Ecología política: aportes de la sociología y de la antropología*

Political Ecology: Contributions from the Sociology and the Anthropology

Ecologia política: contribuições da sociologia e a antropologia

Cuadernos de Desarrollo Rural, vol. 16, núm. 84, 2019

Pontificia Universidad Javeriana

Patricio Hernán Straccia a

Universidad de Buenos Aires, Argentina


Cynthia Alejandra Pizarro

Universidad de Buenos Aires, Argentina


Fecha de recepción: 26 Septiembre 2018

Fecha de aprobación: 26 Marzo 2019

Fecha de publicación: 15 Agosto 2019

Resumen: El objetivo es analizar las contribuciones de la sociología y la antropología a la construcción del objeto de estudio de la ecología política en tanto campo de estudio en el que se discuten las relaciones de poder en torno a la naturaleza. Se realizó un análisis de las herramientas teórico-metodológicas provenientes de estas dos disciplinas con el fin de destacar sus aportes a este espacio de pensamiento. Se sostiene que aquello definido como “natural” es construido en un campo de fuerzas necesariamente conflictivo, atravesado por desiguales relaciones de poder entre agentes sociales, en el que se dirimen formas contrapuestas de apropiación de la naturaleza, y se plantea que los análisis de las formas en que los grupos sociales se vinculan con sus lugares, preocupación central de la ecología política, deben operar a través de este supuesto para estudiar los conflictos en los procesos de apropiación de la naturaleza. Así, las herramientas teórico-metodológicas de la sociología y de la antropología permiten reconocer el carácter histórico y sociocultural de estos procesos y comprender los mecanismos a través de los cuales agentes subalternos denuncian la existencia de injusticias ambientales y proponen alternativas que cuestionan al modelo hegemónico.

Palabras clave: ecología política, sociología, antropología.

Abstract: The aim herein is to analyze the contributions by the sociology and the anthropology to the construction of the study object of the political ecology as the study field dealing with the power relationships concerning the environment. An analysis of the theoretical-methodological tools from these two disciplines was conducted in order to highlight its contribution to this space of thinking. It states that what is defined as "natural" is actually built on a field of necessarily contending forces, crossed by unequal power relationships between the social agents. In it, the opposite ways of appropriating the nature are settled. It is also set out that the analyses of how the social groups are linked to their places -the core concern in the political ecology- must work based on this assumption to study the conflicts found in the processes for appropriating the nature. This way, the theoretical-methodological tools from the sociology and the anthropology enable to recognize the historic and sociocultural nature of these processes and to understand the mechanisms whereby subaltern agents report existing environmental injustices and propose alternatives questioning the prevailing model.

Keywords: political ecology, sociology, anthropology

Resumo: O objetivo é analisar as contribuições da sociologia e a antropologia para a construção do objeto de estudo da ecologia política como campo de estudo no que as relações de poder em torno da natureza são discutidas. Realizou-se análise das ferramentas teórico-metodológicas provindas destas duas disciplinas a fim de destacar suas contribuições a este espaço de pensamento. Suste-se que aquilo definido como "natural" é construído num campo de forças necessariamente conflituoso, atravessado por relações desiguais de poder entre agentes sociais, em que se resolvem formas opostas de apropriação da natureza e se coloca que as anãlises de as formas em que os grupos sociais são ligados com seus lugares, preocupação central da ecologia política, devem operar através deste pressuposto para estudar os conflitos nos processos de apropriação da natureza. Assim, as ferramentas teórico-metodológicas da sociologia e a antropologia permitem reconhecer o carácter histórico e sociocultural desses processos e compreender os mecanismos pelos quais agentes subalternos denunciam a existência de injustiças ambientais e propõem alternativas que questionam o modelo hegemónico.

Palavras-chave: ecologia política, sociologia, antropologia

Introducción

La ecología política es un espacio de pensamiento en el que confluyen diversas disciplinas, como la economía, la sociología, la antropología, la historia ambiental, la geografía, entre otras. Existe cierto consenso en reconocer que tiene como objeto estudiar las maneras en que los distintos grupos sociales se relacionan con los lugares en los que viven, dan sentido a sus mundos y postulan las maneras que consideran más adecuadas de acceder a y utilizar los elementos biofísicos (Alimonda, 2011; Martín y Larsimont, 2016).

Este artículo tiene como objetivo identificar y analizar los aportes de dos disciplinas específicas (la sociología y la antropología) al objeto de estudio de dicho espacio de pensamiento. A partir de una definición de ecología política que consta de cuatro conceptos centrales, se hará un recorrido por distintas teorías sociológicas y antropológicas y se analizarán los aportes que estas han realizado a la construcción de su objeto de estudio, con el fin de realizar una introducción a perspectivas de análisis que constituyen herramientas útiles para el estudio de las cuestiones ambientales.

Los aportes de la sociología

Según Arnauld de Sartre, Castro, Hubert y Kull (2014), la ecología política analiza fenómenos que se sitúan simultáneamente en los ámbitos político, económico y ecológico. Aquí la cuestión ambiental es analizada desde una dimensión política, al dar cuenta de las maneras en que surgen los conflictos ambientales, y se pregunta por los modos en que las diversas formas de relación con la naturaleza son puestas en tensión en ellos.

Desde esta perspectiva, los autores proponen dos dimensiones de análisis para el estudio de los conflictos ambientales: el estudio de la realidad ecológica de los problemas en cuestión y la indagación sobre las formas en que sus orígenes remiten a relaciones de poder que estructuran las sociedades locales. En otras palabras, se sostiene que el estudio de dichos conflictos debe incorporar una dimensión biofísica que, desde disciplinas como la ecología y la biología, permita dar cuenta de las causas y de los impactos asociados a cada uno de ellos. Sin embargo, al mismo tiempo, el estudio debe incorporar una dimensión sociocultural que ponga de manifiesto que los conflictos ambientales se constituyen en un campo de fuerzas necesariamente conflictivo, atravesado por desiguales relaciones de poder entre agentes sociales y en el que aquello señalado como “natural” o “ecológico” es también “político” (Alimonda, 2001; Beltrán y Vaccaro, 2011).

El abordaje de “lo político” se nutre de algunos aportes de la sociología. Uno de ellos es la propuesta desde la teoría marxista, que entiende que la vida social es conflictiva y que las relaciones sociales son contradictorias. No solo se sostiene que el conflicto es inherente a la vida social, sino también que, en la medida en que los seres humanos solo pueden (re)producir su subsistencia de manera colectiva, la relación de los hombres con el medio natural “es siempre mediada por relaciones sociales de dominación y de consenso” (Alimonda, 2011, p. 41).

Según Alimonda (2011), el proceso de conquista y colonización de Latinoamérica, así como su posterior integración subordinada en el sistema internacional, implicó una modificación en las formas de relación entre las sociedades preexistentes y la naturaleza. El autor señala que su historia estuvo signada por las desigualdades constitutivas que se dieron a través de las relaciones sociales tanto en los momentos anteriores como en los posteriores a la conquista española. Estas relaciones desiguales supusieron el desarrollo de conflictos por la apropiación y uso de los recursos y, consecuentemente, la colonización de la naturaleza por ciertos grupos a costa del despojo de los otros.

En este sentido, distintas corrientes de la ecología política comparten el precepto marxista de que el conflicto es inherente tanto a las relaciones de los hombres con el lugar en el que viven como a las de los hombres entre sí. De acuerdo con Paulson, Gezon y Watts (2003), son tres los presupuestos fundantes de la ecología política: primero, que las expresiones políticas, económicas y ecológicas de la marginalidad se refuerzan mutuamente; segundo, que la presión sobre los recursos se transmite mediante relaciones sociales que imponen demandas excesivas sobre el ambiente; y tercero, que existe una pluralidad de posiciones, percepciones, racionalidades e intereses en relación con la naturaleza.

Retomando esta mirada sociológica, Palacio Castañeda (2006) define a la ecología política como “un campo de discusión inter y transdisciplinario que reflexiona y discute las relaciones de poder en torno de la naturaleza, en términos de su fabricación social, apropiación y control de ella o partes de ella, por distintos agentes socio­políticos” (p. 11, cursivas propias).

Desde una perspectiva económica, Martínez Alier (2004) define la apropiación de la naturaleza como su explotación directa y vincula a la ecología política con el estudio de los conflictos ecológico-distributivos. Según este autor, a medida que la economía y la población humana crecen, se utilizan más recursos y se producen más residuos, generando impactos sobre otras especies y también sobre los seres humanos. Sin embargo, no todos los grupos sociales son igualmente afectados: mientras aquellos grupos con mayores dotaciones de capital económico y político se benefician de la explotación de la naturaleza y de su inserción como “recurso natural” dentro del sistema capitalista, los grupos sociales en condiciones de mayor vulnerabilidad y marginalidad sufren las consecuencias por el uso que la economía hace de los ecosistemas. De ahí surge lo que Martínez Alier (2004) denomina conflictos ecológico-distributivos o conflictos de justicia ambiental.

Posteriormente, diversos investigadores plantearon la necesidad de analizar los procesos de apropiación de la naturaleza en su conjunto, tomando en consideración tanto su producción como su circulación, distribución y consumo. Tal es el caso de Toledo, Alarcón-Cháires y Barón (2009), quienes desde una perspectiva sociológica sistémica proponen la articulación funcional entre tres universos (el natural, el rural y el urbano) y en la que sus conexiones pueden ser explicadas a través del concepto metabolismo entre la sociedad y la naturaleza. De acuerdo con estos autores, dicho metabolismo es realizado a través del proceso social del trabajo, que implica el conjunto de acciones a través de las cuales los seres humanos se apropian de, producen, circulan, transforman, consumen y excretan productos, materiales, energía y agua provenientes del mundo natural. De este modo, las sociedades humanas se encuentran en condiciones de (re)producir sus condiciones materiales de existencia. Sin embargo, estos autores sostienen también que los grupos sociales están atravesados por relaciones de poder y que, por lo tanto, el proceso metabólico entre la sociedad y la naturaleza resulta eminentemente conflictivo (al igual que la apropiación, dado que es uno de sus pasos).

En un esfuerzo por precisar en qué consiste la ecología política, Martín y Larsimont (2016) definen a la apropiación como “el establecimiento de relaciones de poder que permiten proceder al acceso a recursos por parte de algunos actores, a la toma de decisiones sobre su utilización o a la exclusión de su disponibilidad para otros” (p. 280). Esta definición de la apropiación no se focaliza en la explotación directa, sino en las relaciones de poder que se establecen y que hacen factible la ocurrencia de esas diferentes posibilidades, ya sea en el acceso a los recursos, las decisiones sobre su uso o la exclusión de su disponibilidad para otros.

En consecuencia, esta acepción de apropiación de la naturaleza se nutre del concepto marxista de la particular modalidad con que los seres humanos la llevan a cabo, en el marco de las relaciones de dominación que tienen lugar en el modo de producción capitalista. Según Marx, una de las contradicciones inherentes del capitalismo se produce cuando los proletarios se alienan de los productos de su trabajo en el marco de la explotación que sufren por parte de los capitalistas. Esta contradicción entre la naturaleza humana, definida y transformada por el trabajo, y las condiciones sociales reales en las que trabajan los proletarios es la base sobre la cual la clase capitalista explota a la clase proletaria y de la que se deriva la necesidad de reforzar su dominación permanentemente.

La perspectiva marxista tradicional sostiene la existencia de una primera contradicción del capitalismo entre las fuerzas de producción y las relaciones de producción, esto es, entre el capital y el trabajo. Cuando los capitales individuales buscan incrementar sus ganancias y reducir los costos ejerciendo presión sobre el trabajo, se produce un decrecimiento en la demanda y como resultado se reducen las ganancias del capitalista. En otras palabras, la explotación del trabajo por parte del capital genera, en última instancia, sobreproducción (O’Connor, 2001).

De forma complementaria, O’Connor (2001) plantea la existencia de una segunda contradicción del capitalismo, que permite dar cuenta de los conflictos ambientales que tienen lugar en el marco de las relaciones de poder que son constitutivas de la sociedad. Este autor sostiene que, además de la primera contradicción señalada por el marxismo tradicional (capital vs. trabajo), existe una segunda contradicción que permite la expansión del sistema capitalista en la actualidad. Esta se produce entre las fuerzas productivas y las condiciones de producción y constituye el campo característico del marxismo ecológico.

Desde esta perspectiva, se señala que la dinámica de maximización de la tasa de ganancia tiende a afectar negativamente las condiciones de producción, las cuales están conformadas por las condiciones físicas externas, como los bienes territoriales y la naturaleza exterior en general, la reproducción de la fuerza de trabajo y las condiciones físicas y de servicios públicos que permiten la producción, como tecnología, infraestructura, bienes, servicios públicos, etc. La degradación creciente de estas condiciones de producción tendería a la creación de una escasez de estos bienes y llevaría a una crisis capitalista (O’Connor, 2001).

Si la crisis producida por la primera contradicción del capitalismo emerge de la decreciente demanda en relación con el incremento de la producción (sobreproducción), la crisis producida por la segunda contradicción emerge de la disminución de la oferta frente a la creciente demanda (subproducción). Esta contradicción, asociada a la degradación de las condiciones de producción, se produce por los costos crecientes de ciertos bienes y recursos que antes estaban disponibles gratuitamente o a bajo costo. En ese sentido, la creciente degradación de los recursos naturales (como el agua, el aire, el suelo, etc.) produce un incremento de los costos y origina una crisis de subproducción.

En definitiva, según O’Connor (2001), el marxismo ecológico toma en cuenta las consecuencias de “la apropiación y el uso económicamente autodestructivos, por parte del capital, de la fuerza de trabajo, la infraestructura y el espacio urbano y la naturaleza externa o ambiente” (p. 212). Esta perspectiva resulta de utilidad para dar cuenta de uno de los conceptos que incluye Palacio Castañeda (2006) en la definición del objeto de estudio de la ecología política: la apropiación de la naturaleza, que inexorablemente tiene lugar en el marco de las relaciones de poder entre agentes sociopolíticos que interactúan conflictivamente y que están ubicados de manera desigual en el campo social.

El concepto relaciones de poder implica la necesidad de incorporar una perspectiva de la política en un sentido amplio que desborda lo estatal, lo gubernamental, lo público. Por ello, Palacio Castañeda (2006) señala que la ecología política no estudia únicamente “lo ambiental” de las políticas gubernamentales, es decir, las políticas ambientales. Por el contrario, la perspectiva “política” es mucho más abarcativa, al considerar las jerarquías y asimetrías entre los distintos agentes sociales que luchan por apropiarse de la naturaleza. Estas desigualdades pueden ser de diversos tipos (de clase, de género, étnicas, etc.) y expresarse a nivel local, regional o internacional (Escobar, 1998).

Por otra parte, si los conflictos son constitutivos de la vida social, sus resoluciones involucran mecanismos de poder, tomas de decisiones y discursos que las legitiman en desmedro de otras posibles alternativas. Desde esta perspectiva, la ecología política es el estudio de los conflictos, siempre existentes aunque en ocasiones ocultos: tal como lo plantean Arnauld de Sartre et al. (2014), “no es la presencia de conflictos en las cuestiones ambientales lo que debe ser explicado, sino su ausencia” (p. 41, traducción propia).

Las políticas ambientales son uno de los mecanismos a través de los cuales el Estado busca mediar en las disputas en torno a lo ambiental y resolver los conflictos que emergen. Sin embargo, dichas políticas construyen los problemas de modos particulares y, en ocasiones, contribuyen a ocultar las relaciones de fuerza que los generan (Arnauld de Sartre et al., 2014). Esta aproximación sociológica a la ecología política retoma la perspectiva foucaultiana y plantea la necesidad de analizar los conflictos ambientales desde una posición que no se pregunte quién tiene el poder, sino cómo son las relaciones de poder entre los diferentes agentes (Muñoz Gaviria, 2008).

En esta dirección, uno de los aportes centrales de la sociología a la ecología política consiste en brindar herramientas para incorporar la dimensión política en los procesos de apropiación de la naturaleza y, más ampliamente, en la cuestión ambiental. La teoría de los campos sociales, desarrollada por Bourdieu, sostiene que las relaciones de poder son constitutivas de los campos en los que se producen las disputas (Gutiérrez, 2005). A partir de este precepto, que permite hacer foco en los factores que explican las relaciones de poder entre los diferentes grupos, “la ecología política ha generado una serie de trabajos que cuestionan las interpretaciones dominantes sobre las causas y las consecuencias de la degradación del medio ambiente, así como las soluciones propuestas para [su] resolución” (Arnauld de Sartre et al., 2014, p. 44, traducción propia). Así, el abordaje de estas cuestiones desde la ecología política no implica negar la existencia de problemas ambientales, sino afirmar que estos están atravesados por relaciones de poder específicas.

Cabe preguntarse entonces cómo se construye “un problema ambiental”. La ecología política no niega la existencia de alteraciones biofísicas que resultan riesgosas para la continuidad de la vida. Sin embargo, que la idea de una “crisis ambiental” haya adquirido tanta magnitud en la agenda política amerita ser explicado como un hecho social, en términos de Durkheim. También es importante preguntarse por qué estas situaciones constituyen un problema para los Estados, que se sienten interpelados para generar regulaciones sobre la apropiación de la naturaleza a través de normativas específicas. En virtud de su poder soberano, no solo pueden generar dichas regulaciones sino que además tienen la atribución de castigar a quienes las infringen.

El hecho de que la “crisis ambiental” se haya convertido en una preocupación de instituciones de gobierno internacionales como la ONU y de los Estados nacionales puede ser entendido como parte de un proceso de institucionalización de lo ambiental (Estenssoro Saavedra, 2007). Así mismo, las medidas adoptadas para “resolver” aquello que es definido como un problema son generalmente conocidas como políticas ambientales. Tal como plantea Little (2007), algunas de estas políticas pueden ser positivas si apuntan a promover la continuidad de la vida de toda la sociedad en su conjunto y de sus entornos. Sin embargo, la intervención institucional se torna problemática cuando se convierte en un dispositivo de lo que algunos autores denominan gubernamentalidad ambiental (Agrawal, 2005).

Si las políticas ambientales son parte de la gubernamentalidad ambiental, primero se debe entender qué es la gubernamentalidad. Este concepto, de origen foucaultiano, refiere a “lo que orienta y legitima las conductas de los actores” (Arnauld de Sartre et al., 2014, p. 36, traducción propia). Foucault (1999) lo define como “el ensamblaje constituido por las instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y las tácticas que permiten ejercer esta forma tan específica, tan compleja, de poder” (p. 195). La gubernamentalidad es, entonces, “lo que hace posible al poder, lo que permite que se lo ejerza […], lo que permite establecer conexiones entre saber, instituciones y subjetividades; conexiones que apuntan a hacer a la realidad gobernable” (Arnauld de Sartre et al., 2014, p. 37, traducción propia).

La gubernamentalidad ambiental es un tipo de gubernamentalidad particular, propia de la modernidad ecológica, que refiere “a los saberes, las políticas, las instituciones y las subjetividades vinculadas a la emergencia del ambiente como un dominio que necesita de la regulación y de la protección” (Agrawal, 2005, p. 226). Según Agrawal, las políticas ambientales son un mecanismo de gubernamentalidad (en términos foucaultianos, un dispositivo) que produce sujetos ambientales a través de diversas tecnologías de gobierno.

Esto no implica, sin embargo, que los objetivos de las políticas ambientales y sus maneras de concebir el desarrollo y la sustentabilidad no hayan variado a lo largo del tiempo: en las últimas décadas, el culto a la vida silvestre y la proliferación de parques nacionales y otros espacios de exclusión de la actividad humana han cedido paso ante el avance de aquello propuesto como “desarrollo sostenible”, orientado a compatibilizar dimensiones económicas, sociales y ambientales a través de una regulación en las relaciones entre la sociedad y la naturaleza.

De todas formas, las políticas ambientales (en tanto tecnologías de gobierno) proponen ciertas alternativas para la preservación del medio ambiente y, por tanto, excluyen otras posibilidades simultáneamente. Como resultado, se instaura un universo de sentido en el que se moldean las subjetividades de los agentes que toman parte en la lucha por la manera más adecuada de relacionarse con el entorno, privilegiando a ciertos actores y marginalizando a otros.

En los últimos años, diversos estudios han abordado estas temáticas al analizar proyectos ambientales que propugnan la conservación y el desarrollo, estudiando las lógicas de las burocracias ambientales y las iniciativas de investigación científica y de gestión ambiental (Tsing, 2005; Beltrán y Vaccaro, 2011). Además, se preguntan por qué, a pesar de la pluralidad de representaciones sobre los problemas ambientales, se privilegian y legitiman los conocimientos científicos y técnicos (Beltrán y Vaccaro, 2011), y estudian las maneras en que este tipo de saberes se institucionalizan y cómo son confrontados (Brosius, 1999; Nygren, 1999). Asimismo, indagan sobre la cultura política del ambientalismo, estudiando la génesis y transmisión de las ideas, las instituciones y la gestión de la conservación en el marco de la globalización de este discurso, así como los nuevos lenguajes y las relaciones institucionales de la gobernanza y la gestión ambiental (Little, 1999; Tsing, 2005).

Si bien la ecología política estudia las relaciones de poder en torno a la apropiación de la naturaleza, no se puede suponer que este objeto de apropiación sea algo externo al individuo. Siguiendo a Marx, los seres humanos se relacionan con su entorno a través del trabajo, que es producido en el marco de relaciones sociales orientadas por las interpretaciones que los hombres realizan de sus circunstancias materiales. En esta línea, algunos investigadores indagan cuál es el papel del discurso en la emergencia de la cuestión ambiental, en la acción política en la resolución de las problemáticas ambientales y en las formas en que los agentes subalternos operan dentro del universo de sentido de “lo ambiental” (Escobar, 1998).

Por otra parte, a fin de comprender de qué modo se construye socialmente “lo ambiental”, en este artículo se analizará otro concepto central en la definición de Palacio Castañeda (2006): la fabricación social de la naturaleza. Los estudios que se enmarcan en este espacio de pensamiento abordan no solo las cuestiones materiales vinculadas con los procesos biofísicos del planeta, sino también los procesos de construcción simbólica que llevan a cabo los grupos socioculturales que los habitan (Escobar, 1998; Blaser y De la Cadena, 2009). Esto último implica el análisis de las maneras en que las sociedades construyen nociones como naturaleza o problemas ambientales y cómo los discursos, tanto hegemónicos como subalternos, operan en el desarrollo de los conflictos a través de la apropiación y uso de los elementos que son definidos como recursos naturales (Ferrero, 2005).

El estudio de las maneras en que la “naturaleza” es construida o fabricada socialmente es enriquecido por diversos enfoques antropológicos, como veremos en la siguiente sección. En lo que respecta a los aportes de la sociología sobre esta cuestión, cabe destacar la existencia de diversas teorías que señalan las consecuencias políticas de las construcciones socioculturales. Entre otros autores, se puede resaltar a Foucault (1979), quien alude a los discursos y sus efectos de verdad en relación con el poder; a Althusser (1988), con sus estudios sobre ideología, y a Bourdieu (2002), quien señala la violencia simbólica legítima ejercida por el Estado.

En esta misma dirección se orientan algunos trabajos que se concentran en analizar los efectos de las nociones hegemónicas sobre la naturaleza en la reproducción de las desigualdades sociales (Brosius, 1997, 1999). Dichas investigaciones remarcan los vínculos existentes entre estas construcciones hegemónicas y los procesos de apropiación y uso de los lugares, lo que produce el despojo de los sujetos subalternos en distintos contextos sociohistóricos (Mastrangelo, 2012). Así, destacan que los procesos de colonización han sido legitimados por las construcciones hegemónicas sobre la naturaleza a lo largo de la historia del capitalismo.

Por ejemplo, Arnold (2001) plantea que las lógicas colonialistas de los siglos XVI-XIX construyeron a los trópicos como lugares salvajes, pestilentes, asociados con excesos y enfermedades, y con poblaciones perezosas adversamente moldeadas por el paisaje tropical. En contraste, las zonas templadas habitadas por los europeos eran vistas como ideales para el desarrollo de la civilización. La misión colonialista, en consecuencia, consistía en conquistar y dominar a esa naturaleza salvaje de los trópicos, así como en civilizar a las poblaciones.

Esta visión imperialista construyó una América como entidad simbólica cargada de negatividad que legitimó el accionar colonialista, el despojo y el sometimiento de sus poblaciones (Nouzeilles, 2002; Alimonda, 2011). Estos procesos, reconfigurados, aún existen. Enfocándose en la situación actual, Svampa (2008) y Machado Aráoz (2010) denuncian que la megaminería constituye en América Latina una nueva forma de despojo, en un contexto neocolonial en el que la acumulación primitiva se complementa con procesos de acumulación por desposesión (Harvey, 2003, 2004). Las visiones imperialistas de ciertos Estados y empresas multinacionales refuerzan la imagen de nuestros países como proveedores de recursos mineros y destinatarios de los productos tecnológicos fabricados en otras latitudes, mientras se continúa señalando su supuesta incapacidad para desarrollarse independientemente y la necesidad de la intervención de dichos Estados y empresas en pos de su desarrollo. Estos procesos, sin embargo, generan cada vez más impactos ambientales que afectan negativamente la calidad de vida de las personas y generan resistencia por parte de las poblaciones locales (Bottaro, Latta y Sola, 2014).

Otros estudios, en el marco del neoliberalismo contemporáneo (Robertson, 2007), señalan que ciertos planes de gestión legitimados por discursos preservacionistas (Foladori, 2005) pueden ser considerados como parte de una ingeniería ecológica (Beltrán y Vaccaro, 2011). Estos autores, al igual que Ferrero (2005), Blaser (2009) y Santos (2011), sostienen que estas políticas se apoyan en ciertas construcciones hegemónicas sobre la naturaleza a la hora de establecer reservas y parques nacionales (Ferrero, 2014). Al mismo tiempo, dado que la gestión ambiental permite excluir a ciertos grupos, esta deviene una forma de ejercicio de poder. En otras palabras, se puede argumentar que el poder sobre la naturaleza es también poder sobre otros humanos. Como resultado, ante la existencia de asimetrías en las relaciones de poder, la fabricación social de la naturaleza (en el doble juego de “lo material” y “lo construido”) tiene implicaciones políticas.

Finalmente, resta referirnos al cuarto concepto incluido en la definición de Palacio Castañeda (2006): la existencia de múltiples agentes sociopolíticos. La teoría de los campos de Bourdieu sostiene que los campos sociales están conformados por un conjunto de agentes que se relacionan entre sí con el fin de conseguir lo que está en juego en dicho campo, esto es, tienen un interés en común (Gutiérrez, 2005). Sin embargo, no poseen las mismas posibilidades de ganar porque detentan diferentes grados de poder. Estas diferencias en las posiciones sociales se deben a que los capitales necesarios para ganar en ese campo están distribuidos de manera desigual entre los agentes. Así, las relaciones entre los agentes son políticas: tienen lugar en campos de juego eminentemente conflictivos atravesados por desiguales relaciones de poder, y en ellos los agentes dirimen las disputas en función de los capitales diferenciales que detentan, sus intereses particulares y las estrategias que desarrollan.

Los conflictos ambientales, entonces, son campos de fuerzas en los que distintos agentes disputan la apropiación, el usufructo y el control de la naturaleza (Azuela y Mussetta, 2009). Como parte de esta confrontación, los agentes justifican sus argumentos a través de diversos discursos que fabrican a la naturaleza de diferentes modos, algunos de los cuales son considerados más legítimos que otros dependiendo de las configuraciones sociales hegemónicas de cada contexto sociohistórico particular. En consecuencia, resulta lógico que la ecología política también analice las disputas, las luchas y las negociaciones entre estos agentes (Palacio Castañeda, 2006).

Según Merlinsky (2013), los conflictos ambientales son “focos de disputa de carácter político que generan tensiones en las formas de apropiación, producción, distribución y gestión de los recursos naturales” (p. 40) y que operan como catalizadores de antagonismos entre agentes sociales cuyos intereses y saberes son diferenciales. Según la autora, estos campos de lucha suelen ser impulsados por grupos de personas que consideran que estas tensiones generan ciertos riesgos o daños y que realizan demandas en el “terreno político en torno a la apropiación social de bienes de la naturaleza”, poniendo en juego argumentos ambientales (Astelarra, 2016).

Svampa (2008), Machado Aráoz (2010) y Merlinsky (2013) señalan que estos movimientos “desde abajo”, si bien suelen articular a agentes pertenecientes a distintas clases sociales, convergen en la crítica al extractivismo contemporáneo. Dichos movimientos denuncian las consecuencias devastadoras de diversos mecanismos de expansión capitalista, tales como la creciente presión exportadora de los recursos naturales, la aceleración del ritmo de los procesos extractivos y las transformaciones en los procesos de urbanización, entre otros. Esta línea de trabajo remarca que este tipo de colonización de la naturaleza solo es posible en el marco de las relaciones de poder que median las relaciones entre los seres humanos y el ambiente.

En síntesis, la sociología ha realizado diversos aportes a la ecología política y a la constitución de su objeto de estudio. Los estudios producidos a partir de la teoría marxista brindan herramientas conceptuales para comprender los procesos de apropiación de la naturaleza en su vinculación con el sistema capitalista en el cual se insertan y para poner de manifiesto las consecuencias que trae el uso abusivo de la naturaleza por parte del capital. Complementariamente, las perspectivas desarrolladas por sociólogos como Foucault y Bourdieu también aportan lo propio para incorporar la dimensión política en dichos procesos de apropiación de la naturaleza. El estudio de los conflictos ambientales desde la ecología política requiere, inexorablemente, analizar las relaciones de poder entre los diferentes agentes sociopolíticos que participan en estos campos de lucha.

Finalmente, la sociología contemporánea también ha brindado elementos teórico-metodológicos para analizar los procesos de fabricación social de la naturaleza. Más específicamente, dar cuenta de las formas en que los discursos hegemónicos y subalternos operan a lo largo del desarrollo de los conflictos ambientales permite comprender las maneras en que los agentes sociales construyen simbólicamente a la naturaleza. Las lógicas colonialistas construyeron una América cargada de negatividad que legitimó el despojo y el sometimiento de las poblaciones. En la actualidad, dichos procesos se reconfiguran para continuar existiendo y producir nuevas formas de despojo. De este modo, se evidencia que la fabricación social de la naturaleza (en el doble juego de “lo material” y “lo construido”) tiene implicaciones políticas: el poder sobre la naturaleza es también poder sobre otros humanos.

Los aportes de la antropología

A partir de un análisis de sus orígenes intelectuales y políticos, Paulson et al. (2003) plantean que la ecología política es un campo analítico, normativo y aplicado desde su constitución. El término ecología política fue usado por primera vez en 1972 por un antropólogo, Eric Wolf, para aludir al estudio de la manera en que las relaciones de poder median las relaciones entre los seres humanos y el ambiente (Biersack, 2011). Sin embargo, ya con anterioridad, diversas escuelas antropológicas dieron cuenta de las relaciones entre los seres humanos y su entorno.

En la década de 1950, los antropólogos enmarcados en la ecología cultural se preguntaron por las estrategias que distintas culturas desarrollaron para adaptarse a sus ambientes (Steward, 1955). Como señala Milton (1997), este enfoque sostenía un determinismo medioambiental y resaltaba la influencia del entorno en los patrones de comportamiento de los seres humanos al postular que ciertos rasgos culturales evolucionan de manera adaptativa a factores medioambientales específicos. Por ello se ha señalado que esta perspectiva tenía mucho de ecológica y poco de política (Palacio Castañeda, 2006).

En las décadas de 1960 y 1970, el desarrollo de la antropología ecológica (Rappaport, 1968) también aportó a la configuración de la ecología política como un espacio transdisciplinar. Según Milton (1997), esta escuela introdujo el concepto de ecosistema en los estudios antropológicos, retomando los postulados del enfoque sistémico-funcional. Así, se sostenía que la población humana era una más entre las entidades vivientes y no vivientes que se interrelacionan en dichos sistemas. En este marco de referencia, el papel de los antropólogos sería analizar los procesos de intercambio entre estas entidades, haciendo foco en el impacto que ejercen los seres humanos en sus entornos y en las maneras en que se ven afectados por ellos. Sin embargo, los estudios realizados desde esta corriente no lograron dar cuenta de los aspectos culturales de estas interacciones ni consideraron los conflictos entre las interpretaciones de la naturaleza de los distintos grupos sociales. Similarmente a lo que sucediera con la ecología cultural, se cuestionó que esta perspectiva resaltara la dimensión ecológica e invisibilizara la dimensión política.

En este sentido, la antropología ambiental contemporánea ha mantenido el interés por considerar la dimensión ecológica, pero ha logrado hacer énfasis también en la dimensión política (Brosius, 1999). Esta nueva perspectiva está “más alerta a las cuestiones de poder y desigualdad, a la contingencia de las formaciones culturales e históricas [y] a la significancia de los regímenes de producción de conocimiento” (p. 278).

Biersack (2011) señala que en los últimos años algunos estudios antropológicos han contribuido a cuestionar la dicotomía cultura-naturaleza, así como el reduccionismo que diferenciaba a los factores simbólicos de los materiales (Descola y Pálsson, 2001; Blaser, 2009). Esta autora recomienda centrarse en el nexo entre lo simbólico y lo material (cultura-naturaleza), señalando que la realidad misma no es extrasimbólica, es decir, no es material exclusivamente, sino que está investida de significado, construida, fabricada y disputada de manera conflictiva por distintos agentes sociales.

Según la definición previamente mencionada, la ecología política estudia las relaciones de poder en torno a la naturaleza en términos de su fabricación social, apropiación y control. En esta dirección, Biersack (2011) destaca que, en la medida en que la apropiación de la naturaleza no es solo histórica y social, sino también cultural, la ecología política debe atender a cuestiones vinculadas con “la cultura de dicho acceso y control, la cultura de la producción, la distribución, el intercambio, la cultura de las relaciones sociales de producción y otras articulaciones humano-naturaleza” (p. 163, cursivas en el original). Se trata de comprender, según Escobar (2011), los regímenes culturales de apropiación de la naturaleza.

Las discusiones más recientes en el campo de la ecología política también resaltan el carácter entretejido de las dimensiones discursiva, material, social y cultural de la relación entre el ser humano y la naturaleza (Escobar, 1999). Según este autor, la cultura no es un conjunto de tradiciones, creencias y conocimientos que, a manera de un compartimiento estanco, estaría separado de otras esferas de la vida social, como la economía y la política. Por el contrario, la cultura, en su acepción amplia, comprende tanto las prácticas sociales a través de las cuales los seres humanos se relacionan entre sí y con su entorno como los conocimientos que dan sentido a dichas prácticas. En esta misma dirección, algunos antropólogos sostienen que la naturaleza y la cultura son realidades construidas a través de prácticas, discursos e instituciones (Milton, 1997; Biersack, 2011; Tsing, 2011; Ulloa, 2011).

Por otra parte, Escobar (1996) agrega que el significado de la naturaleza se ha transformado a lo largo de la historia de acuerdo con factores culturales, socioeconómicos y políticos. Al igual que Nouzeilles (2002), postula que lo natural es culturalmente construido y que, por tanto, no ha sido definido de manera estática a lo largo del tiempo. Además, argumenta que la creencia acerca de que la naturaleza es un principio esencial y una categoría fundacional que está separada de la gente está relacionada con la visión del hombre que fue consagrada por la Modernidad.

La Modernidad se caracteriza por la creencia en la evidencia de que existe una naturaleza que funciona según una serie de reglas que se aplican a todos los seres vivos (Arnauld de Sartre et al., 2014). En la Modernidad,

lo que diferencia a los humanos de los no humanos es la conciencia reflexiva, la subjetividad, el poder de dar de un significado, la matriz de símbolos y el lenguaje. […]. [A su vez,] los grupos humanos se distinguen los unos de los otros por su manera particular de utilizar sus aptitudes en virtud de una suerte de disposición interna que denominamos cultura. (p. 33, traducción propia)

La construcción de la naturaleza y lo natural como un elemento separado de lo social y lo cultural es, entonces, propia de esta época.

La antropología también ha realizado aportes significativos para caracterizar los procesos de apropiación y control de la naturaleza. O’Connor (1994), retomando la teoría marxista, resalta los aspectos culturales de la “fase ecológica”, propia de la colonización de la naturaleza contemporánea. Señala que la apropiación directa, entendida como la expansión del capital sobre la naturaleza y el trabajo, es una de las tendencias de colonización de la naturaleza por parte del capital. Pero, además, también menciona la existencia en la actualidad de una segunda forma de colonización, que se da a través del discurso: el capital no solo busca la acumulación a través de la explotación, sino que también propugna la “gestión sustentable” de una “naturaleza capitalizada”. En última instancia, esto no es otra cosa que un mecanismo a través del cual el capitalismo se autolegitima en nombre del “uso racional y sostenible de la naturaleza” (O’Connor, 1994, p. 16).

El autor señala que ambas formas de colonización pueden coexistir, pero que la segunda tiende a aparecer especialmente cuando la apropiación directa es resistida por los movimientos sociales. Explica que esta forma de colonización de la naturaleza por el capital es más sutil pero también más perversa, porque implica una mayor dominación cultural: las disputas por la naturaleza quedan inevitablemente enmarcadas en un capitalismo ecologizado que enmascara la dominación en un discurso que promueve la conservación del ambiente. Por ello, argumenta que este proceso de colonización de la naturaleza tiene lugar a través de su conquista semiótica. Como postula Merlinsky (2013), es en esta “fase ecológica” del capital que la construcción política de la naturaleza conlleva la emergencia de conflictos ambientales en los que se confrontan los intereses de distintos agentes sociales que legitiman sus argumentos a través de diversas representaciones sobre el ambiente y la sustentabilidad.

Retomando este último punto, la antropología ha realizado aportes teórico-metodológicos sustantivos para el estudio de este tipo de conflictos. Little (2007) señala la importancia de etnografiar los conflictos ambientales desde un enfoque multiactoral que permita tener en cuenta los puntos de vista de los distintos agentes y los modos en que interactúan en el marco de una problemática socioambiental. Skill (2010) resalta que, en la medida en que estos son definidos por los agentes sociales, es fundamental investigar cómo ellos tratan de convencer a otros de que el problema es importante y cómo movilizan y visualizan el problema. De igual manera, Lins Ribeiro (1992) sostiene que dichos agentes se encuentran en un esfuerzo permanente por convencer a otros de que sus interpretaciones sobre la sustentabilidad ambiental y sus prescripciones sobre la forma de relacionarse con la naturaleza son universales y legítimas para la sociedad como un todo.

Cabe preguntarse entonces sobre el margen de agencia que aquellos agentes que se ubican en las posiciones menos ventajosas de este campo de lucha tienen para resistir o confrontar las prescripciones hegemónicas. Los estudios etnográficos sobre resistencias, confrontaciones, negociaciones y alianzas entre distintos agentes en el marco de los conflictos ambientales dan cuenta de las variadas maneras en que la agencia popular tiene lugar en la interfaz de la cultura y la política (Brosius, 1997, 1999; Ulloa, 2001; Ferrero, 2005; Leite Lopes, 2006; Blaser, 2009; Acselrad, 2010).

Las aproximaciones antropológicas sobre los conflictos también pueden iluminar las lógicas de los colectivos sociales que denuncian la existencia de problemas o injusticias ambientales, así como proponer alternativas. Podríamos considerar que este tipo de estudios conforma una suerte de antropología para el ambientalismo en la medida en que los investigadores toman posición frente al conflicto sin poner bajo la lupa las maneras en que los subalternos movilizan ciertas representaciones para fundamentar sus demandas. Desde esta aproximación, diferentes trabajos han analizado la resistencia a la megaminería (Machado Aráoz, 2010) o a los megaemprendimientos inmobiliarios (Astelarra y Domínguez, 2015), entre otros conflictos.

Pero existe también un corpus de estudios que podrían agruparse en la antropología del ambientalismo que se concentran en criticar las maneras en que “la cuestión ambiental” es construida por los agentes hegemónicos pero que señalan que también es hablada en esos términos por los subalternos (Adger, Benjaminsen, Brown y Svarstad, 2001; Pizarro y Straccia, 2018). Siguiendo a Brosius (1999), la antropología no solo debe aportar a la comprensión del impacto humano en su entorno, también tiene que tratar de demostrar cómo el ambiente es construido, representado, reclamado y confrontado. En línea con lo planteado por algunos sociólogos sobre las consecuencias prácticas de las fabricaciones de la naturaleza por parte de ciertos agentes sociales, Brosius (1999) sostiene que los discursos ambientales son constitutivos de la realidad y definen variadas formas de agencia, administran ciertos silencios y prescriben diferentes formas de intervención.

De esta manera, los enfoques antropológicos contemporáneos le conceden una importancia central “a la politización de las representaciones”, es decir, “al papel jugado por los discursos con sus efectos políticos y materiales” (Santamarina Campos, 2008, p. 170). Si se reconoce que la significación construye la realidad en lugar de reflejarla, la pregunta no es si la representación es o no precisa, sino qué tipo de realidad se está construyendo, por quién, para quién, con qué propósito y con qué efecto político (Biersack, 2011). Las teorías antropológicas del ambientalismo abordan las maneras en que se politizan las representaciones sobre la naturaleza, específicamente sobre lo ambiental.

La categoría ambientalismo, sin embargo, es polisémica. Por un lado, remite a los discursos que alertan sobre la crisis ambiental generada por el sistema capitalista, que cobraron visibilidad en el imaginario público a partir de la década de 1960 (Estenssoro Saavedra, 2007). Por otro lado, alude a las demandas de los movimientos sociales que denuncian los efectos que tienen las tecnologías modernas sobre el planeta y sobre grupos sociales específicos. Además, refiere a los discursos a través de los cuales el capital pone en valor a la naturaleza, mercantilizándola (O’Connor, 1994), lo cual constituye una de las estrategias por medio de las cuales la modernidad fagocita las resistencias contrahegemónicas en el contexto neoliberal actual.

Lins Ribeiro (1992) acota el alcance del término ambientalismo a la preocupación moderna por la sustentabilidad ambiental de las maneras en que los seres humanos se relacionan con su entorno y a la responsabilidad moral que tienen para conservarlo. En esta dirección, Milton (1997) sostiene que el ambientalismo es una perspectiva cultural que postula la necesidad de proteger el ambiente a través del esfuerzo y la responsabilidad humana, pero agrega que no es una perspectiva universal dado que se basa en valores morales que no necesariamente son compartidos por toda la humanidad. Por lo tanto, sostiene que existen grupos socioculturales que no tienen una perspectiva “ambientalista” en tanto no atribuyen a los humanos responsabilidades por el cuidado de la naturaleza o bien no conciben que estos tengan la capacidad de impedir cambios ambientales irreversibles. Agrega que estas tradiciones “no ambientalistas” son parte tanto de las sociedades industriales como de las preindustriales, aun cuando las personas se relacionen de una manera no destructiva con el ambiente o sus ontologías no distingan entre naturaleza y cultura.

Según Milton (1997) y Foladori y Taks (2004), diversos estudios antropológicos sobre ecología humana han demostrado la falsedad del mito de la sabiduría ecológica de las sociedades preindustriales. Estos hallazgos ponen en evidencia que las diversas formas de apropiarse y utilizar los medios de subsistencia han estado atravesadas por relaciones de poder en todos los momentos históricos y que no necesariamente las tecnologías precapitalistas han sido más armónicas con la naturaleza que las capitalistas. Simultáneamente, otros antropólogos como Nygren (1999) o Brosius (1999) examinan el papel que tiene este mito sobre el “conocimiento indígena” en los discursos ambientalistas contemporáneos y remarcan que es necesario deconstruir las representaciones esencializadas acerca de los pueblos indígenas que son parte de la dominación cultural del capital en su fase ecológica.

Así, Brosius (1999) critica la manera en que los movimientos y las organizaciones ambientalistas valorizan a aquellos grupos que han sido históricamente subyugados e ignorados a través de imágenes que aseveran la existencia de “conexiones naturales” entre los pueblos indígenas y el ambiente. Según este autor, se trata de idealizaciones esencialistas que han sido empleadas para perpetuar en el tiempo los sistemas de desigualdad. A la vez, sostiene que existe una diferencia entre distintos tipos de esencialismos: al sostener acríticamente las imágenes idealizadas de los grupos, los mitos románticos resultan en la dominación de los grupos subalternos; en cambio, en otros casos, estas mismas imágenes son utilizadas estratégicamente por estos mismos grupos o por otros que accionan en su defensa. Así, mientras el primer tipo de esencialismo perpetúa la desigualdad, el esencialismo estratégico implica un uso político de esas imágenes para participar en los campos de lucha, argumentar y, en última instancia, disputar dicha desigualdad.

Desde la década de 1980, la etnoecología pretendió dar cuenta de los saberes locales en relación con la naturaleza, con la intención de revalorar la armonía con que se relacionan los pueblos originarios con su entorno (Ulloa, 2011). Sin embargo, se trataba de una mirada esencialista que reproducía acríticamente imágenes idealizadas de estos grupos bajo el presupuesto de que el conocimiento local es diferente del conocimiento experto o científico-técnico en términos de racionalidad, veracidad y alcance teórico.

Estas perspectivas resultaron en la producción de una imagen estática y romántica de los agentes locales (Geertz, 1994). Aquellos que interpretaban su relación con el entorno como inherentemente positiva los caracterizaban como “ecologistas”, mientras que aquellos que interpretaban su relación con el entorno como inherentemente negativa y necesaria de ser modificada los caracterizaban como “reacios al cambio” (Nygren, 1999). Sin embargo, este tipo de estudios contribuyó a la reproducción de la dominación incluso en aquellos casos en que el objetivo final era la revaloración de saberes locales: la penetración del capital favoreció la ocurrencia de procesos que algunos autores han caracterizado como de “biopiratería” y, paradójicamente, contribuyeron a la destrucción de esos mismos saberes (Shiva, 1997).

Nygren (1999) critica estas concepciones y remarca que los agentes locales se apropian y resignifican los elementos de sentido de los saberes científico-técnicos (y viceversa) en el marco de las negociaciones y confrontaciones, y viceversa. Plantea que estos procesos de hibridación dan lugar a saberes ambientales que construyen los agentes que participan en campos de lucha que están en permanente cambio.

En la ecología política, como se señala en este artículo, cobra relevancia incorporar los enfoques antropológicos que permiten conocer las maneras en que la naturaleza es construida o fabricada. El análisis de las luchas discursivas permite dar cuenta de aspectos constitutivos de los conflictos sociales en los que se dirime la apropiación y uso de lo que se concibe como naturaleza en contextos sociohistóricos particulares. Pero cabe resaltar que no solo interesa analizar las diversas construcciones socioculturales del mundo —de los mundos, siguiendo a Blaser (2009) y a Blaser y De la Cadena (2009)—, sino también las maneras en que unas se imponen sobre las otras produciendo efectos de poder concretos en las vidas de los seres humanos y generando o reproduciendo relaciones de dominación y desigualdad. En este sentido, Leff (2003) plantea que es necesario adoptar no solo una perspectiva constructivista sino también una perspectiva política en la que

las relaciones entre [los] seres humanos […] y [entre estos y] la naturaleza se construyen a través de relaciones de poder (en el saber, en la producción, en la apropiación de la naturaleza) y de los procesos de “normalización” de las ideas, discursos, comportamientos y políticas. (p. 6)

En este apartado se puso en evidencia que la antropología aporta múltiples herramientas teórico-metodológicas para analizar los conflictos ambientales. Por un lado, se señalaron algunos enfoques que permiten indagar sobre las maneras en que se politizan las representaciones en torno a la naturaleza en el marco de su fabricación social. Además, se hizo referencia a los estudios sobre su conquista semiótica, señalando que actualmente nos encontramos en la fase ecológica del capital, en la que el capitalismo se autolegitima en nombre del uso racional y sostenible de la naturaleza y ejerce una forma más perversa de colonización a través de una mayor dominación cultural.

Finalmente, se mostró que las investigaciones etnográficas realizadas en el marco de la antropología ambiental contemporánea permiten conocer las estrategias de acción que agentes dominantes y subalternos llevan adelante en estas disputas. Las ideas esencialistas que postulan la existencia de supuestas “conexiones naturales” entre los pueblos indígenas y el ambiente pueden perpetuar en el tiempo las relaciones de desigualdad. Sin embargo, en otras ocasiones, estas mismas imágenes idealizadas pueden ser utilizadas estratégicamente por estos mismos grupos o por otros que accionan en su defensa con el fin de participar en los campos de lucha y disputar dicha desigualdad.

Reflexiones finales

En este artículo se han presentado los aportes realizados por estas dos disciplinas a este espacio de pensamiento. Como se ha señalado, la teoría marxista brinda elementos para comprender los procesos de apropiación de la naturaleza en su vinculación con el sistema capitalista en el cual se insertan, y el marxismo ecológico ha puesto de manifiesto las consecuencias del uso abusivo de la naturaleza por parte del capital. También se han desarrollado estudios desde la antropología que retoman los preceptos marxistas para mostrar cómo se produce la conquista semiótica de la naturaleza.

Retomando dichas perspectivas, se planteó que los estudios acerca de la expansión del capital sobre la naturaleza se enriquecerían si se complementaran con otros que pusieran en evidencia cómo el capitalismo se autolegitima en nombre del uso racional y sostenible de la naturaleza y de qué maneras ejerce una forma más perversa de colonización a través de una mayor dominación cultural. Esta tarea requiere un esfuerzo epistemológico de autoobjetivación del sujeto objetivante, ya que, tal como hemos visto más arriba, este capitalismo ecologizado enmascara la dominación en un discurso que promueve la conservación del ambiente.

Al mismo tiempo, algunos antropólogos y antropólogas han señalado que la apropiación de la naturaleza no solo es histórica y social, sino también cultural. Retomando estas perspectivas, se sostuvo que la ecología política debe atender a cuestiones vinculadas con los regímenes culturales de apropiación.

El análisis de la dimensión política de estos procesos de apropiación de la naturaleza también puede enriquecerse con sustantivos aportes provenientes de ambas disciplinas. Diversos sociólogos y sociólogas han sentado los lineamientos conceptuales básicos para analizar los discursos y sus efectos de verdad en relación con el poder, el papel de la ideología y el ejercicio de la violencia simbólica legítima por parte el Estado, y estudios contemporáneos desde esta disciplina muestran cómo los discursos hegemónicos y subalternos operaron (y continúan operando) en el desarrollo de lógicas colonialistas y extractivistas en América Latina. En el mismo sentido, múltiples trabajos producidos por antropólogos y antropólogas se han concentrado en analizar los efectos de las nociones hegemónicas sobre la naturaleza en la reproducción de las desigualdades sociales. Así, la antropología ambiental contemporánea complementa las perspectivas sociológicas a la hora de analizar las formas en que se politizan las representaciones sobre la naturaleza al indagar cuáles tipos de realidad se están construyendo, por quién, para quién, con qué propósito y con qué efecto político.

Finalmente, en este artículo se han señalado las herramientas conceptuales y metodológicas propuestas por ambas disciplinas, orientadas a aprehender en su complejidad los conflictos en torno a la apropiación de la naturaleza. El supuesto antropológico de que “lo natural es inherentemente construido” es fundante de la ecología política, al igual que el supuesto sociológico de que “lo social es inherentemente conflictivo”. De este modo, se sugiere que el análisis de las formas de vinculación de los diferentes grupos sociales con sus lugares, en tanto objeto de estudio de la ecología política, debe estar orientado por dichos supuestos.

En otras palabras, analizar las disputas sobre cuáles son las formas más adecuadas de apropiación de la naturaleza requiere considerar que aquello señalado como natural es siempre construido y que es construido en un campo de fuerzas necesariamente conflictivo atravesado por relaciones de poder entre agentes sociales ubicados diferencialmente. Solo de esta manera la ecología política podrá capturar adecuadamente la dimensión política de estos procesos y dar cuenta de los modos en que las diversas formas de relación con la naturaleza son puestas en tensión en los conflictos ambientales.

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Notas

* Artículo de revisión

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: straccia@agro.uba.ar

Información adicional

Cómo citar este artículo: Straccia, P. H., y Pizarro, C. A. (2019). Ecología política: aportes de la sociología y de la antropología. Cuadernos de Desarrollo Rural, 16(84). https://doi.org/10.11144/Javeriana.cdr16-84.epas

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