La noción china del desarrollo: la trampa de los indicadores*

The Chinese Notion of Development: Misleading Indicators

Papel Político, vol. 24, núm. 2, 2019

Pontificia Universidad Javeriana

César Niño a

Universidad Sergio Arboleda, Colombia


Paola Méndez

Universidad de La Salle, Colombia


Recepción: 22 Agosto 2018

Aceptación: 15 Enero 2019

Fecha de publicación: 30 Diciembre 2019

Resumen: La configuración del modelo de desarrollo de China ha intentado tener un distanciamiento del modelo de Washington. Lo anterior quiso ser planteado desde una visión alternativa a los postulados estadounidenses, pero trajo consigo puntos de convergencia y similitudes en el entendimiento sesgado del desarrollo. China ostenta un prestigioso lugar en materia de producto interno bruto, pero sus indicadores humanos no reflejan esta prosperidad como los económicos.

El Consenso de Beijing es un recetario de tareas para alcanzar estándares y crecimiento económico, razón por la cual, no es un modelo de desarrollo. La deshumanización de la noción de desarrollo dentro del modelo chino repercute en que Beijing ha alcanzado un grado relevante de crecimiento macroeconómico, pero se distancia de variables imperantes para tener un desarrollo integral. Aunque el índice de desarrollo humano de China es alto, la medición de dicho indicador sigue estando ligada a cuestiones mayoritariamente económicas, y así, distanciándose de la esencia del desarrollo humano, como consecuencia del objetivo de alcanzar la calidad de vida de la población que es el fin último del desarrollo.

Palabras clave:China, desarrollo, consenso de Beijing, indicadores, calidad de vida.

Abstract: The Chinese development model has been shaped to get distanced from the Washington model. It was set out as an alternative view to the American assumptions, but it brought about some convergences and similarities regarding the biased understanding of development. China occupies a prestigious place regarding their GDP but their human indicators do not appear as prosperous as the economic ones. The Beijing Consensus is a listing of tasks intended to attain some economic standards and growth and so it is not a development model. The dehumanization of the development notion in the Chinese model has brought Beijing to a relevant position of macroeconomic growth, but getting distanced from those variables imperative for a comprehensive development. Although the human development index is high in China, the way of measuring this indicator is still mostly based on economic issues. This way they are quite distanced from the essential human development, which should be a consequence of the economic objectives: Improving the standard of living of the whole population is the purpose of development.

Keywords: China, development, Beijing Consensus, indicators, quality of life.

Introducción

La división clásica e imaginaria entre Occidente y Oriente continúa más allá del fin de la Guerra Fría. La idea de diseñar un patrón de comportamiento económico, fiscal, político, industrial y social parece poner de manifiesto una dicotomía sobre el desarrollo entre la versión de Washington y la de Beijing, respectivamente. En términos de construcción de desarrollo, pareciera que el mundo estuviera dividido en un sistema binario sobre la noción, el concepto y la realidad del desarrollo. En ese orden de ideas, luego del Consenso de Washington de 1991, las construcciones de modelos de desarrollo tienden a regularse a través de directrices con genética económica; mientras que la imagen propuesta por el Consenso de Beijing de 2004 promete estructuras de desarrollo entre lo económico, lo social y lo productivo (Turin, 2010). Este consenso se aceptó generalmente como el modelo más efectivo por el cual las naciones en desarrollo podrían estimular el crecimiento.

Durante las últimas tres décadas ha habido constantes reflexiones sobre el modelo de desarrollo de la República Popular de China. Beijing se ha puesto en el centro del debate sobre un significado alternativo de desarrollo. Desde grandes edificaciones, un sistema bancario complejo, flujos macroeconómicos, protagonismo en el comercio mundial, mano de obra altamente competitiva, hasta territorios alquilados en América Latina para cultivos de arroz y cuestionadas prácticas comerciales que van en contravía de los regímenes internacionales en la materia. China se ha caracterizado por un crecimiento poblacional interesante conforme a la complejidad territorial ligada a la arquitectura industrial. Lo anterior motiva y vuelca las circunstancias de las políticas públicas de Beijing a una noción de ascendencia económica y política en el siglo XXI que se identifica por un proceso de transformación en las arenas políticas y económicas internacionales (Vadell, Ramos, y Neves, 2014). En ese orden de ideas, es menester señalar que el avance tecnológico, el crecimiento demográfico, la capacidad militar, y el músculo de productividad industrial, entre otros, no son per se directamente proporcionales al concepto de desarrollo. Con base en lo anterior, para efectos del presente artículo, es importante primero plantear ¿qué entiende China por desarrollo? Cabe señalar que el liderazgo chino contemporáneo no afirma que el modelo de desarrollo sea una alternativa a otros modelos (Li, 2015).

Para responder la pregunta anterior, el presente artículo se divide en tres partes. En primer lugar, se abordará el concepto de desarrollo “a la china”, conforme a un análisis sobre el Consenso de Beijing. En aquel apartado, se advierte que China ha construido ciertos patrones bajo los cuales se ha medido el desarrollo dentro del país; y este se ha concentrado en dinámicas relevantes para la aceleración económica estatal y el fortalecimiento industrial, pero al mismo tiempo refleja preocupantes contradicciones en materia humana y social. En segundo lugar, se aborda la realidad del desarrollo chino referente al segundo teorema del Consenso, que propone la inclusión de otras variables para la medición del desarrollo como la calidad de vida, haciendo una crítica a la comprensión económica del concepto. Es decir que, aunque el Índice de Desarrollo Humano es un esfuerzo por incorporar una visión integral del desarrollo, no alcanza a abarcar en la medición las capacidades y libertades que tienen los seres humanos traducidos en la calidad de vida. Finalmente, se trata la formulación de conclusiones que dejen el espacio para la construcción de nuevas líneas de investigación y un debate enriquecedor, en efecto allí se expresa que el Consenso de Beijing es una receta de tareas para alcanzar estándares y crecimiento económico, razón por la cual, no es un modelo de desarrollo.

Para la construcción del presente artículo, se hicieron revisiones cualitativas a documentos oficiales, fuentes primarias, informes periodísticos y reflexiones académicas. Lo anterior en aras de comprender de manera holística la noción de desarrollo de China desde un enfoque reflectivista y crítico.

Desarrollo “a la china”: una construcción particular en el Consenso

Dentro de los errores más comunes al analizar a China, según Ramo (2004), están los que la determinan a través de lentes teóricos binarios entre un modelo de esperanza o uno de miedo. También, están los errores que advierten las rivalidades con Occidente dentro de esquemas de ascenso, auge o caída como enemigo futuro (Ramo, 2004). Un imaginario que se ha construido con base en el miedo sobre “el otro” y el modelo establecido sobre el maniqueísmo político occidental.

La formación de las ideas para crear consensos hace referencia a patrones convergentes entre reflexiones y recetarios sobre nociones comunes. Mientras el Consenso de Washington se edificó con base en postulados para el desarrollo económico entre académicos, el Banco Mundial e instituciones gubernamentales de Estados Unidos, el de Beijing se cimentó entre el crecimiento económico de China y el aumento de su poderío en el orden mundial (Baudean, 2010). El concepto del Consenso de Beijing fue implementado para referirse al modelo de desarrollo de China (Galchu, 2018). Desde los años setenta, las reformas económicas y políticas se han dirigido a construir “un poder nacional global”, un proyecto mediante el cual China intenta mejorar las relaciones con el vecindario más próximo, ampliar el espectro de influencia desde Beijing y equilibrar la primacía estadounidense en los foros multilaterales (San Martín y Pomeraniec, 2016). De tal manera, la construcción de la noción de desarrollo ha estado ligada a la de democracia. De hecho, la democracia y el desarrollo son complementarios y se refuerzan mutuamente (Boutros-Ghali, 2003).

La configuración inicial de la noción básica de desarrollo tiende a establecer un vínculo directo con patrones de calidad de la democracia (Pierson y Skocpol, 2008). En concordancia, dicha calidad no posee un consenso unificado sobre su definición (Barreda, 2011), pero puede ser interpretada como la capacidad de potenciar la poliarquía en un régimen político (Dahl, 2009; Lijphart, 2000; Putnam, Leonardi, y Nanetti, 1993). Con base en lo anterior, la democracia se representa en óptimas condiciones cuando —según los autores basados en casos de estudio de Occidente— los determinantes están cifrados en una alta renta per cápita, una reducción considerable de la desigualdad económica, se disminuye la asimetría en la fragmentación étnica, hay concurrencia en ejercicios democráticos, confianza de la población hacia las instituciones políticas, alto nivel de alfabetismo, y todo lo anterior se mantiene constante (Barreda, 2011). En efecto, el prototipo chino ha logrado establecer cierto grado de distanciamiento de la clásica configuración occidental mencionada (Rühlig, 2018).

Desde que Deng Xiaoping abrió la economía de China, se supuso que le seguiría una considerable reforma política (Goldman, 1994) y ella, según se predijo, conduciría a la liberalización política y, finalmente, a la democracia (Bueno de Mesquita y Downs, 2005). En efecto, China a pesar de sus dinámicas prósperas en materia económica se aleja de cualquier arquetipo democratizador porque es la riqueza económica la que legitima la razón de ser del régimen (Halper, 2010). A saber, aunque sigue siendo cierto que entre las democracias ya establecidas en la versión occidental, un alto ingreso per cápita contribuye a la estabilidad, el número de Estados autoritarios ricos sugiere que una mayor riqueza por sí sola no conduce automáticamente a una mayor libertad política (Bueno de Mesquita y Downs, 2005). El resultado de la modernización económica iniciada a finales de la década de los setenta se constata en una China que ostenta un prestigioso lugar en materia de producto interno bruto y uno de los países con mayor incidencia en el comercio internacional; de esa manera, Beijing estipuló una estrategia para garantizar sus recursos e influencias fuera de sus fronteras, y aquella estrategia, configurada como consenso, refiere a esa nueva figura de poder internacional que tiene como eje central el ascenso de Beijing (Bolinaga y Slipak, 2015).

Entre el 2001 y el 2012 se incrementaron las reflexiones y debates sobre la dinámica de China como potencia emergente y su crecimiento, amenazando el liderato estadounidense en la política mundial. Algunos autores (Brooks y Wohlforth, 2016; Hsu, 2017; Miller, 2005) no están de acuerdo con que Beijing haya desplazado a Washington como protagonista en la supremacía mundial. No obstante, China se convirtió en el centro de gravedad y en el motor del crecimiento gracias a su incremento económico sostenido, y puso en cuestión algunos postulados de la gobernanza global (Miller, 2005; Serbin, 2017). Aquellos cuestionamientos a los regímenes económicos y de desarrollo establecidos se vieron materializados en la formulación del Consenso de Beijing. Derivado de este, el objetivo de desarrollo económico del Consenso tiene relevancia para los países al querer encontrar en la economía y el gobierno los núcleos necesarios que logren el progreso sostenible mediante el equilibrio de deberes y responsabilidades (Gálvez, 2011).

En efecto, el Consenso de Beijing traduce un modelo chino de desarrollo con cinco componentes rectores: capitalismo de Estado, gradualismo, apertura al exterior, autoritarismo político y capacidad de innovación y flexibilidad (Fanjul, 2009). Por otro lado, posee tres teoremas sobre cómo organizar el escenario de un país en desarrollo, junto con algunos axiomas de atractividad. El primero de ellos versa sobre la reposición del valor de la innovación; quiere decir que los países deben emprender el camino al desarrollo a través de la tecnología de punta para forjar cambios simultáneos a los problemas circunstanciales (Ramo, 2004, p. 12). El segundo teorema responde a entablar nociones de desarrollo más allá del PIB per cápita y centrarse en la calidad de vida, una gran contradicción a la realidad china (Kennedy, 2010; Ramo, 2004). Con base en lo anterior, dicho teorema demanda que las calidades de vida, según Ramo, sean una cuestión prioritaria y no de lujos. Finalmente, el tercero de ellos se basa en la autodeterminación para apalancar la proyección de Beijing, enmarcada en una doctrina de seguridad multidimensional (Ramo, 2004, p. 12; Rühlig, 2018; Vadell et al., 2014).

Los patrones bajo los cuales se ha medido el desarrollo de China se han concentrado en dinámicas sobre la aceleración económica estatal y el fortalecimiento industrial. Si bien el crecimiento económico de China y su papel protagónico en la economía internacional han forjado un momento preponderante en el equilibrio de poder dentro del sistema internacional, alrededor de su modelo de desarrollo se enmarcan ciertas contradicciones.

En primer lugar, el desequilibrio y la asimetría entre las regiones más y menos prósperas (“China goes to Africa”, 2017). A saber, el sureste del país tiene mejores niveles y calidades que las zonas del interior (Peng, 2013), producto de la concentración de la riqueza en pequeños grupos sociales que logran acaparar e influir en subidas en los indicadores de desarrollo. En segunda medida, la relación entre generación de recursos y gasto de energía a gran escala converge en cargas negativas que afectan tanto a Beijing como al resto del mundo. Lo anterior tiene que ver con aspectos medioambientales, sociales y económicos que trascienden las fronteras chinas. Como tercer aspecto en la lista de contradicciones, el desarrollo económico se ha promovido por industrias de trabajo intensivo (Peng, 2013). China se encuentra en el puesto 90 entre 188 países con un nivel de desarrollo humano “alto” (Programa de Las Naciones Unidas para el Desarrollo, 2016), pero su crecimiento se ha basado más en dinámicas de cantidad que en calidad (Peng, 2013).

No obstante, el Consenso de Beijing no reclama existencias de ningún valor ni principios universales, en lugar de ello, China se mantiene comprometida con una multipolaridad de ideas, en la cual abre la puerta para que cohabiten modelos de manera pacífica, uno al lado del otro (Galchu, 2018); pero aquel modelo derivado del consenso es una construcción desde la alta política, que ignora las demandas sociales y estructurales en términos poblacionales.

Realidad del desarrollo chino: un asunto de indicadores

Ahora bien, como se mencionó previamente, el segundo teorema del Consenso de Beijing supone la consideración de otras instancias en la medición del modelo de desarrollo, más allá de los indicadores económicos, como la calidad de vida (Ramo, 2004, p. 12). Aunque no existe un consenso sobre el significado de dicho concepto, sí hay coincidencia en la subjetividad de su interpretación y en la multidimensionalidad de su naturaleza (Urzúa y Caqueo, 2012). Esa multidimensionalidad de la calidad de vida está asociada a todos aquellos aspectos de la existencia de un ser humano que deben ser cubiertos para su plena satisfacción como derecho, por la simple razón de ser humano. Entre estos se encuentran la salud, la educación, la vivienda, el medio ambiente y el entorno físico saludable, la alimentación y nutrición, el ocio a partir de las consideraciones culturales particulares, el empleo y con este los ingresos para el sustento económico, entre otros. Aunque los recursos monetarios son importantes como medio para la consecución de bienes y servicios por necesidad o por lujo, per se no representan un modelo de desarrollo, ni reducen este al incremento de los mismos. En otras palabras, los ingresos económicos no son equivalentes a la calidad de vida de una sociedad ni al bienestar de la misma (Moreno y Ximénez, 1996).

Dicho lo anterior, es menester evaluar hasta qué punto el modelo chino y su crecimiento económico han redundado en el beneficio y en las oportunidades reales y tangibles de su población en términos de calidad de vida. Como no existe consenso sobre su definición, tampoco lo hay sobre su medición. No obstante, la evolución del concepto de desarrollo ha superado la perspectiva exclusivamente económica y ha incorporado elementos cualitativos sobre la calidad de vida del ser humano.

El Índice de Desarrollo Humano (IDH) en el seno de la Organización de Naciones Unidas, específicamente en el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), es uno de los mecanismos que tan solo tiene en cuenta unas cuantas variables para el desarrollo. Aunque no mide bienestar precisamente, sí incorpora dimensiones importantes en el goce efectivo de derechos de los seres humanos, como son la salud a partir de la expectativa de vida al nacer, la educación con la expectativa de años de escolarización y el promedio de años de escolarización, y una vida digna por medio del Producto Interno Bruto per cápita (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, s. f.). Pese a los avances alcanzados durante las últimas décadas, en términos prácticos aún hay falencias y fallas estructurales sobre el desarrollo y la calidad de vida en China (Okuda, 2016).

Como se mencionó en el apartado anterior, China tiene un nivel de desarrollo humano “alto” con un índice de 0,738 1 . Podría presumirse que en salud, educación e ingresos hay un buen desempeño por parte del país asiático y, como resultado, este tiene un nivel de desarrollo humano destacable. Pero ¿qué es desarrollo humano? Se trata de un enfoque de capacidades, en el que se pretende responder a lo que un ser humano es capaz de ser y hacer en su vida, donde la tarea del Estado es la mejoría de la calidad de vida y las oportunidades de las personas (Nussbaum, 2012). Aunque el Índice de Desarrollo Humano es un esfuerzo importante por incorporar una visión más holística del desarrollo, se queda corto en la medición de las capacidades y libertades que tienen los seres humanos y, sobre todo, de la calidad de vida. Incluso, en las dimensiones que mide, excluye factores determinantes en el goce del derecho a la educación, la salud y el disfrute de una vida digna.

En el caso de China, la reformas educativas han permitido avances muy importantes en acceso y superación del analfabetismo, la calidad se ha convertido en prioridad, y hoy en día el país tiene el sistema educativo más grande del mundo (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, 2016). Sin embargo, producto de la acelerada urbanización y del crecimiento poblacional, actualmente la educación en China enfrenta retos cruciales. La equidad, como principio rector del desarrollo, es uno de ellos; en la medida en que los beneficios no sean extendidos y generalizados al grueso de la población, los problemas estructurales de las sociedades serán recurrentes. Así, entonces, la brecha entre los sectores urbanos y rurales en China sigue siendo un problema de su sistema educativo, no solo en términos de cobertura sino de calidad (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, 2016).

Con respecto a la salud el panorama es más complejo. China ha atravesado por diferentes reformas al sistema de salud en las últimas décadas. La más reciente de ellas, llevada a cabo a partir de la década pasada, ha logrado incrementar la cobertura en seguros y el gasto público en salud (Ramesh, Wu, y He, 2013). Lo problemático del asunto es que todas las reformas parecen obedecer a una lógica del sostenimiento del sistema, más que a la satisfacción de un derecho. Así pues, por más acceso que se garantice a los servicios y a los medicamentos, producto de las políticas públicas, hay asuntos estructurales fallando que derivan de un modelo de desarrollo insostenible y que a largo plazo generan, entre otros, problemas de salud muy serios. Por ejemplo, la industrialización veloz y a gran escala trae consigo un costo muy alto en calidad del aire. Esa contaminación tiene efectos directos sobre la salud física y mental de las personas y ha incrementado la mortalidad por enfermedades respiratorias, sobre todo en zonas con mayores ingresos per cápita (Cao, Liang, y Niu, 2017). Eso sin contar las demás consecuencias nefastas de la pesadilla ambiental en cuanto a acceso al agua potable, alimentos y recursos naturales. En el largo plazo, las mencionadas enfermedades respiratorias terminan afectando otros órganos y, por ende, dando lugar a otras enfermedades. En términos de cobertura, también hay evidencia de fallas estructurales como en el brote de Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SRAS) de 2003, donde la atención fue muestra de un sistema deficiente, insuficiente e inconexo (Liu, 2004).

Ahora bien, después de la salud y la educación, resta mirar el PIB per cápita para completar los factores del Índice de Desarrollo Humano. En una comparación del porcentaje del crecimiento anual del mismo según el Banco Mundial, se identifica que las cifras globales arrojan un 3% para el año 2000, y un 7,6% para China; un -2,9% para el mundo en el año 2009 y un 8,8% para China; y en 2017, un 1,9% y un 6,3%, respectivamente (Banco Mundial, 2017). Estas cifras son sorprendentemente positivas per se, pero lo relevante a la hora de discutir sobre desarrollo es a cuántas personas les ha mejorado la calidad de vida. Es innegable que desde hace un par de décadas el crecimiento económico chino se ha robustecido y ha superado la media global con creces, lo que se ha visto reflejado en su PIB per cápita. Alrededor de 800 millones de personas han logrado salir de la pobreza en China, que no es poco. Pero la frontera entre esa condición y estar fuera de ella no puede ser una cifra. Al fin y al cabo, un dólar más o un dólar menos es eso, un número. Pero sin oportunidades estructurales donde el entorno sea favorable para la movilidad social con salud, alimentación, educación, vivienda, entre otros derechos, es muy difícil determinar si realmente son tantas las personas fuera de la pobreza. No se puede afirmar que ese crecimiento económico, por más elevado que sea, se traduzca automáticamente en una vida más digna como sugeriría el IDH. Esta debe aplicar para todos y cada uno de los ciudadanos, y la medición del PIB per cápita no tiene en cuenta la existencia de brechas y por ende tampoco de la inequidad. Es decir, no se le puede atribuir la categoría de “desarrollado” a un país que no redunda en bienestar y equidad (Preciado, 2011) de manera generalizada.

Ni la salud, ni la educación, ni los ingresos como componentes del IDH completan la medición de la calidad de vida como pilar del desarrollo. De hecho, la multidimensionalidad de la misma hace impreciso a cualquier indicador, pues no todo en términos de calidad de vida se puede cuantificar. Por supuesto que los indicadores son útiles y aterrizan los fenómenos en datos más comprensibles, sin embargo, no se puede reducir el desarrollo a acertar en determinados números y cifras (San Martín y Pomeraniec, 2016, pp. 34-35).

China tiene un largo camino por recorrer en asuntos de calidad de vida, razón por la cual no puede limitar su desarrollo, en sentido integral, a equipararlo con su crecimiento económico. Los retos estructurales de su sociedad demandan una nueva comprensión del concepto y una priorización de la calidad de vida en la agenda política. Así mismo, requieren ver más allá de los indicadores que por más útiles que resulten, están desviando la dirección en que deben marchar las políticas públicas y dando lugar a sacrificios sociales de muy alto costo para las generaciones venideras.

Conclusiones

Los indicadores, como instrumentos cuantitativos para la medición del desarrollo, presentan varios problemas estructurales y de fondo. El vicio sobre la cuantificación de factores sociales no permite reflejar particularidades ni realidades heterogéneas; es decir, es imposible medir con los mismos umbrales a las sociedades porque estas tienen diferencias asociadas a la cobertura de todos aquellos aspectos que inciden en la calidad de vida de todo ser humano. La “medición” del desarrollo debe configurarse a partir de análisis cualitativos con base en instrumentos cuantitativos que den cuenta de las diferencias en las cosmovisiones y, por ende, en las nociones de desarrollo. De tal manera, si no hay consenso sobre la idea de desarrollo, tampoco lo habría sobre los componentes de un indicador que lo mida.

China se ha puesto en el centro de las reflexiones en la construcción de modelos económicos y políticos que han motivado un análisis desde la academia para entender la relación entre aquellos modelos y la noción del desarrollo. Con base en lo anterior, Beijing ha tenido alrededor de su idea de desarrollo un intenso debate sobre la manera de percibir el papel de la sociedad en la economía y demás sectores que alimentan el crecimiento. En efecto, la tendencia global en la construcción de la idea del desarrollo ha estado configurada mayoritariamente en la visión económica bajo indicadores para medir el crecimiento como relación simbiótica para alcanzar objetivos estatales. Los indicadores demuestran de manera cuantitativa el cumplimiento de objetivos medibles que resultan de ecuaciones y fórmulas numéricas, sin tener en cuenta dimensiones sociales y de calidad de vida. En ese orden de ideas, existe una confusión entre el crecimiento económico y su equivalencia con el desarrollo. La noción de desarrollo de China ha estado centrada en los aspectos tradicionales que convergen en dinámicas cuantitativas en materia macroeconómica (Woo, 2007), pero se distancia de la esencia del desarrollo entendida como la garantía de beneficios y satisfacción para la población en aras de incrementar la calidad de vida.

Los modelos, los sistemas de medición, los estándares y las clasificaciones numéricas desvían las preocupaciones del desarrollo bajo los parámetros tradicionales, es decir, el cumplimiento de metas para los Estados —en esta ocasión China—, deshumanizan la noción del desarrollo para convertirlo en instrumentos de legitimidad nacional, posicionamiento global y proyección internacional. Ejemplo de lo anterior, la clasificación de China como país con índice de desarrollo humano “alto”, lo que contrasta con las falencias estructurales de las variables que incorpora este indicador. Incluso dicha medición excluye variables absolutamente vitales para la calidad de vida humana.

Es evidente que ni el Consenso de Washington, ni el de Beijing responden a la noción holística y humanizada del desarrollo. La arquitectura de aquellos documentos expresa dinámicas numéricas, clasificatorias y categorías macroeconómicas que buscan repuntes estatales frente a los indicadores globales. El Consenso de Beijing es una receta de tareas para alcanzar estándares y crecimiento económico, razón por la cual, no es un modelo de desarrollo. Finalmente, la división entre Oriente y Occidente, en lo que se refiere a crecimiento económico, obedece al sistema y régimen político más que al concepto de desarrollo, en efecto ambos poseen una noción prioritariamente económica.

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Notas

1 Medición de 0 a 1, donde 1 es el nivel de desarrollo humano más alto y 0 el más bajo.

* Artículo de reflexión

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: cesar.nino@usa.edu.co

Información adicional

Cómo citar este artículo: Niño, C., y Méndez, P. (2019). La noción china del desarrollo: la trampa de los indicadores. Papel Político, 24(2). https://doi.org/10.11144/Javeriana.papo24-2.ncdt

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