Las manos, las máquinas, Clarice Lispector*

The Hands, the Machines, Clarice Lispector

Mary Luz Estupiñán Serrano

Las manos, las máquinas, Clarice Lispector*

Cuadernos de Literatura, vol. 27, 2023

Pontificia Universidad Javeriana

Mary Luz Estupiñán Serrano a

Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile


Recibido: 05 junio 2021

Aceptado: 20 octubre 2021

Publicado: 30 junio 2023

Resumen: La relación entre manos e instrumentos permite comprender por qué las mujeres han estado más del lado del cuerpo y los varones del lado de la técnica y la tecnología. La emergencia de cada máquina no ha hecho más que afirmar esta división; así lo podemos constatar con la máquina de escribir que impactó en la división del trabajo intelectual, pues las mujeres fueron limitadas a conducir las máquinas, no a registrar sus propias creaciones. En este ensayo proponemos que estas dos derivas se complejizan en la escritura de Clarice Lispector, en específico en la figura de Macabea, en quien se interrumpe su cauce imaginario y material.

Palabras clave:manos, máquina de escribir, Clarice Lispector, Macabea.

Abstract: The relationship between hands and instruments allows us to understand why women have been more on the side of the body and men on the side of technique and technology. The emergence of each machine has only affirmed this distribution, so we can see it with the typewriters that impacted on the division of intellectual labor because women were limited to driving the machines, not registering their own creations. In this essay, I propose that these two drifts become complicated in Clarice Lispector’s writing, specifically in the character of Macabea in whom her imaginary and material course is interrupted.

Keywords: hands, typewriter, Clarice Lispector, Macabea.

Las manos

“No hay actividades exclusivamente femeninas”. A esta conclusión llegó la antropóloga Paola Tabet en su escrito “Las manos, los instrumentos, las armas” de 1979, en el que se avoca a analizar la división sexual del trabajo desde una arista hasta entonces poco estudiada por sus colegas: la de los instrumentos que usan tanto varones como mujeres en sus actividades. Según esta autora, un análisis materialista de estos instrumentos revela una forma primordial de control y dominio de los primeros sobre las segundas. Pasando revista a varios estudios realizados desde fines del siglo XIX y durante el siglo XX por etnólogos y sociólogos en sociedades preindustriales, es decir, sociedades cazadoras y recolectoras, Tabet repara en que la división sexual del trabajo dista mucho de ser igualitaria, recíproca o complementaria, como solían afirmar sus colegas de rama. Todo lo contrario, ella encuentra precisamente en los instrumentos el fundamento de la división e, incluso, de la desigualdad entre los sexos.

Siguiendo una indicación de Claude Meillassoux, Tabet desconfía del idilio en las llamadas sociedades igualitarias: “La verdad es que nada en la naturaleza explica la división sexual de las tareas, nada fuera de instituciones como la conyugalidad, el matrimonio, o la descendencia patrilineal. Todas están impuestas a las mujeres por la fuerza y, por lo tanto, todos son hechos culturales que tienen que ser explicados y no servir de explicación” (Meillassoux 41, citado en Tabet 192; cursivas en el original). Más que asumir una supuesta complementariedad y reciprocidad entre las partes, esa que los antropólogos hacen pasar como “modelo descriptivo de la relación entre los sexos” (Tabet 192) para justificar otras divisiones y estratificaciones, la tarea entonces es buscar los fundamentos que hicieron posible esa división. Es así como reparar en los instrumentos permite afirmar que “la división del trabajo no es neutra, sino orientada y asimétrica” (Tabet 195; cursivas en el original) y son estos los que garantizan la dominación de un sexo sobre otro. El dominio está en la instauración misma de la división del trabajo, lo que se hace mediante la obligación y la prohibición. Desde este punto de arranque, Tabet advierte que

existe una diferencia tanto cualitativa cuanto cuantitativa entre los instrumentos a disposición de cada sexo y […] una situación general de subequipamiento de las mujeres y un gap tecnológico entre hombres y mujeres, desde las sociedades de caza y recolección, gap que con la evolución técnica se ha abierto como tijera y que no cesa en las sociedades industrializadas. (195; cursivas en el original)

Nos permitimos aquí resumir en contrapunto esos instrumentos, tareas y materias primas que Tabet extrae de esos estudios sobre las sociedades centradas en la caza y la recolección, pero también en la pesca y la agricultura.1 Palos cavadores y cestos versus hachas, escudos y lanzas. Hacer cestos versus hacer arcos y flechas. Remar versus hacer canoas. Cazar y pescar con las manos desnudas versus cazar y pescar con objetos contundentes o cortantes. Azada versus arado. Actividad incansable versus trabajo heroico. Actividad paciente versus trabajo agotador. Materias dúctiles y suaves (tierra, arcilla, piel, fibras vegetales y animales) versus materias duras (metales, piedra, hueso, madera, cuerno, etc.). A la mujer le son asignados los primeros términos y no le está permitido cazar ni usar armas, así como tampoco elaborar instrumentos complejos.

Y si la entrada es por el gesto técnico, como el que analiza el paleontólogo André Leroi-Gourhan en el Gesto y la palabra (1965), el asunto no es más alentador, sindica Tabet. En su síntesis de la evolución humana, el paleontólogo indica varios momentos de ese progresismo que lleva los gestos y las facultades del ser humano fuera del cuerpo hasta alcanzar un aumento de las capacidades mentales con ayuda de la computadora. Él lo expone así: “En el curso de la evolución humana, la mano enriquece las formas de sus acciones en el proceso operacional. La acción manipuladora de los primates, donde se figura gesto y utensilio, es seguida entre los primeros antropianos por aquella de la mano en motricidad directa, el utensilio manual se separa del gesto motor” (citado en Tabet 196).

A diferencia de los primates, en los antropianos la relación entre gesto y utensilio tiene dos derivas, dependiendo de la parte del cuerpo implicada, dice el paleontólogo. Las que se realizan con dientes y uñas se exteriorizaron mediante varios instrumentos de percusión y las que comprometen acciones de “manipulación interdigital o digitopalmar” resultaron aplicadas a técnicas como la cerámica, el trenzado, el tejido, etc., y demoraron en ser sustituidas por instrumentos. Es decir, se mantienen del lado de la mano humana. Así, habría una deriva en la que instrumento y cuerpo se separan, gesto e instrumento se escinden, y otra en la que se mantienen las “operaciones con la mano desnuda, en las que ‘gesto y herramienta se funden’” (Tabet 197). Esto condujo a dos desarrollos. Uno en el que el impulso motor derivó en una mayor tecnificación, dando lugar a máquinas, primero, manuales; después, automotrices, y, a la postre, industriales. Lo que esta vía indica es una distancia cada vez mayor entre mano e instrumento en la que las extensiones o prótesis se van perfeccionando y permiten mayor dominio sobre la naturaleza. En el segundo desarrollo, la mano siguió siendo usada para la motricidad directa y se mantuvo del lado de la manipulación, lo que implicó el poco uso de las máquinas manuales y su exclusión del orden de las herramientas e instrumentos exosomáticos. Resulta claro cómo la relación con la mano quedó vinculada a la división sexual del trabajo.

Se suele afirmar que con “la evolución tecnológica […] el ser humano no es más definido y limitado por las posibilidades de su cuerpo físico: los instrumentos se convierten en una prolongación de este y amplían su capacidad de toma de posesión e intervención de la naturaleza” (Tabet, 197; cursivas en el original). Ya sabemos lo que escondía la idea de ser humano. De modo que la pregunta obligada es cómo ha afectado la relación con la tecnología a varones y a mujeres. Tenemos aquí una historia también escindida y desigual. Tabet se pregunta:

¿Qué ha significado y qué significa todavía hoy, el que un sexo haya tenido la posibilidad de extenderse más allá de su propio cuerpo físico con instrumentos que amplían enormemente su poder sobre las cosas y sobre la sociedad, y que el otro sexo haya sido limitado solamente a su cuerpo, a las operaciones hechas con las manos y, por tanto, a los instrumentos más simples de cada sociedad? (198)

La conclusión de Tabet en relación con el lugar de las mujeres en la división sexual del trabajo es lacónica: las mujeres no han sido ni siquiera reducidas a sus propios cuerpos. Han sido usadas en tanto cuerpo. Los hombres han controlado no solo las técnicas, sino también las materias primas, por ende, la producción de armas, instrumentos y máquinas.

Retomando, lo que interesa de este excurso es ese subequipamiento tecnológico de las mujeres que ha tenido dos derivas. Una que toma la vía de la prohibición (de materias y técnicas) y, otra, la de la obligación (fundir gesto e instrumento). ¿Cómo se ha desdoblado este subequipamiento tecnológico? ¿Qué formas toma en la era industrial? Este subequipamiento ha estructurado sin duda el orden simbólico y el orden material. Siguiendo la cadencia del primero, no resulta raro que en una era industrial las figuraciones mayoritarias de la máquina hayan solido aparecer en forma de mujer. Así nos lo recuerda Andreas Huyssen en “La vamp y la máquina: Metrópolis, de Fritz Lang”. En su análisis de la película de Lang, Huyssen constata en un plano la actualización de la división sexual del trabajo: las manos que hacen y los cerebros que planean y conciben. En otro plano advierte que la encarnación de la tecnología en forma de mujer robot remueve fuerzas telúricas. Habiéndoseles prohibido acceder a la construcción y al manejo de técnicas y máquinas, lo que ahora encarnan son las amenazas que las propias creaciones masculinas produjeron, pero sobre todo encarnan el temor de los hombres a ser despojados de ese lugar de dominio y de control.

Siguiendo la cadencia del segundo argumento, en la era industrial las mujeres se mantuvieron del lado de las manos. Se convirtieron en las conductoras de las máquinas, lo que les mereció el mote de apéndices. Esto tuvo implicancias en la división del trabajo intelectual, bien indicada en la relación entre escritor y mecanógrafa que el orden literario afirmó y abonó. Desmantelarla ha sido un trabajo más bien reciente.

Las máquinas

En su historia de la máquina de escribir, Friedrich Kittler llamó la atención sobre dos transformaciones operadas por este artefacto. La primera tendría que ver con la caducidad. La máquina despojó a las mujeres del tejido y a los hombres de la escritura a mano, pues la industrialización nulificó ambas actividades manuales (186). La segunda transformación sería del orden de la inversión: “La máquina de escribir no puede conjurar nada imaginario, como el cine; no puede simular la realidad, como puede la grabación de sonido; solo invierte el género de la escritura. Al hacerlo, sin embargo, invierte la base material de la literatura” (183; cursivas propias). Con la maquinación desaparecería, al parecer, el antagonismo de la pluma y la aguja, emblemas hasta entonces del ordenamiento genérico de los cuerpos y de la división del trabajo intelectual, ya que la máquina haría las manos indistinguibles, como afirma Kittler: el “mecanografiado equivale a la desexualización de la escritura” (187).

Sin embargo, la asociación de la mujer con la mano (cuerpo) y el varón con la mente (ideas) no cesó, sabemos, con la masificación de la máquina de escribir. De hecho, esta se mantuvo del lado del cuerpo, es decir, del lado de la manipulación. En tal sentido, se operó solo un reordenamiento del reparto. Las mujeres terminaron asumiendo mayoritariamente el mecanografiado y las tareas de la oficina, y al hacerlo estos espacios fueron feminizados, en el sentido de inferiorizados e infravalorados, tanto cultural como materialmente. Son varias las razones que se le atribuyen a este fenómeno. En primer lugar, está por supuesto la destreza manual de las mujeres (reciclada, como vimos, del tejido, la cerámica y la cestería), que las hacía idóneas para maniobrar con este novedoso artefacto. La reducción de costos y la mecanicidad del trabajo requerido llevarían a reclutar a millones de secretarias entre los distintos sectores sociales, las cuales compartían una “posición marginal en el sistema de poder de la escritura” (Kittler 194). De ahí el calificativo de apéndices de las máquinas (Zafra), pues su labor supuestamente no tendría mayores implicancias intelectuales. Las mujeres ingresaron al trabajo mecánico en tanto cuerpo, como piezas prescindibles, como máquinas para la “reproducción mecánica” (Price y Thurschwell). Siguen siendo razones de orden material y cultural las que mantuvieron a las mujeres cercanas a la mano. La escritura a mano tampoco desapareció.

La primera máquina de escribir comercializable data de 1872-1873 y fue producida por la compañía Remington bajo el nombre de “Máquina de escribir de Sholes y Glidden”, que rápidamente pasó a codificarse como Remington n.º 1, serialización que conocerá la versión n.º 12 en 1920. Para esa fecha ya se había estandarizado un modelo y de ahí en adelante este se simplificó, diversificó y masificó. Se cree que fueron Mark Twain y Henry James los primeros escritores en incorporar ese instrumento a la literatura. De Twain se cuenta que tan pronto como se enteró del invento compró una por mera curiosidad en 1873. Él atribuyó a Las aventuras de Tom Sawyer (1976) el ser el primer texto en aparecer bajo la apariencia de los tipos. La crítica ha establecido que en verdad fue Vida en el Misisipi unos años después (1883) (Lyons). El caso de James es más tardío. Hacia 1897 empezó a tener problemas de salud, lo que lo obligó a contratar dactilógrafas. Los embajadores (1903) sería su primera novela mecanizada.

Independientemente de las anécdotas que circundaron a estas figuras, los nombres de Mark Twain y Henry James quedarán emparentados con las primeras máquinas de escribir y darán lugar a jugosas historias. Solo que Mark Twain y Henry James no llegaron a usar la máquina, sino que se convirtieron en grandes dictadores, nos recuerda Martyn Lyons. Y no sin implicancias: “Mark Twain descubrió que dictar sus textos a una mujer mecanógrafa cambiaba el producto final, porque la presencia femenina le impedía incluir una cantidad de irreverencias” (Lyons 269-270). Theodora Bosanquet, por su parte, la última secretaria de James, quien lo acompañará durante sus últimos nueve años de trabajo (1907-1916), será la encargada de revelar detalles de las sesiones de dictado. Ella cuenta que él “necesitaba del golpetear de las teclas como ruido de fondo”, así que “cuando cambió la Remington por la Oliver mucho más silenciosa, se marchitó su inspiración” (Bosanquet 2006, citado en Lyons).

Si Twain pone en términos de moral y de represión la transformación de la escritura en curso, la relación entre Bosanquet y James se erigirá en una imagen arquetípica de la relación entre un escritor y su mecanógrafa, en la que el genio queda impoluto y la mediadora borrada. Su desmantelación literaria será el motivo central de “Dictado”, cuento de Cynthia Ozick en el que las supuestas aspiraciones literarias de Bosanquet que circundan su figura referencial, opacándola, se realizan derechamente como una operación creativa en el mundo de papel. Mary Weld, la mecanógrafa anterior de James, también legó un diario en el que registró información importante sobre su trabajo. Revela por ejemplo que Las alas de la paloma, una novela de 1902, conllevó 194 días de dictado. Para la vida literaria del escritor, esto es mera anécdota, pero para la historia material de la literatura es un aspecto elocuente que puede llevar a reescribirla desde otra esquina. La revisión de estas y otras secretarias literarias es un cometido que realizan Leah Price y Pamela Thurschwell, en Literary Secretaries/Secretarial Culture (2005). Sus contribuciones buscan otorgarles precisamente centralidad a esas mujeres silenciadas y borradas.

La pregunta por las mediadoras de las máquinas permite explorar otra relación entre escritura, cuerpo y materialidad. La pregunta por las mecanógrafas exhibe un cuerpo borrado o alienado. Ese silenciamiento fue necesario para garantizar los mitos sobre la genialidad, originalidad y autoría masculina. Convocar a las mecanógrafas permitiría incluso reescribir la historia de la literatura.

La máquina de escribir en tanto emblema de la modernidad y del progreso de fines del siglo XIX y principios el XX permite apreciar la reconfiguración de la división intelectual del trabajo: “Toda gran obra literaria del siglo XX ha sido mecanografiada por alguien, sea por dinero, por amor o por ambos” (Price y Thurschewell 6; traducción propia). Y, cuando esta mediación es hecha por unas manos femeninas, no puede dejar incólume la comprensión de la escritura literaria. No es un mero asunto de moral, como lo pretendió Twain, es mucho más sustancial, pues “la mujer que se interponga entre los modos de trabajo manual y mental, también ocupa el umbral entre la comprensión metafísica y material del lenguaje” (Price y Thurschewell 6; traducción propia).

En la genealogía latinoamericana sabemos que en las vanguardias la máquina de escribir, entre otras, ocupó también la atención de los escritores. Flora Süssekind (1987) reveló tempranamente los casos de Mário de Andrade y de Oswald de Andrade, quienes exploraron las posibilidades del dispositivo para la escritura ya en los años 20. Rubén Gallo hace algo similar en Máquinas de vanguardia (2014), para el caso mexicano, al exponer las reacciones, más bien reticentes, ante la llegada del nuevo invento de los escritores durante y después de la Revolución de 1910. En estos casos, no sabemos mucho de las mediadoras, pero sí conocemos indicios de cómo los escritores se refirieron a sus instrumentos mecánicos. Manuela, así fue bautizada, por ejemplo, la máquina de Mário de Andrade. En las ficciones proliferaron las figuras de las secretarias, oficinistas, incluso femmes fatales, como personajes que pueblan buena parte de las novelas de la primera mitad del siglo XX, abonando al imaginario de la división y de la desigualdad.

Un siglo después de haberse puesto en circulación la primera versión industrial de la máquina de escribir, empieza a cuestionarse el reparto de los cuerpos implicados. Fue Roland Barthes quien mejor expuso esto. En una entrevista dada en 1973, confesaba que “acabo de regalarme una máquina de escribir eléctrica” y continúa diciendo que

como tenía tareas múltiples que cumplir, a veces me vi obligado (no me gusta mucho, pero me ocurrió) a dar textos a dactilógrafas. Cuando reflexioné me sentí muy molesto. Sin hacer ninguna clase de demagogia, eso me hizo pensar en la alienación de esa relación social, donde un ser, [la] copista, es confinado frente al amo, en una actividad casi esclavista, mientras que el campo de la escritura es precisamente el de la libertad y el deseo. En resumen, me dije a mí mismo: “Solo hay una solución. Hay que aprender verdaderamente a escribir a máquina”. Por otra parte, Philippe Sollers, a quién le hablé del asunto, me explicó cómo a partir del momento en el que se logra escribir a una velocidad suficiente, la escritura directa a máquina, creaba una especie de espontaneidad particular que tiene su belleza. (155-156; cursivas propias)

Antes de adquirir su máquina eléctrica, Roland Barthes escribía con dos dedos, por eso se autoexigía el “aprender verdaderamente a escribir a máquina”. Desde que la adquirió, cuenta en esa misma entrevista, practicaba treinta minutos diarios para ser él el operador directo y alcanzar la “velocidad suficiente” que prometía el goce estético del que hablaba su amigo. No sabemos muy bien si fue gracias a la adquisición de la máquina, a su falta de experticia, a una herencia materialista o a una preocupación de época, lo cierto es que percibió muy bien la relación de alienación entre mecanógrafa y escritor, así como la relación de esclavitud a la que se confinaba a la primera, mientras la libertad y el deseo eran dominios del segundo. La relación de alienación se da en un marco laboral, la de esclavitud en un marco intelectual. Barthes, nos dicen Price y Thurschwell, “deseaba un futuro en el que el giro secretarial de los intelectuales permitiera escapar de la alienación del trabajo manual por el trabajo intelectual combinando ambas funciones en una misma persona” (3). ¡Abolir la división del trabajo intelectual! Ese es el deseo profundo que Barthes teme que se confunda con demagogia. Con él podemos pensar que declina un siglo de división intelectual del trabajo. Habrá que ver qué desdoblamientos esto produce en la era digital, pero ese tema excede este escrito. Antes de Barthes, Clarice Lispector operó, más que un “giro secretarial” de lxs escritorxs, una torsión en la relación entre género y técnica.

Clarice Lispector

Clarice Lispector escribe directamente sobre la máquina de escribir. Esto indica un desplazamiento en el orden descrito. Lispector prescinde de las mediadoras entre el dispositivo y la escritura. La imagen de Lispector con la máquina a cuestas es la encarnación de un proyecto de escritura que dispone del dispositivo para crear un repertorio y un lenguaje literario. Pero no nos centraremos en la relación de la escritora con la máquina, sino en sus operaciones literarias que interrumpen las dos líneas que hemos indicado. Si bien en la escritura de Lispector la máquina comparece de diferentes formas, nos interesa aquí la figura de Macabea, la cuasi personaje de La hora de la estrella. En ella podemos leer una interrupción de la relación tradicional entre mujeres y técnica y entre dictador y copista.

De Macabea solo tenemos instantáneas y contornos que nos proveen de información básica. Es huérfana, nació en el sertón, tiene 19 años, es extremadamente delgada, tiene la cara pálida y sufre de tuberculosis. Macabea es incompetente, no solo en el orden del trabajo, sino también “incompetente para la vida” (33). Ella no encaja ni como mecanógrafa ni como mujer ni como sujeto, simplemente “ella era un azar” (36):

Ella, que debería haberse quedado en el sertão de Alagoas con su vestido de algodón y sin nada de mecanografía, porque escribía muy mal, que solo había hecho el tercero básico. Por su ignorancia, cuando estudió mecanografía tenía que copiar, lenta, letra por letra; su tía era quien le había dado un curso escaso de máquina. Y la muchacha adquirió un título: por fin era mecanógrafa. (17)

Su título podría leerse como un pase de incorporación al ritmo de la urbe moderna, sin embargo, la nordestina no deviene en la mecanógrafa ideal de las ficciones, diligente y sensual, que podría confirmar el relato de movilidad social y de éxito liberal, incluso de emancipación de género. Su paso por la ciudad no hace más que exhibir las formas de exclusión que en el espacio se traman. Ella transita y habita un centro abandonado por la burguesía, cuyas ruinas son aprovechadas por las lógicas del comercio advenedizo y por el movimiento del puerto; esa es la zona de la ciudad a la que los desposeídos como Macabea pueden aspirar. Ella, pese a la precariedad, no se rebela, no se queja siquiera. Parece incluso disfrutar de ese rincón de cuarto, en el interior de una vieja casona colonial, que comparte con tres compañeras más. Ella posee la actitud de quien no tiene nada y, por tanto, no sabe tener. No sabe de codicia, ni de aspiraciones. No conoce siquiera su condición de desposeída y menos de incompetente. No se interroga nada, porque “quien se indaga está incompleto” (15), así que no se abisma en los terrenos de la existencia.

La historia mínima de esta ficción nos presenta una visión gradual de la nordestina. Sabemos que el escritor narrador es varón. Los contornos que da a la joven son del orden de lo conocido: “La joven tenía hombros curvos como los de una zurcidora. De pequeña había aprendido a zurcir. Ella se hubiese realizado mucho más si se hubiera dado a la delicada labor de restaurar hilos, quién sabe si de seda” (35). De niña trabajaba con las manos desnudas, de modo que el tránsito parece lógico: de zurcidora a mecanógrafa. En tanto mecanógrafa copista, transcribe lo que el jefe le dicta y ordena, pero no todo se agota en su desposesión, en su incompetencia o en su incomprensión:

Había cosas que no sabía lo que significaban. Una era “efemérides”. ¿Acaso el señor Raimundo no le mandaba copiar con su letra bonita la palabra efemérides o efeméricas? El término efemírides le resultaba absolutamente misterioso. Cuando lo copiaba, prestaba atención a cada letra. Gloria era taquígrafa y no solo ganaba más, sino que no parecía que se confundiese con las palabras difíciles de las que tanto gustaba el jefe. Lo cierto es que la muchacha se había apasionado por la palabra efemérides. (39)

Repite y deforma: efemérides, efeméricas, efemírides. Escribir mal, copiar mal son índices de una educación incompleta y defectuosa, sin embargo, es seducida por “la letra bonita y redonda de su querido jefe”: “Aun cuando, a lo que parece, no aprobaba que hubiera dos consonantes juntas en el lenguaje y copiaba la letra bonita y redonda de su querido jefe en la palabra ‘designar’ tal como en la lengua hablada hubiese dicho ‘desiguenar’” (17). Ella duplica mecánicamente la letra manuscrita “bonita y redonda de su querido jefe”, pero comete demasiados errores. Macabea queda atrapada en la literalidad del leguaje, no comprende las palabras cultura, electrónico, renta per cápita, Conde de Bonfim, solo sigue lenta y atentamente los contornos de las letras y en este gesto los grafemas se revelan en su belleza primaria.

Comparecen aquí la letra manual y la letra mecánica. La letra manuscrita, asociada al orden masculino, la seduce. A ella que no accedió completamente a este régimen, pues solo alcanzó tercero de primaria, la mecanografía se le ofrece como una compensación en el trayecto hacia la modernidad. La escritura mecánica pasa por alto todo el sistema de educación existente, así, las mujeres, nos dice Kittler, “revirtieron el handicap de la educación, convirtiéndola en emancipación” (192). Revertir para emancipar, fue allí la operación, pero ese no es el caso de Macabea. Aquí el ejercicio es de otro orden. Macabea escribe mal, copia mal, no hay, por tanto, emancipación mediante la educación y el trabajo. Macabea no sabe escribir a mano, pero tampoco domina adecuadamente la máquina de escritura mecánica. No se incorpora al orden del trabajo ni al orden simbólico que lo sustenta, más bien realiza tres operaciones de signo contrario: desistencia, desfiguración, destitución.

Desistencia. Macabea es incompetente, “le faltaba la habilidad de ser hábil” (25), y, sin embargo, su jefe es incapaz de deshacerse de ella, pese a haberla despedido, “no argumentó nada en su propio favor cuando el jefe de la firma de representación de poleas le avisó con brutalidad […] que solo iba a mantener en su puesto a Gloria, su compañera, porque ella se equivocaba demasiado al escribir a máquina, además de manchar demasiado el papel. Eso dijo él” (25). La respuesta de la muchacha es inesperada:

—Discúlpeme por la molestia.

El señor Raimundo Silveira —que a esas alturas ya le había dado la espalda— se devolvió un poco sorprendido por la delicadeza inesperada, y algo en la cara casi sonriente de la mecanógrafa le hizo decir con menos grosería en la voz, aunque a disgusto:

—Bien, puede que no la despida ahora mismo, tal vez sea dentro de un tiempo. (25)

Macabea es figurada como semianalfabeta, incompetente, inocua, desposeída, desheredada y, sin embargo, es capaz de desarmar al otro con una “delicadeza inesperada”.

Desfiguración. Cuando Olímpico termina la pseudorelación que mantenían, pues se enamora de su compañera de oficina, Gloria, la reacción de Macabea es desconcertante: “Después que Olímpico se despidió, ya que ella no era una persona triste, trató de continuar como si no hubiese perdido nada. (Ella no sintió desesperación, etc. etc.)” (70). Como temía haberle herido, Olímpico esperaba que rompiera en llanto, pero ella no sintió desesperación ni nada parecido. Al día siguiente, como nadie le daba nada, decidió darse una fiesta, que “consistió en comprar, sin necesidad, un lápiz labial nuevo, no color rosa como el que usaba, sino rojo chillante”. Y “en el baño de la oficina se pintó toda la boca y hasta fuera de los contornos para que sus labios finos tuvieran esa cosa rara de los labios de Marilyn Monroe. Una vez pintada se quedó mirando en el espejo la figura que, a su vez, la miraba asustada” (70). Lo que el lápiz labial provocaba era una apariencia grotesca: sangre brotando de la boca, dientes rotos y carne rasgada. Cuando regresó a su escritorio, Gloria riendo preguntó: “¿Te volviste loca, querida? ¿Pintarte como una endemoniada?” (70). Macabea en lugar de asumir su desajuste le devuelve a Gloria la pregunta exaltando su fealdad, a Gloria que se creía, ella misma, una copia de Marilyn Monroe con su cabello oxigenado de amarillo huevo y su lunar artificial. Macabea es indiferente a la entrada a la heterosexualidad que ofrece Olímpico y a la feminidad encarnada por Gloria. Macabea se queda con sus ovarios marchitos y con una fealdad de otro tipo, que ni siquiera el espejo refleja porque no hay identificación de orden simbólico.

Destitución. Para ver la operación de destitución aquí en juego hay que cambiar el foco de la historia. Esta ya no debe ser vista desde el escritor narrador, sino desde Macabea misma. Y para ello es necesario un pequeño desvío. Macabea se emparenta con Pequeña Flor, la pigmea de otro de los relatos de Clarice: “La mujer más pequeña del mundo”. Pequeña Flor es el nombre que el explorador Marcel Pretre le dio a su hallazgo, cuando se internó en las montañas del Congo Central para dar con esos pequeños pigmeos de los que tenía noticia. Se interesó en ellos al saber que se consideraban los “menores pigmeos del mundo” que se conocían. Al encontrarlos, él toma contacto con una pigmea que roba su atención, “una mujer de cuarenta y cinco centímetros, madura, negra, callada” (88). El explorador responde ante ella de la manera que los colonizadores saben hacer cuando creen hallar algo nunca antes visto: nombra, clasifica, ordena, jerarquiza en sus propias categorías. “Oscura como un mono” (88), informó a la prensa, vive en lo alto de un árbol, tiene concubino y está embarazada. Lo que sigue en el relato son las reacciones de los lectores del diario al ver la foto de la pigmea que cabe en tamaño real en la página.

Hacia el final del relato, este enfoca a la “propia cosa rara”. Y ahí está la clave. Al poner el acento ahí el relato es capaz de ser trastocado y la curiosidad y exaltación del explorador occidental puede derivar en malestar cuando la cosa no calza con, ni responde a, sus expectativas. La cosa rara, es decir, antes del nombre, responde riendo a la mirada escrutadora del explorador, quien pese a su desconcierto sigue tomando nota en su gesto dominador y colonizador. Ella ríe en la felicidad momentánea de no ser comida por otro, pues a eso se debe el que vivan en los árboles. A ella el explorador se le revela en su apariencia: una criatura de tez amarilla, que usa botas y porta anillo. Tez, botas y anillo le producen la misma tibieza en el pecho, un tipo de amor raro, que perturba al explorador, porque no sabe si se enamora de él o de sus botas.

De modo que, si intentamos ver desde la perspectiva de Macabea, es decir, como una extranjera venida del sertón, que llega a una ciudad toda hecha contra ella, la historia cobra otro espesor. Macabea no “se daba cuenta de que vivía en una sociedad tecnificada donde ella era un tornillo prescindible” (29). Por eso no se rebela. Por eso no es la vía de la conciencia de sí en tanto trabajadora, y el consecuente cause de la reivindicación, lo que aquí se exhibe. Es más bien todo lo contrario: es el descalce entre mujer y máquina, mujer y trabajo, lo que se lee. En su negatividad tampoco se ajusta a la copia y a la transcripción. Macabea pide disculpas al ser despedida, ríe ante el jefe y el exnovio y evidencia la artificiosidad de la vida de Gloria. Desde su mirada de extranjera este mundo modernizado se revela absurdo, un absurdo del que no toma parte, sino que exhibe sus costuras para destituir sus formas.

Para retomar y cerrar, la figuración de las mujeres como puro cuerpo, distantes del orden tecnológico complejo, se actualizó en relación con las máquinas de escribir. Si bien algunas pudieron abandonar el orden del tejido, su relación con la máquina actualizó su lugar en el orden del trabajo, esto es, las mantuvo del lado de la manipulación. La mano desnuda, que mantenía el gesto de tejer, pasó a ser ocupada por la yema de los dedos que golpean teclas e imprimen en el papel letras modeladas por otros.

Esto agudizó también la división intelectual del trabajo, puesto que el vínculo entre máquinas y mujeres guardó un lugar subordinado en el orden intelectual. Las mujeres se limitaron a conducir las máquinas, no a producirlas ni a controlarlas. Podemos decir que estas dos derivas se complejizan en la escritura de Clarice Lispector. Más específicamente en la figura de Macabea. Macabea desiste de la relación heredada entre mujeres y máquinas de escribir, así como entre dictador y copista. Desfigura la idea de feminidad y de relación heterosexual. Destituye una racionalidad moderna centrada en una forma muy específica de pensamiento.

Referencias

Barthes, Roland. “Una relación casi maniaca con los instrumentos de gráfico (1973)”. El grano de la voz. Entrevistas 1962-1980, Siglo XXI, 1985, pp. 154-158.

Gallo, Rubén. Máquinas de vanguardia. Traducido por Valeria Luiselli, Sexto Piso, 2014.

Huyssen, Andreas. “La vamp y la máquina”. Después de la gran división, Adriana Hidalgo, 2002, pp. 123-151.

Kittler, Friedrich. Gramophone Film Typewriter. Stanford University Press, 1999.

Lispector, Clarice. La hora de la estrella. Siruela, 2011.

---. “La mujer más pequeña del mundo”. Cuentos reunidos, Siruela, 2013, pp. 88-94.

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Notas

* Artículo de investigación

1 Desarrollo mejor este punto en el ensayo “Las hebras de Penélope en las Américas. Materiales para un collage”, de pronta aparición en la Revista Chilena de Literatura.

Notas de autor

aAutora de correspondencia. Correo electrónico: maryluzestupinan1@gmail.com

Información adicional

Cómo citar este artículo: Estupiñán Serrano, Mary Luz. “Las manos, las máquinas, Clarice Lispector”. Cuadernos de Literatura, vol. 27, 2023, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl27.mmcl

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