El delito de solicitación: género, narrativa y resistencia*

The Crime of Solicitation: Gender, Narrative, and Resistance

Cristina Morales Segura

El delito de solicitación: género, narrativa y resistencia*

Cuadernos de Literatura, vol. 26, 2022

Pontificia Universidad Javeriana

Cristina Morales Segura a

City University of New York, Estados Unidos de América


Recibido: 01 mayo 2020

Aceptado: 29 agosto 2020

Publicado: 15 octubre 2022

Resumen: Este artículo explora el expediente inquisitorial contra un clérigo acusado de solicitación o requerimiento de favores sexuales a su penitente, una mujer testigo compareciente en la causa. El sacramento de la confesión constituye aquí un abuso de poder religioso y sexual ante el cual la mujer desarrolla una estrategia de denuncia con tácticas narrativas y argumentativas precisas, utilizando a su favor el sistema establecido y sus relaciones intrínsecas de control y poder. Su resistencia se articula desde el interior del sistema con la intención de poner fin a las prácticas abusivas del clérigo.

Palabras clave:Inquisición, solicitación, derecho y literatura, confesión, Santo Oficio.

Abstract: This article explores the Inquisition file against a priest accused of solicitation or requesting sexual favors from his penitent, a woman witness in the process. The sacrament of confession becomes a case to prove religious and sexual abuse of power. Confronting a situation of continued harassment, she develops a strategy in which she exposes the facts using precise narrative and legal techniques. She uses on her favor the legal system and the control and power tools of the inquisitorial establishment. The abused woman articulates her particular resistance from inside the system, aiming to stop the abuse exerted by the priest.

Keywords: Inquisition, solicitation, law and literature, confession, Holy Office.

Introducción

El expediente inquisitorial1 que nos ocupa es un caso iniciado en 1579 contra el padre Cartagena acusado del delito de solicitación; esto es, de haber requerido los favores sexuales de su penitente, Jerónima de Orozco. Este es uno de tantos expedientes seguidos por la Inquisición en el que se reúne en el proceso previo de audiencia a los testigos sobre los hechos ocurridos para que el calificador, normalmente un miembro del clero secular,2 se pronuncie como evaluador teológico, y determine la continuidad del proceso y el eventual castigo para su perpetrador. En esta primera fase es vital la estrategia adoptada por los testigos, ya que hechos y calificaciones jurídicas han de entrelazarse, de forma que despierten el interés de la Inquisición. Los lectores, al mismo tiempo que el tribunal encargado de la calificación, irán acercándose a los hechos a través de la narración argumentativa de la testigo. Se trata este de un delito que desencadena un procedimiento y una idiosincrasia muy peculiar al ocupar el papel protagónico una mujer —víctima del delito, pero no sujeto protegido por la persecución del mismo—. A ella le corresponde articular la delación con el objetivo de frenar el abuso.

Este trabajo está orientado por los documentos mismos del proceso inquisitorial y en él se analizan las declaraciones de los comparecientes, los aspectos del delito y el curso del expediente, contextualizado por las aportaciones de los principales teóricos en la materia. Finalmente, se estudia el dictamen final, o parecer, para extraer conclusiones que pondrán en evidencia la contemporaneidad de los hechos relatados. El objetivo del estudio es analizar la posición adoptada por la testigo y su sutil estrategia narrativa en su intento de detener el acoso sufrido. El lector accede a un proceso jurídico marcado por una elaborada narrativa inquisitorial que a veces trasciende a lo literario, tanto en el procedimiento mismo como en las fuentes jurídicas utilizadas. A este comparece doña Jerónima, haciendo valer su estrategia jurídica para convencer a un tribunal cuyo propósito no es defenderla a ella, pero del que se sirve para intentar poner fin al acoso.

Es la compareciente una de tantas mujeres que, a pesar de su condición de sujeto subordinado y relegada a espacios privados, consigue “hacerse oír” y articular una fundamentada argumentación jurídica. El hecho excepcional de que una mujer consiga acceder al entorno patriarcal que la audiencia inquisitorial representa se explica en el interés concreto que el Santo Oficio tenía en perseguir este tipo de actuaciones. Conviene adelantar que el bien jurídico protegido en este supuesto no es la dignidad de la mujer como persona, ni su integridad o intimidad personal y sexual, tampoco su libertad sexual. El bien jurídico protegido es la integridad del sacramento de la confesión, que la Inquisición detesta ver corrompido por el uso sexual y mundano que el clérigo hace de este. Se da la peculiar circunstancia de que es la mujer, víctima del acoso, quien se instaura como protectora de la integridad del sacramento, ya que, por la naturaleza íntima del mismo, sin su denuncia la Inquisición desconocería lo ocurrido. Doña Jerónima, conocedora del escenario, articula con precisión jurídica su estrategia. La voz de la ahora elevada a la categoría de testigo, y antes simple penitente, será escuchada en este nuevo entorno que es el proceso inquisitorial, también esfera de poder —como lo es el confesionario—, aunque ahora pública, a la que ella ha logrado acceder. Aquí intentará poner freno a una actuación perjudicial para ella usando estrategias que le son ajenas y sirviéndose de un discurso que no está pensado para protegerla, pero que servirá a sus propósitos. La práctica de la confesión se ha tornado en abuso de poder y, ante la situación de acoso continuado, ella desarrolla una estrategia de denuncia para articular su alegato, su particular resistencia desde dentro del sistema.

El proceso

Se inicia este expediente

en la ciudad de los Reyes [actual Lima, Perú] a doce días del mes de junio de 1579 años estando el señor inquisidor licenciado Cerezuela en su audiencia de la mañana mandó parecer ante sí a fray Diego de Angulo comendador de la casa y monasterio de la Merced de esta ciudad. (f. 5)

A la usual pregunta del secretario encargado del proceso calificador acerca de “si sabe o presume o sospecha la causa para la que ha sido llamado” (f. 5), el fraile contesta que “sospecha que es llamado sobre un negocio tocante a una mujer” (f. 5). La mujer es doña Jerónima de Orozco, de 27 años, casada con don Juan Gutiérrez de Benavides. Ella comparecerá al día siguiente para informar sobre lo acontecido:

Que habrá diez meses poco más o menos que esta testigo se confesó con el padre Pedro de Cartagena de los teatinos3 y en la segunda o tercera confesión, estando en la confesión, dijo algunas palabras por las cuales le manifestaba que la quería bien diciéndola que le pagase en la propia moneda y esto le dijo en tres o cuatro veces que la confesó en las cuales confesiones no le daba otra cosa por penitencia sino que le volviese a hablar otro día y la decía que había de cumplir aquella penitencia porque era penitencia y que si no la cumplía pecaba mortalmente y esta testigo volvía a hablarle y trataban palabras de amores en el confesionario. (f. 9; énfasis añadido)

Con esta descripción doña Jerónima tipifica un delito que el Santo Oficio persigue con celo. El proceso de solicitación ha pasado a la jurisdicción inquisitorial, sustrayéndose de los tribunales eclesiásticos episcopales en 1559, apenas veinte años antes de este suceso. Este es un delito de orden teológico que se presume está relacionado con la herejía y es considerado una falta grave en relación con el resto de las transgresiones sexuales cometidas por el clero. Por tal motivo, y por el componente implícito de publicidad negativa que para la institución representaba, son procesos que se llevan con estricta discreción para evitar escándalos y desacreditación de la autoridad eclesiástica. Es de entender que el comienzo de este tipo de procesos sobre solicitación se produciría normalmente, dada la naturaleza íntima del delito, por acusación directa de la solicitante o por una forma especial de denuncia a través de un tercero, otro sacerdote confesor, el padre Angulo, quien, a fin de que la penitente pudiera ser absuelta de sus pecados, pone en conocimiento del Santo Oficio tal situación extraordinaria. Un mínimo de dos o tres denuncias en contra del sacerdote eran necesarias para que el proceso previo de investigación o instrucción fuera iniciado (González Marmolejo 62). En este supuesto apenas se cuenta con dos denuncias, y una de ellas es indirecta, con lo que su resultado se torna más incierto. Una vez iniciado el procedimiento mediante la oportuna acusación o denuncia, y recogidas las testificales, corresponde la ratificación o confirmación de lo inicialmente expuesto por los denunciantes, esta vez frente a funcionarios inquisitoriales diferentes, en este caso el fiscal y los necesarios testigos del proceso. Posteriormente, se produciría la investigación para acreditar la realidad de los hechos. En el expediente que nos ocupa, no consta si tal investigación ocurrió, pero sí consta la calificación jurídica de los hechos apuntados en el testimonio de doña Jerónima. El proceso finaliza normalmente con una sentencia y, en su caso, con la imposición de la pena correspondiente. En este expediente el procedimiento culmina en apenas un “parecer”, consistente en una breve anotación al margen que pone fin o suspende el proceso de forma extraordinaria. Este “parecer”, y la inexistencia de una sentencia firme, provee al caso de doña Jerónima de ricas variables.

Acorde con la potente cultura administrativa y burocrática que el Santo Oficio desarrolla, el caso que aquí nos ocupa se compone de una primera comparecencia del testigo denunciante, el sacerdote Fray Diego de Angulo, el 12 de junio (ff. 1-8); de una segunda comparecencia y deposición de testigos por parte de doña Jerónima al día siguiente (ff. 9-10); y de la posterior ratificación de la testigo el 3 de septiembre, quien se afirmó en lo ya depuesto con anterioridad (ff. 11-12). Un tercer grupo de documentos lo constituyen los tres informes calificadores, el primero (ff. 13-16) en el que uno de los calificadores del Santo Oficio, Fray Miguel Adrián, decide elevar el caso para ser tratado definitivamente por el Tribunal de la Santa Inquisición. Se analizará, por último, el llamado parecer (f. 23) o decisión que pone fin al proceso, un documento que, desde el siglo XVI, traerá al lector actual controvertidos ecos contemporáneos.

El primer documento lo constituyen las declaraciones de un segundo confesor, no del sacerdote solicitante, sino un tercero, ante el que doña Jerónima acudió a confesarse con posterioridad a la solicitación sufrida. Este indica que

lla se había confesado muchas veces con un cierto padre de la compañía cuyo nombre no le dijo […] no claramente sino sospechándolo que el otro teatino es el padre Cartagena […] quien algunas veces y muchas en la confesión la decía palabras muy regaladas, especialmente la decía que él la quería mucho y la pedía que ella le quisiese mucho a él y que no amase a otro. (f. 5)

En este primer paso, el proceso solo avanzará en los engranajes inquisitoriales si el calificador considera que se trata de un supuesto de delito de solicitatio —es decir, avances con intención sexual que el confesor desarrolla hacia la penitente en el momento de la confesión (González Marmolejo 77)— y si su comisión queda efectivamente acreditada. Ello es así porque existe una transgresión múltiple: la ruptura del voto de castidad del sacerdote, la fornicación fuera del matrimonio, pero, sobre todo, y es aquí donde radica la naturaleza y competencia “inquisitorial” del delito, estamos ante un supuesto de corrupción del sacramento. Y es esta mancha lo que interesa perseguir a la Inquisición: el sacrilegio y la posible herejía que se produce por desvirtuar uno de los sacramentos más significativos de la religión católica. El “simple” acceso carnal entre religioso y penitente no es tratado por el Santo Oficio (Tortorici 165-166), la ruptura del voto de castidad del sacerdote y la fornicación entre un clérigo y una mujer casada tampoco. Estos supuestos, bastante habituales por otra parte,4 son tratados por cortes eclesiásticas, pero nunca inquisitoriales. Y, por supuesto, el abuso a la mujer confesante—o al hombre o al niño o a la niña, libre o esclavo, español, criollo o indígena— no parece preocupar al Santo Oficio lo suficiente para llegar a estos efectos calificadores ni punitivos. Sobre este supuesto no existe mención alguna en el proceso ni en la sentencia. Para la Inquisición, si el culpable es el confesor que ha corrompido el sacramento, la penitente es parte casi cómplice o una cooperadora necesaria en el delito; nunca es considerada víctima ni dueña del bien jurídico protegido.

Legislación: edictos sobre la confesión

Prueba del enorme interés de la Inquisición en perseguir las acciones de los clérigos y del contexto en que ocurrían, se encuentra en el Edicto del Santo Oficio sobre extirpación de abusos de confesores contra la honestidad de 1783,5 que, si bien no es el aplicable a la fecha y lugar de estos abusos, es una de las fuentes legislativas más descriptivas que regula esta práctica. Cuando el Santo Oficio emplea la palabra “abuso”, se refiere al efectuado al sacramento, no a la penitente: es un abuso que frustra el fin del sacramento, el perdón del pecado y la redención del confesante. Estos edictos y el gran número emitido reconocen la necesidad de regulación enunciada en la propia exposición de motivos de la ley. Los edictos son una fuente legal escrita de la propia Inquisición y “difunden las clasificaciones de los delitos bajo jurisdicción inquisitorial” (Bethencourt 192). Estos edictos particulares, frente a los generales más estereotipados, responden a “problemas inmediatos que exigen una toma de posición o la advertencia pública del tribunal” (Bethencourt 230). Tras los edictos relacionados con el delito de solicitación, se intuye una realidad concreta de perversiones y abusos de autoridad que pone de manifiesto la necesidad de la regulación del sacramento de la confesión, institución clave que otorga enorme poder de agencia al sacerdote confesor (Foucault 35 y ss.) y configura las relaciones que se producen en el confesionario como lugar donde se exponen los pecados para alcanzar la salvación. Por ley se establece el modo, el tiempo y la forma de la confesión, mediante normas establecidas en los manuales de confesores;6 llegando incluso a regularse el mueble físico de los confesionarios7 y sus ubicaciones en lugares públicos y transitados de las iglesias. Prueba de la preocupación inquisitorial ante la creciente perversión de estas prácticas la encontramos en las propias leyes del momento. Los edictos entran a regular con total minuciosidad el acto y modo de la confesión, exponiendo todo un imaginario que entra en detalles tan prolijos como la obligación de la existencia de rejillas en los confesionarios y sus medidas exactas, las posturas que las penitentes deben evitar, siempre colaterales y nunca de frente al confesor, quien, también se especifica, en ningún caso deberá cubrir con sus capas al penitente. Se establece la preferencia de que la confesión se haga en las horas del día y, estando las caras y cabezas descubiertas, se indica cómo confesar en capillas y oratorios privados, siempre a puertas abiertas; en los conventos de monjas, se aclara cómo confesar a hombres, a enfermas (“Edicto del Santo Oficio” 215-217). Constituyen dichos edictos un extenso glosario casuístico que es prueba palpable de la perversa imaginación desarrollada en el singular acto de la confesión. Como lo muestra el siguiente ejemplo:

Que no se confiesen mujeres sino en confesionarios cerrados con puertecillas propias, de modo que el confesor quede sin que pueda alguna casualidad, inadvertencia, o de intento, tocar o ser tocado de sus pies; y las rejillas que necesariamente han de tener a los lados estén dispuestas de tal manera que se perciban las voces, sin que quepan por sus huecos o taladros los dedos y mucho menos las manos. (“Edicto del Santo Oficio” 220)

El edicto, pieza literaria en sí misma, ofrece un imaginario inagotable de peripecias y es prueba fehaciente de la singular relación que entre sacerdote y penitente se establece. Existe legislación que también señala al culpable de tan perverso hecho, el cual no es el clérigo solicitante, sino el mismo diablo, legitimando así la procedencia y necesidad del actuar inquisitorial para “tratar de arrancar de raíz la perversa cizaña, que el común enemigo con diabólica astucia ha procurado sembrar en el más sagrado campo” (“Edicto del Santo Oficio” 219). La literatura desborda en el texto jurídico por múltiples vías, devela narrativamente una realidad apabullante, relata todo un mundo de posibles perversiones sexuales cometidas a la sombra del acto religioso y permite entender la preocupación de poner fin a ellas. Al mismo tiempo, vincula alegóricamente metáforas de siembra: “Raiz, cizaña, sembrar, campo, semilla”. Al margen de la metáfora continuada que deviene alegoría de la siembra del bien y la extirpación de la mala hierba, el lector intuye el acecho del “común enemigo”, quien se perfila como causa intrínseca del delito, un diablo ex machina, que, eximiendo al actor real de culpa, surge como causante de todos los males de la tierra y legitima la actuación inquisitorial.

El edicto, en su rebuscada sintaxis, recuerda la obligación de que ningún confesor antes ni después de la confesión “se divierta, ocupe, ni admita salutaciones, noticias, ni conversaciones de las que se dicen políticas8 con sus hijas espirituales […] y portillos que abren la malicia y el demonio para las ilusiones del corazón” (“Edicto del Santo Oficio” 220). El caso del padre Cartagena es un delito perpetrado principalmente a través de la palabra: “Palabras de requiebros”, “de amor”, “de ternura”. Sin embargo, durante el curso del expediente también parece haber repetidos indicios de que en algún momento se ha traspasado la barrera de las palabras y el padre Cartagena ha intentado, quizás conseguido, avanzar en su acoso: “Y le parece que la abrazó aunque no se acuerda bien y esta testigo estaba en la cama desnuda” (f. 9). O esta otra explicación: “Y así la volvió a llamar y […] tomándole las manos y besándoselas llegando con las suyas a los pechos de esta testigo y la quiso besar y esta testigo no lo consintió” (f. 9). No queda claro si los avances se han producido en el confesionario, más bien pareciera en las habitaciones de la penitente, aunque bien pudiera ser el caso de una confesión en la cama por enfermedad, con lo que también se daría el supuesto requerido para la solicitación. El acoso parece haber trascendido la estricta intimidad de las palabras eróticas cruzadas durante la confesión. También se da a entender que se han cruzado notas escritas y no queda clara la posible iniciativa o no de doña Jerónima.9

Para que el delito de solicitación quede tipificado, las palabras de cortejo son suficientes: “Los avances con intención sexual que el confesor desarrolla hacia la penitente en el momento de la confesión” (González Marmolejo 77). La confesión reproduce la misma pauta interrogatoria del Santo Oficio o viceversa. El acto de la confesión constituye una suerte de “miniinquisición” personal y cotidiana en el que se juzgan los pecados-delitos del confesante. Este paralelismo entre interrogatorio inquisitorial y confesión no constituye tanto un orden cronológico o prelativo, sino de reproducción sistemática de parámetros de control. No olvidemos que el procedimiento inquisitorial desde sus orígenes medievales se reduce “de forma somera en el siguiente recorrido, sermón, denuncia-confesión, interrogatorio-tortura, proceso, condena, ejecución” (Barrio 152; énfasis añadido). Tanto confesión como procedimiento inquisitorial se basan en un interrogatorio con el propósito último de la redención del reo y su apartamiento del mal, organizados ambos con parámetros de poder seculares, sujeción y control de las personas.

En la solicitatio el sacerdote, cuya función en la confesión ha de ser simplemente la de preguntar y escuchar, abusa de las palabras, traspasa sus atribuciones mediante frases laudatorias o amorosas, expresiones elogiosas, a veces términos eróticos (González Marmolejo 91), incluso pornográficos, o bromas y versos de contenido sexual (González Marmolejo 82), que buscan acosar a la mujer y confundirla para lograr favores sexuales. El sacerdote tergiversa la confesión y el acto se trastoca en una forma de sexo a través de las palabras,10 transformando el sacramento en un acto erótico, lo que para la Inquisición es una aberración en sí misma. Si es precisamente la religión cristiana la que intenta coartar la libertad sexual, y se instaura como una de las principales armas de control de la sexualidad en Occidente (Foucault 35 y ss.), la paradoja originada es total y la confusión creada en el penitente, extrema.

La confesión, instrumento de poder

Entramos así en el tema de la confesión como herramienta de poder, como un arma esencial que le otorga agencia al confesor y que sitúa al o a la penitente en una posición de vulnerabilidad y sometimiento.11 Para Foucault (35 y ss.), la religión cristiana descansa sobre una institución clave: la confesión. Según la doctrina católica los pecados son borrados mediante su enunciación y consecuente perdón. Sin embargo, los efectos del pecado no desaparecen en su integridad, si bien este es perdonado y borrado a los efectos “divinos” desde una perspectiva religiosa, no ocurre lo mismo a los efectos “humanos”, pues surge un nuevo vínculo entre confesante y confesor, quien, precisamente por el hecho de conocer la vida íntima del pecador, asume un rol de poder con respecto a aquél. Esta relación íntima que el sacerdote busca en estos supuestos le permite desarrollar una estrategia: conoce a la mujer confesante, sus puntos débiles y cómo utilizarlos en su plan de acoso. Puede ser una estrategia directamente abusiva si la confesante tiene una situación social precaria y necesita comida o dinero, o puede ser de elogio si la mujer es de clase acomodada y busca comprensión y compañía.12 Dado el prestigio social que le otorga su ministerio, el solicitante logra establecer una red de poder en torno a su víctima, llegando incluso a utilizar a otros fieles y personas próximas a esta en su propósito. Este supuesto es ejemplo de ello, en el caso del interrogatorio a la hija de doña Jerónima o en la instancia al marido para que la mujer se confiese más frecuentemente: “Entrando su marido en casa había entrado muy demudado alterado y alborotado y le había dicho, que es esto señora porque no habláis al padre fulano que está muy quejoso de vos” (f. 6). La relación es pues una situación de abuso basada en el chantaje moral y en la extorsión añadida que supone la negación del perdón que la confesante busca en el sacramento.

Esta realidad está afectada por el tradicional papel del confesor en la vida de las mujeres católicas, figura esencial en su vida, guía espiritual, censor del bien y del mal y, en ocasiones, único hombre con el que la mujer entablaba una relación intelectual o profunda. Se trata de mujeres faltas de compañía, condenadas a matrimonios concertados y, por lo tanto, vulnerables y sometidas. En la extralimitación que se produce en este delito el sacerdote solicitante usa de su poder moral y se sirve de una táctica muy definida: se extralimita en sus funciones y hace preguntas que pueden producir excitación sexual, y que también le ayudan en su estrategia acosadora. Son preguntas que sirven para conocer la vulnerabilidad de la víctima y así facilitar la agresión. En el supuesto de la solicitación, la confesión se convierte en algo totalmente subvertido: estrategia amorosa, estrategia de acercamiento sexual, estrategia de acoso y, en definitiva, estrategia de sometimiento y abuso de la víctima.

Durante su deposición testifical, el padre Angulo —testigo denunciante— indica que “este testigo la dijo y persuadió que estaba obligada a decirlo en el Santo Oficio y la persuadió muchas veces dello y que por eso entiende que ha sido llamado” (f. 5) y adicionalmente “que confesándose con cierto confesor que no declaró no la había querido absolver sino le declaraba la persona cómplice de cierto pecado” (ff. 5-6). El lector descubre que doña Jerónima no es nunca absuelta de sus pecados, ni por el sacerdote acosador ni por el sacerdote denunciante. El perdón buscado por la penitente se convierte en un chantaje moral continuado por el que se ve obligada a comparecer indefinidamente ante su acosador, que así la mantiene sujeta y atemorizada. La relación se alarga y, con ella, el delito. La segunda derivada de esta denegación del perdón es que el sacramento no se perfecciona, con lo que se está infligiendo un mal moral a la confesante, como lo es la negación del perdón, base del credo católico. Asistimos, así, a la corrupción total del sacramento, pues el retraso en conceder el perdón se utiliza con un fin doloso: el seguir solicitando sexualmente a la penitente.

Ocurre adicionalmente que el segundo confesor, el padre Angulo, una vez enterado de lo que ocurre, tampoco puede otorgar este perdón hasta que la penitente no presente la denuncia ante el Santo Oficio. No supone, por lo tanto, un simple pecado que pueda resolverse en la intimidad del confesionario. Esta necesidad de denuncia refuerza la idea de que estamos ante un delito contra una institución y constituye una especialidad que implica incluso la obligación de la solicitada de denunciar al solicitante. Para ello la Inquisición usa incentivos, como el hecho de no entrar a tratar si hubo o no provocación o aceptación por parte de la mujer solicitada; pero también, medios coercitivos, más efectivos estos, como supone el hecho de que la “omisión deliberada de la denuncia se consideraba pecado mortal, y puesto que en este estado no puede ser absuelta de sus culpas, su negligencia la lleva a la excomunión” (Collantes 86). Por ende, la mujer solicitada que no acude a otro confesor —quien la empujará a la denuncia— no puede ser absuelta, pudiendo ser incluso excomulgada solo por su silencio. Para la Inquisición, es un delito de orden teológico y, para su castigo, es necesaria la denuncia de la confesante a un tercero. La Inquisición reposa en el testimonio de la solicitada para la persecución del delito, otro de los principales motivos que explica el acceso de las mujeres al reducido y patriarcal ámbito del proceso inquisitorial.

La estrategia de la solicitada

En el expediente, doña Jerónima es calificada siempre como testigo, nunca como víctima. Esto es así porque el bien jurídico protegido en este delito no es su dignidad como persona, ni la integridad o intimidad personal y sexual de la mujer, ni por supuesto su libertad sexual, conceptos estos que llegarán muy posteriormente a la doctrina jurídica. Más adelante se verá cómo los informes calificadores se centran en delitos de orden teológico y no en el acoso sexual en sí. Jerónima es consciente de la realidad de su indefensión y así articula su acusación como testigo. Aunque en situación de inferioridad, la mujer se hace oír en una de las escasas oportunidades que para ello tiene, y prepara así un esbozo de estrategia en su testimonio ante el tribunal calificador. Doña Jerónima actúa como la resistencia, conspira hábilmente desde dentro de un sistema que no defiende su derecho a no ser acosada, pero utiliza armas jurídicas que eventualmente podrían beneficiarla.13 Constan, en primer lugar, las siguientes afirmaciones de doña Jerónima ya comentadas: “Entrando su marido […] alborotado y le había dicho, que es esto señora porque no habláis al padre fulano que está muy quejoso de vos” (f. 6). A través de la actitud que describe en el marido —enfadado con ella— la testigo pone de manifiesto cómo el sacramento del matrimonio también se pone en peligro, ya que, de resultas de la queja del confesor, el marido no había querido hablarle y la había mirado mal. Ello apunta a un daño en la relación conyugal. La testigo saca a relucir otro efecto de la solicitación perjudicial para el sacramento del matrimonio en el que se supone que la mujer ha de guardar fidelidad al marido. A mayor abundamiento, si el “marido no había querido mirarla”, otro prejuicio se produce, esta vez de orden casi económico, ya que el fin reproductivo del matrimonio queda dañado. Continuando con la elaborada estrategia de la testigo, su testimonio, ya reproducido al inicio de este estudio, da cuenta de una sabia articulación jurídica en su redacción:

Que esta testigo se confesó con el padre Pedro de Cartagena de los teatinos y en la segunda o tercera confesión, estando en la confesión, dijo algunas palabras por las cuales le manifestaba que la quería bien diciéndola que le pagase en la propia moneda y esto le dijo en tres o cuatro veces que la confesó en las cuales confesiones no le daba otra cosa por penitencia sino que le volviese a hablar otro día y la decía que había de cumplir aquella penitencia porque era penitencia y que si no la cumplía pecaba mortalmente y esta testigo volvía a hablarle y trataban palabras de amores en el confesionario. (f. 9; énfasis añadido)

Doña Jerónima enumera las características del delito de solicitación: es un delito continuado, se produce en locus confesionis, hay avance sexual y, por último, hay intención de continuar el acoso. Mostrándose así conocedora de la tipificación inquisitorial del delito. Ella continúa con la elaboración de su estrategia al incidir no en el hecho mismo del acoso, sino en todo tipo de circunstancias que pueden producir la alerta en los calificadores, también en el hecho de que el padre Cartagena no reconoce el pecado que representa, supuesto que ha de ser preocupante para la Inquisición, que debe velar por la correcta implantación de la religión católica en un continente neófito: “Y el padre Cartagena la dijo que no había sido pecado mortal por cuanto él de su parte no había tenido propósito de ofender a Dios porque aquello lo había hecho como con su hermana” (f. 9). También doña Jerónima intuye error de fe y posibilidad de alarma para los inquisidores en estas palabras del clérigo: “Estos tocamientos y besos y abrazos y escribir billetes y decir sois mi alma y mi vida y quieroos y amoos hecho con ellos [los sacerdotes] no es pecado mortal” (f. 10). La calificación de lo que es y no es pecado es un tema teológico enunciado como de pasada por la testigo, pero sobre el que el Santo Oficio es muy sensible y tendrá que pronunciarse en la sentencia. La última de las estrategias utilizadas por la testigo se produce durante su ratificación, en la que saca a relucir el asunto de un tal Luis López, un caso anterior, para indisponer a Cartagena frente a la Inquisición: “Dijo que en esta tierra el Santo Oficio prendía por cosas muy livianas que en Castilla no se hiciera caso de ellas” (f. 11).

Doña Jerónima, por ella misma o asesorada por un experto abogado, es consciente de la importancia de la narrativa de los hechos en la tipificación del delito y, con ella, de la historia que cuenta. En términos jurídicos, la estratega basa su argumentación en los antecedentes de hecho, en un singular ejemplo de narrativismo del derecho en tanto metodología y modelo de argumentación jurídica. El movimiento derecho y literatura otorga vertientes psiconarrativas y socionarrativas a la ciencia jurídica14 y la testigo de este caso hace buen uso de ellas. Doña Jerónima es muy consciente de la necesidad de una narración argumentada, ordenada y motivada15 que pueda incitar a la alarma al tribunal y, con ella, a la condena del reo. Toda narración dispone de un método en sí misma, como en este caso, y es lo que Jerónima hace: argumentar mediante la narración. El discurso de doña Jerónima y los hechos así planteados son los que otorgan un sentido a su estrategia y, por tanto, al proceso. Los hechos narrados son tan esenciales que devienen argumentación.

Los hechos son la historia, el relato literario que ha de contar con un planteamiento, un nudo y un desenlace, mecanismo que provee al relato de un sentido y lo hace asumible y comprensible. Estos pasos confieren al hecho del relato un fondo intrínseco de argumentación que hace que ambas concepciones —la del derecho como argumentación y la del derecho como narración— se vean ligadas en su esencia. El proceso para Calvo González (Derecho y narración 10 y ss.) se concreta como organización discursiva que se desarrolla ya desde el primer momento, o incluso antes, en que se plantean los hechos (Morales Segura 105).

A lo largo de su deposición testifical, doña Jerónima plantea también una desquiciante historia protagonizada por un padre Cartagena que se muestra cada vez más trastornado. En ella se muestra al clérigo como un enamorado romántico, con llantos y actitudes de despecho vehemente: “Trató con esta testigo muchas palabras amorosas y lloró y dijo a esta testigo que se confesase con quien quisiese que ya no quería más con ella, sino que le hablase” (f. 10). Un personaje perturbado, celoso, como lo acreditan las preguntas a la hija de doña Jerónima, de doce años, sobre si su madre tiene relación con alguien más o escribe billetes a otros.

Como última parte de su estrategia, y aquí entra en juego el reconocimiento que la testigo hace de su condición de sujeto subordinado, ella se presenta ante el tribunal como pecadora arrepentida. No se arroga ningún tipo de agencia para defender unos derechos que no le serían reconocidos por este tribunal y a los que nunca hace mención; antes, al contrario, no sustrayéndose a su papel de cómplice o de parte necesaria en el delito, presenta una imagen acorde a la secular idea de mujer como objeto del pecado masculino: “Y acusándose esta testigo de que en alguna manera había dado consentimiento a los dichos tocamientos que con él había tenido” (f. 9; énfasis añadido). Sobre la base de un reconocimiento de subalternidad y su condición de mujer pecadora y necesitada de redención, expone una realidad que compete castigar al tribunal y de cuyo correctivo ella se verá beneficiada. Doña Jerónima parece ser consciente de la serie de matices descalificadores que tradicionalmente han sido asignados a las mujeres —debilidad física y mental, inclinación a determinadas faltas innatas a su naturaleza, lascivia…—, y que abundan en los entresijos del procedimiento inquisitorial. Es, así, esta perspectiva peyorativa la que nunca niega en su autoacusación y que se trasluce en el extracto mencionado. Es, por lo tanto, una resistencia callada y un sabio uso del procedimiento desde dentro del sistema. Se trata también de una actuación increíblemente valiente por su parte y que corresponde contextualizar en su justa medida. La natural reacción de estas mujeres abusadas no sería la de presentarse ante unos inquisidores, clérigos y hombres, para verse involucradas en un procedimiento que sacará a la luz sus intimidades con el consiguiente descrédito de su honor y el de su familia, con un resultado más que incierto. Doña Jerónima sabe también que para la Inquisición lo esencial es el daño teológico al sacramento de la confesión, por eso ha de aportar una narrativa basada en los males teológicos que ella se ve obligada a sufrir y ha de presentar un escenario acorde al sentir del Santo Oficio. Ella hace énfasis en el daño a su matrimonio y a su integridad moral, en la no obtención del perdón y en el peligro de la condena de su alma pecadora. Junto con estos males, también resalta los errores teológicos en que el padre Cartagena incurre: la negación misma del pecado que comete, con el enorme daño que supone para los fieles una equivocada doctrina, sobre todo en territorios “nuevos” para la religión católica, como son las colonias de América.

Los informes calificadores

El informe de calificación, paso previo a la sentencia e imposición de la pena, es un perfecto y sencillo ejemplo de organización con precisa base jurídica. Los informes de calificación suelen estar en número impar, en este caso contamos con tres, transcritos por el secretario del tribunal y redactados por tres clérigos, funcionarios inquisitoriales. En todos ellos hay legislación que apoya o fundamenta la decisión del calificador e, incluso, una suerte de jurisprudencia. Se califican varios supuestos: el hecho de que el reo “no le ponía en penitencia otra cosa sino que volviese a verlo en confesión” (f. 13), lo cual convierte la medicina que es el sacramento en “ponzoña y daño espiritual del penitente” (f. 14); el hecho de que “en cuanto dice que no cumpliendo la dicha mujer esa penitencia sacrílega pecaba mortalmente” constituye para el calificador “un error en la fe contra lo que dice la Sagrada Escritura” y también una “blasfemia contra la ley y el precepto de la penitencia” (f. 14); el hecho de “no poner penitencia ni satisfacción en el sacramento de la confesión”, eso, para el calificador, “suena muy mal” (f. 14). También “que los tactos y palabras de amores que este reo tuvo con la dicha su hija de confesión […] no eran pecado mortal” (f. 14), para el calificador, se trata de “proposición errónea in fide y el color que le pone de que era como con su hermana no se debe admitir y la misma color dan los alumbrados diciendo que los tales ósculos no son pecado” (f. 14). Este supuesto enuncia una escena íntima entre clérigo y penitente que, sin embargo, es negada por aquel en cuanto a su sexualidad intrínseca. Al negar el perpetrador su componente sexual y, por lo tanto, de abuso, este no solo se exime de culpa, sino que imputa falta de entendimiento a la mujer acosada. La segunda variable no es tenida en cuenta por el tribunal, pero la negación del pecado supone un error teológico que este no pasa por alto: haciendo referencia a San Pablo, considera el calificador que

lo que hay aquí que agrava esta proposición es querer santificar los actos deshonestos y malos y con nombre de santidad cometer estos delitos […] negando ser pecado lo que la fe enseña serlo […] vino a dar en otro mayor, negando ser pecado lo que la fe enseña serlo. (f. 15)

El último de los considerandos versa sobre “si estos tocamientos, besos y abrazos y escribir billetes hecho en sí y con los de su orden, no es pecado mortal, y que hecho con otros no es bien, porque los otros hombres y religiosos son malos” (f. 15). Resulta ser aquí la falta doblemente grave al añadir que “se trata de proposición herética y que contiene manera de secta” (f. 15). Concluye así la sentencia afirmando “la malicia de estas proposiciones comparándolas con la doctrina de los Santos y uso de la Iglesia y espíritu que hubo en los Santos. Así que los dichos artículos son falsos, erróneos de la doctrina sana de Dios, peligrosos en la Iglesia” (f. 16). De nuevo nos encontramos a una doña Jerónima que sabe cómo despertar las alarmas en el tribunal: aparentemente el clérigo le ha hablado de “religiosos malos y buenos”, lo que implica una diferenciación entre las órdenes. Esto supone un sectarismo peligroso para la Inquisición, quien determina su herejía. La segunda de las sentencias calificadoras (ff. 17-19), firmada por fray Antonio de Hervias, viene a reproducir lo contenido en la anterior, si bien se muestra más específica a la hora de determinar el delito: “Solicitar la tal mujer en la confesión no solo por palabras que en la confesión le dijo que pudieran a sí solas salvarse sino por la penitencia que le daba y por lo que cumpliendo la dicha penitencia con ella trataba” (f. 17). La frase afianza la idea de que el acoso a la confesante no es de interés en el delito, sino, de nuevo, la insistencia del clérigo de volverla a ver en confesión.

La conclusión del proceso

Se desprende así de estos informes calificadores que el delito de solicitatio constituye uno de los crímenes más graves para la Iglesia católica que identifica en él sacrilegio, herejía y blasfemia, por lo que la Inquisición lo perseguía con enorme interés (Chuchiak 96-97). Doña Jerónima narró los hechos de forma que captaran la atención del Santo Oficio, supo utilizar una institución que nunca pretendió defender sus derechos como sujeto acosado, sino la integridad de un sacramento que, en el supuesto de la solicitación, era utilizado como herramienta de sujeción y de hostigamiento sexual. Doña Jerónima fue capaz de subvertir la norma utilizándola en provecho propio al obtener informes calificadores favorables. Sin embargo, la realidad llegó bajo la forma de un parecer en el último de los documentos (f. 23) de fecha no indicada y firmado por Melchor Pérez de Maridueña. Este documento es acreditación fehaciente de una realidad vergonzosa y se expresa en términos que por sí mismos constituyen una historia convertida en noticia contemporánea:

Visto con ordinarios y consultores esta información y proposiciones y calificaciones contra Pedro de Cartagena religioso de la compañía sacerdote y confesor de ella, pareció que por ser un testigo solo, mujer, y no de buena fama, el reo, religioso, no se procesa, ni por la solicitación ni por las demás proposiciones que se testifican, sino que la copia de las testificaciones y proposiciones solicitadas se enviasen a Vuestra Señoría. Y pareció asimismo que por la fama que entre este reo y la dicha mujer testigo hubo en aquella sazón de que se comunicaran, que el testigo dice verdad y que por el peligro que podría haber quedándose este reo en esta tierra, si prosiguiese en decir cosas semejantes a las mujeres sus hijas de confesión que sería bien echarle de ella, sin hacer con él proceso por el orden que se siguiese menos inconveniente a su crédito. (f. 23; énfasis añadido)

El castigo ejemplar al padre Cartagena no prosperó. Este fue exonerado y, sin embargo, doña Jerónima fue vilipendiada por “mujer y no de buena fama” y el caso quedó en poco. Sin embargo, son muchas las conclusiones que de él se desprenden. En primer lugar, se destaca el tema de la insuficiencia de testigos ajenos al hecho, al ser este un delito circunscrito a la esfera íntima del confesionario. En segundo lugar, por la propia naturaleza de la falta, las testigos (víctimas) resultaban ser mujeres y, por lo tanto, la única prueba era su palabra contra la del sacerdote. En tercer lugar, se da el caso de la escasez de otras testigos, ya que, de todas las penitentes que previsiblemente tendría el padre Cartagena, solo compareció doña Jerónima como única solicitada, cuando la Inquisición está avezada en recibir testimonios de numerosas mujeres unidas en sus alegatos frente a un único confesor.16 Una única solicitada habría de parecer escaso material al tribunal, quien aplicaba estrictamente el principio procesal testis unus testis nullus. En cuarto lugar, ha de tenerse en cuenta que la testificación del otro sacerdote, fray Angulo, no deja de ser la declaración de un tercero sin prueba fehaciente. Por último, en este supuesto, se da el caso añadido de que doña Jerónima no parecía gozar de buena fama. Veamos en detalle la interrelación de estas variables.

Al margen del tema del honor de las mujeres, aparece el de la calidad de los testigos y el ranking oficial existente sobre este aspecto, regulado en los manuales de inquisidores, legislación procesal que define el procedimiento inquisitorial desde sus orígenes medievales (Barrio 147). La tónica general es considerar el testimonio vertido por una mujer de muy escaso valor: “La mujer es un testigo inhábil […] puesto que adolece de un defecto en la voluntad fundado en la volubilidad de sus declaraciones” (Collantes 78). Doña Jerónima, posiblemente criolla, no parece detentar la suficiente calidad para testificar en contra de un clérigo, hombre, quizás español y del que interesa proteger su dignidad sacerdotal. El hecho de que el procedimiento inquisitorial —y la normativa procesal en su conjunto— no otorgara la calidad de testigo hábil a las mujeres, reduce la capacidad de castigo de este delito. También puede darse el caso de que interese menospreciar la fama de la testigo, o no promocionarla, ya que ello implica el archivo del procedimiento y la salvaguarda del honor eclesiástico. En relación con esta “fama”, es preciso añadir que los sacerdotes solicitantes cuidaban bastante este aspecto a la hora de elegir a sus víctimas, centrándose en mujeres de ciertos grupos sociales, mestizas, mulatas, indias, mujeres con un pasado discutible o incluso monjas de clausura obligadas a mantener el encierro, lo que otorgaba al solicitante una ventaja estratégica a la hora de poner en duda la denuncia. Secretismo tras secretismo en estas investigaciones subsecuentes que mudan la persona objeto de escrutinio: deja de ser el clérigo solicitante el sujeto a examen para pasar a serlo la propia víctima del abuso. Unida a su condición de mujer “y no de buena fama”, y de que solo es una la denunciante, se trata esta quizás de una primera denuncia contra Cartagena. En el hipotético supuesto de que llegara al tribunal una subsecuente denuncia, cabría la reactivación del procedimiento, esta vez con mayor fundamentación para prosperar.

La contradicción intrínseca de este último documento es palpable, ya que parece reconocer que el caso fue conocido en la comunidad y la realidad del acoso no se pone en duda, como no se pone de lado el peligro que tal actuación representa. El hecho, sin embargo, no interesa que sea expuesto ni aireado, ya que conviene preservar la fama del clérigo, que no es sino la fama de su institución, protegiendo así la deseable imagen de estos hombres, representantes de Dios en la tierra. El litigio queda finalmente inter nos y no sale a la luz, remitiéndose el expediente al magistrado responsable, quien lo dejará sepultado en la inmensidad del archivo inquisitorial. Efectivamente, los repetidos estudios sobre estos temas muestran que no muchos de estos delitos prosperaban en penas (Tortorici 167-168). Y, de ser el caso, estas no eran extremas (193), y consistían en el apartamiento de sus funciones como sacerdote o el retiro de su función pastoral. Este apartamiento de funciones en algunos casos ni siquiera era perpetuo, debido a la falta de sacerdotes en América, por lo que el clérigo reincidía en otros lugares. Si quizás en la Península las medidas eran más estrictas, en la colonia las cosas cambian por este crucial motivo (Tortorici 195).

En este supuesto concreto, el castigo es incluso menor, simplemente se alejaba al reo de “estas tierras”, pero se lo enviaba a otras tierras donde su actividad pudiera seguir desarrollándose impunemente. La realidad del abuso tampoco es puesta en duda por el tribunal, ni el daño que ello provoca, sin embargo, prevalece el interés en ocultar una realidad vergonzosa y en preservar el crédito del sacerdote y el de la institución que representa. Queda el fútil consuelo de que doña Jerónima, aunque “mujer, y no de buena fama”, vio momentáneamente recompensada su estrategia, y al menos no tuvo que volver a sufrir el acoso del padre Cartagena, quien quedó impune de continuar sus andanzas en tierras ajenas. Cabe destacar, sin embargo, la grandeza no buscada, pero manifestada a posteriori, del poderoso archivo inquisitorial. Mediante la persecución de este delito, y de otros tantos, la Inquisición crea un riquísimo archivo que refleja el entramado social de la época y las desazones de hombres y mujeres que tuvieron tratos con ella.

Obras citadas

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Bennassar, Bartolomé. Inquisición española. Poder político y control social. Crítica, 1984.

Bethencourt, Francisco. La inquisición en la época moderna. España, Portugal, Italia, siglos XV-XIX. Akal, 1997.

Calvo González, José. Derecho y narración. Materiales para una teoría y crítica narrativista del derecho. Ariel, 1996.

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Chuchiak, John F. “The Sins of the Father: Franciscan Friars, Parish Priest, and the Sexual Conquest of the Yucatec Maya, 1545-1808”. Ethnohistory, vol. 54, n.º 1, 2007, pp. 69-127.

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Tortorici, Zeb. Sins Against Nature. Duke University Press, 2018.

Academic. Teatinos, https://es-academic.com/dic.nsf/eswiki/879021.

Notas

* Artículo de investigación.

1 AHN, Inquisición, 1337, expediente 3. Información contra Pedro de Cartagena. Referencia PARES ES.dd28079. Agradezco a la profesora Dra. Mariana Zinni el acceso a este expediente, durante su seminario de posgrado de The City University of New York (CUNY) en la primavera de 2020.

2 El clero secular (seculum) designa, por oposición al del claustro, al clero compuesto con el obispo y su presbiterio, es decir, los sacerdotes no vinculados a una orden religiosa y, por lo tanto, no regidos por sus reglas monásticas (Herbemann).

3 La Orden de Clérigos Teatinos se funda en 1524 en Italia por el jurisconsulto Cayetano de Thiene y el Obispo de Chieti, en latín Teate, que da nombre a la orden (Academic).

4 Cfr. Tortorici, González Marmolejo, Chuchiak y tantos otros.

5 Este y otros edictos relacionados pueden ser consultados en la página web del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

6 El más famoso es el del jurista dominico Martín de Azpilcueta editado desde 1553 y hasta 1625.

7 Tortorici (179 y ss.) desarrolla la difícil adopción del mueble del confesionario; incluso en el siglo XVIII se continuaba insistiendo en la necesidad de su uso.

8 Debemos entender por “políticas” las relacionadas con la polis, la ciudad, lo mundano, el siglo y, por lo tanto, ajenas a lo teológico y espiritual.

9 En la solicitación por escrito surge un problema jurídico añadido, ya que la solicitatio debe producirse durante el acto mismo de la confesión y el mensaje ha de ser ahí mismo entregado. En estos casos, el escrito deviene incluso prueba fehaciente del delito (González Marmolejo 77 y ss.).

10 Hay numerosos ejemplos en Tortorici (175 y ss.).

11 Tortorici pone en tela de juicio la confesión como herramienta efectiva de dominación espiritual en la Colonia, debido al escaso número de sacerdotes en América (174). Entiendo que Tortorici alude a la estrategia general de implantación de la religión católica y no se refiere a la relación particular individualizada que se crea entre penitente y confesor.

12 Múltiples son los supuestos de solicitación analizados por los estudiosos del tema: Tortorici, González Marmolejo y Chuchiak son algunos de los más significativos.

13 Chuchiak en su trabajo Sins of the Father (100 y ss.) desarrolla el uso de esta estrategia por parte de los indios americanos para poner fin a abusos y castigos mediante lo que él denomina como “un brillante acto de resistencia del pueblo Maya frente al clero” (100; traducción propia).

14 El estudio de los hechos de la demanda desde una perspectiva narrativista del derecho es abordado por Calvo González en Implicación derecho literatura, al tratar “la controversia fáctica, contribución al estudio de la quaestio facti desde una perspectiva narrativista del Derecho” (363-389).

15 Jaime Francisco Coaguila Valdivia, “Narrativismo como método en la teoría del Derecho y modelo de la argumentación jurídica”, en Implicación derecho literatura, citado en la bibliografía.

16 Ejemplo es el extracto de la carta remitida en 1600 por la Inquisición a la Suprema: “Están presos y mandado prender veintitrés sacerdotes confesores por haber solicitado sus hijas de penitencia […] actos torpes y deshonestos y que algunos tienen de cuarenta testigos arriba y uno ciento y él confiesa de setenta casi” (AHN, Inquisición, leg. 352, f. 256 v., citado en Meneses 119).

Notas de autor

a Autora de correspondencia. Correo electrónico: cmoralessegura@jjay.cuny.edu

Información adicional

Cómo citar este artículo: Morales Segura, Cristina. “El delito de solicitación: género, narrativa y resistencia”. Cuadernos de Literatura, vol. 26, 2022, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl26.dsgn

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