Genealogías poéticas mexicanas: Concha Urquiza y lo espiritual como disidencia*

Mexican Poetic Genealogies: Concha Urquiza and the Spiritual as Dissidence

Rosa García Gutiérrez

Genealogías poéticas mexicanas: Concha Urquiza y lo espiritual como disidencia*

Cuadernos de Literatura, vol. 27, 2023

Pontificia Universidad Javeriana

Rosa García Gutiérrez a

Universidad de Huelva, España


Recibido: 28 febrero 2022

Aceptado: 05 mayo 2022

Publicado: 30 junio 2023

Resumen: Este artículo rescata a la olvidada poeta mexicana Concha Urquiza (1910-1945) desde tres claves: el lugar periférico que las mujeres ocuparon en los círculos literarios dominantes durante el periodo de entreguerras; la utilización de la religiosidad como disidencia ante la crisis de las vanguardias históricas y el advenimiento del paradigma posmoderno; y la construcción de genealogías femeninas como estrategia feminista. Se reinterpreta, con esas claves, el sentido profundo de su poesía como apropiación moderna de la tradición mística y se analizan dos recuperaciones de la poeta como mater: la de Cristina Rivera Garza desde el feminismo y la de Roberto Bolaño en Los detectives salvajes desde su afirmación de lo moderno como resistencia.

Palabras clave:Concha Urquiza, mística, Cristina Rivera Garza, Cesárea Tinajero, poesía, siglo XX.

Abstract: This paper rescues the forgotten Mexican poet Concha Urquiza (1910-1945) from three keys: the peripheral place that women occupied in the dominant literary circles during the interwar period; the use of religiosity as dissidence in the face of the crisis of the historical avant-gardes and the advent of the postmodern paradigm; and the construction of women’s genealogies as a feminist strategy. This analysis reinterprets, through these keys, the profound meaning of her poetry as a modern appropriation of the mystical tradition. Also, two recoveries of Urquiza as mater: Cristina Rivera Garza’s feminist reading; and Roberto Bolaño’s affirmation of the modern as resistance, as shown in Los detectives salvajes.

Keywords: Concha Urquiza, mysticism, Cristina Rivera Garza, Cesárea Tinajero, poetry, 20th century.

Si se puede imaginar la desolación y la desesperanza de un hombre que camina a través de un desierto sin límite, o del náufrago que se sienta en la playa a ver el mar inmenso y el horizonte desnudo, día tras día, tal vez se pudiera dar la idea de mi cansancio.

Concha Urquiza, Meditaciones. Páginas de Diario (Obras 365)

Confluencias

Esta aproximación a Concha Urquiza (1910-1945) nace de la confluencia de dos intereses académicos que, surgidos por separado, han generado espacios de intersección desde los que, creo, cabe explicar tanto la poesía de Urquiza como la impronta de su leyenda en autoras posteriores que la han convertido en un referente en el proceso de construcción de genealogías poéticas femeninas. Esta recuperación de poetas olvidadas o leídas con descuido, erigidas como madres fundadoras de estirpes no reconocidas en las historias literarias, es una constante en la poesía escrita por mujeres que manifiesta una necesidad: la de una red diacrónica de afinidades y complicidades que refuerce, potencie y acompañe una vocación, la poética, ejercida por las mujeres durante siglos en soledad, bajo sospecha, y desde una relación compleja de insatisfacción con los lenguajes poéticos hegemónicos de su tiempo.

El primero de estos intereses surgió preparando una selección de poéticas de autoras mexicanas desde las vanguardias hasta finales del siglo XX.1 En el proceso, se puso de manifiesto la dificultad a la hora de precisar el grado de vinculación de la mayoría de las poetas con las corrientes, movimientos, círculos literarios o polémicas que han estructurado el campo poético mexicano del siglo XX y con los que se ha instituido su narración, descripción y canon. Descubrí obras rotundas con poéticas sólidas, pero se escurrían de las etiquetas periodológicas o identificativas de los programas estéticos sostenidos en grupos, revistas o editoriales con los que se ha trazado el mapa de la poesía mexicana moderna. Concha Urquiza evidenciaba un patrón que, con mayor o menor intensidad, se repetiría en las poetas de la generación de Taller, la de medio siglo o incluso posteriores. La poesía de esta habitual de las tertulias estridentistas, inspiradora de la Mabelina de El café de nadie, se zafaba de la controversia Estridentismo vs. Contemporáneos a la que han sido reducidas las vanguardias en México, inaugurando una manera de estar y no estar en la poesía mexicana en la que poetas posteriores como Rosario Castellanos, una de las primeras en reclamar a Urquiza como mater, se reconocieron. Esa ubicación marginal en el sistema poético, ese estar de forma borrosa y subsidiaria dentro, y de manera nítida fuera, no de la poesía sino de su visibilización pública y su relato académico y/o institucional, evidencia la disfunción del sesgo patriarcal del campo cultural mexicano y su doble efecto: de un lado, en las primeras décadas del siglo XX se dejó participar a las mujeres en la vida literaria, pero se las subestimó, se les concedió un lugar en el extrarradio y se les impuso un rol –de musas a rara avis o elemento exótico– determinado por los estereotipos seculares que han sustentado la codificación de lo femenino en poesía; y de otro, esa pertenencia tangencial, escatimada y mediatizada por prejuicios, hizo que a muchas les resultaran frustrantes e insuficientes las poéticas entronizadas por los grupos a los que aspiraron y se alejaran de ellas.

Aunque la decepción marcó la incorporación de las mujeres al ejercicio público de la poesía, su posición descentralizada supuso una oportunidad para crear obras particularmente singulares e insobornables, menos cautivas de las poéticas generacionales que, como formas de autoridad, decidieron los protagonismos literarios. Más libres en el ejercicio de su vocación, la que empezó siendo una posición descentralizada se convirtió, para las poetas, en descentralizadora, al escribir desde la insatisfacción con los lenguajes poéticos heredados y con un metalenguaje que masculinizaba el acto mismo de la creación. La conciencia de esa situación en el aparato literario dio pie a una exploración sin referentes que redundó en la individualidad de sus poéticas. Esta situación fue flagrante e inaugural en el modernismo y las vanguardias: las mujeres se acercaron a círculos literarios pretendidamente contrahegemónicos y antiburgueses buscando connivencias y vías de desarrollo personal y vocacional que, en general, no encontraron. Pero la condescendencia, el prejuicio y el menosprecio que sí encontraron las liberó de dictados de grupo y auspició la autenticidad de quienes, asumiéndose fuera de los lugares de autoridad, no tuvieron nada que perder.

El segundo interés que conduce a Concha Urquiza es la presencia de diversas formas de espiritualidad y/o religiosidad vehiculadas a través de la literatura y el arte como rareza o disidencia al final de las vanguardias históricas, cuando el agotamiento de los ismos provocó el fin de un paradigma, el del arte como religión, con el que arrancó la tradición moderna. En Los hijos del limo Octavio Paz describe las vanguardias como el final de esa tradición. En efecto, con ellas se abrió el camino para la impugnación del arte como vía de restitución de la Unidad o la (H)armonía, como religare –como trascendencia–, gracias a su propuesta estética deliberadamente inarmónica para replicar la realidad fragmentada. También gracias a su nuevo principio artístico sustentado en el relativismo epistemológico y el escepticismo axial, en consonancia con lo que Walter Benjamin llamaría “la pérdida del aura” (21), que la religión del arte había intentado conjurar. Al inicio promisorio de las vanguardias como iconoclastia transformadora, dispuesta a fundar nuevas formas de concebir la vida tensando al máximo el lenguaje artístico y llevándolo a su límite, sucedió un pronto fin –vivido como crisis y fracaso–, al coincidir esa llegada al límite con las guerras mundiales y la española, la expansión de los totalitarismos y la creciente deshumanización inherente a los valores materialistas y utilitaristas del capitalismo. En el impasse emergió la literatura comprometida como una forma de rehumanización que sustituyó la utopía de la palabra adánica por la de la revolución social mediante la acción política, y empezó a vislumbrarse una instancia intelectual y artística distinta, lo que se bautizaría como posmodernidad, un nuevo paradigma que sepultaría el mito del arte, la belleza y el lenguaje capaz de ir más allá. Aquello responsabilizaría a las vanguardias de esa muerte: por fracasar en su ambición de una palabra autónoma capaz de crear o develar una forma auténtica y superior de realidad, y por traicionar sus principios contrahegemónicos; no pocos vanguardistas acabaron integrándose en la institucionalidad cultural que denostaron, asumiendo sus servidumbres.

El final de las vanguardias generó posicionamientos que han ido de la nostalgia a la parodia amarga de un movimiento que habría acabado con la utopía de la poesía como trascendencia y autenticidad en un mundo desorientado y desespiritualizado. En sus albores, la posmodernidad aplaudió el fin de los ismos –sacrílegos y parricidas, pero mitómanos del arte también– como última manifestación de esa religión que, en tanto espejismo y ensoñación, había que superar mediante una práctica artística que encontró en la ironía su estrategia de relación con el mundo. Pero el hálito de lo trascendente y/o lo inmanente asociado a la poesía siguió alimentando obras que, en el relato oficial del siglo XX, quedaron orilladas por la extemporaneidad que les atribuyó el nuevo paradigma. En Adán Buenosayres, Leopoldo Marechal abjuró del ultraísmo en el que militó, responsabilizándolo de traicionar su impulso inicial y subyugar el arte a valores espurios –relativismo, utilitarismo, cinismo–, y es probable que esa decepción estuviera detrás de su conversión religiosa. Mucho después, en Los detectives salvajes, Roberto Bolaño convirtió la nostalgia por el espíritu inaugural de las vanguardias en un impulso cargado de utopía que convendría resucitar periódicamente, aunque solo fuera para verlo sucumbir de nuevo acechado por las limitaciones de un ser humano imperfecto, condenado a traicionar eternamente su ideal. Si menciono a Marechal y a Bolaño es porque la conversión religiosa de Urquiza guarda alguna analogía con la de Marechal y porque Bolaño la ficcionalizó en Cesárea Tinajero, entendiéndola como un ejemplo radical de fidelidad al espíritu originario de la modernidad. En todo caso, cuando se anunciaba como paradigma en las artes su desacralización, hubo quienes perseveraron en la naturaleza espiritual de la poesía y hasta recuperaron formas desechadas de relación entre poesía y religión como, en el caso de Urquiza, la mística cristiana.

A estos dos asuntos que convergen en Concha Urquiza se suma un tercero: el concepto de genealogía. Urquiza creyó encontrar en el estridentismo un espacio de libertad para su vocación, su ambición trascendente y su personalidad inconforme; militó en el comunismo y estudió los fundamentos del anarquismo buscando una fórmula de redención humana y social que, a mediados de los treinta, fue fagocitada y desvirtuada tanto por la retórica de la revolución mexicana y su institucionalización como por la Internacional comunista; y como reacción –también para preservar su impulso innato hacia un ideal superior–, acabó encarnando una forma de rareza “espiritual” en el mapa literario de los treinta –la poesía religiosa– que la excluyó de la actualidad poética y con la que se autoexcluyó de las impurezas y podredumbres del mundillo literario. Tras años de olvido, Urquiza ha ido siendo recuperada, revisada y reintegrada a genealogías alternativas que intersectan y discuten a las canónicas. Me acercaré a ella desde las claves que he intentado esbozar, centrándome después en dos rescates que han reinterpretado su condición de rara avis en dos direcciones: la de las genealogías poéticas femeninas y la de la necesidad de una revisión de la poesía moderna menos sometida al patrón de la causalidad lineal y sus exclusiones.

Concha Urquiza, de fuga en fuga

Nacida en Morelia en 1910 en una familia católica que pronto se trasladó a Ciudad de México, con 15 años Concha Urquiza había publicado poemas en El Universal Ilustrado y Revista de revistas y se relacionaba con las nuevas promociones literarias, especialmente con los estridentistas, entre los que creyó encontrar un sitio para su rebeldía e insatisfacción constitutivas. Con Arqueles Vela, que la incluyó como personaje en El café de nadie, su recreación de las veladas estridentistas, mantuvo una relación que la marcó dolorosamente.2 List Arzubide la recuerda como “una mujer extraordinaria”, una “jovencita, casi una niña” de pensamientos “maduros” que “tenía argumentos de una mujer que leía mucho, tenía opiniones cultas, estaba al día de todo lo referente a la cultura de México como de fuera de México” (Anaya 60). En 1927, cuando Arqueles se marcha sin avisar a España por tareas diplomáticas, Urquiza habría vivido la primera de varias crisis ocasionadas por decepciones profundas, esta ante la deriva de aquel círculo en el que depositó “el desbordado hervir de su fuerza” (Magdaleno 461). Al desengaño con Arqueles se unió el desencanto ante la disolución del estridentismo, no solo como cenáculo sino como estímulo o espíritu, tras haber sido encandilada por un impulso inaugural que creyó traicionado. En El reintegro, texto escrito por Urquiza a comienzos de los treinta, autobiográfico pese al recurso a la ficción, uno de los personajes femeninos, en una madrugada de bebida y declive en el Café de Nadie, parece referirse a ello: “el arte había desaparecido también”, dice, a lo que el interlocutor añade: “porque el amor, la fe, la amistad, la esperanza; la imaginación y la esperanza han desaparecido” (Perdomo 38-39).3 Quienes constituyeron la utopía estridentista son en el relato fantasmas de un pasado muerto en una noche de purgación y toma de conciencia:

“Escribe y rompe; escribe y rompe” le había dicho un amigo; y otro: “bebe y ama; bebe y ama”. Sus fantasmas, sentados en el suelo a lo largo de los muros, le devolvieron su sonrisa, inclinando la cabeza, uno después de otro. Así pues había bebido; amado; escrito; despedazado. (…)

-¿Quién te ha herido en la divina noche?- parodió un fantasma que había leído a Homero con ella. (Perdomo 37)4

Como la de un fantasma también, una mujer misteriosa e inasible que huyó de la autoprofanación del movimiento buscando mantener su pureza, recibiría Bolaño la leyenda de Urquiza, tras las entrevistas que realizó para reavivar el estridentismo como simiente de una estirpe poética que, frente al establishment de los setenta, era necesario resucitar.

Tras su paso por el Café de Nadie, Urquiza empezó su militancia en el Partido Comunista mexicano. En el momento álgido de la presidencia de Plutarco Elías Calles y en plena guerra cristera, parte de su familia se trasladó a Estados Unidos; según María Luisa Urquiza, alejar a Concha de la radicalización política estuvo tras la decisión. En Estados Unidos vivió hasta 1933 desapareciendo de los circuitos literarios. Apenas hay noticias de esos años. Trabajó en el Departamento de Publicidad de la Metro Goldwyn Meyer y quizás el contacto con el mundo del cine y la modernidad vertiginosa que hacía del arte una industria y un producto, con su esnobismo y frivolidad, incentivara sus contactos con el anarquismo sindicalista (Anaya 89) y, al volver a México, su regreso al comunismo. En El reintegro habla de los años estadounidenses como experiencia reveladora de la enajenación humana ante el capitalismo: es “la monstruosa multitud de carne abismada en su propia angustia” (citado en León Vega “De principios” 139)5 que contempla uno de los personajes femeninos en los que se desdobla. Hasta 1937 continuó cerca del Partido Comunista creyendo encontrar ahí un nuevo ideal puro, esta vez social, humanitario y hasta humanista.6 Su distanciamiento del partido –la nueva decepción– pudo venir con la consolidación de Cárdenas en el poder: la sintonía entre partido y gobierno creció, dejando en Urquiza una impresión de impureza o traición al ideal. Tampoco debe haberle gustado el oscurantismo totalitario de la Comintern y su presión sobre el comunismo mexicano. Aún militaba en el partido cuando empezó a trabajar en la Secretaría de Hacienda, retomó la Secundaria y trabó amistad con Guillermina Llach, que la recuerda “reacia a las convenciones escolares, rebelde al estudio sistematizado, no al libremente elegido” (Perdomo 21). Los retratos de estos años hablan de una joven de elevada cultura, con altibajos anímicos, periodos de aislamiento, pero querencia, también, por la vida bohemia. La crisis que dinamitó esta etapa de su vida pudo ser otra relación amorosa, de nuevo con un hombre casado, un superior en la Secretaría de Hacienda (Anaya 33).

En 1937 ocurre lo que llamará su “primavera inolvidable de 1937” (Obras 280): su resurrección –así la traduce poéticamente proyectándose en el episodio bíblico del geraseno–, su reencuentro epifánico con Dios. Por lazos familiares y desde un profundo rechazo al establishment poético e intelectual –el mismo rechazo que la acercó al estridentismo–, había empezado a relacionarse con el círculo de la revista Ábside y los hermanos Méndez Plancarte, humanistas y sacerdotes católicos. Estos, huyendo de las opciones literarias que se disputaban el centro cultural, buscaban un sitio modesto en un México en el que, cerrado el episodio cristero y a pesar del anticlericalismo oficial, algunos grupos cristianos creaban sus espacios. Los Méndez Plancarte personificaban, en el campo cultural y político mexicano, una disidencia: un lugar deliberadamente al margen del debate –nacionalismo vs. Cosmopolitismo– que vertebraba la vida literaria, deliberadamente anacrónico incluso, aunque con la conciencia de la función que ese anacronismo, cuya vitalidad y funcionalidad reivindicaban, jugaba en la contemporaneidad. Ábside representaba un humanismo cristiano sensible a lo social que heredaba el mito de la cultura clásica como origen civilizador y proponía no olvidar la dimensión universal de lo humano en el diagnóstico del presente. Los Méndez Plancarte alimentaron la vocación de Urquiza por el estudio de los clásicos, a los que se aferró con su vehemencia acostumbrada, exhibiendo su desconfianza en la literatura de su tiempo, y recondujeron sus crisis depresivas, de miedo, vacío, agotamiento y sinsentido, según ella las describe en el diario que escribió entre 1938 y 1940. Tras la ‘iluminación’ que impulsó su conversión religiosa, la contactaron con el Padre Tarsicio Romo, Misionero del Espíritu Santo, una congregación pequeña, apartada del oropel de la Iglesia tradicional y, presumiblemente, pura o auténtica a sus ojos, que arrastraba una historia de resistencia, persecución y clandestinidad. En su proyecto de expansión fundó pequeñas sedes en San Luis, en Baja California en 1939 y un año después en Ensenada, donde Urquiza encontró la muerte.7Romo, su confesor durante algunos años, la describe así en un documento inédito, citado por Méndez Plancarte:

El rostro mostraba surcos añejos trazados por el dolor inconsolable. Los ojos brillaban con el fulgor mortecino que produce el espanto (…). Ojos desesperados del que sueña y luego ve romperse sus sueños como juguete de cristal en manos de un niño. (…) Y a la par de sus ojos, sus labios. Han saboreado amarguras rancias y no se ha extinguido el dejo tenaz de vinagre y ajenjo. (xxxiii-xxxiv)

Con Romo como interlocutor epistolar, Urquiza canalizó su conversión partiendo siempre de esa experiencia mística –esa “primavera inolvidable de 1937”– durante la cual habría sentido la certeza inapelable del amor absoluto de Cristo por ella. Esa habría sido la naturaleza de la iluminación y, como certeza, es su eje vital y literario hasta que muere, el ancla que la sostiene y que, al soltarse, la hace naufragar: rememora esa verdad vivida como epifanía, la evoca, la traduce poéticamente, anhela su reaparición, pero también la traiciona –cuando aparece la tentación carnal, que vive dramáticamente– y se llena de pánico cuando llega la duda y el amor de Cristo sentido sin ambages, como un abrazo de luz; le parece un espejismo. Convierte así su vida y su poesía en un camino doloroso de caídas y remontadas hacia la recuperación y reafirmación de esos días de comunión en los que no hubo miedo, soledad o dolor y hubo sentido. El mismo confesor refiere los vaivenes violentos de la búsqueda jalonada de esplendores y precipicios de quien “creció rebelde como matorral” y encontró paz y sentido en “la gracia de Dios” (Méndez Plancarte xxxiv).

En diciembre de 1937 Urquiza entró como postulante en la Congregación de las Hijas del Espíritu Santo de Morelia, pero abandonó al año echando en falta la vida bohemia –“el cigarro y la cerveza”, dice Guillermina Llach (citado en Perdomo 23); también amistades y amores– e incapaz de soportar el encierro, la disciplina y, de nuevo, la decepción de un espacio en el que encontró “bajas pasiones” y vivió la “obediencia absoluta” como “dos garfios de hierro clavados en el corazón, desgarrándome continuamente” (Obras 180). En 1939 se instaló en San Luis Potosí, hizo nuevas amistades y encontró la tranquilidad que buscaba. Volvió a frecuentar a su confesor, a las hermanas de la congregación y dio clases de filosofía y literatura en la Universidad Autónoma de San Luis. Estudió la Biblia –El libro de Job, El cantar de los cantares y los Evangelios–, la mística del Siglo de Oro, filosofía y leyó, siguiendo el programa de Ábside, a Homero, Esquilo, Horacio y Virgilio. No abandonó otras lecturas, que se esfuerza en defender ante su confesor como expresiones de “belleza” y “altura ética y estética”, compatibles con su vocación religiosa: Romancero gitano de Lorca, Los peregrinos de piedra de Herrera y Reissig y La Celestina (Méndez Plancarte xxiii).8 Tampoco las salidas nocturnas ni –se deduce de su diario y algunos testimonios– las tertulias y las relacionales pasionales.

En San Luis vivió hasta 1944 y escribió la mayor parte de la obra que nos ha llegado: casi 80 sonetos, canciones, romances, liras formalmente exquisitas que recrean de manera muy personal escenas bíblicas –ella llamó a algunos de estos poemas “Variaciones sobre el Evangelio”– y exploran los misterios del lenguaje místico. Quienes la conocieron hablan de esta escritura como un acto íntimo, no encaminado a la publicación ni al reconocimiento –aunque cediera algunos poemas a revistas–, y de su repugnancia por la presunción, la vanidad propia de los ambientes literarios. Por sus costumbres, su carácter rebelde y su formación filosófica, su fe religiosa sorprendía en círculos profanos. 9Romo habla de su “aire de insumisión e impaciencia”, de “ojos de avidez desusada, hambrientos de luz y de inmaterialidad, fatigados de filósofos y filosofías, de teorías y de explicaciones, lastimados con las desdichas pasadas y agitados por las conmociones recientes” (citado en Méndez Plancarte xxxiv), hambre y fatiga que jalonan sus poemas. Recomendada por los Méndez Plancarte, en 1944 José Gaos la admitió en su Seminario de Investigaciones Histórico Filosóficas y le ofreció una beca, pero regresó a San Luis incapaz de adaptarse y en medio de una crisis torturante.10 En 1945 se produjo su última fuga: aceptó dar clases en el colegio de las Hijas del Espíritu Santo en Tijuana, pero antes del periodo docente pasó unos días de reposo en la casa de las hermanas en Ensenada. Acababa de escribir a una amiga: “No podré irme a Morelia; no fue posible arreglarlo. En lugar de eso, tendré que irme a Baja California (…) Excuso decirte que no me hace la menor gracia. Tú ya sabes aquello es un desierto horrible… (…) Estoy hecha un desgraciado harapo” (citado en Anaya 100). Hay quienes, sin embargo, la recuerdan tranquila en Ensenada, pasando horas frente al mar. Uno de esos días salió en barca desde la playa de El Estero con el sobrino de un sacerdote, desembarcaron en un islote para bañarse y un remolino los engulló. Su cuerpo apareció al día siguiente. En la última carta que se conoce, dirigida a Rosario Oyarzún, escribió: “¿Qué estoy haciendo aquí, en un desierto, al otro lado del mundo, no sé si en Estados Unidos o México?” (Perdomo 153).

Un año después, Gabriel Méndez Plancarte publicó Obras. Poemas y prosas de Concha Urquiza en la editorial de Ábside, sin eco apenas en la prensa mexicana. Recogió “casi todos los poemas” (xlvii) que Urquiza escribió desde 1937 a 1945 y una selección de sus cartas a Romo y del diario espiritual, y excluyó los poemas de adolescencia por “imperfectos” y “pueriles” (xlvii).11 Méndez Plancarte es claro y ambiguo a la vez cuando dice que ha prescindido de párrafos “sin interés para el lector” (xlix) en su transcripción del diario y el epistolario. La mayoría de la poesía recogida es póstuma, de carácter místico y religioso, y puede que incompleta: se ha repetido que sus poemas profanos fueron destruidos al dejar el convento.12 Hay algo importante, a lo que ya he hecho referencia, que será fundamental en la ficcionalización que de ella hará Bolaño en Los detectives salvajes: que no escribiera para publicar, su costumbre –hecha leyenda– de desprenderse de poemas escritos en servilletas que, al parecer, nadie guardó.13 Como apunta Margarita León Vega, hubo por parte de Méndez Plancarte un empeño en “hacerla coincidir con sus expectativas personales y de grupo que se realizaban vía el proyecto editorial de la revista Ábside” (“La imagen del yo” 365), pero ni siquiera el expurgo que como editor realizó o las ocultaciones flagrantes en el perfil biográfico –la ausencia del estridentismo y la mención anecdótica del comunismo– han podido tapar el significado complejo y heterodoxo de lo religioso y lo espiritual en una poesía que, no siendo ajena al humanismo cristiano de Ábside, se enriquece desde la perspectiva del paso apasionado y frustrado de su autora por el estridentismo y por el comunismo. A eso se refiere León Vega cuando afirma que una “interpretación cabal de su obra mística” debe hacerse teniendo en cuenta “el marco de una época tan activa y compleja en el panorama político, cultural y literario mexicano”, pero también, en un contexto más amplio, no olvidando que en esos años la espiritualidad mundial “entró en una crisis profunda como consecuencia de la ‘muerte de Dios’ nietzscheana, las guerras mundiales, el socialismo, las experiencias vanguardistas y después el existencialismo” (“El discurso erótico” 15). Es el fin del aura de Benjamin, un cambio de paradigma profundo desde cuyo punto de vista la conversión religiosa de quien abrazó primero la fe en el poder revolucionario de la poesía, y la utopía de la transformación social después, obliga a una lectura detenida cuando se comprueba que la poesía fue el vehículo de expresión de esa conversión.

Para calibrar la verdadera naturaleza de la poesía religiosa de Concha Urquiza, la lectura del diario –de lo que Méndez Plancarte seleccionó– es fundamental. Lo que se desprende de él es que fusionó en sus poemas su originaria vocación poética –List Arzubide la recuerda “sedienta por penetrar en el misterio de la poesía” (citado en Perdomo 33)– con un hambre espiritual, una pulsión utópica que estuvo en la raíz del comienzo virgen del estridentismo y su sacralización de la poesía como instrumento destructor, transformador y creador. Según Rosario Oyarzún, “veía al poeta como alguien muy especial, alguien que tiene una visión del mundo y de la belleza que no tienen los demás” (citado en Anaya 43), una diferencia que creyó encontrar más en el halo del estridentismo que en la realidad de sus obras. Desde esa perspectiva, las variaciones bíblicas de Urquiza o sus juegos con la mística dejan entrever una nostalgia más amplia de lo religioso en su sentido etimológico, una sed ontológica o un anhelo de trascendencia, que acabó encontrando una fórmula de expresión y materialización en la poesía/oración. En la codificación que la modernidad hizo de la religión del arte, una de las máscaras del poeta fue la del alienado que desplaza su sed existencial a la poesía y aspira a saciarla a través de un lenguaje, el poético, con el que se busca el abrazo imposible del poeta mortal con Venus –dirá Rubén Darío en “Yo persigo una forma”, el poema final de Prosas profanas–, el roce del hombre con la divinidad, con la trascendencia. Frente al rumbo de la literatura de su tiempo, Urquiza parece querer recuperar y llevar al extremo esa religión del arte abandonada, afirmando su disidencia poética pero también vital desde un sitio inesperado en la poesía de entreguerras: su atormentada perseverancia en el amor a Cristo –otra máscara del poeta moderno– al que convierte, desde una autoexclusión del campo literario buscada, en espacio de resistencia, en sosias de la Venus de Darío. En su capacidad de engendrar extrañeza, la opción poética de Urquiza replicando fórmulas de la mística española y puliendo ritmos y estrofas desusados, no solo no es un anacronismo, sino que se convierte en respuesta a una contemporaneidad que la aliena. En su diario llama la atención su obsesión por la oración: un conjunto de palabras del que espera para su vida la misma magia, el mismo sortilegio que la modernidad quiso para la palabra artística:

A veces me ha pasado una cosa natural, pero desconcertante: volver de una oración intensa y darme cuenta, de pronto, como que se me entra por los sentidos, del mundo alrededor de mí. La sensación es de estupor y curiosa tentación de angustia, como quien pasa de un medio físico a otro que le es extraño: había estado viviendo en ese mundo tan diferente, del alma, y me parece que choco con las cosas exteriores, y que me lastima su realidad. (Obras 325)

De hecho, su obra funde oración y poema, fusión incómoda tanto para la ortodoxia cristiana como para las poéticas dominantes a finales de los años 1930 y 1940. Y así, nuevamente, se deduce del diario: la pulsión sensual, profana, que reconoce en sí misma, la lleva a adorar la Belleza, la (H)armonía que persiguieran los modernistas como manifestación de lo bello. Esta atracción perturba la oración y la transforma en poema. El amor a Cristo y a su cuerpo a veces erotizado –su dios es un dios corporizado– se convierte también en amor al poema mismo, al cuerpo poético, a la perfección o (H)armonía que el poema exhibe aún diciendo el dolor, el horror y el vacío; también al sortilegio que pueda derivarse de lo poético como cualidad en sí misma: la ilusión o el eco de trascendencia, de lo abismal o liminal, sea luminoso u oscuro. Urquiza escudriña esa magia en la mística áurea –en Teresa de Jesús, San Juan y, muy especialmente, Fray Luis– pero al recrearla y apropiársela rebosa la ortodoxia cristiana y va más allá: un más allá que habla de enajenación profunda como poeta y mujer en el México de su tiempo –también como persona de su tiempo–, y de restitución del Sentido o su anhelo a través de la oración que, al convertirse en poema, apunta a un sitio crítico de rechazo de las poéticas que sucedieron a la pérdida del aura, y señala, frente al vacío dejado por los ismos, la resurrección de la fe fundacional del arte moderno como disidencia y resistencia frente a la desacralización del mundo. Provocar la revelación a través de la poesía, poesía como conciencia de lo divino. Libre de cenáculos y dinámicas que pudrieran esa intención, en su particular catacumba, Urquiza quiso ser en sus últimos años una “poeta secreta”, como la llamaría José Vicente Anaya, uno de sus mistificadores en sus años cerca del infrarrealismo, esa “orquídea en el desierto” (Anaya 14) que buscarían décadas después Lima y Belano.

El mar inmenso y el horizonte desnudo

Una de las primeras en ver más allá de lo religioso dogmático en la obra de Concha Urquiza fue Rosario Castellanos. En “Presencia de Concha Urquiza”, el artículo ya citado de 1957, la reconoció como madre fundacional de la estirpe de las poetas mexicanas modernas que tomaron conciencia de su condición de creadoras y acabaron con el mito de la ‘poetisa’ y la poesía ‘femenina’, e insistió en que, tanto como el fervor cristiano, la conciencia metapoética explica su obra. Es, dice Rosario Castellanos:

(…) la piedra angular del movimiento poético femenino que alcanza esplendor y desarrollo en México durante la década de 1940. Y decimos que la piedra angular no solo por ser anterior a todas en el tiempo y superior en la calidad, sino porque la tendencia que Concha representó ha sido más o menos inconsciente, continuada y seguida por las demás. Esta manera de concebir la poesía y de practicarla es la que da su sello especial, su carácter, su estilo a la ya abundante poesía escrita por mujeres en nuestro país. (150)

Ese sello combina dos impulsos, el “místico” y el “estético” (Castellanos 150): el primero lleva a Urquiza a la renuncia de la vanidad literaria y el segundo a la admiración por lo bello, por la belleza encarnada y por la belleza formal del poema cultivado y cincelado con conciencia, en las que percibe una altura ética, además de estética, que la llevó a defender la poesía de Lorca o Herrera y Reissig ante su confesor. Efectivamente, más libre de dictados grupales, modas o escuelas, según se argumentó al comienzo de este trabajo, en la poesía mexicana escrita por mujeres desde Urquiza hasta, al menos, finales del siglo XX, se distingue como corriente dominante una espiritualidad compleja que se eleva sobre las poéticas entronizadas, abordada desde diferentes y heterodoxos flancos y, a la vez, un trabajo pulcro y minucioso con el lenguaje, un culto al poema que no es preciosista pero sí reverencial. En el caso de Urquiza, la fusión de los dos impulsos –el místico y el estético– en el horizonte cultural del México de comienzos de los cuarenta acabó convirtiéndose en un intento heroico por preservar el mito moderno de la poesía –el poema como fruto del roce con lo trascendente– para protegerla de los horrores del mundo –también del mundillo cultural–, lo que justifica su buscada autoexclusión de la contemporaneidad canónica y su despreocupación por publicar.

Aunque otras poetas como Dolores Castro, Elsa Cross o Ethel Krauze han reivindicado el valor seminal de Concha Urquiza, me detendré en la más reciente y estimulante recuperación de Cristina Rivera Garza, hecha desde la poesía misma. En 2005 Rivera Garza publicó Los textos del yo, volumen que recoge tres poemarios: La más mía (1998), un reencuentro de la autora con su madre a partir de su hospitalización, Yo ya no vivo aquí (2003), y ¿Ha estado usted alguna vez en el mar del norte?, que completa el reconocimiento que Rivera Garza hace de sí misma a través de otras mujeres iniciado en La más mía. Es en ese tercer poemario donde Concha Urquiza ocupa un lugar central.

Para entender este rescate hay que tener en cuenta que gran parte del proyecto literario de Rivera Garza “surge a partir de una confrontación de textos ajenos y propios” (Sánchez Aparicio 144), un militante escribir con otros (con otras) que explica en Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación, publicado en 2013. “Todo acto de escritura” es, dice Rivera Garza, “un acto de activa apropiación”, entendido como “una práctica productiva y relacional, es decir, un asunto de estar con otro que es la base de toda práctica de comunidad, mientras esta produce un nuevo texto, por más que parezca el mismo” (62), previa desapropiación del texto confrontado. Este proceso, al implicar “una renuncia al aparato comercial y político de la industria cultural” (Sánchez Aparicio 138) encuentra en el autoaislamiento de Urquiza un cauce natural. Surge de esa dialéctica el concepto de “cadáver textual” (Los muertos 24), que implica que para que un texto pueda ser diseccionado, analizado y comprendido en su complejidad, exhumado, resucitado y revivido, debe ser antes desposeído de su autoría: así inicia su apropiación quien se asoma a la entraña del texto ajeno, un diálogo profundo con la obra que crece cuando es recontextualizada e inscrita en una nueva comunidad –o “comunalidad”, prefiere Rivera Garza– de lectores. Esta poética explica las inscripciones de la poesía de Alejandra Pizarnik en su novela La muerte me da (2007), de Ramón López Velarde en Diez ensayos sobre el color (2011), de la mística Hildegard von Bingen (1098-1179) en Viriditas (2012) o de Amparo Dávila en La cresta de Ilión (2004). Otro concepto fundamental en el pensamiento de Rivera Garza es el de utopía, asociado a los poderes del lenguaje en general y del poético en particular: la idea, además, de la utopía como libertad, como incondicionalidad abismante, como un horizonte posible que para la escritora solo se avista desde lo liminar, lo fronterizo o el margen, a los que conduce, llevado a su extremo, el lenguaje poético. Una última clave para comprender a Rivera Garza es el feminismo, militancia desde la que, apunta Abreu Mendoza, articula su proyecto de “rescate de escritoras olvidadas” (293) como Amparo Dávila o Alejandra Pizarnik, pero también Urquiza: la creación de una genealogía feminista mediante el diálogo profundo con las autoras a través de un proceso de apropiación de sus textos.

¿Ha estado usted alguna vez en el Mar del Norte? está escrito desde un yo autorial que se identifica como tal, pero que se define desde su pertenencia a un yo plural, un nosotras, que a lo largo del poemario se llena de nombres concretos: desde el principio, y como núcleo primordial, los de Amaranta Caballero, Abril Castro y Maggie Triana, a las que se suma Rivera Garza. Son “Las feministas”, según el poema de ese título, activistas del Colectivo Interdisciplinario La Línea que empezó su actividad en Tijuana en 2002 y cuyo nombre evoca lo fronterizo como seña de identidad e instancia enunciativa, que se superpone a la localización geográfica de Tijuana. Esa convergencia de mujeres y voces conduce a una idea central en el poemario: cómo las mujeres inconformes que se buscan a sí mismas contra las marcas socioculturales patriarcales heredadas, funcionan como espejos unas de otras y se devuelven, en la disección del espejo –similar a la del texto– una imagen más auténtica de sí mismas. El grupo viaja a Tijuana, en Baja California –Ensenada, en Baja California, fue el último destino de Urquiza– y comparte dos espacios superpuestos: la habitación de un hotel olvidado y abandonado que evoca otros abandonos y olvidos femeninos y opera de cuartel general, refugio y descanso; y la playa de una isla a la que las mujeres se desplazan en barco, una playa fantasmagórica y prismática, un lugar en suspensión que evoca el islote en el que se ahogó Urquiza.

Sentadas frente al mar, ven emerger a Concha Urquiza en medio de un “oleaje mercurial” (Los textos del Yo 1199), pedir un cigarrillo y una copa y sentarse con ellas, como si perteneciera a ese colectivo que, desde el nombre, evoca el modo en que Rivera Garza se apropiará de su poesía fundacional: como un cuerpo verbal liminal, como frontera abisal o gozne entre lo visible y lo invisible, lo mortal y lo divino, el cuerpo y la trascendencia gracias al poder de la palabra poética. Un vocablo se repite en el poemario para indicar ese sitio que aparece y desaparece; “iridiscencia”, “iridiscente”: “La iridiscencia que, sobre el oleaje marino, parece/ un agujero que conectara a este mundo con otro/ todavía imposible. Todavía divino” (Los textos del Yo 1245). Lo iridiscente y lo mercurial, la isla solitaria y la habitación de hotel tensan la pregunta que recorre el poemario, “¿existió alguna vez el horizonte?”, duda plasmada en el vuelo de palomas blancas que llenan la habitación de excrementos.

En esa orilla, en ese límite en el que convergen desapropiación, apropiación, la utopía y su negación, la violencia contra las mujeres y el feminismo, la irrupción de Urquiza sella el espacio compartido, esa fisura abierta, a través de la palabra poética. Ese o eso es, en el poemario, el Mar del Norte: una aventura solitaria y ascensional ahora compartida, un buceo a través del lenguaje en torbellinos y marejadas, abismos y epifanías, los dominios de la que será llamada alternativamente “La Sumergida”, “La verdadera adicta”, “La Más Verdadera”, “La Arpía”, “La Dichosa”, “La exmuerta”. En el paisaje marino que Rivera Garza construye, el mar como sima y promesa, como oscuridad y luz, como oleaje y transparencia, se funde con la poesía de Urquiza y con Urquiza misma. Es probable que Rivera Garza juegue con las descripciones que de ella hizo Tarsicio Romo, descolonizando del juicio cristiano las imágenes que usó el confesor:

A menudo los labios prorrumpieron en rebeldías con sones de tormenta que se avecina, con bemoles de exasperación, con frases cortantes y tajantes, que hallaron por fin un dique adonde venían a morir las olas de su embravecida fantasía y de su voluntad sin cadena. (…)

Alguna vez pretendieron arremolinarse las viejas rebeldías y se eclipsó el cielo sereno y se ennegreció con mechones de tempestad; pero al fin, en la paz de Dios, la movible inquietud de las olas cortó aquella vida noble y bravía y ofrendó –contraste hiriente de la inmensidad embravecida- un alma rebelde, convertida ahora en sumisa ovejuela bajo la mano de Dios. (Méndez Plancarte xxxiv-xxxv)

La ahogada que surge de las profundidades y alcanza la playa –“La Sumergida” convertida en “La Emergida”– encuentra por fin en esa orilla un espacio en el que será acompañada y hará compañía, mientras contempla obsesivamente el mar. Desde la militancia feminista y poética, Rivera Garza resucita a Urquiza releyendo su poesía mística tras desenterrar y diseccionar su cuerpo textual, y la hace fumar, beber y hablar ante el mar amenazante y promisorio, ofrenda de un otro lado de este mundo que es “árido, doloroso, y sobre todo amenazador: un abismo sombrío” (Obras 345). Entre el horror y la plenitud, entre la vida y la muerte, única y sola, pero por fin en compañía, Urquiza es redimida por estas mujeres que convocan su regreso de las aguas y anhelan que les hable, en “el Café de Todos” (Los textos del Yo 1359) en el que se dan cita los nombres de Butler, Cixous, Wittig, Peri Rossi, Pizarnik, Acker o Stein, de ese otro lado que cruzó primera. Como ella hiciera con la de Teresa de Jesús, San Juan o Fray Luis, su mística es desapropiada y reapropiada por Rivera Garza como exploración del límite, puerta que articula el adentro y el afuera, lo humano y lo divino, nuevamente el abrazo del poeta con Venus, de la poeta con Cristo-Dios. Si para Rivera Garza el límite (el roce con lo otro, el avistamiento de lo otro) es fundamental –es transgresión; es poder, misterio; y es también, por lo mismo, sitio de peligro y pérdida, de visión o éxtasis, de trascendencia–, Concha Urquiza aparece como su habitante natural y primigenia, ser limítrofe que, en su no lugar –o lugar de la paradoja y del encuentro de los contrarios–, encarna la utopía: “La boca de la bahía. Los labios/ de la costa. La lengua del litoral. El beso. El cruce. / El más allá” (Los textos del Yo 1250).

Un desierto sin límite

En 1998 Roberto Bolaño publicó Los detectives salvajes, una literaturización de su pasado infrarrealista en el que fue fundamental la mitificación del estridentismo como movimiento olvidado que encarnó el espíritu de las vanguardias y su restitución como agente desestabilizador del establishment literario mexicano de los años setenta.14 El porqué y el cómo de esa literaturización se entiende mejor teniendo en cuenta libros anteriores como La literatura nazi en América o Estrella distante, escritos en una época de decepción profunda del autor con la literatura y desde un sentimiento de derrota o fracaso personal muy ligado al derrumbamiento de las expectativas del credo infrarrealista. En cierto modo el infrarrealismo, como hijo de las vanguardias históricas, repite su mismo destino: el fracaso del mito de la palabra poética revolucionaria, fracaso que en La literatura nazi en América o Estrella distante se tradujo en el señalamiento de sus causas –la podredumbre del mundo literario, la impostura, la delirante relación entre revolución estética y vital, entre vanguardia artística y política–, causas que, con otros ropajes, erosionaron también el furor infrarrealista. En esos libros se constatan la fulminación dolorosa del mito moderno de la poesía y el arte y el nihilismo resultante, fruto del miedo al vacío y a la nada. Es el triunfo de un paradigma que entierra al anterior: aquel que hizo de la poesía una forma de religiosidad, una forma de expresar el anhelo de lo trascendente y evocarlo.

Unos años después, Bolaño busca revertir ese nihilismo con Los detectives salvajes, una novela escrita en la tradición “aventurera”, tras los anteriores, pertenecientes a la “apocalíptica”,15 lo que explica su estructura como libro de viaje, búsqueda y exilio, tres modos de combatir la parálisis del vacío en tanto implican una dirección, un fin, una meta. El Bolaño que escribe este libro ha nadado en aguas posmodernas. Sin encontrar del todo su sitio, pero impregnado de ellas, regresa con mayor conciencia crítica a la poética moderna y busca recuperar el hálito idealista que nutrió su juventud.

Bolaño explicó su paso de lo apocalíptico a lo aventurero, de lo posmoderno a lo moderno, o del relativismo al utopismo en “Literatura + enfermedad = enfermedad”, una conferencia incluida en El gaucho insufrible que Bolaño había integrado antes fragmentaria y estratégicamente a lo largo de Los detectives. En ella ahonda en las raíces de la tradición poética moderna e identifica, a través de sus maestros, lo que para él constituye el tema por excelencia de esa tradición: la resignación como enfermedad, palabra esta, resignación, con la que parece apelar al relativismo posmoderno y su renuncia al aura. Desde esa premisa comenta “El viaje” de Baudelaire y “Brisa marina” de Mallarmé, con referencia también a la obra y vida de Rimbaud. El poema de Baudelaire es, dice, el más lúcido de la modernidad, pero también “un poema enfermo, un poema sin salida” (El gaucho 147): el poeta-viajero parte con fe para descubrir que en la meta están el vacío y la nada, quedando atrapado en el horror, es decir, anuncia la tradición apocalíptica, consciente del fracaso. Rimbaud habría llevado al extremo la experiencia alucinada del límite, renunciando a seguir para evitar la profanación de sus iluminaciones y congelándose como poeta en la frontera, en ese gozne en el que Rivera Garza ubica a Concha Urquiza, entre lo mercurial y la iridiscencia. Y el poema de Mallarmé, en la tradición aventurera, ofrecería una salida a la derrota inevitable que parece inherente a la condición humana y que hace sucumbir el mito de la poesía como roce con lo trascendente, como el fruto del abrazo del poeta con la Venus, una y otra vez. La salida es “volver a empezar, aun a sabiendas de que el viaje y los viajeros están condenados” (El gaucho 155), resucitar una y otra vez la fe, el impulso virgen que inauguró la marcha, una fe intangible que la modernidad cifró, dice Bolaño, en “aquello que sólo se puede encontrar en lo ignoto” pero también es “lo que siempre ha estado allí” (El gaucho 158), que el poeta no alcanzará, aunque tal vez avistará, y en cuya búsqueda escapará del abismo, el terror y el dolor.

El Bolaño que escribe Los detectives salvajes ha sufrido el apocalipsis de Baudelaire y adoptado la salida de Mallarmé. Desde ahí se entienden las dos búsquedas de la novela: de un lado, la de Cesárea Tinajero, personaje que, según José Vicente Anaya se inspiró en Concha Urquiza (Anaya y Yépez 136); y de otro, la de Arturo Belano y Ulises Lima. La primera se corresponde con el poema de Baudelaire y la segunda con el de Mallarmé. La primera la emprende Belano, el alter ego del Bolaño que en los setenta quiso seguir la estela de Rimbaud, cuya leyenda se funde con la de Cesárea Tinajero y con el destino de Belano, que en su nombre y final ignoto en África cimenta ese linaje. Y la segunda la emprende el Bolaño de los noventa, que sigue siendo y ya no es el que en 1976 se entrevistó con Maples Arce, Arqueles Vela o List Arzubide y redactó los manifiestos infrarrealistas, y adopta para resucitar, para sobrevivir, la salida de Mallarmé. Por eso el hombre Bolaño empieza a escribir la novela, en el calendario real, cuando el personaje Belano desaparece en África, según la cronología de la ficción. Yuxtaponiendo las dos búsquedas, se narra una caída en el abismo y su posterior resurrección, un volver a escuchar el canto de los marineros, un volver a sentir la brisa marina, como propuso Mallarmé: el regreso a la tradición aventurera. Las búsquedas de Belano y Bolaño son la misma y no lo son. Los dos buscan en la poesía saciar un hambre inefable o, expresado de otro modo, resolver un doloroso extrañamiento existencial. Pero lo hacen desde convicciones distintas: para el joven e ingenuo Belano, como para el viajero de Baudelaire, su motor es una fe pura que desconoce estar condenada al fracaso; para el nada inocente Bolaño, como para Mallarmé, el motor es la resistencia, la persistencia heroica en la búsqueda y la fe aun sabiéndose derrotado de antemano.

El punto de partida de ese doble viaje-búsqueda-exilio es la literaturización que Bolaño hace de su vida entre 1973 y comienzos de los noventa a través de Belano: la narración de un proceso de pérdida de fe e inmersión nihilista en la derrota, que culmina con el grotesco final de la búsqueda épica de la diosa/madre Cesárea Tinajero. Muchos elementos que componen este personaje dan la razón a José Vicente Anaya y es plausible ver en él una parodia, no solo del mito de Concha Urquiza sino de su búsqueda: Tinajero, única mujer estridentista, autora de un poema mágico y secreto que ha sobrevivido puro sin la mancha del aparato cultural, es un personaje en permanente fuga, como lo fue Urquiza, un fantasma que huye de la profanación y acaba desapareciendo en la frontera –de nuevo lo liminar, el gozne– que, frente al Mar del Norte de Rivera Garza, es ahora el desierto de Sonora, una intemperie y un autoexilio –una huida de la contemporaneidad– que acerca el personaje a Rimbaud y su dilución en África. En el itinerario que recorren Lima y Belano buscando a Cesárea Tinajero, la abundancia de referencias literarias hace que Bolaño trascienda su caso particular y lo convierta en paradigma de la experiencia del poeta del siglo XX en su paso de la modernidad a la vanguardia, su crisis y, finalmente, la posmodernidad. Lima y Belano son, en el México de los setenta, reencarnaciones del espíritu originario de la vanguardia, el mismo que encandiló a Concha Urquiza; por eso, su “realismo visceral” es, más que una estética, un impulso que irá perdiendo fuelle cuando salga a relucir la verdadera deriva de los mitificados estridentistas o cuando la vinculación con las revoluciones de Cuba y Nicaragua tras la masacre de Tlatelolco y la victoria de Pinochet, tan promisoria como fue la adhesión del estridentismo a la revolución mexicana, acabe en desencanto. Si otros poetas y/o revolucionarios quedan satisfechos con esas vías, Belano y Lima, como antes Urquiza, convertida en la diosa mater Cesárea Tinajero, emprenderán otras búsquedas, otros viajes, otras rutas para su sed.

En esta variante mexicana sobre el destino del poeta que no renuncia al aura, a la sacralización de la poesía, Cesárea Tinajero es el último ingrediente: es la poeta que en su pureza y su autoexilio encarna la poesía, del mismo modo que Urquiza, entregada a la extemporaneidad de la poesía mística, mantuvo vivo el paradigma de la palabra poética como religare. Como encarnación de la poesía que Lima y Belano persiguen, es la Venus que Darío ubicó en el altar de la selva sagrada, pero revisada por la experiencia de Bolaño, sabedor del final: vieja y grotesca, perdida en el desierto, encontrarla significará ultrajarla y enterrarla, un ultraje del que Urquiza, con su temprana y hasta poética muerte, sí pudo escapar, dando pie a que su leyenda se replicara, como el viaje evocado en “Brisa marina”, una y otra vez. Cesárea encarna así un mito que se derrumba, necesariamente, para poder volver a nacer: es el arte “desaparecido” que dejaba a Urquiza en la desolación en El reintegro, la herida “en la divina noche” que le susurraba un fantasma –el de Homero– del Café de Nadie, la ilusión muerta que, para ella, volverá a nacer en Cristo y en la poesía con la que buscó su abrazo. Muerto el mito, muerta la utopía, Belano y Lima inician su errancia por el vacío y el horror transitando sucesivos callejones sin salida. Pero Belano será rescatado por Bolaño, el hombre que decide reactivar su fe perdida según propuso Mallarmé: “volver a empezar desde cero” (El gaucho 146), emprender el viaje de nuevo, sustituyendo a Cesárea Tinajero como diosa hacia la que peregrinar por la efigie de sí mismo, del joven radical que fue, el Belano puro anterior a la derrota, una equivalencia esta, la de Tinajero y Belano, que explica que este reconozca en uno de sus sueños lo único que leerá de ella: el poema “Sión”. Lo que queda al final de la novela es el poema secreto de Cesárea Tinajero, su legado final, similar al que Rivera Garza reconoce en Concha Urquiza: una ventana de líneas discontinuas que comunica lo que está adentro y lo que está fuera, la expresión más limpia de la poesía como frontera, como gozne, como límite y una pregunta, “¿qué hay detrás de la ventana?” (Los detectives 609), que equivale a la que permea ¿Ha estado usted alguna vez en el Mar del Norte?: “¿Existió alguna vez el horizonte?”.

Obras citadas

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Urquiza, Concha. El corazón preso. Edición de José Vicente Anaya. Toluca: Universidad Autónoma del Estado de México, 1985.

Notas

* Artículo de investigación.

1 La selección formará parte de una antología de poéticas femeninas latinoamericanas coordinada por Milena Rodríguez, María Lucía Puppo y Alicia Salomone, que publicará la editorial Pre-Textos (Valencia, España).

2 Arqueles Vela, amigo de su hermana María Luisa y de su esposo, fue su vía de entrada al estridentismo (Anaya 37). List se ha referido a esta relación desigual: “yo advertí que Conchita estaba verdaderamente enamorada de Arqueles, él fue siempre un conquistador”; ella era “una mujer expuesta con admiración ante un hombre a quien ella sentía su igual espiritualmente” (Anaya 60). Arqueles, que estaba casado, no habría correspondido a Urquiza con la misma intensidad.

3 El reintegro –172 páginas que han sido parcialmente editadas– estuvo en posesión de José Cardona, amigo de Urquiza en los años de militancia comunista; Cardona debió ser el autor del dactiloscrito de 1948 del que, en los años 1970, José Rojas Garcidueñas depositó una copia en el Centro de Estudios Literarios de la UNAM. Urquiza lo habría escrito a principios de los treinta –hay fragmentos datados en 1928, 1929 y 1930, aunque la mayoría son de 1933–. Aunque María Teresa Perdomo lo considera un documento “sin plan a seguir, con capítulos inacabados, pasajes incomprensibles y confusos” e “impublicable” (36-37), los fragmentos que ella reproduce –y reproducen otros estudiosos y estudiosas– apuntan más bien a un interés considerable. Perdomo transcribe las páginas finales, que se desarrollan en El Café de Nadie, y es difícil no entenderlo como balance del dramático alejamiento de Urquiza de un movimiento cuya desnaturalización le decepcionó profundamente.

4 ¿Quién te ha herido en la divina noche? es un verso de Homero que Urquiza retomará después en sus cartas a Tarsicio Romo (Obras 310), identificándose nuevamente con él.

5 León Vega (Concha Urquiza: “De principios contrarios engendrada”) reproduce varias páginas de El reintegro. De ellas extraigo la cita.

6 Aunque Gabriel Méndez Plancarte, su primer editor, menciona esa etapa comunista como anécdota sin importancia, “los que la conocieron en aquella época”, cuenta el jesuita Xavier Guzmán Rangel, su alumno en Morelia, “dicen que Concha fue una mujer de izquierdas que los ayudó mucho en su causa y que luchó con ellos” (Anaya 68). Guzmán se hace eco del testimonio del mencionado José Cardona, también comunista entonces y muy próximo a Urquiza, que le habló de un diario en el que “reflejaba sus inquietudes y temperamento rebelde, de una Concha que se había separado de su familia para entregarse a una vida de lucha, una vida arriesgada, peligrosa” (68). No hay noticia de ese diario, a menos de que se trate de El reintegro. De sus actividades comunistas habla también Guillermina Llach (Anaya 74). Según Perdomo, colaboró en El Machete, sin que sea posible identificar sus artículos, que firmaba “una comunista” (22).

7 La congregación fue fundada en 1914 por Félix de Jesús Rougier, sacerdote marista de Auvernia que, tras un largo periplo, recaló en México. Fascinado por la Espiritualidad de la Cruz que lideraba Concepción Cabrera e inspirado por sus escritos místicos, puso en marcha la congregación con Cabrera como figura tutelar. A Urquiza tuvo que atraerle la difícil historia de la modesta congregación, que sorteó hostilidades durante la revolución y la guerra cristera, tan inspirada en la figura de una mujer con fama de mística y santa que murió en 1938, el año en que ingresó, como veremos, en el convento de las Hijas del Espíritu Santo. Esta comunidad se fundó en 1924 y tuvo también su historia de persecuciones en los años cristeros. El noviciado al que ingresó en Morelia se había puesto en marcha en 1934 con un número muy reducido de postulantas. Romo, hijo espiritual de Rougier y autor del libro Oye Conchita sobre la inspiradora de la congregación, estaba en Ensenada, donde recaló Urquiza en 1945, desde 1943.

8 Méndez Plancarte cita en su introducción a Obras. Poemas y prosas un fragmento de una carta a Romo (1 de mayo de 1939) donde se produce esta defensa, pero no incluye después la carta completa en su selección del epistolario.

9 “A los que teníamos 20 años nos llenó de estupor y admiración; llegábamos apenas a la literatura y de manos a boca tropezábamos con una artista que alcanzaba las cumbres de Sor Juana. Andábamos sacudiéndonos la sombra de la sumisa catolicidad mexicana y oíamos decir: ‘pero además es mujer de aquí y allá, anda en los cafés y guaridas, tiene toda clase de amigos, pelea como león, se desvela, fuma, bebe, si se enamora de un hombre va a por él’. ¿Pero dónde está? ¿dónde la encontramos? ‘murió hace dos años, en el mar de Ensenada’. Lloré. No me parecía necesario ni justo, y me di a preguntar por ella y nadie decía nada preciso, como si su paso entre los que la conocieron hubiera sido fugaz o misterioso o un poco invisible” (Alvarado 10).

10 Algunos testimonios hablan de que, yendo a México, habría intentado huir de una nueva relación con otro hombre casado y de la reiteración de errores ya vividos.

11 Dice haber respetado “los poemas o grupos de poemas que la autora dejó ordenados y titulados, como los ‘Sonetos bíblicos’, las ‘Variaciones sobre el Evangelio’, los ‘Cinco sonetos en torno a un tema erótico’ y el díptico de sonetos ‘Nox’”, y haber distribuido en secciones temáticas los muchos poemas que no ordenó (xlvi-xlvii). Estudiosos y estudiosas posteriores han ido recuperando los poemas de juventud, que pueden leerse en El corazón preso, la edición más completa hasta hoy de la poesía de Urquiza, preparada por José Vicente Anaya (Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México, 1985; México, CONALCULTA, 2001). Algunos poemas más, muy tempranos, aportó Margarita León Vega (“Concha Urquiza: poemas”).

12 Algunos poemas de Urquiza habían aparecido antes en Labor, Ábside, Lectura, Rueca, México al día, Juventud y Saber, y en dos revistas de San Luis Potosí, Lagos de Morelia y Aula, según indica Méndez Plancarte (xi). Los pocos estudios que existen sobre Urquiza repiten que en el convento no se le permitió leer o escribir y que cuando se supo que abandonaría los votos las hermanas “quemaron gran parte de su obra poética” (Ruiz Godoy 101). Según Rosario Castellanos, “muchas personas que la conocieron y la trataron de cerca afirman que lo que se ha recopilado no es más que una parte muy fragmentaria de lo que dejó hecho”, y que “se ha escamoteado al público” poesía profana y erótica que también escribió (150). Sea como fuere, es difícil creer que entre 1928 y 1937 no escribiera nada.

13 Coinciden varios testimonios: según Guillermina Lach “fue muy fecunda, escribía siempre y regalaba sus poemas. Redactaba sonetos muy bellos en las servilletas de los cafés que frecuentaba y los regalaba a los amigos” (citado en Godoy Rivera 135); o según Xavier Guzmán Rangel, “no le daba mucha importancia a lo que escribía, no lo guardaba. Lo que hacía nos lo dedicaba y regalaba en el momento o después nos lo mandaba” (Anaya 66).

14 Retomo aquí la lectura de Los detectives salvajes que propuse en “Epílogos y epitafios de la vanguardia” (García 127-147).

15 Aunque las llama así –“tradición aventurera” y “tradición apocalíptica”–, en su reseña de Huesos en el desierto de Sergio González Rodríguez (Entre paréntesis 215), Bolaño las explicó más detenidamente en “Nuestro guía en el desfiladero”, su prólogo a Las aventuras de Huckleberry Finn: “Todos los novelistas americanos, incluidos los autores de lengua española, en algún momento de sus vidas consiguen vislumbrar dos libros recortados en el horizonte, que son dos caminos, dos estructuras y sobre todo dos argumentos. En ocasiones dos destinos: Uno es Moby Dick, de Melville, el otro es Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain” (Entre paréntesis 269). El primero es la llave de “los territorios del mal” y está marcado por la derrota; el segundo es la llave de “la aventura o la felicidad”. Los escritores americanos, continúa, “beben en esos dos pozos relampagueantes. Todos buscan en esas dos selvas su propio rostro perdido” (Entre paréntesis 270). Bolaño explicitó ese vínculo en el programa de mano que se entregó cuando recibió del Premio Rómulo Gallegos: “creo ver en esta novela una lectura, una más de las tantas que se han hecho en la estela de Huckleberry Finn de Mark Twain; el Mississippi de Los detectives es el flujo de la segunda parte de la novela” (Entre paréntesis 327).

Notas de autor

a Autora de correspondencia. Correo electrónico: rosa@uhu.es

Información adicional

Cómo citar este artículo: García Gutiérrez, Rosa. “Genealogías poéticas mexicanas: Concha Urquiza y lo espiritual como disidencia”. Cuadernos de Literatura, vol. 27, 2023, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl27.gpmc

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