Excrecencias movedizas: espacios de una resistencia al margen en “Las cosas que perdimos en el fuego” de Mariana Enriquez *
Shifting Proliferations: Spaces of Marginal Resistance in “Things We Lost in Fire” by Mariana Enriquez
Excrecencias movedizas: espacios de una resistencia al margen en “Las cosas que perdimos en el fuego” de Mariana Enriquez *
Cuadernos de Literatura, vol. 29, 2025
Pontificia Universidad Javeriana
Bárbara Aranda a barbara.aranda@zea.uni-regensburg.de
Universität Regensburg, Alemania
Recibido: 20 septiembre 2024
Aceptado: 16 septiembre 2025
Publicado: 24 noviembre 2025
Resumen: El presente trabajo analiza el cuento “Las cosas que perdimos en el fuego”, escrito por Mariana Enriquez (2016). A partir de la visibilización de la combinación de elementos y temáticas presentes en la literatura de la autora, y utilizando la noción de lo fantástico como modalidad estética (Roas), el texto aborda la construcción de lo femenino desde lo femenino-monstruoso y la poética de lo perverso. Esto se suma a los conceptos de abyección, repugnancia, biopolítica y body horror. De esta forma, el análisis ofrece una perspectiva que cuestiona algunas de las interpretaciones previas, proponiendo en su lugar la visión del relato como un espacio marginal que abre nuevas interrogantes. Finalmente, se plantea su configuración como un espacio de alternativo de resistencia.
Palabras clave:Mariana Enriquez, literatura de terror, monstruoso femenino, abyección, repugnancia, biopolítica.
Abstract: This paper analyzes the short story “Las cosas que perdimos en el fuego” by Mariana Enriquez (2016). The analysis explores the construction of the feminine through the lens of the monstrous-feminine and the poetics of the perverse, highlighting the interplay of elements and themes present in the author’s work, while employing the concept of the fantastic as an aesthetic mode (Roas 2011). These themes are further enriched by the notions of abjection, disgust, biopolitics, and body horror. The analysis offers a perspective that challenges some of the previous interpretations, instead proposing a view of the story as a marginal space that generates new lines of inquiry. Ultimately, it positions the narrative as an alternative space of resistance.
Keywords: Mariana Enriquez, Horror Literature, Monstrous-Feminine, Abjection, Disgust, Biopolitics.
La libertad del margen
I
wish I were a girl again, half- salvage and hardy,
and free.
Emily Brontë, Wuthering
Heights
Acercarse a la lectura de Mariana Enríquez es entrar en el mundo que ha sido caracterizado como terror gótico al mezclar elementos de lo fantástico, de la cultura del cómic, del cine y de la escritura política (Amaro), sumados a la cultura pop y a la música rock que se encuentran permanentemente en el trasfondo de sus textos. También se ha relacionado su escritura con la literatura weird (“bizarra”, “extraña”), comprendida como historias que entremezclan el horror, la ciencia ficción y lo fantástico, y cuyos orígenes provienen de autores como Edgar Allan Poe y H. P. Lovecraft (Amaro). Es necesario mencionar, en este punto, que la histórica marginalidad con la que se ha desarrollado el género de terror en el interior de la literatura ha hecho que se desenvuelva como “a special kind of subculture, a set of conventions of narrative, setting, characterization, motive, imagery, iconography which possesses its own language” (Tudor 5-6). Ciertas sistematizaciones se han intentado, por nombrar algunas, al insertar el género de terror en relación a lo fantástico con la noción de lo extraño en Todorov (1981), o al hacer una diferencia entre los conceptos de horror y terror (cuestión que comienza en los planteamientos de Ann Radcliffe en 1826), horror natural y horror artístico (Carroll). También en el trabajo de Julia Kristeva (2004), Poderes de la perversión, cuyo concepto de lo abyecto es de especial utilidad para los análisis literarios y artísticos, en la medida en que une los diversos elementos involucrados tanto en el terror como en el horror sin intentar separarlos, más bien, reconociendo su imbricación.
No es el objetivo del presente trabajo discutir las discrepancias teóricas en torno a los diferentes conceptos de terror/horror, ni dibujar líneas entre lo fantástico y lo weird, sino más bien dar cuenta de cómo esta frontera movediza, que se escurre ante la mirada estructuralista, ampara el surgimiento de una autora como Mariana Enríquez y lo que intenta hacer con su literatura.
Estar al margen le entrega a la autora libertades que resalta cuando se refiere al carácter secreto y de literatura menor que muchas veces envuelve al terror:
Que esté bastante al margen también me atrae, que se lo considere “menor” hace que escribir en el marco del género de terror sea un poco secreto […] no estar en el centro libera de ciertas miradas “importantes” y otras pomposidades. (Enriquez, citada en Amaro 805)
Esa libertad creativa hace de sus obras una mezcla no solo de las temáticas previamente descritas, sino también de los referentes anglófonos con “una inquietud fundamental de la literatura latinoamericana, desde sus orígenes: la relación con lo político y el correlato nacional” (Amaro 805). Innegable en este sentido es la influencia en la narrativa de Enríquez de autores como Stephen King, de quien ha dicho tomar, en numerosas entrevistas, el concepto de puntos de presión fóbica, en los que se presentan “esos temores, que a menudo son más políticos, económicos y psicológicos que sobrenaturales” (King 22), y que entregan a las obras de horror “una agradable sensación alegórica” (King 22). Estos temores compartidos darán origen a “esos momentos extraordinarios en los que el creador de una historia de horror es capaz de unir la mente consciente con la inconsciente mediante una idea poderosa” (King 25). Este elemento es de especial importancia en la historia que se analizará en el presente texto.
También es innegable la conexión de Enriquez con la literatura fantástica y su fuerte desarrollo ligado a lo extraño en su veta latinoamericana. Tal como lo afirma Beatriz Sarlo en Ficciones argentinas. 33 ensayos (2012):
De esa veta clásica, 1 Enriquez también toma un rasgo, que los argentinos reconocemos sobre todo en Cortázar, y lo exacerba: lo podrido y lo maléfico de la vida cotidiana, la rajadura por la que se filtra un fondo de irracionalidad donde chapotean cuerpos entregados a sus excreciones y palpitaciones. (118)
Esta afirmación, si bien desarrollada en el marco del libro de cuentos titulado Los peligros de fumar en la cama (2009), es expandible a toda la obra de Enriquez. Es posible verlo en esa búsqueda que se dirige a los elementos de terror-horror presentes en un entorno, el cual es aterradoramente familiar y cotidiano, y a través de los cuestionamientos a una realidad que se nos muestra siniestra y tangible a la vez.
Para hablar de estos cuestionamientos, es necesario referirse a la concepción de lo fantástico que ha de utilizarse en el presente análisis. Y es que hablar de la literatura fantástica es abrir un espacio de múltiples interrogantes, partiendo desde la esencia que convoca su relato. La célebre mirada estructuralista a sus componentes y clasificaciones enunciada por Todorov (1981) sin duda sentó una base sobre la cual el estudio de lo fantástico podría no solo darle legitimidad a una especie de noción de “género”, sino también un marco teórico a la pregunta por lo real y lo imposible en lo literario. Ese momento que para el autor revela el corazón de lo fantástico: “Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural” (Todorov 19). En Jean Bellemin- Nöel (2001), se hace más evidente el vínculo psicoanalítico que deriva de esta visión de lo fantástico, visión en la que lo entiende como “una manera de contar, lo fantástico está estructurado como un fantasma” (108).
El problema de estas definiciones, recalca Irene Bessière (2001), es la separación de forma y fondo que deviene tanto de su reducción a la vacilación, al momento de duda, y el establecimiento, por otra parte, de una inevitable relación entre el imaginario fantástico y el subconsciente (83). En la visión de Bessière, “el relato fantástico […] está dominado interiormente por una dialéctica de constitución de la realidad y de desrealización propia del proyecto creador del autor” (85), lo que representa un cuestionamiento cultural en el que no se contradice el realismo literario, sino que muestra cómo las leyes que lo rigen se vuelven irreales cuando es nuestra realidad la que se vuelve problemática. Más que género literario, en esta visión, lo fantástico opera como una “lógica narrativa” (83), formal y temática a la vez, en la que se expresan los cambios culturales de la razón y aquellos concernientes al imaginario colectivo. 2 Siguiendo este camino, David Roas (2011) propone una definición de lo fantástico en la línea de una “categoría estética” (10), más que en la búsqueda de establecer o delinear un género literario. Es esta concepción la que guiará el entendimiento de lo fantástico en el presente texto: una que pone el énfasis en las preguntas, en los cuestionamientos a los modos de comprender e interpretar lo real/irreal y las búsquedas y subversiones que estos implican, más que un intento de delinear límites y convenciones que contradicen su naturaleza expansiva, de aquello que alguna vez consideramos como posible.
De esta forma, ante la disolución de los límites que separan lo real de la ficción, lo que está detrás de los relatos fantásticos “son expresiones de una voluntad subversiva que, ante todo, busca transgredir esa razón homogeneizadora que organiza nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos” (Roas 14). Si hablamos de una confrontación problemática entre lo real y aquello que consideramos imposible (14), es necesaria, entonces, una revisión de lo que entendemos por real, concepto que “ha dejado de ser una entidad ontológicamente estable y única, y ha pasado a contemplarse como una convención, una construcción, un modelo creado por los seres humanos” (Roas 28). No se puede dejar de mencionar el nacimiento de lo fantástico en el contexto del racionalismo del siglo XVIII, al establecimiento de la razón y, con ella, de la ciencia como vía única para la comprensión del mundo en detrimento de las otras dos formas que antes coexistieron con ella: la religión y la superstición (Roas 15). La primacía de la razón también influye en los textos literarios, en los que los conceptos de verosimilitud y mímesis cobran especial relevancia, al hacer de la sociedad su materia literaria a través de la literatura realista (Roas 17).
Lo sobrenatural, expulsado de la vida, encuentra su refugio en lo literario: a través de una sensibilidad nueva, como es lo sublime, que toma el horror y todo aquello que no forma parte del canon de belleza neoclásico como fuente de deleite y de belleza, o en el “deleite” como forma de placer negativo, propuesto por Burke (1759) ante el enfrentamiento con un horror que no ha de producirnos ningún daño en la vida real (Roas 18). Muchos tratados de la época centran su atención en una estética de lo oscuro. Todos conducen al Romanticismo, por una parte, y a la que se podría considerar quizás como la primera manifestación de lo fantástico en literatura y un antecedente más que relevante a la hora de analizar la obra de Enriquez: la novela gótica. 3
Lejos del empirismo radical, contra el que autores como H. P. Lovecraft oponían una visión de lo fantástico como el lugar de las sombras, de las preguntas y de lo imposible, desaparece progresivamente en lo moderno y lo posmoderno la visión de un universo regido por leyes fijas e inmutables. Ante estos paradigmas de lo real aparece con mayor claridad la imposibilidad de reducir lo fantástico únicamente al momento de vacilación, para dar paso a la centralidad en la inexplicabilidad de los fenómenos que acontecen en sus relatos. Para ello, es necesario considerar al lector y su contexto, ya que “el mundo construido en los relatos fantásticos es siempre un reflejo de la realidad en la que habita el lector” (Roas 31). Lejos de una conceptualización estática de lo fantástico, el lector estaría en relación directa con las teorías del conocimiento y con las creencias de una época determinada (Roas 33), que son las que nos ayudan a hacer una delimitación necesaria entre lo que consideramos real y aquello que relegamos al plano de lo sobrenatural, lo horrible, lo amenazante, pero, sobre todo, lo desconocido. Al moverse justo en la línea de estas delimitaciones, como búsqueda en las fronteras entre lo real y lo desconocido, lo fantástico actúa como un modo que busca “precisamente desestabilizar esos límites que nos dan seguridad […] cuestionar la validez de los sistemas de realidad comúnmente admitidos” (Roas 35), abriendo un espacio para la subversión de estos sistemas. 4 De ahí la relevancia para la producción de lo fantástico del contacto entre lo intratextual con lo extratextual: el efecto de la irrupción de lo desconocido, se produce en la medida en que conecta desde lo planteado en el texto con las pulsiones, temores y afectos que nos rodean en nuestra realidad cotidiana, todos, además, en conexión directa con lo que subyace a los contextos de producción en los que habitamos. 5
En los textos de Enriquez, esta irrupción de lo desconocido se suma a las experiencias conocidas del terror en temas que son comunes a la experiencia latinoamericana: la dictadura militar, la pobreza, las crisis ecológicas, la religión, la herencia del pasado colonial y la violencia contra la mujer, entre otros. De ahí también la concepción de su terror como un terror sociopolítico, como una fusión entre una crítica social y la suma de términos asociados a una ya mencionada marginalidad temática dentro de lo literario, como lo son horror, terror, gótico y weird, todos ellos conviviendo en un imaginario dark. En el presente texto, el análisis se centrará en las experiencias y vivencias de los cuerpos femeninos como cuerpos otros,asociados al terror que rodea la experiencia de la violencia patriarcal en la realidad latinoamericana.
Abyección, repugnancia y lo monstruoso-femenino
Desde Marina hasta Mechi, pasando por Adela y la narradora sin nombre que habla con los muertos junto a sus amigas, para llegar a Silvina y Josefina, los cuentos de Enriquez tienen como foco la perspectiva escrita desde lo femenino. No es esta una característica general aplicable a toda su obra, 6 ni se inscribe en sus diversos textos de la misma forma. Sin embargo, no deja de ser un elemento que llame la atención el hecho de que en Los peligros de fumar en la cama (2017), los doce cuentos son narrados desde una perspectiva femenina, y en Las cosas que perdimos en el fuego (2016), solo un relato de los doce que componen el libro tiene como foco a un narrador protagonista masculino. 7 Su última publicación de relatos, Un lugar soleado para gente sombría (2024), es el que presenta mayor diversidad dentro de su producción cuentística, al incorporar una narración desde una voz masculina y dos en forma de narrador omnisciente, dentro de los doce que integran el libro.
Ante este panorama, resulta necesario mencionar la conceptualización de lo que se ha denominado como fantástico femenino (Richter). La dificultad de su utilización radica, principalmente, en los esencialismos que conlleva, tanto en su definición desde oposiciones binarias (hombre/mujer, racional/irracional, civilización/naturaleza), que perpetúan la reducción de lo femenino al ámbito de lo irracional, como en el permanente vínculo que continúa con la relación mujer-sobrenatural. La posterior discusión de este término en pro de la construcción de lo que sería un fantástico feminista (Cranny-Francis; McCormick et al.; Roas) permitiría salir de estos esencialismos, apuntando hacia el análisis de las estructuras que están tras el orden patriarcal y hacia la comprensión del rol subyugado de lo femenino como un proceso ideológico. En el presente análisis, prima el interés por la utilización de las modalidades narrativas que aquí operan como medios para establecer una subversión de lo que se entiende como la realidad, trasladando la discusión hacia las preguntas, estrategias y críticas que están detrás de estas narraciones, y no para enmarcar la obra de Enriquez dentro de las categorías antes mencionadas. 8 De ahí que, en este caso, lo que se destaca es un uso feminista de la modalidad fantástica o, si se quiere, un fantástico con perspectiva feminista.
Una de las ideas que es interesante resaltar tras este uso feminista de lo fantástico es el concepto de monstruos-femenine (“monstruoso-femenino”), enunciado por Barbara Creed (2007). Aquí la autora analiza diferentes construcciones de monstruos femeninos en películas de terror para contrarrestar los estudios que hasta el momento caracterizaban a la mujer únicamente como víctima en estos relatos. Dichas construcciones monstruosas no implican necesaria ni inmediatamente una visión feminista o liberada en su perspectiva (Creed 7). Esta presencia habla más de los miedos masculinos, que de las subjetividades femeninas, pero, en la visión de Creed, lo monstruoso-femenino al menos desafía el carácter pasivo usualmente adjudicado a la mujer en las historias de terror. Con ello, elabora las diferentes formas que adquiere lo monstruoso-femenino y que se definen, al igual que en el caso de otros estereotipos femeninos, fundamentalmente desde su sexualidad: “The archaic mother; the monstruos womb; the witch; the vampire; and the possesed woman” (Creed 7). Igualmente valioso es el concepto de poetics of perversity (“poética de lo perverso”), elaborado por Alpini (2005). Esta poética de lo perverso “does not celebrate but rather rejects and ‘perverts’ / distorts / misrepresents /changes the traditional representation of women as something perfect / abstract / idealized” (Alpini 43). En ambos casos, la búsqueda se encamina a evidenciar los focos temáticos que introducen nuevas perspectivas al narrar la otredad desde lo femenino. Como ejemplo tenemos en las narraciones de Enriquez un sinnúmero de representaciones que desafían la caracterización tradicional de la mujer: en mujeres-monstruo (“La casa de Adela”, “Las cosas que perdimos en el fuego”, “Chicos que vuelven”, “Los pájaros de la noche”); en malas madres, abuelas y hermanas (“El aljibe”, “El chico sucio”); en mujeres que podrían tildarse como malas, egoístas o narcisistas (“Nada de carne sobre nosotras”, “Los años intoxicados”, “La virgen de la Tosquera”, “La desgracia en la cara”). También las muestra como mujeres arriesgadas que se aproximan permanentemente al borde de todos los abismos, incluyendo en el caso del último cuento aquí mencionado, el abismo de su propio erotismo (“Bajo el agua negra”, “Cuando hablábamos con los muertos”, “Mis muertos tristes”, “Dónde estás corazón”).
Por otra parte, el énfasis y la tematización del cuerpo femenino se construye en las narraciones de Enriquez desde dos conceptos fundamentales. El primero es el de la repugnancia, un concepto que en Ahmed (2015) se define como profundamente ambivalente, y que “implica el deseo o la atracción por los mismos objetos que siente que son repulsivos” (136). Lo repugnante nos hace retroceder a la vez que capta nuestra atención: es difícil no querer seguir leyendo lo que se describe, por más horrible que parezca al lector. Y es que la repugnancia “depende claramente del contacto: involucra una relación de tacto y proximidad entre las superficies de los cuerpos y los objetos” (Ahmed 138), es decir, lo que aquí repugna es la posibilidad del contacto con el cuerpo otro, es el “verse afectado por lo que uno ha rechazado” (138). Cabe preguntarse, entonces, ¿qué hace a algunas formas de contacto repugnantes y no a otras?
Lo abyecto es lo que permitiría acercarse a comprender esta reacción, en conjunto con la ya descrita repugnancia. Ahmed (2015) hace la relación con lo enunciado por Kristeva (2004) en Poderes de la perversión, quien define las características que tendrá el concepto. En primer lugar, afirma que en la abyección se encuentra una de las “rebeliones del ser contra aquello que lo amenaza y que parece venir de un afuera o de un adentro exorbitante” (7). Es decir, ya no es únicamente una reacción hacia lo que se encuentra afuera, pues el objeto que causa la repugnancia está también en el interior del ser. Es precisamente esta interioridad la que le da el carácter de amenaza, “en tanto que ya está ubicado adentro” (Ahmed 139), “como si la piel, frágil continente, ya no garantizara la identidad de ‘lo propio’, sino que, lastimada o transparente, invisible o tensa, cediera ante la deyección del contenido” (Kristeva 53). La autora, en este mismo sentido, afirma que “lo abyecto no es mi correlato que, al ofrecerme un apoyo sobre alguien o sobre algo distinto, me permitiría ser, más o menos diferenciada y autónoma. Del objeto, lo abyecto no tiene más que una cualidad, la de oponerse al yo” (Kristeva 8). En esta oposición, la abyección toma forma en el espacio que está entre los objetos, en la frontera que es, para Kristeva, lo que se transforma en objeto (4). Es precisamente aquí donde aparece nuevamente el contacto, pues “un objeto se vuelve repugnante a través de su contacto con otros objetos que ya han sido, por decirlo así, designados como repugnantes antes de que el encuentro se lleve a cabo” (Ahmed 141).
Un último elemento por resaltar es el deseo, pues “la repugnancia involucra no solo el distanciamiento (el retroceso), sino la intensificación del contacto corporal que ‘perturba’ a la piel con la posibilidad del deseo” (Ahmed 142). Este juego tiene una relación directa con las relaciones de poder, en la medida en que las “reacciones de repugnancia ni son solo sobre objetos que parecen amenazar las líneas limítrofes de los sujetos, también son sobre objetos que parecen ‘inferiores’ al sujeto o están más abajo que él” (Miller 1997, citado en Ahmed 2015). Esto también es observable con respecto a la abyección, concepto que ha sido trabajado permanentemente por la crítica feminista en relación con la mujer como manifestación de lo abyecto. Sin ir más lejos, tanto en lo monstruoso-femenino como en la elaboración de lo perverso femenino, el concepto de lo abyecto es fundamental para comprender desde donde se construye el otro femenino.
Biopolítica y body horror
La biopolítica (Foucault) lleva a concebir un tipo de cuerpo-especie que es el que da soporte a los procesos biológicos, a “la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la longevidad, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar; todos esos problemas los toma a su cargo una serie de intervenciones y controles reguladores” (83). Como proceso regulador, contiene también en su interior un culto al cuerpo y, en nuestra sociedad, al cuerpo bello como mecanismo de control del patriarcado, mecanismo que, junto a otros, operan de forma permanente tras la cosificación del cuerpo femenino. Cabe preguntarse, entonces, ¿qué ocurre con los cuerpos que no se ajustan a estos mecanismos de control?
Una de sus expresiones en el terror, que se suma al ya mencionado monstruoso-femenino, es el body horror, concepto que proviene originalmente del cine, pero que hoy se encuentra de manera transversal en diferentes modalidades y géneros, y que se utiliza “to describe a type of fiction or cinema where corporeality constitutes the main site of fear, anxiety and sometimes even disgust for the characters and, by extension, the intended readers/viewers” (Aldana Reyes 393). En el body horror el elemento de horror se inserta en el cuerpo humano cuando este cambia y su percepción se transforma en una “negatively exceptional and/or painful version of itself” (Aldana Reyes 393). De esta forma, las mutilaciones, las degeneraciones y las transformaciones (muchas veces hibridaciones) son sus formas principales, aunque los cuerpos monstruosos y no normativos también podrían inscribirse en una especie de body horror de facto (Aldana Reyes 393). Hay que diferenciar, por otra parte, dos tipos principales de body horror: aquel que proviene del gore y la violencia (y que genera miedo y repugnancia a través de ataques a los cuerpos narrados) y el que se basa en transformaciones sobrenaturales o en la atracción voyerista “to those who are differently abled” (Aldana Reyes 393).
Especialmente importante para el body horror resultan tanto el concepto de la repugnancia como el de la abyección, ya que, aunque el sentimiento de miedo o de rechazo de sí mismo no aparezcan en el cuerpo no-normativo, “there will always be an element of revulsion associated with the exceptional body” (Aldana Reyes 394), ya sea a través de sí mismo o encarnado en otros personajes. En relación con lo abyecto, es especialmente relevante su conexión con lo reprimido, con los tabúes que existen en torno al cuerpo y su limpieza, pero también a los patrones conductuales asociados a estos: casarse antes de tener relaciones sexuales, el apropiado entierro de los muertos, la gestión de los excrementos, entre otros (Aldana Reyes 395). Lo abyecto está en la base de nuestras representaciones culturales: “What is deemed ‘other’, ‘monstruous’, or ‘disgusting’ is ultimately determined by what, at any given point in history, is perceived as normative and protected as ‘normal’” (Aldana Reyes 395). Por este motivo, y en línea con la literatura de terror y la modalidad fantástica, lo abyecto es un concepto en constante cambio.
La visión de lo femenino, elaborada desde los conceptos antes descritos, nos conduce, en las narraciones de Mariana Enriquez, a experimentar junto a sus protagonistas el terror contenido en la experiencia de ser un cuerpo otro. Es su vivencia, su experiencia, la que se muestra diferentes rostros, impresiones e ideas: en el caso del siguiente análisis se trata de la manifestación tangible de una aparente imposibilidad de escapar al orden patriarcal. Las fronteras movedizas de los espacios entre categorías se suceden como grietas, como heridas a través de las cuales se filtra la violencia, como una maldición que amenaza con traer a la luz todo aquello que ha permanecido en las sombras.
“Las cosas que perdimos en el fuego”
El cuento, contenido en el libro con el mismo nombre, relata una historia que, de entrada, se muestra profundamente perturbadora. En tercera persona, se accede al relato de Silvina, quien narra cómo partieron las hogueras clandestinas en las que las mujeres se queman voluntariamente, en lo que parece ser una respuesta a diferentes sucesos en los que mujeres han sido quemadas por hombres. De esta forma, conocemos el caso de la chica del subte, el primer caso de una mujer quemada por su esposo, quien sospechaba de una infidelidad: “Para evitar eso él la arruinó, que no fuera de nadie más, entonces” (Enriquez, Las cosas que perdimos 186).
La historia tiene como eje los feminicidios de los que son víctimas las mujeres a manos de sus parejas. En este caso, el acto de prenderles fuego y quemarlas, llevándolas en la mayoría de las situaciones a la muerte. Por feminicidio se entiende el asesinato de una mujer a manos de una contraparte masculina que se encuentra en una posición de dominio-poder, siendo esta asimetría entre sexos la que facilita el desencadenamiento del crimen (Lagarde 2006). Esa asimetría es la que en de Beauvoir (1997) contenido en la célebre idea de los roles de género como construcciones sociales, en la que uno no nace, sino que se convierte en mujer, lo que conlleva al reconocimiento de un mundo que ha sido construido y modelado por hombres, llevando a la figura femenina a su condición de otro. En el cuento, el caso de la chica del subte que abre la historia se erige tempranamente desde esta perspectiva: “Cuando terminaba de contar sus días en el hospital, nombraba al hombre que la había quemado: Juan Martín Pozzi, su marido. Llevaba tres años casada con él. No tenían hijos. Él creía que ella lo engañaba y tenía razón: estaba por abandonarlo” (Enriquez, Las cosas que perdimos 186). El nivel de dominio y poder del hombre se observa en su incapacidad de aceptar que la mujer lo pueda dejar: como castigo “la arruinará”, ningún otro hombre podrá poseer lo que fuera suyo.
El futbolista Ponte es otro de estos casos de feminicidios en que el hombre se transforma en “el héroe de muchos” (Enriquez, Las cosas que perdimos 189) al quemar a su novia. Tras este acontecimiento, muchos hombres “quemaban a sus novias, esposas, amantes, por todo el país” ( Las cosas que perdimos 189), en lo que la prensa tildaba como una especie de contagio, y ante lo cual se veían en la disyuntiva de informar a la vez que contribuir a esta especie de “epidemia”. Este último punto aparece frecuentemente en la prensa latinoamericana con respecto a la cobertura de feminicidios y su supuesta conducta transmitida, cuestión exacerbada en el año 2020 con los encierros producto de la pandemia de la COVID-19 (Villaseñor). Ambas situaciones consiguen dar, al inicio de la narración, un anclaje fuertemente arraigado a lo real, en ese mundo donde el relato fantástico refleja aquel habitado por el lector (Roas 31). La alarmante realidad descrita no es sino la vivencia latinoamericana con respecto a los feminicidios 9 y, en este sentido, lo que recoge Mariana Enriquez es un elemento aterradoramente cotidiano en el contexto de muchas naciones del continente, uno de esos puntos de presión fóbica que se traducen a la realidad de nuestros países. 10
Por otro lado, el culto al cuerpo bello desde su relación con la biopolítica y su posterior modulación hacia el bodyhorror aparece en numerosas ocasiones en el cuento, partiendo por la antes mencionada chica del subte para quien la “ruina”, en la visión de su marido, es dañar para siempre su cuerpo, provocar de esta forma que deje de ser objeto de deseo para otros. El caso de Lucila, la modelo quemada por su pareja futbolista es quizás uno de los más representativos, como ya lo enunciara Rodríguez (2018), pues la modelo “no solo se ve como un mero accesorio al hombre, sino que también progresa condicionada a este” (154). Es decir, se hace alusión a los mejores contratos para publicidades y al cierre de todos los desfiles de moda a los que accede gracias a su relación con el famoso futbolista, ya que era medio famosa hasta que empezó el noviazgo, y famosa realmente solo tras comenzar con él (Enriquez, Las cosas que perdimos 188). La modelo es, además, descrita como “muy hermosa, pero, sobre todo, encantadora” (Las cosas que perdimos 188) aludiendo a sus respuestas audaces e inteligentes en las entrevistas, rasgo que la hace resaltar entre el mar de objetos de deseo que son las mujeres de esta profesión.
El frágil continente de la piel es el que muta en la transformación de las quemadas y es precisamente su contacto lo que provoca en algunos “que el asco les erizara la piel de los brazos” (Enriquez, Las cosas que perdimos 186), piel acariciada por la chica quemada quien sonríe ante este contacto con su boca “que era un tajo” ( Las cosas que perdimos 186). Las telarañas, el hueco de piel donde estuvo alguna vez un ojo, son todos elementos que portan la repugnancia antes de que se produzca el encuentro: la posibilidad de su acercamiento piel con piel es la entrada a una zona en la que “todo lo que ha estado en contacto con cosas repugnantes se vuelve repugnante” (Tomkins 1963, citado en Ahmed 2015). En este sentido, se observa un body horror de facto, en el que la percepción desde lo externo retrata la repugnancia que provoca el cuerpo no-normativo de mujer-monstruo. Lo que más causa molestia en los espectadores de la rutina de la chica del subte, sin embargo, es la vestimenta de la mujer, que “se vestía con jeans ajustados, blusas transparentes, incluso sandalias con taco cuando hacía calor. Llevaba pulseras y cadenitas colgando del cuello. Que su cuerpo fuera sensual resultaba inexplicablemente ofensivo” (Enriquez, Las cosas que perdimos 186). Esta molestia se enmarca en la antes aludida poética de lo perverso: la perturbación a nivel de referentes hace que, de pronto, este cuerpo monstruoso-femenino aparezca como un cuerpo de deseo, un cuerpo sensual que no debiese serlo, provocando aún más el juego acercamiento-alejamiento convocado por la repugnancia y la abyección.
El caso que terminó de consolidar lo que vendría después, afirma Silvina, fue el de una mujer, Lorena Pérez y su hija, a quienes el padre y esposo prendió fuego antes de suicidarse. Mientras aún permanecían con vida en el hospital, un grupo de mujeres comenzó a juntarse afuera, incluida la chica del subte, y de las que, se deduce, surge la organización del colectivo Mujeres Ardientes (Enriquez, Las cosas que perdimos 191), colectivo que se dedicará a organizar las hogueras clandestinas en que las mujeres se quemarán por voluntad propia. En este momento de la narración, se observa cómo las sutilezas pasan a ser cuestionamientos directos frente a la naturaleza de los acontecimientos que están por suceder. El espacio de desestabilización de lo real en lo fantástico empieza por erigirse a partir del cuestionamiento del relato de las mujeres: tanto el marido de la chica del subte como Ponte acusan la responsabilidad de la quema a las propias mujeres, y a ellas nadie les cree que fueron quemadas por ellos. Silvina, protagonista del relato, hace la conexión entre ambos episodios al ligar a la incredulidad frente al ataque la aún más inverosímil posibilidad de que las mujeres se quemen a sí mismas: “Por eso, cuando de verdad las mujeres empezaron a quemarse, nadie les creyó” (Enriquez, Las cosas que perdimos 189). Con las quemas de mujeres, incrementa la vigilancia y los controles policiales que intentan desbaratar lo que en un principio no se termina de creer que está sucediendo: se asiste, en este gesto, a la desestabilización de los parámetros que nos entregan seguridad (Roas 35) y, con ello, a la progresión hacia lo fantástico. La madre de Silvina se involucra activamente en la dirección de uno de los hospitales de quemadas, centros clandestinos destinados a la recuperación de las mujeres que se queman en las hogueras. La pregunta que cabe hacerse en este punto es, entonces, ¿qué viene a representar el cuerpo en esta historia y el consecuente acto de quemarlo?
Esta acción ha sido leída por algunos autores como un acto de empoderamiento (Rodríguez), dándole al fuego una connotación purificadora y protectora, que “labra un nuevo cuerpo” (158), como símbolo de la reivindicación femenina en oposición al patriarcado. Esta lectura busca hacer del colectivo Mujeres Ardientes un acto no solo contestatario, sino transformador del canon de belleza impuesto al cuerpo femenino (amparado en la biopolítica de los cuerpos bellos), y del que se encuentran algunas frases a las cuales asirse en el interior del relato, como lo es aquella que María Helena dice a Silvina: “Las quemas las hacen los hombres, chiquita. Siempre nos quemaron. Ahora nos quemamos nosotras” (Enriquez, Las cosas que perdimos 192). Ese acto de autoquemarse y la formación del colectivo también ha sido leído como un “espacio de agenciamiento colectivo” (Rucovsky 88), que en la reapropiación del fuego ve también una —aunque monstruosa y genocida— resistencia, al fin y al cabo. Cómo no leer esta idea en las numerosas frases enunciadas también por la chica del subte: “Si siguen así los hombres se van a tener que acostumbrar. La mayoría de las mujeres van a ser como yo, si no se mueren. Estaría bueno, ¿no? Una belleza nueva” (Enriquez, Las cosas que perdimos 190). Y esa belleza nueva es nada más ni nada menos que una escogida por las propias mujeres, los hombres tendrán que aceptarla imposibilitados de participación alguna en su construcción. Pareciera, sin embargo, que en la historia hay algo más y que no es únicamente la reescritura del canon en un acto de empoderamiento, hay más elementos ocultos que es necesario develar para la comprensión de la propuesta de Enriquez.
Una lectura más cercana a la interpretación del cuento que se busca lograr en este texto es la planteada por Sánchez (2019), en la que se recoge el concepto de resistencia enunciado por Foucault (2007), entendida como “un elemento integrado a las relaciones de poder y no como su contraparte externa” (110). Lo anterior, en la medida en que son puntos que se localizan en el interior de las relaciones de poder, que actúan en contraste a las mismas y que en su dinamismo varían según el tiempo o el espacio en el que existen (Foucault). La autora propone en su lectura una relación del concepto de resistencia enunciado con el de libertad, presente en De Beauvoir (1997) a través de la conocida dicotomía entre libertad falsa y libertad verdadera en el contexto de las relaciones de género.
De esta forma, podemos decir que “lo que Mariana Enriquez presenta es un universo horroroso en el que es prácticamente imposible escapar de la influencia del patriarcado” (Sánchez 114) y en el que, lejos de alcanzar un empoderamiento, los mecanismos de poder operan restringiendo cada vez más la libertad de las mujeres. Así, en el cuento, ante las hogueras clandestinas, la vigilancia aumenta y las mujeres andando solas por las calles son motivo inmediato de sospecha: “La policía les hacía abrir el bolso, la mochila, el baúl del auto cuando ellos lo deseaban, en cualquier momento, en cualquier lugar” (Enriquez, Las cosas que perdimos 194). Aunque la vigilancia siempre tiene un punto débil, y las mujeres se las arreglan para seguir operando en la clandestinidad, están lejos de obtener la autodeterminación y el espacio que buscan.
Lo único que realmente poseen las mujeres es el deseo: “Y el deseo las mujeres lo llevaban consigo” (Enriquez, Las cosas que perdimos 195), pero tampoco hay claridad sobre cuál es este deseo: ¿es el deseo, únicamente, de quemarse?, ¿el de cambiar el canon de belleza?, ¿el de obtener una salida, una alternativa al patriarcado? Es más, si volvemos a la frase de la chica del subte con su “belleza nueva” a la que los hombres deben acostumbrarse, esta no deja de intentar cambiar un modelo por otro: no se intenta abolir el que exista un ideal de belleza, sino más bien cambiarlo, “crear nuevas expectativas” (Sánchez 116), pero enmarcadas en un nuevo modelo, la idea de que exista un modelo de cuerpos deseables, una biopolítica del deseo, no es afectada por el acto de rebelión. De ahí la propuesta de concebir estos actos como una “libertad falsa”: “Las mujeres del relato son ‘libres’ de elegir entre dos opciones: ser quemadas por sus parejas y morir (o quedar deformes) o quemarse ellas mismas y vivir para mostrar con orgullo sus cicatrices” (Sánchez 117), al carecer de posibilidades reales de escapar al dominio patriarcal.
Un último elemento a resaltar aquí es el hecho de que solo en las mujeres recae la solución al problema de los feminicidios y del ejercicio de la violencia patriarcal: “Son ellas las que deben organizarse y buscar la forma de contrarrestar la situación, mientras que el colectivo masculino no asume ninguna responsabilidad, no se espera nada de él y hasta continua con sus hábitos” (Sánchez 118), como lo evidencia el incremento de quemas de mujeres tras el caso del futbolista Ponte. Las voces masculinas, a su vez, son enunciadas por medio de las femeninas, únicas relatoras de lo que acontece en la historia. Las mujeres, en este sentido, llevan consigo el deseo y la voz, la responsabilidad y la carga: presentada así, la realidad no cambia en lo profundo para unas mujeres, que hoy, sin quemarse, cargan con las mismas categorías a cuestas.
Somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar
En Caliban and the Witch. Women, the Body and Primitive Accumulation (2004), Silvia Federici presenta una investigación sistemática de uno de los episodios más ignorados a la vez que sangriento de la historia: la cacería de brujas. Un episodio en el que, sin exagerar, nos referimos a que “hundreds of thousands of women were tried, tortured, burned alive or hanged, accused of having sold body and soul to the devil” (Federici 182), pero que también debe ser leído como un ataque a la resistencia de las mujeres ante la expansión de las relaciones en el interior del capitalismo, una resistencia a perder el poder que poseían con anterioridad al cambio de sistema. La cacería de brujas se define como un proceso “instrumental to the construction of a new patriarchal order where women’s bodies, their labor, their sexual and reproductive powers were placed under the control of the state and transformed into economic resources” (Federici 183): recursos económicos que deben ser permanentemente explotados.
Ignorada por Foucault (2007) en Historia de la sexualidad, la cacería de brujas es un proceso clave no solo para comprender la cosificación de la mujer en sí misma, sino para el desarrollo de la biopolítica del cuerpo con las características que previamente se han mencionado: es la expropiación de las mujeres de sus cuerpos, convertidos desde ahora en máquinas para la producción de mano de obra, tal como los cercamientos expropiaran a los campesinos de las tierras comunales (Federici 202) y los colonizadores de las tierras a quienes las habitaban. La cacería de brujas fue “a war against women” (Federici 204), una guerra cuyo objetivo fue el de degradarlas, demonizarlas y destruir cualquier fuente de poder social que pudiesen tener, para conseguir de esta forma el control de la reproducción.
Enriquez hace una alusión directa a esta ignorada guerra en las líneas finales del relato, cuando María Helena se encuentra en la cárcel y Silvina y su madre acuden a visitarla. Al principio, tenían miedo de cómo iban a tratarla en la cárcel por estar involucrada en las hogueras clandestinas, pero para su sorpresa “la trataban inusitadamente bien” (Enriquez, Las cosas que perdimos 196). La explicación que da María Helena a esto es que ella habla con las reclusas: “Les cuento que a nosotras las mujeres siempre nos quemaron, ¡que nos quemaron durante cuatro siglos! No lo pueden creer, no sabían nada de los juicios a las brujas” ( Las cosas que perdimos 196). Esto resulta aún más sorprendente, si se toma en cuenta el hecho de que las quemas de brujas, de la mano del proceso de colonización, también tuvieron su lugar en el continente americano y que fue “the American experience that persuaded the European authorities to believe in the existence of entire populations of witches” (Federici 221). Por consecuencia, se llevaron técnicas de exterminación aplicadas de un continente a otro.
Hay otro elemento que llama la atención en esta escena, y que tiene que ver con la transmisión del conocimiento de la genealogía femenina. Finalmente, quienes informan, organizan, y actúan con mayor radicalidad y rebeldía a lo largo de la historia son, en su mayoría, mujeres mayores, “mujeres de más de sesenta años” (Enríquez, Las cosas que perdimos 190). Ellas bien podrían ser parte de la generación de las feministas de los años setenta y, como lo hicieron las mujeres en el pasado, sienten el deber de transmitir la historia ignorada de la mujer, la otra historia, para que las jóvenes continúen en la lucha por el empoderamiento que alguna vez llevaron sus abuelas y que terminó con sus cuerpos entre las llamas. También es posible agregar a lo anterior la presencia de una genealogía narrativa, ligada al personaje principal que Enriquez, llama Silvina: “Con ese nombre inserta este cuento en una genealogía de lo fantástico, en que las heroínas de Silvina Ocampo […] se vieron inmersas tempranamente en atmósferas enrarecidas, que amordazaban y violentaban sus cuerpos” (Amaro 807). Esta genealogía cobra más fuerza si se toma en cuenta la biografía que Enríquez escribe sobre Silvina Ocampo, en la que se observa una profunda búsqueda por desencasillar la imagen que se ha construido de la escritora. 11
María Helena continúa en el relato agregando que la ignorancia de las reclusas se debe al desastroso sistema educativo del país, pero que ellas “tienen interés, pobrecitas, quieren saber” (Enríquez, Las cosas que perdimos 196). Qué es lo que quieren saber, pregunta Silvina, a lo que María Helena responde: “Y, quieren saber cuándo van a parar las hogueras” (Enriquez, Las cosas que perdimos 196). Silvina insiste nuevamente en la pregunta a lo que María Helena responde con un alegre “¡por mí que no paren nunca!” (Enriquez, Las cosas que perdimos 196). Este anhelo de que no se detengan se vincula a la imagen que porta la bruja desde la Edad Media, como “the living symbol of the world upside down” (Federici 193), una idea en que la bruja es el símbolo de la subversión al orden social, con lo que es posible relacionar la agencia femenina, al llevar el proceso de la quema en sus propias manos, y así autoafirmarse como estas brujas sobrevivientes, de cuyo linaje viene la fuerza de su radicalización. 12
Aquí subyace nuevamente la pregunta, ¿es realmente un mundo al revés el de las mujeres quemándose a sí mismas? Para intentar una respuesta se vuelve la mirada sobre Silvina, cuya ambivalencia se manifiesta permanentemente en pistas que aparecen durante el relato: “Su madre, siempre arriesgada y atrevida, tanto más que ella” (Enríquez, Las cosas que perdimos 193); “la vecina de la casa era una colaboradora de las Mujeres Ardientes, activa y, al mismo tiempo, distante, como Silvina” (Enriquez, Las cosas que perdimos 194); o en las preguntas que se hace a sí misma: “¿Desde cuándo era un derecho quemarse viva?” ( Las cosas que perdimos 193). Silvina, protagonista distante y a la vez directamente involucrada en los acontecimientos, pareciera elegir la sombra, un espacio de libertad entregado por la ambivalencia, en el que se permite dudar y cuestionar las acciones que llevan a cabo las Mujeres Ardientes, sin dejar de tomar parte en ellas.
Una verdadera flor de fuego
Una ceremonia que comienza al atardecer, en el medio de un campo. Las mujeres preparan el fuego, hasta que las llamas alcanzan un metro de altura. Al amparo de una arboleda y de una casa, con la caída del sol, la mujer elegida caminará hacia el fuego. Las demás, entonan los versos que ella ha elegido para su ceremonia: “Ahí va tu cuerpo al fuego, ahí va / Lo consume pronto, lo acaba sin tocarlo” (Enriquez, Las cosas que perdimos 193), mientras que ella entra en el fuego “como en una pileta de natación […] no había duda de que lo hacía por su propia voluntad” (Enriquez, Las cosas que perdimos 193). La filmación de la ceremonia se convierte en el momento clave para que la gente comience a creer que las mujeres se queman por voluntad propia, aceptando con ello la subversión de lo que hasta ahora se concibió como real. Llama la atención la canción escogida por la mujer: en los versos de Gabo Ferro (2008) aparece una canción de profundo desamor, en la que el cantautor prosigue consignando que “a un cuerpo traidor no lo quiere ni el diablo”. Cuerpo femenino, cuerpo traidor, las mujeres buscan en el fuego acabar con este desamor ante un cuerpo percibido como un otro, como algo ajeno, como ese cuerpo expropiado en el proceso de acumulación primitiva (Federici 99), enunciado por Marx y que sustenta el desarrollo del sistema capitalista. Cuerpo que es el mal y la herida, cuerpo que, como en el body horror, duele ya no solo metafóricamente, y que es la medida por la cual son apreciadas o rechazadas: en el fuego perecerán todas las expectativas que se reproducen alrededor de cómo debe verse una mujer, como portadoras y a la vez como símbolo del deseo. Vemos que las mujeres en la historia no van a morir: van a mostrar sus cicatrices, van a hacer evidente y deseable aquello que fuera repugnante, van a traer a la superficie lo que el sistema quisiera que quedase en el fondo de sus heridas y miedos más profundos.
Ahí está Silvina, que no se decide a quemarse en una hoguera, Silvina que duda y que se cuestiona y que permanece en este espacio de ambivalencia. Mientras la furia le llenaba los ojos de lágrimas (Enriquez, Las cosas que perdimos 196), su madre y María Helena conversan en el párrafo final de la historia sobre cómo “ellas estaban demasiado viejas, que no sobrevivirían a una quema […] pero Silvinita, ah, cuándo se decidirá Silvinita, sería una quemada hermosa, una verdadera flor de fuego” ( Las cosas que perdimos 197). Esta “flor de fuego” bien podría aludir a la cuetlaxóchitl mexicana, asociada a la pureza y a la resucitación de los guerreros muertos en batalla, resurrección en este caso del espíritu de las brujas y directamente ligado a la idea de belleza nueva que ya se ha mencionado. Pero todo queda en posibilidad, pues el cuento termina en el espacio de duda de Silvina, que es una pregunta genuina: pareciera que toda la historia fuese nuevamente un amplio interrogante, la visibilización mediante el horror de un problema al que no se tiene solución, el cuestionamiento de si es esta forma una que devuelve algo del poder y el espacio que las mujeres han perdido, de todas esas posibilidades que han sido consumidas por el fuego.
La pregunta que hacen las reclusas a María Helena sobre cuándo terminarán las hogueras pareciera ir en la misma línea, y la respuesta vinculada a lo que ocurrió con la cacería de brujas previamente parece tanto más aterradora que la realidad. Las quemas de brujas, nos recuerda Federici (2004), pararon solo cuando “the ruling class […] enjoyed a growing sense of security concerning its power” (227), cuando las brujas dejaron de ser una amenaza y todo lo concerniente al conocimiento femenino pasó a la categoría de superstición, en pro de los saberes incuestionables de las ciencias empíricas en la Ilustración. De esta misma forma, pero en un sentido diferente, las hogueras no terminarían si no termina el patriarcado, porque ¿qué es lo que temen perder los hombres que queman a las mujeres en el relato, sino su posición de poder y privilegio? La pregunta que pareciera estar en el corazón del cuento parece exclamar: ¿es acaso posible terminar con la explotación femenina en el interior del mismo sistema que la ampara?
El espacio en el que se enmarca esta historia se erige como un lugar de subversión en sí mismo, al margen, que se origina desde las preguntas que levanta y que se incorpora a las acciones y las búsquedas seguidas por sus personajes: es la ambivalencia, la indeterminación combinada con cuestionamientos. Es la realidad narrada en clave weird la que actúa como una forma de weak resistance, como una de esas “forms of political agency that remain invisible in the classic lens of historical account—which prioritizes heroic fighters over peaceful protesters, men over women and the strong over the weak—to instead allow us to imagine counterpublics of the common” (Majewska 133). Qué forma más invisibilizada que lo repugnante, lo que provoca asco, pues “en su sistema de cualidades la doxa acepta la fealdad y la belleza como materias de la literatura. Se resiste, en cambio, a lo asqueroso, que, libre de la oposición bello y feo, flota como una excrecencia de los cuerpos” (Sarlo 120). Excrecencias que proliferan como las hogueras de las mujeres, orígenes de un espacio de resistencia otro, construido con base en la repugnancia entendida como deseo y rechazo, un lugar fuera de las representaciones tradicionales, pero que es, en suma, un lugar que reside en nuestro interior: basta con recordar ese olor a carne humana quemada que no se iba, “muy difícil de describir, sobre todo porque, más que nada, olía a nafta, aunque detrás había algo más, inolvidable y extrañamente cálido” (Enriquez, Las cosas que perdimos 195). Calidez del mismo fuego alimentado por todas esas cosas que seguimos perdiendo.
Referencias
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Notas
*
Artículo de
investigación
1
Aquí la autora hace referencia a Borges, Cortázar y Bioy Casares, a quienes se suma en este trabajo el nombre de Silvina Ocampo.
2
El mismo imaginario colectivo al que alude Stephen King (2006) con su concepto ya aludido de puntos de presión fóbica en la expresión de los horrores compartidos, y que resulta clave para comprender la obra de Mariana Enriquez.
3
Originada en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVIII, la novela gótica hará de ciertos tropos los espacios de todo aquello que escapaba a los límites de la razón a todo aquello que se dibuja en la línea del sinsentido, sin rechazar de plano aquello alcanzado por la ciencia. Se transforma en el lugar de la imaginación, de la intuición, pero también de la locura, del miedo a la muerte, de las sombras.
4
Como afirma Jackson (1981), recuperando a Bessière (1974), lo fantástico recombina e invierte lo real, pero no escapa de ello sino que establece con lo real una relación simbiótica o parasitaria, de manera que necesitamos mirar el conflicto desde lo intratextual y lo extratextual (20).
5
En este último sentido, relatos caracterizados como pseudofantásticos lo serían en la medida en que “en ellos, […] están ausentes el efecto ominoso y, sobre todo, la necesaria transgresión de nuestra idea de lo real provocada por la irrupción de lo imposible” (Roas 62), así como en la oposición fantástico/maravilloso también encuentra su centro, según Roas, en lo enunciado por Freud (1919) en su célebre ensayo “Lo ominoso”. No es objeto del presente trabajo entrar en la discusión de las diferentes categorías englobadas en ellos y que comprenderían desde el realismo mágico hasta conceptos como lo “fantástico explicado” o el “maravilloso cristiano” (Roas), sino más bien reiterar el énfasis en las preguntas que subyacen a lo fantástico.
6
Partiendo por sus novelas Bajar es lo peor ([1995] 2022), protagonizada por dos hombres y siendo uno de los focos de atención su relación homoerótica, y
Nuestra parte de noche (2019), nuevamente protagonizada por dos hombres, esta vez poniendo el énfasis sobre la relación padre-hijo, entre otros ejemplos.
7
Tal es el caso del cuento “Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo”. Incluso cuando la historia trata de algo que le ocurre a un hombre, como es el caso en “Verde rojo anaranjado”, la perspectiva narrativa nos llega desde una voz femenina.
8
Sin desmerecer la legitimidad y los motivos que están tras estos intentos, no parece necesario enmarcar el trabajo de Mariana Enriquez dentro de una categoría u otra, pues su inserción dentro de lo fantástico conlleva cuestionamientos y subversiones en sí misma. Que la subversión se tematice desde el cuestionamiento al orden patriarcal y desde una visión que reformula las características de lo que se considera como eminentemente femenino es un cuestionamiento, con perspectiva feminista, que se suma a otros en la búsqueda por configurar un terror sociopolítico. Para profundizar sobre algunas dificultades a la hora de hablar de autoras y el caso específico de la aquí analizada, véase el escrito de Lorena Amaro, “La dificultad de llamarse ‘autora’: Mariana Enríquez o la escritora weird”.
9
Basta con mirar estudios como el mapa latinoamericano de feminicidios, iniciativa organizada por la asociación civil Mundo sur, entre otras (“Feminicidios en América Latina”).
10
Y que se refleja en la creciente producción literaria en torno al tema. Tal es el caso de la novela Cometierra (2019) de la escritora también argentina Dolores Reyes. La novela trata sobre una chica que comiendo tierra puede ver dónde están los cuerpos de mujeres asesinadas/desaparecidas. Esta novela la dedica a Melina Romero y Araceli Ramos, dos adolescentes asesinadas por feminicidio en Pablo Podestá, Buenos Aires. Otras autoras para mencionar dentro de esta producción son Selva Amada con Chicas muertas (2014) y Claudia Piñeiro con Catedrales (2020), sin contar las numerosas obras de autoras de otras nacionalidades latinoamericanas.
11
Es aún más interesante notar en numerosas entrevistas cómo la autora se refiere constantemente a la idea de que el terror escrito por mujeres no es algo “nuevo”, sino que pasó mucho tiempo siendo más bien desconocido. Esto, afirma, encuentra sus antecedentes en los numerosos y relevantes casos de escritoras anglosajonas en el origen de la literatura gótica en nombres como Mary Shelley, las hermanas Brontë y Ann Radcliffe , entre otras, como en la apertura a escribir ciertas experiencias o temas desde la perspectiva del terror. En el caso de las escritoras latinoamericanas, esta exploración se presenta aunque de forma más tardía, lo que Enriquez atribuye al profundo anclamiento de la visión mariana (proveniente de la religión católica) en el continente, y aparece en autoras como Amparo Dávila, Elena Garro, Armonía Sommers y la ya mencionada Silvina Ocampo, entre otras (“Conversación con Mariana Enriquez”; Enriquez, La hermana menor
).
12
También habla de un mundo al revés Guamán Poma de Ayala, recuperado por Silvia Rivera Cusicanqui (2010) al reflexionar sobre su teorización acerca del sistema colonial, y que toma ideas, conceptos y valores prehispánicos (22). En la descripción del orden espacial/social que relata con respecto a las mujeres, aun cuando hay algunos retratos peyorativos con respecto a lo femenino, da cuenta sobre todo de “una valoración positiva de la experiencia y del trabajo, que contrasta radicalmente con el culto a la juventud y a la belleza, propia de la sociedad invasora” (24). El trabajo y su nexo con lo sagrado en la experiencia indígena cambia con la invasión hispánica a su percepción occidental como “castigo” (26), haciendo de las mujeres indígenas otro linaje en el cual la oposición al sistema de explotación capitalista se encuentra en la subversión de la biopolítica del cuerpo bello, a la vez que en la agencialidad que le otorga su trabajo (Rivera Cusicanqui).
Notas de autor
a Autora de correspondencia. Correo electrónico: barbara.aranda@zea.uni-regensburg.de
Información adicional
Cómo citar: Aranda, Bárbara. “Excrecencias
movedizas: espacios de una resistencia al margen en ‘Las cosas que perdimos en
el fuego’ de Mariana Enriquez”. Cuadernos de
Literatura, vol. 29, 2025, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl29.emer