La problemática de las definiciones en el análisis del nacionalismo y la nación desde el paradigma del modernismo*

The Problems of the Definitions in the Analysis of the Nationalism and Nation under the Paradigm of Modernism

Papel Político, vol. 24, núm. 1, 2019

Pontificia Universidad Javeriana

Guillermo Reyes Pascual a

University of Kent, Reino Unido


Fecha de recepción: 30 Agosto 2018

Fecha de aprobación: 06 Noviembre 2018

Fecha de publicación: 24 Junio 2019

Resumen: Aunque el estudio académico del nacionalismo ha tenido un profundo desarrollo desde la década de los 60, todavía se suelen atisbar ciertas dificultades teóricas para concretar los términos que se emplean. Una de las razones puede ser la utilización de conceptos capitales, como nacionalismo y nación, de forma poco rigurosa y precisa. Se podría decir que, hasta cierto punto, hay tantas definiciones para estos dos conceptos como actores. El objetivo de este artículo de reflexión es proponer, de forma concisa, una serie de definiciones de los términos nacionalismo y nación desde el paradigma modernista del nacionalismo. Se pretende aportar claridad a los debates que teorizan sobre el nacionalismo desde una perspectiva analítica profunda y consolidada entre gran parte de los autores que deliberan sobre este fenómeno social. Primero, se hace un breve resumen del modernismo como paradigma del nacionalismo. Esto viene seguido de un análisis de los diferentes fundamentos teóricos de ambos conceptos que tienen cierta aceptación dentro del modernismo. Finalmente, se da una posible definición para cada uno de estos dos términos desde este punto de vista modernista. La principal conclusión es que se deben repensar estos conceptos teóricos clave para analizar las formas complejas de las sociedades contemporáneas.

Palabras clave: claridad, modernismo, nacionalismo, nación, definiciones.

Abstract: While the academic study of nationalism has had a strong development since the 1960s, some theoretical difficulties still use to be observed when setting the terms to be employed. One of the reasons may be the use of capital concepts such as nationalism and nation in a barely strict and accurate way. Arguably, to some extent, there are so many definitions for these two concepts as actors. Therefore, this reflection article aims to propose succinctly a series of definitions of the terms nationalism and nation under the modernist paradigm of nationalism. This work intends to make clearer the debates that theorize on the nationalism from a deep analytical perspective, which became established among a great deal of authors discussing on this social phenomenon. Firstly, a brief summary of Modernism as a paradigm of nationalism is provided. Next, an analysis of the different theoretical fundamentals for these two concepts with some acceptance within the Modernism is carried out. Finally, a possible definition for each concept is provided under the modernist view. The main conclusion is that these two theoretical concepts key when analyzing the complex forms of the contemporary societies should be rethought.

Keywords: clarity, Modernism, nationalism, nation, definitions.

Introducción

En los debates que tienen como telón de fondo la discusión en torno a los paradigmas del nacionalismo, uno de los objetivos más importantes se ha centrado en llenar de contenido los diferentes términos alrededor de los cuales estos se articulan (Karolewski y Suszycki, 2011, pp. 1-2). Dos son los términos que adquieren una importancia capital: nacionalismo y nación. Con esta premisa inicial como punto de partida, este artículo intenta responder a dos preguntas fundamentales. En primer lugar, ¿qué se entiende por nacionalismo? y, en segundo lugar, ¿qué es una nación? Para responder a estas dos preguntas se acude, dentro de los diferentes paradigmas, clásicos o contemporáneos del nacionalismo, al del modernismo y a su perspectiva analítica. El modernismo, actualmente, sigue siendo la explicación teórica más aceptada para interpretar los fenómenos del nacionalismo y la nación (Smith, 2000, p. 145).

Dicha tarea puede ser considerada como una de las más complicadas de afrontar (Tilly, 1975, p. 6), dada la elevada cantidad de significados y definiciones que existen. Esto contribuye a que, incluso desde los diferentes paradigmas, en ocasiones se ensombrezca o dificulte dicha labor (Tamir, 1999, p. 68). Desde que los temas del nacionalismo y la nación se empezaron a debatir en el siglo XIX, parece que estas dos cuestiones nunca acaban de ser respondidas, a la vez que se intenta obtener un cierto consenso por parte de los diferentes autores que forman parte de las mismas. Con esto en mente, este ensayo de reflexión intenta satisfacer tres objetivos bien definidos. Primero, hacer un recorrido a través de las bases teóricas que podrían sustentar una posible definición, tanto de nacionalismo como de nación; segundo, proponer unas definiciones ajustadas a estas bases teóricas; y tercero, enmarcar las mismas dentro de un armazón teórico más general.

Este artículo se divide en tres epígrafes principales. El primero analiza el modernismo como paradigma del nacionalismo para crear un paraguas teórico donde insertar los términos de nacionalismo y nación. El segundo presenta un examen del término nacionalismo y su posible definición. El tercero y último desgrana el término nación y su posible definición. Como se ha resaltado más arriba, ambas definiciones se articulan desde el punto de vista modernista. Finalmente, y para dar solidez al contenido de este artículo, se debe afrontar el debate con sumo cuidado. Siguiendo el consejo dado por Hobsbawm (2012, p. 20), la mejor manera de afrontar esta tarea debe ser desde posiciones lo más asépticas posibles, para que no estén influenciadas de antemano, aunque también, como bien dice Norman (1999, p. 52), estas posibles definiciones no van a estar exentas de las propias posiciones filosóficas de quien las desarrolla, pero sí que deberían servir como toques de atención. Esto implica que no se debería tomar ninguna decisión al respecto de forma anticipada. Evitar el esencialismo y centrarse en el convencionalismo de los términos no es una simple técnica metodológica, sino que debería servir también como punto de partida de las posibles críticas a lo aquí expuesto.

El modernismo [1] como paradigma del nacionalismo

Fundamentos teóricos

Aludiendo a los acontecimientos posteriores a la Revolución Francesa, que ayudaron a definir el mapa geopolítico europeo a partir del siglo XVIII, Smith (2000) describe sus consecuencias tanto políticas como sociales. El proceso de construcción de las comunidades que dejaban atrás el absolutismo que se dio a partir de ese momento histórico se caracterizó por ser completamente moderno, incluyendo todas sus consecuencias. Se puede decir que hubo un antes y un después en cuanto a la organización política y social de las comunidades. Dentro del paradigma del modernismo se pueden encontrar, entre otros, autores como Gellner (1965, 1994, 1997, 2008), Anderson (2011), Hobsbawm (1972, 1975, 2012), Kedourie (1988) o Breuilly (1993, 1996, 2011). Este paradigma, aunque considerado como un solo cuerpo teórico, está formado por varias teorías diferentes (Lawrence, 2005, p. 160), que comparten la misma premisa inicial sobre la modernidad tanto del nacionalismo como de la nación (Özkirimli, 2010, p. 72). Cinco teorías generales destacan dentro del modernismo: las teorías socioeconómicas, socioculturales, políticas, ideológicas, y finalmente constructivas (Reyes Pascual, 2018, pp. 65-68).

Las teorías socioeconómicas dentro del modernismo ocupan el primer lugar (Smith, 2004a, p. 65). El argumento principal es que el nacionalismo y la nación surgen fundamentalmente por factores económicos. La división del trabajo que se empezó a introducir en la Edad Moderna [2] , y que dio origen al industrialismo, tiene en la complejidad del sistema capitalista el germen para que surgiera el nacionalismo y, consecuentemente, la nación. El complejo sistema capitalista no solo consistía en relaciones económicas, sino también modernas estructuras políticas, jurídicas, sociales, y culturales. Las nuevas relaciones del trabajo produjeron grandes desigualdades, que a su vez dieron lugar a la aparición de la lucha de clases o la lucha entre las colonias y las metrópolis, que se identificaron como catalizadores que alimentaron los movimientos nacionales (Giddens, 1994, pp. 362-367). Entre los autores que defienden estas teorías están, por ejemplo, Nairn (1977, 1997), Hechter (1975, 1988, 2000), Balibar (1990, 1991), o Wallerstein (1974, 1987).

En segundo lugar, están las teorías socioculturales o de homogeneización cultural, muy extendidas dentro del modernismo (Smith, 2004a, p. 66). Estas derivan de lo anterior, pero ponen el foco en las consecuencias que esto tuvo para las culturas minoritarias. La idea principal de las teorías socioeconómicas es que el nacionalismo satisfacía las necesidades que requerían los nuevos medios de producción modernos. Esto se tradujo en que la división social del trabajo que introdujo el capitalismo requirió de una homogeneización cultural (Conversi, 2007, pp. 18-20), conseguida a través de una cultura común. Con esta, cualquier trabajador era educado de la misma forma y, por tanto, su conocimiento y adecuación para la utilización de la maquinaría era la misma, y el proceso de producción no se veía afectado por la sustitución de la fuerza laboral. El principal resultado fue que las culturas minoritarias fueron asimiladas o desaparecieron por el empuje de la ola homogeneizadora de los nuevos centros de poder. Esta cultura común solo podía implementarse a través de instrumentos como la educación pública de las masas, origen principal de la nueva fuerza de trabajo.

Las teorías políticas modernistas ocupan el tercer lugar (Smith, 2004a, p. 66). El Estado actúa como principal responsable de fomentar el surgimiento del nacionalismo, sea centralista o periférico. A este tipo de posiciones se las encuadra dentro de la denominada teoría estatista. El nacionalismo y la nación surgen por la acción positiva o negativa directa del Estado. Los estatistas defienden que son los Estados modernos los que fomentan que el nacionalismo y la nación surjan a través, precisamente, de la relación entre estos y las comunidades nacionales. Gellner (2008) no está lejos de esta hipótesis, cuando sostiene que no puede haber nacionalismo sin Estados (p. 71). Algunos autores que defienden estas corrientes son, por ejemplo, Breuilly (1993, 1996, 2011) o Giddens (1984, 1985, 1990).

En cuarto lugar, dentro del modernismo están las denominadas teorías ideológicas (Smith, 2004a, p. 66). Uno de sus máximos exponentes es Kedourie (1988). En este caso, la Ilustración y los ideales como el de soberanía, autodeterminación y derechos políticos tienen aquí una importancia capital. Estos elementos son los responsables del despuntar del nacionalismo y de la nación. Antes del siglo XVIII y las revoluciones liberales, Europa estaba formada por Imperios o dinastías monárquicas que se regían, y hacían regir el destino de las comunidades por la ley divina y la tradición. El nacionalismo rompió de forma radical con esta forma de organización política, y la sustituyó por la soberanía nacional, encarnada en los modernos Estados y Estados-nación.

En quinto y último lugar están las llamadas teorías constructivas modernistas (Smith, 2004a, p. 66). Los autores que defienden estos postulados sostienen que, aun siendo el nacionalismo y la nación, y su nueva organización política y social, producto de la Modernidad y objetivadas en la Edad Contemporánea [3] , estas mismas estructuras modernas son construcciones sociales. El proceso que da origen a las nuevas relaciones sociales requería de nuevas lealtades para cimentarlas (Anderson, 2011; Hobsbawm y Trevor-Roper, 2012). Las comunidades étnicas o premodernas son sustituidas por nuevas comunidades nacionales con sus nuevas lealtades modernas.

El plano histórico y político

En el plano histórico, el modernismo se distingue de los demás paradigmas del nacionalismo, entre otras cosas, por marcar el comienzo del nacionalismo y de la nación en la Modernidad (Reyes Pascual, 2018). El eje principal de este argumento es el desarrollo del nacionalismo como ideología o movimiento político (Gellner, 2008, p. 67) en la Edad Contemporánea. El nacionalismo, como ideología o movimiento, y en referencia a su contenido teórico, es reciente. Como defiende Kedourie (1988, p. 1), fue inventado en el siglo XIX. No se puede, por tanto, encontrar en la historia una doctrina semejante. Esto no significa que parte de sus premisas no hayan sido fundamentadas en ideas surgidas antes del siglo XIX, como son el ejemplo de Gottfried Herder (Kohn, 1965, pp. 103-104) o Gottlieb Fichte (Birch, 1989, pp. 19-20).

Poniendo el foco en la nación, esta surge aproximadamente en la Edad Contemporánea, aunque hay cierto debate en cuanto al lugar y la fecha, pero siempre dentro de esta horquilla temporal (Calhoun, 1993, pp. 212-213). Si el paradigma del primordialismo, por ejemplo, considera a la nación como ente orgánico atemporal, la nación, para los modernistas, es un ente y contingencia histórica. Nace para responder a un determinado contexto histórico. Porque la nación es contingente, el ser humano tiene poder de articulación sobre la misma. El ser humano las crea para adaptarse a nuevos contextos históricos, en este caso, el de las nuevas relaciones de poder introducidas por la Modernidad. Los lazos que unían a las comunidades premodernas ya no satisfacían las nuevas necesidades sociales y, por tanto, se adaptaban o se sustituían por los lazos nacionales surgidos en la última parte de la Edad Moderna y principios de la Edad Contemporánea. De forma resumida, el modernismo sitúa al nacimiento del nacionalismo y la nación durante, aproximadamente, los siglos XVII y XIX, momento en que se producen los grandes procesos de modernización de las estructuras sociales premodernas.

En el plano político, el modernismo analiza estructuralmente al nacionalismo y a la nación (Reyes Pascual, 2018, p. 69-70). Como sugiere Smith (2004a), aludiendo al proceso de construcción nacional francés, el nacionalismo es nuevo (p. 63). A lo largo de la historia no se puede encontrar ejemplo alguno en las distintas formas de organización política humanas, que se aproxime a la nueva organización nacional de las comunidades modernas o que sea la reproducción de algo más antiguo. Las nuevas estructuras nacionales responden a un concreto momento histórico, que era completamente nuevo, y que se requería para adaptarse a las nuevas necesidades surgidas de la Modernidad.

La Revolución Francesa introdujo principios políticos que hasta ese momento eran muy novedosos. Un ejemplo de esto es el propio lema de la Revolución: Liberté, Fraternitè et Égalité. Hasta los siglos XVII-XVIII, el fundamento del poder político de las comunidades humanas organizadas era completamente opuesto. Con las revoluciones americana, francesa, y latinoamericanas se daba inicio a una nueva forma de organizar políticamente a las comunidades (Smith, 2004a, p. 63). La diferencia entre esta nueva forma de organización política de la comunidad es que, hasta ahora, ningún orden político estaba legitimado por la participación de su totalidad en su organización. La nación es una construcción política en sus fundamentos a través del nacionalismo, que es su pilar ideológico. No hay rastro de los fundamentos étnicos preexistentes en la construcción de la nación, por mucho que luego el nacionalismo los utilice para distinguir a una nación de otra, pero más como elementos de diferenciación que de solidificación de la misma, como se verá más adelante. La nación es el principio legitimador de las luchas políticas inauguradas por las nuevas relaciones de poder de la Edad Moderna.

El modernismo sostiene que el periodo abierto por las diferentes revoluciones de los siglos XVII-XVIII introdujo la necesidad de nuevas estructuras políticas que organizaran a la comunidad de una forma insólita (Smith, 2004a, p. 65). Aquí es donde el nacionalismo nace como doctrina política. Para responder a la necesidad de nuevas estructuras sociales, el nacionalismo invoca a la nación como ente donde la sociedad se pueda identificar. En resumidas cuentas, la premisa fundamental del modernismo es que el nacionalismo y la nación son producto de unos determinados acontecimientos históricos rigurosamente definidos (Day y Thompson, 2004, p. 41). Smith (1999, p. 12) resume en dos características básicas este modernismo sociológico: en primer lugar, el nacionalismo y el Estado-nación son nuevos y a la vez novedosos y recientes (Conversi, 2007, p. 18); y en segundo lugar, el nacionalismo y el Estado-nación son producto de la Modernidad y de la división moderna del trabajo y sus necesidades (Day y Thompson, 2004, p. 9).

El nacionalismo

Base teórica del concepto de nacionalismo

Para abordar la posible base teórica de este concepto, la mejor manera de comenzar podría ser a través de la célebre idea expuesta por Kedourie (1988) sobre el nacionalismo; “es una doctrina inventada en Europa en el s. XIX” (p. 1). Esta doctrina sostiene, en primer lugar, que el mundo se divide naturalmente en naciones; en segundo lugar, que estas, a su vez, se pueden determinar de acuerdo con unas características determinadas; y en tercer y último lugar, que el único posible gobierno es el autogobierno nacional. Siguiendo a Jay, con lo aseverado por Kedourie, se pueden extraer tres observaciones que pueden fundamentar una posible definición modernista de nacionalismo (Jay, 2011): el nacionalismo como ideología, la identidad nacional como parte de la vida de la comunidad, y el nacionalismo como principio legitimador.

La primera observación es que el nacionalismo es una doctrina política (Jay, 2011). La mayoría de los autores consideran al nacionalismo como una ideología totalmente formada. Es cierto, sin embargo, que hay algunos autores concretos, como Anderson (2011, p. 23), que lo tratan más como algo cultural que como una ideología propiamente dicha. Otros autores, como Kohn (1965), lo consideran un estado mental (p. 9). Smith (2004a) introduce dentro de sus posibles significados la categoría de ideología (p. 20). Gellner (2008) considera al nacionalismo como un principio político que postula que debe haber congruencia entre la unidad nacional y la política, que a su vez se divide, por un lado, en un sentimiento y, por otro en un movimiento (p. 67). Esta caracterización del nacionalismo también se puede encontrar en autores contrarios al modernismo como Hastings (2000). Este historiador también considera al nacionalismo como aquel movimiento que pretende proporcionar un Estado a cada nación existente o expandir las fronteras de esta (p. 15).

La discusión en torno a la caracterización del nacionalismo como una ideología, movimiento político, o simplemente como una aberración moral radica en la dicotomía que Tamir (1999) identifica, al sostener que el problema detrás de esta discusión se centra, por un lado, en la razón y, por otro, en la pasión (p. 70). A un lado se encuentran aquellos que le otorgan algún tipo de desarrollo teórico sujeto a la razón —es decir, le ayudan a encontrar unos principios universales aplicables a todas las naciones—, y que consideran al nacionalismo como una ideología o movimiento sujeto a un fuerte carácter político. Al otro lado se encuentran aquellos que toman al nacionalismo como algo sin orden ni estructura y sujeto a las emociones, y no lo consideran como una ideología o movimiento político (Tamir, 1999, p. 70), o que simplemente se insertan en una estructura ideológica más amplia (Freeden, 1998, p. 758). Se pueden encontrar ejemplos de ambos casos, tanto en las teorías más próximas al nacionalismo, como en las teorías más críticas. Por ejemplo, Popper (1986) sostiene que el nacionalismo es lo más parecido a una revuelta contra la razón.

Aunque es cierto que dentro del nacionalismo se pueden encontrar sentimientos no regidos por la razón, estas expresiones más radicales no pueden ensombrecer el resto del discurso que sí se basa en una argumentación racional (Tamir, 1999, p. 70). La dicotomía expresada por Tamir se puede ver reflejada en las palabras de Seton-Watson (1977), cuando sostiene que el nacionalismo es, de forma simple, la aplicación del principio de soberanía a la nación, y que “…the rest of nationalist ideology is rhetoric…” (p. 445). Lo más adecuado, por tanto, es considerar que el sufijo ismo está empleado de forma adecuada. Norman (1999) considera que ningún autor, incluidos aquellos que no acaban de considerar el sufijo ismo como adecuado, puede negar que el nacionalismo se ajusta a las características de una ideología como lo hacen el liberalismo o el socialismo (p. 58). Este autor considera que se tiene que entender el sufijo más como una referencia a un fenómeno con múltiples características sociales, políticas, y culturales, como el capitalismo, que como una sola característica concreta como es el impresionismo en la pintura.

Otra fuente de conflicto puede ser la posible falta de pensadores destacados dentro del nacionalismo. Se puede identificar grandes figuras dentro del liberalismo como pueden ser Jeremy Bentham, Adam Smith, Isaiah Berlin, o Friedrich August von Hayek, pero al intentar buscar grandes pensadores del nacionalismo, el resultado puede no ser tan rotundo. ¿Significa esto que los que no consideran al nacionalismo como ideología política tienen razón usando este ejemplo?, o en otras palabras ¿la falta de pensadores hace del nacionalismo una corriente débil dentro de las otras grandes ideologías? La respuesta debería ser no. Toda ideología tiene sus teóricos. La pregunta correcta podría ser: ¿cuáles son los orígenes intelectuales del nacionalismo?

La razón por la cual esta pregunta podría ser la más adecuada es que si se considera al nacionalismo como una ideología, no se puede más que preguntar qué fundamentos intelectuales están detrás de la misma para entenderla (Breuilly, 1993, p. 54). Para no entrar en un tema que llevaría mucho tiempo desarrollar, los diferentes paradigmas del nacionalismo mencionan nombres como los de Johann Gottfried von Herder, Johann Fichte, Hegel o incluso ilustres filósofos como Kant o Rousseau (Benner, 2013). Aunque estos nombres tienen una importancia capital, no se pueden considerar como intelectuales o pensadores nacionalistas per se. Los que más se asemejan a esta categoría pueden ser, sin duda, Herder o Fichte, exponentes del Romanticismo en su vertiente política. Sin entrar en qué parte de la obra de cada uno de estos autores influyó en el nacimiento intelectual y teórico del nacionalismo como ideología, lo que sí cabe destacar es que se puede localizar este comienzo a finales del siglo XVII y principios del XVIII (Bell, 2003), aunque algunos autores localizan este nacimiento más atrás en la historia como, por ejemplo, Hirschi (2012) o Gat (2013).

La cultura que se asociaba a un determinado grupo nacional empezó a tomar importancia en ese momento. Esto derivó en que se tenían que encontrar todo tipo de elementos que se pudiesen utilizar para diferenciar a esos grupos llamados nacionales. La relación entre la cultura y la comunidad empezó a ser muy estrecha. Herder teorizó la estrecha relación que unía la cultura con la comunidad nacional (Vincent, 1992, p. 361). Otro ejemplo puede ser Renan, quien identificó cinco criterios objetivos para diferenciar a una nación de otra: kinship, la lengua, la religión, la comunidad de intereses y la geografía, todos ellos elementos culturales. Por tanto, la nación se identificaba a partir de identidades culturales preexistentes (Jay, 2011). Los ejemplos de Herder y Fichte son claves aquí.

Herder no veía con muy buenos ojos el afrancesamiento de la clase aristocrática alemana, que iba poco a poco tomando prestados elementos culturales franceses como la lengua o la vestimenta. Esto inevitablemente desplazaba a los elementos culturales que se podían considerar como propiamente alemanes, y que, según Herder, formaban a su vez el Volkgeist [4] del pueblo alemán, que diferenciaba a este de cualquier otro (Birch, 1989, pp. 16-17). El Romanticismo jugaría en este proceso un papel importantísimo. Para Herder, la diversidad era el núcleo donde radicaba la clasificación de la humanidad en naciones. El desplazamiento de aquellos elementos que caracterizaban al pueblo alemán por otros atentaba directamente contra la nación y el pueblo. Esta doctrina filosófica fue identificada por Fichte en sus Discursos a la nación alemana [5] con un programa político. Así, la cultura, o aquellos elementos que formaban la cultura de un pueblo, tenían que servir no solo para, diferenciar a una nación de otra, sino para identificarla como superior a las demás (Birch, 1989, p. 20). Este movimiento contra-Ilustración enfatiza, forma, construye y refuerza de nuevo las fronteras, al usar conceptos clave esencialistas, como el de Volk, y siempre con el objetivo de producir la impresión de una certeza evidente y naturalista (Beck, 1993, p. 100).

El nacionalismo utilizó este tipo de doctrina filosófica y programas políticos para emprender la senda de la etnicidad para diferenciar a las naciones entre sí. Esta época se denomina comúnmente como la época del nacionalismo romántico, entre los siglos XVIII y XIX (Birch, 1989, p. 13).

Aquí se puede ver una evolución de un nacionalismo revolucionario ilustrado (Kant o Rousseau) a un nacionalismo contrarrevolucionario y reaccionario a los cambios introducidos por la propia Modernidad (Herder o Fichte) (Hobsbawm, 2012, pp. 47-76). En otras palabras, el nacionalismo tiene dos caras, una liberadora y otra de alienación (Bauman, 1991). En un principio, el nacionalismo fue usado por la Ilustración para liberar a la sociedad de las estructuras tradicionalistas, al enfocarse en la autodeterminación política por parte del individuo, insertada en una sociedad cosmopolita definida por una agrupación de naciones. Esta sociedad estaría regida por un derecho internacional institucionalizado (Beitz, 1994, pp. 124-125), donde se definía al Estado moderno como iusnaturalista (Bobbio y Bovero, 1986, pp. 108-123). Posteriormente, y en contraposición, el Romanticismo ataca a esta idea revolucionaria con el argumento de que el cosmopolitismo sería un nivelador cultural que no toma en cuenta las características intrínsecas de cada nación (Fernández Bravo, 1995, pp. 27-52). El nacionalismo es usado como contraposición al cosmopolitismo de la Ilustración, al basar la institucionalización de las sociedades en los elementos que las caracterizan, como pueden ser la lengua, la cultura o la costumbre (Spencer, 2012, pp. 68-73).

La segunda observación que se puede extraer es que el nacionalismo proclama que la identidad nacional forma parte de la vida social de un grupo humano, donde las naciones son la unidad de división natural de la humanidad (Jay, 2011). Esto forma parte del núcleo teórico de la argumentación nacionalista, que se sostiene sobre una premisa naturalista, que considera que la humanidad está dividida de forma natural en naciones. Dicho argumento no se sostiene, puesto que empíricamente es muy difícil encontrar una homogeneidad como la que proclama el nacionalismo en los diferentes grupos humanos que se encuentran dentro de un determinado territorio o Estado (Rodríguez Abascal, 2000, p. 238). Por ejemplo, Breuilly (1993) identifica al nacionalismo como una doctrina política que busca o ejercita el poder del Estado justificándose en tres razones: en primer lugar, que existen naciones que se identifican por características propias; en segundo lugar, los intereses de la nación son puestos por encima de cualquier otro interés; y en tercer y último lugar, la nación tiene que poder autodeterminarse políticamente (p. 2).

Como tercera y última observación, se puede decir que el nacionalismo ofrece una teoría específica de legitimidad política (Jay, 2011). Esto, aunque debe ser considerado como un punto independiente, está muy ligado a lo expuesto en la primera observación. Aquí Kedourie (1988) expone de forma muy esquemática cómo el nacionalismo adquirió una dimensión universal en la convulsa y revuelta época de las revoluciones americana, francesa, y latinoamericanas, posteriores al derrocamiento de los fundamentos del poder de las monarquías absolutistas. El nacionalismo surgió de la combinación del pensamiento inaugurado por la Ilustración, y de los acontecimientos que derivaron de este nuevo modo de pensar. Para la Ilustración, el universo se encontraba regido por una Ley natural y uniforme que gobernaba a los hombres. El fundamento político de las monarquías absolutistas derivaba de una fuente divina que otorgaba poder absoluto al monarca sobre todos sus súbditos, incluido el poder político. Estos súbditos debían lealtad a las instituciones que representaban la voluntad del monarca, sin que la suya fuese relevante de forma alguna. La cohesión del Estado dependía de la capacidad de este para satisfacer las necesidades de los otros, y la lealtad de los otros dependía de los frutos obtenidos de la cobertura de esas necesidades por aquel (Kedourie, 1988, p. 3).

El Estado solo podía ser aquel conjunto de personas que vivían juntas para proporcionarse el bienestar que no tenían en el estado de naturaleza del que hablaba Thomas Hobbes. Para salir de este, se debía llegar a un contrato social que permitiese que el bienestar de las personas estuviera cubierto a través de un ente político, el famoso Leviatán del propio Hobbes (Cortés, 2010). En las monarquías absolutistas, este pacto social era llevado a cabo sin el concurso de quienes iban a quedar bajo el dominio del gobernante que les iba a proporcionar dicho bienestar. Es precisamente en este punto donde actuaron las revoluciones liberales, en la legitimidad de esas instituciones absolutistas, que eran usurpadoras del poder, con las cuales ningún ciudadano estaba obligado por acuerdo (Kedourie, 1988, p. 6). Los revolucionarios liberales pretendían que dicho pacto social contase con el respaldo de todos los ciudadanos y que, si dichos ciudadanos no aprobaban esas nuevas instituciones, estos podían reemplazarlas por otras. La legitimidad tenía que residir en los ciudadanos que iban a ser gobernados y que, según el nacionalismo, debía residir en la nación. Bajo este principio se desarrolló el nacionalismo y su doctrina (Kedourie, 1988, p. 8).

Propuesta de definición del concepto de nacionalismo

Con lo expuesto arriba sobre la posible base teórica del concepto de nacionalismo desde el paradigma del modernismo, el desarrollo de una posible definición se explica de la siguiente manera. Para darle sentido al argumento, las tres observaciones antes desarrollas formarán parte de la misma. Así, una posible definición de nacionalismo desde el modernismo podría ser: una ideología moderna que sirve como legitimación política y social para las nuevas comunidades surgidas en la Modernidad, y que hace que la comunidad nacional sea la unidad alrededor de la cual debe organizarse la vida social en su totalidad.

Esto iría en la misma dirección que Gellner (2008), quien asume que el nacionalismo se debe entender como una doctrina o ideología política [6] (p. 67), que a su vez tiene como principio básico la congruencia entre los entes nacional y político (Williams, 1999, pp. 7-8). El nacionalismo se debe considerar como una ideología completamente formada, nacida en un contexto histórico determinado y que cumple la necesidad de colmar las lagunas y las dudas que la Modernidad propició con sus nuevas dinámicas en las comunidades humanas que tenían que adaptarse a las mismas. El nacionalismo, como ideología, tiene dos características básicas; en primer lugar, que existen naciones que se identifican por características propias y que son puestas por encima de cualquier otro interés para su defensa y autogobierno (Kedourie, 1988, p. 9), y en segundo lugar, la nación tiene que aspirar a tener control sobre su devenir, al acudir a su propia autodeterminación política (Birch, 1989, p. 4).

Entonces, ¿qué se puede decir de esto? Primero, que el nacionalismo nace de un contexto histórico donde el ideal liberal de la Ilustración sobre la autoridad de las instituciones que debían gobernar a través de la Razón, tenía que proceder de la soberanía ejercida por los gobernados. Estos gobernados podían, por su propia voluntad, crear una comunidad política: la nación, de donde derivaba la autoridad de los gobernantes. Se puede decir que en un principio el nacionalismo fue la manera más plausible de implantar el principio de autodeterminación y soberanía popular. El nacionalismo originario tenía un fuerte carácter revolucionario, al igual que el liberalismo, por ir contra los principios que regían la vida política del absolutismo. Sin embargo, enseguida pasó a nutrirse de ideales contrarrevolucionarios y antiliberales.

Segundo, que la falta de intelectuales propios no impidió al nacionalismo dotarse de las ideas de los pensadores más destacados del momento, y de las corrientes filosóficas y políticas que más se ajustaban a sus principios para construir una doctrina propia. En este contexto histórico es donde localizaría Hroch (2000) su primera y segunda fase en las que se divide el desarrollo de los movimientos nacionales. La primera fase se vincularía al movimiento romántico de exaltación de la vida rural y los sentimientos que esta provocaba, y su segunda fase se centraría más en cómo intelectuales como Herder o Fichte utilizaban lo anterior para dotar al sentimiento nacional de empuje, tanto político como intelectual.

La consecuencia principal del nacionalismo es, sin duda, su logro más relevante: no es solo una ideología que sirve de legitimación política para las comunidades surgidas de la Modernidad, sino que, como bien dice Gellner (1965), crea las propias naciones (p. 168). Estas surgen a partir del nacionalismo, que las usa para legitimar las comunidades que fundamentan las nuevas relaciones de poder, ya sean políticas, económicas o sociales, y que ahora tienen una delimitación clara. Así, las naciones afianzan un metalenguaje que consolida una nueva forma de vivir (Alexander, 1995, p. 13), la comunidad nacional. El nacionalismo no solo crea las naciones de la nada (Hobsbawm, 2012, p. 10), sino que hace que las culturas premodernas que no han sido asimiladas como nacionales, pasen a desaparecer (Gellner, 2008, pp. 48-50). El paradigma del modernismo, además de tratar al nacionalismo y la nación como fenómenos sociales capitales en la Modernidad, establece que están intrínsecamente relacionados, hasta tal punto que uno es producto del otro, la nación del nacionalismo (Özkirimli, 2010, p. 96). Entonces, si la nación es producto del nacionalismo, ¿qué es una nación? Esta es la pregunta que intenta responder el siguiente epígrafe.

La nación

Base teórica del concepto de nación

Dentro de los diferentes paradigmas del nacionalismo, se pueden encontrar varios que articulan lo que podría significar el término nación. Por ejemplo, la lucha por el poder al final de la Edad Media (Nye, 1993, p. 2), un grupo determinado que comparte ciertos elementos como pueden ser los mitos, memorias o cultura (Smith, 1999, p. 14), una comunidad que comparte lazos de fraternidad basados en sus ancestros (Tamir, 1995, p. 425), una colectividad con conciencia propia que reclama su propio autogobierno (Guibernau, 1996, p. 47), la institucionalidad de la nación como una especie de contenedor del poder político (Giddens, 1985, pp. 3-6), o la creación de barreras identitarias y su conservación como criterio de colectividad (Conversi, 1995, p. 79). Ahora, lo interesante sería centrarse en un plano más abstracto y teórico para poder encontrar un punto de encuentro que sirva para extraer una posible definición dentro del modernismo.

Para encontrar este nivel de abstracción necesario, existen varios posibles puntos de partida. Uno de ellos podría ser la relación dicótoma entre la nación civil y la nación étnica. Esta relación se centra en los lazos que unen a los individuos que forman parte de la nación. En el caso de la nación cívica, estos lazos son seculares y basados en la voluntad formada de los individuos del grupo (Seton-Watson, 1977, p. 5), y en cambio, en la nación étnica, estos lazos nada tienen que ver con la voluntad de los individuos, y se basan más en los elementos que comparten entre sí sus miembros, como puede ser la lengua o la cultura (Haas, 1997, p. 41). La diferencia crucial entre las dos en términos de identidad es que, en el primer caso, se cree que la ciudadanía es voluntaria y se puede adquirir, mientras que, en el segundo, la ciudadanía se hereda desde el nacimiento (Greenfeld, 1992, p. 11).

Otro punto de partida que se relaciona con el argumento anterior es la dicotomía entre los lazos voluntaristas (Haas, 1986, p. 726) y los lazos objetivistas (Hutchinson y Smith, 1994, pp. 6-7). De esta distinción se podría concluir que cualquier definición de nación podría estar basada en los elementos que forman y caracterizan a dicha comunidad, y así alejarse de la especificidad de la nación civil o étnica, ya que puede ser problemática en cuanto a su dicotomía artificial (Yack, 1996, pp. 197-200), puesto que toda nación cívica acaba por hacer referencia a elementos étnicos para distinguir a sus propios miembros de otros pertenecientes a otras comunidades (Appadurai, 2006, p. 4). Hay, autores, como Balibar (1991), que incluso descartan el concepto de nación cívica, puesto que cualquier nación tiende a tener bases étnicas. Esto vendría unido al punto de partida que podría ser más adecuado para sentar las bases de una posible definición de nación desde el modernismo: primero, qué elementos forman una nación, y segundo, para qué se crea. En cuanto al primer punto, estos diferentes elementos se pueden resumir en, por un lado, los elementos objetivos, y por otro lado, el elemento subjetivo. En cuanto al segundo punto, este hace referencia a la razón de ser para la creación de la nación, que la diferencia de los demás grupos humanos que son calificados u ordenados de forma diferente, como pueden ser las comunidades o pueblos indígenas. La explicación que sigue a continuación mezcla la interpretación de ambos puntos, por una parte respecto a qué elementos forman una nación, y por otra, para qué se crea.

Estos elementos, ya sean objetivos o subjetivos, son vistos por la mayoría de los autores como no excluyentes. Es más, la relación entre ellos está determinada por su propio peso. El autor que pone el foco en los elementos objetivos no excluye la existencia del elemento subjetivo, sino que este último viene determinado por los primeros. En el caso de poner el foco en el elemento subjetivo, la ecuación es la misma, pero a la inversa. Para evitar una larga lista de posibles elementos, sobre todo objetivos, la mejor solución podría ser centrarse en los elementos que más aceptación han tenido. Esto tiene importancia porque son estos precisos elementos los que abren la posibilidad de definir la nación. Dependiendo de los autores a los que se recurra, la definición de nación vendrá informada por alguno de estos elementos que se pueden considerar como objetivos (Smith, 2000; Shils, 2006; Van den Berghe, 1987), o por el elemento subjetivo (Gellner, 2008; Anderson, 2011; Hobsbawm y Ranger, 2012). El debate entre ambos tipos de elementos se enmarca en términos dicotómicos, pero no excluyentes (Wimmer, 2008, p. 971): los elementos objetivos, y por tanto primordiales, que se adquirieren a través del nacimiento, y que representan una característica “dada” del mundo social, frente al elemento subjetivo, que sostiene que los individuos eligen entre varias identidades según su propio interés.

Los elementos objetivos que más se citan se pueden resumir en (Geertz, 1965, p. 111) kinship (Van den Berghe, 1970), la lengua (Smith, 2009), la religión (Hastings, 2000), la comunidad de intereses (Connor, 1994), la geografía (Gregory, 2004), y la tradición o la costumbre (Hutchinson, 1987). A modo de resumen, estos elementos objetivos son identificables de forma ajena a lo que los miembros de la comunidad piensen u opinen. Es decir, todo elemento que es ajeno a la voluntad de los miembros de la nación. El criterio que es utilizado para definir una nación conforme a estos elementos objetivos se denomina, en palabras de Gellner, criterio cultural (2008, p. 74). Dentro de las diferentes teorías clásicas del nacionalismo, estos criterios son defendidos por los paradigmas del primordialismo, el perennialismo, y el etnosimbolismo. Los elementos objetivos hacen que la nación sea la unidad para medir a los diferentes grupos humanos (Spencer y Wollman, 2002, p. 27).

Dichos elementos están basados en el concepto de ethnie (etnia) y el de etnicidad. La ethnie se define como aquel grupo humano con un nombre propio, mitos comunes de un descendiente, una historia y memoria común, elementos de una cultura compartida, vinculados a un territorio, y con una solidaridad horizontal entre sus miembros (Smith, 1999, pp. 22-31). El término etnicidad, que curiosamente es un concepto difícil de definir (Smith, 1993), hace referencia, dejando de lado la confusión que también ha creado este término, al campo de estudio que se ocupa de la clasificación del ser humano en grupos y las relaciones que entre estos se establecen, basándose en la dinámica de “nosotros-ellos” (Eriksen, 2009, pp. 28-31), y que puede ser dividido de dos formas. La primera es la construcción de un grupo humano y su identidad, y la segunda es el sentimiento de pertenencia a dichos grupos que manifiestan sus componentes. Los principales componentes de la etnicidad vienen bien resumidos por Smith (1999, p. 15), aunque también se pueden encontrar varios intentos de delimitar dichos elementos en otros autores, como es el caso de Nash (2009), quien enumera los componentes principales de la etnicidad en: el parentesco, la comensalía o el acto de comer juntos, cultos comunes, que son rodeados de elementos o componentes de carácter secundario como son la vestimenta o el lenguaje, por ejemplo; todo acompañado por la continuidad del pasado a través de la tradición (pp. 24-28). Estos elementos étnicos tienen la finalidad de construir una barrera identificativa entre las diferentes comunidades, haciéndolas diferentes entre sí (Martin, 1995, pp. 5-9). La etnicidad, que es el centro de esta primera tesis, parece estar en el núcleo del debate político en muchos ejemplos de estudios sobre la formación de las comunidades políticas (Horowitz, 1985, p. 11).

Estos elementos objetivos son la base de lo que se podría definir como la Tesis de la Etnicidad, que defiende que la nación tiene unas claras bases étnicas, y que estas se deben definir por los miembros de dicha nación (Smith, 1993, p. 59), aunque cada paradigma tiene sus propios puntos de vista en aspectos específicos, como puede ser el concepto de temporalidad (por ejemplo, el contraste entre Kohn (1944) con el caso del pueblo de Israel (pp. 27-62), y Geary (2003) con el de la Edad Media y el origen de las naciones). Las bases de la nación tienen que ser estudiadas más allá de la Modernidad, es decir, en lo que se expresa como la longue durée, o larga duración (Spencer y Wollman, 2005, p. 23). Esto inevitablemente deriva en el estudio de los elementos objetivos que pueden componer una nación, campo del que se ocupa precisamente la etnicidad (Hutchinson, 1994, p. 7). Este aspecto temporal duradero impide que se ponga el foco en la voluntad de los individuos por la dificultad de su constatación, en donde los elementos objetivos que tienen una larga duración en el tiempo son los que definen a las comunidades como naciones. Según Smith (1991), para encontrar estas bases étnicas que moldearían a la nación en la Modernidad, uno tiene que ir más atrás en la historia (p. 39).

Hay que hacer constar aquí la advertencia de Hutchinson sobre la no necesaria correlación entre los grupos premodernos étnicos y las modernas naciones. Esto debe ser resaltado porque la preexistencia de algún grupo étnico premoderno definido por elementos objetivos de carácter étnico no quiere decir necesariamente que se convierta en una nación en la Edad Contemporánea (Hutchinson, 1994, p. 26). La conciencia nacional de la comunidad, el elemento subjetivo, viene determinado por estos elementos objetivos, que son los que tienen mayor arraigo y duración temporal (Smith, 1993, pp. 52-56). Para los autores que se inclinan por esta Tesis de la Etnicidad, la nación es una comunidad etnocultural definida, por ejemplo, por compartir los mismos mitos de origen, una historia común, o un modo de vida (Hutchinson, 1994, p. 7). Es decir, la nación no sólo es definida por los elementos objetivos, sino que son su núcleo más primordial (Smith, 2004b, p. 21), ya que son los que determinan la conciencia de su existencia entre sus miembros (Smith, 1993, pp. 58-61).

El elemento subjetivo, en singular, es aquel que se identifica con lo que los miembros de la comunidad piensen u opinen sobre dicha comunidad. Básicamente, se puede ver como aquel elemento de lealtad e identificación hacia la comunidad. En palabras de Seton-Watson (1977), “... a nation exists when a significant number of people in a community consider themselves to form a nation or behave as if they formed one” (p. 5). Aunque, como se verá más adelante, esta es la denominación de Anderson (2011), que va en la dirección de comunidad imaginada, lo que servirá para reforzar lo dicho por Hobsbawm (2012) y por Hobsbawm y Ranger (2012) al respecto. Volviendo a Gellner (2008), este autor denomina a este criterio de definición de la nación, conforme al elemento subjetivo, como criterio voluntarista (p. 74). El elemento subjetivo (conciencia) es el que crea los elementos objetivos con los que los miembros se identifican. Esto se define como Tesis de la Voluntariedad. El núcleo principal que determina a una nación es el elemento subjetivo de pertenencia a una comunidad que se autodetermine y se imagine como nación (Cubitt, 1998, pp. 3-4), y no se basa en los elementos objetivos previamente explicados, por lo que va en dirección opuesta a lo defendido por la Tesis de la Etnicidad.

Dos son las obras que muy bien identifica Smith (2000, pp. 117-142) con esta Tesis, y que pueden ser consideradas como la máxima expresión de la Tesis de la Voluntariedad (p. 117): La Invención de la Tradición de Hobsbawm y de Ranger (2012) y Comunidades Imaginadas de Anderson (2011). Estas dos obras podrían ser resumidas en lo expuesto por Gellner (1965): “Nationalism is not the awakening of nations to self-consciousness: it invents nations where they do not exist” (p. 168). ¿Cómo puede un miembro de una comunidad identificarse con los demás miembros de la misma sin basarse en unos elementos objetivos que quizás no existan o no compartan? La respuesta sería: teniendo la voluntad de que existan elementos objetivos que se imagina que son compartidos por los demás miembros de la comunidad nacional. Esto implica una cierta expectativa de una relación determinada entre miembros de una comunidad, nacional en este caso, y es definida a través de la propia experiencia de estas relaciones (Bender, 1982, p. 6).

El término invención puede, según Hutchinson (1994), tener varias interpretaciones. En primer lugar, la primera interpretación hace referencia a que la nación es una entidad nueva, manipulada y creada a través de una deliberada fabricación artificial. Es decir, la primera interpretación es que la nación es nueva, cuantitativa y cualitativamente, y por tanto, creada ad hoc (p. 28). Hutchinson aquí hace referencia a la propuesta hecha por Hobsbawm y Trevor-Roper (2012) en La Invención de la Tradición, que analiza cómo ciertas identidades nacionales han sido inventadas exprofeso para tal propósito (pp. 23-48). El principal argumento de este autor es que la utilización de ciertas tradiciones, inventadas ad hoc o reinterpretadas sirvió para construir la identidad nacional desde el siglo XVIII en adelante (Hobsbawm y Trevor-Roper, 2012, p. 24). La invención de esta nueva identidad nacional está perfectamente representada por las elites intelectuales del momento y la imposición de este relato a la comunidad inventada.

Esta es, según Hutchinson, la primera de las interpretaciones que se pueden dar al término invención es que las identidades nacionales son fabricaciones artificiales cuantitativa y cualitativamente hablando. La segunda de las interpretaciones a las que hace referencia Hutchinson es que el término invención hace referencia a que, aunque la identidad nacional sea un artefacto artificial, esta debe tener una cierta base real, es decir, tiene que sostenerse en una identidad preexistente o latente (Hutchinson, 1994, p. 29). Es aquí donde vuelve a entrar Hobsbawm para dar consistencia o respuesta a esta crítica u observación que Hutchinson hace con respecto a la interpretación de que, aunque la identidad nacional sea una fabricación artificial, esta debe tener base en una identidad real que se haya reproducido en la Modernidad (Hutchinson, 1994, p. 29). Hobsbawm acude a lo que se podría llamar la “doble vía identitaria”, o dicho de otro modo, que la identidad nacional debe entenderse tanto desde arriba como desde abajo. El proceso de creación de esta identidad está dividido en dos etapas.

La primera hace referencia a que el proceso de creación selecciona aquellos elementos, existentes o creados ad hoc, que servirán para representar una legitimidad anclada en el pasado, aunque de índole moderna. La segunda etapa hace referencia a que estos elementos de la nueva identidad toman forma a través de los rituales de carácter moderno, como son los festivales o las instituciones modernas, que surgen en la Era Contemporánea (Hobsbawm y Trevor-Roper, 2012, p. 18). Para Hobsbawm (2012), la tradición inventada implica que unas determinadas prácticas, regladas y a base de su repetición, buscaban inculcar unos determinados valores o normas de comportamiento, lo que crea la imagen ficticia de una cierta continuidad con el pasado (p. 8). Este proceso de invención es dinámico, donde las tradiciones y, por tanto, los elementos objetivos, están siempre en constante cambio (Barth, 1969, pp. 32-28). Dicha tradición inventada representa tanto a la nación, como a la entidad política moderna, y a los intereses de determinados grupos sociales que eran, precisamente, los inventores de esas tradiciones. Estas servían como pegamento para que los miembros de la comunidad tuviesen un sentimiento de pertenencia hacia otro elemento importante de la nación como es el territorio (Giddens, 1984, p. 367).

A su vez, el autor distingue entre estas tradiciones inventadas, por un lado, y las costumbres, rutinas, y convenciones por otro. La diferencia entre las tradiciones y las otras categorías que menciona es que las primeras son invariables, el pasado que evocan implica una serie de prácticas inmutables al tiempo, mientras que las otras pueden cambiar con el transcurso del tiempo, y no responden a necesidades ideológicas, sino más bien al aprendizaje técnico de la práctica (Hobsbawm y Ranger, 2012, p. 9). En realidad, la interpretación de Hobsbawm es que las tradiciones inventadas no necesariamente ocurren en la Era Contemporánea, ya que esto puede ocurrir en cualquier época o período (Hobsbawm y Ranger, 2012, p. 11). Por el contrario, son inventadas porque la Modernidad implica unos cambios tan rápidos y bruscos que se necesita de un elemento estabilizador para las nuevas realidades (Hobsbawm y Ranger, 2012, p. 10). Esta podría ser la interpretación correcta del término invención. Las tradiciones modernas son inventadas, con base o no en tradiciones preexistentes (Smith, 2000, p. 118), para dar estabilidad a los nuevos modelos de relaciones de poder políticos surgidos en la Edad Moderna y para dar estabilidad al nuevo orden social (Grosby, 1995, p. 158).

Aunque las tradiciones modernas inventadas pueden o no tener base en las tradiciones preexistentes, estas últimas solo tendrían cabida si cumplen con el propósito que las nuevas tradiciones tienen, ya que, en caso contrario, serían descartadas sin que disminuya en absoluto el poder de la nueva tradición moderna inventada. Lo verdaderamente importante es que estas sirvan para canalizar el vínculo, donde este el elemento subjetivo, de identificación de los individuos con la comunidad o grupo a través de sus símbolos y ceremonias, que serían los elementos objetivos (Elgenius, 2011, pp. 1-5). Esta identificación se haría a través de elementos objetivos como son los signos y símbolos (Hobsbawm y Ranger, 2012, p. 17). Todas estas tradiciones son el sustento necesario para la construcción de la comunidad, lo que demostraría su contingencia histórica. Aun siendo estas tradiciones contingencias históricas, son consideradas y experimentadas por sus miembros como algo primordial (Eisenstadt, 1998).

El otro autor que se puede relacionar más firmemente con la Tesis de la Voluntariedad es Benedict Anderson, uno de los más influyentes en el desarrollo de la idea de las comunidades como imaginadas (Chatterjee, 1993; Schudson, 1994, p. 67). Dejando de lado la conocida y citada definición de nación como una comunidad imaginada (Anderson, 2011, p. 23), que en sí revela la postura del autor, sí que merece la pena mencionar, aunque sea brevemente, su postura. La comunidad que se denomina nación es imaginada porque, como dice Anderson, los miembros de dicha nación nunca llegarán a verse y, por tanto, la imagen de comunidad no puede ser sino imaginada (Anderson, 2011, p. 23). Esta nación imaginada es, aunque sea del todo elástica, limitada (Anderson, 2011, p. 24) y autodeterminable porque nace como instrumento de garantía de su libertad misma. Es, también, una forma de expresar determinados comportamientos de sus miembros (Wenger, 1998, p. 72). Finalmente, es una comunidad porque, aun con las posibles desigualdades que hubiera, siempre prevalecería una sensación de camaradería de carácter horizontal. Este es el punto de partida que, según Smith (2000), Anderson tiene (p. 25), es decir, explicar por qué a lo largo de los último dos siglos, millones de personas se han sacrificado por esta construcción imaginada (Anderson, 2011, p. 25).

A partir del siglo XVII, y con el fin de buscar una nueva legitimidad, las elites llevaron a cabo, en pro de conservar sus privilegios, la fundamentación de sus posiciones a través de nuevas tradiciones que legitimarán a las nuevas elites y los nuevos sistemas políticos de la Modernidad (Lachmann, 1989, pp. 141-147). En este caso, el énfasis estaba puesto en la nación como instrumento legitimador. En concreto, Anderson (2011) ve en el capitalismo impreso [7] (p. 70), con la imprenta a la cabeza, ese instrumento de creación de las nuevas tradiciones que dieron lugar a esa nueva comunidad imaginada que era la nación (Chatterjee, 1993). Este proceso llevado a cabo por las elites se desarrolló en los nuevos núcleos urbanos (Isin, 2002) salidos de las relaciones entre los centros de poder y las periferias (Flora, Kuhnle y Urwin, 1999). Dos ejemplos de estos nuevos instrumentos son la novela y el periódico (Anderson, 2011, p. 46). A través de estos medios, la nación podía ser imaginada y estar al alcance de todos los que tenían acceso, que empezaban a ser mayoría con la expansión de una educación general básica. Las nuevas tradiciones podían ser distribuidas entre las masas a través de su impresión en periódicos y novelas, que sustituirían a los antiguos rituales místicos previos a la Modernidad, como bien observó Hegel (Anderson, 2011, p. 60). Como se ve, para este autor, la combinación del cuestionamiento de los antiguos sistemas de creencias y la búsqueda de una nueva legitimidad política a través de instrumentos creadores de nuevas tradiciones, combinado con el nuevo sistema de producción capitalista, produjo esta nueva comunidad imaginada denominada nación moderna, que venía precedida por una nueva identidad política, en este caso, nacional (Anderson, 1992).

Esta es la visión de Anderson de la nación como una comunidad imaginada, surgida por una combinación de elementos como el declive de los antiguos sistemas de creencias y el surgimiento del capitalismo impreso, que permitió a las nuevas elites fundamentar su poder a través del imaginario colectivo. Esta nueva comunidad imaginada, la nación, debía funcionar como mecanismos de sensibilización de la comunidad (Giddens, 1984, p. 326) para fundamentar la legitimación política de los nuevos regímenes surgidos en la Edad Contemporánea (Marx, 2003, p. 113). La imprenta y el capitalismo de impresión abonaron el terreno para que esto pudiese llevarse a cabo. Con estos instrumentos y este caldo de cultivo, las comunidades imaginadas pasaron a ser comunidades ideologizadas e imaginadas (Thompson, 1991, p. 341).

En los argumentos dados por los autores que defienden la Tesis de la Voluntariedad se atisba, también, la fundamentación del propósito de la creación de la nación, sobre todo en Anderson (2011). El propósito máximo de la nación es la búsqueda de un ente para depositar las lealtades y la legitimación de las nuevas relaciones de poder en la Edad Contemporánea. Las elites necesitaban de un nuevo ente que legitimase su propio estatus con las nuevas relaciones de poder político que la Modernidad estableció, y que conllevó la destrucción de las viejas lealtades y legitimaciones. Ya no valía basar la legitimidad del poder político en la designación divina o en compartir elementos étnicos, ahora, con la explosión de los derechos políticos, se necesita de un ente que pueda justificarse políticamente, y la nación cumple este propósito. Con ello, las elites transforman las viejas lealtades premodernas en nuevas legitimidades para así mantener su poder político.

Hobsbawm y Anderson no son los únicos autores que vinculan la tradición, y su invención, con el sentido político de los grupos o de las identidades. Acertadamente, Hutchinson observa esta vía también en Paul Brass (1979), quien defiende que la etnicidad y su estudio no puede ser sino el análisis de los cambios inducidos políticamente (p. 40). La visión de Brass también admite que las tradiciones son inventadas ad hoc, pero que se sirven de aquellos elementos tradicionales preexistentes que ayuden al propósito de las elites, en su lucha interna para determinar dicha identidad nacional moderna (Brass, 1985, p. 29). Interesante es el debate entre Brass y Francis Robinson sobre la utilización política de las tradiciones. Aunque ambos autores consideran la importancia de la expansión administrativa imperial británica del siglo XIX como elemento importante para la separación entre los hindúes y los musulmanes en la India, Brass defiende que la separación tuvo lugar porque las elites musulmanas tenían miedo a perder sus privilegios por la influencia de la mayoría hindú, lo que determinó su separación tras la independencia, y Robinson defiende que la tendencia a la separación se puede encontrar ya en las tradiciones preexistentes en las dos comunidades (Hutchinson, 1994, pp. 31-34).

Las visiones de Hobsbawm, Anderson y Brass son ejemplos de una interpretación instrumentalista de la tradición que domina el modernismo. La conciencia nacional es para los modernistas un artefacto creado para el mantenimiento de unas relaciones de poder que las elites necesitan conservar para mantener sus privilegios. Son narrativas formadas para influir en la experiencia de los miembros de la comunidad nacional (Sennet, 1998). Dejando de lado las razones por las que se inventan estas tradiciones, se puede ver, dentro del paradigma del modernismo, cómo la interpretación instrumentalista de dichas tradiciones ha servido para cimentar la idea de que la nación está fundamentada en el elemento subjetivo. La conciencia nacional, artificial y creada ad hoc necesita de tradiciones y “sistemas de reproducción cultural” (Hall, 1994, p. 200), elementos objetivos, que la perpetúen en el tiempo. Esto no solo para mantener el statu quo, sino también como forma de legitimación moderna basada en el pasado, y de reproducción continua en la vida diaria de la comunidad (Breuss, Liebhart y Pribersky, 1993, p. 553). La nación es imaginada, pero también impuesta por las élites. Balibar (1991) argumenta que se debe establecer una “comunidad ficticia”, de lo contrario, la idea misma de una nación no tendría sentido y, por tanto, desaparecería. Si no se impusiese por parte de las elites, la nación aparecería solo como una idea abstracta arbitraria, sin dirigirse a nadie en concreto (p. 96).

Propuesta de definición del concepto de nación

Partiendo de lo expuesto en el epígrafe anterior, se tienen dos vías claras para concretar una posible definición del término nación. Si se defiende la Tesis de la Etnicidad, se podría definir a la nación como aquel grupo humano o comunidad que es definida a través de unos signos y símbolos externos (elementos objetivos), que despiertan un sentimiento de lealtad (elemento subjetivo) en sus miembros. Los elementos objetivos heredados de los grupos étnicos preexistentes crean, a su vez, el sentimiento de lealtad, o elemento subjetivo, que no viene determinado por las nuevas relaciones de poder de la modernidad. Apoyando la Tesis de la Voluntariedad, se podría definir a la nación como aquel grupo humano o comunidad que, para autodeterminarse como tal, crea una estructura y sentimiento de lealtad (elemento subjetivo) en sus miembros, representado a través de unos signos y símbolos externos (elementos objetivos). El elemento subjetivo crea los elementos objetivos para construir en la mente de los ciudadanos la imagen de la nación.

Además de las anteriores, hay una tercera vía que mezcla ambos puntos de vista. Esta nace de las críticas que acertadamente se pueden hacer en este punto a los elementos objetivos y subjetivos cuando se toman de forma independiente, y que pueden ser considerados en conjunto, tal como adelantó Webber (Gerth y Mills, 1946, pp. 171-179), y como bien dice Smith (2000, p. 26). Hay autores que defienden esta tercera corriente, aunque al tenderán a una de las dos principales. Por ejemplo, Smith (2004a) propone que para definir una nación, lo mejor es hacer una suma de criterios objetivos y subjetivos (p. 26). Gellner (2008) también va en la misma dirección de constatar la necesidad de definir la nación, en cuanto sea posible, conforme a una combinación de ambos criterios (p. 136). Hobsbawm (2012), uno de los autores más importantes de la Tesis de la Voluntariedad, opta, al final, por una combinación entre ambos tipos de elementos (pp. 17-18).

Aunque es cierto que esta tercera vía tiene sus fundamentos en el hecho correcto de advertir de que la Tesis de la Etnicidad tiene dificultades cuando se trata de definir naciones modernas, y que la Tesis de la Voluntariedad tiene dificultades para afrontar la preexistencia de elementos objetivos que en la modernidad también forman parte de la conciencia del grupo nacional, una posible definición de nación debe tener en cuenta el siguiente argumento: la existencia de elementos objetivos preexistentes al elemento subjetivo, como defiende la Tesis de la Etnicidad, no significa per se que se deban añadir en igualdad de condiciones con el elemento subjetivo, como defiende la tercera vía. Berger y Luckmann (1991) proporcionan una acertada opinión al respecto. Para estos autores, toda realidad es una construcción social (pp. 194-201). Por tanto, la existencia de elementos objetivos per se no significa nada sin que el elemento subjetivo los incorpore a las características de la propia nación. Es importante que los miembros de la comunidad crean en la faceta identificativa de esos elementos objetivos (Connor, 1993, pp. 376-377). Así, los elementos objetivos preexistentes tienen que ser incorporados por el elemento subjetivo, y así dependen, y son determinados por este último en una dinámica de constante cambio (Wimmer, 2008, p. 971). Con este argumento, una posible definición de nación se debería apoyar en la Tesis de la Voluntariedad. Es la voluntad de los miembros de la comunidad para participar de las relaciones entre sí, que son denominadas como nacionales, la que dota a la nación de visibilidad y le otorga legitimad (Yack, 2001, p. 519). La idea de comunidades imaginadas forma parte fundamental del aparato conceptual requerido para analizar “la constitución de la sociedad” (Shils, 1991, p. 128).

Esta argumentación solo cubriría la primera parte de una posible definición de nación desde el modernismo, es decir, qué elementos forman una comunidad nacional. La segunda parte es la razón de ser de una nación para diferenciarla de otros grupos humanos, sean o no premodernos. Entonces, ¿qué diferencia a la nación de los demás grupos humanos? La respuesta sería dada por las propias relaciones de poder. En la Era Contemporánea ya no valen solo los elementos étnicos o las lealtades dinásticas para legitimar las comunidades. Se necesita de una legitimación que se acomode a las nuevas relaciones de la Modernidad, donde los derechos políticos están al frente de cualquier reivindicación. Por mucho que se compartan, por ejemplo, las costumbres, la lengua o las tradiciones, si estas chocan con la implantación de las nuevas relaciones políticas, estos elementos étnicos pasan a ser descartados por ser un obstáculo. Se tiene que insistir en que la traslación de algunas tradiciones o costumbres premodernas a las modernas naciones no significa otra cosa que la adecuación, actualización o modernización de estos elementos culturales para cimentar las nuevas relaciones de poder. El propósito de la nación es servir como marco legitimador de la comunidad para adaptarse a las nuevas circunstancias de la Modernidad (Verdery, 1993, p. 37).

Esta comunidad imaginada debe verse como un instrumento de legitimación moderna, revelando la visión instrumentalista que informa el modernismo. Aunque es cierto que hay autores como Hutchinson (1994, pp. 28-29) y Smith (2000, pp. 136-138), que cuestionan el significado del término invención o imaginada, estos se deben entender de forma literal. Ambos términos son lo que parecen, implican que la nación es inventada e imaginada, pero también hay que admitir, como hacen los autores arriba analizados, que puede haber elementos objetivos premodernos que hayan servido para cimentar esta nueva nación inventada e imaginada. Esto no desautoriza la propia Tesis en sí misma, más bien es como un cortafuego ante las posibles críticas que puedan surgir frente a ella. Lo importante es que esta Tesis y el modernismo defienden que el elemento importante para esta nueva comunidad es el subjetivo, para fundamentar las lealtades modernas que las nuevas relaciones de poder requieren, y que, a su vez, determina los elementos objetivos que sirven como formas de identificación

Con esto, una posible definición de nación podría ser la siguiente, basada en la Tesis de la Voluntariedad: un grupo humano que se identifica como nacional y que usa, para diferenciarse de las demás, elementos objetivos que incorpora a su propia identidad, con el fin de legitimar las relaciones de poder surgidas de la Modernidad a través del sistema capitalista. La nación es el marco legitimador donde el capitalismo localiza su sustento identitario. Las élites usan a la nación para cimentar las lealtades que el capitalismo necesita para sobrevivir. Esta definición encajaría dentro del paradigma modernista, y estaría en consonancia con los autores que estudian cómo el imaginario identitario afecta la articulación de las naciones y los Estados (Agnew, 1998; Massey, 2005; Sparke, 2005; Walker, 2009).

Conclusiones

El ejercicio de conceptualización es esencial en cualquier campo de las ciencias, y debe servir de hilo conductor para evaluar toda aportación académica sobre un tema concreto (Barrington, 1997, p. 712). En el caso del estudio del nacionalismo, este ejercicio adquiere incluso más importancia por la relevancia de los términos para el mismo, y por tanto, todavía más cuidadoso y consciente se tiene que ser en su uso. Casi desde el comienzo de esta disciplina, Geertz advirtió de la proliferación de una ambigüedad conceptual alrededor de los términos nacionalismo y nación (Geertz, 1965, p. 107), que con el paso del tiempo no se ha ido corrigiendo con la claridad deseada (Dunn, 1995, p. 3). La complejidad de las sociedades modernas tiene que ser abordada con un alto nivel de rigurosidad, esencial para dar una explicación sobre las posibilidades de que pueda ser sometida a un escrutinio profundo. En el nacionalismo son precisamente las ambigüedades conceptuales las que lo hacen tan útil para movilizar o manipular la acción política en una amplia variedad de situaciones, lo que socava su utilidad para una explicación clara (Brown, 2000, p. 4). Para evitar esto, necesitan desentrañarse analíticamente los conceptos de nacionalismo y nación para aislar y examinar sus ingredientes conceptuales. Debido a la amplia lista de posibles definiciones, se hace indispensable estandarizar el significado de estos dos términos para que el estudio del nacionalismo pueda contribuir a entender mejor las transformaciones sociales que las sociedades experimentan en sus grandes procesos de cambio.

Con todo lo explicado hasta ahora, y siguiendo a Tamir (1999), que considera necesario llegar a una posible conceptualización teórica de nacionalismo y de nación (p. 68), en este artículo se ha llegado a una posible definición para ambos términos desde un punto de vista modernista. Como se dijo al principio, para insertar ambos términos dentro de un marco teórico más amplio, aquí se ha aportado una contextualización del propio paradigma del modernismo, que sirve a la vez de paraguas y de cimentación de las definiciones propuestas. Según el modernismo, tanto el nacionalismo como la nación son contingencias históricas insertadas en la Modernidad con todas sus consecuencias sociales y políticas. Siguiendo a Hobsbawm (2012), y con los argumentos que se han aportado, se ha puesto de manifiesto una evolución teórica que en principio debe dejar acreditado que ha existido un desarrollo de los términos de nacionalismo y de nación, determinado por los acontecimientos históricos y políticos en los que se insertan (p. 20).

Pasando a los tres principales objetivos planteados arriba, las conclusiones son las siguientes. Tanto para el concepto de nacionalismo, como para el de nación, se han expuesto los que pueden ser los principales criterios teóricos en los que basar las posibles definiciones de ambos términos. El nacionalismo, esta nueva ideología surgida al aproximadamente al final de la Edad Moderna, se nutrió de las mismas corrientes políticas y filosóficas que recorrieron Europa al final del Feudalismo. A veces, para ser un movimiento revolucionario y moderno, y otras, para ir contra esa propia modernidad que introdujo la Ilustración. Los nuevos principios políticos, como el de autodeterminación, soberanía política, o nación tenían que ser definidos. Con esto, una posible definición modernista de nacionalismo podría ser: una ideología moderna que sirve de legitimación política y social para las nuevas comunidades surgidas de la Modernidad, y que hace que la comunidad nacional sea la unidad alrededor de la cual la vida social se debía organizar, y que tiene dos características básicas. En primer lugar, existen naciones que se identifican por características propias, y que son puestas por encima de cualquier otro interés para su defensa y autogobierno, y en segundo lugar, la nación tiene que aspirar a tener control sobre su devenir, acudiendo a la propia autodeterminación política de la comunidad.

La consecuencia del surgimiento del nacionalismo no solo fue la articulación de una doctrina política que debía legitimar a las comunidades surgidas de la Modernidad, sino que asimismo las crea. Este es su principal producto, las naciones. Estas fueron articuladas por el nacionalismo para dar sentido de identificación a las comunidades que dejaban atrás las antiguas legitimaciones políticas, y que ya no servían tras la introducción del capitalismo y sus nuevas relaciones de poder. La vida de la comunidad ahora giraba en torno a sí misma como comunidad nacional. Así, las culturas premodernas que no asimilaban este cambio de rumbo en la Modernidad simplemente desaparecieron por su falta de adecuación a las nuevas necesidades, ya fuesen políticas, económicas, o sociales. En este artículo se plantea, como defiende el modernismo, que los fenómenos del nacionalismo y la nación están íntimamente ligados a tal punto que uno surge como consecuencia del otro. Sin nacionalismo no hay nación. Sin el surgimiento de la doctrina política que legitima las nuevas relaciones de poder, el nacionalismo, no pueden existir las comunidades donde recae dicha legitimación, las naciones.

Para la nación, el argumento es que existe un contraste entre los posibles elementos objetivos o subjetivos que pueden ser usados para definir a un grupo nacional, y el objetivo de su creación. Se ha argumentado que los elementos objetivos pueden ser manipulados por las elites a su antojo para crear un criterio de identificación y legitimar las aspiraciones de autogobierno. El elemento subjetivo es probablemente el criterio más acertado para definir a una nación. Se necesita que los miembros de la nación, para identificarse como tal, incorporen de forma consciente los elementos objetivos para que estos adquieran la importancia necesaria que no tendrían sin la incorporación subjetiva por parte del grupo. El propósito de la nación no es otro que el de legitimar a las élites de la Edad Contemporánea y sus relaciones de poder surgidas de la Modernidad. El modernismo asume que las naciones son concebidas como formas específicas de identidades sociales, y así, estas son producidas, reproducidas, y transformadas (De Cillia, Reisigl y Wodak, 1999, p. 153). Con esto, una posible definición modernista de nación podría ser: un grupo humano que se identifica como nacional y que usa, para diferenciarse de las demás naciones, elementos objetivos que incorpora a su propia identidad con el fin de legitimar las relaciones de poder surgidas de Modernidad y a través del sistema capitalista.

Con todo lo expuesto en este articulo no se espera que se acepten las definiciones aquí presentadas de forma automática y sin ninguna crítica al respecto. La uniformidad en las definiciones, sobre todo de conceptos clave, es difícil en cualquier disciplina (Barrington, 1997, p. 715), más aún cuando, como en el estudio del nacionalismo, hay varios paradigmas que lo informan y que tienen una amplia aceptación entre los diferentes autores que les dan forma. Aun con todo, sí que se debe favorecer el entendimiento sobre las definiciones para encontrar un punto de encuentro y proporcionar un nuevo impulso a la disciplina.

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Notas

[1] El término “modernismo” en este artículo alude a uno de los cuatro paradigmas clásicos del nacionalismo (primordialismo, modernismo, perennialismo, y etnosimbolismo) (Day y Thompson, 2004, p. 9). “Modernista” hace referencia a la acción de actuar informado por este paradigma clásico del nacionalismo. La “Modernidad” está formada por tres dimensiones interconectadas: histórica, social, y estructural. En cuanto a la dimensión histórica, la Modernidad comprende el periodo que se inicia aproximadamente en los siglos XV-XVI hasta la actualidad, y que está marcado por el pleno uso por parte del individuo de la razón, dejando a un lado las creencias religiosas que regían y ordenaban las sociedades premodernas, y produciendo “una transformación de época y civilización, que trae consigo nuevas ideas, instituciones, experiencias y discursos”. (Brunner, 2001, p. 245). En cuanto a la dimensión social, la Modernidad es el resultado de la implantación de los procesos productivos y acumulativos del capitalismo (Habermas, 1993, p. 12). Finalmente, en cuanto a la dimensión estructural, la Modernidad indica la adecuación de las estructuras de poder alrededor de los modos de producción capitalista (Larraín, 1996, p. 20).

[2] El término “Edad Moderna” se refiere al periodo histórico entre los siglos XV-XVIII (Bennassar, Blayau, Denis, Jacquart, y Lebrun, 2005, p. 11).

[3] El término “Edad Contemporánea” aborda al periodo histórico entre el siglo XVIII y el presente (Soto Gamboa, 2004, pp. 102-103).

[4] Volkgeist se debe entender como el espíritu del pueblo.

[5] Discursos a la nación alemana, 1808, es una recopilación de catorce discursos pronunciados por Fichte, donde defendía una nación alemana con su propia cultura y libre de la dominación francesa del momento.

[6] Hay, incluso, autores que la consideran como la ideología más importante, tanto en el siglo XIX como en el XX (Berlin, 1992, pp. 227-234).

[7] El término “capitalismo impreso” se fundamenta en la dicotomía entre la oralidad y la impresión (Wogan, 2001, pp. 402-411). La oralidad se caracteriza por lo emocional, particularista, multilingüe, y transitorio. En cambio, la impresión hace referencia a lo cognitivo, universal, monolingüe, y permanente. Para Anderson, el capitalismo impreso se basa en las ideologías lingüísticas (Blommaert y Verschueren, 1992, pp. 367-370), que asumen que las naciones deben ser monolingües, así como que la corrección del lenguaje requiere de mnemotécnicas escritas (Wogan, 2001, p. 414).

* Artículo de investigación

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: guillepasc@gmail.com

Información adicional

Cómo citar este artículo:: Reyes Pascual, G. (2019). La problemática de las definiciones en el análisis del nacionalismo y la nación desde el paradigma del modernismo. Papel Político, 24(1). https://doi.org/10.11144/Javeriana.papo24-1.pdan

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