La planta del poema. Naturaleza, género y afecto en la poesía venezolana en los siglos XX y XXI *
The Plant of the poem. Nature, Genre and Affection in Venezuelan Poetry in the 20th and 21st Centuries
La planta del poema. Naturaleza, género y afecto en la poesía venezolana en los siglos XX y XXI *
Cuadernos de Literatura, vol. 29, 2025
Pontificia Universidad Javeriana
Gina Saraceni a gsaraceni@javeriana.edu.co
Pontificia Universidad Javeriana, Colombia
Recibido: 14 diciembre 2023
Aceptado: 10 julio 2024
Publicado: 11 septiembre 2025
Resumen: La pregunta por la naturaleza y su representación atraviesa la historia de la literatura latinoamericana. Este artículo propone una lectura de algunas poetas venezolanas de los siglos XX y XXI para reflexionar sobre la existencia de una escritura pensante (Nascimento) que imagina y propone otra visión del mundo natural, vegetal, animal, a contracorriente de la masculina instituida, que da cuenta de un pensamiento que opera a partir de sentires, escuchas y afectos y que desjerarquiza el discurso de la especie y la voluntad clasificatoria del antropocentrismo. Enriqueta Arvelo Larriva propone el espacio del llano como un territorio expresivo y audible que revela un mundo de conexiones impensables para el humano; Luz Machado plantea un pensamiento sobre el río, en el que se borran los límites entre las especies y el poema y, con su canto, se incorpora a la corriente fluvial; y Yolanda Pantin reconoce en el archivo familiar la presencia de la planta como materia tensa entre la violencia, la experimentación y el cuidado.
Palabras clave:naturaleza, poesía venezolana, literatura pensante, afecto, Enriqueta Arvelo Larriva, Luz Machado, Yolanda Pantin.
Abstract: The question of nature and its representation runs through the history of Latin American literature. This article proposes a reading of some Venezuelan poets of the 20th and 21st centuries to reflect on the existence of a thinking writing (Nascimento) that imagines and proposes another vision of the natural, vegetable, animal world, against the current of the instituted masculine one, that gives account of a thought that operates from feelings, listening and affections and that dehierarchizes the discourse of the species and the classificatory will of anthropocentrism. Enriqueta Arvelo Larriva proposes the space of the plain as an expressive and audible territory that reveals a world of unthinkable connections for the human being; Luz Machado proposes a thought about the river where the limits between species are erased and the poem itself, with its song, is incorporated into the fluvial current; Yolanda Pantin recognizes in the family archive the presence of the plant as a tense matter between violence, experimentation and care.
Keywords: Nature, Venezuelan Poetry, Thinking Literature, Affection, Enriqueta Arvelo Larriva, Luz Machado, Yolanda Pantin.
Escrituras sensitivas
En este breve y húmedo puñado,
donde se alza el clavel de mi maceta,
está la tierra entera contenida.
La siento cómo late entre mis dedos.
Aquí, en esta porción mínima, todo
resumido está en átomos su cuerpo.
Luisa del Valle Silva
A mediados de la década de los años veinte, en Barinitas (Venezuela), Enriqueta Arvelo Larriva (Barinitas, 1886 - Caracas, 1962) empieza a escribir sobre el llano desde una perspectiva sensorial y afectiva, a contracorriente de los discursos existentes sobre la naturaleza que circularon en América Latina a partir de la independencia y que tenían el propósito de fundar el espacio nacional mediante su reconocimiento, delimitación, explotación.
Un ejemplo, entre otros, de es este tipo de discurso es Silva a la agricultura de la zona tórrida (1826) de Andrés Bello que constituye un gran inventario de plantas autóctonas, cuya utilidad depende del cultivo/cultura de la tierra. Aquí, la exhortación de la voz poética es la de transformar la zona tórrida por medio del trabajo agrícola con miras a volverla un recurso aprovechable y rentable para el futuro de la patria. En este sentido, el texto constituye un programa de acción, en el cual las plantas ocupan un lugar central por ser la materia prima tanto del proyecto de modernización del país como del poema.
Otro relato posterior que también manifiesta un interés sobre la tierra como propiedad, posesión, valor económico, recurso es la novela Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos. En esta, la dicotomía decimonónica de civilización y barbarie se actualiza y se adapta a las condiciones históricas del momento, aunque mantiene viva la voluntad de “civilizar” el llano, de “cercarlo” para contener al “centauro” que lo habita y su violencia constitutiva.
Estos discursos se fundamentaban en una idea de América Latina como “un espacio en blanco, virgen y desértico” que era necesario transformar y determinado por una visión instrumental de la naturaleza. Según observa Luz Horne en Futuros menores:
Se trata de un imaginario basado en la idea romántica de la naturaleza, entendida como una esfera pasiva y autónoma, como un recurso para la intencionalidad moral del hombre, que se define como el que puede y debe domarla, domesticarla y dominarla (la marca de género es intencional puesto que el cuerpo femenino queda, por supuesto, del lado de lo natural). La naturaleza se transforma entonces en uno ´de los aparatos ideológicos más poderosos producidos por la modernidad colonial […]. Históricamente, este espacio imaginario colonial extractivista y patriarcal, se terminó de consolidar en el siglo diecinueve con las formación de los Estados nacionales latinoamericanos en binomios como civilización y barbarie, cultura y naturaleza o ciudad y campo y se afianzó a lo largo del siglo XX para llegar a nuestro presente a partir de diferentes líneas de demarcación (de raza, de clase, de género, de especie). (Horne 44)
Ante los numerosos relatos épicos y masculinos que imaginan la nación a partir de una visión instrumental y utilitaria de la naturaleza como recurso y materia prima explotada por el hombre, además de como raíz identitaria, cabe preguntarse por los relatos que las mujeres escriben sobre este tópico a lo largo del siglo XX; cuál es la visión que se desprende de sus propuestas estéticas y qué lecturas se pueden hacer desde el presente en diálogo con los debates y perspectivas actuales sobre la naturaleza (Antropoceno, humanidades ambientales, ecocrítica, ecofeminismo, entre otras), sin que estos opaquen la especificidad de estas escrituras y su capacidad de imaginar mundos donde el discurso de la especie deja de ser un paradigma para abrirse a la contaminación y al intercambio entre los vivientes humanos y no humanos.
Un recorrido por la literatura latinoamericana da cuenta de una estirpe de escritoras como Delmira Agustini, Alfonsina Storni, Juana de Ibarborou, Gabriela Mistral, María Luisa Bombal, Dulce María Lyonaz, Clarice Lispector, Rosario Castellanos, Marosa di Giorgio, Albalucía Ángel, Lydia Cabrera —por mencionar algunas 1 —, quienes, a través de sus obras, despliegan un pensamiento sobre la naturaleza en disputa con el Antropoceno, en donde la vida vegetal, animal, mineral y humana forman parte de un mismo flujo vital, en el cual los cuerpos entran en contacto, mutan, se confunden, se reensamblan, más allá de los órdenes jerárquicos y taxonómicos que suelen contener la potencia expansiva de lo viviente.
Las obras de estas autoras se pueden asociar con el concepto de literatura pensante del crítico brasileño Evando Nascimento, quien lo utiliza para analizar la obra lispectoriana, al referirse a una escritura “que permite pensar lo impensado e incluso lo impensable en las cultura occidentales, yendo mucho más allá del pensamiento humano en el sentido corriente” ( El pensamiento vegetal, 182); una literatura que indaga aquello que está “detrás del pensamiento” y “lo que está detrás del pensamiento son las sensaciones […] que no se oponen simplemente al razonamiento humano relacionado con el lenguaje verbal, sino que lo anteceden, estableciendo con él más de una relación” (Nascimento, El pensamiento vegetal 182). En este sentido, “la ficción de Clarice permite pensar; subyacente a esta existencia nuestra demasiado lineal y jerarquizada, llena de vallas, muros y rejas […] hay otros mundos y vidas, pulsando descontroladas, invitando al vicio, al disfrute y la alegría de vivir” (Nascimento, El pensamiento vegetal 223).
Esta literatura usa la imaginación para sacar de quicio al repertorio de ficciones latinoamericanas existente sobre la naturaleza y proponer visiones, en las cuales el acoplamiento, el ensamblaje, el devenir, la mezcla entre lo humano y lo no humano son figuras de suspensión de los límites establecidos que propician la aparición de cuerpos-en-proceso, abiertos a la mutación, al intercambio, a la metamorfosis.
Se podría trazar una línea de conexión “aberrante” (Deleuze) entre esta literatura pensante y femenina en la que aparecen “copulaciones inatribuibles” y “sexualidades colectivas” (Giorgi, 2014), como sucede, para poner un ejemplo, en la poesía de Marosa di Giorgio, y las especies cyborg y companion species que la científica feminista americana Donna Haraway propone en sus manifiestos (1985, 2016). Estos “cuerpos indecidibles de señalar en el origen y en la fuente” son el resultado de hibridaciones contingentes (Nascimento 267); formas de la “naturcultura” que permiten pensar lo viviente como “cohabitación”, “coevolución”, “cruce de especies”, intercambios afectivos que “podrían hablarnos de manera más fructífera sobre políticas y ontologías más habitables en los mundos que vivimos” (Haraway 4).
Lo que quiero señalar al vincular los modos de imaginar la naturaleza de las escritoras latinoamericanas del siglo XX y XXI y los de Haraway es la presencia en ambas ficciones —literaria y teórica— del paso, el pasaje, el trance, el umbral como lugares propicios para desajustar los binarismos y suspender la estabilidad y fijación de las categorías antropocéntricas que administran la vida, los cuerpos y su representación.
Cabe mencionar a este propósito la importancia de la teoría de los afectos como un campo de discusión que entra en conversación con las humanidades ambientales, la ecocrítica, el ecofeminismo. Hay una larga tradición filosófica al respecto conformada por Baruch Spinoza, Friedrich Nietzsche, Henry Bergson, Gilles Deleuze y Félix Guattari que entiende el afecto como la potencia que un cuerpo tiene de afectar a otro cuerpo y ser afectado por él; por ende, como un paso de un estado a otro estado que puede contemplar también el pasaje de una especie a otra especie (devenir humano / no humano). A esta concepción del afecto como una intensidad prediscursiva, que se resiste a la captura del orden representacional, se le añade otra heredera de aquella, propuesta por el giro afectivo de los años noventa, “que explora el papel de los afectos, las emociones y los sentimientos en la producción de subjetividades, en las relaciones de poder, y que muestra cómo la afectividad es capaz de resistir el control disciplinario del Estado y sus instituciones, y permea las relaciones intersubjetivas y el ámbito doméstico, así como la esfera pública” (Moraña 315, citado en Cabrera y Ferreira de Almeida).
A partir de lo anterior, al analizar los materiales poéticos propuestos, voy a entender el afecto como una intensidad que propicia la relacionalidad y la interdependencia de los seres humanos entre sí y de la vida humana y no humana a través de conexiones y reciprocidades materiales. 2
Volviendo a la manera disruptiva y controversial de imaginar y entender la naturaleza sugerida por ciertas escritoras latinoamericanas y por Harawey, cabe reconocer la necesidad, para aludir a esta, de un lenguaje menos representacional y mimético y más afectivo; en el que la palabra se vuelve materia física que responde a aquello que escribe como si fuera una planta “sensitiva” “que se encoge cuando sus hojas son tocadas por el viento, por una mano humana o por otros animales” (Nascimento 223).
La escritura deja de ser un registro de territorialización y sujeción para volverse materia vibrante que da cuenta de un mundo natural como energía, flujo, pálpito, en el que hay una continuidad entre lo viviente humano y no humano, lo impensable y lo impensado, lo que posibilita la aparición de otras maneras de entender y significar la vida, diferentes a las dominantes e instituidas.
A partir de lo anterior, quiero proponer cómo, en estas ficciones vegetales, la escritura adquiere una agencia afectiva, como lo propone Gilles Deleuze cuando plantea que se trata de “un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso”, “que desborda cualquier materia vivible o vivida” y que “contiene siempre un componente de fuga que se sustrae a su propia formalización”. De este modo, la escritura desarticula el gesto masculino y adánico de imponerle a cualquier materia “una forma de expresión dominante” para propiciar “zonas de vecindad” indiscernibles entre cuerpos diferentes de forma tal “que ya no quepa distinguirse de una mujer, de un animal o de una molécula”; para posibilitar encuentros “imprevistos, no preexistentes, tanto menos determinados en una forma” que hacen aparecer conexiones singulares y cuerpos que desbordan géneros y especies (Deleuze 2).
Tomando en cuenta los planteamientos anteriores, propongo pensar en la existencia, a lo largo del siglo XX y XXI latinoamericano, de una literatura sobre la naturaleza escrita por mujeres que interviene y desbarata la retórica e imaginación masculina vertical, dominante, civilizatoria que ve el territorio como un vacío que hay dominar, poblar, cultivar y que opta por inclinarse hacia la tierra, las plantas, los ríos para escuchar su respiración y reconocer sus brotes, injertos, retoños, estuarios como zonas de contaminación creativa donde se visibilizan otras lógicas de la vida —humana y no humana— y otras epistemologías. 3
A continuación, voy a trazar un recorrido por tres poetas venezolanas: Enriqueta Arvelo Larriva (1886-1963), Luz Machado (1916-1999) y Yolanda Pantin (1954), quienes ensayan en sus obras una escritura pensante sobre la naturaleza, el territorio, el mundo vegetal, que entra en desacuerdo con las visiones totalizantes y nacionalistas que buscan domesticar la naturaleza para extraer de ella recursos y capitales.
La música nueva de Enriqueta Arvelo Larriva
Vuelvo a Enriqueta Arvelo Larriva, mencionada al inicio de este trabajo, para poner el oído en sus versos y escuchar la voz que allí piensa, siente y escribe el espacio de la naturaleza. Cabe decir que, en la tradición literaria venezolana, el llano ha sido representado como un desierto que es necesario poblar con la máquina de la civilización basada en la agricultura como actividad central que incluye la apropiación material del territorio, su parcelamiento y la implementación de la ganadería como fuente de riqueza.
Además, la literatura propicia la voluntad de domar a la “llanura ruda y bravía” con la educación y la letra para que deje de “gruñir” y aprenda a hablar según el modelo letrado (Gallegos).
En esta geografía de la sed y la ceguera, en esta vastedad sorda, nace la poeta Enriqueta Arvelo Larriva quien empieza a escribir “desde jovencita” en una condición de aislamiento y de ausencia de estímulos intelectuales. Su visibilidad y recepción estuvieron opacadas por su hermano Alberto Arvelo Torrealba, destacado poeta e intelectual de la época.
En un texto de agosto de 1936, Enriqueta relaciona la soledad con el vacío del llano y observa lo siguiente:
Yo, hecha a él, de pronto me he alarmado de este silencio profundo del Llano, de este silencio macizo, espeso, sin rendijas.
Ni voces serenas ni voces agitadoras retoñan. La semilla de voz no ha prendido entre la apretada yerba crecida de este silencio.
El Llano está quieto, se dice en son de elogio.¡ Dios mío! ¿Será en verdad una gracia esta quietud suma, este remedo de lo totalmente muerto? ¡Qué bueno que hubiese dicho el Llano, con una voz sin locura pero esencial y vibrante: estoy vivo! Porque esta actitud de agua estancada tiene que asustarnos el anhelo.
Porque aquí parece que no hubiese ni curiosidad, mucho menos aspiración o esperanza […]. Nadie intenta emprender algo que sacuda sin violencia el ambiente, pero que lo sacuda y agilite. Nadie se atreve a tomar en serio la idea de que la vida inerte no tiene razón de ser. Parece que ni en los viejos ni en los jóvenes hubiese el milagro del entusiasmo bueno.
¡Qué calma tan compleja! Una calma así, no creo que la pida nadie, que la aconseje nadie. Pienso que no sea esta la calma necesaria, la calma incubadora de vitalidad.
Este fragmento pone de manifiesto dos cuestiones centrales de la obra de la poeta: la primera, relacionada con la necesidad de “sacudir” “sin violencia” y con “entusiasmo bueno” el ambiente del llano para sacarlo del aislamiento e incubar de “vitalidad” a “la vida inerte”; la segunda, vinculada a la urgencia de hacer retoñar una “semilla de voz” entre la “apretada yerba” para que el llano diga que “está vivo”.
En sus primeros dos poemarios, 4 se observa el interés por intervenir la “compleja calma” y “el silencio profundo” del llano, a partir de un acto de escucha de su sentir como cuerpo vivo que se manifiesta material y afectivamente a través de sus plantas, animales, arroyos, brisas.
En una carta del 5 de junio de 1939 a Julián Padrón, editor de los Cuadernos Literarios de la “Asociación de Escritores Venezolanos” en los que se publicó su primer libro — Voz aislada —, Enriqueta Arvelo escribe: “Usted califica de ‘interesante’ mi labor por motivo de haber sido yo —no obstante el influjo fuerte e íntimo de la admirable métrica de mi hermano— la primera mujer que en Venezuela se atreviera a escribir su propia música, o lo que sintió como su música, ya que se trata de una poeta nada armoniosa. O quizás por el 'milagro' que, con todas mis deficiencias, soy en el desierto de esta región” (Arvelo Larriva, Prosa 177; el subrayado es mío).
En una carta posterior del 21 de julio en la que la poeta responde a algunas observaciones del editor sobre el título y una petición de publicar el libro acompañado por una “explicación” de los poemas, Arvelo Larriva responde que
eché mano de la Voz (buena o mala, voz es lo único que he tenido) y le puse ese “apellido” (aislada) precisamente para evitar la Explicación que usted juzga conveniente. […] Al referirme a la explicación le diré muy francamente, que firmada por mí, no. Estoy firme con los que piensan que el poeta no debe explicar sus poemas, ni decir por qué los escribe, ni cómo. Eso debe captarlo el lector (o por lo menos el crítico) en la obra, y si en esta no está el poeta y su vida es porque no existe tal poeta. Esa carta mía para usted al frente de mis poemas no me habría agradado nada. Hizo muy bien en no seguir pensando en ellos. (Arvelo Larriva, Prosa 179)
Después de manifestar su inconformidad ante la voluntad falogocéntrica de Padrón de domesticar su “propia música” con una explicación, 5 Enriqueta se refiere a la dificultad de escribir en el “medio” en el que le “tocó vivir”: un llano “ciego”, “sin respiraderos”, en el que nadie se interesa por su voz y donde no es posible tener una “trayectoria” o una “carrera de poetisa”. Ante esta condición que caracteriza su vida, añade: “Pero mi otoño no es tierra muerta, tierra sin curiosidad, sin comprensión, sin inquietud. Aún alcanzo cosas (sin soñar ya) detrás de las cosas, dentro de las cosas. Y lanzo mi voz aunque no haya oídos” (Arvelo Larriva, Prosa 181).
La voz se vuelve materia prima en la obra de Arvelo Larriva, quien crea una posición poética específica que consiste en escuchar-ver a través de una “hendija”: “Para mí una hendija es una cosa que significa mucho” (179). Esto implica una postura corporal inclinada hacia sonoridades e imágenes imperceptibles, imprecisas, opacas, menores, que habitan el llano y son el llano.
En este orden de ideas, Arvelo Larriva habla del llano no solo como territorio geográfico, social, cultural, autobiográfico, sino, sobre todo, como territorio acústico al que la poeta le pide hundirle “su acento”, como cuando se abre un surco en el campo para sembrar una semilla.
Este planteamiento posibilita pensar en el llano de Arvelo Larriva como una partitura que suena y devela la presencia de otros modos de contar-cantar, como un repertorio sonoro que la poesía se encarga de escuchar y anotar.
A este propósito, quiero referirme a las ideas de la filósofa belga Vinciane Despret, quien, en el libro Habitar como un pájaro (2022), 6 interviene el concepto de territorio asociado a la propiedad privada, al estado nacional, al control de los recursos y de las fronteras. No hay, dice Despret, “una manera de hacer territorio, sino múltiples formas de territorialización […], otros sentidos que desbordan ampliamente la idea de que se trataría de una propiedad” (24). A estas forma las denomina actos de territorialización que son realizados por los animales, las plantas, los seres vivos que habitan un espacio determinado. Este repertorio de actos involucran sonidos, olores, colores, rastros “que multiplican los mundos, las maneras de ser, de experimentar, de dar sentido e importancia a las cosas” (13). “El territorio, entonces, demanda ser escuchado a partir de acordes, afectos, ritmos, momentos de calma y silencios como si no fuesen otra cosa que partituras” (Lomelin 268).
En el poema “Instancia frente a una sabana amanecida” de Voz aislada, se observa cómo el llano cercado y delimitado, vuelto hato y propiedad en disputa en la mencionada novela Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, es aquí “sabana sin compartimientos”. Esto implica también un sensorio específico que producen todos los vivientes que allí habitan:
Únela un azul esponjoso, medio dormido.
El azul borró los pajonales y los árboles
y los desnudos trechos de suelo barroso
y los espejos falseadores
y el ensamble del cielo.
Está sin compartimientos la sabana.
Háblame ahora, llano.
Llegará a mi raíz tu voz sin grietas.
Siento en mis oídos más míos cuando escuchan tu mundo.
Dime, Llano, lo que en ti vaya más tierno.
Amanecí ansiosa de tu “última hora”.
Llevas el alma desangrada y viva.
Estás desterrado y vivo.
Quiero oírte en tu azul englobante.
Háblame.
Sabré responder a la voz de todas las voces en la hora inocente.
Respetaré —tanteando— tus pájaros y tus ingenuas flores
Y haré en tu anchura conscientes trazos de augurios.
Háblame, Llano.
Húndeme tu acento. (Arvelo Larriva, Voz aislada 65)
Vuelvo a la imagen inicial del poema, en la que la sabana aparece como vastedad intocada por la mano humana que busca medirla y delimitarla. Un espacio abierto donde predomina una atmósfera suspendida que borra los contornos de las plantas y donde el límite entre cielo y tierra se ensambla. La sabana como un cuerpo desangrado y derrotado donde un mundo se manifiesta en la escasez y en el barro. La poeta le pide al llano que le hable, que le hunda “su acento” para escuchar todas sus voces y captar “lo que en ti vaya más tierno”. La poesía como una manera de tantear la naturaleza —“pájaros”, “ingenuas flores”—, de “respetar” sus formas y criaturas, de llegar a esa zona bárbara que es también la más entrañable y opaca y decirla con “canto abierto”.
Este poema establece un vínculo que atraviesa toda la obra de Enriqueta Arvelo entre territorio y escucha, donde este no es un espacio dado y delimitado, apropiable y explotable, sino que es un acto sensible que realizan los cuerpos que lo habitan, al visibilizar otros sentidos, dimensiones y relaciones que allí se producen. De aquí que la poeta use la poesía como oído y sensor que capta los sonidos del llano que revelan otros modos del habitar el territorio que “dependen de ser cantados […], territorios que devienen cuerpos y cuerpos que se extienden a lugares de vida, si hay lugares de vida que devienen cantos o cantos que crean un sitio, si hay potencia del sonido y potencias de olores, no hay sin ninguna duda gran cantidad de modos de ser del habitar que multiplican mundos” (Despret 35).
El poema “Toda la mañana ha hablado el viento” es otro texto que pone a la escucha en el centro de la acción: el yo poético oye lo que el viento dice y esto le causa una metamorfosis, un devenir. Aquí voz y palabra no son solo propiedad de los hombres, sino de las materias vivas, del viento que, al hablar “una lengua extraordinaria”, interpela a la poeta, atenta a captar los signos del paisaje circundante y a convertirse en un cuerpo más de la naturaleza. Se trata de una corriente de aire que sopla sobre el llano y afecta (“va”, “estremece”, “hace pliegues”, “alborota”, “entra”) lo que encuentra a su paso: árboles, río, arena, rendijas, el oído poético y alcanza su máxima expresión cuando se encarna en los alambres, haciéndolos sonar.
De lo anterior se desprende una visión de la naturaleza-llano como materia expresiva, 7 como espacio afectivo y acústico, donde acontecen encuentros, conjunciones, ritmos entre cuerpos que allí cohabitan y que el poema escucha y registra.
Una primera observación sobre la escritura pensante de Arvelo, que aparecerá también en la obra de Luz Machado, está asociada a la relación entre poesía, naturaleza y sonoridad. En ambas autoras, la escucha del llano y del río por medio del oído del poema es un gesto de atención que permite el reconocimiento de aquello que no se dice o de aquello que falta por decir, aunque esté sucediendo, de aquello que todavía no está articulado e incluso del “silencio resonante”. Esta escucha creativa y lenta abre paso a una lengua que capta e inscribe, en su materialidad verbal, los ritmos, las vibraciones, los sonidos, las voces que revelan las diversidad de relaciones existentes en la naturaleza. 8
El lenguaje de las raíces profundas de Luz Machado
Como ya he expuesto en la primera parte de este artículo, uno de los aspectos que me resulta más inquietante de la reflexión sobre la naturaleza y las plantas en la literatura escrita por mujeres es la posibilidad de concebir la lengua literaria como un sistema vegetal , en el que la palabra funciona como semilla que germina o flor que se abre, en el sentido del alcance de su potencia significante.
A partir de esta idea, quiero acercarme a la poesía de Luz Machado (1916-1999), poeta de Ciudad Bolívar en la Guayana venezolana, cuyo verso se caracteriza por el exceso y la intensidad de su ritmo que desborda lo que nombra y, de este modo, construye poemas-manglares 9 que se vuelven incontrolables en las posibilidades semánticas que producen, en la medida en que avanzan en su construcción.
Propongo revisar su libro Canto al Orinoco, publicado en Santiago de Chile en 1953 y reeditado en Caracas en 1964, como ejemplo de una poesía vegetal, en la cual la escritura de la naturaleza es excesiva y proliferante y construye, en el transcurso de trece poemas largos, un sensorio sobre uno de los ríos más caudalosos de América Latina y del mundo.
Aquí, el río es la posibilidad de hacer crecer una lengua que ensaya su propia materia verbal que cambia de dirección y de forma. En este sentido, lo vegetal no es solo, como veremos, la referencia a cierta vegetación fluvial, sino también un modo de la escritura que se impregna de tierra y de agua, que saca raíces de donde no las hay y que convierte a la palabra en tallo, hierba, musgo, hoja, además de volverla molécula sonora que suena como el agua y que hasta llega a ser agua. 10
Como el mismo título del libro reza, se trata de un canto, pero aquí el canto no se origina en la garganta humana, no es propiedad de lo humano, sino es el resultado del encuentro entre poesía y río, en un agenciamiento que desarticula los límites entre una y otro. En el libro, se observa una presencia constante de referencias sonoras vinculadas al río y a su vegetación que son vibraciones de la misma lengua poética que deviene sensorio de una experiencia que reordena las lógicas corporales y del sentido. Esto hace aparecer un paisaje que es el resultado de un ensamblaje imprevisto entre materias vegetales, minerales, verbales.
Jens Andermann propone, en Tierras en trance. Arte y naturaleza después del paisaje (2018), una estética latinoamericana que ensambla “nuestra materialidad sensible y aquello con lo que entra en agenciamientos, en ‘transfecciones’” (426). Al referirse al lenguaje como
la dimensión estética supuestamente más alejada de la impronta sensorial directa del “mundo exterior” […] es en realidad, la modalidad ejemplar de ese agenciamiento. En su dimensión poética, el lenguaje deviene un campo vibratorio donde la palabra se materializa al entrar en agenciamientos múltiples, no tanto con la cosa individual y autónoma (el referente de la lingüística saussuriana)[,] sino más bien con los ensamblajes heterogéneos y contingentes en los cuales las cosas nos enfrentan en la vida real y de los que deriva su poder de afectarnos. (426)
Las categorías de trance y de transfecciones de Andermann son muy productivas para pensar los ensamblajes de materias semióticas que Luz Machado realiza a través de la lengua poética que prolifera y hace aparecer una voz, como se observa en “Creciente”:
Desde lejos, en los terrenos baldíos,
en la selva, en el llano, lamiéndole los ruedos a las montañas
con una lengua sorda y golosa y tremante.
[…]
Desde allí, desde lejos y desde más acá, aquí mismo
en las manos si la toco,
en los pies si la piso,
en el pecho si la beso la sed,
en el vientre si añoro las espigas,
aquí, allá, irremediablemente,
con minerales, con resinas, con la vida y la muerte,
[…]
repitiendo el lenguaje de las raíces profundas
emerge, crece, anda,
crece, ahoga, devora,
crece, abierta, extendida,
adelantando y hacia adentro y hacia arriba crece,
sube, jadeando, temblando,
crece, crece, avanza y es furia y agonía
y es inmensa y se escapa de la mano del hombre.
Y con su voz de selva que no escucha el agua,
con su voz roja de hierro que no escucha el agua,
con su voz verde del viento que no escucha el agua,
viene la voz del agua diciendo la belleza
y todo bajo ella se borra
como un dibujo antiguo que devora el tiempo. (36-37)
Aquí, el poema es una planta que se va gestando, verso tras verso, impulsada por “el lenguaje de las raíces profundas”, potenciador del crecimiento vegetal, cuya duración y velocidad se refuerza por el uso del gerundio y la repetición de palabras y de sonidos que saturan la estrofa de resonancias. Estas sonoridades reiteradas se arrastran unas a otras como si se tratara de un detritus verbal que llega a estallar en el verso: “Viene la voz del agua diciendo la belleza/y todo balo ella se borra”. La lengua que le “lamía el ruedo a las montañas” y que atraviesa “terrenos baldíos”, “selva” y “llano” avanza en su curso y en cada verso se vuelve más abundante e incontrolable, cada vez se escapa más “de la mano del hombre”, hasta confundirse con la voz del poema que, a su vez, se ha ensamblado con la voz del agua y se ha hecho una con el río.
Otro ejemplo de cómo el agua y la palabra se ensamblan a través de la escritura se observa en el poema “Profundidad entre los árboles”, en el cual el río que la lengua poética hace crecer y sonar a lo largo del canto se convierte en una “ciudad encantada” que abre la posibilidad de nuevos ensamblajes con otros materias vivientes que están en las orillas del río, con
la vida de la selva
la íntima verdad, una en su continente,
y esparcida en pequeños retoños, en ramas de bejucos
en flor, en fruto, en cálices cerrados
repartida en las mínimas unidades de la savia,
con un pueblo innumerable defendido de espinas y venenos
y plantas devoradoras y tremedal y simas
Combaten aquí la luz y el animal sin tregua ni desmayo.
Un vaho de caliente humedad trenza el asalto
sobre los organismos peregrinos. (40-41)
En este texto, como en el anterior, la palabra se convierte en la misma la energía proliferante que fluye en la selva convertida en lengua devoradora y pantanosa que junta y separa los organismos que viven en ella. En un momento dado, el texto empieza a mostrar —“He aquí”— una sucesión de árboles que crecen en las riberas del río Orinoco sin ninguna voluntad científica de definirlos o describirlos, sino, más bien, como le pedía Huidobro a los poetas, de hacerlos “florecer en el poema” y darles una nueva forma mediante la imaginación estética. De este modo, el árbol de aceite, el caucho, el guayacán, el pendare, el algarrobo, el tamarindo, el merey, el moriche, la sarrapia, el cubarro, el samán —todas especies mencionadas en el poema— forman una selva tupida donde “la vida entre ellos es regocijo húmedo/gozo envolvente, genésica ternura permanente” (44). Estas plantas fluviales dan cuenta de una mixtura vegetal, en la que la especificidad de cada árbol es menos importante que la capacidad afectiva que cada una tiene de interactuar con las demás. Se trata de una mixtura de intensidades y de potencias que la poesía encarna, en la medida en que despliega un paisaje de vibraciones y variaciones, donde cada cuerpo entra en relación deseante con el resto para desarticular los límites y las determinaciones y formar “un regocijo”, “un gozo”, “una genésica ternura”. Se trata de acoplamientos y ensamblajes de cuerpos cuya agencia es el resultado de su afectación recíproca, de su potencia de cambio y variación. Además, este entrelazamiento constituye “un pueblo innumerable defendido de espinas y venenos” que apunta a la existencia de un mundo más allá del humano, a un universo vivo de conexiones que expanden la imaginación.
Esta tensión entre composición y descomposición, germinación y destrucción que define los ciclos de la naturaleza performa la palabra poética que se vuelve materia vegetal y que participa del deseo de ir “más abajo, hasta adentro, hasta quién sabe dónde”, de “conocer hasta el fondo”, de “poner el pie en el abismo” y de “tocar la desnudez más íntima” (Canto al Orinoco 45).
El gran Río convoca con sus arpas azules
las viñas que abre el limo, los parrales de hierro,
la piedra uncida al fondo como un hicaco negro
y tanto barco hundido y tanto hueso náufrago
sólo por ver la vida creciendo bajo el agua. (46)
En Canto al Orinoco, la materia verbal se vuelve oportunidad para imaginar lo impensable: la existencia de un universo donde lo humano pierde su especificidad y se vuelve agua del río, sonido de agua, “lenguaje de las raíces profundas”. A través de una poética deseante que funciona como una convocación/llamado de la naturaleza a un diálogo y un compostaje, Luz Machado hace del río un acto expresivo que se decanta a través de ensamblajes vivos hechos de materias vegetales, animales, minerales, cósmicas, donde organismos germinantes y moléculas imperceptibles conviven y relatan otra epistemología fluvial.
Plantaciones, malezas, orquídeas. Yolanda Pantin y el árbol genealógico
Si la poética vegetal de Luz Machado nos hace imaginar el Orinoco a través de una sensorialidad vegetal inscrita en la propia materia verbal que visibiliza, a través de la escucha del río, un mundo de relaciones impensables entre plantas, animales, raíces, savia, donde la voz humana y femenina diluye su especificidad y se vuelve parte de las dinámicas de la naturaleza, otra es la aproximación de Yolanda Pantin al mundo vegetal que aparece en su obra, el cual está relacionado con el ámbito de la genealogía familiar.
“No deseo otro lugar, ni altura que no sea árbol. Pájaro hasta la tierra, costumbre y pertenencia” (69). Este verso del primer libro de Yolanda Pantin, titulado Casa o lobo (1981), constituye la raíz de una poética que crecerá a lo largo de cuatro décadas. Me refiero específicamente a la preocupación por la memoria familiar, la infancia, el pasado colonial, asociados al árbol y al pájaro como instancias de una lógica de la descendencia impredecible e incalculable, como se observa en La épica del padre (2002), País (2007), Bellas ficciones (2016), Lo que hace el tiempo (2017), El dragón escondido (2021). En estos libros, se reescribe la pregunta por el origen y la casa, a partir de variaciones e incorporaciones de referencias y modificaciones de perspectiva. Esta pregunta se articula alrededor de una reflexión sobre un espacio (la hacienda) y un tiempo (la infancia) sedimentados en la memoria que es necesario desenterrar, releer, descifrar, comprender.
En algunos artículos que escribí sobre la obra de Yolanda Pantin, 11 propuse la figura de la heredera como una constante de su proyecto poético y como un signo para pensar el acto de abrir el archivo familiar, tocar sus papeles, comprender el árbol genealógico, que constituyen un eje transversal de su obra. Dicho de otro modo, la poesía es para Pantin la lengua para enfrentar la ilegibilidad de la herencia y para decir esa incomprensión. En esta escritura hacia atrás sobre la raíz y la sangre familiar, las referencias al ámbito vegetal y natural son muy frecuentes, como si poner las manos en la tierra, sembrar semillas y arrancar malezas fuese un modo de descifrar el pasado y sus secretos.
En el libro Escrituras geológicas (2022), Cristina Rivera Garza lee algunas ficciones latinoamericanas contemporáneas marcadas por un gesto geológico, en las que los autores
remueven, cortan, entremezclan, haciendo, en fin, todo lo posible para abrir una grieta en el presente por donde irrumpirá, con toda su potencia crítica, el pasado que pervive bajo nuestros pies o vuela en la atmósfera con el aire que respiramos. […] Al levantar las capas de experiencia y las capas textuales que encubren el trauma […] del desastre, la reescritura interrumpe, así, esa retirada inmaterial, y desde el presente, se apresta a resignificar. La tarea es revivir, insuflar, remozar. La tarea, en términos tanto estéticos como políticos, es echarnos a andar de nuevo. (15-16)
Quiero relacionar este ejercicio geológico de excavación y rehabilitación de los materiales del pasado familiar y nacional que Cristina Rivera Garza reconoce como gesto común de muchas ficciones contemporáneas en América Latina con la obra poética de Pantin. También, proponer a la heredera como una cavadora (“cavar en la memoria”) que mete las manos en la tierra de la hacienda para buscar los vestigios de los antepasados y en las entrañas del cuerpo familiar para tocar las raíces del apellido a través del cultivo de las orquídeas, la jardinería, la poda como una forma del cuidado y la conservación de los afectos y también del reconocimiento de sus tallos malsanos.
Esto se observa en la siguiente escena de País:
Mientras registraba el escaparate
escuchaba el mandato. Estaba
dentro de las cajas, en esas cosas
que los viejos guardan,
en papeles y fotografías. Entonces
no podía entender lo que se me ordenaba. (28)
Aquí, tocar y escuchar la materia del pasado conducen al hallazgo de un documento de barbarie incalculable para la heredera que le exige una relectura sospechosa de la propia pertenencia marcada por la violencia y el crimen. De allí que testimoniar por el pasado implique reconocerse “huérfana de mi propia sangre” ( País 99), aceptar que los antepasados venidos de las islas de Trinidad, Martinica y Cuba eran colonos esclavistas, dueños de plantaciones de azúcar. Revisar el “escaparate” familiar significa una operación táctil que implica tocar el daño intestino causado por “los despóticos fantasmas coloniales” que ejercieron el mal en ingenios caribeños. El poema “Triumvirato”, por ejemplo, hace referencia a un levantamiento de esclavos en 1843 liderado por “las figuras femeninas / de Carlota y Fermina la misma / que unos meses más tarde / sería fusilada junto a un pequeño grupo / de sobrevivientes” (14) y “Beausejour”, un poema escrito en parte en francés, habla de “l’habitation Beausejou” en Martinica destinada a “une culture / intensive / d’exportation et possédant / une / main d’oeuvre servile” (12) y menciona también una hacienda de los ancestros en Puerto España (Trinidad), sepultados en un cementerio de la Sabana: “Si te asomas sobre la tapia podrás leer los nombres de tus muertos en las viejas lápidas, Charles George, Marie Claire. Verás tu apellido y, al alzar la vista, el pecho arqueado por una gran tristeza” ( La épica del padre 15).
De lo anterior se deduce una primera figuración de lo vegetal en la obra de Pantin que consiste en la referencia a la plantación como un sistema agrario latifundista donde el cultivo de caña de azúcar, algodón, tabaco y café implica la explotación, por parte de los terratenientes, tanto de la mano de obra africana como del suelo, que es degradado y agotado por el monocultivo.
A partir de esto, se desprende una primera observación: escribir la herencia significa asumir la existencia, en la propia sangre, de una planta malsana e invasora, una maleza que, así como sucede en el reino vegetal donde esta produce descendencia a una gran distancia de los progenitores, en el ámbito de la economía de la plantación, se extiende e invade amplios territorios por medio del trabajo de esclavos. Una planta que se relaciona con la acumulación de capital, la ganancia, la esclavitud, la explotación de la energía humana y vegetal y que forma parte del orden de la sangre y de la lista de los muertos, del “círculo sombrío familiar” ( Bellas ficciones 45).
En la obra de Pantin, hay otra planta con valor económico que forma parte de la genealogía. Me refiero al tabaco, el cual se relaciona con el abuelo que fue “el primer agricultor / que en el país / sembró tabaco rubio / de Virginia”, “un hombre moderno”, “un empresario del campo” que “pasó años de su vida / creando máquinas para / mejorar el rendimiento / de sus siembras” ( País 31).
En La épica del padre, esta planta aparece asociada al trabajo de secar las hojas en los hornos, una labor que hacían las mujeres en la hacienda San Pablo. Si, por una parte, esta escena remite al valor económico y utilitario que el tabaco tiene como producto de la tierra y como capital familiar, por otra parte, también alude a una experiencia sensorial y afectiva, como se observa en los siguientes versos: “el olor del tabaco llenando el aire” y el “traqueteo del camión que traía a las mujeres, la destreza de las manos al tomar las hojas húmedas […]. Dentro de los hornos, el verano estallaba en el ocre perfumado de las hojas de tabaco rubio de Virginia” (18).
La poesía transforma el valor de cambio del tabaco en experiencia sensorial que se manifiesta en el modo de oler, escuchar, tocar la vida cotidiana de la casa. Esta última se vuelve un espacio de umbrales donde se rozan, en un intercambio continuo, los ritos familiares, el trabajo de los peones, los juegos de los niños, los animales, las matas, los objetos que se convierten en estados emocionales, percepciones en acto, flujos que se mezclan e interactúan.
Así como se ha dicho, hay en la obra de Pantin una escritura de lo vegetal asociada a las plantaciones y al capital y hay otra vinculada al ámbito de lo sensible, en la que el tabaco deja de ser una mercancía asociada al trabajo de la tierra, para volverse una experiencia de transfiguración sensorial que afecta la memoria del pasado y su escritura.
Emanuele Coccia, en La vida sensible (2010), dice que ser-en el mundo es “el modo en que nos damos al mundo, la forma en la que somos en el mundo (para nosotros mismos y para los demás) y, a la vez, el medio en el que el mundo se hace cognoscible, factible y vivible para nosotros. Solo en la vida sensible se da el mundo, y solo como vida sensible somos en el mundo”. De lo anterior se desprende una noción de vida como un campo de energía generado por los cuerpos vivientes que son estados sensoriales, percepciones en acto, sensaciones y flujos que se penetran unos a otros (92). Las figuras de la imbricación recíproca, de la “inmersión” y de la “mixtura” son fundamentales para este pensamiento que concibe la vida como una relación de todo con todo y que se pone de manifiesto tanto en los espacios interiores de la hacienda como en su exterior.
Escribir la casa en Pantin significa, entonces, no solo juntar fragmentos y restos del archivo familiar para darle forma y comprensión a la raíz del árbol genealógico, sino también reconocer en los rastros y huellas vegetales y animales, los espectros de un mundo perdido desde un presente incomprensible e incontenible.
El orquidiario del padre, por ejemplo, es una materia significativa del relato familiar, no solo por ser un lugar de cultivo y experimentación botánicas, sino por la relación que el acto mismo de injertar tiene con la creación poética. En La épica del padre, hay varios pasajes, en los cuales se alude a este espacio secreto e inaccesible para los niños: un vivero de especies de orquídeas donde reina la expectativa del abuelo de “crear” un fruto inédito —la flor más bella— que en País tendrá el nombre de la nieta, Jimena.
II
Confinados a los límites de un descuidado jardín en uno de cuyos extremos papá había mandado a construir lo que pomposamente llamábamos el “orquidiario”. (7)
[…]
VI
En el pueblo, el mundo muy lejos, cerrado, como el corazón de las catleyas. Nos hacía daño su promesa. Los niños no entrábamos al orquidiario, estaba prohibido. Pero veíamos a papá manipulando frascos de gelatina donde crecían los híbridos. Lo hacía para olvidar. Sabíamos, por sus conversaciones con los primos, que algún día iba a conseguir una flor de extraordinaria belleza a la que llamaría tal vez, por la música de su nombre.(9)
La orquídea a la que el padre aspira es también el poema que la hija “prueba” con la escritura, es decir que ensaya y experimenta en la búsqueda de una forma para decir casa. Imaginar el trazo y la trama para nombrar “el orden de la sangre” es insuficiente porque, como sucede con las catleyas cuando se abren y revelan su entraña, no es posible saber cómo decir raíz antes de escribirla.
Finalmente, el jardín también es un espacio que activa la memoria de la infancia y que aparece con mayor recurrencia en los libros más recientes de la autora. Aquí se produce un desplazamiento espacial desde el interior de la casa donde están los sedimentos materiales que dejaron “los mayores” —cuadros, papeles, piano, joyas, muebles, alfombras, cubiertos— hacia el exterior vegetal. Allí, los padres ancianos realizan sus rutinas a las seis de la mañana regando las matas mientras la hija-heredera, encarnada en el hablante poético, reconoce en ese gesto la luz del comienzo, cuando se hizo la casa y se sembraron “once azahares de la India” ( Bellas ficciones 54). El jardín se convierte en un lugar del cuidado de las plantas, de la espera de sus frutos y flores, del asombro que causan estas “prácticas menores” 12 en un presente herido por la destrucción y la incertidumbre, en el que la esperanza asume la forma de una mata.
Voy a cuidar
esa mata
Esta mata
de naranja
cajera.
La voy
a cuidar,
darle
comida,
agua
en abundancia
para que
beba. (El dragón protegido 79; énfasis añadido)
De este modo, la vida familiar se vuelve una jardinería compartida entre los padres y la hija y juntos se ocupan de una mata de naranja para verla crecer y verse imbricados en esa existencia vegetal.
Coda
El recorrido realizado en este trabajo por las poéticas vegetales de las escritoras venezolanas Enriqueta Arvelo Larriva, Luz Machado y Yolanda Pantin da cuenta de la existencia de una naturaleza menor que la poesía escribe a lo largo del siglo XX y que surge de modos de imaginar la relación entre lo humano y lo no humano, a partir de la figura de la interrelación, el cruce, “la cohabitación”, la escucha y no la de la división, separación y clasificación del discurso antropocéntrico y humanista.
La escritura propicia estos intercambios y acercamientos entre especies y materias que el saber científico y filosófico mantuvo separados hasta la actualidad cuando surgieron debates sobre la necesidad y la importancia de las interrelaciones entre especies para pensar el presente y el futuro (Haraway, Coccia, Tsing, entre muchos otros).
El principal objetivo de este artículo es llamar la atención acerca de cómo la poesía —mucho antes de la aparición del pensamiento ecocrítico, la discusión actual sobre el Antropoceno y la emergencia de nuevas perspectivas sobre la naturaleza— imagina, desde inicios del siglo XX, un mundo donde los humanos, las plantas, los animales, los ríos, los jardines forman parte de un mismo sensorio. En este se suspende la lógica de la jerarquía para abrir paso a un flujo sensorial, afectivo y acústico, en el cual predomina la vibración y la intensidad existente entre los cuerpos humanos y no humanos que la poesía vincula y mezcla.
Releer lo que hace el poema cuando nombra el llano, el río Orinoco, las orquídeas es una manera de reconocer cómo estas poetas piensan y escriben, a partir de una sensibilidad que transforma el relato dominante sobre la naturaleza para quebrarlo y llenarlo de sonidos y sentidos impredecibles e instituidos, de energías geológicas, fluviales, vegetales, animales que escriben ellas mismas otra historia de lo viviente.
Referencias
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Arvelo Larriva, Enriqueta. Voz Aislada. (Poemas 1930-1939). Cuadernos Literarios de La Asociación de Escritores Venezolanos, Editorial Elite, 1939.
---. Obra poética. Tomo I y II. Investigación, compilación, prólogo Carmen Mannarino. Barinas, Fundación Cultural Barinas, 1987.
Bello, Andrés. Silva a la agricultura de la Zona Tórrida. Biblioteca Ayacucho, 1979.
Cabrera, Marta y María Cándida Ferreira de Almeida. “Afectos, emociones y sentimientos: reconfiguraciones de los órdenes de familia, parentesco, género y sexualidad”. Clínica & Cultura, vol. IV, no. I, enero-junio de 2015, pp. 29-33
Coccia, Emanuele. La vida sensible. Editorial Marea, 2011.
---. La vida de las plantas. Una metafísica de la mixtura. Miño y Dávila Editores, 2017.
Deleuze, Gilles y Félix Guattari. “Recuerdos de un spinozista, II”. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia, 2002, pp. 260-264.
Deleuze, Gilles. La literatura y la vida. Alción Editora, 2006
Despret, Vinciane. Habitar como un pájaro. Cactus, 2022.
Di Giorgio, Marosa. Los papeles salvajes. Obra reunida. Adriana Hildalgo, 2008.
Haraway, Donna. Manifiesto de las especies de compañía. Perros, gentes y otredades significativas. Boca Vulvaria Ediciones, 2017.
Horne, Luz. Futuros menores. Filosofía del tiempo y arquitecturas del mundo desde Brasil. Universidad Alberto Hurtado, 2022.
Lomelin, Fátima. “Vinciene Despret. Habitar como un pájaro”. Revista de filosofía, año 55, no. 155, julio-diciembre de 2023, pp. 268-273.
Machado, Luz. Canto al Orinoco. Edición conmemorativa del Bicentenario de Ciudad Bolívar. Homenaje del Ministerio de Educación, 1964.
---. Crónicas de Guayana 1846-1968. Academia Nacional de la Historia, 1984.
Nascimento, Evando. “Para un concepto de literatura en el siglo XXI expansiones, heteronomías, desdoblamiento”. El lugar de la literatura en el siglo XXI. Editorial Mímesis, Mundos por venir, 2006, pp. 47-88.
---. El pensamiento vegetal. La literatura y las plantas. Mímesis, Mundos por Venir, 2021.
Pantin, Yolanda. Casa o lobo. Monte Ávila Editores, 1981.
---. La épica del padre. La Nave Va, 2002.
---. País. Fundación Bigott, 2007.
---. Bellas ficciones. Eclepsidra, 2016.
---. Lo que hace el tiempo, Visor, 2017.
---. El dragón escondido. Editorial Pre-Textos, 2021.
Pons Rabasa, Alba. “Desafíos epistemológicos en la investigación feminista: hacia una teoría encarnada del afecto”. Debate Feminista, año 29, vol. 57, abril-septiembre de 2019, pp. 134-155.
Rivera Garza, Cristina. Escrituras geológicas. Iberoamericana Vervuert, 2022.
Notas
*
Artículo de
investigación
1
Quiero llamar la atención sobre la presencia, en los siglos XX y XXI latinoamericanos, no solo de escritoras que sacaron a la naturaleza de las representaciones convencionales y dominantes, sino también de artistas plásticas como Tarsila do Amaral, Amelia Peláez, Frida Khalo, Olga Costa, Remedios Varo, Ana Mendieta, Clemencia Echeverri, para nombrar algunas.
2
Alba Pons Rabasa observa al respecto: “La interdependencia que hemos observado como constitutiva es justamente esta conexión y reciprocidad entre devenires, entre procesos de singularización que Étienne Balibar, retomando a Gilbert Simondon en su relectura de la filosofía spinoziana, nombrará transindividualidad (Balibar, 2009, p. 22). El concepto de Simondon que influyó en las teorías de los filósofos del deseo, así como en el mismo Balibar, propone una crítica radical a la metafísica de la sustancia, clave en el pensamiento occidental, que descentra no solamente al sujeto, sino también la concepción de relación misma que antepone la existencia de sujetos, de individuos ya dados, ya constituidos. La relación emerge como parte intrínseca de los devenires, “un individuo dado (llamémosle ‘yo’)” —nos dirá Balibar siguiendo a Spinoza— “continuamente abandona alguna(s) partes de sí mismo y, al mismo tiempo, continuamente incorpora alguna(s) parte(s) de otros (llamémosles ‘ellos’) teniendo esta sustitución como condición el dejar cierta ‘proporción’ (esencia) invariante” (Balibar, 2009, p. 35)” (145).
3
Cabe aclarar que el uso de los términos escritura de mujeres o literatura femenina se relaciona con una definición amplia de género. Es decir, si bien las tres escritoras se identifican como mujeres, me parece importante aclarar que ser mujer no es una categoría esencial ni biológica ni asignada, sino construida socialmente. Y, en este sentido, muchas personas con distintas identidades de género (LGBTIQ+) podrían comprometerse con este proyecto estético.
4
Enriqueta Arvelo Larriva, en 1941, fue ganadora del premio del Concurso Femenino, promovido por la Asociación Cultural Interamericana, con su libro El cristal nervioso. Poemas (1922-1930)
. El jurado estuvo conformado por Carlos Eduardo Frías, Ada Pérez Guevara y Pedro Sotillo. Este libro, si bien reúne los primeros poemas de la autora, salió después de
Voz aislada (Poemas 1930-1039)
, publicado en 1939 en los Cuadernos Literarios de la Asociación de Escritores Venezolanos, de la Editorial Élite. Cabe recordar que a veces escribía crónicas y notas periodísticas bajo el seudónimo de Santica Luzardo.
5
En la
carta mencionada también se dice lo siguiente: “Ahora bien; la nota editorial
no la encuentro mal. Ustedes están en el deber y tienen el derecho de ilustrar
a los lectores de sus Cuadernos para que les sea más fácil alcanzar plenamente
a los autores, ya que la labor de ustedes es de presentación eficaz, es decir,
de evitar que nuestros valores sean imperfectamente conocidos y de hacer porque
el conocimiento sea rápido, de acuerdo con la hora. Pero ese ‘trabajito’ —pesca,
caza, exploración y luego exposición— deben hacerlo ustedes, compañeros de la
AEV, porque no está bien que nos pongan a auto-intervenir” (Arvelo Larriva,
Prosa 180).
6
Vinciane Despret, a partir de la experiencia de escucha del canto de un mirlo y de sus variaciones, emprende una indagación sobre las formas de vincularnos con otros seres vivos y cómo esas relaciones nos afectan y suscitan en nosotros otros modos de atención, de “conceder” atención.
7
Despret se refiere a Deleuze y Guattari cuando afirman en
Mil mesetas que “el comportamiento territorial es un comportamiento expresivo” (52).
8
Brandon La Belle, en el libro Justicia acústica.
Escucha, performatividad y trabajo de reorientación (2023), dice lo siguiente: “La escucha, como aquello que pone atención sobre lo dicho y lo no dicho, ralentizando el tiempo del habla con un mayor sentido de lo que falta y de lo que no estaba previamente articulado […] para extraer no solo el sentido de lo hablado, sino también para dar lugar a su silencio resonante. La escucha, de esta manera, ‘construye puentes’ entre lo hablado y lo no hablado, lo dicho y lo no dicho; nos lleva al espacio de la atención y la comprensión no solo a través del cuidado y la empatía, sino asimismo a través de su capacidad colaborativa, fomentando una intensidad de pensamiento crítico asociativo , para servir de puente entre conocimientos, para pensar juntos, para atender a lo retraído como también a lo que aún no ha sido dicho” (22-23).
9
Los manglares son una formación vegetal leñosa, densa, arbórea o arbustiva de uno a treinta metros de altura, compuesta de una o varias especies de mangle y con poca presencia de especies herbáceas y enredaderas (Wiki).
10
En una crónica de 1946
titulada “Acuarelas para un álbum lírico de Ciudad Bolívar”, Luz Machada
describe el Orinoco de esta manera: “El río es un cordaje blanco, tenso en
extendida vibración. A los flancos, un opaco verde montaraz recoge su manto de
sombra apretando la cintura del horizonte” (13). En otra crónica de 1951 “Al
sur, Guayana” también observa que “cuando hay verano, el río descubre sus
costados de roca y arena extendidos. Cuando hay invierno […] el río tiene el
pecho como el de los marineros: tatuado de monstruos navegantes, en cuyas
mínimas islas vagabundas alguna garza erige una ciudad de pluma y de aventura.
Y el corazón quiero encontrarlo en la Piedra del Medio. Porque tiene que ser de
piedra el corazón de Guayana para resistir tanto golpe de savia venido de los
pulmones de la selva, y tanto latido de los 2000 ríos que afluyen y se encauzan
y esponjan la poderosa corriente, en el insobornable empeño de sustentarla para
la fe de Venezuela. De orilla a orilla abre su incontenible espasmo amenazante
color de miel, rezumando el vaho fluvial de las crecientes. Tiene ese olor
desprendido de la entraña húmeda de la tierra, matriarcal y prolífica,
inagotable y poderosa, vasta y rica en el diálogo sucesivo de las gestaciones
como debió ser la de las mujeres de la Biblia. Pasa frente a la ciudad con aire
de varón satisfecho. Desnudo y fuerte. No hay señales de sus flaquezas sino
ratificación de su poderío. En el tiempo transcurrido entre la creciente y el
verano, apenas se aprecian en él los naturales movimientos de una respiración
gigantesca que de estación en estación cumple leyes de pura jerarquía cósmica.
Quien la mira crecer y decrecer puede decir que ha escuchado a Dios dormir
entre su pecho, con la tranquilidad de Booz después de contar las espigas de
Ruth en sus rodillas” (36-37).
11
“El
legado inapropiable. (El animal de la casa en Yolanda Pantin)” en
La
soberanía del defecto. Legado y pertenencia en la literatura latinoamericana.
Editorial Equinoccio, Universidad Simón Bolívar, 2012,
pp. 155-194; “
Orphan in My Own Blood: Yolanda Pantin’s Country”. Review:
Literature and Arts of the Americas, vol. 54, no. 2, 2021, pp.
180-186.
12
Esta denominación pertenece a una convocatoria del blog Signatura de la Plataforma Latinoamericana de Humanidades Ambientales, número 4, titulada: “Con-vocar el cuidado a través de las prácticas menores”.
Notas de autor
aAutora de correspondencia. Correo electrónico: gsaraceni@javeriana.edu.co
Información adicional
Cómo citar: Saraceni, Gina. “La planta del poema. Naturaleza, género y afecto en la
poesía venezolana en los siglos XX y XXI”. Cuadernos de Literatura, vol. 29, 2025, https://doi.org/10.11144/Javeriana.cdl29.ppng