El miedo huele a cuerpo: perturbación e intensidad semiótica en dos novelas de Mónica Ojeda *
Fear Smells Like Flesh: Disturbance and Semiotic Intensity in Two Novels by Mónica Ojeda
El miedo huele a cuerpo: perturbación e intensidad semiótica en dos novelas de Mónica Ojeda *
Cuadernos de Literatura, vol. 29, 2025
Pontificia Universidad Javeriana
Fortino Corral Rodríguez a ortino.corral@unison.mx
Universidad de Sonora, México
Recibido: 15 noviembre 2023
Aceptado: 17 mayo 2025
Publicado: 15 diciembre 2025
Resumen: En el presente trabajo se examinan los procesos de intensificación semiótica en las novelas Nefando (2016) y Mandíbula (2018), de Mónica Ojeda, en las que se destaca de manera especial el recurso de la perturbación, un rasgo característico de toda su obra. La orientación perturbadora de esta narrativa nos adentra en los ámbitos de la corporalidad, del horror, de lo abyecto y de lo monstruoso. Para llevar a cabo nuestro análisis, adoptamos un enfoque semiótico, con especial énfasis en la semiótica tensiva, corriente que postula el cuerpo como núcleo de la función semiótica y se concentra en la dimensión afectiva del discurso.
Palabras clave:perturbación, semiótica tensiva, monstruosidad, miedo.
Abstract: This paper examines the processes of semiotic intensification in Nefando (2016) and Jawbone (2018), two novels by Mónica Ojeda, in which the motif of disturbance —a hallmark of her work— stands out prominently. The unsettling orientation of this narrative delves into themes of corporeality, horror, the abject, and the monstrous. To carry out our analysis, we adopt a semiotic approach, with a particular emphasis on tensive semiotics, a branch that posits the body as the core of semiotic function and focuses on the affective dimension of discourse.
Keywords: Disturbance, Tensive Semiotics, Monstrosity, Fear.
Introducción
Mónica Ojeda (Ecuador, 1988) forma parte de una constelación de autoras que destacan en el panorama actual de la literatura latinoamericana por el cultivo de una intensidad discursiva profundamente perturbadora y por su clara vocación militante. Entre las escritoras que integran este fascinante archipiélago, figuran Liliana Colanzi (Bolivia,1981), Samanta Schweblin (Argentina, 1978), María Fernanda Ampuero (Ecuador, 1976), Daniela Tarazona (México, 1975), Mariana Enríquez (Argentina, 1973), Guadalupe Nettel (México 1973) y Cecilia Eudave (México, 1968). Se trata de ficciones que incursionan en las zonas oscuras de lo abyecto, de los instintos, de la animalidad, y que trastocan las mojoneras que demarcan los confines de lo humano.
En el presente trabajo analizo los procesos de intensificación semiótica que sustentan la poética narrativa de Mónica Ojeda, y me centro en la exploración de experiencias perturbadoras que afectan tanto al mundo de los personajes como al de los lectores. En este contexto, llamamos perturbación al efecto estético que consiste en sacudir y evidenciar la fragilidad de esquemas cognitivos y afectivos consagrados por la habitualidad como baluartes axiológicos de la vida social cotidiana. La perturbación se asocia entonces con inquietud, miedo, asombro, repugnancia, desprecio, ira, entre otros afectos.
El análisis se concentra en dos novelas de la autora: Nefando (2016) y Mandíbula (2018). La estética de la perturbación se manifiesta de manera elocuente en la primera novela, e incluso se convierte en objeto de reflexión para algunos personajes vinculados a la creación artística. En Mandíbula, el miedo y el cuerpo adquieren un lugar central en la organización semiótica del universo narrativo. Otras nociones como monstruosidad, lo abyecto y lo siniestro, están presentes en ambas novelas.
Antes de iniciar con el análisis de estas novelas, considero indispensable exponer las coordenadas teóricas del enfoque adoptado, cuya difusión aún resulta limitada dentro de la comunidad académica.
Elementos de semiótica tensiva
La semiótica tensiva constituye una extensión y al mismo tiempo un replanteamiento de la semiótica estructural, la cual se desarrolló, como es bien sabido, en los años sesenta con gran repercusión en las décadas posteriores. Esta primera etapa, conocida como greimasiana, se caracteriza por su fundamentación lógica y semántica. La nueva semiótica, por su parte, emerge en los años noventa 1 y se distingue por incorporar lo sensible como un componente rector de la significación. La semiótica tensiva se ocupa de la dimensión afectiva de los textos (Zilberberg 24). Este proceso retoma y reconfigura los aportes de la retórica, disciplina que durante siglos se dedicó a explorar los elementos compositivos que confieren potencial persuasivo a los discursos y que cayó en desuso en el siglo XIX (Barthes 86). Esta nueva semiótica descarta la visión tradicional de las figuras retóricas como meros ornamentos y propone, en cambio, entenderlas como procedimientos que intensifican la expresión.
La reformulación que lleva a cabo la nueva semiótica sobre las pesquisas aportadas por la retórica clásica consiste básicamente en plantear el análisis del discurso a partir del concepto de tensividad, el cual es definido por Zilberberg como “el lugar imaginario en el que se reúnen la intensidad —es decir, los estados de ánimo, lo sensible— y la extensidad —los estados de cosas, lo inteligible” (81)—. Se trata pues de dos dimensiones interdependientes que se disputan la significación. La novedad de esta formulación es que la afectividad se integra estructuralmente al discurso como uno de sus dos componentes inaugurales, con el añadido de que juega un papel preponderante. Zilberberg lo anuncia en estos términos:
De modo que, lejos de limitarnos a aceptar a regañadientes la afectividad y de restringirla a la modesta función de complemento circunstancial de modo, la integramos plenamente, bajo el nombre de intensidad, como magnitud rectora de la pareja que se deriva de la escisión inaugural. (80)
En consonancia con lo anterior, Zilberberg distingue dos grandes estilos: el implicativo y el concesivo. Al primero corresponden aquellos enunciados que predican algo que ya estaba previsto por la estructura inferencial del mismo enunciado o por la experiencia que presupone del receptor; se trata, pues, de enunciados que apelan a la normalidad del mundo nombrado. El segundo tipo, en cambio, comprende los enunciados que comunican algo contrario a lo esperado: “Los enunciados concesivos son enunciados de ruptura, ruptura de las concordancias admitidas” (113). Una forma de representar gráficamente lo dicho anteriormente se puede ver en la figura 1.

El enunciado concesivo es portador de noticias excepcionales: no de hechos ordinarios, sino de acontecimientos. El acontecimiento (o evento) se define por ser imprevisto, por escapar a toda planeación, y en ello radica justamente su intensidad semiótica. El teórico ofrece un ejemplo sumamente sencillo e ilustrativo de la tonicidad que porta el enunciado concesivo frente a la atonía del implicativo:
Se ahogó porque no sabía nadar
Se ahogó a pesar de que sabía nadar. (113)
En ambos casos, se trata, desde luego, de un hecho notable, pero es notorio que el primer enunciado (implicativo) tiene un efecto “normalizador”, mientras que el segundo (concesivo) introduce una marca de extrañeza, con lo cual acentúa la singularidad de lo ocurrido: le confiere un estatus de acontecimiento. 2 Se trata, sin embargo, de una extrañeza que aún puede ser validada como posible.
De acuerdo con la semiótica tensiva, el acontecimiento es algo que escapa a toda previsión, por lo que suspende el esquema finalista de la acción planeada. Si recurrimos al esquema actancial greimasiano, vemos que el acontecimiento no puede asumirse como actante oponente, pues, aunque puede presentarse como un hecho externo, su eficacia tiene que ver con el sujeto mismo, con su dimensión sensible. Lo que tenemos, pues, no es un oponente, sino un antiprograma. Este antiprograma es de naturaleza distinta al que postula el primer estructuralismo: no es finalista, sino pasional. El sujeto definido por la acción que postula la semiótica estructural temprana es una entidad lógica abstracta, carente de corporeidad y, por tanto, carente también de capacidad sintiente; frente a este sujeto, la semiótica tensiva postula uno más complejo que, si bien mantiene la dimensión pragmático-cognitiva, se define en primer término por su dimensión pasional; esta se rige ya no por la lógica del llegar a, sino por la del sobrevenir, la del acontecimiento (o evento). Zilberberg señala que, cuando se presenta el evento, “el sujeto que se instala en un orden razonado, programado y compartido del llegar a, dueño de sus expectativas especializadas, se ve arrojado de las vías que le son propias y sumergido en su devastación” (186).
Nefando. Por una escritura perturbadora y femenina
La novela que mejor expone el programa estético de Ojeda es Nefando, publicada en 2016. Consta de seis personajes. Son jóvenes estudiantes que comparten un mismo piso en la ciudad de Barcelona. Los seis están relacionados con la producción creativa: Kiki Ortega e Iván Herrera son mexicanos y se dedican a la literatura; tres hermanos de apellido Terán (Irene, Cecilia y Emilio) son ecuatorianos y se dedican a la producción de videojuegos, y, por último, Cuco Martínez, español, se ha sumado al proyecto de estos últimos.
El primer capítulo de Nefando nos presenta a una joven de 23 años llamada Kiki Ortega que se propone escribir “una novela pornográfica sobre tres niños en un internado” (12). El narrador acompaña en estilo indirecto libre los pensamientos de la joven escritora, en los que se entretejen reflexiones sobre la función de la escritura y prospecciones sobre la configuración de los personajes:
Diego sería pálido como la noche. Eduardo tendría pecas. ¿Qué tan difícil podía ser escribir una novela? Reformulación: ¿Qué tan difícil podría ser escribir sobre la sexualidad de tres niños? Una novela sobre la crueldad. Una novela destinada a perturbar […]. Perturbar era escribir con la mitad del cuerpo hundido en una ciénaga. (10)
La perturbación alcanza visos de categoría estética en la poética narrativa de Mónica Ojeda. La joven escritora (hablo del personaje) rememora un evento de su niñez: sus padres la habían llevado al circo y le tocó presenciar la caída de un acróbata cuando este caminaba por la cuerda floja. Los espectadores pudieron ver que “el hueso de su pierna se abrió paso fuera de su piel” (13) y salpicó el suelo de sangre; el acróbata fue retirado con presteza y enseguida se dio entrada a los elefantes, para que el público olvidara lo ocurrido. La chica recuerda también cuando su padre abandonó a la familia y le dijo a ella que la amaba antes de marcharse para siempre. Comprende que esas palabras constituían un guion para ocultar una verdad dolorosa. La escritora en ciernes advierte, pues, que las fórmulas del lenguaje ordinario cumplen una función semejante a la de los elefantes y que la literatura tiene como función primordial deshacer este encubrimiento tranquilizador:
La literatura no puede distraerse en elefantes, tiene que apartarlos y ver al acróbata caído, interesarse por su sufrimiento, por la mueca de dolor con la que lo llevan tras bambalinas porque desentona, porque rompe la armonía, porque obsceniza el espectáculo. (16)
El discurso social opera eufemísticamente, oscureciendo las aristas agudas del acontecimiento doloroso hasta hacerlo pasar por un hecho insustancial. La perturbación literaria, por el contrario, imprime tonicidad en el discurso, obligándolo a redescubrir lo oculto, es decir, lo reprimido. En el caso de la joven escritora, la literatura sería el medio para mantener en la conciencia el trayecto aparatoso del acróbata lesionado; atestiguar la metamorfosis de ese cuerpo, de una figura esbelta y armoniosa a un cuerpo desmembrado, reducido a su condición de carne viva y dolorosa. Para llevar a cabo esta tarea vivificadora, el lenguaje tiene que obscenizarse. La escritora-personaje intuye que el cometido primordial de la literatura es alcanzar esa zona oscura, prohibida por la legalidad moral en que se sustenta la vida ordinaria: “En lo prohibido estaba todo principio creador” (16).
Los personajes de la novela que escribe Kiki Ortega desarrollan conductas sumamente perturbadoras, y el lenguaje utilizado por el narrador es de una obscenidad extrema:
Eduardo y Diego tenían once años cuando se abrieron los culos por primera vez. Ocurrió en el velatorio del padre de Diego […]. Diego le contó a Eduardo que había visto el pene erecto, rígido, del cadáver de su padre mientras lo vestían. Eduardo le contó a Diego que había visto la vulva de su madre cuando se sentaba sin cruzar las piernas y que, desde entonces, siempre intentaba ver esa entrada porque le hacía sentir cosquillas en el vientre y un líquido pegajoso mojaba sus calzoncillos. (52)
El texto provoca en el lector un amplio repertorio de inquietudes acerca de lo que está ocurriendo y también acerca de lo que se propone comunicar el texto: ¿se trata de una denuncia social?, ¿se propone acaso estimular la fantasía sexual del receptor?, ¿será que busca retar al lector a que revise sus esquemas morales? Si retomamos lo que llevamos dicho, lo conducente es suponer que la intención del texto es la expresada por la autora ficticia y que de algún modo incluye las posibilidades anotadas: perturbar al lector. Conviene examinar los elementos del texto que detonan esta perturbación.
Tomando en cuenta el orden de las partes, vemos que comienza destacando la edad que tienen Diego y Eduardo: once años.
Enseguida se indica el evento: “Se rompieron el culo”. Nótese que la voz narrativa podía haber utilizado el concepto acto sexual para referirse a lo ocurrido, pero opta por una descripción escueta y presuntamente realista. Formalmente el narrador se abstiene de emitir juicios morales de manera explícita, pero la descripción que utiliza dista mucho de ser neutra. Tal como lo sostiene la teoría semiótica, la dimensión afectiva rige, en principio, a la intelectiva. En este caso, la carga afectiva y valorativa podemos detectarla en el orden de las partes de la oración y en los términos punzantes que se utilizan: “romper” y “culo”, lo cual se intensifica aún más por tratarse de niños.
En código clínico, lo que tenemos es una relación homosexual entre niños. Sin embargo, decirlo de esta manera contribuye a estandarizar el hecho y a reducir su impacto anímico en el lector. El autor busca sacudir esa eufemización mediante un procedimiento que consiste en “poner los hechos delante de los ojos”, figura que Zilberberg identifica como hipotiposis (227).
Enseguida tenemos el dato sobre la situación en la que ocurre ese evento: el velorio del padre de uno de los chicos, un espacio ritual, caracterizado por su solemnidad. Después de esto, el narrador nos refiere lo que los chicos conversaron entre sí: habían visto los órganos sexuales de sus respectivos progenitores y habían experimentado ciertas reacciones. El deseo se ramifica en ellos por sendas socialmente prohibidas, como el incesto y la homosexualidad.
Tenemos, pues, una doble profanación: la del espacio del velatorio, al ser contaminado por las palabras y los actos de los niños, y la de sus propios cuerpos: el que el narrador haya utilizado esa expresión cruda puede interpretarse también como una negativa a calificar como acto sexual a esa experiencia, por tratarse justamente de niños, con lo cual tenemos unos cuerpos ultrajados (cuerpos que deberían mantenerse incólumes).
La experiencia de lo obsceno se basa en la percepción de algo que debería permanecer oculto, especialmente en el campo de lo sexual. En el texto anterior, la obscenidad tiene lugar en dos momentos: la que viven los niños y la que experimenta el lector al ser enterado de algo inquietante que no debería o no querría saber.
La novela ofrece muchos otros pasajes perturbadores, pero su zona más oscura es la que se refriere a los tres hermanos de apellido Terán: Irene, Emilio y Cecilia. Originarios de Ecuador, ellos realizan una estancia en España, becados por la Universidad de Barcelona, beca que se les suspende por su inasistencia a clases; y pasan la mayor parte del tiempo manipulando videos, creando sitios en la web, mirando películas y, en los últimos tiempos, produciendo un videojuego sumamente enigmático al que llaman Nefando. Los hermanos Terán fueron sistemáticamente abusados por su padre en su más tierna infancia; ahora, él costea sus gastos desde Ecuador. Ellos relatan detalles de sus violaciones a sus compañeros de piso y no tienen reparo en mostrarles videos que conservan de esas violaciones. Iván Herrera, uno de los mexicanos que comparte piso con ellos, comenta este episodio:
Irene le dio play al video y… No sé qué más decirte. He visto muchas cosas en mi vida, pero no a tres personas dispuestas a mostrar, con verdadero entusiasmo, las imágenes de sus propias violaciones. Recuerdo que en ese momento pensé que estaban locos y enfermos, muy enfermos, pero ahora creo que aprendieron a lidiar con el pasado de una forma peculiar y que no se consideraban víctimas. (126-127)
Nótese que la narración cobra un nuevo nivel de intensidad cuando ya parecía que había alcanzado la cúspide. Parece ser un principio de la semiótica concesiva el que todo evento concita discursivamente a ser superado en tonicidad (Zilberberg 79). La información sobre el abuso del padre hacia sus pequeños hijos constituye por sí misma una concesión para la sensibilidad y el raciocinio de Iván (y también del lector), por lo sórdido del evento y por lo difícil de admitirlo como real; sin embargo, la intensidad alcanzada se redobla cuando los chicos se aprestan a ver con entusiasmo esos videos; el evento deja sin habla por un momento al narrador-personaje.
La novela coloca al lector en una situación ética sumamente tensa. ¿Qué le corresponde sentir hacia estos adolescentes?, ¿conmiseración?, ¿repudio?, ¿ternura?, ¿miedo? Los personajes experimentan también esta perplejidad. Esta es la fuente en la que abreva el efecto terrorífico explorado por las nuevas escritoras: la turbulencia instintiva que subyace a la moral hegemónica. El monstruo no es ya una amenaza que provenga del espacio exterior (tal vez nunca lo fue), sino que habita en los estratos profundos del lenguaje, las instituciones sociales y la psique individual. Ya casi al final de la novela, Cuco, el joven español que ayudó a los hermanos Terán a diseñar Nefando, refiere a su entrevistador una conversación sumamente reveladora que tuvo con Irene, la menor de los hermanos:
Una vez le dije a Irene que lo que ese señor les había hecho era una monstruosidad y ella me miró como a un crío. “Él es un hombre, no un monstruo”, me dijo, y yo entendí lo que me estaba diciendo tan claramente que nunca más volví a tocarle el tema. ¿Tú entiendes lo que ella quiso decirme? Pues nada, tío, que ellos no fueron víctimas de una monstruosidad, sino de una humanidad; una humanidad abyecta que todos padecemos en nuestra carne y mente, con variaciones, claro, pero al final estamos conectados por esa misma naturaleza oscura, caótica, de carácter mítico, y lo paradójico es que ese nexo nos devuelve al mismo lugar de siempre: a la incertidumbre. (196)
En este pasaje me interesa destacar el fuerte vínculo que existe entre monstruosidad, moralidad y horror. La monstruosidad se presenta no como una deformación física y moral de ciertos individuos, a los que hay que expulsar o destruir, visión simplista que promueve el sistema social, sino como una condición latente en todos los humanos; la monstruosidad no habita, pues, de manera exclusiva en el padre de los Terán, sino también en los jóvenes hermanos, en el narrador-personaje y, por extensión, en quien lo escucha; de ahí la incertidumbre y el horror.
Al examinar la monstruosidad en la vida social, Michel Foucault observa que la monstruosidad se detona cuando una anomalía biológica o una conducta atípica es capaz de exhibir la incompetencia del sistema normativo —sea este jurídico o religioso— para garantizar el orden:
Para que la haya [monstruosidad], es preciso que esa transgresión del límite natural, esa transgresión de la ley marco sea tal que se refiera a, o en todo caso ponga en entredicho, cierta prohibición de la ley civil, religiosa o divina, o que provoque cierta imposibilidad de aplicar esa ley civil, religiosa o divina. Solo hay monstruosidad donde el desorden de la ley natural toca, trastorna, inquieta el derecho, ya sea el derecho civil, el canónico o el religioso. (68-69)
Esta concepción de lo monstruoso encuentra su complemento semiótico y psicoanalítico en el concepto de abyección propuesto por Julia Kristeva. De acuerdo con su modelo teórico, la abyección resulta de la represión original perpetrada por el sistema simbólico. Lo reprimido es un estadio prelinguïstico en el cual el yo se halla fundido con la madre y con lo animal; dicho estadio no desaparece del todo, sino que es siempre objeto de rechazo y fascinación para el orden simbólico. El sistema simbólico actúa, pues, como un principio prohibitivo que decreta la separación entre el yo y el no-yo, condición indispensable para que el lenguaje pueda ejercer su función representativa. El sistema simbólico, basado en el principio de distinción y de clasificación de unidades discretas, postula un sujeto racional inserto en un ordenamiento lógico-causal que, a su vez, legitima al conjunto de normas morales y jurídicas que regulan la vida social. La lengua no es pues solo un medio, un código inocuo, sino que ella misma encarna un mensaje esencial: la ley. En consonancia con Foucault, Kristeva concibe lo abyecto como algo que socava el orden: “Lo abyecto es perverso ya que no abandona ni sume una interdicción, una regla o una ley, sino que la desvía, la descamina, la corrompe […]. Su rostro más conocido, más evidente, es la corrupción” (25).
Los procedimientos de intensificación discursiva que explora Mónica Ojeda, orientados a provocar perturbación en el lector, dialogan de manera tácita con estos planteamientos teóricos. En un ensayo titulado “Sodomizar la escritura”, Ojeda plantea que el lenguaje comunicativo o funcional ha sido despojado de su carácter deseante y que la literatura tiene la tarea de recuperar su intensidad original. Para ello es necesario llevar a cabo una sodomización de la escritura, término que toma del poeta Enrique Verástegui. Nótese que no se trata de una erotización, sino de una sodomización. El erotismo supone cierto grado de domesticación, desde el momento mismo en que se afirma mediante el discurso de la fantasía y de la belleza, lo cual supone un distanciamiento respecto a la crudeza instintiva; la sodomía, en cambio, se basa en una entrega desenfrenada a las apetencias instintivas y es refractaria a cualquier forma de idealización.
Ahora bien, este señalamiento del discurso erótico como práctica libertaria desgastada y la propuesta de su reemplazo mediante una especie de pornoliteratura solo puede provenir de un sujeto social, cuya palabra se ha mantenido inaudible en el discurso hegemónico; un sujeto que demanda la necesidad de un lenguaje vibrante, apto para expresar la vida, la rabia, el dolor, el miedo. Andrea Carretero, destacada estudiosa de Mónica Ojeda, expone con gran acierto la impronta femenina de este reclamo:
Nuestro mundo ha formado siempre parte de la otredad y por ello ha sido ocultado y silenciado durante toda la historia de la literatura. Cuando las mujeres hemos querido hablar hemos tenido que hacerlo tras una máscara lingüística acorde al modelo del hombre; cuando las mujeres nos hemos querido salir del molde, quitarnos la máscara o fundar la nuestra propia, se nos ha negado la identidad femenina. (6)
He aquí la dimensión política de la poética narrativa de Mónica Ojeda. Su empeño por forjar un lenguaje indómito y pugnar por una escritura punzante que conmine al escritor (y al lector) a ser “criminales” en la literatura va más allá de una mera exigencia estética: es también un posicionamiento político.
Para cerrar este apartado, me interesa subrayar que el horror que experimentan los personajes de Nefando, y que pugna por transferirse al lector, remite a prácticas moralmente prohibidas y, por lo tanto, ocultas, que alcanzan su expresión más acabada en la inmersión mórbida por los sótanos oscuros de la Deep Web. En este submundo, las reservas idílicas de la infancia gozosa, clausuradas tiempo atrás para dar paso a la racionalidad social, se han transmutado en escenarios inauditos de violencia pornográfica que se agazapan y deslizan, amenazantes, como los repelentes monstruos lovecraftianos, y perturban con su hedor nauseabundo el imperio de la cordura. La monstruosidad se resguarda, pues, en estos intersticios del orden social (Moraña 188) y juega en la novela una función altamente productiva. La perturbación que provoca en el lector está relacionada con revelaciones inquietantes sobre sí mismo, sus infinitas posibilidades de ser —su complejidad identitaria que hunde sus raíces en la animalidad misma—, así como las fauces estructuradoras que moldean su identidad discursiva.
Para un mejor entendimiento de esta aseveración, conviene ofrecer una brevemente explicación sobre el modelo semiótico que propone J. Fontanille sobre la identidad. Partiendo de que el cuerpo es el operador de la semiosis, el semiotista francés postula una doble identidad del actante a partir del acto enunciativo (32-35): el Mí y el Sí. El primero tiene su asiento en la carne como posición de referencia y se hace sentir como la “pura sensibilidad”, mientras que el segundo, el Sí, es “la parte de Ego que se construye en y por la actividad discursiva” (33-34); el autor subraya que ambas instancias, el Mí y el Sí, “se presuponen y definen recíprocamente” (35). El Sí, como instancia discursiva, participa del entramado normativo con que funciona el mundo social, mientras que el Mí se haya pertrechado en la singularidad que le confiere la experiencia sensible. El Mí es, pues, un Mí-cuerpo, y constituye el núcleo más íntimo e intenso de la identidad individual; mientras que el Sí es un Sí-discurso, y emerge como una entidad producida y modelada por el discurso social.
Con base en este esquema, podemos advertir que la ruta trazada por la narrativa de Ojeda compromete ambas dimensiones de la identidad —el Mí corporal y el Sí discursivo—, emulando la forma de un viaje mítico que parte de la instancia del discurso hacia los escondrijos cavernosos del cuerpo, un viaje en el cual habrá de forjarse un lenguaje indómito, habitado por “el espanto y el instinto, la violencia y el mal, el deseo bárbaro y desnudo” (Ojeda, “Sodomizar la escritura”).
Mandíbula: adolescencia, horror y semiosis corporal
En la novela Mandíbula, el intersticio por excelencia es la adolescencia, una edad que se define negativamente por no ser infancia ni adultez, y que se caracteriza por el protagonismo del cuerpo. Esta indefinición entre una y otra edad la convierte en una zona salvaje, en la que anidan deseos y miedos tumultuosos que amenazan la estabilidad institucional:
La infancia termina con la creación de un monstruo que se arrastra por las noches: un cuerpo desagradable que no puede ser educado. La pubertad nos hace hombres y mujeres lobo, o hiena, o reptil y, cuando hay luna llena, vemos cómo nos perdemos a nosotros mismos (sea lo que sea que seamos). (218)
Nótese que lo que está en juego es siempre el yo, un yo que en el intersticio de la adolescencia se asume como monstruo nocturno, cuerpo indómito, animal. La adolescencia es el exterior constitutivo de un sistema simbólico que solo reconoce infancia y adultez. Es un ámbito enigmático, una tierra sin ley; quien lo habita es un indefenso y, al mismo tiempo, un desalmado.
La novela se organiza en torno a tres personajes femeninos: Fernanda y Annelise, dos chicas adolescentes, amigas entre sí, y Miss Clara, maestra de ambas, en un colegio del Opus Dei. Un rasgo que caracteriza a las tres es que mantienen relaciones complicadas y dolorosas con sus respectivas madres. Fernanda y Annelisse son amigas desde la infancia. Ahora que son adolescentes, ejercen un fuerte liderazgo sobre otras cuatro chicas del colegio con las que mantienen una intensa interacción basada en conversaciones privadas, rituales y juegos arriesgados que conllevan castigos cada vez más extremos. El liderazgo de las dos amigas pronto recae en una de ellas: Annelise. Ella crea un culto que impacta fuertemente a las chicas y que llega a afectar también a Miss Clara: el culto al Dios Blanco. Annelise encuentra un edificio abandonado apropiado para que el grupo pueda realizar sus reuniones privadas en las cuales pueden expresar libremente su hostilidad hacia el colegio y sus familias. El edificio se convierte pronto en “su sede antipadres, antiprofes, antinanas” (179). El espíritu trasgresor que anima estas reuniones se adentra cada vez más en los territorios de lo prohibido y Annelise alienta el espíritu trasgresor de la cofradía: “Tenemos que hacer algo que no podamos hacer en ninguna otra esquina del mundo”. De esta manera, sus juegos y retos son cada vez más violentos y peligrosos (91).
El Dios Blanco carece de una forma específica, pero la encarnación que les resulta más familiar a las chicas es la de un cocodrilo que, en alguna ocasión, avistaron en el traspatio del edificio. Este animal reúne atributos físicos que le confieren un perfil monstruoso: sus fauces abiertas, su dentadura afilada y su asociación con la suciedad 3 lo perfilan como la expresión más acabada de la brutalidad corporal. La corporalidad es aquí instinto, apetito impetuoso, acecho sigiloso, contaminación, vida bruta, fuerza descomunal y muerte.
El potencial terrorífico del cuerpo destaca por sobre cualquier otro objeto o entidad, ya que el cuerpo está presente en los dos polos del fenómeno: es el objeto terrorífico más versátil y es también el órgano sintiente por excelencia. Sobre lo primero, el antropólogo Françoise Duvignaud anota: “En un gran número de sueños o pesadillas contemporáneas que me ha sido dado examinar recientemente, la mayoría se refería a malformaciones o alteraciones del cuerpo, fuente permanente de inquietud para nosotros y los demás” (11). Sobre lo segundo, la manera en que se experimenta el miedo, el psicólogo William James señala lo siguiente: “Es imposible pensar qué tipo de emoción de temor quedaría si no estuvieran presentes ni la aceleración de los latidos del corazón, ni la respiración entrecortada, ni el temblor de los labios o la laxitud de los miembros, ni la carne de gallina, ni la contracción de las vísceras” (147).
La adolescencia es la etapa en la que el cuerpo acapara la mayor atención para sí mismo, debido a las grandes metamorfosis que experimenta; la incertidumbre que esto produce hace de la adolescencia misma un objeto de culto: se le identifica como una edad blanca, en conexión con el Dios Blanco y también en alusión a la indefinición que le confiere el estar en medio de dos edades incompatibles entre sí: la niñez y la adultez. Es importante señalar que en este culto el color blanco no equivale a pureza, bondad y otras virtudes, sino a potencialidad: “En la adolescencia puede aflorar lo más bello o lo más horrible, como en lo blanco puede existir tanto la pureza como la podredumbre” ( Mandíbula 212). Esta indefinición hace de la adolescencia un territorio peligroso para el orden social. En el ensayo que Annelise entrega a Miss Clara, en el que expone su teoría del horror blanco, dice: “Sea como sea, temer a una edad que representa el vacío y la indefinición, pero también la posibilidad de muchas cosas, la potencia de ser, es una experiencia similar al horror blanco” (208).
Los juegos o retos que las jóvenes llevan a cabo durante sus encierros en el edificio remiten indefectiblemente a una semiótica corporal: se golpean; se estrangulan; se hacen cortes; ruedan por las escaleras; se acuestan en el piso, exponiéndose a serpientes y otros animales; lamen sangre menstrual; caminan por el borde de la azotea en el tercer piso. Todas estas prácticas pueden verse como un culto al cuerpo, el cual manifiesta su poderío en las grandes metamorfosis de la pubertad: “Pezones que se levantan, vello que se abre camino en zonas inesperadas y que enrarece la piel, manchas, acné y sangre” ( Mandíbula 213).
El cuerpo es visto en la novela como un orden semiótico alterno al discurso social: un lenguaje atroz que se expresa en la “brutalidad de la naturaleza”. Es por esto que el Dios Blanco que concibe Annelise es un dios primitivo y temible, completamente distinto al dios consolador y amoroso de la religión oficial. En el ritual de aceptación a este dios las chicas se hacen un corte en la parte inferior de la nalga izquierda (110).
Me interesa señalar que los miedos que experimentan las chicas se fundamentan, principalmente, en lo siniestro, entendido como la irrupción de lo inquietante en el seno de lo familiar. Elementos cotidianos como sus madres, el edificio donde se reúnen, el cuerpo propio o los animales, adquieren una dimensión perturbadora. En este sentido, lo siniestro no constituye una cualidad objetiva de los objetos, sino una experiencia subjetiva: el retorno de algo reprimido que se hace presente de forma amenazante (Freud 2499).
Al igual que lo que ocurre en Nefando, el culto al Dios Blanco en Mandíbula representa un repliegue identitario hacia la corporalidad. Se trata de aceptar el horror de ser cuerpo y, por extensión, de ser animal. Los rituales que conforman este culto confrontan a las protagonistas con su propia vulnerabilidad, pero, al mismo tiempo, propician una alianza radical con el cuerpo, fusión que les confiere un poder indómito frente a figuras de autoridad como la madre o las instituciones escolares. En el ensayo que Annelise entrega a Miss Clara dice:
Lo que sentí esa noche era similar a eso: al vértigo de las alturas que te hace perder el equilibrio y, a la vez, ser más consciente que nunca de que eres un cuerpo y de que algún día morirás. Es gracioso, pero la mayor parte del tiempo olvidamos que somos animales que están compuestos por órganos que parecen sacados de una pesadilla. El corazón, por ejemplo, es un órgano horripilante. (227)
Reconocer la monstruosidad que anida en el cuerpo es acrecentar el poderío del yo más íntimo y profundo, lo cual confiere sentido a los sometimientos, castigos y ultrajes físicos que se prodigan entre sí las chicas. Esto no las exime del miedo; por el contrario, el miedo es un efecto buscado, ya que intensifica la experiencia de estar vivas. De esta manera, el cuerpo se sobrepone al papel pasivo que históricamente le tocó desempeñar en la dupla mente/cuerpo y que se coloca en el centro mismo de la semiosis identitaria.
Con el fin de profundizar en el potencial polisémico que despliega el cuerpo, así como en su imponderable eficacia semiótica para intensificar el discurso, me interesa examinar el evento que tiene lugar en una fiesta de universitarios a la que han sido invitadas estas chicas. En algún momento, ellas comienzan a jugar con los jóvenes a los consabidos retos que, como ya se sabe, están sujetos a penitencias. Annelise reta a Hugo, el más galán de los chicos, a caminar por el filo de la azotea en la forma en que ella lo hace: de espaldas. Contra toda expectativa, el joven supera el desafío y como penitencia le pide ver una foto de ella desnuda. Annelise accede. Pero veamos algunos detalles de su performance:
“Primero, cierren los ojos”. Solo Fernanda conocía y veía en su sonrisa oculta el deseo de mostrarles la peor de las fotos. “Ábranlos”. Es decir, la que le hizo ella en la ducha. “¿Qué es eso?”. La que le permitiría poner en práctica su talento para el horror. “¿Qué clase de mierda enferma es esta!”. Annelise intentó mantenerse tranquila a pesar de que a los chicos se les deformaron los rostros. “Soy yo, desnuda”. (128-129)
Cuando Hugo le pregunta horrorizado “¿Quién te hizo eso?”, Annelise abraza por detrás a Fernanda y responde: “Mi mejor amiga” (129). El motivo específico que provoca el espanto en los jóvenes, lo conocemos varios capítulos más adelante, en una de las sesiones que Fernanda tiene con el psicoanalista:
Parece que no fuera importante decir que Anne me lo pedía, pero lo es, porque me pedía que la mordiera fuerte, muuuy fuerte. Todavía recuerdo la primera vez que sentí su sangre en mis dientes […]. Es que en la foto ella estaba desnuda en la ducha y se veían sus heridas. Algunas sangraban un poco. (249-250)
Vemos en este pasaje cómo la vulnerabilidad (desnudez, cuerpo herido) se reviste de poder en manos de Annelise, quien luce como una sacerdotisa del miedo corporal. La fotografía del cuerpo lacerado pasa a ser un signo destellante, henchido de significado. Para Fernanda, representa un lazo de cercanía y secrecía que, al ser exhibido sin su consentimiento, se transforma en un objeto vergonzante y en motivo de ruptura amistosa. La foto refuerza ahora la repugnancia que sentía al realizar aquel acto, pero que soportaba para preservar la amistad. La expresión de “asco y horror” que percibe en los chicos es el reflejo de lo que ella misma siente.
Este evento genera un alejamiento entre ambas amigas y, posteriormente, una franca hostilidad. En cuanto a los chicos, el evento de la foto provoca una conmoción que desbanca la expectativa de la sorpresa esperada. El flirteo con las chicas era ya de por sí un acontecimiento. Sin embargo, los jóvenes buscan escalar hacia un nivel más intenso de erotismo ante la expectativa de ver a Anne desnuda en la foto.
La exposición del cuerpo desnudo ante un público expectante constituye un acontecimiento semiótico que provoca una fisura —al menos momentánea— en el tejido simbólico de la cultura; su imprevisibilidad le confiere un alto gradiente de tonicidad expresiva. En esta misma línea, la exhibición de los cortes, llagas y costras en la zona púbica de Anne desborda el código de lo erótico y manifiesta una otredad monstruosa que escapa al “orden del discurso”. El cuerpo se muestra excedido, desbordado, revelando una segunda desnudez que resulta insoportable.
El flujo discursivo se suspende por un momento: “A los chicos se les deformaron los rostros […] Gabriel se alejó de la pantalla del teléfono y se apoyó en sus rodillas” (129). Imaginemos la representación de este tipo de eventos en el esquema tensivo (Figura 1). Este experimentaría un dislocamiento súbito de sus elementos: por un instante, se desdibujaría el eje horizontal de la inteligibilidad y quedaría únicamente el eje vertical de la intensidad, indicando un estallido de pura sensibilidad. En un segundo momento, el esquema se reconfiguraría, ya que, tras el asombro inicial, los personajes tratan de comprender lo ocurrido. En el momento en que Hugo le pregunta “¿Quién te hizo eso?” la pregunta funciona como un puente en busca de una respuesta tranquilizadora. Sin embargo, el discurso la niega y se empeña en incrementar el asombro: Annelise le responde que fue su mejor amiga.
Esta suspensión discursiva, que vimos reflejada en el esquema tensivo, nos advierte sobre la gran paradoja que entraña la relación entre lo monstruoso y el discurso. Por una parte, la monstruosidad se sustenta en el discurso; por otra parte, se sitúa fuera de él. Mabel Moraña lo explica en los siguientes términos:
El monstruo es producido por un discurso que al crearlo declara su exterioridad, inscribiendo por tanto ese afuera en la interioridad del lenguaje que el propio monstruo excede. Esto mantiene al monstruo en un estado de opacidad e inaccesibilidad cognitiva que aumenta el efecto de fascinación y misterio, expandiendo así el campo emocional que lo rodea. (194)
Otro caso en que Annelise demuestra su habilidad para provocar miedo es el de Miss Clara. La joven se ha dado cuenta de que la maestra les teme y se lo dice retadoramente en un ensayo que preparó para su materia:
He visto cómo tiemblan sus manos cuando está cerca de nosotras. Hace dos semanas, por ejemplo, Fernanda le tocó el hombro y usted se recogió como un ciempiés. La piel de su cara se volvió húmeda y a todas nos pareció una criatura sin párpados extraída a la fuerza del agua […]. En ese instante corroboré que usted no tolera que la toquemos o que estemos cerca de su cuerpo. Es como si sintiera una especie de repulsión hacia nosotras, algo que la hace dejar de parpadear. (207)
Miss Clara es, indudablemente, el personaje más complejo de la novela y también el más atormentado por el miedo. Tiene treinta años y aún no consigue ser una persona segura y tranquila; busca la estabilidad anímica en el cumplimiento estricto de su profesión de maestra, para lo cual adopta la personalidad de su madre, muerta cinco años atrás. El ingreso a este colegio le produce cierto optimismo por el prestigio que tiene como una institución estricta: “Nunca soportó la indisciplina y el caos de los colegios públicos, por eso le complació corroborar que el Delta funcionaba como un reloj” (71). Ella espera que esta circunstancia la ayude a recuperarse de un evento traumático que sufrió meses atrás, en su trabajo anterior: dos alumnas la secuestraron en su propia casa y la torturaron por más de diez horas. Su obsesión por la corrección formal y la “escritura pulcra” es una especie de refugio para protegerse de sus crisis nerviosas, que datan de mucho tiempo atrás: “‘Trastorno de ansiedad’ le diagnosticaron cuando cumplió los dieciséis años. ‘Trastorno de pánico’, agregaron después a la sentencia” (95).
Los miedos de Clara están estrechamente vinculados con su madre, con el deseo de ser como ella o de ser ella. Ella recuerda un evento de su niñez que aún la perturba y la avergüenza: una noche, tras contemplar largamente a su madre mientras dormía, le dijo “te amo” y la besó en la boca, “lamiéndole los dientes” (172). Aterrada, su madre la empujó y la sacó de la habitación, “igual que a un monstruo”. Aunque solo tiene diez años, comprende con angustia “que su amor tenía un lado físico que debía reprimir” (172).
Esto explica en parte la inestabilidad que consume al personaje, en cuyo interior se disputan el sentido dos núcleos identitarios: uno de tipo social, discursivo, autoritario, y otro de tipo irracional, compulsivo, corporal… monstruoso. Clara procura afianzarse en el primero y en ese empeño se esfuerza por adoptar el carácter y los modos de su madre, quien también fue maestra. El trato que recibió de esta, sin embargo, fue siempre hostil. Este distanciamiento afectivo y físico contextualiza cierta evocación sobre el origen de sus miedos: “Para clara, el miedo tenía un olor muy específico, tan reconocible como el de aquella sala y el da cada una de las personas que estaban en ella […]. El miedo olía a cuerpo: a orina caliente mojando una pijama de lunas y estrellas” (41).
Pareciera que, en Clara, la dicotomía clásica mente/cuerpo ha sido llevada a un límite absurdo. El personaje adopta una personalidad planeada de manera consciente, pero su cuerpo se mantiene rebelde e indómito: la asalta constantemente con movimientos involuntarios de los pies, sudoraciones, temblores, taquicardias, ataques de pánico, entre otros síntomas que amenazan con arruinar su vida social. Su cuerpo llega a ser, entonces, una caja oscura en la que anidan sus más grandes inquietudes. Por metonimia, el miedo a su propio cuerpo se extiende al cuerpo bullente de las adolescentes. Durante los recesos, mientras cumple con la vigilancia de las jóvenes del colegio, “hallaba sentidos ocultos en cada interacción, en cada roce, y le costaba respirar sin temer que esos cuerpos lascivos e inexactos la contagiaran con su desmesura” (172). Su ingreso al colegio religioso no soluciona, pues, sus miedos, sino que, por el contrario, los exacerba día tras día. El trato personal que mantiene con Annelise, quien cursa con ella una materia de forma individual, y el “retorcido ensayo” (235) de esta sobre el Dios Blanco son decisivos en el agravamiento de su crisis. Otro evento que la desestabiliza enormemente se da cuando nota que, en su casa, las cosas cambian de lugar cuando ella está ausente, y que por las noches escucha ruidos que le impiden dormir; esto ocurre a pesar de que ella asegura puertas y ventanas (232-236).
La novela comienza con una escena sórdida: Fernanda despierta y advierte que ha sido secuestrada. La autora del secuestro es nada menos que Miss Clara, su maestra. El evento del secuestro se desarrolla en seis capítulos distribuidos a lo largo de la novela, demarcando el inicio y el fin de esta; cuatro están focalizados en Fernanda y dos en Clara. Durante los primeros días, la estudiante no entiende lo que pasa y le pregunta insistentemente por el motivo del secuestro, pero su captora se mantiene hermética y se limita a aterrorizarla corporalmente:
Miss Clara le permitía beber un vaso de agua diario, pero tenía que orinar ahí mismo, sentada en una silla chirriante y astillada. La primera vez fue la más dura de todas: su vejiga se liberó y ella empezó a llorar, inundada de sí, de una suciedad insoportable que invadía su cuerpo desconocido y huraño. Fernanda no se había relacionado jamás con el organismo repulsivo que ahora habitaba. ¿Era ese olor tan fuerte su verdadera naturaleza? (148)
Como puede inferirse, la lección que Clara quiere darle a la estudiante consiste en hacerla sentir miedo de su propio cuerpo: “Se trata de entrar en el miedo, no de vencerlo” (284), sentencia en la escena final de la novela. Para esclarecer el sentido de esa expresión, podemos considerar la explicación que Annelise ofrece sobre lo que significa vivir dentro del horror blanco. En el ensayo que escribe para Miss Clara, Annelise establece una correspondencia entre el Dios Blanco y los dioses antiguos de Lovecraft, para quienes los humanos somos como hormigas: bichos insignificantes “que corren por el inmenso espacio” y que pueden ser aplastadas sin ningún miramiento. El horror blanco es ese vértigo que provoca el “ser conscientes de nuestra fragilidad” (217). Líneas más adelante, Annelise redondea el ejemplo de las hormigas: “Saberse hormiga, a punto de morir a cada segundo como la cría de un cocodrilo en la mandíbula de su madre, es vivir dentro del horror blanco” (217).
Aunque nunca se explicita, el horror blanco, tal como lo experimenta y practica Annelise, se asemeja mucho al sentimiento de lo sublime, en el que el sujeto percibe su pequeñez infinita, pero se mantiene a salvo. En cierto modo, se trata de una práctica similar a la que realizan personajes como Kiki Ortega e Iván Herrera en sus ejercicios de escritura perturbadora, o Cuco Martínez, con sus videojuegos macabros en Nefando. Me interesa destacar dos aspectos: la preeminencia de la imaginación sobre lo empírico y el papel activo o la agencia que estos personajes (de las dos novelas) desempañan en los acontecimientos narrados.
No ocurre lo mismo con Miss Clara, un personaje trágico, que no puede sobreponerse a las circunstancias. El rapto que hace de Fernanda y la tortura que le infrinje no significan una toma de control, sino que viene a ser la culminación de su derrumbamiento emocional. La estudiante se esfuerza inútilmente por comprender las motivaciones de su maestra para someterla y martilizarla de esa manera. En el discurso deshilvanado de su secuestradora, Fernanda escucha que la llama “muchacha enferma” una y otra vez y que la tiene que castigar; además, la maestra le reclama haber abusado de su mejor amiga, Annelise (aludiendo a las heridas atroces), y el haber entrado a su casa “como si fuera tuya” (260). Es inútil que Fernanda niegue enfáticamente ambas cosas, que le grite que Annelise le mintió en todo. Su maestra ya no escucha: “Su maestra no la escuchaba porque estaba loca de atar, loca de matar” (262).
Por otra parte, es importante observar que en el episodio del secuestro el sistema cognitivo de Clara ha experimentado un cambio radical. Su yo se ha desplazado del sistema lógico-verbal a un lenguaje corporal. Pero, a diferencia de lo que ocurre con Annelise y con los personajes de Nefando antes mencionados, en el caso de Clara se trata de un viaje sin retorno. En su guerra interna, el cuerpo ha ganado la batalla:
Pensar con el cuerpo era una sensación desconcertante. […] Así caminaba entre los árboles como una ciega, desbordada por un pensamiento físico que no podía ni debía ser articulado y que tenía que ver con ese horror que experimentaba cuando cerraba los ojos y veía trenzas y lunares. Imágenes y no palabras. Sensaciones y no significados. (96; énfasis mío)
En términos de semiótica estructural podríamos decir que el sujeto (Clara) celebra un pacto con el destinador (Elena, su madre) en el que se establece como objeto de valor llegar a ser una maestra respetable y estricta, cuya prefiguración es la propia Elena. El sujeto, sin embargo, aunque posee las competencias modales indispensables para lograrlo —esto es, el deber, el querer y el saber—, no alcanza su objetivo, debido a una serie de acontecimientos que lo desprograman (Fontanille 50). Estos acontecimientos tienen que ver con una dimensión que el estructuralismo en su primera etapa no toma en cuenta y que la semiótica tensiva incorpora a su modelo teórico como elemento prioritario: la corporeidad del actante, esto es, su afectividad. En el caso de Clara, los acontecimientos decisivos que descarrilan su programa narrativo son, entre otros, el secuestro y la tortura sufridos a manos de dos alumnas; las conversaciones con Annelise que culminan en el ensayo de esta sobre el culto al Dios Blanco, y, finalmente, el hecho de notar que alguien entra a su casa durante su ausencia.
Para cerrar este apartado, me interesa destacar que la novela se enmarca composicionalmente en un evento trágico: el secuestro y (probable) muerte de Fernanda, amiga íntima y gemela espiritual de Annelise, como consecuencia de acciones realizadas por esta. Quien lleva a cabo la acción es Miss Clara, maestra de ambas. Esta padece serios trastornos psicológicos que se agravan con las inquietantes ideas de Dennise sobre el Dios Blanco y también con información falsa que le comparte acerca de Fernanda. Esta disposición estructural imprime en la novela un pathos perturbador.
La acción perturbadora corre por cuenta de las dos jóvenes, Fernanda y Annelise, quienes desde una edad muy temprana establecen entre sí un fuerte vínculo de complicidad frente a la autoridad familiar. Este nexo se refuerza en la adolescencia y es clave para que ellas ejerzan un fuerte liderazgo en otras chicas del colegio que también experimentan rebeldía frente al orden institucional que las oprime. Este liderazgo toma un camino totalmente imprevisible y, por esto, altamente tónico desde el punto de vista semiótico: la vejación corporal y el sometimiento al miedo.
Acorde con la poética de la concesión, la intensidad vivida en cada ritual o martirio corporal demanda un nuevo aumento de tonicidad. Sin embargo, este proceso eventualmente entra en crisis, y las dos amigas —que se decían siamesas— se separan. Por otra parte, el tercer personaje, Miss Clara, constituye el blanco más vulnerable frente a todas las acciones perturbadoras. Su agencia se ve disminuida con cada intento que realiza por afirmar su autoridad, hasta hundirse en los pantanos de la locura.
Consideraciones finales
El enfoque semiótico utilizado en el análisis ha permitido visualizar la tonicidad discursiva que subyace al efecto perturbador de los textos literarios. En las novelas de Mónica Ojeda pudimos apreciar que la perturbación como efecto estético se traduce en una revitalización del lenguaje y en un alertamiento de la conciencia.
La perturbación en la obra narrativa de Ojeda se articula como un desplazamiento del sujeto discursivo hacia las zonas más oscuras e inquietantes de la corporalidad. Este desplazamiento no podría darse si no estuviera acompañado de una intensificación expresiva, es decir, si no se diera un incremento de la tonicidad.
Visto desde la semiótica tensiva, el acto perturbador no es una acción que realice el sujeto perturbado —no es un acto planeado por este—, sino un acontecimiento, un suceso inesperado que lo despoja de competencias indispensables como el saber y el poder, en tanto sujeto orientado a la consecución de un fin, y lo transforma en un sujeto pasional.
La perturbación, en este universo narrativo, no se presenta como un mero choque de ideas, lo cual conduciría a un proceso de depuración, limpieza y abstractificación del lenguaje. Tal esterilización lo volvería átono e inepto para la caricia o el insulto. Por el contrario, la suciedad léxica y la turbulencia sintáctica resultan más eficaces para hacer estallar el espanto.
La distinción entre el estilo implicativo y el estilo concesivo, propuesta por la semiótica tensiva, permite visibilizar la existencia de un lenguaje domesticado que sofoca los reclamos urgentes de la sensibilidad, aquellos que pugnan por hacer valer las violencias que nos vinculan con nuestra dimensión animal. Frente a él, se erige otro lenguaje que busca con igual urgencia su liberación. En este sentido, la poética de la perturbación se perfila estilísticamente como un poderoso torpedo dirigido a socavar la coraza discursiva en la que se atrinchera la estabilidad social.
En síntesis, la perturbación, como experiencia estética, combina sufrimiento y placer, es decir, miedo y fascinación. Adentrarse en el reino del miedo es romper con el adoctrinamiento tranquilizador de las instituciones y adentrarse en las zonas de lo abyecto, lo impuro y lo prohibido. Desde la perspectiva del modelo semiótico de la identidad, ese periplo puede interpretarse como una forma de recuperación de la identidad corporal: una identidad cárnica que nos conecta con la vida y cuya marca distintiva, en términos semióticos, es la intensidad. No obstante, se trata de una recuperación transitoria pues es necesario mantener la articulación con el yo discursivo.
Referencias
Barthes, Roland. La aventura semiológica. Paidós, 1990
Carretero Sanguino, Andrea. Ars poetica horroris: poesía, violencia y sodomía en la narrativa. Material del curso 2018/19, 2018, Universidad Complutense de Madrid. https://www.academia.edu/39636789/Ars_poetica_horroris_poes%C3%ADa_violencia_y_sodom%C3%ADa_en_la_narrativa_de_M%C3%B3nica_Ojeda
Carroll, Noël. Filosofía del terror o paradojas del corazón. Antonio Machado Libros, 2005.
Deleuze, Gilles y Félix Guattari. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Pre-textos, 2004.
Duvignaud, Françoise. El cuerpo del horror. Fondo de Cultura Económica, 1987.
Fontanille, Jacques. Soma y sema. Figuras semióticas del cuerpo. Universidad de Lima, 2008.
Fontanille, Jacques y Claude Zilberberg. Tension et signification. Mardaga Fonds, 1998.
Foucault, Michel. Los anormales. Course en el Collège de France (1974-1975). Fondo de Cultura Económica, 2007.
Freud, Sigmund. “Lo siniestro”. Obras completas, tomo 3, Biblioteca Nueva, 1981, pp. 2485-2505.
Greimas, Algirdas Julien y Jacques Fontanille. Sémiotique des passions. Seuil, 1991.
James, William. “¿Qué es una emoción?”. ¿Qué es una emoción? Lecturas clásicas de psicología filosófica, compilado por Cheshire Calhoun y Robert C. Solomon, Fondo de Cultura Económica, 1996, pp. 140-157.
Kristeva, Julia. Poderes de la perversión. Ensayo sobre Louis-Ferdinand Céline. Siglo XXI, 1988.
Lovecraft, H. P. El horror sobrenatural en la literatura. Fontamara, 1997.
Moraña, Mabel. El monstruo como máquina de guerra. Iberoamericana/Vervuert, 2017
Ojeda, Mónica. Mandíbula. Candaya, 2018.
---. Nefando. Almadía, 2021.
---. “Sodomizar la escritura”. El País, 29 jun. 2018, https://elpais.com/cultura/2018/06/28/babelia/1530201263_968588.html
Zilberberg, Claude. Semiótica tensiva. Universidad de Lima, 2006.
Notas
*
Artículo de investigación
1
Son varios los semiotistas que pueden mencionarse como impulsores de este cambio de paradigma (J. Fontanille, C. Zilberberg, E. Landowski, H. Parret, P. Fabbri, entre otros). Sin embargo, en aras de la brevedad, podemos destacar tres libros que capitalizan esta transformación:
Semiótica de las pasiones, publicado por A. J. Greimas y Jacques Fontanille en 1991;
Tensión y significación (1998), de Jacques Fontanille y Claude Zilberberg, y
Elementos de gramática tensiva (2005), de Claude Zilberberg. Este último fue traducido al español por Desiderio Blanco, quien además le agregó un glosario (elaborado por Zilberberg), y lo integró en un nuevo volumen que publicó en 2006 con el título Semiótica tensiva.
2
El término acontecimiento es un concepto fundamental de la semiótica tensiva. Desiderio Blanco, traductor de Zilberberg, anota que el equivalente en español más aproximado al vocablo francés événement es evento, ya que el diccionario de la Real Academia Española incluye en su definición el rasgo de “hecho imprevisto”. Sin embargo, reconoce que en Latinoamérica se utiliza frecuentemente con la acepción de “suceso programado de índole social, académica, artística o deportiva”. En cuanto al término acontecimiento, el diccionario lo define de esta manera: “Un hecho o suceso, especialmente cuando reviste cierta importancia”. En este trabajo usaré indistintamente los términos acontecimiento y evento para referirme a sucesos que reúnen ambos rasgos: ser impactantes y ser imprevistos (Zilberberg 23).
3
La impureza material se vincula semióticamente con la impureza espiritual, conformando un signo cultural en el que el que la primera opera como significante y la segunda como significado. Noel Carroll observa que el terror que provoca el monstruo no radica solo en su peligrosidad física, sino también en su repugnancia: “En el cine y en los escenarios los personajes se acobardan ante los monstruos, contrayéndose a fin de evitar las garras de la criatura, pero también para evitar el roce accidental con ese ser impuro” (50).
Notas de autor
a Autora de correspondencia. Correo electrónico: fortino.corral@unison.mx
Información adicional
Cómo
citar: Corral Rodíguez, Fortino. “El miedo huele a cuerpo: perturbación e
intensidad semiótica en dos novelas de Mónica Ojeda”. Cuadernos de Literatura, vol. 29, 2025. https://doi.org/10.11144/Javeriana.cl29.mhcp