Los desiertos del sur: la poética del sur global en el poema Canto a su amor desaparecido (1985) de Raúl Zurita*

South Deserts: The Poetics of the Global South in Raul Zurita’s Poem Canto a su amor desaparecido (1985)

Juan Pablo Velásquez

Los desiertos del sur: la poética del sur global en el poema Canto a su amor desaparecido (1985) de Raúl Zurita*

Cuadernos de Literatura, vol. 27, 2023

Pontificia Universidad Javeriana

Juan Pablo Velásquez a

Pontificia Universidad Javeriana, Colombia


Recibido: 10 enero 2023

Aceptado: 07 febrero 2023

Publicado: 30 diciembre 2023

Resumen: El presente artículo construye una poética del sur global, es decir, un ensamblaje crítico que es fruto de mi lectura personal y a través del cual analizo los recursos técnicos y las sensibilidades afectivas que componen la materialidad de la lengua estética del poema Canto a su amor desaparecido (1985),1 escrito por el artista visual y poeta chileno Raúl Zurita. Todo ello con el fin de examinar cómo la cartografía de un territorio pesadillesco (la necrópolis del sur) reconfigura las concepciones del cuerpo desaparecido, el testimonio, los soportes estéticos y, especialmente, las representaciones del “sur” en la poesía latinoamericana del siglo XX.

Palabras clave:sur global, desaparición forzada, testimonio, resurrección, colonialidad.

Abstract: This essay builds a “poetic of the global south”, that is, a critical assemblage that is the result of my personal reading and through which I analyzed the technical resources and affective sensibilities that make up the materiality of the aesthetic language of the poem Canto a su amor desaparecido (1985), written by the Chilean visual artist and poet Raúl Zurita. In order to examine how the cartography of a nightmarish territory (the southern necropolis) reconfigures the conceptions of the disappeared body, the testimony, the aesthetic supports and, especially, the representations of the “south” in the Latin American poetry of the twentieth century.

Keywords: Global South, Forced Disappearance, Testimony, Resurrection, Coloniality.

La necrópolis del sur

La palabra sur, a lo largo del imaginario occidental, ha tenido principalmente dos significados: tierra de abundante sol y tierras ubicadas en la parte baja (o inferior) del globo terráqueo. Ambos significados, de acuerdo con su connotación cardinal, apuntan a un espacio otro y desconocido. Un espacio muchas veces idílico, cargado de riquezas y promisor de una libertad plena; pero también uno peligroso, no-humano y carente de civilización (leyes y desarrollo técnico). Sin embargo, para ser más exactos en torno a sus significaciones culturales, traeré a colación el Nova totius terrarum (1639) (Figura 1), el mapa cartografiado por el holandés Janszoon Visscher y cuyos dibujos le son atribuidos al pintor flamenco Martin de Vos.

Novas totus terraram (1652) de Janszoon Visscher
Figura 1.
Novas totus terraram (1652) de Janszoon Visscher


Fuente: Biblioteca Nacional de España.

La característica axial de dicho mapa es la utilización de los bordes (o esquinas) para ilustrar los cuatro continentes,2 ilustraciones que construyen ideológicamente los territorios del mundo por medio de distintas imágenes de la feminidad. Europa, por su parte, es diagramada como una mujer blanca, vestida con ricos atuendos y sentada sobre la hierba. Asia como una mujer que, al igual que Europa, está vestida, pero sentada sobre una bestia (un camello). África, en contraposición, es dibujada como una mujer con la piel más oscura, semidesnuda y sentada sobre un cocodrilo. Y América es construida como una mujer también semidesnuda, pero sentada sobre un armadillo gigante y con un arco y un hacha en cada mano.

Walter Mignolo, en su libro El lado más oscuro del renacimiento (1995), hizo un análisis exhaustivo del mapa tratado, donde nos señala cómo América y África (el sur global) son continentes imaginados como mujeres no-civilizadas, pues están desnudas, sentadas sobre animales salvajes y con armas rudimentarias como el arco y el hacha. Características “bárbaras”,3 irreales y prejuiciosas que estimularon en gran medida el deseo colonizador, paternal, expansionista y extractivista de Europa.4 Es decir, su ego conquiro: marca identitaria que se autodefine a través del control y la eliminación de los cuerpos que son ajenos a la cosmovisión de su cultura inmediata (Dussel 29). No obstante, lo que más me interesa destacar del análisis de Mignolo son dos cosas: primero, cómo África y América ocupan la parte inferior del planeta no solo como una consecuencia espacial, sino como un símbolo de su natural (y falsa) subalternidad; y, segundo, cómo el lugar de América y África es intercambiable independientemente de la propia lógica espacial de Europa, la cual suele ubicar al “viejo continente” en el centro del planeta. América, sin ninguna explicación, aparece diagramada a su izquierda y África a su derecha (Mignolo 338).

En este orden de ideas, el mapa de Visscher —pero sobre todo la interpretación de Mignolo— me permite entablar un nuevo diálogo con el poema Canto a su amor desaparecido (1985), escrito por el artista visual y poeta chileno Raúl Zurita (1950). En dicho poema, Zurita reconstruye el sur global, sin embargo, no lo hace a partir del viejo (y todavía dominante) imaginario de Visscher: la tensión constante entre riqueza abundante, desmesura natural y barbarismo. Por su parte, el chileno ilustra por medio de dos caligramas a África y América como dos grandes galpones de concreto, los cuales conforman entre sí un nuevo territorio pesadillesco: la necrópolis del sur; un desierto material y espiritual.5 Espacio ficcional donde residen sin paz los llamados “países muertos” (Canto 16); países-cadáveres que están encerrados en pequeños nichos y que cantan desde sus respectivas tumbas (los territorios arrasados) su experiencia de dolor y muerte.

Es como si el mapa poético de Zurita fuera el reverso fantasmagórico del de Visscher; la expresión de su trágico devenir tras largos siglos de explotación y marginación. Por consiguiente, es legítimo apropiarnos de las falsas representaciones de la cartografía europea y comenzar a imaginar cómo estas dos mujeres (África y América) son lentamente despojadas, violadas y asesinadas hasta convertirse en el desierto zuritiano: un territorio-cadáver que fue sacrificado para alimentar y desarrollar el cuerpo caníbal de un territorio-colonizador. Este mapa se convierte entonces en el intento de expresar “el movimiento vital de esas zonas como una suerte de negativo —como el negativo fotográfico—, necesario para configurar un positivo […] a través de una fuerte exclusión territorial” (Eltit 11). La necrópolis del sur, en otras palabras, efectúa una alegorización de la sensibilidad física y espiritual que es inherente a los grupos humanos que padecen la inevitable desembocadura de la empresa neocolonial: la muerte absoluta, es decir, el sur-negativo. El mismo Zurita, a este respecto, en su ensayo Literatura, lenguaje y sociedad (1983), entiende al paisaje físico como un elemento impuro que encarna las emociones de los seres humanos que se enfrentan con la vastedad de su presencia: “Dejado de ser visto como una realidad externa, pura, a la cual se dirige para ensalzarlo o recrearlo (Neruda, Mistral, de Rokha) pasa a construir escenarios mentales o pantallas donde el sujeto proyecta sus emociones” (41). Por ello, para expresar mejor esta idea, ahora presento en la figura 2 los dos caligramas antes referidos.

Caligramas del poema Canto a su amor desaparecido





Figura 2.
Caligramas del poema Canto a su amor desaparecido


Fuente: Raúl Zurita (Cantos 24-25).

Estos caligramas reconfiguran el imaginario del sur. Por supuesto, desde un ángulo más crítico que pesimista, ya que no buscan simplemente exhibir un lamento insuperable, sino enunciar de manera contundente dos mensajes altamente políticos: primero, exponer una denuncia y, segundo, erigir un contramonumento. Su carácter de denuncia está enmarcado en el contexto de la dictadura militar chilena (1973-1990), tramada entre el Departamento de Estado norteamericano, el Pentágono, la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla en inglés) y una camarilla de oficiales pertenecientes a la cúpula militar chilena, la cual, posteriormente al golpe, devendría en la Junta Militar que gobernó al país. Todo ello con la intención de interrumpir el desarrollo democrático de la Unidad Popular, reducir las diferentes tendencias políticas de izquierda en América Latina e intervenir su economía socialista para encauzarla a los postulados neoliberales de la Escuela de Chicago: el libre mercado, el monetarismo, la desregulación estatal, las concesiones a privados y la continua privatización de la esfera pública (García Márquez 13). Una nueva circunstancia comercial que favorecía los intereses económicos y extractivistas de los Estados Unidos, es decir, de la cara moderna e industrializada del reciente imperialismo occidental (tal como lo advirtió el poeta cubano José Martí en su ensayo Nuestra América a finales del siglo XIX). Por otra parte, la denuncia del poema está direccionada, principalmente, a evidenciar los casos de desaparición forzada perpetrados por los militares. A la altura de 1985, la Vicaría de la Solidaridad6 ya registraba una cifra de 668 desparecidos (Padilla 48) y Zurita, como respuesta, escribió un poema que pone en escena las voces truncadas de los cuerpos ausentes, el lamento de los familiares que los buscan y los gritos de los militares que los torturaron. Una polifonía de voces que ficcionaliza los testimonios de las víctimas y los sufrimientos que padecieron sus cuerpos.7 Relatos que, en su momento, fueron banalizados por los discursos patrióticos de Pinochet y la construcción épica de la dictadura como un proceso de regeneración nacional. Sin embargo, de manera simultánea, dicho carácter de denuncia está enraizado con la idea de contramonumento (Salcedo 1:15:20-1:20:08), pues Zurita con sus caligramas buscó construir una memoria otra. Es decir, no conmemorar la gloria épica de los guerreros vencedores y simbolizarla en una estructura vertical, diáfana, imponente y majestuosa como las grandes estatuas de Bolívar, sino vislumbrar la verdad fracturada de las víctimas involucradas en el conflicto humano. Zurita intentó testimoniar, a través de artefactos sobrios, fragmentados y cotidianos (como un mapa y un cúmulo de palabras no inteligibles) el trauma de lo irreparable —el exterminio y la desaparición—, lo incompresible —lo ajeno a cualquier entendimiento de carácter lógico o teleológico— y lo innombrable —aquello imposible de ser comunicado y significado por las estructuras del lenguaje gramaticalizado—. En otras palabras, los caligramas de Canto a su amor desaparecido son una obra artística que manifiesta el duelo incompleto o, mejor dicho, el dolor constante de los desaparecidos y sus familiares.8

A partir de esta misma idea del contramonumento, es importante señalar cómo el poema de Zurita excede su contexto inmediato (la realidad dictatorial chilena) y lo convierte en un sustrato más de todas las realidades ominosas que conforman la necrópolis del sur. Zurita, al igual que el filósofo Boaventura de Sousa Santos, concibe al sur no como un espacio delimitado en la cartografía consensuada y naturalizada, sino como un entramado social y político que configura los espacios de precariedad en cualquier tipo de sociedad: “Siendo en este caso el sur una metáfora para designar a los oprimidos por las diferentes formas de poder […] tanto en las sociedades periféricas como en las sociedades semiperiféricas y aún en las sociedades centrales” (432). Sin embargo, a diferencia del filósofo portugués, el poema de Zurita no concibe al sur como una metáfora; por el contrario, el sur es un espacio real que materializa su voz, su grito y murmullo en la poesía (otra realidad). A este respecto, como se pudo ver en los caligramas antes expuestos, el poema pone en escena los nichos (las tumbas) de varios países africanos y latinoamericanos. Incluso cartografía al nicho “USA” (cuartel 12) y al nicho “Nuevo Méjico” (cuartel 13) para dar cuenta de esas zonas marginales que están en el interior de los Estados Unidos —compuestas particularmente por afrodescendientes e hispanos—. No obstante, para ser más específicos, es importante analizar la dedicatoria del poema, la cual enfatiza la hermandad sufriente de los países muertos: “—A la Paisa […]. A todos los tortura, palomos del amor, países chilenos y asesinos” (Canto 10). El término paisa hace alusión a la relación fraternal y periférica (paisano) que comparten los habitantes del sur del mundo. Igualmente, el término países chilenos (en plural) se refiere a cómo los países del sur comparten experiencias de horror similares a las de Chile. Lazos que revelan la hermandad que los une a todos más allá del espacio y el tiempo: guerras de conquista y colonización (ya sean las desencadenas por Leopoldo II o Carlos V, solo por citar dos casos muy conocidos); las intervenciones militares patrocinadas por distintas potencias mundiales (solo en parte, no hay que olvidar que estas fueron apoyadas por políticos, empresarios, fuerzas militares y grandes grupos ciudadanos de origen local, como fue el caso de Libia, Argentina, Chad o el Brasil); o la gran diversidad étnica y cultural asociada a dichos continentes (la cual, solo en parte, es producto de las empresas esclavistas y de las grandes olas migratorias motivadas por la marginación social).9 Todo este cuadro transatlántico planteado por Zurita —compuesto por los Estados Unidos, América Latina, Europa y África, o simplemente dividido entre el norte y el sur— no es muy fácil de ignorar, pues nos plantea múltiples conexiones entre los territorios, la indeterminación de sus fronteras y cómo todos ellos cobran diferentes significados a lo largo de la historia.

Las materialidades del sur: relatos sobre el cuerpo y sus símbolos

El no-cuerpo, la no-coherencia, el no-encuentro

Para comenzar, quisiera traer a colación un hecho histórico acaecido en el territorio corporal de Raúl Zurita, un habitante real del sur. En su juventud (a los veintitrés años) fue capturado por una patrulla militar el 11 de septiembre de 1973, después fue golpeado, humillado y encerrado en un barco carguero durante trece días. A continuación, cito su testimonio personal referido en Un mar de piedras (2018):

Unos milicos en la calle me dicen: “alto”. Hay una cosa que sé de chiquito, si un paco te dice “alto”, sal arrancado, pero si te lo dice un milico, es alto nomás. Me gritó: “¡Al suelo! ¡las manos en la nuca!” […]. Acto seguido recibí una pateadura de proporciones. No sufrí los golpes sofisticados de la tortura, sino una gran sacada de cresta. De ahí al estadio de Playa Ancha, donde estuvimos cuatro días, y luego a la bodega del Maipo, uno de los tres barcos que había en el puerto […]. No cabían ni 50 y seríamos 800. Los gallos se desmayaban. (73)

Este hecho personal del poeta, según algunos críticos literarios, no debería ser un aspecto fundamental de su obra, pues lo más importante es aquello que está plasmado textualmente en sus poemas. Tal vez para muchas obras estéticas esta metodología de análisis aplica, pero no para la obra de Zurita donde los límites entre la vida y la obra son porosos. En múltiples entrevistas, conferencias y textos, el poeta chileno ha mencionado cómo el eje central de su obra es y fue el golpe militar: “Tuve una decisión artística, por así decirlo. El centro de mi vida va a estar ligado al 11 de septiembre de 1973. Todo lo que haga girará en torno a ese día” (Un mar de piedras 76). De manera simultánea, Zurita también suele referir cómo dicho acontecimiento no podía ser expresado ni con el creacionismo de Vicente Huidobro, ni con la antipoesía de Nicanor Parra o con la monumentalidad épica de Pablo Neruda y Pablo de Rokha, y que él, por lo tanto, debía construir una lengua que lograra acercarse a las experiencias de ansiedad y desesperación que desarrolló durante los primeros años de la dictadura. Una lengua delirante que, a su vez, consiguiera testimoniar cómo su cuerpo precario, en medio del desastre, conservaba la esperanza de vislumbrar el paraíso. Un lugar donde sus amigos asesinados pudieran resucitar y sus torturadores se convirtieran en sus hermanos;10 es decir, en el interior de la poética zuritiana, este suceso individual acaecido en el territorio corporal del poeta fue la apertura a la sensibilidad del otro. Fue el insumo de una obra que intentó comprender lo que también sufrieron los otros ochocientos cuerpos encerrados en el Maipo, pero también lo que padecieron las demás personas en los diferentes escenarios de la dictadura (estadios de fútbol, campos de concentración, barrios marginales, La Moneda, el exilio, etcétera) y, a su vez, también lo que han sentido los diferentes cuerpos que habitan la necrópolis del sur —paisanos que han sufrido el impacto del neocolonialismo, la intervención militar o la pobreza—. Ya lo decía Zurita al final de Anteparaíso: “PERO ESCUCHA SI TU NO PROVIENES DE UN BARRIO POBRE DE SANTIAGO ES DIFICIL QUE ME ENTIENDAS […] ES LA DEMENCIA ES HACERSE PEDAZOS POR APENAS UN MINUTO DE FELICIDAD” (177). El testimonio de la experiencia personal de Zurita nos permite a los lectores (por medio de él) generar una relación parcial con los rasgos universales de una vivencia singular: cada habitante del sur vive en un barrio pobre de Santiago y viceversa, puesto que existe un sentimiento de angustia y esperanza que los une a todos en medio de las diferencias. Tal como lo plantea el antropólogo Renato Rosaldo, exponente insigne del giro emocional en las ciencias sociales, es de vital importancia concebir “la experiencia personal como una categoría analítica” (32), ya que ella nos permite acercarnos a las aflicciones de los otros cuerpos, a comprender la intensidad de sus emociones, de sus duelos. En fin, la experiencia personal nos posibilita un análisis crítico y artístico que no se reduce a una descripción desafectada de las prácticas rituales de esta o aquella comunidad, sino que, por el contrario, nos permite experimentar de manera comprometida y cercana las heridas que atraviesan su existir.11

Esta quemadura es un surco abierto en el territorio del sur; es una grieta a través de la cual debemos, como lectores, introducirnos hasta llegar al dolor de un pueblo heterogéneo que habita múltiples espacios y tiempos. La quemadura en el rostro de Zurita (Figura 3), en otros términos, es la estrella calcinada bajo la que todos viven; es la verdadera encarnación del “yo es otro” (Rimbaud 698), ya que la herida autoinfligida en el propio rostro hace presente el dolor común que liga a todos los cuerpos que son poseedores de un sistema nervioso. Un dolor que no puede ser del todo abstraído a los códigos estéticos, sino tan solo vivido. A este respecto, Zurita afirmó lo siguiente al recibir el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda en el 2016: “Yo trabajo con mi vida y trato de que eso no sea una consigna. No porque mi vida tenga algo de ejemplar, sino porque creo que si podemos llegar al fondo de nosotros mismos sin autocompasión ni falsa solidaridad, es posible que lleguemos al fondo de la humanidad entera” (“Discurso” 19). Por todo lo anterior, considero que la obra poética y visual de Zurita se convierte en un territorio de contacto entre lo individual y lo colectivo, lo biográfico y lo artístico.

 Raúl Zurita exponiendo la quemadura autoinferida en su mejilla izquierda como acto de desesperación ante la dictadura militar
Figura 3.
Raúl Zurita exponiendo la quemadura autoinferida en su mejilla izquierda como acto de desesperación ante la dictadura militar


Fuente: fotografía de Lotty Rosenfeld, 1979 (Un mar de piedras).

Sin embargo, considero que Canto a su amor desaparecido presenta una dificultad particular al interior de la obra zuritiana, pues allí existe el intento de representar la muerte de un desaparecido,12 de ese “otro absoluto” que él/ella —Zurita o cualquier habitante del sur— pudo potencialmente ser y no fue. Ese otro impenetrable que convierte a los demás en un “resto”, en un reflejo carnal de lo aún-no-eliminado. Ese otro que es una extensión hecha recuerdo, fotografía, un nombre escrito en los volantes de “SE BUSCA” o “¿LO HA VISTO?”. Ese otro que, ahora, reside en la pura necrópolis del sur (es decir, en la ausencia del sur, en el sur negativo) y que ha dejado una huella entre los vivos.

Al comienzo de Canto a su amor desparecido una voz omnipresente afirma y pregunta lo siguiente: “Ahora Zurita —me largó— ya que de puro verso y desgarro pudiste entrar aquí, en nuestras pesadilla; ¿tú puedes decirme dónde está mi hijo?” (4). Y el poeta como respuesta utiliza su experiencia personal de desgarro no solo para hacer alusión al sufrimiento de su cuerpo, sino para referir su potencial desaparición: el sufrimiento de la posible ausencia de su materialidad física. Zurita intenta por medio del canto recuperar del olvido la memoria afectiva del no-cuerpo del desaparecido, las palabras del verdugo y la dolorosa búsqueda de los familiares que tratan de encontrar lo que ya no existe (un ejercicio que convierte sus vidas en una existencia cimentada sobre fantasmas). Memoria afectiva que ahora está representada en los murmullos de los muertos, a la manera de Pedro Páramo (1955), otro cementerio en la literatura latinoamericana. Sensaciones corporales referidas desde un estrato más allá de las superficies y las presencias; desde las cartografías desérticas de la pura necrópolis del sur. A continuación, presento tres fragmentos de los tres ángulos del suceso enunciado en Canto a su amor desaparecido:

  1. A) Las víctimas: “Nos descargaron cal y piedras encima. / Por un segundo temí que te hicieran / daño. / Ay amor, cuando sentí en el primer / estrépito me pegué un poco todavía más a ti. / Fue algo. / Sí, seguro fue algo. Sentí las piedras aplastándote y yo creí que gritarías, pero no. El / amor son las cosas que pasan. / Nuestro amor muerto no pasa […] Por eso nos hablamos, y con tu espi-/ nazo sostienes el mío. Y aunque nadie / lo verá, yo alguna vez pensé que sería bueno esto, que está bien […] Ahora todos son caídos menos / nosotros lo caídos. / Ahora todo el universo eres tú y yo / menos tú y yo” (14).

  2. B) La víctima y el torturador: “Oigan amigos —les grité— esas épocas ya pasaron. Solo se rieron de mí. / Marcaron a los muchachos a bayonetazos y les cortaron el pelo. / ¿Fumas marihuana? ¿aspiras neoprén? ¿qué mierda fumas rojo asqueroso? / Pero son lindos. Aún así yo me reglo de verlos, mojo la cama y fumo” (15).

  3. C) Los familiares: “Después me vendaron la vista. Vi a la virgen, vi a Jesús, vi a mi madre / despellejándome a golpes. / En la oscuridad te busqué, pero nada pueden ver los chicos lindos bajo la venda de los ojos […] Maldición, dijo el teniente, vamos a colorear un poco. / Murió mi chica, murió mi chico, desaparecieron todos / Desiertos de amor” (12).

El primer fragmento, cuyas voces pertenecen a los enamorados13 (las víctimas-protagonistas del poema), se caracteriza por su “negatividad y refracción” (Richard 151). Es decir, con el fin de vislumbrar de manera parcial las afecciones de los cuerpos desaparecidos y tratar así de construir algún sentido indirecto (alguna memoria fragmentada) a partir de lo ocurrido, es necesario materializar en palabras la ausencia del ser y del cuerpo: “nuestro amor muerto no pasa”, “y aunque nadie lo verá…”, “Ahora todo el universo eres tú y yo, menos tú y yo”. Aquí los cuerpos de los amantes se representan por medio de una voz oscura14 que anula su materia para mostrar el amor (el amor-muerto) que afecta a sus no-cuerpos en el inframundo. También para convertirnos a los lectores en testigos de un acto que no tuvo testigos —un suceso inexistente ya que nadie (excepto los muertos) lo puede reseñar con certeza—. Y, por último, para mostrarnos cómo la materia entera del universo (las piedras, los árboles, el río, el mar, las montañas) está muerta y ha perdido su significado, pues, al existir la ausencia de un cadáver, todo se ha convertido en una representación de él/ella. Todo nos lo recuerda y es él/ella. No existen ojos que los puedan ver, la noche bajo la tierra es definitiva. Solo nos queda, como sugiere Zurita en INRI (2003) a través de la escritura en braille (Figura 4), estirar las manos hacia la oscuridad y palpar las yemas del otro para siempre perdido.

Escritura en braille que codifica los versos zuritianos (“Te palpo, te toco. Y las yemas de mis dedos buscan las tuyas porque si yo…”)
Figura 4.
Escritura en braille que codifica los versos zuritianos (“Te palpo, te toco. Y las yemas de mis dedos buscan las tuyas porque si yo…”)


Fuente: elemento estético perteneciente al poemario INRI (2003) de Raúl Zurita.

El segundo fragmento se caracteriza por sus “discontinuidades y estallidos” (Richard 150), ya que hay tres saltos de enunciación que se interceptan entre sí: la víctima (“Oigan amigos —les grité—”), un narrador omnisciente que mira la escena de tortura al margen (“Marcaron a los muchachos a bayonetazos…”) y el victimario representado en la figura de un soldado anónimo (“¿Fumas marihuana? ¿aspiras neoprén?”). No existe una continuidad plena, todo es un torbellino de recuerdos, de frases incompletas, de preguntas que reclaman violentamente una respuesta que nunca llega, de sensaciones eléctricas que atraviesan al cuerpo desde los cabellos a los pies. Todo en este fragmento, al final, es una amalgama de atrocidades que se configuran entre sí para conjurar dos grandes estallidos: el trauma inscrito en la memoria de alguien y la cicatriz grabada en el cuerpo de alguien. Dos estallidos que interrumpen la existencia de una persona, que fracturan el significado de las palabras. En relación con este mismo concepto de fractura, según mi perspectiva, lo más importante en el segundo fragmento es la presencia de una palabra incoherente, una palabra incapaz de testificar lo ocurrido y que solo puede aludir a ello por medio de un pastiche de imágenes absurdas (“Aún así yo me reglo de verlos, mojo la cama y fumo”). La palabra enunciativa de la necrópolis del sur es la expresión de una lengua herida que solo a través de la incoherencia puede ser fiel a su historia traumática. Y no me refiero aquí a la diferencia (o continuidades) que propone Gabriel Giorgi entre la palabra provista de significado y el sonido puro: “Entre palabra articulada y grito, ruido, opacidad sonora en la lengua, esto es, la inestabilidad entre palabra y voz” (75). Por el contrario, cuando hago referencia a la naturaleza de la lengua-incoherente de los desaparecidos del sur, hago alusión a un discurso (a un chorro de lenguaje) que está compuesto principalmente por “palabras articuladas”, pero, al mismo tiempo, por sucesiones de palabras cuyos significados conceptuales no se relacionan entre sí, no se compactan de manera sintagmática y con una función comunicativa clara. Estoy hablando de una lengua articulada, cuyo significado, en el momento del trauma (del conflicto), estalla y se desborda. Una lengua monosignificativa que no sabe por dónde comenzar, que no puede jerarquizar el sentido porque todo (preguntas, acciones, sensaciones, afirmaciones, sustantivos, artículos) es igual de importante y apunta a lo mismo: la tortura. Ya sea desde la perspectiva de la víctima, del torturador o de Dios. El sur, la experiencia del sur, en este orden de ideas, se convierte en una herida monosignificativa (obsesiva) en la lengua de los muertos y sus verdugos.

Por último, el tercer fragmento se caracteriza por lo “inconcluso” (Richard 150). Tomo esta palabra de Richard, pero no para usarla igual, ya que ella se está refiriendo a que la “Escena de Avanzada” se distingue por el uso de frases inconclusas (algo con lo que estoy de acuerdo, pero que se asemeja a lo ya dicho en el anterior párrafo con el concepto de discontinuidad). Por mi parte, quiero enmarcar al concepto de lo inconcluso en el contexto de la tradición de la poesía mística. Desde mi punto de vista, lo más importante del tercer fragmento donde se representa al familiar (otra faceta de los “enamorados”) que busca y se lamenta por su desaparecido, no es la búsqueda en sí misma, sino la imagen poética que construye al personaje buscando a su amado con los ojos vendados (“En la oscuridad te busqué, pero nada pueden ver los chicos lindos bajo la venda de los ojos”). Este buscar con los ojos vendados y preguntarle a todo el mundo por el paradero del amado ausente, ese buscar lo que ya no pertenece a este mundo y cuya existencia no se conoce por medio de certezas sensoriales, es muy similar a la voz poética de San Juan de la Cruz cuestionando a los pastores por la presencia de Dios: “¿A dónde te escondiste, / amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste, / aviéndome herido; / salí tras ti clamando, y eras ido” (7). Esta es una búsqueda imposible (inconclusa) y que se desarrolla en la oscuridad sin rastro; una búsqueda donde brilla de cuando en cuando una revelación inesperada, una pista (“Vi a la virgen, vi a Jesús, vi a mi madre despellejándome a golpes”); una búsqueda en la que la presencia de lo ausente es obsesiva y no se sabe por dónde comenzar. No obstante, hay que señalar que el familiar no se conforma con el más allá, como el místico; él desea un cuerpo (un “pedacito” de materia) sobre el cual construir un significado; él desea el cadáver de Dios, de su dios. Paradójicamente, en esta coyuntura, el familiar no tiene más que su propia fe. El familiar del desaparecido es un místico que ha secularizado dicho concepto y lo ha convertido en una política del cuerpo. El sur, en este orden de ideas, es un pedazo de materia que está perdido; el sur, a su vez, es alguien desesperado que busca algo que ya no existe; el sur positivo (el paraíso donde todos están vivos y se reencuentran),15 en fin, es el imposible encuentro de dos alteridades que habitan en diferentes planos de la realidad (el ser y el no-ser) y nunca se interceptan. Es el deseo teresiano de fundirse con el amado, con el infinito: “Quiero muriendo alcanzarle, / Pues a Él solo es al que quiero. / Que muero porque no muero” (Teresa de Jesús 957). Sin embargo, hay que ser claros, el lamento por la ausencia de los desaparecidos (los representantes insignes de la necrópolis del sur) no es una búsqueda religiosa, es, por el contrario, una denuncia política que ha sido invocada tras el arrasamiento perpetuado por las prácticas coloniales y neoliberales.

Para terminar este segmento, entre tantas negaciones (el no-cuerpo, la no-coherencia, el no-encuentro) se puede concluir que este simple no-decir de Zurita utilizado para nombrar todas las zonas marginales del planeta (todo el sur) se remonta a una tradición iniciada por Fray Bartolomé de las Casas en su libro Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552); el libro que plasma el origen de todas nuestras violencias.16 Allí, en esta denuncia, el dominico hace un reiterado uso del tropo literario del ineffabilis, de lo que no puede ser expresado o narrado, pues el horror de la experiencia de las campañas colonizadoras colma el recipiente de las páginas y se desborda en un mar de sangre: “Tantos daños, tantas matanzas, tantas crueldades, tantos cativerios y sinjusticias que no podría lengua humana decirlo” (Casas 49). Como ya se había dicho en la primera parte de este ensayo, la necrópolis del sur es un espacio donde se juntan diferentes tiempos y territorios, un espacio ficcional donde los personajes (los países muertos, los enamorados, los familiares, los torturadores) son un arquetipo de todos los cuerpos precarizados por la tortura, la desaparición y la muerte, y cuyo origen está enraizado en las primeras empresas colonizadoras desarrolladas en el “sur”. La necrópolis del sur es, por consiguiente, un espacio textual donde aún se escuchan los ecos de los indios17 perseguidos por los caballos, los indios descuartizados por los perros, los indios quemados en las hogueras. Un espacio de lamentos constantes, cuyo referente material no puede ser vislumbrado, sino apenas negado y no-dicho.

El testimonio: los últimos rastros de los países muertos

Antes de cartografiar los galpones “12” y “13”, es decir, antes de presentar los caligramas que constituyen la necrópolis del sur, Canto a su amor desaparecido expone treinta epitafios (treinta poemas en prosa) que, según mi lectura, coronan cada uno de los treinta nichos de los denominados países muertos. Estos epitafios son interpretados por mí como los últimos testimonios que rasguñaron sobre las piedras (las losas funerarias) los países muertos antes de desaparecer.

Según John Beverley, el testimonio es “una narración de urgencia” que busca comunicar una experiencia colectiva, vivida por sujetos excluidos y signada por un conflicto de orden social (9). Y yo me pregunto: ¿acaso existe una mayor narración de urgencia que el epitafio de un país muerto? En cada epitafio está hablando un país entero y heterogéneo, un país cuya sustancia es el sur negativo (el desierto) que está sembrado en cada momento y lugar de la historia humana, y un país cuyo presente fue (es) el asesinato por medio de la tortura. En síntesis, una narración que necesita dejar una huella, un rastro, una marca antes de ser aniquilada; una narración que, valga la aclaración, nos permitirá un acercamiento con el otro (el desaparecido, el muerto, el olvidado, el pobre) y el desarrollo de una conciencia crítica en torno a los cuerpos que existen más allá de los treinta epitafios presentes en el poema. Además, es importante mencionar cómo Zurita, a partir de estos epitafios, continúa riñendo con la categoría de “autor”, pues al escribirlos (es decir, al ficcionalizarlos) se autoconstruye como un compilador: un recolector de voces colectivas y múltiples, un simple medio útil para que el protagonista verdadero pueda hablar: esos sujetos marginales que se expresan desde la muerte.

Ahora, en aras de ejemplificar todo lo anterior, presento dos epitafios a partir de los cuales haré un análisis que explique, de manera panorámica, los diferentes tipos de nichos que existen en Canto a su amor desaparecido:

  1. A) Nicho USA. Habidos en Cuartel 12. África del Norte y remitidos a comerse entre ellos debido a sueños de cinturones espaciales, asesinatos de negros y hambre. Más abajo fueron el cielo y se llamaron hongos de Hiroshima en los países que comían; países de la Central, valles y tragadores chilenos. Todo es noche en las tumbas dicen y es la noche la tumba americana. Yace como el bisonte en Paz. Fue frase Cheyenne. Quedó escrito, Amén (19).

  2. B) Nicho Arauco. Habido en Cuartel 13. Fueron largos valles negros como los desaparecidos otros. Se anotó así: aviones sureños surcaron el cielo y luego, al bombardear sus propias ciudades, brillaron un segundo y cayeron. Quedaron referidos en Cuarteles 12 y 13 con tumba escrita y advertencia. En cal borraron todos los restos y sólo quedó la herida final, Amén. Todos rompieron en lágrimas, Amén. Fue dura la vista, Amén (19).

El “Nicho USA”, como ya se dijo en la primera parte del ensayo, cuestiona los límites geográficos que definen al sur como la parte baja (o inferior) del globo terráqueo.18 Por su parte, el Nicho USA nos demuestra cómo Zurita concibe al sur como una categoría indeterminada que, principalmente, quiere referirse a los cuerpos precarios (pobres, torturados o explotados) en cualquier parte del mundo y de la historia. En este caso, por ejemplo, se alude a los cuerpos excluidos que habitan al interior de los Estados Unidos: el país con la fuerza militar más poderosa en el mundo contemporáneo y con un sistema financiero (tratados de libre comercio, bloqueos económicos, multinacionales extractivistas, etcétera) que ahoga y absorbe la economía de los países del “Tercer Mundo”. No obstante, aunque el Nicho USA (o “África del Norte”) haga alusión a una tumba que contiene los cuerpos y las voces de los blancos pobres (“White Trash”) y las mermadas comunidades indígenas de Norteamérica, este es un nicho que también ocupan los cuerpos y las voces de los inmigrantes que provienen del sur geográfico. Una diáspora a la cual Zurita ha dedicado diferentes obras artísticas como “La nueva vida” (2 de junio de 1982): el poema escrito en el cielo de Nueva York,19 en el distrito de Queens, como un homenaje a las comunidades de latinoamericanos y afrodescendientes que habitaban la zona (Figura 5). Sin embargo, lo que más me interesa de este nicho es su materialidad textual y testimonial en la que se plasma el conflicto interno de estas comunidades (latinos, negros, indígenas) y las transformaciones que sufren sus cuerpos en los contextos de prosperidad desigual. Cuerpos que, usualmente, se convierten en milicianos útiles para las guerras acaecidas en territorios lejanos (“Más abajo fueron el cielo y se llamaron hongos de Hiroshima en los países que comían”); o en chivos expiatorios que sirven para purificar el odio de la nación y lograr conquistar la prosperidad económica y técnica que demanda la utopía neoliberal (“remitidos a comerse entre ellos debido a sueños de cinturones espaciales, asesinatos de negros y hambre”). Es el testimonio de una isla invisible, de lenguas cuyo valor comunicativo no se reconoce al interior del “norte”, el progreso y sus fantasmagorías.

“La nueva vida” (1982)
Figura 5.
“La nueva vida” (1982)


Fuente: Raúl Zurita (“Verás un mar de piedras. En torno a Raúl Zurita”).

El epitafio “Nicho Arauco” es una voz testimonial que da razón de los múltiples tiempos (múltiples horrores) que atraviesan la territorialidad de La Araucanía, región donde habita la mayor parte de la población mapuche en la contemporaneidad. Extrañamente, en este poema no hay un epitafio del “Nicho Chile”, aunque trate a fondo el tema de la dictadura militar.20 No obstante, considero que esta ausencia —o, más bien, este reemplazo— tiene una intención política: dar cuenta no solo de los crímenes ocurridos al comienzo de la dictadura en el siglo XX cuando los militares bombardearon la Moneda (“aviones bombardeando sus propias ciudades, brillaron un segundo y cayeron”),21 sino también de los sucesos ominosos en la Guerra de Arauco (1550-1656), en la que el ejército conquistador —encabezado al principio por Pedro de Valdivia— exterminó a lo largo de un siglo gran parte de la civilización indígena que habitaba en dicha zona y, a su vez, en las demás zonas donde existió una fuerte presencia indígena. Por ejemplo, los Aimara que ocupaban (y ocupan) el extremo norte en la región de Arica y Parinacota, y los Colla que residían (y residen) principalmente en el desierto de Atacama. “Arauco”, según mi consideración, no es más que un recurso metonímico para simbolizar el genocidio indígena en todo Chile y las Américas, y, al mismo tiempo, para concretizar el cadáver de Chile —el “Nicho Chile”— tras la dictadura.

Ahora, a partir de este reconocimiento de la intertemporalidad del Nicho Arauco, propongo que su principal objetivo es plantear un testimonio capaz de transfigurar la historia nacional, la cual pretendió instaurar un arco hegemónico e historicista inaugurado con el proceso colonizador que solventó la Corona Española (plasmado en La Araucana —1569— de Alonso de Ercilla), pasando por el entusiasmo independentista de la élite criolla que reivindicaba la construcción de la patria chilena y cuyo mayor representante fue Bernardo O’Higgins (el Director Supremo) hasta el discurso de “restauración nacional” patrocinado por la dictadura militar que encabezó Augusto Pinochet y los intereses económicos de los Estados Unidos. Por su parte, el Nicho Arauco plantea una versión-otra de la historia en aras de evidenciar cómo el proyecto de la nación chilena (y su muerte) está cimentado sobre el cadáver-otro de la civilización indígena. Un testimonio que aúlla desde el fondo de la tierra, del pasado ignorado: “En cal borraron todos los restos y sólo quedó la herida final”. Esta “herida final” es una marca constante y hecha de tiempo, de la cual mana la sangre, los recuerdos y los restos de todos los desaparecidos, aquellos que son fruto tanto de los procesos de colonización como de la dictadura militar en el siglo XX. Una herida que dejó su marca no solo en el cuerpo de los asesinados, sino también en el territorio: “Fueron largos valles negros como los desaparecidos otros”. Sin embargo, como contrarréplica de ello, también existe la obra “ni pena ni miedo” (1993) que realizó Zurita en el desierto de Atacama: un verso compuesto por caracteres enormes que están grabados sobre la arena (con una longitud de 3140 metros) y que solo pueden ser apreciados desde un helicóptero (Figura 6). Una expresión artística que, a su vez, quiso dejar una marca (un testimonio) no de lamento, sino de resistencia. Una huella sobre la materialidad misma del territorio. En la obra de Zurita, el territorio se convierte en un archivo de huesos, de lamentos y de réplicas. Marcas que, en fin, no solo testimonian la herida final del Nicho Arauco, sino también las luchas de los excluidos por cicatrizarla. Sin embargo, a pesar de todo ello, solo puedo afirmar que el testimonio del Nicho Arauco nos muestra a los lectores cómo es posible que debajo de un país muerto (Chile) está otro país muerto. Dos países-cadáveres en un solo territorio.

“Ni pena ni miedo” (1993)
Figura 6.
“Ni pena ni miedo” (1993)


Fuente: Raúl Zurita (Rodríguez Marcos).

La resurrección del sur: sonoridad y esperanza

El Canto a su amor desaparecido desemboca inevitablemente en un grito, una explosión onomatopéyica, una estridencia que paulatinamente se transforma en un canto que proviene debajo de la tierra y se titula “Canto de amor a los países”. Este grito de amor cumple una doble función al interior del poema: comunicar el dolor incomprensible de los muertos y manifestar una prueba de vida (una precaria resistencia) de aquello que se resiste a ser extinguido por completo. A continuación, presento por medio de una fotografía el fragmento donde está inscrito el grito (Figura 7), ello con el fin de no perder de vista su naturaleza tipográfica, la cual (después de Mallarmé) tiene un determinado fin poético y, por ende, político.

“Canto de amor a los países” (27)
Figura 7.
“Canto de amor a los países” (27)


Fuente: Raúl Zurita.

El grito final, antes de ser grito, es una respuesta afirmativa (una simple partícula del lenguaje: “sí”) a una larga serie de preguntas: “¿Te acuerdas chileno del primer abandono cuando niño? Sí, dice […] ¿Sabes chileno y palomo que estamos muertos? Sí, dice / ¿Recuerdas entonces tu primer poema? Sí, dice” (Canto 27). Un “Sí” profundamente afirmativo y, sobre todo, positivo que busca manifestar la vitalidad de su presencia: sí sé, sí recuerdo, sí existo, sí soy. Un “Sí” que emerge de las sombras, es decir, como una réplica a las negaciones del lenguaje que fueron anteriormente expuestas: el no-cuerpo, la no-coherencia, el no-encuentro. Pero, especialmente, es un monosílabo que responde a la pregunta que inaugura el poema: “¿tú puedes decirme dónde está mi hijo?”. Igualmente, este “Sí” volverá a aparecer en La vida nueva (1994); una obra donde, al igual que Dante, Zurita busca cantar el resurgimiento de la vida tras conocer la quemadura del verdadero amor. Y donde, además, titula tres poemas con el nombre de “SÍ”, con el fin de comunicarle al desaparecido que los ojos de su madre (o su enamorada) lo buscan como un par de estrellas brillantes en el cielo, pues sus ojos no paran de escrutar la tierra para salvarlo del inframundo. El desaparecido, entre tanto, tiene una nueva esperanza gracias al mensaje del “palomo del amor” (Canto 10) y su canto. En la obra de Zurita, no hay nada más esperanzador que este “SÍ”: “Yo fui arrojado al mar, / pero en la habitud del sueño te veo y mis ojos / ahora carcomidos siguen buscando y aún esperan / el resplandor de vuestro rostro tendiéndose como / las estrellas sobre mí. / Yo os amo… Yo os amo… Yo os amo mi señora” (La vida nueva 552).

Al volver al análisis de Canto a su amor desaparecido, podemos observar cómo este “Sí” se lanza de un precipicio, se desgarra en el aire y se transforma en una pura sonoridad (un fenómeno del lenguaje que nos recuerda el canto —y el cuerpo— de Altazor desintegrándose en el poema, en el vacío). Un estruendo vertiginoso donde las letras quiebran su sintaxis, se repiten, se combinan unas con otras y jamás conforman un sintagma lógico. Una sucesión de letras que, paradójicamente, dejan de ser letras y se convierten en sonido puro o, más bien, en una “descarga acústica” que desbordan los límites significativos de las palabras articuladas. Tal como lo diría el crítico puertorriqueño Julio Ramos: “Variaciones múltiples que transitan el plano sonoro ajeno a las demarcaciones del sentido” (50). Dicha variación es utilizada con el fin de expresar un lamento (pero también un sentimiento de felicidad), cuyo sentido carnal solo puede ser enunciado por medio de un estruendo que desea impactar y afectar el cuerpo de los oyentes (es decir, de los lectores) y no su conciencia (logos). Un grito que, a su vez, estalla el orden hegemónico del sentido-descriptivo por su proliferación de significados (dolor, angustia, emoción, resistencia); un sentido que, valga la aclaración, nunca se estabiliza, sino que, por el contrario, se reproduce de manera constante e independiente.

En su fase final, el grito deviene en un canto armonioso, diáfano y reiterativo: “La noche canta, canta, canta, canta, canta / Ella canta, canta, canta, canta bajo la tierra”. Un canto que le permite a la voz poética exclamar, posteriormente, una frase esperanzadora en medio del desierto: una frase de resurrección: “¡Aparece entonces! / levántate nueva entre los paisitos muertos / chilenos somozas y traidores / levántate y lárgale de nuevo su vuelo y su canto…” (27). La resurrección de los países muertos del sur nos recuerda, por supuesto, a las figuras de Lázaro y Jesús en el Nuevo Testamento, pero especialmente al poema “Alturas de Machu Pichu” (1950) de Pablo Neruda, donde la palabra poética le reclama al continente, a las ruinas de la ciudad perdida, que desde el fondo de su tierra y oscuridad emerjan los rostros de los seres olvidados: “Sube a nacer conmigo, hermano. / Dame la mano desde la profunda / zona de tu dolor diseminado” (Neruda 204). Aquí el poema alcanza el cenit de su dimensión épica, pues nos revela la presencia de un “canto” que vence a la muerte (a la “noche” silenciosa que, en un momento dado, comienza a cantar), que funda un nuevo destino esperanzador para el sur, que busca de manera titánica emerger íntegro de la necrópolis. De manera similar a como sucede con la lira de Orfeo que resuena entre las mansiones subterráneas de Hades y Perséfone o el diálogo de Dante y Virgilio que atraviesa el infierno rumbo al paraíso, el canto épico de los países muertos (y ahora resucitados) intenta construir una “sobrevida” por medio de la palabra poética y el amor, es decir, por el canto heterogéneo de los países que manifiestan su inextinguible presencia desde lo profundo de la tierra.

Es como si abruptamente la voz de los otros (los muertos) surgiera de la herida grabada en el rostro de Zurita Figura 3); como si del horror también lograra brotar el canto de la resurrección colectiva. Es más, de acuerdo con las figuras zuritianas y su intrínseca relación con Dante, este movimiento final proyectado hacia el futuro utópico nos permite imaginar cómo esta mejilla calcinada y pateada se levanta del suelo para extender su mirada hacia el cielo,22 y después ascender como una estrella al reino del amor absoluto, perfecto y total que nunca ha abandonado la esperanza de reencontrarse con él, con el desaparecido: “Pero ya eran movidos mi deseo y mi voluntad, como rueda cuyas partes giran todas igualmente, por el Amor que mueve el sol y las estrellas” (Dante 328). Esta es, según mi percepción, una imagen perfecta para trazar una lectura crítica de los objetivos imposibles de la obra zuritiana: una danza de rostros, astros y ríos que se besan en el cielo; una danza deslumbrante que borra los límites entre la vida y la muerte (Figura 8).

Elemento estético proveniente de la sección “Canto de los ríos que se aman”, perteneciente a La vida nueva. Dicho recurso viene acompañado de los siguientes versos: “como los cargados cielos que/ nos trazan, empapados/ dibujándonos entre las nubes” (139)





Figura 8.
Elemento estético proveniente de la sección “Canto de los ríos que se aman”, perteneciente a La vida nueva. Dicho recurso viene acompañado de los siguientes versos: “como los cargados cielos que/ nos trazan, empapados/ dibujándonos entre las nubes” (139)


Fuente: Raúl Zurita (La vida nueva).

Por último, en aras de concluir este segmento, también quiero proponer una lectura alterna del grito zuritiano a través de uno de los tantos sentidos que tiene el concepto de “performance” (los cuales son expuestos y estudiados por la autora mexicana Diana Taylor en “Performance, teoría y práctica” —2011—). Por ejemplo, en función de mis objetivos, me interesa la noción que formula Taylor a partir de las acciones performativas del chileno Alejandro Jodorowsky: el performance como un deseo de “borrar las fronteras entre los actos artísticos y el drama cotidiano de la vida real” (9). Según esta concepción del performance, esta “borradura de límites”, entiendo al grito de Canto a su amor desaparecido como una práctica real: una acción que debe ser asumida por el lector, pues solo leyendo el grito en voz alta se podrá apreciar de manera correcta. De esta forma el poema es corporeizado por el lector y deviene en una vida real más allá del texto. Las voces del sur toman como huésped al lector y adquieren literalmente una vida nueva y completa. Es decir, considero que la lectura en voz alta del grito constituye un procedimiento ficcional donde el lector (en el justo momento de la lectura) se convierte en una encarnación del sur y no en una representación.

Zurita cantando el grito de la parte final de Canto a su amor desaparecido
Figura 9.
Zurita cantando el grito de la parte final de Canto a su amor desaparecido


Fuente: “The Clinic: Zurita rockeando poesía” (5:04).

El sur: balance de la poesía latinoamericana

El tema del sur y su redención es recurrente en la poesía latinoamericana. Es una búsqueda artística que está direccionada a imaginar y catalizar los procesos de renovación cultural. Por ejemplo, a principios del siglo XX, Rubén Darío en Cantos de vida y esperanza (1905) imaginó que América del sur podría ser un espacio de mestizaje donde convergerían distintas tradiciones culturales: la indígena, la latina, la griega, la árabe e, incluso, la china y la japonesa. Un mestizaje cultural en el que se preservarían todas las tradiciones religiosas y filosóficas; un misterio inaprensible y metafísico que, según Rubén Darío, estaba siendo exterminado por el hiperracionalismo industrializado del mundo anglosajón (encabezado por los Estados Unidos). Después, en el poema Ecuatorial (1917), Vicente Huidobro imaginó que el hemisferio sur podría ser el espacio a donde tendría que emigrar el “mundo entero” (para Huidobro el mundo era Europa) y sobrevivir a los desastres causados por la Primera Guerra Mundial. Un movimiento migratorio que no se reducía a términos físicos (el moverse hacia el sur), sino también a términos religiosos o apocalípticos. Huidobro, por ello, utilizó el fenómeno equinoccial para explicar cómo, de manera metafórica, al comenzar el otoño en el hemisferio norte —es decir, la caída de las hojas (la civilización), el alargamiento de las noches (los días aciagos)— también comenzaba la primavera en el sur —el renacimiento de la civilización y un amanecer cargado de fertilidad—. A este respecto, también es relevante el ejemplo de la poesía de Pablo Neruda en el Canto General (1950), en el que el poeta chileno intentó construir una lengua mítica, un español propio y americano que resignificara la historia del continente (el mundo indígena, la conquista, la independencia, la revolución de los trabajadores, los llanos, las pampas, las flores, el mar, etcétera) por medio de imágenes poéticas y no a través de sucesos plenamente explicables por la ciencia histórica. Una historia más cargada de intensidad que de acontecimientos.

Sin embargo, de manera simultánea, considero que el sur de Zurita es sustancialmente diferente a los anteriores (con ligera excepción al de Neruda). Él no imagina que el proceso de “resurrección” del sur es una prolongación del mundo occidental en la periferia o un ideal surrealista donde la verdadera vida siempre está en otra parte (Breton 69), sino que ella, realmente, todavía hierve bajo los escombros de un territorio olvidado. El proyecto poético de Zurita radica en un resurgir del sur que ha sido previamente arrasado por largos siglos de explotación: colonizaciones, dictaduras militares, migraciones forzadas. Este territorio no es solo un espacio; es un sentimiento de compasión (pathos) que une a todos los excluidos; es una colectividad (espiritual y material) que se lamenta, que llora, que está completamente derrotada y que, al final, a partir de lo absolutamente perdido, vuelve a nacer.

En relación con lo anterior, Zurita ha definido de manera recurrente su concepción poética de la siguiente manera: “La poesía es la esperanza de lo que no tiene esperanza, es la posibilidad de lo que no tiene absolutamente ninguna posibilidad, es el amor de lo que carece de amor” (“Mensaje del poeta” 1:41-1:50). Una definición muy parecida al leitmotiv que repite Virgilio a lo largo del “Infierno” cuando justifica ante las sombras la imposible presencia de un vivo entre los muertos: “No te opongas a su viaje ordenado por el destino: así lo han dispuesto allí donde se puede lo que se quiere” (Alighieri 15). A partir de esta comparación, considero que la categoría de sur (lo imposible y, a la vez, lo necesario) está intrínsecamente relacionada con la poética zuritiana: el sur es un anhelo que aguarda el segundo florecer del cuerpo mutilado.

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Notas

1 Es importante señalar que el poema será estudiado a partir de su edición príncipe, publicada por la Editorial Universitaria en Santiago de Chile. Hace pocos años (en el 2018) el poema fue reeditado por la editorial Lumen de Barcelona e integrado a la versión final de La vida nueva. En esta nueva versión la materialidad textual del poema fue considerablemente modificada por el autor.

2 Las porciones de tierra hoy llamadas Oceanía no forman parte del imaginario colonial expuesto en este mapa. Por supuesto, desde comienzos del siglo XVII los navegantes neerlandeses ya habían realizado incursiones en dichos territorios, pero solo hasta finales del siglo XVIII los ingleses comenzaron con los procesos de exploración oficial y conquista.

3 Aquí el concepto de bárbaro es interpretado a partir de su sentido etimológico: “Un vocablo de formación onomatopéyica usado para referirse a los extranjeros cuyas lenguas los griegos no entendían. Los griegos solían decir que los bárbaros solo sabían decía bar, bar, bar” (Soca 67). Es decir, dicho concepto es entendido como una apología a la estigmatización del extranjero, de aquel que es ajeno al sistema cultural edificado por la civilización dominante.

4 Cito el mapa de Visscher solo como un ejemplo de una ficción de dominio. Tal es el caso de La agriculturade lazona tórrida (1826) de Andrés Bello, el concepto de realismo mágico formulado por críticos como Fredric Jameson o, incluso, el documental Colombia magia salvaje (2015) de Mike Slee. Ficciones que “reflejan” al sur como una idealización mítica que encarna la infancia del “hombre civilizado”; una infancia que demanda la guía de un gobernante.

5 Un espacio que fue explotado como una rica mina cargada de riquezas y que, tras ser agotado, se transformó en un esqueleto insustancial y prescindible: un desierto. Esta última imagen, frecuente en la poesía zuritiana, es recreada como una materialidad infértil, pero también como un sentimiento de desolación instaurado en la identidad de los habitantes del sur. Por ejemplo, en Purgatorio (1979), el primer libro de Zurita, este sentimiento desértico es plasmado con gran intensidad: “i. Miremos entonces el Desierto de Atacama / ii. Miremos nuestra soledad en el desierto” (38).

6 Organismo creado por el papa Pablo VI, en 1973, para prestarle distintos tipos de ayuda humanitaria a las víctimas de la dictadura militar. La Vicaría terminó sus funciones tras los procesos posdictatoriales, los cuales fueron iniciados en 1992.

7 Tal como lo registran los documentales del cineasta chileno Patricio Guzmán —Nostalgia de la luz (2010) y El botón de nácar (2015)—, muchos de los restos de los desaparecidos fueron encontrados en el desierto de Atacama, donde la dictadura construyó campos de concentración para encerrar y torturar a los “elementos subversivos”, y también en el fondo del Pacífico. Era una práctica común entre los militares lanzar a sus víctimas desde los helicópteros con un fierro amarrado a sus cuerpos.

8 En la actualidad existe en Santiago de Chile un “Memorial del Detenido-Desaparecido y el Ejecutado Político” (1994), una estructura arquitectónica que conmemora la memoria de los desaparecidos y que lleva grabado en su frontispicio uno de los versos de Canto a su amor desaparecido: “Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas, al mar y a las montañas” (12).

9 En este sentido, la poesía de Zurita comparte un estrecho vínculo con toda una serie de movimientos sociales, políticos y artísticos de corte anticolonial, los cuales, a lo largo del siglo XX, erigieron diferentes acciones y obras en contra de las epistemologías y ontologías eurocéntricas: la teoría de la dependencia, la teología de la liberación, la filosofía antillana (Frantz Fanon y Aime Cesair), el movimiento antropofágico de Brasil, el tercer cine Latinoamericano y la Organización de Solidaridad de los Pueblos (Asia, África y América Latina).

10 Las dos obras capitales a este respecto son Purgatorio (1979) y Anteparaíso (1982), textos que hacen una referencia directa a los trayectos alegóricos (infierno, purgatorio y paraíso) realizados por Dante en la Divina Comedia (1321). Hay que señalar, sin embargo, cómo en el paraíso zuritiano, a diferencia del de Dante, los criminales también son redimidos y absueltos, pero no por Dios, sino por sus propias víctimas. Los “pecadores” también son seres amados que hacen parte de la armonía universal: “y que por nuestro amor sean queridas / hasta las puntas de fierro que nos golpearon / y que quienes burlándose nos decía ‘Báilennos un poco’ y nos apagaban sus cigarros / en los brazos para que les bailáramos / por nuestro amor, solo por eso, ahora / bailen ellos / embellecidos como girasoles en los campos” (Anteparaíso 136).

11 Por supuesto, este acercamiento siempre es limitado. No se puede pretender que toda afección sea completamente similar en dos cuerpos diferentes (o, más aún, en dos personas de culturas diferentes). Por el contrario, el giro emocional se basa en los presupuestos de que todo conocimiento del otro es incompleto y cambiante, que está impregnado de un desasosiego (un “no saber”) incomunicable en términos abstractos. Sin embargo, el giro emocional también nos lleva a pensar que la emocionalidad humana tampoco puede ser absolutamente ajena y que siempre hay vías sensibles que nos permiten acercarnos al sentir del otro. Cito a Rosaldo: “Se trata de alcanzar un equilibrio entre el reconocer distintas diferencias humanas y la simple suposición de que dos grupos humanos deben tener algunas cosas en común” (31).

12 Una muerte sin cadáver, sin un signo que pueda ser interpretado por los rituales funerarios o las ciencias forenses en aras de establecer un sentido. Una representación que, además, valga la contundencia, no busca recrear una utopía (una idea o un sueño) como la resurrección de los muertos en Anteparaíso, sino que, por el contrario, intenta evidenciar una cruel e inmanente realidad.

13 La figura de los enamorados es muy sugestiva y enigmática en la obra de Zurita. Por una parte, ella está inscrita en la tradición amorosa en la que los acontecimientos políticos son alegorizados a través de un cuadro ficcional en el que existen dos amantes que luchan por reencontrase y estar juntos. No obstante, la individualidad de los amantes nunca es completamente clara; nunca se sabe quién es uno y quién es el otro, sus voces transitan del “yo” al “tú” constantemente. La figura de los amantes construye el efecto de ser un solo cuerpo y muchos a la vez: cuando hieren a uno también hieren al otro y al mundo entero. Además, el poema nunca establece una sexualidad concreta de sus protagonistas, usa el femenino y el masculino de manera simultánea para referirse al “yo” y al “tú”.

14 Una lengua poética que, a la manera de Paul Celan en La rosa de nadie (1963), para representar el vacío no afirma al “ser”, sino que lo niega. “Una nada/ fuimos, somos, seremos, / floreciendo:/ rosa de/ nada, de nadie” (Celan 145).

15 El “sur positivo” encuentra su mejor referente en Anteparaíso, donde todos están vivos y conviven en paz; donde todos se reencuentran y se convierten en “Uno” (se funden entre sí): los torturadores con las víctimas, el cielo con la tierra, el mar con el desierto, el cielo con el mar y el día con la noche. Cito: “Por el sur del nuevo mundo emergiendo llorosos de / amor de esas malditas como si ahora sí pudieran / ser ellos los más queridos” (168) y “Donde resucitados se palparon los valles con los cielos / vivientes de Chile hasta que los cielos fueron los muertos que vivían de pascua como un verde tocado por todo / Chile cielito todo Chile desde la muerte resucitado” (146).

16 Esta reflexión fue tomada, de manera no textual, de la disertación hecha por la profesora María Piedad Quevedo sobre el texto del padre de las Casas. La clase donde se desarrolló dicha idea fue “Monstruosidad y colonialismo”, dictada por la Maestría en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana (sesión 5: marzo 3 del 2021).

17 Es importante señalar que no entiendo el concepto de indio como una taxonomía de la subalternidad producto del reduccionismo lógico del ego conquiro, cuya principal intención es encasillar todo lo ajeno a su identidad en una sola categoría (“indios de oriente” o “indios de occidente”). Por el contrario, al igual que Huanca, el herrero sindicalista de la novela El tungsteno (1931) de César Vallejo, utilizo la palabra indio como un símbolo de la hermandad universal en contra de los poderosos: “En todas partes, en todas, pero en todas, hay unos que son patronos y otros que son peones, unos que son ricos y otros pobres. Y la revolución, lo que busca es echar abajo a todos los gringos y explotadores del mundo, para liberar a los indios de todas partes” (Vallejo 135).

18 Igual que el “Nicho Nuevo Méjico” y el “Nicho El Álamo”. Este último hace alusión a la guerra acaecida entre los texanos y lo mexicanos en el siglo XIX, una guerra que pretendía disputarse la soberanía de los territorios que hoy ocupan el sur de los Estados Unidos y que antes eran de México.

19 Algunos versos del poema “La nueva vida”: “MI DIOS ES HAMBRE”, “MI DIOS ES PARAISO”, “MI DIOS ES CHICANO”, “MI DIOS ES GHETTO”, “MI DIOS ES / MI AMOR DE DIOS” (Anteparaíso, 13).

20 En Canto a su amor desaparecido existe, incluso, uno dedicado a las llanuras compartidas entre Argentina, Chile y Uruguay (el 24), pero ninguno que haga una explícita referencia a Chile.

21 Este ataque autoinmune se ha repetido en múltiples ocasiones a lo largo de la historia latinoamericana. Solo habría que rememorar los aviones militares de la Fuerza Aérea argentina bombardeando la Casa Rosada para asesinar a Perón; un ataque que sembró múltiples cadáveres de civiles inocentes alrededor de la Plaza de Mayo (1955). O el ejército colombiano disparando con tanques de guerra y prendiéndole fuego al Palacio de Justicia para acorralar a los guerrilleros del M-19; ello sin considerar la vida de los magistrados y trabajadores que eran ajenos a las diferentes milicias que participaron en el conflicto armado (1985).

22 Esta misma imagen fue representada por Zurita al final de Anteparaíso: “Entonces, aplastando la mejilla quemada/ contra los ásperos granos de este suelo pedregoso/ —como un buen sudamericano—/ alzaré por un minuto más mi cara hacia el cielo/ hecho una madre/ porque yo creí en la felicidad/ habré vuelto a ver de nuevo las radiantes estrellas” (176). Igualmente, este pasaje fue repetido (y modificado en los últimos versos) por Zurita en su “Discurso de agradecimiento” (2016) al recibir el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda: “alzaré por un minuto más mi cara hacia el cielo/ llorando/ porque yo creí en la felicidad/ habré vuelto a ver de nuevo las irrefutables estrellas” (20). La esperanza del paraíso en la obra zuritiana, a lo largo de una vida, evolucionó hacia su “irrefutable” necesidad.

* Artículo de investigación

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: j_velasquez@javeriana.edu.co

Información adicional

Cómo citar: Velásquez, Juan Pablo. “Los desiertos del sur: la poética del sur global en el poema Canto a su amor desaparecido (1985) de Raúl Zurita”. Cuadernos de Literatura, vol. 27, 2023, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl27.dsps

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