En este ensayo analizo cuatro instancias en la representación del escenario jurídico-legal en relación con la violencia de género (en especial la violación sexual y el femicidio) dentro el cine argentino desde los noventa. A pesar de que en todos los casos hay un cuestionamiento de la justicia (y una puesta en escena de lo injusto), en todas las películas que analizaré se plantean diferentes dilemas legales o jurídicos. Ya sea en forma de denuncia de un crimen que conmocionó a toda la sociedad argentina (El caso María Soledad), o de un cuestionamiento de la justicia en plena época de impunidad y neoliberalismo y una simultánea invisibilización del género y de las mujeres (Cenizas del paraíso), o de un cuestionamiento de la justicia y los resabios del Estado terrorista, pero ahora anclado en la pregunta sobre un femicidio (El secreto de sus ojos), o una discusión teórica sobre la justicia que hace uso del cadáver de una joven mujer como telón de fondo y como excusa para poner en escena una disputa masculina en el escenario de ley (Tesis sobre un homicidio). Los films que voy a analizar delinean la ley y, sobre todo, sus bordes, es decir, lo que no queda representado en el escenario legal o jurídico, pero que es muchas veces determinante de decisiones judiciales que atentan contra la justicia y contra los derechos de las mujeres.
In this essay I analyze four instances in the representation of the juridical-legal scenario in relation to gender violence (especially rape and femicide) in the Argentine cinema since the nineties. Despite the fact that in all cases there is a questioning of justice (and a staging of injustice), in all the films that I will analyze different legal or juridical dilemmas arise. Either in the form of a denouncement of a crime that shocked the entire Argentine society (
El cine argentino de las últimas décadas ha dialogado consistentemente con el escenario de la ley y la justicia, sobre todo, en torno a la justicia transicional y los derechos humanos. Con referencias más específicas o más tangenciales, un importante número de películas que surge, tanto con la llegada de la democracia en 1983 como del nuevo cine que surge a mediados de los noventa, se articula como espacio de denuncia de la atrocidad y la impunidad y de reflexión, tanto sobre la justicia y la ley como de sus bordes, es decir, lo que queda afuera de la representación jurídico-legal, tanto como exclusión como encubrimiento de las marcas culturales dominantes. En parte porque el cine de la redemocratización surge en diálogo con los mecanismos de justicia transicional (desde modelos de responsabilidad a modelos de pacificación o de impunidad), resulta difícil ignorar la centralidad de la ley (su peso, su importancia, sus límites, su no aplicabilidad y sus contradicciones al interpretarse en el escenario jurídico) y la necesidad de repensar la justicia o incluso su posibilidad.
Lo que había sido una apuesta estética del nuevo cine de los sesenta o su apuesta política y revolucionaria en sus diferentes vertientes (el cine de subdesarrollo, el tercer cine, por ejemplo), daba paso a la imagen que registraba una transición, un duelo y un trauma atravesados por la marca, no ya de la clandestinidad y la transformación política que prometían las revoluciones, sino por la legalidad como posible vía de justicia y reparación de los crímenes del pasado reciente (en los ochenta) y como un cuestionamiento de la idea misma de justicia, que venía a traer el vendaval neoliberal y su complicidad con los procesos de impunidad (en los noventa).
El cine cumplió, en muchos casos, el rol de proponer los interrogantes que acompañaban (dialogaban, o entraban en conflicto) con los mecanismos de transición. Puede decirse, por ejemplo, que
Sin embargo, a la hora de pensar en la violencia de género, las exploraciones que el cine hace de la ley y la justicia quedan enredadas muchas veces en las mismas trampas de ley: más específicamente en el honor (que está presente en la legislación argentina hasta 1999) y en la invisibilización de las mujeres y de la violencia ejercida contra ellas. Esto no quiere decir que no haya habido importantes películas, como
En este ensayo analizo la forma en que se hace visible la violencia de género en el escenario jurídico-legal en cuatro películas del cine argentino (
La película
Basta decir que mientras se llevaba a cabo el histórico juicio a las juntas de 1985 y Argentina se transformaba en una pionera de los derechos humanos y los procesos de justicia transicional, en materia de violencia de género era uno de los cinco países (y lo fue hasta 1999 o hasta podríamos decir hasta el 2012, año en que se elimina la cláusula del avenimiento) en que un violador podía evitar su sentencia casándose con la víctima (es decir que el casamiento con un perpetrador era considerada una reparación que, como tal, apuntaba no a la víctima sino al honor patriarcal).
La película está narrada desde la perspectiva de la mejor amiga de la víctima, a quien vemos introducir la historia, precisamente mirando a un lugar que le rinde homenaje e inscribe su nombre, María Soledad Morales (“Sole”, agrega la narradora). La secuencia que sigue a esta primera introducción ya introduce el cadáver, que casi no se muestra, sino que se representa primero a través de la narración de los medios, seguido de la descripción del peritaje médico y que da cuenta de la salvaje violencia a la que el cuerpo fue sometido, por una parte, y de la violación sexual, por otra. El jefe de la policía dice que se trata de un típico crimen pasional, aunque también sugiere que puede tratarse de una banda criminal. Es decir, desde el comienzo se da a conocer la versión más oficial, y en el transcurso de la película se van mostrando diferentes interpretaciones (hay jueces y oficiales que se recusan del caso e incluso hay una intervención en la provincia por orden presidencial). Al mismo tiempo, se da cuenta de las emociones y afectos que circulan en la comunidad, no solo las compañeras de la escuela, los padres de María Soledad y la monja Martha Pelloni, sino también posibles testigos, miembros de la comunidad, en una transición desde el miedo y el terror al gesto de acuerparse en las marchas.
De ahí que el gesto de poner el cuerpo junto al cuerpo del otro en la demanda de justicia condensa la respuesta del silencio, pero de un silencio presente que fortalece el tejido de la comunidad catamarqueña. Las referencias a la justicia (más exactamente a su ausencia) son numerosas. No solo las pancartas que dan cuenta de las marchas del silencio que todavía sobreviven al estreno del film, sino también las palabras de la hermana Pelloni: “Lo que este crimen puso en evidencia es que estamos indefensos frente a los abusos del poder”. Y más adelante: “Acá el tema es como reclamar justicia ante un poder judicial que está sospechado y un poder político que está más sospechado todavía”.
El film queda en suspenso y, a pesar de que elabora otro sentido de justicia (“ya hay un juicio moral del pueblo. Falta el juicio legal”), no deja de lado el reclamo de justicia y funciona como un instrumento de denuncia que reubica al cine argentino en una línea de continuidad con la del cine anterior, en cuanto fuerza de intervención. Las últimas voces que se escuchan son las que gritan justicia, luego de ver el texto donde se indica que los únicos imputados habían sido testigos que luego negaron sus declaraciones anteriores, que comprometían al hijo del diputado Luque. Las voces registran aquí la fuerza de demanda de lo testimonial y su carácter comunitario. El film es una demanda a un Estado que ha fallado justamente en el terren judicial y representa un caso que, en tiempos de impunidad, da cuenta de la posibilidad de movilización social en la Argentina neoliberal de los noventa y el de Catamarca, gobernada prácticamente por la misma familia desde los años cincuenta (el juicio de 1996 es anulado y el de 1998 termina con dos sentencias que vienen años después de la película).
La violencia sexual y la interrogación del cuerpo y del cadáver, tanto visualmente como en términos narrativos, se caracterizan por la distancia en términos visuales y por un trabajo con el foco que da cuenta de las diversas conjeturas respecto de los hechos y donde vemos a María Soledad, pero a través de una cámara que no siempre la registra nítidamente. La cámara no re-victimiza a María Soledad, ni poniendo en duda su “conducta” ni representándola como una joven virgen e inocente sin autonomía. En cambio, sí presenta su situación de vulnerabilidad frente a los más poderosos, tanto en el momento del crimen como del encubrimiento. La reconstrucción de la historia por parte de su compañera, y donde la monja Pelloni tiene un importante lugar protagónico, imprime un sello femenino y colectivo a la visión que intenta representar el film, y que se ve enfatizado aún más desde la representación de la corporalidad política de las marchas como respuesta a la victimización individual del cadáver.
Por una parte, se trata de transformar el cuerpo en un cuerpo duelable, en el sentido del duelo de
Hacia fines de la década de los noventa,
La trama se articula en torno a la investigación de dos crímenes que tienen lugar el mismo día: el primero es el del juez Costa Makantasis, que había estado investigando un caso de corrupción y lavado de dinero y que es arrojado de un alto piso del edificio de Tribunales, aunque se intenta encubrir el crimen como un suicidio. El segundo es el de una joven de veintidós años, Ana Muro, novia de uno de los hijos del juez, hija del empresario que estaba siendo investigado por el juez y que muere asesinada con quince puñaladas. La cámara va contando la historia en flashbacks que representan las perspectivas de los diferentes personajes, con lo cual se enfatizan las diferentes versiones (subjetivas, intimistas) de lo que se presenta no como un femicidio, sino como un crimen pasional.
La historia de la llegada de Ana a la familia Makantasis es central en la película: la investigación del juez se va representando en los bordes de esta trama medular, y con el correr de las imágenes vamos viendo que estas dos historias están interconectadas por el hecho de que Ana es la hija de Francisco Muro, por lo cual, lo que al comienzo se presenta como la historia del ingreso de lo femenino a un espacio donde rige la norma de la masculinidad (la familia Makantasis, compuesta por el juez Costa Makantasis y sus tres hijos, Pablo, Alejandro y Nicolás), termina reduciéndose a luchas entre masculinidades dentro del patriarcado.
En este esquema narrativo que propone la lucha de dos familias, y sobre todo de dos padres, la entrada de Ana Muro a la casa de la familia Makantasis resulta no solo en la competencia de los hermanos por la atención de la joven, sino además en el motor de una sospecha, puesto que el padre de Ana está siendo investigado por el juez (y es este empresario quien manda a asesinar al juez para detener la investigación). Los dos crímenes están unidos por la disputa por el poder patriarcal, dentro del cual se despedaza la imagen misma de Ana. A pesar de que la película propone que en una dramática confrontación final con su novio Alejandro, ella misma, quien al ver a su novio apuntarle con un cuchillo, se lo clava a sí misma, el asesinato de Ana y las quince puñaladas en el cuerpo señalan un ensañamiento violento no desconocido en la historia del femicidio. Sin embargo, Piñeyro decide abordar la violencia desde lo pasional y, sobre todo, desde la representación de Ana como traidora sexual. Ana se involucra con otro de los hermanos y es representada como una mujer traidora y sometida a otro tipo de juicio, que responde no a la legalidad del derecho, sino a la normatividad del patriarcado: uno de los hermanos (Pablo, el abogado y quien lleva la voz cantante entre los hermanos) sospecha que es ella quien está detrás de la muerte del juez. Poco después de gritarlo a sus hermanos (y denunciar la traición sexual de Ana con su hermano Nicolás) frente a la escena del crimen de su padre, comprende que Ana es inocente. Ana, ya en las garras del patriarcado y su régimen de castigo, es asesinada por su novio y luego re-matada con otras 14 puñaladas por su amante (Nicolás).
La película sirve de claro ejemplo de muchos de los fallos judiciales, y no solo en los noventa, donde no solo se hace visible la complicidad del patriarcado, sino que, además, queda sugerida la relación entre violencia de género y la masculinidad.
La jueza que investiga el caso (Beatriz Teller) interroga a los hermanos mientras cada uno de ellos se inculpa a sí mismo, diciendo que no contaron con la participación de ningún otro. Si bien escucha que los hermanos se gritan entre ellos, dando importante información (“Ana es inocente”), no logra que ninguno de ellos inculpe a otro hermano o cuente las partes íntimas de la historia que pueden llegar mover la balanza hacia Alejandro, el menor. A través de estas interacciones, el film elabora aquí la responsabilidad que siente cada uno de los hermanos frente a la muerte de Ana: todos en definitiva se sienten responsables. El espectador logra conocer las diferentes perspectivas y entonces puede reconstruir la historia: Ana muere a manos de su novio y luego otro de los hermanos (Nicolás) agrega 14 puñaladas a la primera, mientras el tercero (Pablo, que es además quien culpa a Ana frente al cadáver de su padre refiriéndose no solo a la relación de Ana y Nicolás, sino además a su sospecha de que Ana está involucrada en la muerte del juez) lleva su cuerpo a la baulera de su auto. Cuando Pablo, el hermano que tiene la voz más fuerte de los tres, comprueba que Ana no sabía de los negocios de su padre (porque al ver caer al juez del edificio de Tribunales, busca a su padre para culparlo de la muerte del juez), ya es demasiado tarde. Por lo tanto, Pablo siente la responsabilidad de haber sido él mismo la fuente de equívoca sospecha, pero también es quien le dice a su hermano Alejandro que Ana lo había engañado con Nicolás. Pese a desligarla de la traición conectada al crimen del padre, Ana se representa como culpable de la traición sexual.
La idea de justicia que circula en el film desliga al Estado de la posibilidad de impartir justicia: la investigación del juez es interrumpida, aún cuando queda sugerida una posibilidad de continuidad, puesto que la información llega a manos de la jueza, aunque la jueza no cree que vaya a resolverse el caso de la muerte del juez como un asesinato, sino que se mantendrá la carátula de suicidio (el otro juez parece estar involucrado con Francisco Muro), y ella misma duda de poder resolver su caso, que es el asesinato de Ana. Por otra parte, la secuencia final muestra otra forma de injusticia también producida por el Estado, con un plano que, a través de la ventana del edificio de Tribunales, muestra la pobreza que se hace más y más visible en los noventa. La película termina con el triunfo de la corrupción y la negación incluso de la posibilidad de justicia poética. La única justicia posible es la que tiene lugar frente al espectador, como acto de revelación. No hay una completa negación de la justicia (como veremos en
En cuanto a la violencia de género, el film plantea una problemática diferente. En 1997 la legislación sobre género en Argentina estaba todavía ligada al honor familiar y tenía tintes patriarcales mucho mayores que los de hoy en día. En este sentido, el film provee una clara representación de la yuxtaposición entre norma patriarcal y ley, y esto implica también la invisibilización de la violencia de género como tal. No obstante, también enfatiza (y simpatiza) en la complicidad de los hermanos en la destrucción (y no solo de la muerte de Ana). A pesar de que los flashbacks intentan reconstruir su versión de la historia, la forma de interrogar su cadáver (y la interrogación de los hermanos por parte de la jueza) parece apuntar más a centrarse en el crimen encubierto del padre y en el sentimiento de culpabilidad que los atraviesa, pero sin que medie ningún acercamiento que haga justicia a la joven asesinada, que debe probar su inocencia (es decir que no está involucrada en la muerte del juez) frente a los hermanos y que nunca sale victoriosa del implícito juicio sobre su traición sexual.
El film de Piñeyro expone la cultura patriarcal que forja a los femicidas, pero, a pesar de presentarse las diferentes perspectivas, incluso la de Ana (aunque visualmente es posible notar que en menor grado en comparación con sus hermanos), el film gira en torno a las pasiones y, después de todo, del femicidio como crimen pasional. Pero además de esta problemática representación, la cámara muestra en Ana a una joven desenfadada, enamoradiza, confundida y desleal. La víctima, la que finalmente muere con quince puñaladas, queda cautiva en las redes de representación del patriacado violento y queda presa de las interpretaciones masculinas que la rodean en la familia y las que usa la cámara para encuadrarla. La infidelidad de Ana se vuelve central en la reconstrucción de la historia y distrae del hecho violento, del mismo modo que en los juicios que más revelan el sexismo de la justicia y la complicidad con la violencia contra las mujeres. Ana queda en el medio de una competencia entre hermanos y la cámara no se detiene a explorar la violencia sexista, sino a presentarla como una tragedia de las pasiones y como un error de cálculo de uno de los hijos del juez, que piensa que Ana está involucrada en la investigación que su padre está haciendo acerca de la corrupción y el lavado de dinero de Francisco Muro.
Es a partir del nuevo milenio que hay nuevos pasos legales y judiciales en torno a la erradicación de la violencia contra las mujeres en Argentina. Tanto las leyes que a partir de 1999 intentan transformar la cultura patriarcal desde la transformación del código penal en cuanto a la violación sexual, la Ley 26364 contra la trata de personas (2008), la Ley 26.485 de protección integral de las mujeres (2009) y la tipificación del femicidio (2012) sientan las bases legales de una transformación que, aunque representada en la ley, tarda en impactar las decisiones jurídicas y las normativas cisheteronormativas. Por otra parte, y ahora pasando al terreno judicial, en el año 2010, la Corte de Mar del Plata (y luego la de Santa Fe) reconoce a la violación sistemática como una forma de tortura en los juicios relacionados a la última dictadura militar, y finalmente se reconocen los agravios sexuales en el marco del terrorismo de Estado como crimen de lesa humanidad.
No es coincidencia que en el 2009, y teniendo como marco cultural estas discusiones en torno a la violencia de género, se estrena una película que recibirá el premio a la mejor película extranjera de la academia de Hollywood y el premio Goya en el 2010 (entre otros premios), y que está anclada en la violencia del pasado reciente, pero, además, tomando como eje central la pregunta acerca de la justicia, ubicando al género y la violencia contra las mujeres en un lugar más visible, aunque en el 2010 todavía no se había tipificado el femicidio en Argentina. Me refiero a
La mirada del protagonista es la mirada frustrada de quien conoce el sistema judicial y sus fallas. Pero el caso es además muy personal para Espósito, porque su compañero y amigo (Sandoval) es asesinado (probablemente en su lugar) mientras estaba en casa de Espósito. Resolver el caso y encontrar castigo para quien había estado involucrado también en la muerte de su amigo, tiene que ver con su propia historia de vida. Así, la intimidad, la investigación y el derecho se entremezclan en la novela que lo vemos escribir y leer (así como vemos a otros personajes leerla). Aquí se hace claro que la figura del escritor, o de Espósito como escritor (puesto que no lo era, pero está escribiendo una novela sobre el femicidio de Liliana Colotto), humaniza la ley y la justicia, como sugiere
Ya de vuelta en Buenos Aires, Espósito visita a Morales dos décadas después para obtener respuestas. Por una parte, se plantea la relación entre literatura, memoria y verdad, y por otra parte, la relación entre literatura y derecho. Así, tanto la novela de Espósito como el film de Campanella (o la novela de Sacheri) consisten en un acto de revelación de la incapacidad del Estado para hacer justicia (se presenta como un Estado ligado visceralmente al autoritarismo y el terrorismo de Estado, por una parte, y a la impunidad del proyecto neoliberal de los noventa, por otra). Y es en cambio otro acto criminal (el secuestro, por una parte, y el cautiverio por tiempo prolongado, por otra) el que Morales usa para asegurarse la sentencia, de mano propia. Y en eso consiste también el dilema jurídico que se plantea, sobre todo a fines de los noventa (fecha en la que se ubica el presente de la historia, y que había sido marcada por el indulto presidencial de fines de los ochenta y las leyes de impunidad), pero también en el 2009, fecha en la que se presenta el film y que ya nos ubica en una nueva época de la justicia transicional en Argentina, luego de la impunidad de los noventa. ¿Es posible la justicia en un sistema judicial habitado aún por los efectos del Estado terrorista? La respuesta al dilema es paradójica, puesto que se introduce a la venganza personal (y a un acto delictivo) como forma de justicia posible, frente a la incapacidad del Estado y su anclaje terrorista, una respuesta contra la que siempre se alzaron las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, que siempre plantearon la demanda de justicia al Estado.
En un momento en que el debate público ya estaba estableciéndose cada vez con más frecuencia la pregunta por la violencia sexual en el marco del terrorismo de Estado, el film de Campanella sirve para explorar los bordes de la ley, una ley violentada por el régimen militar y paramilitar, que implica en definitiva el dominio de la ilegalidad (además de la impunidad). Pero es importante destacar que en años en los cuales ya se está discutiendo la violencia sexual en el marco del terrorismo de Estado, y que verá su respuesta en el escenario jurídico en la Corte de Mar del Plata en el 2010, el film de Campanella está anclado en la violencia contra una mujer y la incapacidad del sistema judicial de garantizar la justicia (en los noventa, tiempo de la diégesis, el crimen de Liliana Colotto hubiera ya prescripto, planteándose así la imposibilidad de la justicia). No hay un análisis de género en el film. Aún cuando el planteamiento puede leerse como una disputa de masculinidades (entre el novio de la víctima y el asesino), se sugiere a la venganza como mecanismo de restauración de lo justo (ilegal y criminal si se quiere), frente a un Estado criminal y cómplice de los crímenes. Pero, además, se pone en escena otra cuestión central en el 2010: la (im)prescriptibilidad. Este es el concepto que siempre acompañaba las discusiones en torno a la violación sexual en el marco del terrorismo de Estado. Considerando que la violación sexual no podía ya ser incluida en los juicios de lesa humanidad en el nuevo milenio porque ya había prescripto como crimen (puesto que incluso en casos relacionados a la dictadura era considerado hasta el 2010 un crimen común y por lo tanto prescriptible), el debate sobre la imprescriptibilidad de la violación en el marco del terrorismo de Estado, por ser crimen de lesa humanidad, era uno de los más importantes focos de atención. El film de Campanella desplaza la atención a un crimen de índole íntima, pero encubierto por el terrorismo de Estado (y entramado en él). El planteo de la injusticia está anclado también en la prescriptibilidad de estos crímenes y, en ese sentido, la venganza logra la única justicia posible, puesto que se trata a fines de los noventa y, más allá de la impunidad en relación a la justicia transicional, de un crimen que ha prescripto.
Un abordaje al film desde la representación del cuerpo de la víctima y de su subjetividad, nos permite ver en el uso de la cámara en
Es interesante aquí ver el trabajo de la cámara, porque aunque la narración nos indica que el cautivo es Gómez, la cámara, sin embargo, nos muestra a estos tres hombres (Morales, Espósito y Gómez) detrás de las rejas. Solo uno de ellos está cautivo, pero los ángulos desde los cuales se captura la imagen enfatizan a tres hombres tras las rejas. La cámara aquí parece tomar distancia de la historia para plantear el cautiverio no solo de Gómez, ni incluso de Morales (que después de todo se aísla para mantener vivo y encerrado al asesino de su mujer), sino también de Espósito. Tal vez porque también él había quedado prisionero de una historia que lo perturbaba y que recién en ese momento logra descifrar. También él había sufrido, en su propia vida, las consecuencias de la obstrucción de la justicia del Estado terrorista.
En
Si tomamos como uno de los ejes de nuestro análisis las preguntas que se formulan sobre el cuerpo y el cadáver en las pericias y el proceso judicial, y sobre la restitución (o no) que se produce de la subjetividad de las mujeres, podemos observar que, a pesar de que el femicidio aparece en algunas películas luego de su tipificación, la pregunta por la ley y la justicia alrededor de un crimen de género no logra necesariamente acompañar la lectura feminista de la relación doble entre lo audiovisual y el género, por una parte, y la legalidad y el género, por otra. Y es justamente el tipo de interrogación del cuerpo de la víctima el que puede llevarnos, como sugería hace décadas
Roberto Bermúdez, un prestigioso abogado y profesor de derecho penal en la Universidad de Buenos Aires, pregunta en su clase graduada por las herramientas que tiene un juez para resolver un caso, puesto que, al no tener acceso directo al delito, decide ir “tanteando a ciegas”. Dice el profesor: “Todo está en los detalles. Un juez hace un lento proceso de discriminación entre lo contingente y lo esencial. Y los detalles son los que inclinan la balanza”. Esta afirmación puede considerarse como uno de los ejes de la película y como punto de partida del cuestionamiento mismo de la justicia que se propone. Más tarde, y en la recepción de la presentación de su libro
Los dilemas jurídicos están planteados por el profesor y el estudiante: el profesor plantea la dificultad de resolver los casos y plantea la razón como la vía para dilucidar lo importante de lo contingente. El profesor ostenta una fe en la narrativa, elaborada a través del análisis riguroso de los detalles que Gonzalo quiere cuestionar. Gonzalo duda de la justicia y la pone en cuestionamiento. Los jueces solo hacen cumplir la ley, pero no hacen justicia: ese es el otro dilema que se plantea. Sin embargo, y frente a la violación y asesinato de una mujer, hay un nuevo dilema que queda expuesto, pero no planteado: el privilegio que la ley y el escenario de la justicia otorgan a la disputa de masculinidades para, en cambio, dejar de lado cualquier consideración que atente contra la masculinidad como norma.
La cámara acompaña los dilemas planteados por el profesor y su estudiante: con sus close-ups nos entrena en los detalles, y con el manejo del foco revela ante nuestros ojos que no todo está en los detalles, sino en el modo en que la cámara (y el ojo) los capturan y en cómo se interpretan esas pistas visuales. A través de la cámara vemos planos detalle (una moneda, una daga, un rostro). Así, nos da las pistas (los detalles) para luego borronear la claridad (y nuestras expectativas) en juegos de espejos, en imágenes borrosas y reflexiones de los rostros en diferentes superficies, resultando en la multiplicidad de imágenes fragmentadas, en la dificultad de restituir un plano con claridad y enfatizando la duda y la ambigüedad. La diferencia con la novela de Paszkowski es que en esta queda clara la perspectiva de Gonzalo y el hecho de que es él quien cometió el crimen. Sin embargo, esa claridad nunca llega a la pantalla. Frente a la afirmación del profesor, “Todo formó parte de un plan”, queda la duda del final y la posibilidad de que todo haya sido por azar.
Desde una perspectiva de violencia femicida, y de dilema planteado por el film (el de la invisibilidad de la violencia de género en las discusiones sobre la ley y la justicia), la violación y muerte de una joven se transforman en un mero telón de fondo para que el profesor de derecho y un brillante estudiante graduado jueguen a medir su inteligencia y sus acercamientos filosóficos a la ley y la justicia. La víctima queda desconocida para el espectador y nunca se le restituye una subjetividad. No es una víctima duelable ni para el asesino, ni para el profesor y estudiante, ni para la cámara. Solo accedemos a ella a partir de referencias indirectas de la hermana de la víctima. Pero, además desde una perspectiva de género, se borronea la posibilidad de justicia porque se traslada la atención desde la investigación acerca del femicidio a la comprobación de la tesis, es decir, la contienda de masculinidades. Es cierto que el film está despojado de los cuestionamientos morales y sexuales con que se suele revictimizar a las víctimas de violencia, pero lo que se produce es su completa invisibilidad y, en su lugar, se hacen visibles los juegos que tienen lugar en la masculinidad. Es en el seno de esta masculinidad (como propone
Lo paradójico es que en el año 2012 había tenido lugar uno de los primeros juicios por la violación seguida de femicidio (el de Sandra Ayala Gamboa, un juicio que implica crímenes múltiples), y que tiene una sentencia de prisión perpetua para el imputado Jose Diego Cadicamo.
En la película no sabemos al final si el joven estudiante es o no el autor del crimen. Sabemos, sin embargo, que, aunque no lo sea, está llevando a su profesor a creer que lo fue y deja pistas que lo involucran, justamente para responder a una de las preguntas iniciales del profesor y que se centra en la necesidad que tiene el juez de centrarse en los detalles. Más allá del cuestionamiento de la justicia y de sus procedimientos (y del modo en que la cámara acompaña estas fragmentaciones para poner en duda, además, la capacidad de ver), me interesa destacar la calidad de objeto de la víctima, no solo para el asesino, sino para la película misma. Más allá de algunas narraciones de su hermana, que dice qué le gustaba hacer o que la humaniza al hablar de ella, el film no presenta (aúun cuando aparece en el 2013) ningún acercamiento a la violencia de género. La pregunta por el femicidio, por ejemplo, no existe y, aunque en la escena del crimen aparece una nota, “Muerte a las mujeres como ella”, el film no se detiene a evaluar la violencia del patriarcado violento y femicida ni por un momento. Tal vez, desde el discurso feminista de hoy, resulta un tanto increíble que ninguna de las discusiones de la película haga referencia al género o las formas específicas de violencia contra la mujer.
El femicidio está precedido por una violación y tiene, por lo tanto, una clara marca de género, y sin embargo no hay mención o discusión respecto de la normativa patriarcal y del ensañamiento que parece haber con mujeres que salen de esa norma (“las mujeres como ella”). Aun más, el abogado mismo, dudando de su estudiante Gonzalo, no solo le presenta a la hermana de la víctima, sino que lo hace con la esperanza de que le “sirva” para probar su tesis de homicidio. La expone a punto tal que, en el desenlace, cree que Gonzalo también va a matarla. Casi puede decirse que la “entrega” al que cree ser el asesino (le da el colgante de mariposa de su hermana muerta, casi como un mensaje a Gonzalo), y así da cuenta de que los detalles para el profesor valen tal vez más que la vida humana misma. María Laura Di Natale (hermana de Valeria) deviene una herramienta para que el profesor pueda probar, aún a expensas de su vida, si es necesario, que su tesis de homicidio es la correcta. El hecho de que María Laura no muere, no quita la puesta en riesgo y su transparencia absoluta como sujeto frente al intento de probar la potencia de la tesis del abogado. Y es en este punto, donde el film plantea (y tal vez sin quererlo) una crítica punzante a un sistema judicial que sigue entendiéndose (y aquí uso la expresión de Rita Segato) como una “cofradía masculina”, sin lugar para un cuestionamiento de la complicidad de la institucionalización patriarcal con la violencia de género y con su invisibilidad.
Así como las luchas por la memoria y la justicia han implicado también un proceso de relectura de género, por una parte, y de discusión sobre la violencia sexual, por otra, la visibilidad de las mujeres y de las formas de violencia que sufrieron no está exenta de problemas, en el sentido en que esa visibilización se produce siempre en un campo minado de representaciones patriarcales. En todos los films discutidos se evidencia un doblez en la justicia; me refiero a los dos juicios paralelos que entran en juego frente a la violación y el femicidio: el jurídico y el de la norma patriarcal. Por supuesto que están interconectados y que el segundo juicio constituye el borde de la ley del primero, determinando muchas veces la decisión judicial. En las películas que tratan la violencia de género puede verse la presencia de esta intertextualidad del otro juicio, que tiene lugar más visiblemente en los medios, pero que está presente en las decisiones judiciales y que el cine logra capturar, o bien para silenciosamente volverse cómplice de la violencia femicida, o bien para denunciarla.
Pensar en los modelos de audiovisión en la representación de la ley y la justicia, permite acceder a otro escenario de lo visible y lo audible, con normas de género que dialogan (o chocan) con la ley y con la posibilidad de mostración de los escenarios a los que no puede accederse en los procesos judiciales y que, por lo tanto, se imaginan a través de las narraciones y testimonios. Y es aquí donde el cine muestra de forma tan evidente las estrategias que usa la cámara para mostrar y para ocultar. Por lo tanto, al poder cuestionar la visión de la cámara o analizarla, o confrontarla con la de otros personajes, el cine sirve para examinar el proceso de imaginación al que se refiere
La importancia de la voz testimonial, al pensar la violencia de género, no puede obviarse porque en ella se ancla el reconocimiento (de la justicia institucional o poética) de la figura del testigo, por una parte, y de los cuerpos aliados por otra. La voz testimonial (las voces de las marchas del silencio en el film de Olivera) da cuenta no solo de la demanda de justicia, sino también (y, sobre todo, en el marco de la violencia de género) de las complicidades de la masculinidad dentro y fuera del sistema judicial, lo que entiendo en este ensayo como “bordes de la ley”, es decir, las líneas que le dan forma a lo legal pero también a lo que queda afuera y que son justamente las pautas culturales que hacen necesaria la ley, pero al mismo tiempo las que impiden su implementación y, por lo tanto, la justicia.
La alianza de los cuerpos (como propone Butler, 2015, pero además como viene proponiendo desde sus inicios la marea feminista y Ni una menos, pero que en este ensayo se muestra también a través de las marchas del silencio que se inician en Catamarca en los noventa y que tienen como modelo y antecedente a las Madres de Plaza de Mayo) reescribe la visibilidad del género, puesto que si, como propone Butler, los sujetos marginales solo pueden ser visibles según las normas del discurso dominante, es decir, entrampadas en un sistema de representación que hace visible precisamente la marginalidad, poner el cuerpo o los cuerpos implica proponer que la representación del cuerpo de las mujeres (en vez del mapa de los cuerpos de las víctimas) debe pasar también por los tejidos de los cuerpos aliados, que es donde el cuerpo se reescribe. De ahí la importancia de los planos que enfatizan cuerpos y subjetividades (múltiples y no aisladas), a los que se les da una voz que pone en cuestión la subordinación y la visualidad que otorga a las mujeres el patriarcado. El escenario de la ley y la escena jurídica son espacios muy privilegiados para analizar justamente ese juego de visibilidad e invisibilidad, de audibilidad e inaudibilidad en la intersección de la ley y la norma patriarcal.
Artículo de investigación.
La Ley 25.087, modificatoria del código penal, Delitos contra la integridad sexual (14 de abril de 1999), sustituye el título Delitos contra la honestidad por delitos contra la integridad sexual (art.1). El Artículo 132 del Código penal, que no fue derogado en 1999 cuando se hace la revisión de la definición del agravio sexual, expone la posibilidad del avenimiento en los siguientes términos: “Si ella fuere mayor de dieciséis años podrá proponer un avenimiento con el imputado. El Tribunal podrá excepcionalmente aceptar la propuesta que haya sido libremente formulada y en condiciones de plena igualdad, cuando, en consideración a la especial y comprobada relación afectiva prexistente, considere que es un modo más equitativo de armonizar el conflicto con mejor resguardo del interés de la víctima”.[
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Se indica al comienzo de la película que, a pesar de estar basada en hechos reales, solo se mantienen los nombres de María Soledad Morales y de la monja Martha Pelloni, y que muchos de las restantes identidades fueron escondidas en la ficción.
Otro de los casos de femicidio que había resonado en los ochenta y noventa (y que sigue resonando hoy con la serie “Monzón, la serie”, que se estrena justamente a 30 años del fallo judicial) es el de Alicia Muñiz, a manos del famoso boxeador argentino Carlos Monzón en 1988. Aunque en ese momento todavía no se usaba el concepto de femicidio, este famoso caso despierta un profundo interés mediático. Un año después del crimen, en un juicio oral, el famoso boxeador es condenado a once años de prisión. Luego de su muerte en 1995 (durante una salida transitoria del penal), Gabriel Arbos filma
Sin necesidad de situarnos en los noventa, sino en el 2018, el controversial fallo del femicidio de Lucia Pérez queda atrapado en las garras (y las trampas) de las interpretaciones judiciales que, en vez de elaborar tesis o juicios acerca de la muerte de Lucía, destrozan la imagen de la adolescente con juicios de valor sobre su “conducta”, haciéndola responsable de su propia muerte.
En el prefacio de
Este es, sin embargo, un caso controversial, debido a la posible existencia de otros implicados y del desconocimiento por parte de la justicia de pruebas de ADN que probarían su participación en el crimen.
Mas recientemente, en