensan que pueden tener más “oportunidades” para la vida (para una vida menos miserable). Por ello, la madre esperaba que su esposo encontrara un mejor trabajo ahí y que los niños fueran a mejores escuelas. La idea de la sobrevivencia (es decir, la idea de la lucha por la existencia) es fundamental para entender esa omnipresencia de la violencia en el mundo de esta familia. La sobrevivencia incluso justifica las acciones que se entienden como moralmente dudosas, pero que implican algún beneficio para la familia. Lo vemos cuando la madre justifica que enviara a su hijo a recoger la comida que los guerrilleros robaban para llevarla a los “precarios”, con el fin de convencer a la gente de que lo que hacían lo hacían por ellos, por el bienestar del pueblo. La madre (quien odiaba la idea del robo) no confiaba en los guerrilleros, ni en sus ideas, a las cuales definía como estupideces o mentiras, pero, cuando traían pollos o cartones de leche al asentamiento, enviaba a su hijo a recoger todo lo que pudiera: “Yo le pregunté si lo que hacíamos nosotros no lo era también. Respondió que no, que de ninguna forma… En todo caso, lo habían robado ellos, no nosotros. El único pecado que podríamos estar cometiendo era el de ser lentos al no tomar lo que se nos estaba dando, así que era mejor que me apresurara” (Hernández, El verbo, cap. “Yo”).

La situación inferiorizada del protagonista y de su familia ahogada en la pobreza es, por lo tanto, fundamental para entender las diferentes formas de violencia que sufren, aunque en el caso del protagonista hay que sumarle, como hemos visto, la violencia que la sociedad (empezando por la familia) le dirige a causa de su sexualidad y de su percepción genérica. Incluso la madre, quien lo protegía del padre, lo llega a violentar cuando se compra un cántaro de plástico rosado, el cual usaba para ir por agua a las casas de los ricos: “Me dijo [después de pegarle y de quemar en frente de él el cántaro] El rosa no es para hombres. No vuelvas a comprar uno así” (Hernández, El verbo, cap. “Yo”). Ella realmente estaba preocupada por que su hijo se “volviera culero” (como vemos, la madre termina utilizando el mismo lenguaje injurioso que profirieron los soldados contra él). El protagonista incluso asegura que su madre hubiera preferido que su papá lo matara a que fuera homosexual (Hernández, El verbo, cap. “Yo”). Esta mujer, entonces, termina siendo igual que todos —un “soldado” más contra la “desviación” de su hijo— y hasta aprovecha ciertos momentos para poner en evidencia y aleccionar al protagonista, como cuando se orinaba en la cama y lo hacía sacar el colchón enfrente de todos para avergonzarlo.

La escuela es otro ámbito en el que la violencia es directamente dirigida hacia el cuerpo de este joven, quien, por su “rareza”, era golpeado por todos. Pero no solo era golpeado, también era infamado por todos, dentro y fuera de esta institución que parece no ayudarlo en nada (se indica que los profesores ni siquiera actuaban ante las agresiones que recibía el protagonista). La infamia, como explica Foucault, funciona como una condena social, es una “pena perfecta”, ya que alcanza solo al culpable y “se ajusta al crimen sin necesidad de un código, sin tener que ser aplicada por un tribunal [ya que es aplicada por la sociedad misma], sin riesgo de ser instrumentalizada por un poder público” (Foucault 42). En el espacio rural, el protagonista sabía, porque así se lo señalaron desde pequeño a través del insulto, que él era un infame más. En la ciudad la situación no deja de ser diferente para él, cuya valoración parece depender de la percepción que los otros tienen de su feminidad y de su sexualidad. Él mismo, cuando nos relata el enamoramiento que tuvo por un niño del “precario”, asegura que los rumores que corrían en torno a él podían provocar que la madre del niño no los dejara estar juntos e, incluso, que su presencia cercana llevara a que el niño también fuera agredido, por lo que trataba de mantenerse al margen: “Acostumbrado siempre a mirar desde lejos, me subía a un árbol para verlo lanzar sin que lo molestaran a causa de mi presencia. No quería que terminara siendo hostigado como yo o convertido en uno de ellos. No necesitaba más problemas: su padre estaba muerto desde hacía unos años y su hermano lo estaba desde hacía unos pocos meses” (Hernández, El verbo, cap. “Yo”).

En el caso del protagonista, la presión (y las agresiones) que sufre por parte de la sociedad y de la familia son tantas que finalmente decide marcharse. La gota que derramó el vaso fue que la madre le prohibió ver al niño del que se había enamorado. Así que decidió salir detrás de su hermana mayor y de las gemelas, quienes ya se habían ido a México:

Le dije a mi mamá que ya no podía más. Durante algún tiempo pensé que ese asentamiento era el lugar lejano en el que estaría a salvo, pero ya no lo creía más. Sentía que ya no podía respirar. Tomé lo que quedaba de mi paga y lo que había ahorrado del dinero que las gemelas me habían mandado desde México y le supliqué que me llevara a la estación de buses a la que había llevado a mis hermanas cuando se fueron. Yo también quería estar en México. Le mandaría dinero desde allá. Se lo prometía. Trabajaría duro. Me portaría bien. (Hernández, El verbo, cap. “Yo”)

Con lo poco que tenía, partió hacia el norte.14 Soportó el paso por Guatemala, pero en la frontera con México, después de atravesar el río, ya no supo qué hacer. No tenía comida y necesitaba dinero para pagarle a los “coyotes”. Así que, antes de irse a la frontera con los Estados Unidos, decidió buscar a sus hermanas para que lo ayudaran. Se quedó en México y, durante su búsqueda en una ciudad sin nombre, es “socorrido” por un “señor de traje” que finalmente lo lleva a la casa de un amigo para darle algo de comer y para descansar. El adolescente aceptó sin sospechar lo que le esperaba en esa casa… México se conforma en el texto como un lugar difícil, lleno de violencia y de sufrimiento para el migrante que viene del sur, especialmente para los niños. Es en México donde el adolescente es secuestrado y esclavizado por tres hombres que se turnaban para abusar de él (incluso lo “compartían” con otros hombres) y que lo obligaban a trabajar en su restaurante. Fueron varios años los que pasó en manos de estos sujetos: “Había perdido la cuenta del tiempo. Había perdido también la cuenta de cuántos hombres habían llegado a verlo invitados por los que lo alojaban y de cuántos niños había visto desfilar por la casa en la que vivía” (Hernández, El verbo, cap. “Él”). Cuatro o cinco años tardó en poder huir de esta situación terrorífica, que no es más que otro ejemplo del desamparo que viven los migrantes (sobre todo los niños) frente al mundo criminal que se desarrolla con la permisividad de los Estados. El protagonista solo pudo escapar gracias a la ayuda de unos clientes del restaurante —unos estudiantes universitarios—, quienes notaron que algo extraño sucedía con él. Lo interrogaron y planearon sacarlo de ahí, lo cual cumplieron un tiempo después. Con la ayuda del protagonista, los jóvenes denunciaron a los tres hombres y él, finalmente, pudo contactar a sus hermanas, las cuales pagaron para que lo llevaran a los Estados Unidos. Desde entonces, ellas se encargarían de él, pero, como veremos, esto no aminora la espiral de violencia que envuelve al joven.

En el siguiente capítulo de la novela, titulado “Tú”, habla una amiga del protagonista, quien cuenta la historia de cómo conoció al joven, aunque también nos da información sobre sí misma y sobre las situaciones vividas por ambos en los Estados Unidos (estamos, por lo tanto, en un estadio más avanzado de la historia). En este punto, un nuevo actor aparece: las iglesias. Tanto la amiga como el joven terminan involucrados con estas instituciones que finalmente rechazan al joven, una vez que él confiesa su homosexualidad:

Dijeron que debías humillarte, frente a todos los hombres congregados, como lo haría una mujer. Humillarte. Confesar tu falta. Pedir disculpas. Rogar perdón. Suplicar piedad. Una vez más. Y otra. Y otra. Y otra. Hasta que lloraras. Hasta que no pudieras parar de llorar. Todo para que, al final, te dijeran que no podían perdonarte, que no te querían más ahí, que debías dejar la casa en la que vivías con ellos y no volver más al templo. Tampoco debías hablar nunca con los miembros del grupo o de la congregación […]. Quemaron tus cosas como si de las de un apestado se trataran. (Hernández, El verbo, cap. “Tú”)

La religión institucionalizada (cristiana y protestante) no parece diferenciarse, en la novela, de otras entidades sociales que reproducen diferentes formas de violencia sobre sujetos específicos; especialmente, en el caso del protagonista y de su amiga,15 sobre aquellos que tienen sexualidades disidentes y sobre las mujeres (a ella, por ejemplo, uno de sus líderes trató de violarla), pero también sobre los pobres, los cuales son explotados con fines económicos. A lo largo de todo este apartado encontramos una exposición de las dinámicas de poder y dominación que las iglesias eternizan gracias a las necesidades espirituales, pero también a las materiales, de los sujetos que llegan a buscar algún tipo de soporte. Hay que considerar, en el caso que estamos estudiando, el beneficio que implican, para estas iglesias, los migrantes, quienes, por la carencia y el desamparo que viven (por toda la violencia estructural que sufren), terminan en manos de grupos religiosos que llenan los vacíos dejados por los Estados. Así, es la violencia de un Estado que no protege por igual a todos sus ciudadanos lo que lleva a que los personajes sufran más violencia por parte de estas instituciones conservadoras, fundamentalistas y reproductoras de actitudes sexistas, homofóbicas, transfóbicas, anticientíficas, etc. La narración de la amiga del protagonista no hace sino demostrar situaciones de discriminación, abuso, explotación, etc., por las que ella termina abandonando su círculo religioso, en un gesto solidario por aquellos que son, como el protagonista, marginados y despreciados. Este personaje, por lo tanto, también es parte del círculo de apoyo que se va conformando en la historia y que le permitirá al personaje principal sobrevivir. Es ella, por ejemplo, quien lo salva de un intento de suicidio, producto de una “decepción amorosa” experimentada con un muchachito que —como su padre—, una vez alcoholizado, lo golpeaba y lo insultaba;16 aunque, también, producto de todo el dolor acumulado,

nos hicimos mucho bien. Y, de pronto, cuando faltaba un mes para que renováramos el contrato del lugar por un año más, te encuentro en el suelo. Llego al espacio que llamábamos nuestra casa y te encuentro tirado en el piso, con tus muebles apuñalados, tus espejos quebrados y cientos, miles, millones de rastros de pastillas ingeridas. Tú, inconsciente en el piso, tan muerto en vida como me sentía yo sin Dios. Tú, sin responder a mis miedos, a mis gritos, a mis preguntas. ¿Me oyes? ¿Me oyes? ¿Qué has hecho? 911, What is your emergency? Please help us! We need an ambulance right now!

[…]

Llegó la policía. Llegaron los bomberos. Llegaron los paramédicos. Te llevaron en la ambulancia. Te atendieron. Te rescataron. Dijeron que era una fortuna que te hubiera encontrado a tiempo.

[…]

Solo tu parte de nuestro sitio estaba hecha un desastre, pero todo el lugar olía a tu dolor. Hasta entonces pude entenderlo… Fucking Christ! (Hernández, El verbo, cap. “Tú”)

La comprensión del dolor del otro es fundamental para entender la constitución de la red de apoyo, como lo es para el tema propuesto: el del estudio de las representaciones de la violencia en la literatura y en el arte en general. Para el caso que estamos estudiando (aunque también lo podemos pensar de forma general), el estudio de las representaciones de la violencia es justo y necesario en la medida en que nos acerca al rostro 17 del otro, es decir, al dolor del otro, al sufrimiento del sujeto violentado. La representación de la violencia como mero espectáculo, como entretenimiento, no tiene este efecto, o al menos no tiene la intensión de activar una ética en torno al dolor de los sujetos excluidos. Judith Butler, en su libro Vida precaria, replantea la teoría ética de Lévinas para referirse a las problemáticas contemporáneas en torno a los excluidos del orden social dominante: los “rostros” de los excluidos son los que, en efecto, exigen responsabilidad política y social, son los que realizan una interpelación moral. La revelación del “rostro” hace que se reconozca la trascendencia, pero también la sujeción, en la que se encuentra “el otro”. Explica Butler: “[Se tiene] la oportunidad de reflexionar sobre el daño, de darse cuenta de cuáles son sus mecanismos de distribución, de enterarse de quién otro es víctima de fronteras permeables, violencia inesperada, desposesión y miedo, y de qué manera” (Butler, Vida precaria 14). La novela de Hernández, con lo anterior, nos obliga a pensar en dichos términos, nos obliga a ver el rostro del otro.

En el siguiente apartado, titulado “Él”, la historia es narrada teniendo como foco a una de las hermanas del protagonista (quien no actúa como narradora —hay un narrador externo—). Ella, como su amiga y las otras hermanas, conforman esa red de apoyo a la que hemos hecho referencia. Son, también, quienes conocen más directamente (o se los imaginan, ya que el hermano les pidió que no le preguntaran por lo sucedido durante los años que estuvo en México) algunos aspectos sobre las agresiones que había sufrido y sobre lo que ellas hicieron con él: la violencia construye subjetividades inferiorizadas. La personalidad, las actitudes, las decisiones, las formas de relación, así como la autopercepción son algunos de los elementos subjetivos delimitados por las formas de violencia que, como en este caso, experimenta el individuo homosexual o trans. Pero lo anterior también aplica en relación con los sujetos empobrecidos (en esta historia, se da una suma de factores que conllevan la marginalización social), quienes, como el protagonista, deben buscar los medios para poder satisfacer sus necesidades materiales y espirituales, en fin, vitales. No por nada, él, a pesar de la ayuda de su hermana, termina en la prostitución. El protagonista tenía muy claro que necesitaba conseguir dinero, no solo para retribuirle algo a su hermana, sino también para poder enviarles dinero a su madre y a la hermana mayor, quienes se mantenían en su lugar de origen. La prostitución se conforma como otra especie de veredicto social (más que como una decisión “libre”), en relación con estos sujetos que terminan asumiendo su realidad como algo que se “merecen” y no como el resultado de la inseguridad que experimentan día a día.

A la prostitución llegó, precisamente, por su necesidad por encontrar un trabajo. A través de un compañero de la escuela en la que estaba aprendiendo inglés, conoce a un hombre sexagenario que le promete ayudarlo con su búsqueda laboral, pero con la condición de que antes lo “ayudara” a él. Así es como el sexagenario termina pidiéndole que fuera tres veces por semana a atender sus “necesidades”:

Y, para asegurarse de que lo hiciera, le mandaría su auto con chofer a recogerlo a la escuela, con la promesa de regresarlo a ella antes de la hora en que salía de clases para que pudiera llegar a la casa de su hermana a la hora que lo haría si de verdad hubiera ido a estudiar, como había dicho. Además, le pagaría bastante más de lo que le pagaba al chico que lo llevó allá. (Hernández, El verbo, cap. “Él”)

Además de estas “visitas”, y solo por la presión del joven, el sexagenario le consigue un trabajo en un restaurante, para que pudiera justificar los ingresos con su hermana, pero siempre con la condición de que lo siguiera visitando. Si no lo hacía, fácilmente podía perder el trabajo en el restaurante… Así, lo que nos demuestra la narración es la situación de dominación en la que se encuentra el personaje, quien no puede decidir sobre su vida, ni sobre su cuerpo, al menos no de manera plena (no debemos caer en la ilusión de la agencia como una forma de valoración positiva de las circunstancias del protagonista,18 las cuales son, a todas luces, terribles). Más bien son otros sujetos con poder (económico, social, político, etc.) quienes definen lo que sucede o no con él, quienes pueden utilizar su cuerpo a su antojo. Ya sea para el disfrute del anciano, ya para el de los jefes del restaurante que lo tenían como mano de obra barata. La seña que caracteriza su situación como migrante es la violencia producto de la explotación:

El problema era que estaba ahí en contra de su voluntad. Hacía lo que hacía porque el cuerpo se lo pedía, pero eso no implicaba que lo disfrutara. No quería estar más con ese hombre. Había ido la primera vez porque quería el empleo. Luego, porque quería ir en un auto con chofer y conocer la casa con gimnasio que había dicho su compañero de clases que el hombre tenía, recorrer las habitaciones que no había conocido la primera vez y sus sonidos, ver la ciudad como no podía verse desde donde él vivía y probar la comida que servían en el comedor de ella. Le habría gustado quedarse a dormir al menos una noche ahí para ver el espectáculo de la ciudad al convertirse en luz, pero no habría podido soportar estar la noche entera con ese hombre ni habría podido justificarlo en casa. (Hernández, El verbo, cap. “Él”)

Él no era el primer joven que le servía al sexagenario, ya otros habían pasado por ahí —como el amigo que lo llevó a conocerlo, pero también como un colega del restaurante—, lo cual indica toda una conducta predatoria, relacionada con la cuestión de clase. El proceder de este individuo es el de alguien que sabe que tiene el poder (económico) para obligar a otros (a los que no pueden defenderse por su situación precaria) a hacer lo que él desea. Por eso, cuando el protagonista ya no quiso saber más de él, el sexagenario no dudó en golpearlo e insultarlo. A pesar de ello, el joven no dejó de visitarlo ni el sexagenario de buscarlo. El joven necesitaba el dinero, por él y por su familia, la cual se conforma como otro elemento social que lo constriñe (permanentemente) y que no le permite huir de su situación de violencia (más adelante tendrá incluso otros “clientes”). Por ejemplo, cuando él le dice a la hermana que ya no quería trabajar en el restaurante (lo cual tenía como fin alejarse del sexagenario), ella le pide que no lo haga, ya que tanto ella como su madre y sus otros hermanos en el otro país necesitaban de sus ingresos:

Yo había pensado dejar el trabajo, ¿sabes? ¡No hablarás en serio! Es un buen empleo, no solo para alguien que comienza. […] Es que estaba pensando que a lo mejor no es lo que quiero para mí. Me imagino, pero en este momento debes mantenerlo. Lo necesitamos. Lo necesita nuestra madre en casa. Lo necesitan nuestros hermanos. Sabes que para mí es más difícil enviar [dinero] ahora, por el niño. Necesita más cosas, debo pagar para que alguien me ayude a cuidarlo para poder yo ir a trabajar. ¿Podrías hacer ese sacrificio por mí y por ellos? ¿Te sería muy difícil soportar un poco más? Por supuesto que no. Había aguantado ya muchos años. (Hernández, El verbo, cap. “Él”)

En el capítulo “Ella”, se hace referencia a Jasmine (este es el único nombre personal que aparece en la novela y que podemos relacionar con el título), a cómo surge en la historia de vida del protagonista. Él se muestra como Jasmine ante una de sus hermanas, quien le asegura que es preciosa y que, en ese lugar (en los Estados Unidos), puede ser quien quiere ser: “¿Qué? Habrías sido una chica muy linda. ¿Lo dices en serio? Siempre lo has sido. Sabes que siempre me han golpeado por eso. No más. No acá, corazón. ¿Has visto? Se puede ser como eres acá. Él baja la vista. Ella lo hace subirla. Se puede. Es el mejor lugar para serlo” (Hernández, El verbo, cap. “Ella”). Al tiempo que le dice esto, le pide también que tenga cuidado. Si bien, como lo señala Jossa, Estados Unidos es configurado como un lugar de oportunidades y de libertades, es así desde la perspectiva de las hermanas, más que desde la de él, quien sufre múltiples formas de violencia tanto en su país natal, cómo en México y en los Estados Unidos. Que el protagonista pueda ser Jasmine en los Estados Unidos no cancela su sufrimiento (aunque tal vez lo alivie un poco). Así, no podemos decir con Jossa que la representación de los Estados Unidos en la novela sea “muy positiva” (Jossa 873); diríamos, más bien, que es diferente en algunos aspectos en relación con las experiencias que el protagonista tiene ahí. Como hemos visto, es en Estados Unidos donde cae en manos de un abusador (una situación que podemos vincular con la vivida en México), pero es también ahí donde es atacado por tres hombres que, pistola en mano, lo meten en una van y lo violan en grupo, en un acto que parecía ser más una venganza que un ataque inesperado.19 El protagonista nunca pudo decir toda la verdad sobre lo que le sucedió en dicha van. Esta es una de las consecuencias producto de los eventos traumáticos experimentados por él, pero también producto de su inseguridad social en general:

No podía decir que de la van recordaba el piso sucio contra el que lo pusieron a punta de pistola ni que de los hombres recordaba el olor y la forma cómo [sic] cada uno de ellos se sentía dentro de su cuerpo, y lo que cada uno le decía y lo que se decían entre ellos cuando él lloraba y gritaba mientras ellos se reían y se vaciaban en él porque, entonces, le habrían dicho que había que ir a la policía para poner la denuncia. (Hernández, El verbo, cap. “Ella”)

Ir a la policía lo obligaría a revivir todo y a dar información que realmente no tenía o que revelaría otros asuntos que él no quería que salieran a la luz (sin considerar su “irregularidad” como migrante). Por lo anterior, prefería callar lo sucedido, como una forma de autodefensa. Jasmine no le cuenta muchos aspectos de su vida a nadie, ni siquiera se los cuenta a sus hermanas, posiblemente por la vergüenza que le provocaban (en un punto, el narrador asegura que ella quería “una vida que pudiera contarle a sus hermanas” [Hernández, El verbo, cap. “Ella”]). Una vergüenza que no es más que el fruto de lo que los otros han hecho con ella, del odio por sí misma que ha interiorizado a través de la marca del insulto y de otras formas de violencia. Las dinámicas sociales, en general, llevan a las “víctimas” a asumir su “lugar” como tales, y ello implica ese silencio doloroso que, de todas formas, ya venía arrastrando el protagonista: “¿Hacían diferencia tres hombres más en la vida? No.” (Hernández, El verbo, cap. “Ella”). Así, la racionalidad expuesta por Jasmine se puede explicar de mejor manera desde la sociología, que desde el psicoanálisis o la psicología. Todo su sufrimiento es producto de su situación social y de la violencia que ha sufrido, de cómo los otros han abusado de ella, hasta el punto de hacerla sentir minúscula, un objeto sin valor, de ahí que su mayor deseo fuera la muerte, lo cual queda claro con su intento de suicidio: “Quería morirse. Quería saber por qué su compañera de casa lo había impedido” (Hernández, El verbo, cap. “Ella”).

Jasmine aparece precisamente luego del intento de suicidio, cuando “él” muere simbólicamente. Ya el protagonista no podía seguir odiándose tanto, por lo que se reinventa, incluso como una forma de sobrevivencia más. Este cambio, sin embargo, no es un borrado total, es solo una estrategia para sobrellevar su existencia y todo su dolor (fruto del rechazo social, insistimos): “Era una forma [alcanzada con el maquillaje] de no verse de la manera en que odiaba hacerlo. Era una manera de ser menos él y más una flor. Era la manera que había encontrado para poder sonreír en la fiesta de la niña [la sobrina], una vía para que la gente no notara los golpes que todavía no habían sanado” (Hernández, El verbo, cap. “Ella”). El odio que el protagonista siente por sí mismo es realmente una emoción determinada por los otros, por esos que le han hecho la vida imposible en tanto hombre afeminado, en tanto hombre que no calza en el binarismo sexual y genérico que sostiene el orden social “normal”. Como explica Aimar Suess: “El carácter binario del sistema de género vigente en la sociedad actual, basado en el presupuesto de la existencia exclusiva de dos sexos/géneros, se identifica como trasfondo de los procesos de medicalización, normalización y exclusión” (apdo. 2.3. “Campo activista”); es decir, se identifica como la base de la transfobia experimentada por estos sujetos en su vida diaria. La aparición de Jasmine es realmente una demostración de que su cuerpo, su ser aún existe, a pesar de los esfuerzos sistemáticos por ocultarla, por acallarla, por aniquilarla.

En el siguiente capítulo, titulado “Eso”, se hace referencia a la “enfermedad” que violenta el cuerpo de Jasmine: el VIH-sida. Como sucede en otros textos hispanoamericanos que tocan el tema,20 aquí la “enfermedad” no se nombra, pero la falta de nombre no hace sino insistir en su presencia (lo cual también podríamos decir en relación con la falta del nombre del país natal del protagonista), como si se tratara de algo inevitable, sobre todo en el caso de esta “mujer trans”. Ella es diagnosticada (¿a finales de la década de los noventa, principios de los años dos mil?) en los Estados Unidos, donde recibe un trato para nada agradable, que solo refuerza la idea de las violencias simbólica y estructural, incluso en el ámbito médico, incluso cuando se recibe la atención necesaria (y aún una atención especializada, como se nota en la narración). Así, es importante repetir que los Estados Unidos no es representado —al menos en este punto— como un ámbito “muy positivo” para Jasmine, quien debe lidiar con las agresiones del sistema de salud, hasta por ser un “hispano” (Hernández, El verbo, cap. “Eso”).21 Sigue el texto en otra parte:

¿Quieres que te dé el resultado ahora? Para eso lo habían citado, para eso había llegado y para eso lo habían hecho esperar tanto, ¿no?, dice en su mente. Entonces, ¿lo quieres? Sí, por favor. Pues, tu resultado fue positivo. Silencio. ¿Comprende lo que digo? Sí: que es positivo. No: estoy diciendo que es positivo. OK. Positivo es algo positivo. No siempre. En este caso, positivo es negativo. Nadie podía decirle cuán negativo podía ser su positivo, pero sí cuánto tiempo lo sería: siempre. Toda la vida. Todo lo que le quedara de ella. No podía saberse cuánto tiempo sería eso. Algunos duraban más, algunos duraban menos. No había un tiempo promedio. Tampoco había una manera establecida de reaccionar ante la noticia. (Hernández, El verbo, cap. “Eso”)

La médica atiende al protagonista como si de un mero trámite se tratara. Le ofrece alguna información sobre la “enfermedad” y sobre los programas y los grupos de apoyo que existían en estos casos. Sobre todo, resalta el programa de ayuda para otros “infectados”, que consistía en ir a visitarlos y a tenderles una mano en las cosas que necesitaran, ya que, como se indica en la narración, a pesar de que la “enfermedad” ya no era considerada una epidemia, a pesar de que se había vuelto crónica (gracias a los medicamentos que existían) y de que el miedo en torno a ella se había disipado, los sujetos seguían quedándose solos y seguían suicidándose: “Sobre todo [asegura la médico] si no tenían dinero suficiente para pagar sus cuentas o habían llegado de países como el suyo y no tenían acá familia que viera por ellos o tenían familias que no aprobaran sus estilos de vida. Era muy extraño que llegaran desde más allá de las fronteras para velar por sus necesidades” (Hernández, El verbo, cap. “Eso”). De alguna manera, como vemos, se le anuncia al personaje una situación dolorosa que él mismo podría experimentar. El VIH-sida sigue siendo, en la representación que encontramos acá, una fuente de angustias, sobre todo por la soledad que supuestamente conlleva, más en el caso de los migrantes, cuya situación insegura —en un país que “no es el de ellos”— los hace experimentar violencias más profundas y sistemáticas. Todavía más en el caso de una “mujer trans”. El cuerpo trans muestra la verdad de la violencia que rodea su existencia, una violencia que se torna más concreta en relación con los problemas de salud, producto de la vida miserable determinada para estos sujetos. La enfermedad es, por tanto, otra seña de su situación en el mundo.

El VIH-sida (aún en este reciente trabajo literario) no deja de relacionarse con la muerte, con un proceso de “descomposición” relativamente rápido. Así se explica cuando el protagonista se llega a enterar del fallecimiento de uno de los “enfermos” a los que iba a ayudar gracias al programa de asistencia en el que se inscribió: “Mira que el tiempo cuenta. Lo sabía. Si no entonces, lo supo cuando empezó a ver a otro de sus asignados debilitarse, marchitarse, secarse como ramas, perder la mirada, morir. Se lo dijo. Es solo que no imaginó que sucediera tan rápido” (Hernández, El verbo, cap. “Eso”). En otra parte se indica cómo su amiga, quien también se hizo voluntaria, “vio a los hombres hermosos y vitales transformarse en cuerpos que se comían a sí mismos hasta dejar de sí solo huesos” (Hernández, El verbo, cap. “Eso”). La amiga nuevamente reluce como el apoyo del protagonista, como su soporte. Él mismo le pide que, cuando esté realmente mal, le ayude a algo más que a darle un vaso de agua… Que le ayude a quitarse la vida para no seguir sufriendo:

Tomaría todas las pastillas que conseguían juntos de cuando visitaban a alguien aquí, de cuando sus madres les enviaban medicamentos de allá, de los que recibían cuando iban al médico y nunca tomaban, de lo que a veces se podía conseguir en los baños de algunas cadenas de comida rápida, de las que se compraban y vendían en ciertos callejones y las mezclaría en una bebida que no le supiera tan mal. Aunque, pues, no podía saberse quién moriría primero. Podía ser ella. (Hernández, El verbo, cap. “Eso”)

El suicidio no deja de ser la salida ante el dolor y el abandono que se relaciona con el VIH-sida. Estas ideas no se eliminan del todo de las representaciones literarias (o, más bien, en este caso, de la racionalidad asociada con los personajes de la novela), a pesar de que el mundo planteado en el texto está mucho más avanzado y de que las posibilidades de sobrevivencia ya eran (ya son) más altas. Como vemos, hay algo en la forma en la que el protagonista asume la “enfermedad” que nos lleva a pensarla también como un veredicto social. El VIH-sida es una consecuencia más de la violencia sufrida por este personaje a lo largo de toda su vida. Así, no la podemos asumir como el resultado de una “conducta de riesgo”, sino como el de un proceso de vulneración continua (de hecho, en la novela, la transmisión del virus se relaciona directamente con la violación22 del personaje por parte de los tres hombres de la van). Jasmine es, por ello, un sujeto condenado a tener el virus y a desarrollar el síndrome. Y ella misma lo asume así, hasta el punto de no tomar, en un primer momento,23 sus medicamentos (Hernández, El verbo, cap. “Eso”). Podríamos pensar que esta decisión del personaje es otra forma de escape del sufrimiento que trató de eliminar ya antes con su intento de suicidio. Incluso que le pida ayuda a su amiga, la misma que no lo “dejó” morir en aquel momento, al llamar al 911, apunta en esta dirección. La “enfermedad” parece ser, en este punto de la historia, el camino que la protagonista encuentra para huir de la sociedad que tanto dolor le ha provocado. Esta visión le da, claramente, un fin político a la muerte que se imagina para sí y a su existencia como nueva seropositiva: “Después de todo, la vida es incierta. Para algunos: nosotros sabemos bien lo que nos toca. Que no es nada que no le pase también a los demás, chico. Solo que nosotros vamos en el carril rápido. Muchos de ellos también, nomás que no lo saben. De acuerdo, pero no se estrellan con tanto dolor como nosotros, ¿o sí?” (Hernández, El verbo, cap. “Eso”).

No extraña, con lo anterior, que ella se aboque por disfrutar el momento. El anuncio de la “enfermedad” no conlleva, en relación con este personaje, una cancelación del placer. Podríamos incluso pensar que este es el único medio que encuentra para hacer más llevadera su situación. La “amenaza de muerte” es, en este caso, un aliciente para el disfrute. Con Jodie Parys (62), podemos afirmar que el erotismo busca desactivar el “poder del sida” sobre las expresiones sexuales y las eventuales muertes de los protagonistas, pero también el poder de las ideas en torno a la “protección” y a la “precaución”, tan insistentes en la “época del sida”. Estas nociones (vinculadas con el “aumento del riesgo” asociado con la actividad sexual) han llevado a que los cuerpos sean altamente vigilados y disciplinados por la hegemonía política, la cual —afirma la autora— ha determinado cuáles actos sexuales son “seguros” y, por extensión, aceptables, y cuáles son considerados “inseguros” y, por ello, reprobables. Precisamente, en el capítulo titulado “Nosotros”, se hace referencia al círculo de amigos que el protagonista conforma y con el cual desarrolla más ampliamente su disfrute sexual. Los amigos son un grupo de hombres, también seropositivos, con los que sale a diferentes lugares a tener sexo casual o simplemente a ver algún show en un club: “Él sabía que nos alegraba que se estuviera divirtiendo. Además, daba un mejor servicio a la gente que ayudaba porque estaba más optimista y mucho más relajado” (Hernández, El verbo, cap. “Nosotros”). Fueron sus amigos quienes lo convencieron de presentar a Jasmine en público, con el fin recaudar fondos para los “enfermos”. Pero, en medio de este ambiente de fiesta y de mayor libertad para el protagonista, siempre aparece la sombra de la muerte. Los seropositivos van “cayendo” poco a poco, y son los miembros de su comunidad los primeros en morir: los seropositivos del distrito hispano. Así sucede con una “mujer trans” que hacía shows y que termina siendo una amiga más dentro del grupo. Ella, como los otros “enfermos”, es transformada por “eso”:

Entonces no lo sabe, pero será la siguiente en caer. No usará más vestidos brillantes ni alzará la pierna para el deleite de los demás: cubrirá su cabeza y usará el atuendo de una anciana a causa del mucho frío que sentirá y apenas conseguirá moverse con la ayuda que le den. Su piel, en ese momento tersa, se arrugará como fruta vieja. Las piernas que la amiga de todos le admira en ese momento parecerán ramas secas. Todos dirán que la enfermedad le entró por la tristeza: no pudo soportar la muerte del jovencito amigo de ellos que, desde que la había visto, la había tomado de la mano y la había llevado a pasear por las calles, a plena luz del día, en el distrito hispano, donde todos los conocían, y habían enviado una fotografía juntos a sus familias en los distintos países de los que habían llegado. Por eso era importante reír. Por eso había que espantar las penas a como diera lugar. Por eso él debía tener una alegría, o aprender a beber un poco, como le había dicho su primer asignado. O encontrar una iglesia que no lo rechazara. Aferrarse a algo. (Hernández, El verbo, cap. “Nosotros”)

El cuerpo es violentado por el VIH-sida, hasta el punto de volverlo un “cuerpo-otro”, despreciado por la sociedad, como también es despreciado el “cuerpo trans”. Se duplica, por tanto, el rechazo que experimentan estos sujetos a lo largo de su vida, precisamente por un proceso de patologización de su existencia. La “enfermedad” es el signo que más se asocia con su realidad, y esta asociación no es más que otra forma de violencia de género,24 proveniente, en especial, del campo biomédico, pero también de otras áreas, como la religiosa, la política, la jurídica, etc. Explican Miquel Missé y Gerard Coll-Planas, en El género desordenado: Críticas en torno a la patologización de la transexualidad:

Entendemos la patologización como una forma de violencia de género, de transfobia que es ejercida, entre otros, por el Estado que dice representarnos democráticamente y las instituciones médicas que pretenden curarnos. Se trata de un tipo de transfobia, además, que goza de un amplio apoyo y legitimación entre muchas personas que se consideran a sí mismas comprometidas con los ideales de la igualdad, la libertad y respeto a la diversidad. (18)

3. Cierre: El sujeto trans como tránsfuga

La patologización del personaje la vemos nuevamente hacia el final del relato, cuando el protagonista viaja con su hermana a su país de origen, a visitar a su madre (el viaje se plantea, en realidad, como uno de sus últimos deseos, pues el virus estaba acabando con sus células T rápidamente), quien ya vivía en una “casa de verdad”, gracias a él. Una casa que había mandado a construir con el dinero que ganó con sus múltiples trabajos, pero también con sus “clientes”, y que su madre puso a nombre del hermano. Por mucho tiempo soñó con volver, pero no lo hacía porque no tenía “papeles” (los logró obtener gracias a la ayuda de una amiga). Al inicio del capítulo “Ustedes”, leemos que su familia no quería recibirlo “vestido de mujer y todo pintarrajeado” (Hernández, El verbo, cap. “Ustedes”). La madre, específicamente, no le permitía entrar así, ya que había aprendido en la iglesia que “eso” (vestirse de mujer) no era “correcto” para él que había nacido hombre: “¿Crees que me recibe si me quito el vestido? No cree [la hermana] que deba hacerlo. Cree que debe sentir orgullo de ser quién es. Sabe que lo está. Es solo que quiere ver a su madre. No cree que el vestido deba ser lo que lo impida” (Hernández, El verbo, cap. “Ustedes”). El hermano también estaba angustiado, ya que le preocupaba (contrario a la hermana) lo que la gente pudiera pensar. Todos sus amigos recordaban a su “hermano afeminado” y le preguntaban por él de vez en cuando. El hermano solo les decía que se había ido. A lo cual le respondían que “esperaban que hubiera llegado a un lugar donde lo compusieran. O donde le dieran lo que se merecía” (Hernández, El verbo, cap. “Ustedes”).

Frente a los violentos discursos que señalan a Jasmine como un ser “enfermo”, despreciable y merecedor de castigos, vemos el apoyo que le ofrece su hermana, quien finalmente tiene que convencer con dádivas a su hermano menor, para que la deje entrar a la casa y para que le permita hospedarse en ella. Sin embargo, Jasmine, luego de ver a su hermana mayor y a su madre, prefiere irse de ahí y volver a los Estados Unidos. La madre realmente la recibe como si de un foráneo se tratara:

Lo está esperando en la sala de la casa, como a una visita. Le dice bienvenido. Lo invita a sentarse. Él le pregunta si puede darle un abrazo. Ella busca con la mirada a su otro hijo para preguntarle si puede, si es seguro. La gemela dice que por supuesto que puede hacerlo. Es su madre. Su padre está por llegar. A esa hora, sale siempre a dar una vuelta para mantener el cuerpo funcionando. ¿Qué van a hacer cuando él vuelva? La gemela dice que nada. Seguir la vida. Es firme. Saludar, si acaso. No puede sacar a su hermano de esa casa. La madre cree que debería irse. No quiere que su marido se enoje. No importa que no les importe: no quiere que se moleste. (Hernández, El verbo, cap. “Ustedes”)

De vuelta en los Estados Unidos, Jasmine acepta ingresar, luego de que perdiera las fuerzas para trabajar y de que no pudiera seguir pagando su apartamento, en un programa de la ciudad que apoyaba a los “infectados”. En este punto, sí se nota más la diferencia entre un país y el otro —lo cual no hace sino magnificar las violentas diferencias entre naciones como El Salvador (el llamado “tercer mundo”) y los Estados Unidos (uno de los países más ricos del planeta)—. En la ciudad en la que se encontraba sí podía recibir esta ayuda que, en realidad, solo representaba un alivio en el que se creía el último momento de su vida. El programa incluía un lugar para vivir, alimentos, servicios médicos, hasta cubría los gastos de un animal de compañía, todo pagado por la ciudad y por los donantes y voluntarios que trabajan en él. Como vemos, la última parte de la novela, contrario a lo esperado, nos presenta un panorama diferente, en el que la esperanza y el bienestar parece que hacen su entrada libremente. Los cambios se dan a partir de la muerte de la madre, la cual activa una nueva dinámica familiar y posibilita, como señalamos antes, descubrimientos, reencuentros, aclaraciones necesarias, nuevos proyectos de vida… La madre había lanzado un veredicto sobre su hijo desde que le prohibió acercarse al niño que él amaba en el asentamiento. Ella fue quien le dijo que prefería verlo muerto a saberlo “culero”. Una vez muerta la madre, muere el veredicto. El vínculo entre Jasmine y la madre solo se mantuvo por el juramento que ella hizo para poderse ir a los Estados Unidos. Dicho juramento consistía en que ayudaría a la familia con todo. Y así lo hizo hasta el último momento. Jasmine pagó todo lo relacionado con el funeral de la madre, a quien realmente mantuvo a lo largo de toda su vida, como lo hizo con sus hermanos y con su padre. Jasmine ni siquiera fue al entierro de la madre: “Yo les dije la verdad: que habías preferido usar el dinero de tu boleto y estancia para cubrir los gastos funerarios de ella, que no podías sacar de otra parte porque habías usado lo que habías guardado para comprarle la casa donde vivió y para pagar por su tratamiento cuando supiste que había enfermado” (Hernández, El verbo, cap. “Ustedes”). En el funeral apareció el amigo de Jasmine (el niño del que estuvo enamorada). Ella reconoció su nombre en el libro de las asistencias:

Su madre se habría enojado mucho. Ni muerta te quiero ver con él, se habría levantado a decirle. Él no habría hecho caso esa vez. Le habría dicho Mamá, yo puedo hablar con quien quiera. Si usted no quiere verme hablar con él, dese la vuelta o vuelva a su cajón. Entre muertos podían decirse las verdades sin temer represalias. ¿Qué más podía ella quitarle? (Hernández, El verbo, cap. “Ustedes”)

Este párrafo puede llevar a confusión, ya que habla de dos muertos: la madre y él; sin embargo, es claro para nosotros que, en su caso, se habla (nuevamente) de una muerte simbólica. La del hombre que fue (de ahí el uso del pronombre masculino). Jasmine vive y, desde ese momento, será solamente este el nombre que la identifique. De lo anterior, se deduce el cambio en la actitud del personaje, quien no solo vuelve a trabajar (aún necesitaba dinero extra para seguir enviándoles a su padre y hermana), sino que también contacta al amor de su vida y, además, acepta donar su semen para que una de sus hermanas pudiera tener un hijo:

Al principio habían querido que fuera del marido de la gemela sin hijos, pero terminaron por decidir que fuera del hermano de ella: su marido era muy feo. Era mejor que se pareciera a su hermano. Todos estaban de acuerdo en eso. Se reían. El marido también se reía. No le importaban los detalles. Solo quería un hijo. O una hija. (Hernández, El verbo, cap. “Ustedes”)

Como podemos colegir, de su “muerte” como hombre surge una nueva posibilidad de vida como “mujer trans” (aunque, según señalamos antes, este no es un borrado total, no es un “renacimiento”, sino una estrategia para seguir adelante, sin las ataduras del pasado). A partir de este punto, se abandona la narrativa de la sobrevivencia y solo queda la de la vivencia. Es posible, entonces, romper (aunque solo sea de forma incompleta) el veredicto, es posible neutralizar la violencia, no dejarse vencer por ella, pero lo es en tanto se den cambios en diferentes niveles: en el personal (en primer lugar), pero también en el social, el político y el cultural. No por nada la protagonista no regresa a su lugar de origen. Jasmine es una tránsfuga en diferentes niveles; es decir, ella es alguien que ha huido, pero, así como ha podido sobrepasar su “destino”, es claro también que no deja de cargar con la marca de su “lugar de origen” —nacional, sexual, corporal, económico, etc.—. Ser tránsfuga es ser y no ser, al mismo tiempo. El tránsfuga se encuentra, como asegura Eribon (La sociedad 95), en un habitus escindido, por lo que su sola existencia evidencia las estructuras sociales que insisten en “poner en su lugar” (con toda la violencia que ello implica) a los sujetos.

Referencias

Bourdieu, Pierre. La dominación masculina. Anagrama, 2000.

Bourdieu, Pierre, editor. La miseria del mundo. Fondo de Cultura Económica, 1997.

Bourdieu, Pierre, y Loïc Wacquant. Respuestas por una antropología reflexiva. Grijalbo, 1995.

Butler, Judith. Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Paidós, 2002.

Butler, Judith. The Force of Nonviolence: The Ethical in the Political. Verso, 2021.

Butler, Judith. Vida precaria. El poder del duelo y de la violencia. Paidós, 2006.

Constant, Chloé. “Cuerpos abyectos y poder disciplinario: la violencia familiar y laboral contra mujeres transexuales en México”. Trace, n.º 72, 2017, pp. 56-74, http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_abstract&pid=S0185-62862017000200056&lng=es&nrm=iso.

Cortez, Beatriz. Estética del cinismo. Pasión y desencanto en la literatura centroamericana de posguerra. F&G Editores, 2010.

Craft, Linda. “Viajes fantásticos: cuentos de (in)migración e imaginación de Claudia Hernández”. Revista Iberoamericana, vol. 79, n.º 242, 2013, pp. 181-194, https://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/view/7025.

Eribon, Didier. La sociedad como veredicto. El Cuenco de Plata, 2017.

Eribon, Didier. Reflexiones sobre la cuestión gay. Anagrama, 2001.

Eribon, Didier. Regreso a Reims. Libros del Zorzal, 2017.

Feito, Lydia. “Vulnerabilidad”. Anales del Sistema Sanitario de Navarra, vol. 30, n.º 3, 2007, pp. 7-22, http://scielo.isciii.es/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1137-66272007000600002.

Foucault, Michel. La vida de los hombres infames. Editorial Altamira, 1996.

Gairaud Ruiz, Hilda. “El bestiario en la literatura de Claudia Hernández: una representación de subjetividades en la literatura de posguerra”. Káñina, Revista de Artes y Letras, vol. 40, n.º 2, 2016, pp. 55-71, https://revistas.ucr.ac.cr/index.php/kanina/article/view/26036.

Galtung, Johan. “La violencia: cultural, estructural y directa”. Cuadernos de Estrategia, n.º 183, 2016, pp. 147-168, https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5832797.

Goytisolo, Juan. Las virtudes del pájaro solitario. Galaxia Gutenberg, 2007.

Hernández, Claudia. El verbo J. E-book, Laguna Libros, 2018.

Hernández, Claudia. Roza tumba quema. E-book, Laguna Libros, 2017.

Jossa, Emanuela. “Exilios del cuerpo: El verbo J de Claudia Hernández”. Orillas, n.º 8, 2019, pp. 871-874, http://orillas.cab.unipd.it/orillas/articoli/numero_8/03Jossa_diario.pdf.

Liano, Dante. Visión crítica de la literatura guatemalteca. Editorial Universitaria USAC, 1997.

López Serrano, Jesús. “Globalización y violencia”. Estudios Políticos, n.º 26, 2001, pp. 55-72, http://www.revistas.unam.mx/index.php/rep/article/view/37486/34051.

Mackenbach, Werner. “Después de los pos-ismos: ¿desde qué categorías pensamos las literaturas centroamericanas contemporáneas?”. Istmo: Revista virtual de estudios literarios y culturales centroamericanos, n.º 4, 2004, http://istmo.denison.edu/n08/articulos/pos_ismos.html.

Mackenbach, Werner, y Alexandra Ortiz. “(De)formaciones: violencia y narrativa en Centroamérica”. Iberoamericana, vol. 8, n.º 32, 2008, pp. 81-97, https://journals.iai.spk-berlin.de/index.php/iberoamericana/article/view/792.

Maduro, Otto. “Notas sobre pentecostalismo y poder entre inmigrantes latinoamericanos en la ciudad de Newark (New Jersey, E. U. A.)”. Horizontes Antropológicos, vol. 13, n.º 27, 2007, pp. 13-35, https://www.scielo.br/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0104-71832007000100002.

Meruane, Lina. Viajes virales. La crisis del contagio global en la escritura del sida. Fondo de Cultura Económica, 2012.

Michael, Joachim. “El problema de la violencia y la literatura de la crueldad: Claudia Hernández”. Ficciones que duelen. Visiones críticas de la violencia en las culturas iberoamericanas, editado por Julia Borst et al., Kassel University Press, 2018, pp. 129-157.

Missé, Miquel. Transexualidades. Otras miradas posibles. Editorial Egales, 2013.

Missé, Miquel, y Gerard Coll-Planas, editores. El género desordenado. Críticas en torno a la patologización de la transexualidad. Editorial Egales, 2010.

Ortiz, Alexandra. “Claudia Hernández - por una poética de la prosa en tiempos violentos”. Lejana, Revista Crítica de Narrativa Breve, n.º 6, 2013, pp. 1-10, http://ojs.elte.hu/index.php/lejana/article/view/65/58.

Ortiz, Alexandra. “Guerra y escritura en Roza tumba quema (2017) de Claudia Hernández”. Revista Letral, n.º 22, 2019, pp. 110-128, https://revistaseug.ugr.es/index.php/letral/article/view/9306.

Parys, Jodie. Writing AIDS: (Re)conceptualizing the Individual and Social Body in Spanish American Literature. The Ohio State University, 2012.

Rodríguez, Ana Patricia. Dividing the Isthmus. Central American Transnational Histories, Literatures, and Cultures. Texas University Press, 2009.

Rojas González, José Pablo. “‘Hechos de un buen ciudadano’, de Claudia Hernández: la naturalización de ‘lo fantástico’”. Revista Káñina, vol. 38, n.º 1, https://revistas.ucr.ac.cr/index.php/kanina/article/view/13192.

Rojas González, José Pablo. “La aniquilación del ‘otro’: violencia, homosexualidad y sida en la novela Paisaje con tumbas pintadas en rosa (1998), de José Ricardo Chaves (Costa Rica)”. La violencia como marco interpretativo de la investigación literaria. Una mirada pluridisciplinar a la narrativa hispanoamericana contemporánea, editado por Matei Chihaia y Narr Francke Attempto, 2019, pp. 181-213.

Sarduy, Severo. Pájaros de la playa. Tusquets, 1993.

Suess, Aimar. “Análisis del panorama discursivo alrededor de la despatologización trans: procesos de transformación de los marcos interpretativos en diferentes campos sociales”. El género desordenado. Críticas en torno a la patologización de la transexualidad, editado por Miquel Missé y Gerard Coll-Planas, Editorial Egales, 2010.

Villalta, Nilda C. “Despiadada(s) ciudade(s): el imaginario salvadoreño más allá de la guerra civil, el testimonio y la inmigración”. 2004. University of Maryland at College Park, disertación doctoral.

Notas

* Artículo de reflexión
Este trabajo se realizó con el apoyo de una beca de la Universidad de Costa Rica (UCR) y del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD, por su sigla en alemán).

1 Explica Joachim Michael: “Si la literatura expone el escándalo de que la violencia se ha convertido en norma y normalidad, es porque ella se convirtió en un elemento integral de la vida cotidiana como algo común que no causa ni espanto ni extrañamiento. Al mismo tiempo, la ‘normalización’ de la violencia llama la atención a la disfuncionalidad de lo social y a la fragmentación del tejido social” (145).

2 Remitimos al trabajo de Werner Mackenbach titulado “Después de los pos-ismos: ¿desde qué categorías pensamos las literaturas centroamericanas contemporáneas?”.

3 Como lo hace Miquel Missé en Transexualidades. Otras miradas posibles, utilizaremos el término trans para referirnos a “las trayectorias vitales de las personas que viven en un género que no es el que les ha sido asignado al nacer, independientemente de si se han sometido o no a modificaciones corporales” (14). Hay que aclarar, sin embargo, que el personaje de la novela de Hernández no parece vivir de forma permanente como una “mujer trans” (no es hasta su edad adulta que se presenta como Jasmine y lo hace solo en ciertos momentos), lo cual, desde nuestra perspectiva, enfatiza la variabilidad de las experiencias de vida que se pueden incluir bajo el término trans (incluso, algunas, alejadas de lo que se cree que es un “hombre” o una “mujer”), pero también el peso sociocultural sobre el sexo, el género y la sexualidad, el cual no deja de insistir en los sujetos, quienes —en diversos grados— se ven obligados a adaptarse según las circunstancias en las que viven.

4 Al respecto, revísese el trabajo de Johan Galtung sobre los supertipos de violencia: la directa, la estructural y la cultural. La violencia cultural y la estructural son las dos formas de violencia que, desde nuestra perspectiva, garantizan la inferiorización social experimentada por ciertos sujetos. Como se explica en nuestro ensayo de 2019, estos supertipos de violencia deben entenderse a partir de conceptos como poder y dominación: “Estos conceptos son en realidad elementos que participan de lo sociopolítico, es así en la medida en que la organización social está atravesada por relaciones de poder. Las diferentes formas de violencia son, por tanto, mecanismos que buscan sostener dichas relaciones y que tratan de mantener un orden general instrumentalizando las modalidades de refuerzo y control” (Rojas González, “La aniquilación” 188).

5 Por ejemplo, Lydia Feito, en su artículo “Vulnerabilidad”, asegura que “el concepto de vulnerabilidad es esencial para la comprensión de lo humano, [ya que] supone atender a una dimensión antropológica, que nos iguala en la fragilidad, y a una dimensión social, en la que nos hacemos más o menos susceptibles al daño en función de las condiciones (ambientales, económicas, etc.) en que desarrollamos nuestra vida y de la posibilidad que tales condiciones nos ofrezcan de asegurar las capacidades básicas que nos permiten alcanzar la calidad de vida y encontrar el reconocimiento como clave de la autonomía. La constatación de la vulnerabilidad y, especialmente, de la existencia de espacios de vulnerabilidad, situaciones que generan mayor potencial de daño, y por tanto, poblaciones vulnerables, es, como se ha dicho, un elemento muy relevante para las propuestas que se ofrecen desde la bioética actual” (13-14).

6 La misma idea de la vulnerabilidad es la expresión de un poder paternalista, como lo explica Judith Butler en su último trabajo The Force of Nonviolence: The Ethical in the Political; específicamente, véase el apartado “Rethinking Vulnerability, Violence, Resistance”. En él, se pregunta la autora: “Al retratar a las personas y a las comunidades que están sujetas a la violencia de manera sistemática, ¿les hacemos justicia, respetamos la dignidad de su lucha, si los resumimos como ‘los vulnerables’?” (186; traducción propia).

7 Al final de la novela, nos enteraremos de que el rechazo de su padre se debía a que él era hijo de otro hombre, al cual aquel terminó asesinando como venganza (Hernández, El verbo, cap. “Ellos”). Entonces, la relación conflictiva con el protagonista no está limitada a su “desviación”, sino que se relaciona con lo que él representa en la vida del matrimonio. Lo anterior, sin embargo, no neutraliza el odio que el padre le tenía por ser un niño afeminado. Un odio del cual se arrepiente al final: “Por eso era que no lo quería. Por eso era que lo trataba como lo trataba. Le habían metido en el nido un huevo de otro animal. Entonces estaba muy molesto por eso. Lleva mucho tiempo pensando que a lo mejor es gracias a los genes de ese otro hombre que sigue con vida porque otros de su familia se han infectado [se refiere al VIH-sida] igual y no han resistido demasiado. ¿Su padre está vivo? No. ¿Está seguro? Mucho: él mismo lo mató. Sin que nadie se diera cuenta. No podía vivir con eso. Tampoco con lo que le había hecho al niño” (Hernández, El verbo, cap. “Ellos”).

8 No se debe ignorar que las familias marcadas por la pobreza dependen de cualquier ingreso económico posible, por lo que los hijos se tornan, desde muy pequeños, en elementos para alcanzar “beneficios” (económicos o de otra índole). Lo dicho es claramente un resultado de su situación social disminuida y no un rasgo de su “personalidad”, como en muchos casos se quiere hacer ver.

9 En un momento más avanzado de la narración, se da a entender que la primogénita, a quien regularmente ataban a un árbol por unos extraños “berrinches” que tenía, era abusada sexualmente por el “padre”. La primogénita incluso queda embarazada y la madre, para solucionar el “problema”, la lleva a abortar. Se explica en la novela: “Su padre era el mal del que debían protegerla [a la primogénita]. Si no les había dado un sobrino que fuera además su hermano había sido gracias a que ella [la madre] había ahorrado de lo que todos le mandaban para llevarla a una clínica sin cartel donde le quitaran esa preocupación” (Hernández, El verbo, cap. “Eso”). Sin embargo, cuando muere la madre y una de las gemelas le reclama al padre lo sucedido, el padre y la hermana mayor le aclaran que quien abusaba de ella era el hermano menor: “Le creía [la madre] a su hija cuando ella se quejaba de que su papá le hacía esto y le hacía lo otro, y que una vez hasta llevó a sus amigos para que le hicieran lo mismo. No quería preguntar más. Te juro que no he sido yo [le dice el padre]. Ella [la hermana] dice que es cierto. Era su padre. Pero no ese, sino el otro. El hermano le decía que él era su padre y que tenía que obedecer cuando él o sus amigos le hacían lo que le hacían” (Hernández, El verbo, cap. “Ellos”).

10 El concepto miseria de posición ha sido tomado de las explicaciones de Pierre Bourdieu en La miseria del mundo (9-10). Esta obra colectiva recoge entrevistas sociológicas de diversos sujetos en una situación de inferioridad social. Esta situación de inferioridad es la que torna miserables sus vidas, las vidas de sujetos inmersos en estructuras sociohistóricas que los comprimen (los violentan) de forma constante.

11 La idea de la equivocación es repetida constantemente en relación con los sujetos trans, los cuales son, por ello, ubicados en el paradigma del error. Tan repetida es, que los mismos trans pueden llegar a asumirla como su “problema”, lo cual los lleva, muchas veces, a rechazar, desde la niñez, su propio cuerpo. Por lo anterior, es necesario criticar esta expresión que se ha vuelto común para referirse a las múltiples realidades trans, sobre todo cuando sabemos que hay individuos trans que no rechazan su cuerpo ni lo asumen como una dificultad. Hablar de “sujetos equivocados” con “cuerpos equivocados” es, desde nuestra perspectiva, una forma de violencia simbólica con consecuencias directas. Al respecto, asegura Missé: “Creo que la metáfora del cuerpo equivocado nos ha hecho más mal que bien. Básicamente, porque como no sentimos que ese cuerpo que tenemos sea verdaderamente nuestro, a veces hemos decidido maltratarlo, mutilarlo, abandonarlo. Y así nos hemos ido haciendo daño a nosotros mismos. Nuestro cuerpo, nuestra carne, nuestros ojos, nuestra boca, nuestras costillas, nuestros genitales… todo eso forma parte de quien somos. Pensar que ese cuerpo no es el nuestro y que necesitamos cambiarlo comporta sus riesgos” (66). Para este autor, el error no está tanto en el cuerpo como en la mirada de los demás. Esta es una mirada injuriosa que implanta la semilla del odio en el sujeto trans, quien, irremediablemente, aprende a rechazarse a sí mismo: “El problema, en efecto, no yace realmente en operarnos, sino en cuál es el origen del odio hacia nuestro cuerpo que nos ha llevado al quirófano y cuál es la respuesta que la medicina ha dado a este malestar” (Missé 67). Además, se debe considerar que esta respuesta médica ha implicado un reforzamiento del modelo sexual binario y de los roles de género tradicionales. Lo dicho, sin embargo, no cancela la importancia que tiene, para algunos sujetos trans, el poder modificar sus cuerpos y el seguir ciertas pautas de género, muchas veces fundadas en la obligatoriedad social que tienen los trans de no parecer trans…

12 Contrario a lo que sucede con el lugar de origen del protagonista, el cual no se menciona en ningún momento, sí se refieren sus destinos (y el lugar de paso: Guatemala) de manera expresa. Lo mismo sucede en la anterior novela de Hernández, en la cual el único lugar que se pronuncia es París. Esta tendencia en la novelística de Hernández la podemos explicar a partir de la idea del anonimato, pero en su acepción de “indiferenciado, que no destaca de la generalidad”. No ofrecer el nombre del lugar de origen o los nombres de los personajes es una forma de presentarlos como parte de un fenómeno que se extiende por diferentes lugares y que alcanza a muchos sujetos, lo cual tiene pleno sentido en un contexto cargado de una violencia generalizada.

13 Hay que insistir en que los discursos que plantean esta división maniquea también forman parte de la violencia simbólica y estructural expuesta. Esta división es asumida de forma “natural” tanto por los sujetos violentados como por aquellos que valoran (de acuerdo con las lógicas globales) la situación “desde fuera”. Un claro ejemplo de esta discursividad la encontramos en la insistencia que se tiene en enlistar, cada cierto tiempo, a los llamados “países más violentos” del mundo, presentándolos como una realidad estadística. Esta insistencia es muchas veces promovida desde los centros hegemónicos internacionales (con sus instituciones y organismos), los cuales, de una forma u otra, han provocado esa violencia o han ayudado a que se desarrolle, o la utilizan para marcar una separación instrumental entre “realidades”, entre “ellos” y “nosotros”. No es que no exista la violencia que se acusa, ni los problemas que se viven en muchas zonas del planeta. Es claro que están ahí; sin embargo, a la hora de comprenderlos, hay que tomar en cuenta sus múltiples facetas, así como las dinámicas transnacionales que se mueven en torno a ellos. Al respecto, véase el ensayo de Jesús López Serrano, “Globalización y violencia”.

14 Como explica Lina Meruane, en relación con el desarrollo de lo que denomina como la “literatura seropositiva latinoamericana”, los ataques a la comunidad homosexual impulsaron a los “disidentes sexuales” de la primera mitad del siglo XX a emprender viajes fuera de la nación y a plantearse utopías que luego fueron golpeadas por la “peste”. La novela de Hernández retoma, de alguna manera, dicha historia, pero ahora imbricada con otras problemáticas, como las ligadas con la pobreza, la violencia política y la dominación de clase. Todos estos factores son imposibles de separar de la historia de vida del protagonista trans representado, el cual también será golpeado por el VIH-sida, pero solo cuando se encuentre en los Estados Unidos. Es claro que su huida del país natal, de la casa de sus padres, está fundada en esa misma necesidad de creer que, en otro lugar, otra vida es posible. Esta “utopía”, sin embargo, no se romperá del todo con su “infección”, ya que, como veremos, el personaje finalmente podrá tener una vida para sí en ese otro país, donde además recibirá el tratamiento y los cuidados necesarios para mantener su salud. El país natal, en ningún momento, se piensa como un lugar para la vida, ni siquiera se asume como un lugar para regresar a morir.

15 No hay que ignorar que algunas iglesias, con sus proyectos para socorrer a los migrantes, sí implican un beneficio para estos sujetos en su camino hacia los Estados Unidos. De acuerdo con Otto Maduro, los migrantes latinoamericanos encuentran en el pentecostalismo “una suerte de ‘caja de herramientas’ socio-religiosas extremadamente útiles para enfrentar y superar creativamente las dificultades inherentes a la migración, especialmente en el caso de personas aisladas migrando a lugares donde se hallan en relativa desventaja económica, cultural, lingüística, legal y/o educacional” (13). En la novela, lo vemos en relación con las hermanas, quienes, contrario a la experiencia del hermano y su amiga, realmente son apoyadas por estos grupos. Se afirma en el texto: “Las gemelas pasaron esos años con gentes de iglesia que las trataron siempre muy bien, que las cuidaron como hijas propias, que les celebraron sus cumpleaños y las entregaron en sus bodas cuando decidieron casarse con novios tan jóvenes como ellas, gente que de verdad lamentó verlas partir cuando decidieron marcharse con ellos al siguiente país para iniciar una nueva vida” (Hernández, El verbo, cap. “Ella”).

16 Este muchachito no solo lo golpeaba, además lo explotaba económicamente y —también como su padre— le negaba la posibilidad de ser ella misma: “No necesito ver a nadie más. Pero estaba viendo fijo. Nada. Es algo que quiero. ¿El qué? Eso. Maquillaje. Le dijo que una cosa era que se acostara con hombres y otra muy distinta que se embadurnara la cara. Le dijo que había un límite para todo. ¿Ah, sí? Sí. ¿Para todo? Para todo. Qué bueno que lo dices, mira. Entonces limitaremos tu bebida también. Él se rio en la tienda, pero, al llegar al apartamento suyo, después de estar una, dos, tres veces en la cama, le dijo que no una, dos, tres veces y después lo golpeó una, dos, tres veces. ¿Te queda claro? Muy claro” (Hernández, El verbo, cap. “Ella”).

17 Siguiendo a Lévinas (citado por Butler en Vida precaria 20), el “rostro” no es exactamente el rostro, el “rostro” es una figura para referirse al sufrimiento humano, y es el sufrimiento humano el que permite la recuperación sociocultural del sujeto violentado: el sufrimiento humano activa una mirada diferente sobre el sujeto, una mirada restauradora de la humanidad que le ha sido negada.

18 Siguiendo a Butler, podemos afirmar que la capacidad que tienen algunos sujetos vulnerados para llevar a cabo algunas acciones a su favor no es más que la evidencia de su situación en el mundo; entonces, aquellos gestos que se pueden interpretar como formas de agencia muchas veces no son sino demostraciones de la vulnerabilidad con la que han sido marcados. Asegura la autora sobre los migrantes que tratan de cruzar las fronteras europeas: “Cuando exigen sus papeles, para moverse, para entrar, no están precisamente superando su vulnerabilidad, la están demostrando, la demuestran con ella (con su exigencia). Lo que sucede no es la transformación milagrosa o heroica de la vulnerabilidad en fuerza, sino la articulación de una demanda que enfatiza que sólo una vida sustentada —apoyada— puede persistir como una vida” (The Force 194; cursivas en el original; traducción propia).

19 En el texto se afirma que lo golpearon con “un odio íntimo” y que le decían “ahora sí nos las vas a pagar” (Hernández, El verbo, cap. “Ella”), lo cual no deja dudas de quienes eran estos tres hombres que buscaron vengarse de él. Eran los tres mexicanos de los que se escapó y a los que acusó con la policía, con la ayuda de los jóvenes universitarios.

20 Piénsese en Pájaros de la playa (1993), de Severo Sarduy, y en Las virtudes del pájaro solitario (1988), de Juan Goytisolo.

21 En otra parte de la novela, se asegura que el distrito hispano (en donde vivían) era el “tercer mundo”, aunque estuviera en el “primero” (Hernández, El verbo, cap. “Nosotros”).

22 Como explica Butler (quien sigue a la experta costarricense Montserrat Sagot), la violencia sexual dirigida a las mujeres y, en general, a los sujetos feminizados (entre ellos, las “mujeres trans”) resulta de la reproducción de la estructura social, la cual se manifiesta en distintas formas de dominación. El asesinato (el feminicidio) es la forma más extrema, pero también están la discriminación, el acoso, la agresión, etc. Todas estas formas establecen un continuum de violencia que moviliza la terrorífica sentencia: “Subordínate o muere”. Sigue Butler: “Aquellas que están vivas se entienden a sí mismas como sujetos que están aún viviendo, viviendo a pesar de esta amenaza ambiental. Ellas soportan y respiran dentro de una atmósfera de daño potencial. Las mujeres que viven en ese clima están hasta cierto punto aterrorizadas por la prevalencia y la impunidad de esta práctica asesina. Son inducidas a subordinarse a los hombres para evitar ese destino, lo que significa que su experiencia de desigualdad y subordinación ya está ligada a su condición de ‘matables’” (The Force 189; cursiva en el original; traducción propia).

23 En el último capítulo de la novela, nos daremos cuenta de que la protagonista sufre un cambio después de ver a su madre por última vez. Entonces, decide tomar los medicamentos y continuar con su vida de otra forma… Se aclara en el texto: “La mayor parte del tiempo, ya no sentía el deseo que lo había movido antes. ¿Desde cuándo? Desde que volvió de ver a su madre. Desde que empezó a tomar las medicinas. Sus amigos no le creían. ¿Cómo iba a ser que él, siendo como era y teniendo un apartamento para él solo, no iba a estar llevando a alguien a casa? No importaba cuántas veces les jurara que no, no lo aceptaban” (Hernández, El verbo, cap. “Ellos”).

24 De acuerdo con Chloé Constant, si bien la violencia de género ha sido pensada, sobre todo, como aquella forma de violencia dirigida a las mujeres en tanto sujetos inferiorizados dentro del sistema patriarcal (un sistema sostenido por la dominación masculina [Bourdieu, La dominación] y las estructuras sociales desiguales), es importante considerarla como un fenómeno que afecta también a los sujetos trans: “Considerando que el género constituye una relación social de poder que crea y mantiene relaciones sociales asimétricas entre sujetos generizados, recordemos también que construye y mantiene normas heteropatriarcales que excluyen a los individuos que se desvían de este modelo [en este punto, la autora sigue a Butler, Cuerpos]” (Constant 58). En relación con las “mujeres trans” (es decir, aquellos individuos que pasan “de masculino a femenino”), es claro, asegura dicha autora con los aportes de Andrés García Becerra, que “la feminidad es lo que los constituye” y es aquello por lo que sufren “múltiples violencias y discriminaciones” (Constant 59).

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: josepablo.rojasgonzalez@ucr.ac.cr

Información adicional

Cómo citar este artículo: Rojas González, José Pablo. “Representaciones de la violencia: familia, identidad trans, migración y ‘enfermedad’ en El verbo J (2018), de Claudia Hernández”. Cuadernos de Literatura, vol. 26, 2022, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl26.rvfi

Contexto
Descargar
Todas