Theatrum passionis: imaginarios y sociabilidades en torno a la ópera en cuatro narradoras hispanoamericanas del siglo XIX*

Theatrum Passionis: Opera Imaginaries and Sociabilities in Four Hispanic American Female Narrators of the 19th Century

María Lucía Puppo

Theatrum passionis: imaginarios y sociabilidades en torno a la ópera en cuatro narradoras hispanoamericanas del siglo XIX*

Cuadernos de Literatura, vol. 27, 2023

Pontificia Universidad Javeriana

María Lucía Puppo

Pontificia Universidad Católica Argentina, Argentina


Recibido: 31 enero 2022

Aceptado: 06 mayo 2022

Publicado: 30 junio 2023

Resumen: La centralidad de la ópera en el sistema de géneros musicales del siglo XIX impulsó la circulación de un repertorio de argumentos, personajes y melodías que permearon los imaginarios de las élites letradas americanas. Novelas románticas, positivistas, decadentes y modernistas refieren a la educación musical de sus personajes, describen funciones de ópera y, en algunos casos, presentan tipos humanos ligados a su esfera profesional (la prima donna, el tenor, el empresario). En este trabajo se examinarán los usos del imaginario amoroso y las representaciones de la sociabilidad en torno a la ópera que vehiculizan cuatro novelas escritas por mujeres.

Palabras clave:ópera, sociabilidad, imaginarios eróticos, escritura de mujeres, siglo XIX.

Abstract: The centrality of opera in the system of 19th century music genres gave impulse to the circulation of a repertoire of plots, characters and melodies that permeated the imaginaries of Hispanic American literate elites. Romantic, positivist, decadent and modernist novels refer to the musical education of their characters, describe opera performances and, in some cases, include human types linked to its professional sphere (the prima donna, the tenor, the businessman). This paper traces the uses of opera erotic imaginaries and the representations of its sociability in four novels written by women.

Keywords: opera, sociability, erotic imaginaries, women’s writing, 19th century.

La narración del espectáculo

La música es el lenguaje más sublime de la historia de las pasiones, es más elocuente que la palabra… Juana Manso (75)

Durante el siglo XIX la ópera tuvo un rol central en el sistema de géneros musicales e impulsó la circulación de un vasto repertorio de argumentos, personajes y melodías que portaban fuertes contenidos simbólicos. En las incipientes naciones hispanoamericanas, el género lírico fue considerado por las elites como un factor de civilidad que, sin emparentarse con una tradición cultural autóctona, permitía dirimir “un ideal de identidad y una relación social específica” (Pasolini 229). Como explica Vera Wolkowicz, “[s]i bien al principio las novedades musicales llegaban unos años después que en Europa, y a veces de manera fragmentaria e incompleta, hacia fines de siglo XIX el éxito del género sumado a la bonanza económica de algunas capitales de América y la crisis europea alrededor de la primera guerra mundial, hicieron posible el apogeo del canto lírico en el continente” (13). ¿Qué huellas de ese apogeo atestigua la literatura de la época? ¿Qué imaginarios y qué formas de sociabilidad en torno a la ópera se cristalizan en las novelas románticas, positivistas, decadentes y modernistas que, surgidas en suelo americano, recorren el largo siglo XIX?

Hacia 1870, en las principales ciudades hispanoamericanas se publicaban asiduamente reseñas y crónicas de funciones de La Scala, la Ópera de París o Covent Garden. La prensa ofrece testimonios del desarrollo de la cultura musical, la presencia de maestros de música y la publicidad de los teatros y las compañías que montaban los espectáculos locales. Una primera incursión en el terreno literario nos enfrenta con una serie de novelas y cuentos que dedican pasajes a la ópera, tales como De sobremesa (1887-1896) de José Asunción Silva, Sin rumbo (1885) yEn la sangre(1887) de Eugenio Cambaceres, y “La muerte de Isolda” (1917) y “La llama” (1919) de Horacio Quiroga. Si hoy resultan clásicos estos textos surgidos de grandes plumas masculinas, la búsqueda debe afinarse para dar con algunas ficciones escritas por mujeres que, aún cuando su calidad es notable, todavía esperan ser incorporadas al canon de las novelas nacionales.1Este trabajo se orienta a explorar en ese corpus durante mucho tiempo olvidado, que comenzó a atraer la atención de las y los estudiosos hace aproximadamente cuatro décadas, gracias a los avances de los estudios feministas y de género.

En los siguientes apartados ofreceremos una lectura contrastiva de Teresa la limeña (1869) de Soledad Acosta de Samper, El lujo. Novela de costumbres (1889) de Lola Larrosa de Ansaldo, La muñeca(1895) de Carmela Eulate y Mecha Iturbe (1906) de César Duáyen (seudónimo de Emma de la Barra). El examen de estas novelas escritas por autoras de trayectorias disímiles y cuatro nacionalidades distintas –colombiana, uruguaya, puertorriqueña y argentina– se desarrollará a partir de los siguientes interrogantes: ¿Qué sentimientos despierta el drama musical en los personajes y cuál es su función en el relato? ¿Qué contactos y qué distancias se establecen entre la ficción operística y los hechos narrados, y entre las mujeres y los hombres espectadores-oyentes? ¿Cómo se articulan en torno a la ópera y su espacio emblemático, el teatro, las polaridades público/privado, culto/popular, criollo/extranjero, cultura latina/cultura sajona?2

Antes de entrar de lleno en el análisis de las novelas mencionadas, vale la pena señalar algunos aspectos relativos al estatuto intermedial de la ópera y de las ficciones literarias que la abordan.3 Música, canto, teatro, poesía, actuación, iluminación, decorados, vestuario y maquillaje se integran en el complejo fenómeno artístico que es la función de ópera, todo ello ofrecido a una determinada audiencia en un peculiar contexto espaciotemporal. Desde el punto de vista de su génesis, la obra es resultado del trabajo conjunto de un libretista y un compositor, cuyos esfuerzos se orientan a articular tres grandes códigos semióticos: el lenguaje verbal, el musical y el dramatúrgico.

Los textos literarios han provisto desde siempre materia a la ópera y, a la inversa, en la ópera cristalizan arquetipos y motivos que eventualmente se trasponen a la literatura. Un vínculo hipertextual específico entre ambas prácticas artísticas se produce cada vez que el lenguaje verbal busca narrar o describir el espectáculo total que constituye una ópera. Una escena paradigmática en este sentido se presenta en el capítulo XV de la Segunda Parte de Madame Bovary(1857). En sus páginas, el narrador flaubertiano da cuenta de las extremas emociones de Emma durante una función de Lucía de Lammermoor en el teatro de Ruan: su cuerpo vibraba “como si los arcos de los violines se deslizasen por sus nervios” (188); las nupcias desgraciadas de Lucía la retrotraían a su propia boda; fantaseaba con Lagardy, el cantante que interpretaba a Edgardo; finalmente, el reencuentro con su antiguo amante León en un intervalo la condujo a abandonar el teatro. Absorbida por su propio mundo interior, Emma Bovary es una espectadora “degradada”. La novela de Flaubert narra irónicamente el doble espectáculo –sobre el escenario y en el palco– apelando a la écfrasis y la puesta en abismo (Gignoux).

Otro ejemplo famoso, en este caso de la literatura argentina, lo provee el Fausto(1866) de Estanislao del Campo: encarnando el tópico del mundo al revés, un gaucho le cuenta a otro su experiencia como espectador de la ópera de Gounod. En el “conflicto puramente cultural” (Ludmer 708) que explora lúdicamente el poema, un autor culto (del Campo) lee la apreciación popular (del gaucho) de un fenómeno de la alta cultura (una representación operística), en una instancia de parodia y carnavalización bajtiniana (Carreño-Rodríguez).

La música, el alimento del amor

If music be the food of love, play on;

Give me excess of it, that, surfeiting,

The appetite may sicken, and so die.

William Shakespeare, Twelfth Night, I, 1 (641)

Al comienzo de Noche de Epifanía (Twelfth Night) de Shakespeare, un personaje define la música como “el alimento del amor” (12). Es probable que esta frase haya resultado más verdadera que nunca en el siglo XIX, cuando la ópera ponía en escena “los complejos entramados de la sexualidad, la identidad, el género y el deseo” (Kramer 1) asociados a las grandes pasiones que no estaban permitidas –o en todo caso, no eran aconsejables– en la vida cotidiana.

Las melodías de ópera cumplen un rol central en la trama de Teresa la limeña (1869), una de las primeras novelas de la colombiana Soledad Acosta de Samper (1833-1913). La escena inaugural de la novela sitúa a la protagonista en un balcón que da al mar, en la playa de Chorrillos. Está sola y llora; ha concluido la lectura de un libro. Una banda de música toca en el malecón y la brisa trae sus “acordes inciertos” (75). La voz narradora informa que se oyen fragmentos de Lucia, Norma y un vals de La Traviata que desata en Teresa el “recuerdo importuno” de Roberto (76). A partir de aquí, todo el relato será una gran analepsis que contará la vida de Teresa desde su nacimiento hasta su situación actual. Hija de un padre rico y huérfana de madre, se educó en un convento de París, donde entabló amistad con la francesa Lucila. Las cartas de las amigas van trazando un puente entre el viejo y el nuevo mundo, pues, ya en edad de casarse, Teresa regresa a Lima. Su padre ha decidido ofrecerla en matrimonio a León Trujillo, un joven perteneciente a una familia con la que él tiene negocios. Antes de la boda, Teresa se encuentra sola en Chorrillos y, una noche, experimenta una fuerte melancolía. Se nos informa que abrió su piano y “recordó los trozos más sentimentales de su repertorio” (102). Prosigue entonces la narración:

Acababa de tocar la última aria de la Lucia, y abriendo los cristales de una ventana que daba sobre el malecón, se apoyó allí algunos momentos. La noche estaba muy oscura y cubierta por un espeso manto de nieblas, al través del cual se traducían algunas estrellas cuya luz opaca parecía la de ojos enturbiados por las lágrimas. Sentíase Teresa oprimida por cierto presentimiento que no podía definir. Iba ya a retirarse de la ventana, cuando de repente oyó repetir la misma aria cantada por una magnífica voz de barítono. La voz se elevaba pura y llena de unción y Teresa creyó oír en ella cierto acento misterioso que le llegó al corazón. Permaneció silenciosa y sin atreverse casi a respirar hasta que terminó el canto, cuyos acentos deliciosos salían de una casita situada al frente y en la que brillaba una luz en medio de las sombras. Estuvo esperando un cuarto de hora, pero como siguiera no interrumpido el silencio volvió a su piano; muy agitada, tocó un trozo de Norma e inmediatamente abrió la ventana. Algunos instantes después el canto volvió a contestar, imitando perfectamente lo que había tocado. (102-103)

Como en otros pasajes de la novela, se plantea una correspondencia entre el espacio exterior y el mundo interior de la protagonista. En la noche oscura se destaca, de pronto, la luz brillante que se asocia a un encuentro inesperado. En ese cuadro nocturno el hombre desconocido es literalmente una voz, como puede decirse de los personajes de la ópera. Si consideráramos, siguiendo a Carolyn Abbate, que Teresa encarna aquí la “voz musical” (X), estaríamos frente a un dúo amoroso configurado al modo de un fuoriscena operístico.4Agrega después la narradora:

Este inesperado diálogo la llenó de placer, tanto por su novedad cuanto porque, habiendo recibido una verdadera educación musical, su espíritu simpatizaba con las inspiraciones de los maestros más serios. Cuando el cantor concluyó, quiso poner a prueba su ciencia y tocó la preciosa “Serenata” de Don Juan de Mozart. Nunca había podido obtener que León la cantara siquiera medianamente, aunque la había hecho trasponer por un artista para tenor. Apenas acabó ella de tocar, la bella voz entonó el aria con una limpidez y perfección tales, que se echaba de ver que conocía a fondo esa música; música que, por lo mismo que es sencilla y parece fácil, requiere mucha expresión. El canto no tenía acompañamiento ninguno, y así la serenata perdió la ironía y la burla que la hacen tan original, pero ganó en expresión lo que perdía en fondo. Evidenciábase, pues, que el cantor desconocido era un artista consumado; pero esa misma perfección desanimó a Teresa, ocurriéndola que tal vez pertenecía a la compañía lírica que acababa de llegar a Lima, y cerró su ventana y se retiró un tanto apesarada.5 (103)

Este fragmento pone en evidencia el grado de “educación musical” que podía tener una joven criolla en el Perú anterior a la guerra del Pacífico y, por cierto, el que demostraba tener la propia Soledad Acosta, quien se había desempeñado como crítica de teatro y de ópera para periódicos de Perú y Colombia durante su estancia europea. En el mundo de la novela, el juego que comparten Teresa y el cantante misterioso funciona como un preludio a la línea argumental más importante, que será –por supuesto– la de su historia de amor. Desde el principio queda establecido el contraste entre la maestría seductora de Roberto Montana, el dueño de la cautivante voz, y la falta de talento de León. Al impacto de la “singular conversación musical” le seguirá una segunda sesión de “esos dúos misteriosos” (104). Teresa quedará intranquila, revivirá los momentos con deleite pero no se producirá una tercera velada del estilo. Pasado cierto tiempo, ya en Lima, el día antes de su boda, León se ofrece a tocar el piano mientras ella entona “con voz conmovida el «Adiós» de Schubert” (107). Luego Teresa se encarga del acompañamiento musical mientras su prometido canta una versión mediocre de la serenata de Don Giovanni. La narradora indica que “Teresa puso en el irónico acompañamiento toda la amargura que rebosaba en su alma aquella noche”, al punto que sus notas burlonas “semejaban la diabólica risa de Mefistófeles” (108).

Más adelante, cuando Teresa ya esté casada, reconocerá al hombre misterioso por su canto.6La limeña no será adúltera como Emma Bovary, aunque Roberto y ella mantendrán el secreto que los une, compartirán veladas junto a amigos comunes y no les faltará la ocasión de interpretar juntos un aria del Orfeo de Gluck ni de bailar el vals de La Traviata, que acababa de llegar de París.7 Atormentada por sus sentimientos, la joven tomará distancia al confirmar el “inminente peligro” (142) que corre junto al cantante. Observamos que a nivel de la narración, la isotopía musical resulta un indicio poderoso, que habla de la atracción entre Teresa y Roberto, así como del destino aciago de su relación. En efecto, Teresa enviudará muy joven y los amantes pronto se jurarán fidelidad, pero su historia, plena de encuentros y desencuentros, no desembocará en el matrimonio. Mientras se esboza cierta promesa de final feliz, de forma análoga a lo que sucede en la ópera ocurrirá que el discurso musical se impondrá con su carga trágica sobre el verbal, como “el verdadero encargado de vehiculizar la situación dramática” (González 149).

Se ha subrayado la centralidad que adquiere la expresión del sufrimiento, especialmente del femenino, en la ópera (Hutcheon y Hutcheon; Rutherford). Los gestos faciales, los movimientos del cuerpo y las inflexiones de la voz cooperan con la magnificencia de la música para poner en escena los sentimientos más extremos.8 Es el caso de la Norma (1831) de Bellini y de Lucia de Lammermoor (1835), que el libretista de Donizetti compuso a partir de una novela histórica de Walter Scott. Esta última obra juega un rol fundamental en la novela de Soledad Acosta: en el plano diegético, representa una instancia de complicidad y evocación recurrente entre los enamorados, pero al mismo tiempo resulta un espejo de lo que podría sucederle a Teresa. Como ella, Lucía es una mujer desafortunada en el matrimonio, presa de la voluntad de un hombre tirano –el padre en el caso de Teresa y el hermano, en el de Lucía–, aunque finalmente el personaje operístico desembocará en el asesinato, la locura y el suicidio. Estos tres finales concentran el saldo del amor desgraciado, que solo puede conducir a la ruina en este mundo como condición para una trascendencia espiritual (Rutherford). El aria final de la heroína de Donizetti diseña estéticamente la locura femenina como exceso que surge de la coloratura y otras acrobacias del bel canto (McClary; Parr). Aunque los espectadores son movidos a empatizar con la intérprete que abandona esta vida, no deja de ser cierto que observar la muerte en escena de los personajes femeninos puede haber sido un perverso pasatiempo masculino, como argumentaba Cathérine Clément en L’Opéra ou la défaite des Femmes.

El otro arquetipo que cobra protagonismo en Teresa la limeña es Don Juan. La ópera de Mozart con libreto de Lorenzo da Ponte opera como un hipotexto con función anticipatoria, que además introduce el juego de verdad y apariencia en la trama. Resulta significativo que, al principio Teresa y Roberto, y luego Teresa y León, interpreten la canzone “Deh, vieni alla finestra”, que designa la forma en que Teresa conoció a Roberto (o más concretamente, su voz). Y hemos advertido que en cierto punto del relato el tono jocoso de la serenata se transforma en uno de amargura, asociado a una figura del mal, como lo es Mefistófeles.

Carolina Alzate ha caracterizado a Teresa la limeña como “relato letrado de género” (18). En tanto Bildungsroman fallida, la novela presenta a una protagonista que recurre a los vericuetos argumentales de la ópera “para comprender su deseo” (101) aunque, como lo hemos comprobado, no sabe leer correctamente sus indicios nefastos.9 El contrapunto entre la ingenuidad del personaje y la voz de autoridad que ostenta la narradora desemboca en la condena de los dispositivos que inflaman la imaginación de las jóvenes. Si durante el siglo XIX la lectura provee una educación sentimental en la medida en que “el amor se aprende en las novelas” (Batticuore 128), la aquí examinada nos invita a pensar que, durante este mismo período, la pasión se despierta con la música.10

La gran vidriera

(…) La farsa vivida no es otra cosa que una repetición grosera

de la farsa representada.

Eugenio Cambaceres (Sin rumbo 72)

En Europa la ópera “representaba jerarquía, poder, continuidad, afluencia”; es por eso que Napoleón gustaba de mostrarse allí cuando regresaba a París tras una victoria (Snowman 143). A diferencia de lo que ocurría en épocas anteriores, cuando era posible jugar a las cartas, comer y beber en el teatro, durante el siglo XIX la asistencia a una función de ópera se volvió, más que nada, un medio para la exhibición social (Cuenca Amigo). Ya no eran las mismas familias las que se congregaban y los teatros empezaron a albergar espectadores nuevos y desconocidos entre sí. París y Londres se imponían como las capitales de estos templos de ocio y distinción.11 Así describía Miguel Cané sus impresiones durante una función en Covent Garden, en 1880:

Se nota una comodidad incomparable; la animación discreta del gran mundo, temperada aún por la corrección nativa del carácter inglés; una civilidad serena, sin las bulliciosas manifestaciones de los latinos; la tranquila conciencia de estar in the right place… Corren por la sala, más que los nombres, rápidas miradas que indican la presencia de una persona que ocupa las alturas de la vida; en aquel palco a la derecha, se ve a la princesa de Gales con su fisonomía fina y pensativa; aquí y allí los grandes nombres de Inglaterra, que al sonar en el oído, despiertan recuerdos de glorias pasadas, generaciones de hombres famosos en las luchas de la inteligencia y de la acción. No hay un murmullo más fuerte que otro; los aplausos son sinceros, pero amortiguados por el buen gusto. (55-56)

Discreción, fineza y buen gusto caracterizan, a los ojos del viajero sudamericano, la civilidad inglesa. Esta se opone a la que redunda en aplausos efusivos y otras “bulliciosas manifestaciones de los latinos” en el discurso de Cané, cuyo padre había escrito Eugenio Segry o El Traviato (1858), cinco años después del estreno de la ópera de Verdi.12Por su parte, la argentina Eduarda Mansilla critica en sus Recuerdos de viaje (1882) una función de Un ballo in maschera presentada por “una compañía de tercer orden” en Filadelfia. A esta melómana, frecuentadora de grandes cantantes y aclamados espectáculos parisinos, lo que más le molestaba era “el odioso silbido” con que la audiencia de “los Yankees” expresaba su contento (45).13

Hacia el fin de siglo, Buenos Aires se había posicionado como una ciudad clave en la red transnacional de la ópera (Benzecry 171). Desde la primera representación de una ópera completa en 1825 hasta la inauguración del nuevo Teatro Colón en 1908, se extiende un período en el que se multiplicaron los teatros y creció el negocio de las compañías que alquilaban las salas y organizaban las giras de cantantes, músicos y directores.14Si Juana Manso denunciaba en 1854, desde las páginas del Álbum de Señoritas, que los pequeños teatros de Buenos Aires tenían mala acústica y solían representar óperas con libretos mutilados (74-75), la inauguración del viejo Teatro Colón en 1857 garantizaba el protagonismo de una sala especial y exclusivamente destinada al canto lírico.

Hasta la Primera Guerra Mundial, en toda Latinoamérica la ópera estuvo bajo la hegemonía de las compañías italianas: las obras de compositores de otras nacionalidades se traducían al italiano, los cantantes se entrenaban en Italia y la escenografía y los trajes se importaban de Milán (Rosselli 156). La faceta comercial de la ópera y el mundillo de sus agentes es retratado impiadosamente en Sin rumbo (1885) de Eugenio Cambaceres. Andrés, el abúlico protagonista, se convierte en amante de la Amorini, una prima donna mediocre, que canta sin sensibilidad ni comprensión de la música. Su relación cuenta con la complicidad tácita de Gorrini, el marido de la soprano, y Solari, el empresario que dirige la compañía. En la novela se accede al espectáculo entre bastidores, pues Andrés asiste a un ensayo de Aida en el Viejo Colón. Lo recibe “una nube espesa de humo hediondo a tabaco italiano y a letrina”, en tanto que el teatro sin público “despertaba la idea de una boca de monstruo, abierta, enorme” (53).

El espacio del teatro reproduce el mapa de la topografía social porteña en La gran aldea (1882) de Lucio Vicente López. Allí leemos que los palcos estaban ocupados por “las más lindas y conocidas mujeres de la gran sociedad”, en tanto que en el semicírculo de la sala estaban sentados el presidente y sus ministros, acompañados de “capitalistas, abogados y leones” (72-73). La belleza y la fama de las mujeres, por un lado, y el poder político y económico de los líderes hombres, por otro: el realismo costumbrista de López integra el teatro de ópera en la sintaxis de los “recintos de consagración” urbana, que incluían también los clubes (el del Progreso, el Jockey), el parlamento, el hipódromo, los paseos (Palermo, calle Florida) y los viajes a Mar del Plata o a Europa (Viñas 147). Ahora bien, sobre la flor y nata de la sociedad la novela de López ubica al público de la cazuela, “albergue de solteronas y de doncellas, a las que el lujo y la riqueza no sonríen ni popularizan” (73). Estas mujeres se reconocen por “el tajear de sus lenguas”, pues miran con ojos envidiosos hacia los palcos y “hablan, cuchichean, ríen” mientras “degüellan” a sus congéneres “descarnando la honra como se descarna un cadáver en la sala de autopsias” (73). Y aún por encima de la “gran jaula de urracas” de la cazuela, agrega el narrador de Cambaceres, se situaba “la raya sucia del paraíso” (63).

El teatro lírico se erige simbólicamente como un ónfalos urbano “desde donde dirimir identidades y prestigios sociales” (Pasolini 252). Los círculos de las elites hispanoamericanas del fin de siglo legitiman su estatus y superioridad cultural mostrándose cómodos en ese tipo de “lugares de encuentro y autocomplacencia” (Viñas 155). Las representaciones literarias advierten acerca de las “buenas” y “malas prácticas” de sociabilidad durante una función de ópera. Si la mirada alevosa, los gestos ampulosos y el bullicio caracterizan al público que paga por las entradas de menor precio, la ritualidad de una impoluta mise en scène define el savoir faire de la “gente decente” que son los habitués (Pasolini 229). Entre los palcos y las plateas se agrupa una constelación de conocidos que atraerán la atención de los cronistas, esas nuevas figuras que leerán la ciudad moderna como un salón, convirtiéndola en un espacio íntimo (Ramos 200). No es casual que, con el auge de la prensa y la sociabilidad anónima y mediada que propone el periódico, la presencia física en el teatro resulte especialmente atractiva para los contemporáneos (Pinson 44).

Tanto en las ficciones como en las crónicas decimonónicas el palco resulta un microespacio clave, que conecta el interior con el exterior y lo público con lo privado. En su espacio reducido es lícita la interacción de hombres y mujeres, cuyos cuerpos se acercan como en la danza. Allí se perciben los perfumes y los sonidos apenas discernibles de los suspiros y los roces de tela pero, ante todo, el palco funciona como una vitrina o una atalaya privilegiada para mirar y atraer las miradas (De Pablo Hammeken; Rondy Torres). Es paradigmático en este sentido el pasaje de Anna Karenina (1877), que no pone el foco en la acción operística –sobre el escenario–, sino en la teatralización de la humillación pública y los comentarios maliciosos que genera la presencia de Anna –desde su butaca– (Halliwell 207). La lógica de ver y ser vistas regula particularmente los códigos de comportamiento femenino, pues en el ámbito nocturno del teatro se dirimen los destinos de la joven que sueña con enamorarse, la madre que aspira a concertar un buen matrimonio para su hija, la malcasada que está lista para tener un amante. Entre los espectadores masculinos, el viajero extranjero se revela como el observador por excelencia que mejor puede evaluar las bondades de las mujeres locales.15Sabemos que un estereotipo de género típico de la ópera decimonónica es el de la mujer “perdida” –como la Violeta de Verdi o la Margarita de Gounod– que reúne belleza, transgresión y vulnerabilidad. Cabe entonces preguntarse si las fantasías masculinas acaso preparaban el terreno para una eventual función privada que se desarrollaría después del espectáculo (Snowman 323).16

Una fábula moralizante contra la feria de vanidades que conforman los entretenimientos, la moda y la chismografía social se narra en El lujo. Novela de costumbres (1889) de Lola Larrosa de Ansaldo. Las protagonistas son dos jóvenes hermanas que se han casado con hombres sencillos, originarios de su pueblo uruguayo. Una de ellas, Catalina, es feliz en su entorno rural, pero la otra hermana, Rosalía, sueña con la vida en las ciudades a causa del “veneno” que le inocularon sus lecturas (18). En compañía de Beatriz y Laura de Monviel, unas amigas ricas, Rosalía pasa una larga temporada en Buenos Aires, donde se comporta como una “novicia” que ha “penetrado en el gran mundo” (112). Los nuevos pasatiempos deslumbran a la muchacha y le deparan voluptuosidades que aún no conocía, pero pronto se ve inmersa en la “sinfonía de la murmuración”, propia de la clase ociosa (141). Como contrapunto, llegan las cartas de Catalina, quien le reprocha a su hermana “ese afán de exhibición, ya en visitas, ya en teatros, ya en bailes, ya en paseos” (167). El clímax de la vida frívola de Rosalía se alcanza cuando sus amigas le preparan un magnífico vestido de noche y joyas para que luzca en un baile. Explica la narradora:

Beatriz y Laura habíanse apoderado por completo de la voluntad de Rosalía, y exhibíanla como a una muñeca rara, por su hermosura, que atraía en torno de sí la admiración de todos, admiración que crece de una manera imponderable, cuando esa muñeca está, como en el presente caso, animada de un espíritu impresionable y de un corazón ardiente y apasionado.

La mujer hermosa, por lo general, no permite nunca junto a sí mujer alguna que pretenda disputarle el cetro de la belleza. Pero, también existen mujeres, que, como Beatriz y Laura, gústales desempeñar en sociedad el papel nada envidiable de tentadoras. Y su torpe triunfo consiste en la caída de la incauta que se dejó vencer por la seducción de la perfidia.

Imitan a los emperadores romanos, que se divertían con los juegos sangrientos que celebraban en sus circos, y que les ofrecían el espectáculo doloroso de víctimas inocentes, inmoladas en holocausto de su efímero poderío. (174)

Aquí la joven es descrita como víctima inocente de las “tentadoras”, mujeres de mundo que con su “perfidia” buscan corromper a la incauta. Al modo del narrador de Cambaceres, se subraya la hipocresía, la falta de solidaridad y la manipulación entre las mujeres –de vida rica y mundana en este caso–. No es difícil prever que en este contexto llegará pronto la desilusión de Rosalía, quien terminará volviendo arrepentida al hogar pueblerino, donde será perdonada y recuperará la felicidad junto al marido. Más allá del mensaje conservador que busca transmitir la novela de Larrosa de Ansaldo –“cada uno donde ha nacido” (286)–, en sus páginas se presenta un atisbo de la novedad que implica la modernidad urbana, espacio semiótico capaz de producir experiencia y transformar a las personas (“Pasiones” 95-96).

Si la protagonista de El lujohabía consentido en que la exhibieran en una fiesta “como a una muñeca”, la puertorriqueña Carmela Eulate Sanjurjo identifica directamente con esta figura a Rosario, el personaje principal de su novela. La muñeca (1895) ha sido leída por Natalia Cisterna y Lucía Stecher como “una contranarrativa fundacional” (17) que ofrece el revés de los relatos románticos estudiados por Doris Sommer. Aquí es Julián Lasaleta, el joven marido atento y sensible, quien descubre que ama y consiente a una mujer “frívola, derrochadora y coqueta, con poquísima ilustración y sin principios religiosos” (Eulate Sanjurjo 33). Un día Julián confirma esta apreciación mientras Rosario toca el piano:

La sala resonaba con las armonías del magnífico Pleyel al que las manos de la joven herían con fuerza, y mientras las ondas melodiosas llevaban a su oído con la música de Thalberg recuerdos de otra época de los meses dichosos de su luna de miel, en que Rosario tocaba a menudo aquella fantasía del Don Giovanni que por casualidad había escogido aquella noche, Julián veía el vacío de su vida, la horrible tortura de un corazón apasionado que lucha en vano por despertar sentimientos análogos en el corazón del que ama. Tuvo una visión rápida de lo que era su mujer, penetrando con el pensamiento en los más ocultos repliegues de su alma, y viendo con dolor y pena que Rosario no le amaba, ni le había amado jamás. (46)

No es casual que en esta escena Rosario toque, justamente, la “fantasía del Don Giovanni”. A diferencia de lo que ocurre en la ópera, en este caso es la mujer quien lleva una máscara, aunque invisible, tras “la hermosura marmórea de Galatea” (47). Despechado, Julián se dedicará a la política, mientras ella continuará su vida abocada al consumo y las fiestas. La acción transcurre en una ciudad española de provincia y, en determinado momento de la historia, el marido le comprará a la esposa un abono en la ópera. En el palco, Rosario gozará de “ser vista y admirada” (81), pero las desavenencias crecerán entre los cónyuges hasta el advenimiento de un final trágico. Julián se pega un tiro en el cráneo; tiempo después, saldadas las deudas económicas, Rosario se muda a Madrid con su madre. Con ironía concluye la voz narradora que, ya instalada en la capital, la protagonista “continuaba siempre hermosa y elegante, pues aquella catástrofe parecía no haber alterado la serenidad de su vida” (123).

Tanto El lujo como La muñeca condenan en las mujeres, junto con la frivolidad y la ostentación, “el privilegio de una sociabilidad pública por sobre la domesticidad” (Cisterna y Stecher 8-9). Sin embargo, ambos textos son modulados por narradoras que confirman los límites del “modelo aristocrático”, que entiende a las mujeres como adornos, y el “burgués”, que apunta a disciplinarlas (9). Si la ciudad resulta un texto polivalente que Rosalía aprendió a leer, en tanto que la impasibilidad de Rosario demuestra que la sumisión ya no es un camino viable para su género, las dos novelas parecen dejar flotando la pregunta acerca del deseo de autodeterminación que encarnan –conflictivamente, por cierto– estos personajes femeninos.

“Los de adentro y los de afuera”

El tiempo pasaba, e impacientábanse los de adentro y los de afuera. Eran

dos impaciencias enemigas que se mostraban los dientes desde lejos.

César Duáyen (Emma de la Barra) (12)

Varios estudios que abordaron la producción narrativa del siglo XIX hispanoamericano desde una perspectiva de género se convirtieron en referencias obligadas en la materia. El trabajo de María Inés de Torres advirtió acerca de una idea de nación uruguaya identificada con la figura femenina, en tanto que el de Sommer señaló una recurrente articulación entre nación y erotismo en las novelas latinoamericanas, encarnada en la metáfora del amor entre miembros de diferentes grupos. La propuesta de Masiello reparó en cómo, de cara a la modernidad, los textos escritos por mujeres tendieron a adoptar una postura intersticial, superadora de la dicotomía civilización/barbarie, en tanto que Pratt apuntó que el acceso a la escritura y la participación en la vida pública a través del periodismo aparecían, ante todo, como privilegios de clase de algunas mujeres. Al analizar una serie de novelas escritas por autoras latinoamericanas, Nancy LaGreca demostró cómo esas prosas tensionaban el modelo de la mujer como “ángel del hogar”, una visión compartida entonces por positivistas y católicos, liberales y conservadores.

Hacia el fin de siglo, en América del Sur el panorama social se complejizaba notablemente a causa de las grandes oleadas inmigratorias. En el caso de Argentina, entre 1880 y 1890 llegaron más de un millón de inmigrantes; entre 1890 y 1900, 800.000; y entre 1900 y 1905, más de 1.200.000. Las novelas de estos períodos dan cuenta de la profunda inquietud generada por el nuevo “progreso” en una sociedad que se transformaba muy rápido (Berg VII). La ópera no fue un fenómeno ajeno a estos cambios sociales: si al principio hubo una admiración hacia la cultura italiana, con el arribo de las masas de inmigrantes italianos comenzó a producirse un rechazo por parte del nacionalismo criollo (Cetrangolo). Así fueron definiéndose dos audiencias claramente diferenciadas: un público a la moda, compuesto por miembros de la elite terrateniente porteña, y otro popular, integrado por clases medias con aspiraciones artísticas y por las comunidades italianas, que alternaba entre las funciones de ópera del Politeama Argentino, el Coliseo y el Teatro Andrea Doria –más tarde rebautizado Marconi–, situado en el barrio obrero de Balvanera (Pasolini 241-242). A estas diversidades al interior de las audiencias hay que sumar la convivencia no siempre armoniosa de diletantes, aficionados y críticos, así como “el factor Wagner”, pues el impacto de la estética del compositor germano contribuyó también al menosprecio de la lírica italiana.17

El etnocentrismo y el odio al extranjero dictan el tono del narrador de En la sangre, la cuarta y última novela de Cambaceres. Este folletín de 1887 tiene por protagonista a Genaro Piazza, hijo de inmigrantes napolitanos que es caracterizado como un ambicioso arribista social. Mediante la ocultación de sus raíces humildes, Genaro logra recibirse de abogado haciendo trampa y se propone conquistar a la inocente Máxima, cuya familia poseía el dinero y el “rango de cuna” que a él le faltaban (s.f. 25). Ya de novios, durante el baile de máscaras de Carnaval, en el Teatro Colón, Genaro pasa de seductor a subyugador cuando viola a Máxima en un palco. Tras su embarazo, la joven es forzada a casarse con su victimario y, eventualmente, a esa unión le seguirán la tristeza y la ruina financiera. A pesar del racismo y la misoginia de la prosa cambaceriana, el hecho de que Máxima críe con amor al hijo pone de relieve la fuerza moral de este personaje femenino, que puede ser leído como metáfora de una sociedad capaz de superar las crisis y de reconciliarse asumiendo la propia hibridez (Lawo-Sukam 72).

Otra escena ficcional situada en un teatro de ópera invita a pensar los cambios que atravesaba la Argentina a principios del siglo XX. Esta se describe en los capítulos iniciales de Mecha Iturbe (1906), la segunda novela de Emma de la Barra, autora que –bajo el seudónimo César Duáyen– el año anterior había publicado Stella, un auténtico best-seller de su tiempo. La narración comienza el 9 de julio, cuando se celebra el Día de la Independencia con una fiesta de gala en el teatro. En la sala ya está dispuesta “una elegante multitud” (1) y, tres palcos de la izquierda, se deja oír la siguiente conversación entre un hombre extranjero, de unos sesenta años, y un grupo de jóvenes porteños:

—Dígame usted, Cristián ¿por qué en este país tan lindo la gente no sabe divertirse? En otras partes los paseos son un motivo de reunión, y a la Ópera se va para oír buena música. ¿Para qué se asiste a los paseos y al teatro aquí?

—Tiene usted razón, señor Palmers; pocos son los que se preocupan de la música, y asistimos a las fiestas sin reunirnos –contestó Cristián Rivera, joven más reposado y observador que los otros.– Esto no quita que tengamos, como usted ve, elementos preciosos que lucir y con que enorgullecernos, –continuó, indicando a las hermosas mujeres que esmaltaban palcos, platea y cazuela.

—¡Oh! eso sí. Sus mujeres: los mejores frutos que produce esta tierra privilegiada.

—Fruto sano, señor Palmers, –apresurose a observar, recalcando la intención, otro de los caballeros, convencido de que la salud moral sólo existe en América.

—Fruto sano y delicioso, –acentuó lord Palmers sonriendo finalmente–pero que no ha llegado aún al completo grado de cultura. Por eso su rol aquí es todavía secundario. No es la compañera, la colaboradora del hombre. Para serlo, no bastan la virtud y la belleza.

—Las mujeres que saben se hacen pedantes. (2)

La charla deja entrever el poco interés real en la ópera que manifestaba la mayoría de quienes asistían a sus funciones. La complicidad masculina al apreciar la belleza de las mujeres como “elementos preciosos” y “frutos de la tierra” las posiciona en dos lugares simbólicos recurrentes: el del adorno que el hombre puede “lucir” y el de índice de una nación nueva, destinada a la grandeza “moral”. Es el lord inglés quien introduce la idea de que, con un mayor “grado de cultura”, la mujer argentina podrá llegar a ser “compañera” y “colaboradora del hombre”. También en muchos otros pasajes, la novela de Emma de la Barra hará hincapié en la educación como agente transformador para las mujeres y para toda la sociedad (Berthet 840).18

Luego el círculo del palco pasa a referirse a las “noticias” de las elecciones, pues en el teatro están presentes ministros y legisladores. Se canta el Himno Nacional y, cuando el presidente está a punto de hablar, alguien grita tres veces “¡Viva la Patria!, ¡Viva la República!, ¡Viva la Libertad!” (5). Hay un desconcierto general y se sabe que es Pablo Herrera, un joven político, quien ha gritado. El segundo capítulo de la novela inicia la acción un año después, en un evento similar descrito a partir de una vista exterior, la de los carruajes ante la portada del teatro. En las galerías alfombradas se expande la conversación masculina sobre política hasta que, cual “reina que aparecía en la cima de una corte” (8), hace su entrada Mecha Iturbe, una bella y joven viuda que ha regresado al país luego de una larga estancia en España. Se repiten los gritos libertarios y esta vez todo el público responde a coro. Empieza el espectáculo pero, cuando termina el primer acto, se retira en masa el público del sector de Paraíso. Afuera hay una manifestación de clubes políticos y estudiantes que marchan hacia la Plaza de Mayo. A ellos se suman agrupaciones obreras, socialistas, anarquistas y comunistas; en cierto momento los manifestantes ya son miles y rodean el edificio del teatro (9). Entonces agrega la voz narradora:

De pronto ésta [la multitud de la calle] entonó un himno agitador, que pareció siniestro a los de adentro. Dábanse cuenta de que era ya lo incontenible, que el momento de las decisiones supremas, de las represiones violentas se acercaba.

Los padres trataban de tranquilizar a sus hijas; las hijas se encogían temerosas dentro de sus claras capas de seda.

La ansiedad que había penetrado en todas las personas cautivas en el lujoso recinto llegó a la angustia, cuando se oyeron los primeros compases de la Marsellesa 10 [sic], el canto que en ciertas horas no sólo tiene sonido sino también color: el rojo del fuego y de la sangre. (13)

En la escena se enfatiza el contraste entre “los de adentro” y “los de afuera”. En la multitud que se manifiesta en la calle hay mujeres que se describen como “jóvenes obreras ya marchitadas por la anemia de la fábrica y de las grandes ciudades, alegres y locuaces”, o bien como “madres de cara seria y aire fatigado llevando en brazos a sus hijos” (15). Afuera, Pablo se revela como el líder del “pueblo”; adentro, el público del teatro se muestra atemorizado por el avance de las masas “insolentes” (11). La voz narradora se refiere al “lujoso recinto” y vienen al caso las palabras que escribió Manuel Gutiérrez Nájera a propósito de la primera visita a México de la soprano Adelina Patti: “La pobreza, refunfuñando, quedó afuera. Aquí están todos los diamantes, todas las camelias” (Gutiérrez Nájera citado en Viu Adagio 170). De este modo se reproduce la dualidad advertida en otros escritos de la época, que oponen la lógica del chisme oral, propia de la comunidad elitista del club –o el teatro, como en este caso–, al exterior obrero donde se situaba la entonces llamada “problemática social” (Ramos 205). Sin profundizar en el desarrollo ulterior de la trama de la novela, podemos observar que Emma de la Barra incorpora el conflicto de clases a la historia sentimental, pero no resuelve el dilema respecto de la función de la elite frente al “avance de las masas” (“Fascinación” 244).19

A medida que avanza la narración, Mecha Iturbe no logrará conectarse con la Argentina –en concreto, con el médico del que se enamora–, y terminará volviendo a Madrid, donde encontrará la muerte. Como explica Mary Berg, “los fracasos amorosos en las novelas de Duáyen son metáforas de fallas de la empresa nacional, pero sobre todo son historias de mujeres jóvenes que —como su patria— tienen que aprender todo por su propia cuenta” (x). En definitiva, Mecha no pertenece ni a España ni a Argentina; la belleza, el poder económico y la virtud no le alcanzan para llevar una vida plena: ocurre que asiste al fin de una era y el comienzo de otra, auspiciada por grandes cambios sociales, donde también hará su entrada la mujer moderna. Pero a diferencia de Hellen, la médica de la ficción que se acerca al ideal de mujer autónoma y socialmente comprometida (Berg XI), Mecha todavía no está preparada para asumir ese rol.20

Emblema de la alta cultura y signo tanto de pertenencia como de exclusión social, el Teatro Colón de Buenos Aires sufrió un atentado el 26 de junio de 1910. La explosión de una bomba, atribuida a los anarquistas, hirió a varias personas. Como consecuencia, en el Congreso se aprobó la Ley 7026, de Defensa Social (1910), que venía a corregir y complementar la Ley de Residencia (1902) redactada por Miguel Cané (Ansolabehere). La nueva ley determinaba que, a partir de entonces, el anarquismo debía ser combatido como todo otro peligro “extranjero” capaz de poner en riesgo la seguridad nacional.

Para concluir. El gran teatro de la ciudad letrada

(…) De entre las ruinas del pasado oprobioso,

aparece la figura de la mujer con arreos de la victoria, alta la frente,

alumbrada por los resplandores de la inteligencia consciente (…)

Clorinda Matto de Turner, “Las obreras del pensamiento en la América del Sur”,

Ateneo de Buenos Aires, 1895 (170)

En una carta a Paul Groussac fechada el 29 de julio de 1896, Miguel Cané se refería a la impresión que le causaba la cubierta de la nueva revista La Biblioteca como “una grata sensación de frescura, de limpiesa [sic] civilizada que se siente al entrar á [sic] la sala de la ópera” (citado en Bruno 77). La frase pone de manifiesto en qué medida el drama lírico representaba un ideal donde confluían tanto las prerrogativas “imaginarias” de las élites hispanoamericanas como las “imaginadas” en los escritos privados, las ficciones y la prensa de la época (Pinson 44). 21

En las jóvenes naciones decimonónicas la novela buscaba ser “un espejo” para la sociedad, según la expresión de Bartolomé Mitre. Si retomamos la clasificación propuesta por Hebe Beatriz Molina (“Novelas” 44-45), podemos confirmar que la novela romántica se comporta como un espejo cóncavo que magnifica las pasiones humanas a la luz de la ópera. En consecuencia, las melodías, los personajes y las situaciones del género lírico funcionan en ella como hipersignos, es decir, como significantes sometidos a múltiples codificaciones (artísticas, eróticas, sociales) que intervienen tanto en el nivel diegético como discursivo del relato. Así nos lo revela la lectura de Teresa la limeña de Soledad Acosta de Samper.

Por su parte, el espejo plano de la novela realista se esfuerza por proyectar una imagen calcada de la realidad, con sus luces y sus sombras, aunque debamos admitir con Barthes que lo real se erige, ante todo, como “un efecto” del discurso. Tal es la apuesta de Lucio Vicente López en La gran aldea (1882), donde el teatro de ópera resulta un cronotopo privilegiado en torno al cual se articula la polifonía social. Esta tendencia se mantiene, combinada con los patrones de la novela sentimental, en Mecha Iturbe de Emma de la Barra, y coinciden también en la crítica de costumbres El lujo de Lola Larrosa de Ansaldo y La muñecade Carmela Eulate.

Por último, la novela naturalista actúa como un espejo convexo que ofrece una imagen concentrada de lo real, donde algunos elementos se distorsionan por obra de la perspectiva ideológica del narrador-observador, “según la cual ciertos sujetos o hechos cuestionables moral o intelectualmente ocasionan sucesos también reprobables” (“Novelas” 45). Este aspecto es desarrollado en las novelas de Cambaceres, que ponen el foco tanto en los resortes sociológicos y económicos que posibilitan el espectáculo operístico (Sin rumbo) como en el theatrum mundi, que encarna una sociedad donde algunos inescrupulosos harán lo que sea para conseguir un papel principal (En la sangre).

En los tres tipos de novelas, los imaginarios y las sociabilidades en torno a la ópera remiten a espacios y situaciones donde coinciden y se confunden las esferas de lo público y lo privado, lo erótico y lo político, el esparcimiento y la violencia, las alianzas y las rivalidades, la autocomplacencia y el miedo, la pertenencia y la exclusión. En este sentido, debemos concluir que si –en un principio– la ópera aparece como “el espejo idealizado de la sociedad” y “el ámbito más preclaro de las sociedades decimonónicas americanas” (Miranda y Tello 38), la lectura atenta de las novelas aquí consideradas revela la existencia de una serie de simulacros, fines económicos y pactos oscuros en torno al género lírico.

En un largo siglo en que los países americanos buscan sentar y fortalecer las bases de su organización política y social, podemos pensar las novelas escritas por mujeres como productos emergentes de “los suburbios de la ciudad letrada” (Como crecen 18). Hemos comprobado que en ellas se reproducen algunas categorías binarias que manifiestan los textos de sus pares masculinos (pueblo auténtico/ciudad pervertida en El lujo, criollo noble/extranjero peligroso en Mecha Iturbe), así como por otra parte se subvierte la fórmula de la espectadora de ópera apasionada (Flaubert; Asunción Silva; Cambaceres) en la fría protagonista de La muñeca. Hasta las primeras décadas del siglo XX, las narradoras recurren al discurso pedagógico moralizante para prevenir contra los excesos de la imaginación lectora y las fantasías que despierta la gran ciudad (Acosta de Samper; Larrosa de Ansaldo), en tanto que critican el “exhibicionismo”, por el cual solo se presta atención a la belleza física y la apariencia de la mujer (Eulate Sanjurjo; de la Barra). Ahora bien, ante el horizonte que trazan estas novelas, ¿qué caminos se abren para las que se interesan por los problemas sociales y la participación política? En el comienzo de un siglo portador de tantos cambios, ¿cómo ir a la búsqueda de nuevos roles que ya no dependan del éxito asociado al amor romántico o a la supuesta estabilidad que provee el matrimonio? Estos serán los desafíos que tendrá que enfrentar la mujer moderna, una figura que en el 1900 todavía permanece en busca de una identidad narrativa.

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Notas

* Artículo de investigación

1 Nos referimos a la “novela nacional” apelando a la definición que brindó Doris Sommer, que designa “aquel libro cuya lectura es exigida en las escuelas secundarias oficiales como fuente de la historia local y orgullo literario” (20).

2 Agradezco la generosidad de Carolina Alzate, Natalia Cisterna, María José Punte y Lucía Stecher, quienes me acercaron a los textos de estas autoras; y de Javier Roberto González y Mariano García, por su guía en los mundos de la escucha operística y la literatura argentina del siglo XIX.

3 Apelamos aquí a dos sentidos del término intermedialidad: por un lado, para designar la “combinación de medios” que se da en la ópera (Rajewsky 51) y, por otro, para aludir a la “referencia intermedial” que se produce cuando un medio –como la literatura– transpone elementos de otros –como la música y el drama– (Wolf 37-50).

4 Abbate propone la categoría de “voz musical” en la ópera en analogía con la noción de “voz narrativa” del relato o discurso; por otra parte, distingue las “voces” de los personajes, que actúan en el plano de la historia o diégesis. En el pasaje de la novela citado, la música del piano equivale a la voz de Teresa; sin embargo, en el contexto global de la novela, las intertextualidades musicales operan en el plano de la voz narrativa. Recordamos como un ejemplo famoso de fuoriscena la escena final del Acto I de La Traviata: mientras Violeta canta “Sempre libera”, desde fuera del escenario se oye la voz de Alfredo que canta sobre el amor, en la calle.

5 Transcribimos el pasaje de la edición de 1869, pero actualizamos la ortografía.

6 Se trata de un artificio presente en algunas escenas de ópera famosas, como aquella en que Fígaro reconoce a Susana en la obra de Mozart (Penner 86).

7 Durante los dos gobiernos del general Ramón Castilla (1845-1851, 1855-1862) se consolidó la difusión de la ópera en Lima. Explica José Quezada Macchiavello que, mientras el Perú entraba en la senda de las democracias liberales, arribaban las óperas de Verdi como emblemas del progresismo renovador (145-146).

8 Daniel Snowman asocia el pathos con el historicismo que caracterizó a las óperas de las décadas posnapoleónicas. Según este autor, el atractivo de estas obras residía “en las elevadas emociones que sugerían sus exóticas localizaciones, y tanto libretistas como compositores situaban a sus príncipes y presbíteros, a sus santos y a sus pecadores, a sus guerreros y a sus mujeres aldeanas en las situaciones más extremas, las cuales requerían, a su vez, unas respuestas que fueran también excesivas” (155).

9 El dilema del personaje se resolverá en Una holandesa en América (1888), una novela posterior de Acosta de Samper que presentará a una protagonista que no se casa, sobrevive a la desilusión y logra reinventar su vida (Alzate 262).

10 Entre las ficciones románticas que apelan a los contenidos afectivos de las melodías de ópera se destacan también el cuento “El guante negro” (1865) y la novela Oasis en la vida (1888) de Juana Manuela Gorriti. En el primer caso, Isabel, una figura fantasmal, hija de un unitario asesinado, aparece en el campo de batalla cantando pasajes de la Julieta de Capuletti e Montecchi, de Bellini. Por su parte, la novela de Gorriti presenta a Julia, una joven que da clases de piano en una pensión “para señoras” de Buenos Aires. De ella se enamora Mauricio, un escritor escondido allí que no puede verla –aunque posee el recuerdo de haberla visto años atrás– y que es cautivado por “el eco dulcísimo de su voz” (Gorriti 66).

11 El protagonismo de la ópera en la vida social parisina es tematizado en Las ilusiones perdidas (1837-1843) de Balzac.

12 Al comentar este pasaje, David Viñas reparaba en “el darwinismo social espiritualizado” de Cané hijo, quien interpretaba el proceso de “deslatinización” como medida del progreso y alejamiento de “lo grueso, lo material, lo carnal y el mal” (167).

13 Como explica Vanesa Miseres, Eduarda Mansilla buscaba dar “testimonio de la consolidación de una nación aristocrática y porteña (a la que pertenece) en el marco de su visita a los Estados Unidos, país descrito como nueva potencia y amenaza para la América latina” (s/p).

14 La primera función de ópera porteña fue una puesta de El barbero de Sevilla de Rossini, que tuvo lugar el 29 de septiembre de 1825, en la modesta sala del llamado Coliseo Provisional (Guillamón). A partir de 1838, el arte lírico se refugió en el Teatro de la Victoria y, más tarde, en el viejo Teatro Colón, que abrió sus puertas en 1857 y se cerró en 1888 (Benmayor 11-13). En los años siguientes se erigieron otros teatros dedicados al género lírico: el Ópera (1872), el Politeama (1879), el Argentino (1892), el Nacional (1882) y el Odeón (1892), que alternaban las funciones de ópera con otros espectáculos, y, unos años antes de la inauguración del nuevo Colón (1908), el Coliseo (1905).

15 A este tipo de personaje se le da voz en Mecha Iturbe de César Duáyen (seudónimo de Emma de la Barra), novela que examinaremos en el próximo apartado.

16 Se puede trazar un paralelo entre la sociabilidad del teatro de ópera y la del café, un espacio urbano menos elitista. Las mujeres no podían acceder al café, excepto como despachantes, pero en torno a su control se articulaban los “juegos” del “honor” masculino (Gayol).

17 La impronta de la música de Wagner se asocia al personaje de María Legendre, una cortesana conocida como Lelia Orloff en De sobremesa de José Asunción Silva. José Fernández, el protagonista, conoce a Lelia en la ópera de París, mientras suena la cabalgata de las valkirias; más tarde, para su disgusto, la encontrará en la cama con otra mujer e intentará matarla. Mujeres de inspiración wagneriana serán asimismo las protagonistas de “La muerte de Isolda” (1917) y “La llama” (1919) de Horacio Quiroga. La relación entre la música de Wagner y el erotismo se asocia a lo patológico en los imaginarios médicos finiseculares (Kennaway). En el caso argentino, el fanatismo por el compositor alemán cristalizará en los Cuadros y caracteres snobs (1923) de Juan Agustín García, quien consideraba que el arte de Wagner solo podía ser comprendido “por unos pocos espíritus privilegiados” (Pasolini 236).

18 Resultará emblemático en este punto el personaje de Hellen Buclerc, médica de padre finlandés que ha recibido una educación europea.

19 María Vicens ha reparado en que las posturas de Emma de la Barra la acercan tanto al emergente Partido Socialista –fundado en 1896 por Juan B. Justo e integrado por Alfredo Palacios, diputado electo en 1904– como al sector “liberal reformista”, encabezado por Joaquín V. González e impulsor de una crítica al mercantilismo (245). Resulta muy significativo que la reedición de Mecha Iturbe, aparecida en 1908 bajo el sello de Antonio Martínez, presenta importantes recortes. Se suprimen los dos primeros capítulos y el final, es decir, que se atenúa el contenido político en pos de reforzar el melodrama sentimental (246). Ya Norma Carricaburo había reparado en el “socialismo católico” que presenta la novela de Duáyen, heredera en este punto de la novela sentimental francesa (36).

20 Una mujer independiente, profesional y artífice de sus elecciones amorosas será Francis, la médica pediatra que protagoniza El asombroso doctor Jover (1930) de Carmela Eulate Sanjurjo. En esta novela ambientada en Barcelona, la fuerte personalidad de Francis se impondrá en varias situaciones que tienen lugar durante funciones de ópera en el Teatro del Liceu.

21 En su abordaje de las sociabilidades decimonónicas, Guillaume Pinson distingue el estudio de las prácticas del de las representaciones. Las sociabilidades representadas por la literatura son mediaciones “imaginarias” (ficcionales) que a su vez resultan “imaginadas” en la medida en que se construyen –al modo de las mediaciones periodísticas– como equivalentes ambiguos y ficcionalizados de lo real (44). Concluye el autor que el estudio de las novelas puede aportar un saber sobre las sociabilidades que se inscribe entre lo documental y lo poético y que pone en evidencia “las interacciones entre prácticas y representaciones” (47).

Información adicional

Cómo citar este artículo: Puppo, María Lucía. “Theatrum passionis: imaginarios y sociabilidades en torno a la ópera en cuatro narradoras hispanoamericanas del siglo XIX”. Cuadernos de Literatura, vol. 27, 2023, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl27.tpis

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