Renta básica de ciudadanía: una aproximación desde las teorías de la justicia y el pleno empleo “voluntario”*

Basic Income of Citizenship: An Approach from the Theories of Justice and “Voluntary” full Employment

Papel Político, vol. 26, 2021

Pontificia Universidad Javeriana

Andrés Felipe Mora a

Universidad Nacional de Colombia, Colombia


Recibido: 03 Octubre 2020

Aceptado: 28 Marzo 2021

Publicado: 30 Junio 2021

Resumen: Este artículo analiza los fundamentos éticos de una renta básica universal, individual e incondicional, y su potencial transformador en el mundo del trabajo y la política social. Garantizar un derecho a la existencia, como materialización de un ideal normativo de libertad real, implica superar el principio contributivo y promover una situación de pleno empleo voluntario. La conjugación de ambos aspectos podría llevar al surgimiento de un orden socioeconómico que trascienda las connotaciones compensadoras de la política social contemporánea y que supere los alcances de los modelos conservadores, liberales y socialdemócratas del Estado del bienestar. El documento presenta las discusiones alrededor de la renta básica en el campo de las teorías de la justicia como distribución, analiza la idea del “trabajo como activo” y muestra los mitos que soportan la validez del principio contributivo. A lo largo de estas reflexiones, se presentarán también las principales críticas que se le realizan a la renta básica desde perspectivas liberales, sindicales, feministas, comunistas y republicanas.

Palabras clave:renta básica, empleo, política social, transformación social.

Abstract: This article analyzes the ethical foundations of a universal, individual and unconditional basic income, and its transformative potential in the world of work and social policy. Guaranteeing a right to existence, as the materialization of a normative ideal of real freedom, implies overcoming the contributory principle and promoting a situation of full voluntary employment. The combination of both aspects could lead to the emergence of a socioeconomic order that transcends the compensatory connotations of contemporary social policy and goes beyond the scope of the conservative, liberal and social democratic models of the welfare state. The paper presents the discussions around basic income in the field of the theories of justice as distribution, analyzes the idea of "work as an asset" and shows the myths that support the validity of the contributory principle. Throughout these reflections, the main criticisms of basic income from liberal, trade union, feminist, communist and republican perspectives will also be presented.

Keywords: basic income, employment, social policy, social transformation.

Introducción

Los pueblos del mundo sufren las consecuencias de la implementación de un modelo de política social neoasistencialista. El carácter procíclico del gasto social, la desregulación y precarización de los mercados laborales, la privatización, los subsidios focalizados a la demanda y la mercantilización de los derechos de los ciudadanos constituyen el correlato de un modelo de política social adecuado a las necesidades de fortalecimiento de los mercados financieros, la austeridad fiscal y la defensa de los derechos de propiedad. La denominada “lucha contra la pobreza extrema” resulta contradictoria de la implementación de sistemas de protección social mutualistas y universalistas. El “manejo social del riesgo” y la “inversión en recursos humanos” han mostrado su incapacidad para mejorar las condiciones de vida de los individuos, y su falta de aliento para impulsar el tránsito hacia sociedades más justas, igualitarias y garantes de la libertad de los agentes.

En este contexto, la defensa de los derechos económicos y sociales constituye una valiosa posibilidad para consolidar regímenes socioeconómicos más progresistas. Sin embargo, los límites del modelo neoasistencial han abierto también una oportunidad para repensar la política social y configurar escenarios redistributivos y de protección social más justos, audaces y novedosos. Particularmente, las condiciones económicas y sociales del mundo contemporáneo, así como las discusiones y avances producidas en el campo de las teorías de la justicia, han configurado un espacio propicio para pensar en el “desasalaramiento” de los derechos económicos y sociales. Hoy es posible justificar modelos de política social no sustentados en la conexión de los agentes con el mercado laboral y alejados de la defensa del principio contributivo. En la actualidad es posible exigir “un derecho a la existencia” en el marco de una política social “sin contraprestación”. Es en este punto en donde adquiere sentido la renta básica de ciudadanía.

Este artículo tiene como propósito analizar los fundamentos éticos de una renta básica universal, individual e incondicional y su potencial transformador en el mundo del trabajo y la política social. En primera instancia, analizará por qué la renta básica de ciudadanía constituye la materialización institucional de un ideal de libertad real, respetuoso de nociones de igualdad, libertad, eficiencia y no explotación. Este recorrido permitirá reconocer las coordenadas de justicia social que exigen la superación del principio contributivo y la promoción de una situación de pleno empleo voluntario. Sobre esta base, en un segundo momento, se presentarán argumentos sociopolíticos y económicos a favor de la abolición del principio contributivo, y se visualizará el potencial transformador de una renta básica de ciudadanía en el marco de la superación del modelo neoasistencial de la política social y la reconstrucción del Estado de bienestar. Esta discusión permitirá identificar, además, las críticas que se le realizan a la renta básica desde perspectivas sindicales, feministas y comunistas y republicanas, y los aspectos que diferencian la renta básica de ciudadanía de los subsidios focalizados, los impuestos negativos y las asignaciones ciudadanas.

El principio contributivo ha constituido la piedra angular de la política social moderna. En conjugación con la defensa de la ética del trabajo, dicho principio ha sido funcional a un modelo de política social sustentado en la triada ciudadanía-empleo-seguridad social. Más que rescatar las dimensiones transformadoras de la política social, este modelo ha consolidado una visión gubernamentalista de la política social, que ha servido poco para redistribuir la riqueza y mucho para garantizar la reproducción del orden social vigente. Es por esto que el fin del principio contributivo representa un medio clave para repensar el mundo del trabajo, rescatar la dimensión transformadora de la política social y remover las bases de los regímenes de bienestar hasta hoy conocidos. Bajo estas coordenadas, la renta básica de ciudadanía constituye una posibilidad real que aborda frontalmente el desafío de repensar el empleo para repensar la vida:

por la puesta del control sobre el tiempo de trabajo se estaba introduciendo en las sociedades modernas el control de la totalidad de la vida de los individuos. […] La historia de las luchas obreras por la reducción de la jornada de trabajo ha sido y es la manifestación de una más profunda “guerrilla cotidiana por la ocupación del tiempo” en la que se enfrentan el objetivo empresarial de convertir el tiempo en capital y el objetivo obrero de rescatar tiempo para la libertad. (Zubero, 2001, p. 168)

El pleno empleo voluntario constituye, entonces, el correlato de la garantía de un derecho a la existencia orientado a combatir la alienación que surge cuando una persona se ve obligada a aceptar un trabajo para sobrevivir.

Fundamentos éticos de la renta básica de ciudadanía

Atender las cuestiones sociales y económicas de la renta básica implica reconocer su sustento normativo, pues esta dimensión constituye un aspecto esencial para la valoración de la política social y de los instrumentos específicos que la componen. En este sentido, esta primera sección del artículo repasará los argumentos surgidos de las teorías de la justicia, que brindan soporte a la renta básica de ciudadanía tomando como referente los planteamientos de Philippe Van Parijs, tal vez su exponente más notable. Se sostendrá que como materialización institucional del principio de libertad real, la renta básica de ciudadanía logra conciliar los principios de eficiencia, libertad e igualdad, defendidos por las teorías solidaristas y libertarianas de la justicia. Seguidamente, se demostrará cómo la propuesta de renta básica de ciudadanía puede enfrentar satisfactoriamente las críticas realizadas en términos de la redistribución de las dotaciones internas de los agentes (talentos), la redistribución de las dotaciones externas (incluido el empleo), y de su posibilidad de superar la explotación. Para ello serán explicados, respectivamente, el principio de “diversidad no dominada”, el criterio leximín y el concepto roemeriano de explotación.

La libertad real en el marco de las teorías de la justicia

Al interior del liberalismo es posible identificar dos tradiciones que se han interesado en definir un conjunto de principios que integren adecuadamente las nociones de los agentes en materia de justicia: la tradición solidarista que incluye al utilitarismo, el marxismo y el liberal-igualitarismo, y la tradición propietarista (o libertariana) que representa un desafío a las tres corrientes anteriormente señaladas1. Van Parijs (1991) ofrece un panorama del desarrollo de estas tradiciones y de las corrientes teóricas que las componen, con el fin de dilucidar sus aportes, límites y evolución en el terreno amplio de las teorías de la justicia. Metodológicamente, Van Parijs recurre a una presentación global de las principales tesis de cada una de las corrientes solidaristas, y las evalúa en relación con el desafío que el libertarianismo ha representado para cada una de ellas. Con este recorrido, el autor intenta establecer, al final, un conjunto de ideas que permitan avanzar en la definición de qué es una sociedad justa. Así, bajo concepto de libertad real Van Parijs caracterizará una sociedad justa en la que se puedan conciliar los principios de eficiencia, igualdad, libertad y no explotación que inspiran a cada una de las teorías analizadas a lo largo de su disertación.

La primera teoría analizada por el autor al interior de la tradición solidarista es el utilitarismo.El ideal normativo de esta teoría consiste en maximizar el bienestar del mayor número de individuos. Dicha maximización es comprendida como la suma de la utilidad de los agentes que componen la colectividad considerada, ofreciendo una misma ponderación a cada una de las preferencias de los individuos. Sin embargo, ha sido este ideal normativo (la maximización del bienestar del mayor número) el aspecto fundamental de las críticas realizadas al utilitarismo. En general, puede decirse que dichas críticas han girado en torno a: 1) las dificultades para hacer compatible el bienestar de personas diferentes (comparaciones interpersonales) y, fundamentalmente, 2) la incompatibilidad de la tesis utilitarista con nociones intuitivas de justicia, defensoras de la igualdad y la libertad.

Los desarrollos y evolución observados dentro del utilitarismo se corresponden con sus intentos de ofrecer respuestas razonables a estas cuestiones. En efecto, a las preguntas sobre cómo normalizar las utilidades para hacerlas comparables, o cómo medir la intensidad de las preferencias, el utilitarismo ha respondido estableciendo conceptos ordinales de utilidad que faciliten la obtención de óptimos paretianos comprendidos desde el punto de vista de la unanimidad de las preferencias o la regla de la mayoría. Estos desarrollos han dado origen a la denominada teoría de la elección social. Sin embargo, demostraciones analíticas como la “paradoja de Condorcet” han demostrado las limitaciones de estos acercamientos y han marcado un camino hacia el reconocimiento de los “bienes básicos” o los ingresos como la mejor manera de hacer abstracción de las comparaciones interpersonales y ofrecer medios generales para la búsqueda individual de la felicidad. Se ha dicho, entonces, que mediante dichos bienes básicos o a través del nivel de ingresos se incrementa el potencial objetivo de la felicidad.

Pero son las críticas relativas a la libertad y la igualdad las que pueden ser más contundentes para el utilitarismo, que entra en conflicto con las intuiciones de lo que es justo y lo que es injusto. Concibe el bienestar como agregación y no como distribución; es decir, mientras la cantidad de bienestar sea la misma, se desinteresa o es indiferente en cuanto a su distribución. Así mismo, en materia de libertad o derechos humanos, el utilitarismo afirma que lo más importante es el bienestar y a él debe subsumirse toda finalidad diferente, incluidas las libertades o los derechos individuales. Bajo el utilitarismo se sacrifican los derechos fundamentales a la pretensión de maximización del bienestar social (Sen, 1997).

Las críticas relativas a las comparaciones interpersonales, la distribución y la libertad han constituido el punto de partida de las teorías liberal-igualitarias dentro de la tradición solidarista. Es John Rawls quien mejor representa los avances aquí obtenidos. En efecto, bajo la consagración de los principios de igual libertad, igual oportunidad y principio de diferencia para los bienes sociales básicos, Rawls ha intentado superar las limitaciones señaladas al utilitarismo y ofrece una teoría donde la principal virtud de las instituciones no es la eficiencia sino la justicia (Rawls, 2006). Para alcanzar estas conclusiones, Rawls propone una metodología constructivista en la que, imaginando una situación contrafáctica de imposición de un “velo de la ignorancia” (que impide a los agentes conocer de antemano su situación de ventaja o desventaja), ofrece un ejercicio en el que entran en juego dos capacidades morales para los agentes: la capacidad de tener un sentido de lo que es justo y la posibilidad de realizar una concepción propia del bien.

La moralidad nace del procedimiento de construcción de los principios de la justicia. Los principios expuestos por Rawls no son verdaderos ni susceptibles de ser universales; serían, sí, los más razonables si emergiesen en un contexto en que se defienden abiertamente los ideales de libertad e igualdad ¿Cuáles son dichos principios? Según Rawls, son los de igual libertad, igual oportunidad, el principio de diferencia y el orden lexicográfico que los regula:

una sociedad es más justa que otra si las libertades fundamentales son allí más grandes y más igualmente distribuidas, cualquiera sea la forma de distribución de los otros bienes básicos; y entre dos sociedades semejantes sobre el plano de las libertades fundamentales, la que asegura mayor igualdad de posibilidades para todos es la más justa, cualquiera sea el grado en que se cumpla el principio de diferencia. (Van Parijs, 1991, p. 67)

Con esto Rawls omite el problema de las comparaciones interpersonales, ofrece un estatus importante a la igualdad y protege los derechos fundamentales frente a cualquier tentativa maximizadora del bienestar o cualquier alternativa radicalmente igualitaria. Sin embargo, es este ordenamiento lexicográfico y la instauración misma del principio de diferencia el origen de las críticas realizadas a la propuesta de Rawls, por no considerarse una teoría suficientemente igualitaria. Es en este punto donde el marxismo adquiere cierto protagonismo: todo alejamiento de una situación de plena igualdad implica la existencia de relaciones de explotación: “… Marx es más igualitarista que Rawls en el sentido de que toda desigualdad que deriva de la remuneración del capital es ineluctablemente condenada como la manifestación de la explotación de los trabajadores” (Van Parijs, 1991, p. 77).

Desde el concepto de explotación, el marxismo critica la teoría liberal-igualitaria de Rawls, e insiste en desenmascarar la dimensión intrínsecamente injusta del capitalismo. Sin embargo, la teoría de Rawls ha impuesto un gran desafío al marxismo al cuestionar la validez analítica y conceptual del concepto de explotación que tradicionalmente ha sido empleado dentro del marxismo ortodoxo. Este desafío ha implicado para el marxismo un reacondicionamiento metodológico que lo ha llevado a explorar las teorías del individualismo metodológico para, desde allí, proponer una teoría analíticamente plausible de la explotación capaz de dialogar con las demás teorías solidaristas de la justicia: este nuevo campo de estudio ha sido denominado marxismo analítico. Las conclusiones obtenidas en esta nueva línea de estudio han colocado al marxismo en dilemas que han provocado la remoción de muchas de sus teorías paradigmáticas.

En efecto, de acuerdo con el marxismo ortodoxo, la explotación es intrínseca al capitalismo, es éticamente inaceptable y no se hace presente en todas las sociedades concebibles: se dice que la explotación estaría ausente en el socialismo ideal. Pero ¿qué es la explotación?, ¿es siempre condenable?, ¿verdaderamente estaría ausente en el modo de producción socialista? Para dar respuesta a estas preguntas, es posible identificar al menos tres conceptos de explotación: uno vinculado al trabajo y a la posesión del producto del mismo (propietarista), otro vinculado a la diferencia entre el valor-trabajo del producto de los asalariados y el valor-trabajo de su consumo (intercambio desigual); y, finalmente, aquel vinculado a los cambios en las oportunidades ofrecidas por la sociedad a los trabajadores (distribución de la oportunidad). Van Parijs (1991) señala los límites e inconsistencias conceptuales y teóricas de las dos primeras aproximaciones, y reivindica la pertinencia conceptual de la última idea de la explotación. Paradójicamente, bajo esta última concepción (relacionada a la distribución de la oportunidad), la explotación no constituye un problema exclusivo del capitalismo; es también un rasgo emergente en el modo de producción socialista. Bajo este punto de vista resultará urgente el rechazo a la linealidad histórica que el marxismo ortodoxo ha defendido en términos de la necesidad del socialismo para alcanzar el comunismo, y reivindicará la posibilidad de concebir una “vía capitalista al comunismo” (Van der Veen y Van Parijs, 1986)2.

Como se observará con detenimiento más adelante, es la noción de oportunidades iniciales (iguales) desiguales la que, en última instancia, determinaría las condiciones necesarias y suficientes para la (no) explotación. En una visión más abarcativa, es la diferencia en las oportunidades lo que determina la explotación en una sociedad, y se considera que una sociedad es explotadora si, bajo el supuesto de redistribución de las oportunidades, los trabajadores estarían en una mejor situación social. Sin embargo, estas oportunidades no se remiten únicamente a aspectos económicos y sociales, comprenderían también dimensiones políticas y culturales y elementos vinculados a las dotaciones naturales y talentos de los individuos; es decir, factores que, a priori, pueden no darse como asegurados bajo un modo de producción socialista.

Con esto Van Parijs (1991) cierra su presentación sobre las teorías solidaristas de la justicia, y pasa a analizar el desafío que para cada una de estas teorías representa la crítica libertariana. En general, desde la teoría libertariana de Robert Nozick, se rechazará el carácter configuracional o finalista de las teorías solidaristas3. Esto, por cuanto se considera que estos rasgos finalistas o configuracionales representan una amenaza para la libertad de los individuos y una férrea restricción al establecimiento de transacciones voluntarias entre los mismos. Aparece una nueva noción de la justicia, cuyo contenido son los derechos y libertades fundamentales de los agentes: ¿qué son los derechos fundamentales sino el derecho de cada uno de hacer lo que quiera con su cuerpo y con los bienes que ha adquirido legítimamente, sin quebrantar los derechos de los demás? ¿Por qué debe verse limitada esta potestad por algún principio configuracional o finalista de la justicia?

Para Nozick es justo todo aquello que resulta del libre ejercicio de los derechos inviolables de cada uno; es justo todo aquello que se desprende de las transacciones voluntarias de individuos plenamente propietarios de sí mismos. Todos los principios de justicia configuracionales o finales son vulnerables a las acciones y transacciones voluntarias: implicarían que no es cierto que cada persona tenga derecho a hacer con sus propiedades (vida, libertades y posesiones) lo que realmente desee. Nozick (1988) aboga por principios de propiedad absolutos; cualquier vulneración a esta propiedad en nombre de la eficiencia, la igualdad o la articulación de ambas resulta injusta.

Si se observa con detenimiento, todo el debate presentado al interior de las teorías solidaristas, y entre las teorías solidaristas y el libertarianismo, es un debate relativo a cómo conciliar un conjunto de principios intuitivos de justicia ampliamente aceptados: eficiencia, igualdad, libertad y no explotación. Con esto en mente, Van Parijs se propone establecer una teoría de la justicia que logre conciliar dichos principios intuitivos. Para ello propone el concepto de libertad real. Según Van Parijs, el verdadero libertariano debe preocuparse no únicamente por la libertad formal de cada individuo (seguridad y propiedad de sí mismo), sino también por la libertad real (medios y oportunidades para materializar el modo de vida individualmente valorado).

Esta aseveración conduce a la necesidad de establecer una sociedad que lleve al máximo dichas oportunidades sin que esto implique una disyuntiva con la eficiencia. Por tal motivo, la libertad real debe establecer un principio de conciliación de la eficiencia y la igualdad; esto se logra mediante la defensa del principio de diferencia presentado originalmente por Rawls. Finalmente, surgirá la cuestión sobre la compatibilidad entre la libertad real y el fin de la explotación. La respuesta de Van Parijs es afirmativa: son compatibles siempre y cuando se acepte una comprensión de la explotación desde la oportunidad y no con base en criterios ortodoxos basados en la propiedad del excedente o en la teoría de intercambio desigual. Se edifica entonces una sociedad eficiente, garante de la libertad real (posesión de medios) y de la libertad formal (defensora de los derechos) que, además, erradica la explotación de oportunidades, pues maximiza el nivel de oportunidades políticas, civiles, sociales y de dotaciones naturales de los individuos.

La convicción por la defensa de la libertad y la igualdad (reconociendo el papel de la eficiencia) constituye la base para la edificación de sistemas socioeconómicos inspirados no en la añoranza de antiguos modelos socialdemócratas, sino en el interés de avanzar un paso más adelante en materia de justicia y política social. Una sociedad justa es una sociedad garante de la libertad real. En palabras de Van Parijs (1996), los principios sobre los cuales es posible erigir una sociedad justa, defendible desde el punto de vista del auténtico liberal-igualitarismo, son la seguridad (estructura de derechos bien definida), la propiedad de sí (cada persona es propietaria de sí misma) y el orden leximín de las oportunidades. Por separado, los dos primeros componentes hacen referencia a la noción de libertad formal, al integrar los tres componentes, se asume la libertad real.

La libertad real se garantiza en una sociedad que defiende a los individuos, que les ofrece ciertos permisos, y que los habilita y los dota de poder y oportunidades para llevar la vida individualmente elegida y valorada. La libertad real es un asunto relativo a los medios y no únicamente a los derechos. Ahora, ¿qué jerarquía hay entre dichos principios? ¿Se presenta una ordenación lexicográfica rígida como la presentada originalmente por Rawls? Al respecto, Van Parijs

No plantea una rígida prioridad lexicográfica. De manera más concreta, ligeros incumplimientos de la ley y del orden se pueden tolerar si el tratar de evitarlos supone restricciones significativas a la propiedad de sí o separarse excesivamente de la ordenación leximín. … Una sociedad libre es aquella en la cual las oportunidades de las personas se leximizan sujetas a la condición de la protección de su libertad formal, es decir, manteniendo el respeto de una estructura de derechos que incluye la propiedad de sí mismo. (Van Parijs, 1996, p. 47)

La materialización institucional de la libertad real: la renta básica de ciudadanía

La pregunta a responder ahora es cuáles son los alcances institucionales de la libertad real; es decir, cuáles son las implicaciones que tendría en relación con la transformación de los regímenes socioeconómicos en general, y del Estado de bienestar en particular. Según Van Parijs (2013), la expresión institucional de la libertad real es una renta básica de ciudadanía, otorgada bajo criterios de incondicionalidad, individualidad y universalidad, que garantice, como mínimo, la satisfacción de las necesidades básicas de las personas en la perspectiva de la garantía de un “derecho a la existencia”. Estos tres principios establecen una clara diferencia con los subsidios de las políticas asistenciales (en tanto son condicionados, focalizados y dirigidos a las familias), y con los impuestos negativos (que constituyen una transferencia monetaria que complementa los ingresos de las personas más pobres con el fin de superar un umbral monetario de pobreza). La renta básica de ciudadanía, además de ser incondicional, universal e individual, considera los umbrales monetarios de pobreza como un piso para la asignación, y no como un techo al cual llegar4.

Aunque en la propuesta elaborada por Van Parijs se logra articular de manera satisfactoria los compromisos con la igualdad, la eficiencia y la libertad, su materialización institucional no está exenta de cuestionamientos y críticas. En primer lugar se considera el tema de las dotaciones naturales (talentos) de los seres humanos: en un mundo heterogéneo en dotaciones naturales ¿Es fácil configurar una situación en la que se compense a los menos aventajados sin someter a la esclavitud a los más talentosos? Por otra parte, dado que la incondicionalidad de la renta básica implica el fin del principio contributivo ¿Es posible defender una renta básica para aquellos que no trabajen y, además, justificar un impuesto sobre los ingresos de quienes sí lo hacen? Y finalmente, si la renta básica significa un avance en la superación de la explotación ¿qué sistema socioeconómico la garantizaría de forma más eficiente y en un nivel más elevado?5

Son estos los problemas abordados en Van Parijs (1996). Y su respuesta consiste en conjugar capacidades (dotaciones internas) y bienes externos (dotaciones externas), bajo principio de “diversidad no dominada” para las primeras, y aplicación del “principio leximín” para las segundas, edificar las bases necesarias y suficientes para garantizar a cada individuo un nivel adecuado de renta básica que le permita concretar su concepto particular de vida buena. Este nivel adecuado de renta básica se alcanzará poniendo a su servicio todo el potencial productivo del capitalismo. Únicamente la máxima renta básica sostenible, incondicional, individual y universal hará éticamente defendible al capitalismo.

Como se ha mencionado, el primer problema a abordar es la heterogeneidad en las dotaciones internas de los agentes. Es claro que un sistema que leximice la oportunidad de los menos aventajados en este terreno debe ofrecer a los mismos algún tipo de compensación. No obstante, dicho sistema de compensaciones debe ser lo suficientemente racional como para no ofrecer compensaciones tan diferenciadas en virtud de tan elevada diversidad de talentos, y lo suficientemente justa como para impedir que, por ejemplo, en la búsqueda de ausencia de envidia, los mejor dotados internamente sean convertidos en esclavos de los peor dotados (deteriorando el respeto por la libertad formal). Además, resulta adecuado reconocer la injusticia que, en una situación de dotaciones internas idénticas, tendría la satisfacción social de los gustos caros de los agentes.

La solución presentada por Van Parijs a esta cuestión, y la defensa que realiza de la libertad formal en términos del cuidado que se debe ofrecer a los más individuos más talentosos, consiste en evaluar las asignaciones a los individuos con dotaciones internas desfavorables desde el criterio de diversidad no dominada6:

La distribución de las dotaciones es injusta en una sociedad en la medida en que haya dos personas tales que cualquiera que pertenezca a esa sociedad prefiera la dotación total (tanto interna como externa) de una de ellas en lugar de la dotación total de la otra. Solamente puede ser justa si no se da este caso, es decir si existe diversidad no dominada. (Van Parijs, 1996, p. 84)

Bajo criterio de diversidad no dominada, el procedimiento de compensación por dotaciones internas heterogéneas (talentos o gustos) tiene un límite: este procedimiento llegaría a su fin cuando para cada par de dotaciones comprensivas (internas y externas) exista al menos una persona que prefiera una dotación a otra. Con esto se conserva la libertad formal de los más talentosos, quienes tendrán el derecho de escoger el ocio como concepción de vida buena, y no deberán someterse a fuertes obligaciones productivas y laborales para compensar a los peor dotados internamente. Sin embargo, se garantiza también, el ofrecimiento de una compensación para discapacidades unánimemente aceptadas, bloqueando simultáneamente la obligación de compensación de los gustos caros. El criterio de diversidad dominada es refinado aceptando que, para discapacidades graves, debe establecerse un límite de la compensación definido por el punto en el cual esta última no genera efectos perceptibles en el mejoramiento de la situación de la persona con discapacidad.

El carácter universal y compensatorio de la renta básica descrito anteriormente obliga a pensar en el carácter justo y sostenible de su incondicionalidad y financiamiento. En efecto, la pregunta que surge gira en torno a la justicia de los mecanismos de financiamiento que le brindarían sostenibilidad a la renta básica, y a la aprobación moral de su incondicionalidad (es decir, el beneplácito al otorgamiento de la renta incluso a aquellos que se mantienen en el ocio). Esta cuestión conlleva directamente al problema del trabajo y de la combinación de trabajo y recursos naturales contenidos en cada bien producido, pues la justicia de un impuesto sobre la riqueza y/o el ingreso pasa por la comprensión normativa de estas dos caras de la dimensión productiva de la sociedad.

De acuerdo con Van Parijs, el trabajo implica el uso de recursos escasos de la sociedad. Una persona con más trabajo utiliza más recursos, luego los que poseen menos recursos podrían demandar el valor que se les retira estimado en niveles de competencia. Al aceptar este criterio, se acepta la justicia de un ingreso básico al nivel del valor per cápita de los recursos externos de la sociedad. Dada la combinación trabajo-recursos naturales que implica toda dinámica de producción, este criterio se extiende a los bienes producidos y no únicamente se limita a los recursos naturales. Por esto, una distribución igual de todos los activos externos (naturales y producidos) supone un impuesto del cien por ciento sobre el valor de todas las herencias y donaciones y una posterior distribución uniforme del mismo entre cada miembro de la sociedad. Desde el punto de vista de la riqueza, queda argumentado un modelo normativo de imposición y una estrategia justa de redistribución7.

No obstante, los recursos hasta ahora obtenidos no resultan suficientes para financiar una renta básica elevada capaz de garantizar la libertad real de los individuos. Es necesario justificar alternativas impositivas adicionales que favorezcan la redistribución: resulta oportuno proponer una alternativa normativa que defienda la posibilidad de gravar todas las formas previsibles de ingresos. Es aquí donde Van Parijs reivindica el alcance normativo y social del principio de diferencia presentado originalmente con Rawls y, bajo el concepto del “trabajo como activo”, defiende normativamente un derecho a la existencia en que, independientemente de su disposición a trabajar, cada uno de los individuos de la sociedad es justo portador del mismo derecho a materializar su concepción individual de vida buena8.

Sin embargo, el carácter incondicional de la renta básica obliga a que esta también sea entregada a quienes trabajan, pues no es incompatible con otras formas de ingreso. Y se recomienda que los salarios y los ingresos se graven hasta el punto en que el volumen de impuesto producido sea máximo. Esto garantizará una renta básica mayor y provocará una articulación adecuada entre eficiencia e igualdad. Este es el sentido del principio de diferencia9. Bajo esta situación, entonces, cada agente tiene el mismo derecho sobre los recursos escasos: esto es compatible con que algunos no deseen usarlos y con que quienes los adquieren paguen por dicho privilegio. La condición de escasez hace justa la interferencia en los términos de los acuerdos voluntarios con el fin de igualar la libertad real de los individuos (Van Parijs, 1991).

Con esto Van Parijs demuestra que el criterio de diversidad no dominada y el principio de diferencia definen de manera justa los procesos de compensación y redistribución relativos a dotaciones internas y bienes externos. Y al final ha quedado claro que el debate concerniente a la redistribución de los objetos externos se vincula al problema de la preferencia o la mayor condescendencia con quienes prefieren el ocio. No obstante, este debate constituye una primera aproximación a una discusión igualmente profunda y fundamental en términos de la valoración normativa del socialismo y el capitalismo: ¿son compatibles estos principios y la renta básica de ciudadanía con una sociedad ausente de explotación? ¿Constituye la libertad real una alternativa adecuada para la eliminación de la explotación? Para dar respuesta a estas preguntas, Van Parijs realiza una aproximación a los conceptos más aceptados de la explotación y evalúa analíticamente el vigor conceptual y normativo que los caracteriza.

Van Parijs reivindica la perspectiva roemeriana de la explotación y establece un vínculo directo entre la explotación y la desigualdad en las oportunidades. Alguien es explotado si pudiera estar mejor como consecuencia de la igualación de las oportunidades. Esta perspectiva tiene la ventaja de vislumbrar, bajo el criterio de la oportunidad, diversas formas de explotación que trascienden la dimensión productiva y que merecen ser comprendidas bajo un concepto consistente y suficientemente amplio de la justicia. Por ejemplo, la explotación feudal es abolida si se garantiza la igualdad en materia de libertad formal; la explotación capitalista será eliminada si se garantiza igualdad en los medios de producción; la explotación socialista será abolida si, además de garantizar igualdad en los medios, se favorece la igualdad en las habilidades y, finalmente, la explotación de las necesidades será erradicada en una sociedad comunista más allá de la dictadura de la necesidad.

Con esto, no únicamente se propone un criterio de explotación más integral, sino que se cuestiona la abolición de la explotación misma bajo el modo de producción socialista: a priori, y desde el punto de vista de las oportunidades, el modo de producción socialista no se presenta como exento de explotación; luego la superioridad ética del mismo en relación con el capitalismo quedaría en entredicho. Es aquí donde confluyen la propuesta contrafáctica de John Roemer (que analiza la igualación de oportunidades ceteris paribus) y el igualitarismo no antiproductivo de Van Parijs: la ordenación leximín de las oportunidades garantizará, en la práctica, el fin de la explotación en el sentido roemeriano y vislumbrará, además, un “camino capitalista hacia el comunismo”, pues al capitalismo, al ofrecer una renta básica de ciudadanía más elevada configura mayores posibilidades para el ejercicio de la libertad real. El potencial estático y dinámico de la eficiencia capitalista debe estar al servicio de la libertad real y promover el fin de la explotación:

Mi impresión global es que resulta muy difícil cambiar la fuerte presunción, empíricamente apoyada y teóricamente motivada, favorable a una superior eficiencia económica del capitalismo. En particular, ninguna de las posibles ventajas del socialismo en términos de acumulación de capital o en los diversos aspectos de la eficiencia estática ofrece una seria perspectiva para poder contrarrestar el impulso dinámico del capitalismo, provocado por el imperativo de innovar o perecer. (Van Parijs, 1996, p. 260)

El capitalismo quedaría éticamente justificado si garantiza una renta básica más elevada que la ofrecida por el socialismo10. Se requiere hacer que una parte cada vez mayor de la riqueza material de los individuos dependa de la productividad social general en lugar de la contribución individual. Todo ello en el marco de un orden mundial garante de mecanismos globales de redistribución: “la democracia transnacional, en lugar de la negociación internacional, es el instrumento institucional para conseguir la libertad real para todos” (Van Parijs, 1996, p. 270). Específicamente, para los países del Sur, las oportunidades que se abren en materia de política social pueden ser más variadas debido al raquítico modelo que se ha implementado bajo las prescripciones neoasistenciales del Consenso de Washington, el “manejo social del riesgo” y la “inversión en recursos humanos”. ¿Cuál es, entonces, el potencial transformador de la renta básica de ciudadanía?

El potencial transformador de la renta básica de ciudadanía: el pleno empleo voluntario y el fin del principio contributivo

Las críticas realizadas a la renta básica en relación con su incondicionalidad y rechazo del principio contributivo tienen un origen sociopolítico, económico y normativo. Sociopolíticamente, la preocupación se centra en los probables efectos perversos que la renta básica de ciudadanía generaría sobre los mecanismos de socialización, integración y control social vinculados a la ética del trabajo y el principio distributivo. Desde el punto de vista ético, y apelando a una noción de justicia republicana, Sandel (2020) llama la atención sobre la necesidad de reconocer el trabajo de los seres humanos, no en términos salariales o monetarios, sino desde el punto de vista de su contribución al bien común. Se trata de reivindicar el estatus y la estima de las personas no solo como consumidores (sujetos de redistribución), sino como aportantes a la materialización de aquellos fines que, surgidos de la deliberación pública, resultan adecuados al fortalecimiento de la comunidad política y la vida común. Finalmente, desde el punto de vista económico, son recurrentes las críticas relacionadas con los desincentivos que la renta básica puede generar para el estímulo al empleo, el costo fiscal de su implementación y el bajo impacto que tendría sobre las personas con mayor necesidad económica debido a su carácter universal (Torry, 2019).

El propósito de este apartado consiste en realizar una crítica del principio contributivo como fundamento de la política social, a fin de redescubrir la dimensión transformadora de la misma en el proceso de configuración de un modelo de sociedad que garantice “el derecho a la existencia”, independientemente de la disposición de los individuos a trabajar. Se rechazará, igualmente, la perspectiva liberal que comprende la interiorización de la ética del trabajo y el empleo como condiciones imprescindibles para el ejercicio de la plena ciudadanía y, bajo supuesto de instauración del pleno empleo voluntario, se señalará el camino para la edificación de un nuevo Estado de bienestar, capaz de trascender las restricciones que históricamente ha impuesto dicho principio sobre sus configuraciones liberales, conservadoras o socialdemócratas. También se presentará la noción del “trabajo como activo” y serán señalados algunos mitos económicos del principio contributivo.

Ciudadanía, control social y ética del trabajo

En los orígenes del capitalismo, la ética del trabajo fue concebida como un valor que ennoblecía y jerarquizaba a los individuos. El trabajo fue considerado como la base del progreso y cada acción individual que se le opusiera era caracterizada como inmoral, bárbara o antisocial. El trabajo se constituyó en un mecanismo de disciplinamiento y control social, que catalizó el proceso de modernización y la conversión de los individuos en engranajes integrados al mecanismo complejo del desarrollo capitalista: la cruzada por la ética del trabajo era la batalla por imponer el control y la subordinación.

Se trataba de una lucha por el poder en todo, salvo en el nombre; una batalla para obligar a los trabajadores a aceptar, en homenaje a la ética y la nobleza del trabajo, una vida que ni era noble ni se ajustaba a sus propios principios de moral. (Bauman, 2003, p. 21)

Se consideró que el trabajo educaba, civilizaba. El ocio fue despreciado y la venta de la fuerza de trabajo se convirtió en la única forma decente y moralmente aceptable de ganarse el derecho a la vida. La política social, vista desde esta óptica, debería ser lo suficientemente degradante y despreciable como para inducir a los pobres a trabajar11. Este es el primer vínculo entre política social, trabajo y control: la política social debía edificarse de manera miserable para inducir a los individuos al trabajo y promover y reproducir mecanismos de control social traducidos en subordinación, rutina, disciplina y supervisión. La ética del trabajo fue antagónica de la libertad: “la gente sin empleo era gente sin patrón, gente fuera de control: nadie los vigilaba, supervisaba ni sometía a una rutina regular, reforzada por oportunas sanciones” (Bauman, 2003, p. 35).

Posteriormente, esta lectura del trabajo se modificó y este dejó de ser visto como un fin para convertirse en un medio: en el contexto del espíritu de la industria y de la movilidad social ascendente, el trabajo se concibió como un medio para la libertad, la riqueza y la protección social. El principio contributivo, el premio al esfuerzo y los salarios diferenciados sirvieron como medios para la promoción y diferenciación social. Si en un primer momento la política social se vinculaba al trabajo porque su carácter indignante impelía el establecimiento de relaciones salariales, en el siglo XX la política social se articulaba al trabajo porque este era su fundamento: los derechos económicos y sociales dependían, para su materialización, del trabajo y el pleno empleo. El principio contributivo sirvió de mecanismo de control, y junto con la defensa de las posibilidades de movilidad social ascendente, se perdió de vista la dimensión de la política social que exige la transformación en las estructuras sociales. El derecho al trabajo se erigió como el sustento de la integración y el orden social en el marco del capitalismo del bienestar. El carácter precario de una política social que en el siglo XIX debía inducir al trabajo, fue desplazado, en el siglo XX, por la definición contributiva de una política social que no funcionaba sin contraprestación (Mora, 2019).

El carácter mercantil de una política social basada en la contraprestación y la proporcionalidad del esfuerzo laboral se haría extensivo a todos los regímenes de bienestar instaurados en la segunda posguerra. Aunque diversos en términos del papel otorgado al Estado, el mercado o la familia, todos compartieron su defensa de la ética del trabajo y la noción incuestionable del principio contributivo. En efecto, a pesar de las diferencias en el grado de desfamiliarización o desmercantilización de los regímenes de bienestar liberal, conservador y socialdemócrata, es evidente que ninguno de ellos rechazó o sustituyó el trabajo como base fundamental del sistema, y que los alcances o límites de sus modelos de bienestar fueron un reflejo de los mecanismos particulares de regulación o impulso a la dinámica de los mercados laborales. Particularmente, el modelo socialdemócrata fue el mayor defensor de una política de pleno empleo que, además de maximizar las dimensiones productivas de la sociedad, sirviera de piedra angular para la edificación de un modelo verdaderamente comprehensivo y progresista de Estado de bienestar (Esping-Andersen, 2000).

En este sentido, la ciudadanía es un concepto que inevitablemente se vincula a los ideales de seguridad, protección y empleo. Esto explica por qué la política social es comprendida desde ópticas más o menos integrales de protección y seguridad social que comparten su origen en un principio que articula la libertad y la seguridad, y que asocia la servidumbre y la pobreza con el riesgo y la incertidumbre.

Así, la redistribución del ingreso y la riqueza, al no ser incluida dentro del esquema binario seguridad-libertad, no se contempla dentro de los objetivos prioritarios de la política social. De hecho, si se visualizó, fue por medio de procesos redistributivos al interior de la clase trabajadora misma y no en una perspectiva vertical de redistribución desde el capital hacia el trabajo12. En consecuencia, el concepto de ciudadanía desarrollado en el marco de la preocupación liberal por la seguridad, constituye la fuente de inspiración de modelos de política social que al demandar mecanismos institucionales de protección social, sustituyen los objetivos de transformación social por aquellos vinculados a la seguridad y la movilidad social y que, en la conjugación ciudadanía-empleo, encuentran la base de la integración y el orden social.

Una sociedad salarial no es solamente una sociedad en la cual la mayoría de la población activa es asalariada. Se trata sobre todo de una sociedad en la que la inmensa mayoría de la población accede a la ciudadanía social en primer lugar a partir de la consolidación del estatuto del trabajo. …El desarrollo del Estado social es estrictamente coextensivo a la expansión de las protecciones. El Estado en su rol social opera esencialmente como un reductor de riesgos. Por intermediación de las obligaciones que impone y garantiza por ley, llegamos así a que “el Estado es él mismo un vasto seguro”. (Castel, 2004, p. 44)

Esta sociedad asalariada puede ser enormemente desigual y, al mismo tiempo, fuertemente protectora. Esta no es una sociedad de iguales, es una sociedad de semejantes en materia de protección; las jerarquías y la diferenciación social persisten:

El rol principal del Estado social no ha sido realizar la función redistributiva que se le otorga con harta frecuencia. En efecto, las redistribuciones de dinero público afectaron muy poco la estructura jerárquica de la sociedad salarial. En cambio, su rol protector ha sido esencial … [la ciudadanía social] ha rehabilitado a la “clase no propietaria” condenada a la inseguridad social permanente, procurándole el mínimo de recursos, de oportunidades y de derechos necesarios para poder constituir, a falta de una sociedad de iguales, una “sociedad de semejantes”. (Castel, 2004, p. 47)

Las bases de este modelo de ciudadanía social se encontraban ancladas en dos fenómenos sociales complementarios: 1) el crecimiento económico sostenido, el empleo y la posibilidad de anticipar trayectorias de movilidad social ascendentes vitales e intergeneracionales; y 2) la adquisición de protecciones sociales a través de la inscripción de los individuos en colectivos de corte estatal, partidista, gremial, sindical, familiar, barrial o de clase. Son estas las bases socioeconómicas de la ciudadanía, y cualquier aspecto que vulnere alguna de las dos condiciones anotadas socava la posibilidad de ejercicio pleno de la ciudadanía.

La protección social constituye una condición para la ciudadanía y, al vincularse al concepto de seguridad, establece una relación estrecha con el orden social que se instaura. El empleo, por su parte, se convierte en la piedra angular del modelo de movilidad y seguridad social que se prescribe. Se definen, entonces, los contornos de la política social moderna. Y la raíz del orden social que dicho modelo de política social reproducirá se encuentra en el principio mismo que le brinda fundamento: la interiorización de la ética del trabajo.

El principio contributivo nunca ha cedido el paso a un modelo de política social alternativa. Bajo la triada ciudadanía-empleo-seguridad, cada configuración de los regímenes de bienestar resulta ser una extensión institucional de un modelo de política social, reproductor del control social y la gobernabilidad capitalista. Esta conclusión conlleva, entonces, a la siguiente pregunta: ¿dónde encontrar el origen de una política social catalizadora de la transformación social? ¿Cuál es la clave para configurar un modelo de política social más allá de las fronteras impuestas por el capitalismo, su preocupación unidimensional por la seguridad y su perspectiva restringida del concepto de ciudadanía? ¿Es posible pensar en un modelo emancipatorio de política social?

Política social y transformación social

¿Qué es la política social? Teóricamente, es posible distinguir dos definiciones, que trascienden la visión economicista de la política social como administración pública de la asistencia social, pero que divergen en la cuestión relativa al mantenimiento o no del orden existente: la política social puede ser entendida como “el conjunto de medidas que, afectando las estructuras de la sociedad, intenta modificar las contradicciones o problemas que en ella se generan” o, por el contrario, como “el conjunto de medidas que —sin cuestionar el orden presente— intentan amortiguar y hasta resolver los conflictos generados, es decir, ayudan a su gobernabilidad” (Montagut, 2000, p. 22). Al establecer un vínculo directo con la preservación o no del orden social, ambas perspectivas exigen que el análisis de la política social se derive del estudio de la sociedad como un todo13.

De la misma manera como la política social ha estado determinada por la estructura social más amplia, sus bases normativas han evolucionado y han llegado a establecer un vínculo directo con las teorías de la justicia y el concepto de ciudadanía. En última instancia, ambos conceptos terminan por definir criterios para la distribución y la oportunidad de acceso al poder, la riqueza y el estatus en un entorno social definido estructural e institucionalmente. Sin embargo, aunque históricamente la política social ha adquirido rasgos diferenciadores que reflejan las condiciones del entorno social más amplio, hay un factor común a todos los desarrollos modernos de la misma: su indefectible vocación por la defensa de la ética del trabajo. “La historia del Estado de bienestar y la ciudadanía está vinculada a la historia del desarrollo de las sociedades de empleo” (Montagut, 2000, p. 41). El ejercicio de la plena ciudadanía implica el acceso al empleo, lo cual indica la existencia de un modelo de igualdad y justicia históricamente defensor del criterio contributivo, que sirve de modelo normativo para la edificación de la política social en general y el Estado de bienestar en particular.

Sin embargo, desde esta óptica, se presenta una correlación parcial entre seguridad, riesgos y clase social. Y resulta pertinente, entonces, preguntarse hasta qué punto el concepto de ciudadanía oculta el concepto de clase social, eliminando por esta vía la connotación transformadora de la política social, y restringiendo su ámbito de acción a los mecanismos de redistribución de los riesgos en función de los cambios o contingencias perturbadoras de la actividad laboral-productiva, sin cuestionarse por la necesidad de repensar y modificar las estructuras básicas de la sociedad.

¿Cómo recuperar, entonces, la dimensión transformadora de la política social garantizando la compatibilidad y la coexistencia de un sistema igualitario de transferencia horizontal del riesgo y un modelo igualitario de redistribución vertical de la riqueza? La posibilidad de edificar una política social transformadora y no vinculada a las pretensiones tradicionales de control y gobernabilidad reside en la superación del principio contributivo-proporcional (vinculado a la ética del trabajo), que tradicionalmente ha servido de piedra angular de la política social moderna. Bajo esta premisa es posible avanzar, de igual forma, en el propósito de garantizar incondicional y universalmente un “derecho a la existencia” para cada individuo de la sociedad, independientemente de su disposición a trabajar.

Es este uno de los aspectos inherentes a la filosofía social y política defensora de la renta básica de ciudadanía. Sobre ella se erige la posibilidad de reinvención del Estado de bienestar “dando un paso adelante”: es decir, avanzando hacia la superación, incluso, de aquellas perspectivas alternativas que aunque rechazan abiertamente el modelo neoasistencial de política social, demandan la instauración de regímenes universales y mutualistas que se mantienen atados al principio contributivo, tal y como ocurre —en perfecta coherencia con la categoría de ciudadanía anteriormente señalada— con el enfoque de derechos:

En el enfoque de derechos, el concepto de ciudadanía se conjuga con el principio contributivo y con la consecuente comprensión de los derechos en clave de acumulación, aporte productivo y diferenciación social. En efecto: bajo el imperativo de la movilidad social ascendente, el trabajo se concibe como un medio para la libertad, la riqueza y la protección social. Y la contribución laboral individual, el premio al esfuerzo y los salarios desiguales sirven como medios para la promoción y diferenciación social. El goce y “sostenibilidad” de los derechos depende, entonces, de la aceptación de la ética del trabajo y del aporte productivo de cada persona. Así, el concepto de ciudadanía establece un vínculo directo entre el goce de los derechos, el principio contributivo y la acumulación capitalista. Esto por cuanto cada una de las facetas del Estado de bienestar encuentra su correlato en el mundo del trabajo: la educación, como preparación para la actividad profesional; la salud como capacidad para el trabajo, las pensiones como mérito por una vida de trabajo, y las indemnizaciones como una compensación para superar un periodo de alejamiento no voluntario del trabajo. Por lo tanto, fortalecer la dimensión transformadora de la política social exigiría pensar la ciudadanía más allá del mundo del trabajo. (Mora, 2019, p. 187)

Desempleo, “el trabajo como activo” y la renta básica de ciudadanía

Además del rechazo a la connotación gubernamental y de control social que rodea al vínculo empleo-política social, es posible encontrar argumentos económicos y normativos que terminan por escindir dicho vínculo y convergen en la propuesta de una renta básica de ciudadanía. En primer lugar, los fundamentos de la política social contemporánea14 resultan contradictorios en términos del sostenimiento y reproducción del sistema socioeconómico capitalista en un sentido amplio: las posibilidades de generación de empleo desde la oferta (desregulación y flexibilización de los mercados laborales) son contradictorias con el grado de fortaleza en los ingresos y la demanda, necesarios para garantizar la realización de las mercancías e imprimir dinamismo al sistema (Offe, 1997).

Además, las políticas laborales activas —aún con aumentos en el nivel de las ganancias— enfrentan fuertes restricciones políticas porque bajo condiciones de pleno empleo sostenido, se deteriora el poder hegemónico social, político y económico de los capitalistas (Kalecki, 1943). De hecho, la informalidad aparece como un fenómeno plenamente vinculado a la lógica de acumulación capitalista que introduce en la función de ganancia las ventajas comparativas de mercados laborales segmentados en varias “patologías laborales”: desempleo, subempleo, empleo no registrado (Lo Voulo, 2006). Por último, otros han subrayado la cada vez más reconocida disyuntiva empleo-igualdad (Esping-Andersen, 2000; Agénor, 2005).

El carácter irresoluble y contradictorio de esta situación permite determinar la inoperancia de la noción de ciudadanía en un contexto en que resulta imposible garantizar el pleno empleo. Cuando el desempleo entra por la puerta, la ciudadanía sale por la ventana. Por lo tanto ¿es acertado buscar soluciones a estas contradicciones y disyuntivas en los mercados laborales mismos? ¿No resulta más adecuado aceptar la cuestión irresoluble del pleno empleo bajo el modo de producción capitalista y, en consonancia con la superación de la disyuntiva empleo-igualdad, buscar modelos alternativos de política social más allá del principio contributivo? Si se consideran pertinentes estas preguntas, y se acepta la respuesta implícita que conllevan, es claro que el cambio en la política social y la transformación social que la sucedería trasciende de manera evidente el ámbito de lo económico y, en consonancia con lo expuesto a lo largo del documento, demandaría cambios a nivel cultural, político, social y ético. El elemento catalizador de estos cambios es el giro hacia una nueva comprensión cultural y normativa del trabajo. Se requiere, entonces, una reorganización institucional de la vida del trabajo, de connotaciones morales y culturales (Offe, 1997).

Ante la insuficiencia en la demanda de fuerza de trabajo y la persistencia de los fenómenos de desempleo abierto y disfrazado, la solución pasa por el debilitamiento del volumen de oferta de trabajo. Para ello, las connotaciones de reconocimiento social y las posibilidades de materialización de los derechos sociales y económicos deben ser desvinculadas del empleo y la contratación laboral. Se requiere avanzar hacia la “desasalaramiento” de los derechos económicos y sociales. El sistema universalista e incondicional de política social sería compatible con este postulado, podría disminuir la oferta de trabajo y avanzar hacia la garantía del pleno empleo voluntario:

La idea según la cual solo debería tenerse acceso a los bienes y valores de la vida si previamente se ha sido capaz de colocar con éxito la propia fuerza de trabajo en el mercado, es moralmente muy poco plausible. Pues ¿por qué razón deberían enhebrarse todas las actividades útiles que los seres humanos son capaces de hacer a través del agujero de la aguja de un contrato laboral? O ¿por qué razón se supone que es justo reservar las posibilidades de consumo, la seguridad social y el reconocimiento social a aquellos que se han hecho valer en el mercado de trabajo?… Si todos los ciudadanos adultos no tienen «derecho al trabajo» pero sí, efectivamente, derecho a participar como aspirantes a obtenerlo en la concurrencia por la ocupación, entonces todos aquellos que renuncien voluntariamente a la participación en esta concurrencia les harán un favor a los que quieran seguir participando en ella, en unas condiciones obviamente mejores debido precisamente a la renuncia de los primeros. Consecuentemente, los que se retiran tienen derecho a una contraprestación por ese favor. Esta compensación debería concebirse como derecho ciudadano a una renta básica, desvinculada de cualquier requisito previo (la necesidad, obligaciones familiares, etc.), financiada a través de impuestos y de una cuantía, durante el período de no participación en el mercado de trabajo, suficiente para una vida modesta. (Offe, 1997, p. 26)

¿Cómo justificar éticamente este cambio de paradigma en la política social? Con base en el concepto de “trabajo como activo” Van Parijs, defiende normativamente un derecho a la existencia en que, independientemente de su disposición a trabajar, cada uno de los individuos de la sociedad es justo portador del mismo derecho a materializar su concepción individual de vida buena. Esta es la idea principal:

Existe un nivel legítimo, no arbitrario y, en general, positivo de ingreso básico que viene determinado por el valor per cápita de los activos externos de la sociedad y que se debe financiar totalmente por quienes se apropian de esos recursos. (Van Parijs, 1996, p. 127)

Y la reinterpretación de este principio en el mundo del trabajo es la siguiente: “En la medida en que los empleos son escasos, quienes los tienen se apropian de una renta a la que legítimamente se le pueden establecer impuestos de manera que incrementen sustancialmente el nivel legítimo de ingreso básico” (Van Parijs, 1996, p. 118).

La existencia del desempleo implica una situación injusta de desigualdad en el acceso a los medios necesarios para desarrollar la concepción de vida individualmente valorada. En este sentido, además de las dotaciones naturales, el ingreso y la riqueza, el empleo se convierte en un “tercer activo” generador de rentas a las que muchos individuos no tienen acceso por la imposibilidad misma de sistema económico para generar pleno empleo, o por la norma cultural y social (injusta y no imparcial) que brinda prevalencia a una noción de vida “contributiva” sobre una concepción de vida tildada de “ociosa”. El principio contributivo, además de premiar a quienes poseen un “gusto caro” proclive a la ocupación de empleos escasos, otorga un privilegio injustificado a la “libertad para ganar” a expensas de la libertad para disfrutar el tiempo libre. Se rompe la justa imparcialidad frente a la diversidad de concepciones de vida buena (Barry, 1995). Se niega la posibilidad de superar los procesos de integración y construcción de identidades en el mundo del trabajo, definiendo horizontes de valorización del tiempo de vida y producción de identidades desde el ocio y el decrecimiento económico (Gorz, 2008; Zubero, 2001).

Con el fin de trascender el carácter injusto de una sociedad basada en el empleo, Van Parijs (1996) propone una condición contrafáctica de subasta de empleos en la cual, cada uno de los individuos de la sociedad, en igualdad de condiciones, compite por las rentas provenientes del empleo y acepta, bajo disposición a pagar, el establecimiento de un impuesto sobre dichas rentas. Con esto se financia una renta básica de ciudadanía que se extendería incluso a aquellos que no compiten por la ocupación de empleos, pues estos deben ser compensados por ofrecer a los demás “la parcela de empleo” que originariamente les corresponde, y por demostrar un claro desinterés en este gusto caro.






Según Van Parijs,

lo que importa […] no es que las personas deberían trabajar, sino que deberían tener derecho a trabajar, en el sentido fuerte de tener una oportunidad real. Si lo ejercen o no ese derecho a trabajar es un privilegio de cada uno y de ninguna manera se ve desplazado por el derecho a tener un ingreso. (Van Parijs, 1996, p. 157).

Normativamente, entonces, queda defendida la posibilidad de otorgar una renta básica de ciudadanía a cada uno de los integrantes de la sociedad. En realidad, esta alternativa puede concebirse como una propuesta “canónica” susceptible de ser justificada desde diversas teorías de la justicia (Raventós, 2001). Este hecho indica que el problema del empleo y la ética del trabajo, más que asociarse con discusiones normativas profundas, constituye una cuestión de conveniencia social: la reproducción y mantenimiento del orden capitalista existente. Sin embargo, podría esgrimirse otro argumento a favor del principio contributivo: puede aducirse que dicho principio garantiza modelos de protección social económicamente más equitativos, estables y sostenibles debido a su estricta recompensa del esfuerzo laboral. Pero ¿es válido este argumento?

Los mitos económicos del principio contributivo

La renta básica constituye una propuesta innovadora que pretende “desmercantilizar a los individuos” y ofrecerles la oportunidad de vivir y materializar sus derechos al margen del mercado del trabajo. La renta básica de ciudadanía es una alternativa que deja de lado la dimensión contributiva del Estado de bienestar tradicional (en cada una de sus materializaciones institucionales e históricas), y el carácter mercantilista y meritocrático que adquieren los derechos sociales y económicos al interior de sus fronteras. En este sentido, puede afirmarse que el principio contributivo subsume los derechos a diversos mecanismos de merecimiento individual que ignoran la necesidad y la pobreza, ajustándose a un determinado historial laboral, político y moral:

La consecuencia inmediata es que el principio contributivo, en origen destinado a dar respuesta al “problema social”, no tenía a la postre nada que ver por sí mismo con la lucha contra la pobreza y la necesidad. …La reforma social se proponía en principio reducir la pobreza y el desempleo, pero precisamente pobres y desempleados (o empleados eventuales e inestables) eran los excluidos de la protección contributiva, que incluía sin embargo a los relativamente privilegiados, con claros criterios electoralistas y de moralidad puritana. (Noguera, 2001, p. 69)

Aunque la política social fundamentada en el principio contributivo resulta más integral y digna que aquella inspirada en tesis asistencialistas y caritativas, los cambios y desafíos propios de los mercados laborales en la sociedad contemporánea imponen serios límites a su posibilidad de implementación universal.

¿Cuáles son los límites de los regímenes contributivos? Por una parte, la falla en los supuestos del modelo contributivo (la supuesta existencia del pleno empleo) impide su materialización extensiva. El desempleo y la informalidad se ciernen como amenazas insuperables en la sociedad actual. Adicionalmente, ante los enormes grados de desigualdad, pobreza y miseria que caracterizan al mundo contemporáneo, el principio contributivo no es propiamente un factor redistributivo. La eficacia redistributiva del Estado de bienestar nunca ha sido evidente. Las diferencias en la realización de los derechos económicos y de protección social adquiridos bajo condición de existencia del principio contributivo constituyen un reflejo de las desigualdades salariales presentes en los mercados laborales.

Si se quiere avanzar en los niveles de igualdad, resulta fundamental definir una tendencia marcada hacia la igualación de los salarios. La base para avanzar en este propósito consistiría en promover la elevación del salario mínimo, aumentar la participación del salario indirecto en el salario total, garantizar modalidades de transferencia de salario indirecto a los no asalariados o a los asalariados víctimas de situaciones desfavorables, extender el modelo contributivo a los asalariados informalizados, y suprimir del carácter procíclico del gasto social (Lautier, 2005). Sin embargo, es la igualación salarial creciente el factor explicativo más importante de la dicotomía desempleo-igualdad, lo cual implica la creación de nuevos desafíos y problemáticas para la política social y, en última instancia, la imposibilidad misma de materialización del principio contributivo.

A los límites inherentes del principio contributivo es posible sumar un conjunto de mitos relativos a su supuesta estabilidad, equidad y aseguramiento:

Se dice que los sistemas de protección social basados en el principio contributivo serían más estables y nunca estarían sometidos a los cambios en el ciclo económico o político. Esto es cierto únicamente si el fondo permanece en superávit. Sin embargo, en un sistema de pensiones (sea de reparto o de capital) nunca hay un fondo “real”. Estos recursos siempre están siendo utilizados en un sinnúmero de actividades económicas que pueden generar pérdidas o disminuciones de capital. Igualmente, estos modelos no están blindados frente a cambios demográficos fuertes, y su autosostenibilidad ha quedado en entredicho cada vez que el Estado asume pérdidas o actúa como garante de última instancia.

Generalmente, se considera justo y equitativo el sistema debido a la idea de que cada beneficiario recibe en correspondencia con su aporte, con su esfuerzo contributivo. No obstante, la idea de la inexistencia de transferencias arbitrarias entre individuos queda desvirtuada cuando resulta claro que todos los fondos redistribuyen (regresiva o progresivamente) en el momento de tomar la más reciente vida laboral como base para los cálculos, o cuando se imponen topes o límites mínimos. Así, resulta cuestionable que el infortunio de algunos en el momento de terminar su ciclo productivo financie la buena suerte de quienes tuvieron un trabajo de altos ingresos al finalizar su vida. Si es posible afirmar que los sistemas de pensiones contributivos tienen algún interés redistributivo, “lo que cabe plantear es porqué, puestos a redistribuir, no cabría hacerlo directamente con el sistema impositivo, que es más simple, progresivo y, evita los efectos perversos y regresivos de la contributividad. (Noguera, 2001, p. 82)

En materia de aseguramiento, se considera que los sistemas basados en el principio contributivo ofrecen una renta que tiende a reproducir el salario previo, evitando caídas bruscas en el nivel de vida acostumbrado. Esto tampoco es cierto: al no existir proporcionalidad entre cotizaciones previas y prestaciones, cabe esperar que el grado de reproducción del salario previo no sea igual para todos.

Normativamente, el principio contributivo toma como base la idea de proporcionalidad y defiende “el ideal de una sociedad en la que la oportunidad de cada persona de adquirir posiciones ventajosas y las recompensas que van con ellas depende enteramente de su talento y esfuerzo” (Noguera, 2001, p. 88). Sin embargo, esta idea resulta cuestionable porque incorpora, en realidad, un principio de contribución monetaria y no de trabajo o esfuerzo real. La idea de proporcionalidad es víctima de una distorsión mercantilista que asocia “esfuerzo” con “capacidad de hacer o pagar dinero”:

Los seguros sociales incorporan un principio de contribución monetaria, no de trabajo o esfuerzo real; cuando se habla del “esfuerzo contributivo” relativo de cada trabajador se comete un error o, como mínimo, se expresa una metáfora bienpensante, dado que: a) los salarios que se pagan en una economía de mercado no necesariamente reflejan -y a veces son inversamente proporcionales a- la cantidad de esfuerzo y la intensidad del trabajo en cuestión; b) al ser los tipos de cotización proporcionales, el “esfuerzo contributivo” real es menor cuanto mayor sea la renta o la base de cotización, de forma que se “esfuerzan” más quienes cobrarán prestaciones más bajas, y c) existe un enorme volumen de trabajo social (doméstico y voluntario) que al no generar renta no da lugar tampoco a cotización alguna. En suma, es una distorsión mercantilista el identificar el “esfuerzo” con la “capacidad de pagar dinero”, que es lo que realmente recompensa la productividad. (Noguera, 2001, p. 89)15

Igualmente, resulta complicado ponderar la contribución exacta de cada individuo en situaciones de una alta herencia tecnológica y una organización del trabajo descentralizada e interconectada:

La noción de herencia común es también empleada para dar cuenta del carácter “social” de la producción; es decir, del hecho de que todo productor hace parte de una red compleja de interacciones con otros trabajadores, lo cual hace muy difícil identificar la contribución exacta de cada uno a la producción colectiva. En suma, una buena parte de nuestro ingreso individual, percibido bajo la forma de salarios o dividendos, es debida a esta herencia común, entendida en un sentido amplio, y por la cual no hemos realizado ningún esfuerzo personal medible. Es entonces legítimo que una parte de ese ingreso sea retenido y distribuido entre todas las personas bajo forma de dividendo universal. (Vanderborght, 2018, p. 3)

Sobre el potencial transformador de la renta básica

La reivindicación de la dimensión transformadora de la política social radica en desdeñar el concepto tradicional de ciudadanía y, por esta vía, romper el vínculo estrecho y profundo que históricamente se ha establecido entre el principio contributivo, los mitos que lo sustentan y la política social. Este proceso requiere del señalamiento de las contradicciones inherentes al sistema capitalista para resolver el desafío del pleno empleo, y de los riesgos que esta situación implicaría en términos de sus posibilidades de acumulación y ejercicio de la hegemonía. Igualmente, necesita del reconocimiento de las coordenadas éticas que defienden la libertad real, que demuestran la injusticia de sustentar el derecho a la existencia en la contraprestación productiva, y el sesgo jerarquizador que sobre las diversas concepciones de vida buena impone un modelo meritocrático y defensor de la ética del trabajo. Bajo estos parámetros, la renta básica universal, individual e incondicional constituye un elemento fundamental para la renovación contemporánea de la política social en términos del reencuentro con su dimensión transformadora ¿Cuáles son las virtudes y vías potenciales de transformación social proyectadas por la instauración de una renta básica de ciudadanía?

De acuerdo con Van Der Veen y Van Parijs (1986), el potencial transformador de la renta básica es tan amplio que con su instauración podría definirse “una vía capitalista hacia el comunismo”. Tal y como lo plantean los autores, es posible dejar de lado la defensa ortodoxa del socialismo como el único medio adecuado para materializar una sociedad comunista, y configurar un modelo de sociedad inspirado en la máxima normativa del comunismo: “de cada quien según su capacidad (voluntariamente), a cada quien según su necesidad (incondicionalmente)” (Van Parijs, 2013). Principio que, en última instancia, implica el rechazo del trabajo asalariado como condición necesaria para la satisfacción de las necesidades y el ejercicio de la libertad real. El comunismo reivindica el fin de la alienación; es decir, el fin las actividades productivas determinadas por la necesidad y ajenas a la realización individual. En lugar de la propiedad colectiva de los medios de producción, la renta básica apela a una propiedad colectiva del producto social como medio adecuado para la materialización del ideal ético comunista. El pleno empleo voluntario constituye, entonces, el correlato de la garantía de un derecho a la existencia orientado a combatir la alienación que surge cuando una persona se ve obligada a aceptar un trabajo para sobrevivir.

Como se mostró en la primera parte del documento, la renta básica de ciudadanía es la materialización institucional de una sociedad justa de libertad real para todos: al leximinizar las oportunidades, la renta básica de ciudadanía logra conciliar los ideales de eficiencia, libertad e igualdad, y favorece la implementación de dinámicas redistributivas verticales del ingreso que acompañen los modelos de redistribución horizontal de la protección social.

Sobre esta base, la renta básica de ciudadanía se convertiría en un factor clave para la transformación del Estado de bienestar tradicional y aseguraría, sin embargo, la consecución de las metas que habitualmente se le han impuesto. En el Estado de bienestar tradicional, toda persona debe tener la oportunidad de trabajar para conseguir una renta que le permita vivir, por ello el Estado debe tratar de garantizar el pleno empleo. En cualquier caso, todos tienen derecho a vivir, y para las personas que no pueden trabajar el Estado debe procurar que todos tengan acceso a una renta mínima que le permita vivir. En una sociedad con renta básica, toda persona tiene derecho a vivir y el Estado debe tratar de garantizar una renta básica suficiente para vivir. En cualquier caso, toda persona debe tener la oportunidad de trabajar para mejorar su renta, por ello el Estado debe procurar que todos tengan acceso al empleo (Pinilla, 2004).

Desde el punto de vista de la organización industrial, una renta básica individual, incondicional y universal ofrece un reacomodamiento del trabajo en el marco de las relaciones que tradicionalmente ha sostenido con el capital. En efecto, a la igualdad jurídica formal que se le atribuye a la relación capital-trabajo, se añadiría un mayor grado de igualdad material que evitaría, por lo menos en un primer momento, la separación del proletariado de los medios de vida. Esta situación garantizaría no la abolición del trabajo, pero sí la erradicación de las relaciones salariales obligatorias; es decir, aquellas relaciones que hacen del trabajo una exigencia y no un derecho. Adicionalmente, se fortalecería la posición negociadora del trabajo y haría menos asimétrica su relación con el capital: la renta básica incrementaría la fuerza negociadora de los trabajadores al aumentar el tiempo de espera en la negociación, disminuir su aversión al riesgo y favorecer la obtención de mayores ventajas en la línea base de desacuerdo (Casassas y Loewe, 2001).

La renta básica de ciudadanía posibilitará el reconocimiento de labores que, bajo el concepto tradicional y patriarcal de la ética del trabajo, no han adquirido el estatus que les corresponde; por ejemplo, el trabajo voluntario y el trabajo doméstico. Este hecho resulta particularmente importante si se tiene en cuenta la importancia que paulatinamente adquiere el denominado “tercer sector” (ONG, organizaciones de voluntariado, etc.) como complemento de los escenarios doméstico, mercantil y estatal en la provisión del bienestar en las sociedades complejas. El reconocimiento implícito que se hace a estas labores mediante la implementación de una renta básica de ciudadanía otorgará una mayor autonomía a los actores y descentralizará el terreno y ejercicio de la política social. Se establecerán lógicas de cooperación comunitaria apoyadas por instituciones públicas y por la instauración de redes de seguridad, y se combinarán fuentes formales e informales de asistencia social en el marco de un sentido amplio de “familiaridad” vecinal, barrial y local (Herrera y Castón, 2003).

Por lo general, los subsidios a la demanda, al vincularse más profundamente al mercado y al ser concedidos monetariamente, ofrecen una mayor libertad de elección a los receptores de los programas. En contraste, los subsidios a la oferta, al ser entregados por el Estado en el marco más complejo de las políticas públicas y fundamentalmente en especie, fortalece los lazos sociales y las relaciones de solidaridad en las comunidades. Sin embargo, aunque favorece la libertad, el subsidio a la demanda puede generar comportamientos antisociales, y aunque beneficia la cohesión social, los subsidios a la oferta pueden imponer restricciones a la libertad individual. Bajo la renta básica, las tensiones relacionadas con los subsidios quedan en gran medida resueltas, pues al ofrecer una renta monetaria —no en especie— otorgada incondicionalmente por el Estado con base en un sistema simple de impuestos y transferencias, se garantiza la convergencia de las virtudes de cada sistema de subsidios: libertad de elección y fortalecimiento de los lazos sociales solidarios.

Finalmente, el carácter universal, incondicional e individual de la renta básica de ciudadanía impedirá la emergencia de los problemas de selección adversa y riesgo moral propios de los sistemas de focalización. Igualmente, desincentivará la trampa de la pobreza, la estratificación y la estigmatización social que las políticas de focalización generan, y se aprovecharán los rasgos redistributivos inherentes a los modelos universalistas estratégicamente establecidos: para América Latina, “los mayores niveles de progresividad del gasto público están relacionados estrechamente con la extensión de la cobertura” (Ocampo, 2008).

Con esto no se quiere decir que la renta básica de ciudadanía sea la condición necesaria y suficiente para la reconfiguración total de la política social en el mundo contemporáneo. Únicamente se afirma que la instauración institucional de la misma reivindicará las dimensiones transformadoras de la política social mediante el rompimiento del principio contributivo. Ahora, las condiciones necesarias y suficientes para el reacomodo de la política social en el mundo actual pasan por la consecución de metas relacionadas con: la instauración de una política fiscal progresista, la implementación de una política social universalista, la instauración de un modelo de protección social contracíclico, y el aumento de la igualdad en las rentas provenientes de los mecanismos de asignación de primer nivel (mercado laboral).

En la perspectiva que se ha defendido a lo largo de este artículo, Gilbert, Huws y Yi (2019) señalan que, en el marco del rápido cambio técnico y la mayor segmentación de los mercados laborales, la renta básica de ciudadanía podría garantizar un mayor nivel de “flexi-seguridad” a las personas. Flexibilidad gracias a las posibilidades que ofrece la renta básica en términos de pasar de un trabajo a otro, desarrollar nuevas habilidades productivas y educativas, y variar con mayor tranquilidad el número de horas dedicadas al trabajo remunerado. Seguridad debido a que todas las personas gozarán de una mayor estabilidad financiera (particularmente quienes desempeñan actividades productivas precarizadas y de autoempleo). Sin embargo, estos autores resaltan la importancia de que la renta básica sea acompañada por la introducción de leyes de salario mínimo (que impidan un descenso indeseable de las remuneraciones) y garantías estables para el ejercicio de la acción sindical (para que las mayores posibilidades de negociación que ofrece la renta básica se materialicen con mayor facilidad).

Birnbaum y De Wispelaere (2016) matizan el potencial emancipatorio de la renta básica de acuerdo con las situaciones y contextos en que se instaure. Al diferenciar entre la capacidad de negociación individual de cada persona y la fortaleza de la negociación colectiva por medio de los sindicatos, dichos autores sostienen que bajo un modelo de renta básica estos tipos de negociación no necesariamente son complementarios y dependen de distintos factores. En primera instancia, aunque el nivel de renta básica sea el mismo para cada trabajador, esto no implica que todos los trabajadores tengan la misma oportunidad de ejercer su derecho al empleo “voluntario”. Esto por cuanto los estatus laborales son diversos en términos de los sistemas de seguridad social que ofrecen, así como de la estima o el capital social que se adquieren en cada trabajo. Estos aspectos relativizan el peso del ingreso como factor clave en la decisión de las personas para aceptar o dejar un trabajo.

Por otra parte, el ejercicio del derecho al empleo voluntario dependerá tanto de la disponibilidad de trabajos “mejores” a aquellos a los que las personas se rehúsan a efectuar, como de las habilidades productivas con las que cuentan los individuos para pasar a un trabajo más gratificante. Habilidades con las que no cuentan necesariamente los trabajadores más vulnerables o precarizados. De ahí la importancia de acompañar la renta básica con procesos educativos que fortalezcan la capacidad de los trabajadores en términos de su movilidad laboral. Finalmente, estos autores llaman la atención sobre la importancia de reconocer el peso de los contextos para valorar la fuerza emancipadora sindical de la renta básica de ciudadanía. De acuerdo con sus análisis, esta fuerza dependerá de factores como la posibilidad de que los trabajadores sean reemplazados por tecnología, la posición monopólica de las empresas en las que se genera el conflicto capital-trabajo, la heterogeneidad de los trabajadores involucrados en la negociación, el tipo de reivindicaciones planteadas y el grado de solidaridad entre los trabajadores (Birnbaum y De Wispelaere, 2016).

Además, un acercamiento profundo a los problemas sociales específicos que aquejan a los diversos grupos poblacionales (etnias, emigrantes, personas desplazadas, mujeres, infancia, adultos mayores), la problemática concerniente al medio ambiente y el debate sobre los modelos de ordenamiento y gestión territorial permiten concluir que la renta básica constituye una audaz medida de política social, razonable y públicamente defendible, que debe ser acompañada y complementada por medidas de otra índole: redistribución de tierras, igualdad de las mujeres, calidad y acceso a la educación, mejoramiento del hábitat y la vivienda, profundización de los procesos de descentralización y defensa del territorio.

Es esta la magnitud del desafío: rebasar el carácter residual, compensatorio e individualista del manejo social del riesgo y la inversión en recursos humanos; recrear las condiciones macroeconómicas, poblacionales y territoriales para la edificación de una política social justa, mutualista y universalista; y, bajo imperativo del rescate de las dimensiones transformadoras de la política social, redefinir un modelo que trascienda el principio contributivo y ofrezca una alternativa a las tradicionales configuraciones históricas del Estado de bienestar por medio de la garantía de un derecho a la existencia y el compromiso con el pleno empleo voluntario16.

Conclusión

La crisis económica y social desatada por el modelo económico neoliberal y la política social neoasistencial pone a las sociedades frente a dos caminos excluyentes. O se profundizan los principios, objetivos e instrumentos del modelo que ha provocado la mencionada crisis, o se aprovechan las condiciones de la crisis para desplegar alternativas de política económica y social capaces de ofrecer herramientas que permitan superar el orden económico y social que ha puesto en situaciones de precarización, vulnerabilidad e informalidad al grueso de la población.

Es usual escuchar voces que demandan la introducción de reformas tributarias, laborales y pensionales regresivas para atenuar los efectos de la crisis. Para estas voces resulta “inevitable” que las pérdidas generadas por el ciclo económico, así como los costos de la recuperación, se socialicen y sean asumidas por quienes se ven más golpeados por la crisis: los sectores asalariados, informales o en situación de desempleo. La paradoja es evidente: son las víctimas del modelo socioeconómico imperante, quienes deben pagar los costos de sus crisis. Sin embargo, este momento histórico abre la posibilidad de pensar en salidas que logren minimizar el sufrimiento humano habilitando espacios para la transgresión del orden socioeconómico imperante. La renta básica de ciudadanía parece ubicarse en este camino.

Como alternativa económica y social, la renta básica de ciudadanía garantiza un derecho a la existencia para cada ser humano. Por este motivo, prescribe la necesidad de otorgar, de manera universal, individual e incondicional, un ingreso que le permita a las personas satisfacer sus necesidades básicas. A diferencia de otros modelos de transferencias monetarias, la renta básica no se propone ubicar los ingresos de las personas por encima de determinados umbrales estadísticos. Todo lo contrario: dichos umbrales deben ser concebidos como el piso para calcular el monto de la renta básica, y no como el tope al cual se debería llegar. En estricto sentido, la renta básica podría ser tan alta como las fuerzas productivas y distributivas de la sociedad lo permitan, y tan baja como los umbrales de necesidades básicas lo definan. De esta manera funcionaría como el fundamento monetario de la libertad real.

Si la renta básica pierde de vista sus principios de universalidad (por derecho de ciudadanía), individualidad (para cada ser humano) e incondicionalidad (independientemente del nivel de ingresos o de la disposición a trabajar), terminará convirtiéndose en un subsidio neoasistencial (focalizado, condicionado y/o dirigida a las familias), o un impuesto negativo (que únicamente complementar los ingresos laborales de las personas más pobres para alcanzar cierto umbral básico de ingresos). Perder de vista estos principios y diferencias conlleva al equívoco de considerar la renta básica como una solución con la que estarían de acuerdo tanto los sectores políticos progresistas de izquierda, como los sectores políticos conservadores de derecha: estos últimos son proclives a defender modelos de rentas mínimas focalizadas, que no alteren de manera sustancial el gasto público, y que no desincentiven la venta de la fuerza de trabajo. Es decir, modelos que terminan arrebatándole a la renta básica su potencial transformador.

La renta básica de ciudadanía es una alternativa que busca otorgar a los seres humanos un poder de negociación para rechazar modelos de vida que se aparten de aquellos valorados individualmente. Busca impulsar un reparto más equitativo de las tareas sociales y domésticas, y reconocer actividades subvaloradas por el mercado, pero fundamentales para la vida social. La renta básica de ciudadanía busca desmitificar la idea de que las vidas que no están produciendo dentro del sistema salarial son vidas que no merecen ser vividas. Al asegurar un derecho a la existencia, la renta básica de ciudadanía garantiza el pleno empleo “voluntario” y avanza en la desmercantilización de la fuerza de trabajo. De esta manera la renta básica desnaturaliza la idea de que un cuerpo solo merece existencia cuando es explotado. Y constituye una posibilidad para comprender que lo que es bueno para el sistema, no es necesariamente bueno para la humanidad:

En nuestra sociedad somos claramente infelices … nos alegramos cuando podemos matar el tiempo que hemos ahorrado con tanto trabajo … El desarrollo de este sistema económico ya no quedó determinado por la pregunta ¿Qué es bueno para el Hombre?, sino por la pregunta ¿Qué es bueno para el sistema? (Fromm, 2017, p. 28)

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Notas

* Artículo de investigación científica

1 El análisis de Van Parijs se inscribe en lo que se ha denominado “teorías distributivas de la justicia”. Es importante mencionar que en el terreno de la teoría política esta dimensión de la justicia ha sido acompaña por las discusiones concernientes a la justicia como reconocimiento, a la justicia como participación, a la justicia cognitiva y a la justicia como transformación crítica de los individuos. Al respecto ver: Fraser (2008), Santos (2009) y Mora (2019).

2 La idea de un camino capitalista hacia el comunismo será abordada con mayor detenimiento más adelante. Sin embargo, ha sido objeto de duras críticas, pues ignora la importancia del conflicto y las luchas sociales como aspectos fundamentales de la transición y construcción comunista (al considerar que la sociedad podría llegar al comunismo por medio de un acuerdo racional entre los integrantes de la sociedad), y porque ignora la idea del comunismo como una teoría radical de la democracia, irreductible al modelo de democracia representativa liberal. Las críticas mencionadas se desarrollan en: Alaluf (2014) y Costas y Žižek (2010). Sobre la posibilidad de construir una sociedad justa a partir de un modelo de democracia representativa ver: Van Parijs (2011).

3 Un principio de justicia es histórico si la justicia de una distribución depende de la manera en que esta ha tomado forma. Es final en el caso contrario. Un principio se llama configuracional si la justa distribución está definida como referencia a una configuración artificial. Es no configuracional en el caso contrario. Principios configuracionales: “A cada quien según su trabajo”, “A cada uno según el beneficio que otorga a los demás”, “De cada quien según su capacidad a cada quien según su necesidad”.

4 Existe una variación de la renta básica de ciudadanía presentada por Ackerman y Alstott (2008). Estos autores defienden la pertinencia de una asignación ciudadana universal, incondicional e individual que se otorgaría por una sola vez al llegar a la mayoría de edad, y que estaría apoyada por un plan de pensión global para la vejez. Los ciudadanos que hayan tenido éxito con su asignación tienen la obligación de restituirla con intereses al morir. Esto implica la creación de un impuesto fuerte a las herencias que complemente el impuesto sobre el patrimonio. De esta manera se construye solidaridad intergeneracional y se defienden las titulaciones iniciales como un derecho de nacimiento. La asignación ciudadana no se plantea como sustituta de otros bienes asociados a derechos fundamentales y debería ser lo suficientemente elevada para garantizar la toma de decisiones trascendentales para la vida (comprar vivienda, realizar inversiones en estudios posgraduales, etc.). En esto consistiría el ejercicio de la “macrolibertad”, entendida como la oportunidad para tomar decisiones de vida que trasciendan las elecciones cotidianas de consumo. Para un debate sobre la renta básica de ciudadanía, las asignaciones ciudadanas y los modelos socialdemócratas de bienestar ver: Wrigth (2008).

5 A estas críticas se unen aquellas que consideran la renta básica de ciudadanía como una amenaza para las conquistas obreras en tanto su introducción podría justificar procesos de flexibilización (precarización) del mundo del trabajo, pues al garantizar un derecho a la existencia, no se requerirían, por ejemplo, salarios mínimos ni otro tipo de prestaciones sociales. Esto podría llevar, además, a un debilitamiento de los movimientos sindicales (Alaluf, 2014). A ello se suma que la renta básica, al inspirarse en un modelo de igualdad de oportunidades, no garantiza la igualdad de posiciones o resultados; es decir, no aseguraría la superación de las brechas existentes en materia de ingresos y riqueza que caracteriza a la sociedad contemporánea (Dubet, 2011). Desde las corrientes feministas, se ha dicho que la instauración de la renta básica de ciudadanía podría desincentivar la salida de las mujeres del espacio privado de la familia y condenarlas a los trabajos asociados a la economía doméstica, debido a que tal asignación aseguraría sus necesidades básicas (Miller et al., 2019; Raventós, 2001). Finalmente, aparece la crítica relacionada con la pregunta de si no es mejor asegurar universalmente un conjunto de bienes y servicios como derechos fundamentales otorgados es especie (salud, educación, vivienda, etc.) y no una renta básica monetaria que podría ser muy costosa, poner en riesgo la financiación de dichos derechos y no conseguir los objetivos de política pública que se alcanzan la provisión de los bienes en especie (Bergmann, 2008).

6 Retomando la propuesta de Bruce Ackerman, “la dotación interna del individuo A (su vector de capacidades) domina a la dotación interna de B si y solamente si toda persona (dada su propia concepción de la buena vida) preferiría tener la primera dotación antes que la segunda” (Van Parijs, 1996, p. 99). En comparación con el principio de no envidia: “Lo que respecto a los recursos externos requiere el criterio de Dworkin-Varian de ausencia de envidia es que no haya un par de personas tal que una de ellas prefiera para sí la dotación de la otra. Lo que la diversidad no dominada exige es solamente que no hay un par de personas tal que todos prefieran la dotación de una de ellas antes que la dotación de la otra” (Van Parijs, 1996, p. 103).

7 Un impuesto de 100% a las herencias constituye no únicamente un impuesto justo, sino el medio más adecuado para garantizar una mayor redistribución económica sin provocar los efectos perversos que se asocian al alza de los salarios como instrumento de distribución. En este sentido, la distribución fiscal sería más poderosa que la distribución desde el mercado laboral. Al respecto ver: Piketty (2008). Este punto ha sido matizado por el mismo Piketty (2013), pues allí reconoce la importancia del salario mínimo y de una mejor repartición de los excedentes del trabajo productivo como elementos constitutivos de procesos distributivos más amplios.

8 Erich Fromm propuso un sistema de ingreso anual garantizado en el año de 1955. Fromm considera que la introducción de esta iniciativa constituye un aspecto fundamental para superar los rasgos psicológicos de las sociedades capitalistas: el hedonismo radical (máxima satisfacción del deseo por medio del consumo) y el egoísmo ilimitado (querer dicha satisfacción solo para sí): “Este derecho expresa un nuevo concepto en la actualidad, aunque es una norma muy antigua, proclamada por el cristianismo y practicada por muchas tribus “primitivas”: los seres humanos tienen el derecho incondicional de vivir, sin importar si cumplen su “deber para con la sociedad”. Otorgamos este derecho para nuestros animales favoritos, pero no a nuestros semejantes. … El ingreso anual garantizado aseguraría una libertad y una independencia reales” (Fromm, 2017, p. 202, cursivas originales). Sin embargo, la idea de una renta básica se remonta al año de 1796 con la propuesta del norteamericano Thomas Paine de financiar con impuestos inmobiliarios un “capital de base” para todos los jóvenes de 21 años con el fin de compensar las desigualdades en el acceso a la tierra. Para Paine este capital de base debía ser combinado con una pensión universal otorgada a todas las personas mayores de 50 años. Por su parte, en 1797 el inglés Thomas Spence propuso una renta básica periódica concedida a cada persona a lo largo de su vida con el fin de cubrir sus necesidades y dinamizar el consumo local. En 1848, Joseph Charlier propuso en Bélgica la instauración de una renta básica como compensación por la apropiación privada de la tierra, entendida como una “herencia común” de la humanidad. Argumentos más recientes, han visto en la renta básica una posibilidad de enfrentar los efectos de la automatización en el mercado laboral, fortalecer los sistemas de protección social y complementar la realización de los derechos sociales. Al respecto ver: Vanderborght (2018) y Torry (2019).

9 Según el principio de diferencia de Rawls: “Todos los valores sociales —la libertad y la oportunidad, el ingreso y la riqueza y las bases del autorrespeto— han de ser distribuidos igualmente a menos que una distribución desigual de cualquiera, o de todos estos valores, sea ventajoso para todos … la injusticia, entonces, son desigualdades que no son para beneficio de todos” (Barry, 1995, p. 246). Así, cada paso hacia la desigualdad es autorizado libremente por cada sector de la sociedad debido a que es ventajoso para todos, manteniendo la posibilidad de veto en alguna situación de desigualdad creciente. En este contexto, la desviación del principio de igualdad hacia una mayor desigualdad debe ser aceptada y legítima para quienes estén en peor condición.

10 Ya se ha mencionado que el “camino capitalista hacia el comunismo” propuesto por Van Parijs es criticado por su omisión del conflicto y las luchas sociales como aspectos fundamentales de la transición y construcción comunista, y por ignorar el vínculo entre el comunismo y las teorías radicales de la democracia. Adicionalmente, cabría preguntarse si, en el plano distributivo, el modelo de renta básica se acerca a la noción del “fin de la historia” en cuanto consideraría que la sociedad justa —como estadio final de la sociedad— se alcanza en el marco de un capitalismo con renta básica. Esta noción es criticada también por autores que asumen la importancia de un “eterno retorno emancipatorio” como clave comunista que no aspira al fin de la historia. Al respecto, Negri (1997) y Dardot y Laval (2014) comparten y defienden el concepto de comunismo como movimiento continuo orientado a la abolición del estado de cosas existente: Para Negri, “El poder constituyente se manifiesta entonces como comunismo: él no es para nosotros ni un estado que debe ser creado, ni un ideal sobre el cual la sociedad debe ordenarse. Llamamos comunismo al movimiento real que abole el estado de cosas existente” (Negri, 1997, p. 297). Para Dardot y Laval el comunismo “no designa un proyecto de orden ideal sino el movimiento efectivo que suprime el estado actual de cosas” (Dardot y Laval, 2014, p. 75).

11 Esta fue la filosofía de la “Ley de Pobres” implementada en Inglaterra entre 1820 y 1830: “Hasta los salarios más miserables y la rutina más extenuante y tediosa dentro de la fábrica parecieron soportables (y hasta deseables) en comparación con los hospicios. … Cuanto más aterradoras fueran las noticias que se filtraran a través de las paredes de los asilos, más se asemejaría a la libertad esa nueva esclavitud del trabajo en las fábricas; la miseria fabril parecería, en comparación, un golpe de suerte o una bendición. … La horrenda fealdad de la vida en los asilos, que servía como punto de referencia para evaluar la vida en la fábrica, permitió a los patrones bajar el nivel de resistencia de los obreros sin temor a que se rebelaran o abandonaran el trabajo” (Bauman, 2003, pp. 28-29).

12 “… los Estados del bienestar no han sido tan igualitarios como se esperaba ni las políticas redistributivas han acabado con las desigualdades sociales. No se ha dado una redistribución vertical de las rentas sino más bien se han redistribuido en forma horizontal, dentro la misma clase trabajadora. … El fracaso del gasto público en los servicios públicos (sanidad, educación, vivienda y transporte) puede ser explicado básicamente por su incapacidad para reducir la influencia del desigual reparto de la riqueza. Los ingresos monetarios de los individuos o familias es el punto crucial que debería tocar una política de igualdad. … Muy probablemente, si se desea redistribuir la riqueza, la estrategia más efectiva sea redistribuir directamente los ingresos” (Montagut, 2000, p. 72).

13 Mora (2019) propone una teoría relacional de la exclusión y la desigualdad orientada a encontrar el potencial transformador de la política social. Desde ella argumenta a favor de la instauración de una renta básica de ciudadanía como un instrumento orientado a edificar regímenes posbenefactores regulados por criterios de justicia social, en el marco de la producción y goce de lo común, y la búsqueda de la igualdad de posiciones.

14 Bajo las premisas del Consenso de Washington, la política social debe estar sometida a los imperativos de la austeridad fiscal, el fortalecimiento de los mercados de capital, la instauración de mecanismos de gestión individual del riesgo y el incremento de la productividad individual para acceder con facilidad a mercados laborales flexibilizados. Las teorías del “manejo social del riesgo” y la “inversión en recursos humanos” han recogido dichos imperativos y se han constituido en los pilares fundamentales de la denominada “lucha contra la pobreza extrema”. Al respecto ver: Londoño (1996), Banco Mundial (2000), Holzmann y Jorgensen (2000) y Giraldo (2007).

15 Michael Sandel acepta este argumento: “el verdadero valor de nuestra contribución no puede medirse por el salario que percibimos, pues los sueldos … dependen de las contingencias de la oferta y la demanda. El valor de lo que aportamos depende más bien de la importancia moral y cívica de los fines a los que sirven nuestros esfuerzos. Esto implica un juicio moral independiente que el mercado laboral, por muy eficiente que sea, no puede proporcionar” (Sandel, 2020, p, 268). En otras palabras, el principio contributivo puede ser criticado desde un modelo de “justicia contributiva” que valore las actividades humanas no desde su capacidad de hacer dinero, sino desde el punto de vista de su contribución al fortalecimiento del bien común.

16 Países como Finlandia, Kenia, Namibia, Uganda y ciudades de Italia, España, Escocia, Francia, Canadá, Estados Unidos, Alemania, Brasil y la India han dado pasos experimentales en este sentido. Sus resultados muestran que la introducción de la renta básica no desestimula el trabajo, y sí mejora el sentimiento de libertad y seguridad de las personas. Además, se ha comprobado su importancia para impulsar modelos económicos comunitarios, erradicar la pobreza extrema y promover trabajos valiosos para los contextos locales. Al respecto ver: Zamorano (2020), Torry (2019), Doncel (2019) y Molina (2018). Para el caso colombiano Garay y Espitia (2020) y Mora (2020) han propuesto modelos de renta básica de ciudadanía para enfrentar las consecuencias provocadas por la pandemia del COVID-19.

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: afmorac@unal.edu.co

Información adicional

Cómo citar este artículo: Mora, A. F. (2021). Renta básica de ciudadanía: una aproximación desde las teorías de la justicia y el pleno empleo “voluntario”. Papel Político, 26. https://doi.org/10.11144/Javeriana.papo26.rbca

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