La literatura colombiana entre mundialización y la diferencia. Un análisis de la ‘lista bicentenaria’*

Colombian Literature: Between Globalization and Difference. An Analysis of the ‘Bicentennial List’

Sergio Pérez, Rigoberto Gil

La literatura colombiana entre mundialización y la diferencia. Un análisis de la ‘lista bicentenaria’*

Cuadernos de Literatura, vol. 26, 2022

Pontificia Universidad Javeriana

Sergio Pérez a

Universidad Tecnología de Pereira, Colombia


Rigoberto Gil

Universidad Tecnología de Pereira, Colombia


Recibido: 16 octubre 2020

Aceptado: 14 junio 2021

Publicado: 15 octubre 2022

Resumen: Se analizan la iniciativa y los resultados de la convocatoria “200 años de historia republicana, 200 obras literarias colombianas”, que en 2019 promovió la Universidad Tecnológica de Pereira (Maestría y Doctorado en Literatura), la Universidad de Caldas (Feria del Libro de Manizales), en asocio con La Patria de Manizales y Radio Nacional de Colombia, para celebrar el bicentenario de independencia nacional. En la selección de libros, en la que participó un grupo importante de lectores –conformado en su mayoría por especialistas y conocedores de la literatura colombiana–, se proyecta la imagen de una literatura en pleno proceso de mundialización, esto es, que articula la producción local con prácticas modernas de producción cultural, visión que enfrenta, al mismo tiempo, el riesgo de desconocer autores y de homogenizar las valoraciones sobre la práctica literaria, que no se ajusten a ciertas formas ‘estereotípicas’.

Palabras clave:literatura colombiana, bicentenario, literatura y nación, canon literario, diferencia.

Abstract: This article discusses the results of the initiative “200 years of republican history, 200 Colombian literary works” in which an important group of readers – conformed mostly by specialists and connoisseurs of Colombian literature- selected the ‘most important’ literary books in Colombian history. The Technological University of Pereira (Master and Doctorate in Literature), the University of Caldas (Manizales Book Fair), in association with La Patria from Manizales and Colombia National Radio in 2019, call this project to celebrate the bicentennial of Colombia's national independence. In the selection, the image of literature in the midst of globalization is projected, that is, that articulates local production with modern practices of cultural production, a vision that faces, at the same time, the risk of ignoring authors and homogenizing evaluations of literary practice, which do not adjust to certain 'stereotypical' forms.

Keywords: Colombian literature, Bicentennial, nation and literature, literary canon, difference.

Una propuesta ambiciosa

En el marco de la celebración de los 200 años de independencia de Colombia, un grupo de profesores de las universidades Tecnológica de Pereira y Caldas, llevaron a cabo una convocatoria entre especialistas, escritores, profesores y diversos lectores, con el objetivo de seleccionar las 200 obras ‘más representativas’ de la literatura nacional. La ambiciosa iniciativa, que contó con el apoyo de medios de comunicación, como el diario La Patria, de la ciudad de Manizales, y Radio Nacional de Colombia, consistió, en lo fundamental, en una masiva invitación en la que se animaba a enviar una lista personal con las “200 obras de la literatura colombiana que considere las más relevantes de nuestra tradición escrita”.1 La única restricción era que no se podía incluir a más de 5 obras de un mismo autor. Con esto se buscaba que los participantes fueran más allá de las ‘obras canónicas’, y permitir la entrada a autores y títulos que enriquecieran la visión panorámica de la literatura nacional que se promovía con el proyecto. Se dejaron en libertad cuestiones relacionadas con la edad, origen o género, tanto del texto como del autor, así como los criterios estéticos para seleccionar una obra de otra. Luego de más de 400 invitaciones directas y de una fructífera difusión, 105 lectores asumieron el desafío y enviaron sus listas completas e incompletas de libros. De acuerdo con el número de coincidencias, se construyó una lista definitiva que fue presentada en el evento inaugural de la Feria del Libro de Manizales del año 2019. El resultado final se dejó al azaroso triunfo de la mayoría simple.2

¿En qué sentido esta lista puede considerarse ‘representativa’ de la literatura colombiana en 200 años? ¿Por qué 200 y no 500, 1 000 o 2 000 obras? ¿Cómo definir que una obra es mejor que otra o más representativa? ¿Hay una manera para garantizar que 200 años de historia estén suficientemente representados? ¿Cómo asegurar la confianza de que la selección permite la entrada democrática de distintas identidades o distintas regiones del país? ¿Existe equilibrio entre los diferentes temas y géneros literarios? ¿Y qué hacer con los excluidos?

Más que plantearse si la lista cumple a cabalidad con un conjunto de criterios para definir su representatividad (tampoco parece ser necesario insistir en la pertinencia de este tipo de iniciativas para celebrar una fecha conmemorativa, considerada importante en la memoria colectiva del país), nos interesa hacer una aproximación crítica a la iniciativa y sus resultados, estudiando lo que pone en escena y las mismas contradicciones que moviliza, en relación con la imagen y la configuración de la idea de literatura colombiana. En este sentido, se indaga, por un lado, la manera como se confirma, en un grupo representativo de lectores –vinculados en su mayoría al medio universitario y a la actividad literaria–, el imaginario de una tradición literaria de orden nacional –con autores que podríamos considerar clásicos, figuras destacadas y escritores emergentes–, que funciona en un sistema ‘literario moderno’, en pleno proceso de mundialización, esto es, que articula la producción local con prácticas de industrias culturales del mundo globalizado. Por otro lado, al revisar con más atención la ‘lista bicentenaria’, en sus exclusiones y vacíos, se plantean los riesgos que esta obsesión por la modernización puede llevar, en términos de homogenizar las prácticas y valoraciones sobre la producción literaria, y con ello a ocultar a autores y obras que pueden abrirla en nuevas direcciones.

Puede decirse que la ‘lista bicentenaria’ proyecta una versión ‘estereotipada’ de la literatura colombiana pero, asimismo, muestra que esta categoría de literatura nacional sigue siendo significativa, en un contexto que, como evidencia el proyecto, experimenta una pulsión entre mundialización y búsqueda de la diferencia.

La promoción del autor nacional

El anuncio del fin de los nacionalismos y el comienzo de una armonía global a fines de siglo pasado y comienzos del presente (Bell; Wallerstein) fue, hasta cierto punto, precipitado. Es cierto que en literatura la idea de ‘literatura mundial’ reemplazó la vieja noción de ‘literatura universal’, que se entendía en lo básico como una sumatoria de panteones de autores nacionales, y que estaba en la base de lo que hasta entonces era considerado literatura comparada (Damrosch, 18). El apelativo de ‘mundial’ significaba la entrada a un ‘nuevo periodo’, en el que las instituciones y valoraciones sobre la literatura dejaban de tener un interés e influencia en un entorno nacional –un entorno considerado muchas veces aislado y que se suponía funcionaba según reglas particulares–, para extenderse a un nivel mucho más amplio y diverso (Cheah 290). El ejemplo paradigmático de este proceso de mundialización ha sido desde entonces el prestigio conseguido por el premio Nobel de literatura. Ser galardonado con el Nobel –incluso estar entre la baraja de posibles candidatos–, significa hoy la consolidación de la carrera de un escritor, en casi todos los lugares del planeta, y es importante para definir el grado de profesionalización que alcanza un autor y su obra. La esperanza era que ya no existiría un solo ‘centro’ hegemónico, definido por la pertenencia a un país o grupo político, sino que la entrada de las ‘literaturas del mundo’ alentaría un verdadero espíritu democrático (Muller, 2017, 141).

En efecto, gracias a la agilidad en el tránsito y las comunicaciones, hoy se tiene información inmediata sobre acontecimientos culturales en distintas regiones y se pueden leer a autores de casi todas las latitudes del globo. Las traducciones suceden más rápido y un mercado editorial dominado por unos cuantos emporios, que se encargan al mismo tiempo de posicionar las novedades y de distribuir los libros clásicos o de larga duración (long sellers), facilitó la emergencia de esta denominada mundialización de la literatura (Damrosch, 2003 53; Cheah, 2019, 291). Sin embargo, al igual que en otros espacios políticos, desde la segunda década del siglo XXI, en el mundo literario también se revitaliza del tema de la nación literaria (Guerrero). Si bien el premio Nobel se convirtió en el referente principal, aparecieron numerosos ‘premios Nobel’, circunscritos a una región o a una lengua, e igualmente deseados por escritores en camino de su profesionalización. También se multiplicaron los estudios, editoriales, institutos literarios, homenajes y ‘panteones’ a los escritores ‘nacionales’, en cada una de las antiguas y nuevas naciones, surgidas entre colonialismos y neocolonialismos. Podría decirse que la actual exacerbación de lo nacional tiene algunas características de los nacionalismos del siglo pasado pero, por supuesto, no es el mismo de antes. Su diferencia fundamental reside en que se desarrolla en un mundo instantáneo, hiperconectado, en constante movimiento.

La historiadora Anne Marie Thiesse estudió recientemente al “mito” del escritor nacional, ese fenómeno según el cual un escritor es elevado a representante de una comunidad política. Coincide en ubicar el origen de este ‘mito’ en Europa de finales del siglo XVIII, y estudia de qué manera el fenómeno se especializa en el siglo XIX.3 Para Thiesse, la condición de ‘representativas’ de las ‘letras nacionales’, que incidió en la recepción de ciertas obras dentro de algunas comunidades políticas, se deriva del hecho de ser producidas, en su mayoría, por ‘escritores locales’, con lo cual se remarca la existencia de unos ‘genios’ a quien admirar, que despiertan además la admiración de los otros, los ‘extranjeros’; y porque se supone que estas obras hacen una ‘radiografía del alma nacional’, y, por tanto, son importantes para conocer la historia íntima de ‘la patria’. La relación entre obra y autor es definitiva. Las historias personales de los escritores debían escenificar una vida que se considerara de algún modo ‘ejemplar’. “Par son oevre, l’écrivain national explique sa nation –afirma Thiesse–. Par son corps, il l’incarne. L’áppartenance nationale explique l’écrivain et son oeuvre. Cette démarche circulaire a été abondamment pratiquée par la critique et l’eseignement litéraires” (2019, 15).

De acuerdo con Thiesse, el mito del escritor nacional, en vez de opacarse en el actual siglo XXI, se ha exacerbado; podría decirse que se ha mundializado. Un efecto no esperado de la globalización. La investigadora argumenta que a medida que la presencia de la literatura, como texto pero también como experiencia, crece en el espacio público –es decir, el prestigio y visibilidad de la práctica literaria son considerados cada vez más significativos para un grupo social–, también han aparecido, a nivel de los espacios macro y micro, los festivales literarios, los museos sobre autores y generaciones de escritores; los concursos y premios a la creación, los estudios y homenajes a unas experiencias estéticas semejantes, y toda una suerte de eventos, recorridos turísticos y actividades, realizados en todos los países, y en todas las regiones, desde la Patagonia hasta Siberia, donde se premia al escritor, en tanto representante de una comunidad específica; donde se distingue al autor que caracteriza ‘mejor’ a las particularidades de una determinada identidad (19). Lo paradójico es que la globalización no implicó la anuencia de unas mismas instituciones y formas de control de las prácticas literarias, sino que a medida que se fueron fortaleciendo las ‘burocracias nacionales’, se multiplicaron las instancias institucionales que replican las mismas formas de soberanía cultural, reclamando para sí el derecho de ser consideradas también un centro hegemónico de cultura.

Así pues, la globalización de la figura del ‘escritor nacional’ vino acompañada entonces de la promoción de lo que se conoció a principios de siglo como políticas de la diferencia (Mansilla Torres). Para romper con la posición hegemónica de las élites, se propuso que las diferencias étnicas y raciales, de cuño colonial, se traducían en diferencias culturales. Las negritudes, los indígenas, las distintas diásporas religiosas, debían tener para sí su propio canon y ser reconocidas también en las posiciones más hegemónicas. Con el siglo en marcha, el rango de diferencias se amplió e incluye cuestiones de identidad de género, filiación política, gusto musical, hasta equipo de fútbol. La convicción en el fondo es que a través de la diferencia se conquista el reconocimiento. Pero esta apertura a la diferencia puede ser vista, a su vez, como un barniz para esconder la reproducción de las mismas condiciones de poder hegemónico y la exaltación de una serie de ‘estereotipos’, o formas preconcebidas, fáciles de digerir, en las que se intenta encasillar los rasgos de una identidad abstracta. Esto es lo que ha denominado la antropóloga Rita Laura Segato como “las formaciones nacionales de alteridad”: la ‘diversidad’ se ha convertido en una etiqueta que oculta la sujeción de unas élites culturales y políticas que encontraron otra estrategia para conservar su hegemonía.4

Pero como advierte Homi Bhaba, los estereotipos culturales se nos presentan siempre en una ambigüedad irresoluble.5 Al final del influyente estudio Orientalismo, de Edward Said, quedaba la sensación de que la conclusión era que Occidente había reducido a Oriente a un conjunto de representaciones y fórmulas falsas, así que parecía que la tarea a continuación era crear concepciones verdaderas sobre este infinito espacio cultural en rechazo de las anteriores. Bhabha encuentra que esta tarea no resulta tan sencilla y que los ‘estereotipos’ no son del todo falsos ni se pueden rechazar de manera absoluta. Llegó a esta conclusión mediante el trabajo del psicoanalista Frantz Fanon, que, en sus estudios sobre el racismo, observa que el agente que es víctima del racismo en la sociedad europea, mantiene una relación de ambigüedad, en tanto sujeto colonial, de amor/odio, pertenencia/rechazo, identidad/divergencia, ante una cultura a la que está obligado a pertenecer y que también decide adoptar; una cultura que le es impuesta y que también transforma.6 Fanon advierte que la idea de negritud y de construcción de identidad a través del color de la piel es un invento de los blancos; pero la negritud es usada también por los negros para identificarse entre sí y les da una agencia política significativa. Para Fanon se debía hacer una ruptura total con el estereotipo; para Babha primero debíamos deconstruirlo (Hiddleston). Es decir, entender cómo se configura, cuáles son sus limitaciones y preguntarse por qué se ha instalado en un imaginario ‘colectivo’ que no funciona mediante arquetipos inmodificables. Se trata, en este caso, de descubrir los horizontes ideológicos que abren la ambigüedad del estereotipo y, en ese aprendizaje, darle un nuevo significado.7

Sin duda, con la ‘lista bicentenaria’ se busca confirmar que existe una tradición literaria, caminando en diferentes direcciones y configurando este territorio como un espacio cultural. Esto no es menor si se piensa que durante la celebración del primer centenario de independencia estaba en el aire el interrogante sobre la existencia de una ‘literatura propia’, y se discutía el hecho de si había escritores locales con algún valor en la escena literaria ‘internacional’.8 A la luz de estos resultados, es evidente que el panorama ha cambiado: la ‘lista bicentenaria’ nos muestra a un grupo de creadores que han configurado una tradición más o menos robusta, y con ello han ido consolidando una serie de ‘estereotipos’ en torno a la comprensión, configuración y desarrollo de la literatura colombiana y su proceso de modernización. Estos ‘estereotipos’ son los que le han permitido caracterizar y definir a la literatura colombiana frente otras literaturas nacionales o regionales. Pero también son los que, paradójicamente, descubren las debilidades del propio sistema. Si el motivo que inspiró el proyecto de la lista fue demostrar que en Colombia existe una literatura nacional, funcionando en un sistema literario moderno, semejante a otros sistemas literarios nacionales y siguiendo el modelo de referentes europeos o norteamericanos, la lista cumplió sus propósitos. Pero, asimismo, visibilizó el riesgo que enfrenta esta obsesión por la modernización del sistema, al manifestar preferencias de unos autores por otros, a desconocer procesos particulares, así como a pensar en nuevas categorías para configurar una idea de literatura nacional que sigue vigente y en construcción.9

Participantes

Según la definición clásica del canon, el canon es “(…) una lista o elenco de obras consideradas valiosas y dignas por ello de ser estudiadas y comentadas” (Sulla, 1998, 8). Pero, ¿a quién incluir en esta lista y cómo conformarla? Son preguntas que han sido objeto de fervorosas discusiones. En las últimas décadas del siglo pasado, en Norteamérica, en medio de acalorados debates sobre el ‘fin de las humanidades’, y los cambios experimentados en la institución universitaria, la discusión, en términos amplios, se distribuyó en dos grandes grupos. Por un lado, visiones que podrían denominarse como conservadoras del canon (Kermode, Bloom), que no solo defendían su existencia, sino que la equiparaban a la idea de tradición. Estos críticos argumentan a favor de la necesidad de preservar y estudiar el canon ante la emergencia de obras y autores que trivializan y distorsionan el legado humanístico. De otro lado, posturas con visiones denominadas culturalistas o aperturistas (Said, Mignolo), que cuestionan incluso la misma pretensión de hacer un canon, y proponen en cambio abrir la tradición, que se considera hegemónica, en buena medida patriarcal y excluyente, para permitir la entrada de grupos minoritarios (mujeres, negritudes, indígenas…), que igualmente han sido parte en su constitución, aunque harto ignorados. Si bien los matices de este debate son diversos, podría decirse que ambas posturas coinciden al final en reconocer al canon como otra instancia de legitimación cultural.10 Bien sea para conservarlo o para abrirlo en nuevas direcciones, los cánones siguen existiendo y sigue siendo una práctica en la que todavía se juega el valor social de las obras literarias.11

Al igual que en otros contextos, en Colombia, en la sección cultural de la prensa escrita o en las pocas revistas culturales en circulación, ocasionalmente se hacen listados de los mejores libros o autores del año, de la década o de la categoría de tiempo de preferencia. Con este tipo de iniciativas se busca a menudo ampliar el horizonte de lecturas y llamar la atención sobre autores ‘desconocidos’ que coinciden, en su mayoría, con los publicados por las grandes editoriales comerciales. Para realizar estos listados, se acude con frecuencia a la opinión de un grupo de especialistas, si bien la decisión final recae en el cuerpo editorial de la propia publicación. Una justificación parecida está detrás del proyecto de la lista bicentenaria, con una importante diferencia: el espacio universitario garantizaba independencia frente a los sectores editoriales y de la prensa cultural; además, le daba un carácter académico que enriquecía la iniciativa. “Pensar en una lista de doscientas obras –escribe el profesor Rigoberto Gil, quien junto al profesor Octavio Escobar lideraron el proyecto– parecía una empresa difícil de llevar a cabo, aunque sonaba distinta de aquellas que medios como Semana, Libros & Letras, y Arcadia habían promovido a menor escala, bajo la orientación de un consejo editorial. La nuestra sería liderada desde las universidades de Caldas y Tecnológica de Pereira, y en especial de sus programas de literatura” (Gil).12

Los 105 participantes que se animaron a enviar sus listados pueden considerarse, en ese sentido, representativos del grupo de lectores vinculados al medio universitario. No porque hayan sido escogidos o sean ‘representantes’ de un grupo de lectores o de una determinada ‘identidad’, sino en virtud de que se constituyen en un grupo diverso y significativo del público lector que participa en la configuración del canon en las propias universidades. Sus características son entonces reveladoras: por ejemplo, aunque se hubiese deseado una participación más amplia de mujeres, el 28 % de los participantes son mujeres y el 72 % son hombres (figura 1).13 Según estos datos, son más los hombres que las mujeres quienes se sienten invitados a participar en la idea de construir un canon. Desde luego, una característica de este público es su alto grado académico: 43 % tiene doctorado, 21 % maestría y 35 % son profesionales o lectores universitarios en formación. Se trata entonces de un público lector especialista. Pero vale la pena considerar que, si bien el 50 % de los participantes son académicos en sentido estricto, es decir, desempeñan su actividad profesional en las aulas universitarias, un importante 31 % son escritores o han trabajado en el oficio literario como creadores literarios de novelas, cuentos, teatro; un interesante grupo, que constituye un 13 %, son lectores de literatura colombiana, o desempeñan otras profesiones distintas a las relacionadas con la literatura, lo que permite dimensionar qué sucede fuera de las aulas y su impacto; y un no menos valioso 6 %, corresponde a editores de libros o a personas que trabajan directamente en el sector editorial.

Tipo de participantes de la convocatoria
Figura 1.
Tipo de participantes de la convocatoria


Fuente: elaboración propia

Uno de los aspectos más destacables de la iniciativa fue la oportunidad de crear vínculos entre la academia, muchas veces tildada de encerrada en su propio universo, con una comunidad amplia de lectores. Gracias a sus aliados estratégicos, el diario La Patria y Radio Nacional de Colombia, la idea de construir una lista con las 200 obras consideradas ‘las más representativas’ generó varios comentarios en redes sociales, y animó la conversación sobre el estado actual de la literatura nacional. Esto tuvo como efecto que se extendiera el radio de los participantes, recibiendo listados de profesores y lectores de varias regiones del país, e incluso de personas que viven fuera de Colombia. También se resalta que la recepción de los resultados se difundió en buena parte del territorio nacional (Gil). La invitación a que cada participante proporcionara al menos 40 autores distintos, en un periodo largo de tiempo, era un desafío que movilizaba la reflexión e invitaba a resignificar la relación de construcción de nación y literatura.14 El proyecto, por ejemplo, motivó a las escuelas de filología de esta región centroriental del país –conocida como la región cafetera–, a revisar las concepciones y las miradas acerca de su participación en la tradición intelectual ‘nacional’, y el conjunto de autores considerados ‘imprescindibles’ para su propia tradición literaria regional.15 Articuló a su vez a un público académico cauto a participar en proyectos en colectivo.

Hijos de La vorágine

La novela La vorágine, de José Eustasio Rivera, encabeza ‘la lista bicentenaria’. Existe consenso acerca del valor de una obra que desde su publicación en 1924 es objeto recurrente de homenajes, estudios, conmemoraciones, además de estar incluida en cientos de currículos en colegios y universidades a lo largo del país.16 Varios escritores la han destacado con amplitud como ‘la más colombiana’ entre las obras literarias nacionales.17 Los resultados son contundentes. El 90 % de los lectores coincide en ubicar a la novela de Rivera entre las 10 primeras obras representativas de la literatura colombiana. Pero más allá de este dato grandilocuente, situar a La vorágine en primer lugar revela algunas características sobre la imagen de la producción literaria en Colombia.

En principio, con esta elección se reconoce una herencia que precede a la que sigue siendo la insignia principal de nuestra literatura: Cien años de soledad, que se encuentra en el segundo lugar. La premiada novela del cataquero se percibe como una consecuencia más que como un punto inaugural de esta tradición colombiana. Es decir, la originalidad de una obra está en función de su articulación con un pasado literario. Que esté en primer lugar en la lista la obra de Rivera, y no la novela María de Jorge Isaacs, que está en la cuarta posición, advierte además que la imagen de esta tradición literaria está anclada esencialmente al siglo XX. María es la única obra del siglo XIX que incluye la lista, hasta el número 53, cuando aparece Cantos populares de mi tierra (1877) de Candelario Obeso. Que las cuatro primeras obras sean novelas, subraya, el valor del género literario en la determinación de lo representativo de esta tradición.

Podríamos agregar, finalmente, el hecho de que también pone de presente la insistencia según la cual ciertos temas, medulares en la novela de Rivera y que siguen vigentes desde su relato, se han convertido en temas especialmente colombianos. En particular, el tema de la Violencia, que en Colombia ha sido escrito siempre con mayúscula. Referirse a la Violencia parece ser el compromiso que debe asumir todo escritor nacional.18 Sin embargo, y esto es una caracaterística singular, la elección de Rivera conjuga este valor estético o literario con el sociológico. Su obra es también prueba del peso que ha tenido en nuestro contexto la discusión sobre la denominada ‘autonomía de la obra artística’: la idea según la cual la obra literaria, independientemente de su contenido –incluso cuando este tiene por objeto denunciar un estado de cosas–, se justifica según razones puramente literarias, es decir, por su bella escritura, por despertar la sensibilidad a través del discurso o, para decirlo de modo más abstracto, por su poesía.19 La obra de Rivera, en este sentido, es símbolo de una renovación de lo formal y de la complejidad narrativa del relato literario, en particular del género novela. Rivera demostró que la escritura puede ser testimonio y puede ser invención.

Así pues, el hecho de que La Vorágine ocupe el primer lugar y Cien años de soledad el segundo (con la figura más o menos espectral de una tradición más antigua representada en María, de Isaacs, en el cuarto), más que una coincidencia, o el reconocimiento a los autores más conocidos del catálogo de autores colombianos, demuestra ese hilván que se ha intentado trazar, desde la academia, para definir las características de la literatura en el país: es decir, una estela de obras que se destacan por sus méritos ‘literarios’ y, al mismo tiempo, por su capacidad de retratar el conflicto social en el territorio. Autores como Seymour Menton, Augusto Escobar y Álvaro Pineda Botero han intentado organizar y caracterizar la producción literaria nacional, en particular la novelística, bajo estas dos características principales: el vínculo social y la estética.20 Son las características con las que se ha intentado definir el desarrollo de una práctica literaria que, según los resultados de la ‘lista bicentenaria’, al parecer funciona orgánicamente en un moderno sistema literario.

Un canon literario

Si se inspecciona de modo exhaustivo la lista bicentenaria, lo primero que llama la atención es el tercer lugar de La tejedora de coronas, de Germán Espinosa. Obra de tintes neobarrocos, es la novela más premiada del cartagenero; coinciden sus lectores en destacar sus méritos estéticos y complejidad narrativa.21Algo semejante, aunque desde luego con un contenido distinto, puede decirse de La casa grande, de Álvaro Cepeda Zamudio, que está en la quinta posición. Aún para el lector entrenado, por su diseño estructural, la novela de Cepeda es exigente desde el punto de vista hermenéutico.22 Los distintos estratos narrativos que caracterizan a Changó, el gran putas, de Manuel Zapata Olivella, convierten a esta obra en la apuesta más ambiciosa e insignia de su producción literaria. De Gustavo Álvarez Gardeazábal, un autor con más de 15 libros a lo largo de su prolífica vida intelectual, solo aparece incluido en el listado su primera novela, que publicó a sus veintisiete años, y que le ganó reconocimiento de la crítica. Tanto más se puede decir de obras como Cuatro años a bordo de mí mismo y Sin remedio que, homólogas al caso de Rivera, son las únicas novelas publicadas por sus autores; o de la Marquesa de Yolombó y La otra raya del Tigre que, por contraste, se destacan en corpus amplios, pero provienen también de nombres considerados indiscutibles en la configuración del canon literario nacional (ver Tabla 1).

Tabla 1.
Veinte primeras obras de la lista bicentenaria
Veinte primeras obras de la lista bicentenaria


Fuente: elaboración propia

Las veinte primeras obras de la selección se caracterizan por su condición artística, en su dimensión simbólica y en lo estrictamente literario de sus contenidos. Al margen de la ubicación de estas obras en términos de competencia, es decir, discutir si la posición de una obra dentro del listado se deriva del hecho de ser ‘mejor’ o ‘más representativa’ que la otra, las primeras veinte obras de la selección bicentenaria se destacan por sus características estético-literarias: obras que valen por sí mismas y devienen expresión de su autonomía estética, independientemente del valor que les ha atribuido el comercio editorial. De acuerdo con Pierre Bourdieu, un resultado predecible. Es conocida la preferencia entre los lectores ‘especialistas’ y ‘cultos’ por las obras que se ‘asocian’ con lo que podría llamarse una “estética pura”. Obras que para el lector poco familiarizado con ciertos símbolos culturales son difíciles de asimilar y, por tanto, accesibles para quienes pueden identificar e interpretar dichos símbolos, en el espectro de una cultura letrada que insiste en remarcar unas improntas, entre ellas lo canónico. Sin embargo, como demuestra el sociólogo francés, esta ‘estética pura’, más que una instancia etérea e intemporal, una especie de refugio a la subjetividad del lector, está mediada por comunidades interpretativas y por un campo de instituciones y agentes que así lo determinan (423-424).

Son diversas las valoraciones estéticas que se pueden hacer sobre las veinte primeras obras de la ‘lista bicentenaria’: de cualquier manera, la literariedad de estas obras se materializa en el hecho de, por ejemplo, estar entre las obras que más han despertado la atención y admiración de la crítica adentro y afuera del país. Puede estar en discusión si son las mejores obras de la literatura en Colombia, pero las veinte primeras obras sí pueden llegar a ser las más estudiadas o con más referencias en la bibliografía sobre la literatura colombiana.23De igual manera, aunque esto merecería un análisis más amplio, en conjunto las caracteriza su carácter experimental: cada una –con su estilo y de manera diferente– presenta innovaciones en la escritura y muchas veces en el sentido estructural del género. Esto explica que muchas de ellas hayan ganado prestigiosos premios de literatura y que sean apreciadas por sus rasgos innovadores.24 La condición de ser ‘premiadas’ facilitó su circulación y aceptación entre lectores con formación universitaria. Asimismo, son obras que han gozado de un número amplio de ediciones y, sobre todo, de traducciones.25 Han sido publicadas en las bibliotecas nacionales de literatura de ediciones estatales y privadas y, con su historia particular, han sido traducidas a otros idiomas; algunas, por supuesto, con más éxito que otras.26

La modernidad está así asociada a una forma ‘institucional’ de la literatura en la actual globalización. Hasta hace apenas unas décadas atrás, era frecuente escuchar la queja sobre la falta de estas instituciones literarias en Colombia y la informalidad en la que producían los creadores. Con base en estos resultados, parece que es un asunto del pasado. Sin embargo, el hecho de que estas formas modernas de organización y valoración de lo literario pesen de tal manera, como se muestrea en el resultado final, revelan una paradoja, quizás sin que sea su intención: la debilidad del mismo sistema lierario. Pareciera que aún se precisa confirmar que contamos con una institución literaria fuerte y sólida, y no el resultado de esfuerzos espontáneos, generalmente movidos por intereses políticos y de hegemonía. Es como si se debería ‘celebrar’ la existencia del sistema literario, porque al mismo tiempo se teme que sigue siendo muy frágil.

Un género masculino

La primera mujer en una lista dominada por el género masculino es Albalucía Ángel con Estaba la pajara pinta sentada en el verde limón (1975). Aunque al compararla con las obras de los demás colegas que la rodean, no ha tenido la misma atención crítica ni el mismo número de ediciones, la de Ángel es una obra a la que también se le reconoce un profundo valor literario.27 Le siguen la obra testimonial de la escritora Piedad Bonnett, Lo que no tiene nombre (2013), en el número 28, y las novelas El hostigante verano de los dioses (1963), de Fanny Buitrago, y En diciembre llegan las brisas (1987), de Marvel Moreno, con la posición 36 y 39 respectivamente. La aparición de mujeres escritoras en la ‘lista bicentenaria’ es esporádica.28 La identidad de género no fue un criterio que se sugirió en la convocatoria para determinar la selección y al parecer se privilegiaron las cuestiones que en abstracto se pueden catalogar de ‘literarias’. En todos los listados personales están incluidas varias mujeres. Pero al cernir la lista en términos de puntaje, las autoras mujeres quedaron rezagadas; llama la atención entonces que al establecer la elección de estos criterios ‘estrictamente’ literarios, las mujeres escritoras estén en buena medida ausentes.29

A la luz de los más recientes debates sobre feminismo y género, la poca presencia de mujeres en la ‘lista bicentenaria’ confirma el predominio de una concepción de literatura nacional relacionada con una tradición de autoría masculina: la visión del ‘escritor’, y de la actividad intelectual que implica la escritura literaria, es considerada, esencialmente, una actividad de ‘hombres cultos’, en el que las escritoras son una excepción; singularidades de una media dominada por figuras masculinas. En esa perspectiva, más allá de la necesidad de reconocer y valorar la presencia femenina en la literatura colombiana, se precisa analizar cómo esta visión ‘masculina’ de la literatura restringe posturas, temáticas, estilos e incluso prácticas, validadas como significativas, frente a otras asumidas como marginales o extrañas a la norma.

Esto también parece estar detrás de la hegemonía del género novela en el resultado final. El 60 % total de la ‘lista bicentenaria’ corresponde a novelas; en una proporción mucho menor, aparece la poesía con el 16 %; los demás géneros, crónica, ensayo, teatro y otros, agrupan el 24 % (figura 2). Vale la pena mencionar que el único libro del reconocido poeta modernista José Asunción Silva incluido es su novela póstuma, De sobremesa (1925), obra ubicada en la veinteava posición. Sin duda, el género novela se ha posicionado en el imaginario de los lectores como el más importante en el proceso de modernidad literaria de características nacionales, al tiempo que pareciera consolidar aquellos autores que han hecho de la narrativa su mayor lugar de expresión. Este predominio de la novela termina por ocultar a otros géneros literarios que incluso antes eran importantes (por ejemplo la Elocuencia –oratoria–, un género muy cultivado en el pasado), la misma poesía u otros géneros mixtos o nuevos que ponen en entredicho esa idea de que escribir literatura es escribir novelas.

Discriminación de resultados según género literario
Figura 2.
Discriminación de resultados según género literario


Fuente: elaboración propia

Los lectores que respondieron a la convocatoria 200 años de historia republicana, 200 obras literarias colombianas, coincidieron así en la elección de novelas con ‘prestigio’ en lo estético y literario. También en algunas nuevas voces en la narrativa.30 Esto no oculta la pulsión de permitir la entrada en sus listados a otras obras y a otros autores, mostrando la diversidad de la producción literaria en el país.31 Por esto, si la ventaja era para las novelas, doble mérito tienen las obras que, contrariando el estereotipo, alcanzan reconocimiento. Vale la pena mencionar que el primer libro de ensayos incluido en la lista es Viaje a pie (1929) (29), de Fernando González, al que le sigue Nicolás Gómez Dávila con sus Escolios a un texto implícito (1986) (62); los primeros libros de cuentos son Todos estábamos a la espera (1954) (34), de Álvaro Cepeda Zamudio y La muerte en la calle (1967) (51), de José Félix Fuenmayor. A los libros de poesía de Aurelio Arturo y Luis Vidales, Suenan timbres (1926) y Morada al sur (1945), incluidos entre los veinte primeros de la lista, le siguen El Valle del Sinú (1988) (38), de Raúl Gómez Jattin, y Variaciones alrededor de nada (1936) (43), de León de Greiff. Como caso curioso, La siempreviva (1994) (81), de Miguel Torres, es la primera obra de teatro en la lista.32

La diversidad literaria

La puntuación de las obras escogidas deja ver que el número 100, que corresponde a la novela Angosta (2003), del escritor Héctor Abad Faciolince, tiene un puntaje de 18 votos. Esto quiere decir que solo el 17 % de los participantes estuvo de acuerdo con incluirla en la ‘lista bicentenaria’. Al ir un poco más adelante, la posición 50 fue para la novela Aire de Tango (1973), de Manuel Mejía Vallejo, con 30 votos. Como se observa en la figura 3, más o menos hasta la posición 50, en promedio a 1 de cada 3 de los participantes, le parecía necesario incluir a las obras en la selección. A partir de allí, se empieza a ver un descenso cada vez menos pronunciado. Se registran, por ejemplo, 37 obras seleccionadas que recibieron entre 30 y 20 puntos (1 de 4 o de 5 participantes); por contraste, 101 obras alcanzaron el umbral entre 10 y 19 puntos (hasta 1 de 10 participantes). De acuerdo con los registros, puede decirse que la mayoría de las obras en la ‘lista bicentenaria’ fue escogida por un margen reducido de lectores.

Número de votos en relación con la posición en la ‘lista bicentenaria’
Figura 3.
Número de votos en relación con la posición en la ‘lista bicentenaria’


Fuente: elaboración propia

Al estudiar un proyecto de lista, así como resulta necesario hacer un análisis de lo que está en el inventario, también conviene preguntarse qué quedó excluido y las razones de esta exclusión. En el caso de la ‘lista bicentenaria’, recogiendo cada uno de los títulos sugeridos por los participantes, se agrupan más de 600 referencias, muchas de ellas con votaciones solitarias. Con seguridad, las obras que se extrañan más o menos en la lista –incluidas las que parece imperdonable su omisión–, repuntan en este listado fantasma. La metáfora del iceberg puede ser útil para describir la lista como el punto más visible de la diversidad de la literatura. Aunque más que en importancia o representatividad, la lista puede ser valorada como una especie de ‘hipóstasis’, que refleja una manera de ordenar y clasificar la que se entiende como literatura colombiana. Por esto, por un lado, la predilección de novelas y la ausencia de escritoras. Y por otro lado, la pulsión por la entrada de una diversidad, que animó muchas de las listas personales que se enviaron. La unidad y homogeneidad de estas literaturas colombianas tampoco es tan monolítica como aparenta ser.

Es importante entonces recordar la restricción subrayada por las instituciones académicas convocantes acerca de que no se podía incluir a más de cinco obras de un mismo escritor. Dicho esto, García Márquez cuenta con el mayor número de obras en la lista con un total de 9. El segundo lugar, Álvaro Mutis, el escritor más reconocido afuera de Colombia después de García Márquez, con un total de 6 obras. Y en un tercer lugar, con 5 obras dentro de la selección, está Rafael Humberto Moreno-Durán, un escritor de la generación del postboom con una destacable obra narrativa y ensayística de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI.33 La recepción de Moreno-Durán merece capítulo aparte, no solo porque a su regreso al país en los años ochenta cuestionó severamente y con exceso de ironía el atraso cultural y el estancamiento de una literatura colombiana que no conseguía, a su parecer, rebasar el modelo garciamarquiano, sino porque su sola personalidad conflictiva lo distanció de la generación subsiguiente a la de García Márquez. Esa nueva generación de escritores prefirió, al parecer, eludir el influjo de su estilo culto e irreverente.34 Su despunte en la lista parece sorpresiva, pero en realidad confirma que su obra es potente, que permanece en el imaginario de los lectores contemporáneos, acaso porque aporta al fortalecimiento de una tradición literaria que expande sus contenidos y su ejercicio experimental de escritura, en una época de cambio y renovación de las voces del postboom.35

La heterogeneidad crítica de los participantes de la convocatoria, que tienen rasgos en común en cuanto a formación profesional, no es visible en las obras que responden a ese orden canónico, o se explican en ajuste a una institución literaria moderna. Es visible en la selección en solitario de unas obras que responden a gustos personales y a unas exigencias de diverso carácter estético, artístico, histórico. El rigor crítico de la selección pasaba por la elección de estas obras desconocidas que deseaban incorporar dentro del canon. Así que en el alto número de referencias que quedaron por fuera de los 200 libros, se destaca la variedad de géneros, títulos y autores que pudieron haber tenido un grado de reconocimiento en alguna época, o cuya circulación se restringe a una región específica. Algunas coincidencias son reveladores de esta diversidad. Por ejemplo, entre uno y tres votos se incluyen las obras Rosalba (1918), de Arturo Suárez, El camino en la sombra (1965), de José Antonio Osorio Lizarazo, La Scherezada criolla (1989), de Helena Araújo, Denominación de origen. La experiencia leída (1998), de Rafael Humberto Moreno-Durán, o El patio de los vientos perdidos (1984), de Roberto Burgos Cantor.

Se debe destacar, a su vez, una serie de obras que van integrándose a ese canon nacional y que pertenecen a la región cafetera. Es el caso de la novela Pensamientos de Guerra (2000) (102), de Orlando Mejía Rivera, una de las primera novelas que tiene como eje la reflexión de la situación del ‘secuestro’; la obra de cuentos De música ligera (1998) (109), de Octavio Escobar Giraldo, cuyas características y personajes urbanos son innovadores en todo el contexto narrativo colombiano; y las novelas El río corre hacia atrás (1980) (120), de Benjamín Baena Hoyos, novela que ha pasado desapercibida por la crítica capitalina, y que en su estructura formal dialoga de manera directa con la novelística del norteamericano Cormack McCarthy; Las horas secretas, de Ana María Jaramillo (1990) (121), que recrea metafóricamente los sucesos trágicos del Palacio de Justicia; y El museo de la calle Donceles (2015), de Rigoberto Gil (127), obra de ribetes humorísticos que transcurre en un extraño espacio metafórico.

Boom y post boom

En caso de tomar de manera independiente la variable relacionada con la fecha de publicación de las obras, los resultados no solo reiteran que el peso de la lista está en el siglo XX, sino que está concentrado en unos periodos específicos. De acuerdo con la figura 4, después de las pocas obras registradas en el siglo XIX, al pasar al siglo XX, aparece un primer pico en los años veinte. Es importante recordar que La vorágine se publica en 1924, así como La civilización manual y otros ensayos (23), de Baldomero Sanín Cano, Las tergiversaciones (96), de León de Greiff, Cosme (124), de José Félix Fuenmayor, entre otras obras del periodo que son incluidas en la lista. Algo parecido ocurre a finales de la década de los sesenta, en el entorno en el que se publica Cien años de Soledad, momento en el que escriben autores como Héctor Rojas Herazo (37, 77), Álvaro Mutis (41, 66, 70, 97, 170) o Fernando Soto Aparicio (58, 153). No obstante, llama la atención el punto más alto de la lista, con 40- 45 libros publicados, y que puede ubicarse a finales de los setenta y a principios de la década de los ochenta, periodo que coincide con la generación de escritores conocida en las historias literarias como la generación post boom.

Relación de tiempo con números de libros publicados
Figura 4.
Relación de tiempo con números de libros publicados


Fuente: elaboración propia

De acuerdo con una ‘leyenda negra’, que ha hecho carrera en círculos intelectuales, debido a la relevancia de la figura de García Márquez, después de ser galardonado con el Nobel de literatura (1982), su obra opacó de algún modo a las demás obras de los escritores nacionales de su época, y su resonancia internacional fue un peso para su generación. En especial, para la generación de escritores que el crítico Isaías Peña Gutiérrez bautizó como la del bloqueo y del estado de sitio (1973), es decir, aquellos autores que nacieron entre finales de la década del treinta y a lo largo del cuarenta, que fueron testigos del recrudecimiento de la violencia urbana después del crimen de Jorge Eliécer Gaitán (1948), vivieron el rigor de la dictadura del General Rojas Pinilla (1953-1957) y conocieron el pacto del Frente Nacional (1958-1974), que liberales y conservadores firmaron para apaciguar las luchas bipartidistas de la primera mitad del siglo XX.36

Aunque la lista confirma la importancia e influencia de la obra garciamarquiana, contrario a la imagen de enorme sombra de este autor, la generación de autores que escribe después de Cien años de Soledad (1967) y acompaña luego su trayectoria, es concebida como la más representativa de la historia literaria en el país y, en esa perspectiva, síntoma de madurez del proceso de modernidad literaria.37 No es extraño, en este sentido, que en la ‘lista bicentenaria’ se lean los nombres de Germán Espinosa, Moreno-Durán, Fanny Buitrago, Rodrigo Parra, Roberto Burgos, para mencionar solo algunos cuantos de los escritores que han dejado una obra publicada significativa que sigue estudiándose en los ámbitos académicos.38 Lejos de estar a la sombra de ‘alguien’, estos autores han escrito obras que han resistido la prueba del olvido en la generación siguiente, y han conseguido instalarse, en el imaginario social, como referentes y posibilidad de la actual literatura colombiana contemporánea.

Describir los estilos de esta generación desde diversos puntos de vista estéticos implica sugerir líneas demasiado complejas que no escaparían a visiones políticas o ideológicas. Incluso reunirlos bajo el paraguas de ‘generación’ puede ser problemático. Con algo de esfuerzo hermenéutico, se podría seguir la estela de la herencia propuesta por La vorágine, cuando reconocemos en ellos unos contenidos temáticos de carácter social. Pero más allá de los horizontes temáticos y estilísticos, al pensar en los escritores más representativos en Colombia, la mayoría de los lectores convocados optó por seleccionar a esa primera generación de autores que podrían considerarse como escritores profesionales, es decir, artistas que tienen como actividad principal la escritura, viven de publicar sus obras y dedican su tiempo a la consolidación de un proyecto creativo, con algunas implicaciones –en pocos casos– en el circuito internacional de la producción literaria.39

Este carácter selectivo como pauta, que implica pensar en el oficio, en la profesionalización del escritor, tiene su explicación, de nuevo, en el nivel de formación universitaria de buena parte de los lectores que respondieron a la convocatoria. Es en estos ámbitos de debate y discusión donde se inculca el valor de la obra literaria, tras el reconocimiento del contexto histórico, al tiempo que se exploran las razones sociales y culturales de su producción. Por esto, con todo y el conservadurismo que lleva consigo el ejercicio de las canonizaciones, criticadas por los propios autores y por los mismos críticos, siguen siendo, como se han advertido, un instrumento estratégico para darles valor a las obras. El criterio y la postura crítica intelectual de estos lectores formados, asume su valor en la medida en que se distancia de lo que suele promocionarse en la esfera de los mass media –publicidad de autores y obras, caracterización arbitraria de géneros, promoción agresiva de editoriales pertenecientes a grupos de poder transnacional, reseñas, entrevistas en medios y otros recursos paratextuales–. También parece estar claro, entre los participantes de la convocatoria, que una tradición literaria no la constituye uno o dos nombres elevados a condición de emblemas de las letras nacionales, sino un conjunto de autores que van tejiendo entre sí referentes comunes, diversidades culturales, experiencias sociales compartidas, gustos estéticos afines, como signos saludables de la profesionalización de una práctica literaria que se fortalece en la vida moderna.

Literatura nacional

Bogotá es un lugar nodal de la producción literaria en Colombia. Cerca del 40 % del total de los autores del canon de la ‘lista bicentenaria’ son escritores de la región central, en la que la capital establece unos imaginarios. Por esta vía, se observa que Bogotá no solo es la ciudad capital, sino que es en realidad una gran región que absorbe los intereses de escritores de las regiones de Cundinamarca y Boyacá, que la ven como natural punto de encuentro. En cuanto al número de representantes en la lista, los autores antioqueños, seguido por los autores del Caribe y, en tercer lugar, autores de la región del Valle, suman entre sí casi el 50 % de autores del listado. Con un porcentaje mucho menor, pero también con una importancia significativa, hay representantes de la región de los Santanderes, de la región baja andina, Huila-Tolima, y del sur del país, Nariño y Putumayo. Apenas unos cuantos puntos, como puede verse en la figura 5, están en las regiones periféricas aunque, al mirar con cuidado, puede observarse que muchos de los representantes de estas ‘macroregiones’ provienen de pequeños municipios.

Mapa del origen de los autores
Figura 5.
Mapa del origen de los autores


Fuente: elaboración propia

Para autores como Raymond L. Williams, hasta la primera mitad del siglo XX Colombia puede dividirse en regiones semiautonómicas, en el sentido político y cultural, cada una con sus particularidades e incluso valores independientes. Pero para el mismo Williams, a partir de la segunda mitad del siglo XX era difícil entender la literatura, en particular la ‘novela nacional’, desde contextos regionales: “Las dificultades de comunicación del siglo anterior ya habían sido superadas hacia 1950, con lo que se inició el debilitamiento de las culturas regionales y se fue fortaleciendo el concepto de una Colombia social y culturalmente unificada” (244). A juicio de este crítico, los escritores colombianos, después de la década de los sesenta, estaban “vinculados más a los movimientos internacionales que a las tradiciones de cada región” (245). Su ejemplo paradigmático fue el caso de autores como Rafael Humberto Moreno Durán, Albalucía Ángel, Gustavo Álvarez Gardeazábal, entre otros autores, cuya apuesta formal y literaria estaba en la vanguardia narrativa a este y al otro lado del Atlántico, que en su vocación por hacer de las costumbres de su región el objeto de su literatura.

Es verdad –sirve de ejemplo la ‘lista bicentenaria’– el importante reconocimiento que ha tenido esta generación post-boom –posmoderna en términos de Williams– que, como vimos, no está a la sombra de figuras emblemáticas como García Márquez, Mutis o Vallejo, sino que está viva en el imaginario de los lectores, aunque esté un tanto olvidada en las editoriales y en los estantes de las librerías de nuevo. Pero tampoco es posible certificar la superación de los regionalismos ni la disminución de los procesos autónomos en cada una de las regiones que conforman el territorio. Por el contrario, estos centros regionales se han venido fortaleciendo, ampliando sus instituciones y cultivando sus propios procesos, al igual que mejorando las comunicaciones y su relación con diferentes lugares del territorio. Desde luego, Bogotá, desde finales del siglo anterior, ha crecido como espacio cultural y la creación literaria ha adquirido un estatus y legitimidad simbólica significativa. No obstante, al igual que Bogotá, Medellín también amplió su cultura de lectura y escritura; y con altibajos más pronunciados, también ha crecido el fenómeno en Cali. En el Caribe, Barranquilla y Cartagena siguen siendo puntos de contacto en los que circulan autores y obras de las demás regiones del Caribe y Europa. La amplia zona andina del país también tiene una historia diferente. Puede que aún opere el centralismo, que clasifica como ‘periferia’ lo que no pasa primero por la legitimación del ‘centro’. Pero es claro que Bogotá no es el único centro; tampoco hay razones para decir que necesariamente debe ser el más importante.

Esta convocatoria de ‘lista bicentenaria’, que hemos valorado, es una iniciativa que surge desde dos universidades de la ‘región’. En su intención se advierte la aspiración y en cierto sentido la necesidad, que tiene la misma ‘región’ en articularse y ser reconocida en el contexto de la cultura nacional. La historia política y cultural del Eje cafetero es centenaria, y es un pivote económico que pesa en la economía nacional, aunque su influencia política y cultural sea menor, si se compara con las grandes macro-regiones de herencia colonial, como las de la región del Valle, Santander, Caribe o la misma Antioquia, en la que la región cafetera reconoce su herencia, pero también mantiene una tensa diferencia en la búsqueda de sus identidades. En este sentido, la ‘lista bicentenaria’ demuestra que en el imaginario cultural nacional aparecen una serie de escritores cafeteros que se incluyen en el canon, y que participan en un sistema literario moderno. 19 escritores de origen de los tres departamentos (Caldas, Risaralda, Quindio) se encuentran en la lista con obras premiadas, reconocidas por la crítica, y otras que, en su marginalidad, ayudan a configurar dicho sistema. Listados semejantes en otros lugares del país podrían permitir un cotejo ‘interregional’, al tiempo que podrían identificarse a otros autores, trayectorias y dinámicas literarias, lo cual permitiría seguir explorando esos ‘lugares en común’, que continúan siendo importantes de fortalecer, a la hora de pensar en qué consiste eso que llamamos literatura colombiana.

Reflexiones finales

El proyecto de la ‘lista bicentenaria’ tenía el propósito de rescatar y traer a la discusión pública, con motivo de una celebración histórica importante, un grupo de obras características de la literatura ‘colombiana’, para mostrar cómo se ha desarrollado esta literatura de un modo creciente y en diversos caminos. La restricción para los participantes acerca de incluir en sus listas a más de cinco obras de un mismo autor, pone de presente que el propósito era llamar la atención sobre la múltiple y variada dimensión del mapa de autores y temas de la literatura en el territorio. Esta multiplicidad, que permite hablar en plural de literaturas colombianas, antes que en un único modelo literario, permite demostrar, a doscientos años de historia republicana, que la literatura nacional alcanza un grado de madurez semejante al de otras literaturas nacionales del continente y de otras regiones culturales: tiene obras consagradas, algunas en proceso de convertirse en clásicas y ya con reconocimiento social, y nuevas apuestas que hablan de un saludable futuro en materia creativa. Una literatura nacional, además, que juega y se integra al sistema literario mundial. Es decir, son obras que entran en diálogo y que también son leídas y publicadas afuera del país.

La ‘lista bicentenaria’ se plantea, entonces, dentro de los márgenes conceptuales de las constantes de una producción literaria, que exalta, de un lado, el multiculturalismo y la diferencia y, de otro lado, las dinámicas de la globalización de un sistema literario cada vez más homogéneo.

Si bien se ha posicionado un conjunto de obras en relación con la producción literaria en el contexto nacional, lo que permite establecer unas obras canónicas, según criterios estéticos y de calidad y cuyo consenso es más o menos aceptado, la diversidad que abre este canon debe ser problematizada. La presencia de la literatura de autoras mujeres debe repensarse a la luz de las nuevas realidades culturales. Los ‘estereotipos’ que se han trazado para determinar la producción literaria nacional, que detonan su modernización, además parecen obstaculizar la entrada de otras propuestas que van en una dirección opuesta o distinta de esta visión ‘estereotípica’. ‘Estereotipos’ que de todas maneras también vienen moviéndose y transformándose. Por esto, sorprende, aún con los márgenes rígidos que supuso el imperativo del número, la presencia de una diversidad en tensión con lo canónico y con los criterios literarios, que a menudo privilegian los lectores vinculados al mundo académico. En esa tensión, aparecen algunas obras y figuras que dan cuenta de que ese conjunto de obras premiadas y reconocidas por las instituciones literarias, solo es la superficie de una cultura literaria –la variedad y riqueza subyace en el catálogo de obras que no se alcanzaron a clasificar– y que ha venido cultivándose durante doscientos años de historia republicana. Quizás si se hubiera adelantado esta convocatoria desde otro lugar del país y con instituciones académicas distintas, es factible que otras obras marginales hubieran sobresalido en el criterio de otros lectores convocados.

La ‘lista bicentenaria’ puede considerarse como una especie de instantánea que nos revela una postura, una imagen. La idea de una literatura colombiana nos deja ver su mejor imagen; proyecta la de alguien saludable, jovial; a lo mejor, con mucho potencial hacia el futuro. Si afinamos la mirada, vemos sus imperfecciones; de repente, sus inseguridades. Se muestra en su realidad y la imagen se abre a la interpretación. Por esto, lo interesante no es la ‘lista bicentenaria’ en sí misma o sus resultados, siempre sujetos al constante cuestionamiento que tiene cualquier práctica de hacer listas (que es otra manera de hacer exclusiones), sino a los interrogantes y las problematizaciones que surgen y que nos dejan ver este listado. Al detenernos, vemos que los ‘estereotipos’, esos ‘lugares comunes’, sobre los cuales se construye el imaginario de la literatura colombiana, no son tan definidos ni tan claros y que están en movimiento. Pero siguen siendo formas estereotípicas, y en ese sentido formulan un orden sobre los cuales operan estas exclusiones y vacíos, que son, de otra manera, el horizonte de cambio de esta literatura nacional. Debido a los participantes, la ‘diversidad’ que deja ver el listado tiene los énfasis y las características de constitución de un sistema literario propio de la región centroriental del país; fue allí, en buena medida, en donde la reflexión tuvo su mayor impacto. La ‘lista bicentenaria’ funciona así como quien ve una fotografía de sí mismo y se descubre.

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Notas

* Artículo de investigación.

1 Fragmento del correo electrónico enviado desde la Coordinación de la Maestría y el Doctorado en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira a un grupo amplio de lectores en conexión con estos centros académicos, aunque se extendió su radio más amplio. Además de la promoción por medios masivos de comunicación, se aprovecharon redes sociales para la difusión de la iniciativa. El proyecto generó una amplia recepción. Ver entrevista con el profesor Rigoberto Gil en Caracol Radio (2019).

2 La lista completa y la reseña sobre el evento de inauguración puede consultarse en el especial elaborado por el diario La Patria, de Manizales.

3 Thiesse es autora de La creación de las identidades nacionales. Europa Siglos XVIII – XX, en el que se analiza la construcción de los Estados nacionales en Europa, a partir de explorar un recetario más o menos común, que incluye, entre otros, unos antepasados fundadores, una historia y personajes heroicos, una lengua, la creación de monumentos, paisajes, un folklore. La nación es concebida como producto de una construcción voluntaria de un grupo de sujetos con el poder económico y político para cumplir con estos requisitos. En esa misma perspectiva ‘estructural’, Thiesse analiza la configuración de la noción de autor nacional, insistiendo que tanto la idea de nación como de autor nacional ha experimentado un proceso de globalización y, con ello, de homogenización de su función y figuración política.

4 Para Segato,“[C]on ellas –hablando del concepto de ‘formaciones nacionales de alteridad’– se enfatiza, por un lado, la relevancia de considerar las idiosincrasias nacionales y el resultado del predominio discursivo de una matriz de nación que no es otra cosa que matriz de alteridades, es decir, de formas de generar otredad, concebida por la imaginación de las elites e incorporada como forma de vida a través de narrativas maestras endosadas y propagadas por el Estado, por las artes y, por último, por la cultura de los componentes de la nación. Pero hegemonía también significa conciencias contradictorias, mimesis, imitaciones equivocadas, hibridismo: el negro de los congados de Minas Gerais o el promesante andino que ha querido entrar con su práctica devota en la Iglesia cuyo párroco le impide el acceso; el indio apropiándose de los emblemas de la patria expropiadora” (29-30).

5 El concepto de ambigüedad central para Bhabha en el estudio del sujeto en el entorno de imposición colonial y en el proceso de construcción de Estado-nación (Siskind, en Bhabha, 2013, 18). Ver El lugar de la cultura (2002, 99ss), aunque, desde luego, ha venido reformulándose en sus más recientes trabajos (Babha, 2013, 100).

6 Para una introducción al trabajo crítico de Fanon y su aporte a los estudios literarios, ver el artículo de María José Vega, “Franz Fanon y los estudios literarios postcoloniales”.

7 Para Bhabha “El estereotipo no es una simplificación por ser una falsa representación de una realidad dada. Es una simplificación porque es una forma detenida, fijada, de representación, que, al negar el juego de la diferencia (que la negación a través del Otro permite) constituye un problema para la representación del sujeto en significaciones de relaciones psíquicas y sociales” (2002, 100).

8 Roberto Cortázar, a comienzos de siglo XX, en La novela en Colombia, describe la situación de la novela como de ‘pobre’ y emergente, y sin ningún mérito frente a tradiciones literarias como la francesa o española.

9 Thiesse, en su trabajo sobre el escritor nacional, reflexiona sobre un autor, considerado por la crítica como el ejemplo de la ‘mundialización’ de la literatura: “Gabriel García Márquez –advierte la historiadora–, lauréat du prix Nobel de littérature en 1982, est depuis son décès en 2014 l’icône de campagnes de promotion de la Colombie, son pays natal. Le «réalisme magique» de l’écrivain vient corriger l’image négative d’une nation longtemp associé a la guerre civile et au narcotrafic” (2019). Esta doble condición del autor colombiano, de ser autor mundial y a la vez símbolo de una identidad particular, se abre en una tensa e irresoluble ambivalencia.

10 La compilación en español realizada por Eric Sulla, El canon literario, recoge textos emblemáticos de esta discusión a finales del siglo pasado, sobre todo de la academia norteamericana. Sin duda, el tema del canon literario ha tenido reactualizaciones en los últimos años, pero sigue gravitando en los términos y casi con el mismo vocabulario.

11 Harold Bloom aludía con frecuencia al malentendido sobre su idea de canon, cuando se le reclamaba por la omisión de algún autor en la lista, con la que termina su estudio El canon occidental: la escuela y los libros de todas las épocas. El crítico advertía que hacer esta lista fue en realidad una decisión del editor, y que tuvo como consecuencia obliterar el propósito de su obra. Bloom quería demostrar que existe un canon occidental, y que este canon se ha configurado en virtud de las influencias y las ‘malas lecturas’ que los propios creadores han hecho entre sí de sus obras. Para el profesor de Yale, que Shakespeare ocupe el centro del canon, no se debe a la emoción que le despierta al crítico el fantasmal autor de Stratford-upon-Avon, sino el hecho de que todos los escritores, o aquellos que han decidido hacer una obra literaria, tienen una relación directa o indirecta, con sus personajes, con su obra y con la forma textual compleja que crea en su literatura.

12 Es importante subrayar que los profesores Gil y Escobar, además de profesores de literatura en sus respectivas universidades, son dos escritores con ‘prestigio’ en el medio literario, lo cual permitió que la iniciativa fuera acogida por un importante grupo de escritores ‘reconocidos’.

13 Una de las cuestiones que se discutieron y debe ser motivo de una futura investigación, es el lugar de la literatura femenina, pero también de las mujeres de la academia en literatura en la construcción de este canon. El canon es masculino en buena medida, porque lo siguen haciendo en su mayoría los hombres. Este dato es revelador acerca de la necesidad de hacer más esfuerzos de inclusión de las mujeres en la academia.

14 El escritor Eduardo García fue uno de los primeros que advirtió lo interesante de la propuesta de la ‘lista bicentenaria’ y de algunas de sus dificultades. En su columna dominical del diario La Patria, semanas después de enviada la convocatoria, señala: “[…] Muy pocas personas poseen las condiciones necesarias para emprender clasificaciones basadas en un conocimiento amplio y profundo de la actividad literaria en el territorio colombiano a través de los siglos, porque la mayoría de quienes se aventuran a hacer clasificaciones solo han oído hablar de las obras y pocas veces las han explorado de verdad en los archivos de cada región para conocer a tantos escritores olvidados en los anaqueles de las bibliotecas” (La Patria, 7 de julio de 2019). Su juicio coincidió con varias de las respuestas de quienes enviaron justificaciones para no enviar sus listados de libros. Por ejemplo, un profesor anotó: “La cuestión es que es una tarea demasiado amplia, y el tiempo muy corto. Creo, además, que estas cosas que deben hacerse a varias manos para lograr un mínimo de heterogeneidad y amplitud. El diálogo con otros colegas sería lo que ayudaría a atenuar la arbitrariedad que conlleva cualquier clasificación…”. Una de las más elocuentes excusas la envió un reconocido ensayista: “Desde que recibí la carta, inevitablemente, he estado pensando en títulos y autores día y noche. El ejercicio mental, sin embargo, me ha servido para comprobar que la tarea me queda enorme. Me falta criterio para analizar el siglo XIX literario; tengo huecos importantes en las décadas de los setenta y ochenta del siglo XX; la contemporaneidad me resulta enorme e inagotable. En definitiva, cada vez que me imagino estableciendo este listado preveo enormes fallas, injusticias, ausencias imperdonables…”.

15 Como resultado de este proyecto, se desarrollaron varios eventos académicos, entre ellos, el mencionado lanzamiento oficial de la lista en la Feria del Libro de Manizales; también vale la pena mencionar la Lección inaugural de las Licenciaturas en Literatura y Español en la UTP. Producto de la reflexión que motivó sus resultados, se realizó, a su vez, el proyecto de libro de investigación Estudios sobre las literaturas y culturas regionales desde el Eje Cafetero (en prensa), donde se recogen artículos de investigación que reflexionan acerca de las particularidades y de los autores de esta región cultural.

16 En la vigente compilación de Monserrat Ordóñez, ‘La vorágine’: textos críticos, se puede dimensionar la diversa y prolífica atención crítica de la obra y sus múltiples posibilidades de recepción. Sobre su actual impacto, vale la pena mencionar que en el año 2017, con ocasión del natalicio del autor, se realizaron varios actos de lectura pública y a través de medios impresos se publicaron artículos celebrando la novela. Este mismo año, el especialista Hernán Lozano, lanzó con apoyo del Instituto Caro y Cuervo, el proyecto de leer La vorágine a través de fragmentos de la red social Twitter.

17 En este juicio coinciden Pablo Montoya y Antonio Caballero. El primero, en su discurso de recibimiento del premio Rómulo Gallegos (2017), inscribe su obra personal en la línea abierta por Rivera; el segundo, en la introducción a la edición de la novela preparada por la Biblioteca Básica de Cultura Colombiana, la llama ‘la gran novela de Colombia’: “No es un capricho atribuirle nacionalidad a las novelas, ni un mero juego de salón –escribe Caballero–. Los países son su trasfondo necesario. Karamazov es un libro inimaginable, inimaginado, por fuera de Rusia. El Satiricón no existe sin la Roma de los Césares. El hombre sin atributos necesita al imperio austro-húngaro. Para no hacer exhaustiva la enumeración, vuelvo a La vorágine, que es, ya digo, la gran novela de Colombia” (2015).

18 Ver a Isaías Peña en “Literatura y realidad en José Eustasio Rivera”. En la más reciente biografía de Rivera, El visionario de la selva oscura, escrita también por Peña, se profundiza en esta doble polaridad entre creación literaria y expresión de la realidad en su obra literaria. Sobre la temática de la violencia como un leitmotiv de la literatura en Colombia, puede verse el volumen editado por Jonathan Titler, Violencia y literatura en Colombia que conviene renovar.

19 Sobre esta discusión y su importancia, sobre todo a comienzos del siglo XX, ver a Jiménez (188).

20 El clásico trabajo de Menton, La novela colombiana: planetas y satélites, estudia la producción literaria con base en la influencia de obras insignias que se convierten en pilares, y entre las que encuentra María, La Vorágine y en general la obra de García Márquez. La identidad de la literatura colombiana, a partir de la temática Violencia, es explorada también por Escobar en “La violencia: ¿Generadora de una tradición literaria?”. En los estudios críticos sobre la novela, Pineda Botero resalta los aspectos estéticos y sociales en los que surgen las obras que son objeto de su análisis. Ver Juicios de Residencia La novela colombiana 1934-1985.

21 Entre los galardones recibidos por la novela está el reconocimiento de la Unesco como obra ‘Patrimonio de la Humanidad’ en 1992, con el dictamen de que es “la más importante, significativa y lograda novela colombiana de los últimos veinte años diferente a la obra de García Márquez. En el medio literario, es una de las más grandes obras de las letras colombianas”.

22 Es curioso que a pesar de que la obra de Cepeda Zamudio es de difícil lectura y puede ser extraña para el lector acostumbrado al realismo clásico, lo cual justificaría hoy el rechazo de los editores para su reedición, estos resultados demuestran que sigue siendo muy apreciada por diversos lectores, en especial, por el conocedor de literatura colombiana (Rodríguez Amaya, 2017, XXIV).

23 Para mencionar un caso, la novela de Juan Gabriel Vásquez, El ruido de las cosas al caer, que es la obra más reciente entre las primeras veinte, fue publicada en 2006 y acumula más de 30 referencias bibliográficas en la base de datos Scopus (enero 2020).

24 Desde luego, son más premiadas las obras contemporáneas. Pero aún las más antiguas han sido destacadas con homenajes o reconocimientos posteriores a su publicación. Sirva de ejemplo el caso de Morada al sur, cuyo autor, Aurelio Arturo, recibió en vida el Premio Nacional de Poesía Guillermo Valencia por su único poemario publicado cientos de veces en vida. Morada al sur, después del fallecimiento del autor, siguió siendo reconocido como uno de los textos más importantes en la historia de la poesía en Colombia.

25 En la presentación de la ‘lista bicentenaria’, el profesor Gil Montoya mencionó muchas coincidencias de la selección con la colección de Literatura Colombiana de la Editorial Oveja Negra, que recogió 120 libros publicados en 1983-1985, de lo que hasta esa época se consideraba representativo de la literatura colombiana. Fue una de las colecciones populares de literatura más influyentes debido a su amplia distribución. Con esta lista se comprueba, además, su amplia penetración al definir los gustos lectores de generaciones que crecieron leyéndola.

26 Por ejemplo, la traducción al francés y al inglés de la obra de Andrés Caicedo empieza a circular solo a principios de la presente década del siglo XXI. No obstante, este autor ya había ganado una enorme reputación dentro de Colombia por su única novela, ¡Que viva la música! (1977), publicada días después de su muerte, así como por sus obras de cuentos que se consideran representativos de la denominada ‘literatura juvenil’. Antes de ser traducida, la obra de Caicedo circuló en Argentina y otros países suramericanos. Las novelas de Evelio Rosero y Juan Gabriel Vásquez son, por su parte, obras galardonadas con importantes premios internacionales de literatura, lo que les aseguró una circulación internacional casi simultánea a su éxito en español.

27 Para el ensayista César Valencia Solanilla, la novela de Ángel constituye un modelo de escritura que se inscribe en el prurito de la modernidad literaria que se aplica en el país, sobre todo después de superar la mera obra de denuncia social y política, para concentrarse en una “construcción formal”, donde se privilegian los “recursos técnicos” y la “estructura narrativa” de una labor artística autoconsciente (472); el crítico Cristo Figueroa coincide en destacar en la obra su “intensa experimentación formal” (21).

28 El resultado final en la ‘lista bicentenaria’ fue de 15 registros de libros escritos por mujeres de un total de 13 escritoras. La única escritora con dos referencias es Fanny Buitrago.

29 Esto no quiere decir que no existan mujeres con “éxito literario”. Un ejemplo es el caso de la escritora Laura Restrepo, una de las narradoras con más reconocimientos en toda Latinoamérica. Curiosamente, solo aparece en la ‘lista bicentenaria’ su novela La novia oscura (publicada en 1999, pero considerada ‘menor’ si se la compara, por ejemplo, con Leopardo al sol [1993] o Delirio [2004], ganadora del premio Alfaguara).

30 Para mencionar un caso especial, Un beso de Dick (1992), de Fernando Molano, en la posición 54; o la novela La perra (2017), de Pilar Quintana, ubicada en la posición 63.

31 Un caso que puede subrayarse es la inclusión de la novela La cárcel (1973) (182), del santandereano Jesús Zárate Moreno, con el que ganó el prestigioso premio de novela de Planeta de 1972. Aún sigue siendo una obra ignorada por buena parte de la crítica y las historias literarias colombianas.

32 Salvo el libro de Fuenmayor, conocido especialmente en el contexto de la literatura del grupo de Barranquilla, estas primeras obras pueden considerarse canónicas: son de escritores de un prestigio que se ha extendido a nivel nacional; figuras masculinas que han logrado posicionarse en el cultivo de un género y siguen vigentes en el tiempo.

33 Así lo catalogó Ángel Rama en su libro Novísimos narradores hispanaomericamos en marcha 1964/1980 (1981). A propósito de la publicación de Juego de damas (1977) en España, el crítico uruguayo reconoce en ella un “orden culto, irónico y crítico” (16). Destaca, además, que Moreno-Durán pertenece, con Plinio Apuleyo Mendoza y Luis Fayad, a una generación de la diáspora que empieza a construir obra por fuera de su país de origen, como parte de su “muy curiosa (…) situación modernizadora” (17). Circunstancia que en todo caso les habría facilitado “una integración flexible a una escritura de rigores internacionales (…) –que– en nada ha opacado su conciencia lúcida y crítica sobre la vida colombiana, que han hurgado con furia y con exigencia” (17).

34 Después de recibir el Premio Nacional de Cuento a principios de la década de los noventa, la obra de Rafael Humberto Moreno-Durán empezó a ser reconocida y valorada dentro de las instituciones culturales y nacionales, a pesar de ya gozar de cierto reconocimiento en España, donde había publicado su valioso ensayo, De la barbarie a la imaginación. La experiencia leída (1976), y su trilogía Fémina Suite (1977-1983). Juan Gabriel Vásquez le asigna a Moreno-Durán un lugar primordial en su propio proceso de escritura. No es gratuito que en la novela La forma de las ruinas (2015) lo convierta en personaje clave de su trama.

35 El cuarto lugar de la lista, con mayor número de obras, es Fernando Vallejo, el escritor colombiano vivo con más prestigio en el mundo literario. 16 autores cuentan, a su vez, con más de 3 obras. Estos escritores corresponden a autores de distintos periodos, que lograron consolidar una trayectoria y cuentan en su producción con un número amplio de obras. Es el caso de Tomás Carrasquilla, Manuel Mejía Vallejo, Eduardo Caballero Calderón, Tomás González, William Ospina, Darío Jaramillo, Evelio Rosero, Héctor Abad. Son 24 los autores que tienen dos referencias; se trata de escritores que en su mayoría podrían considerarse como autores con recorridos artísticos y que van en proceso de canonización, como Marvel Moreno, Fernando Cruz Kronfly y Pablo Montoya. 81 registros solo tienen incluida una única obra. Por esta vía, aparecen en total 126 autores en la ‘lista bicentenaria’.

36 Entre los nombres de narradores de esta generación, cuya obra empezó a circular tímidamente en las décadas del setenta y ochenta, se destacan: Darío Ruiz Gómez (1936), Germán Espinosa (1938), Albalucía Ángel (1939), Óscar Collazos (1942), Fernando Cruz Kronkly (1943), Fanny Buitrago (1943), Rafael Humberto Moreno-Durán (1946), Ricardo Cano Gaviria (1946) y Roberto Burgos Cantor (1948). También se la ha llamado, en el ámbito de la poesía, “Generación sin nombre” (Ferrán, 1970) o “Generación desencantada” (Alvarado Tenorio, 1985). Entre los poetas se destacan: Giovanny Quessep (1939), Jaime García Maffla (1944), Henry Luque Muñoz (1944), María Mercedes Carranza (1945), Juan Manuel Roca (1946), José Luis Díaz Granados (1946), Darío Jaramillo (1947) y Juan Gustavo Cobo Borda (1948).

37 A propósito de esto, fue el propio García Márquez quien estimuló el ingreso a una nueva forma de hacer literatura en el país. En la década del cincuenta, el joven García Márquez tomó distancia crítica de la forma como se concebía la literatura en Colombia. Pensaba que era urgente separar el oficio del escritor de cualquier otro oficio de la esfera pública, en especial del intríngulis de la política centralista que se oficiaba en la llamada “Atenas suramericana” (Gutiérrez Girardot, 1982, 467). Para el joven novelista era necesario concebir la escritura como un acto consciente derivado de un proceso de decantación estética, y abierto a influencias externas. “Todavía no se ha escrito –señala García Márquez–en Colombia la novela que esté indudable y afortunadamente influida por los Joyce, por Faulkner o por Virginia Woolf. Y he dicho ‘afortunadamente’, porque no creo que podríamos los colombianos ser, por el momento, una excepción al juego de las influencias” (García Márquez, 1991, 190). De esta postura, como lo recuerda Juan Gabriel Vásquez, surge una nueva literatura para el país. La publicación de La hojarasca (1955) sería una prueba y el inicio de un camino de experimentación formal.

38 Incluidos en la ‘lista bicentenaria’, también encontramos autores tan disímiles, desde el punto de vista estético, como Evelio Rosero, Luis Fayad, Tomás González, Miguel Torres.

39 Aquí es necesario reconocer la importancia de los premios internacionales que han recibido algunos colombianos o la publicación de obras en editoriales de circulación masiva en España. Piénsese en el caso de Evelio Rosero, publicado por Tusquets de Barcelona; el premio Rómulo Gallegos que recibieron Fernando Vallejo por El desbarrancadero en 2003, William Ospina por El país de la canela en 2009 y Pablo Montoya por Tríptico de la infamia en 2015; o el reconocimiento internacional que ha recibido Héctor Abad por su obra testimonial El olvido que seremos (2006). También el premio Alfaguara que recibieron Laura Restrepo por Delirio en 2004 y Juan Gabriel Vásquez por El ruido de las cosas al caer en 2011.

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: sealpez@googlemail.com

Información adicional

Cómo citar este artículo: Pérez, Sergio, y Rigoberto Gil. “La literatura colombiana entre mundialización y la diferencia. Un análisis de la ‘lista bicentenaria’”. Cuadernos de Literatura, vol. 26, 2022, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl26.lcmd

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