El acuerdo de paz entre las FARC y el Estado colombiano: construyendo paz para construir Estado*

The Peace Agreement between the Revolutionary Armed Forces of Colombia (FARC) and the Colombian State: Building Peace to Build the State

Papel Político, vol. 26, 2021

Pontificia Universidad Javeriana

Sebastián Rodríguez-Luna a

Corporación Unificada Nacional de Educación Superior, Colombia


Recibido: 19 Octubre 2020

Aceptado: 26 Abril 2021

Publicado: 30 Noviembre 2021

Resumen: Luego de cuatro años de negociaciones, el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia firmaron el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera. Este artículo sostiene que dicho Acuerdo inaugura un nuevo modelo de construcción de paz que, por primera vez, la vincula con la construcción de Estado en el nivel subnacional. Para ello, propone un marco analítico que señala que los conflictos armados y sus variaciones regionales socavan las capacidades estatales, por lo cual la construcción de paz es una ventana para fortalecer a las instituciones locales. Posteriormente, se revisan los esfuerzos de pacificación desde la década de los 80 y se identifican tres grandes periodos de la construcción de paz, cada uno con prioridades específicas, pero ninguno con una orientación hacia la construcción local del Estado. Finalmente, se ofrece una lectura del Acuerdo de Paz en la que se resalta que, por su enfoque de paz territorial, enlaza las agendas de construcción de paz y de Estado en el nivel subnacional.

Palabras clave:construcción de paz, construcción de Estado, política subnacional, posconflicto, paz territorial.

Abstract: After four years of negotiations, the Colombian State and the Revolutionary Armed Forces of Colombia signed the Final Agreement for the Termination of the Conflict and the Building of a Stable and Lasting Peace. This article argues that this Agreement inaugurates a new model of peacebuilding that, for the first time, links it to state-building at the subnational level. To this end, it proposes an analytical framework that points out that armed conflicts and their regional variations undermine state capacities, making peacebuilding a window for strengthening local institutions. It then reviews peace-building efforts since the 1980s and identifies three major periods of peace-building, each with specific priorities, but none with an orientation towards local state-building. Finally, a reading of the Peace Accord is offered, highlighting that its territorial peace approach links the peacebuilding and state-building agendas at the subnational level.

Keywords: peacebuilding, State building, subnational politics, post-conflict, territorial peace.

La construcción de paz en Colombia no es nueva ni comenzó con el acuerdo firmado entre el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Dado que se trata de un conflicto que ha incluido a más de doce grupos armados, mafias dedicadas al narcotráfico o a la minería ilegal, políticos electos, empresarios y víctimas convertidas en victimarios (Villarraga, 2013; Orozco, 2005; La Silla Vacía, 2019), no sorprende que la sociedad estuviera ávida de iniciativas y soluciones que contribuyeran a la reducción de la violencia y a evitar su regreso. Parte de esas iniciativas han sido los diez procesos de paz adelantados entre el Estado y varias estructuras armadas, además de otros intentos fallidos de negociación con grupos aún activos (López, 2016). También, son muchas las iniciativas de la sociedad civil que constantemente han intentado hacer más llevadera su presencia en las zonas del conflicto armado (Rettberg y Quishpe, 2017).

En general, estas actividades han respondido a la definición clásica de construcción de paz, entendida como “acciones dirigidas a identificar y apoyar estructuras tendientes a fortalecer y solidificar la paz para evitar una recaída al conflicto” (Boutros-Ghali, 1992). En ese sentido, han seguido un objetivo claro: la reducción de los homicidios por causa del conflicto armado y de la violencia asociada a él. Por supuesto, eso no ha evitado que los esfuerzos de pacificación hayan abarcado otras dimensiones relacionadas con la violencia, que en su momento fueron consideradas importantes; tal es el resultado de que la construcción de paz sea un proceso dinámico, que avanza en diferentes ámbitos, con actores variados y con prioridades y objetivos distintos (Rettberg, 2012). En ese dinamismo de la construcción de paz, propio de este campo, se enfrentan visiones distintas acerca de cómo proceder, qué asuntos priorizar, quiénes son los actores protagónicos o cuáles son los enfoques utilizados.

A partir de esa comprensión de la construcción de paz, como un campo dinámico, este artículo propone que el acuerdo de paz firmado entre el Estado colombiano y las FARC en 2016 contiene un enfoque de construcción de paz novedoso, ya que inaugura una nueva relación con la construcción local del Estado. Para demostrarlo, el artículo analiza los esfuerzos de pacificación colombianos desde la década de los 80 e identifica cuatro periodos de la construcción de paz, cada uno de estos, con características que respondían a momentos políticos concretos, a ideologías de los tomadores de decisión y a resultados de la acción colectiva de otros actores. Argumento que, pese a la necesidad de vincular la construcción de paz con la construcción de Estado en el nivel subnacional, los tres primeros periodos dejaron de lado esta última agenda -aunque fortalecieron otros aspectos del Estado, pero no en lo local- y solamente el actual, aún incipiente, se preocupa por esa dimensión necesaria para la pacificación.

El análisis y la propuesta que aquí se presentan son el resultado de una investigación de corte cualitativo que se preguntó por la relación entre construcción de paz y de Estado, en el contexto colombiano. Para ello, se adelantó una amplia revisión de literatura académica sobre ambas actividades. Adicionalmente, para conocer las trayectorias colombianas, se revisaron documentos institucionales relacionados con las actividades de construcción de paz en Colombia desde 1980 hasta 2020. Estos documentos son los planes nacionales de desarrollo de cada gobierno, diferentes leyes y proyectos de ley, documentos de política y de planes o programas específicos, el acuerdo de paz de 2016 y las normas que lo desarrollan. También, hubo una revisión de prensa en el mismo periodo señalado.

El artículo se organiza en cinco secciones, incluyendo esta introducción, que es la primera. La segunda sección revisa la literatura sobre la relación entre construcción de paz y construcción de Estado e identifica la construcción de paz como una oportunidad para el fortalecimiento de las instituciones colombianas, caracterizadas por su debilidad diferenciada en el nivel subnacional. La tercera parte analiza las actividades de construcción de paz colombianas y las organiza en tres periodos definidos. El cuarto acápite ofrece una lectura del acuerdo de paz como el hito que inaugura un cuarto periodo, que se diferencia de los demás por su enfoque en la construcción de Estado, particularmente, por medio de la paz territorial. Al final, en la quinta parte, se presentan las conclusiones.

La relación entre construcción de paz y de Estado y la debilidad estatal colombiana

Los conflictos internos son el mayor obstáculo para la consolidación del Estado, pues minan su capacidad y le impiden establecer su soberanía en el territorio (Rodríguez-Franco, 2016; Bates, 2008; Collier y Hoeffler, 2004). En particular, debilitan los recursos humanos y físicos necesarios para el funcionamiento de las instituciones (Bellows y Miguel, 2006; Rotberg, 2003), rompen el monopolio de la violencia (Blattman y Miguel, 2010; Zartman, 1995) y desestabilizan el aparato de provisión de bienes públicos (OECD, 2007; Rotberg, 2003). Sin embargo, estos efectos no necesariamente llevan a la desaparición del Estado, aunque sí lo afectan diferencial y territorialmente.

Por ello, la debilidad estatal es un fenómeno con variaciones subnacionales que responden a la concentración del conflicto armado en distintos lugares del territorio. En el caso colombiano, esa variación subnacional toma diversas formas: intensidad de la violencia, actores participantes del conflicto o recursos económicos disputados, por ejemplo (Rettberg et al., 2018; Rodríguez Luna, 2017; Carroll, 2015). Dicha variación produce afectaciones de mayor gravedad en zonas específicas del espacio nacional, como aquellas en las que la presencia de grupos armados implica el ejercicio de una autoridad igual o superior a la del Estado, la existencia de sistemas clientelares o la dependencia de economías ilícitas (Gutiérrez Sanín, 2014; Aguilera, 2014; Duncan, 2009; Jansson, 2006). Así, la debilidad del Estado se concentra en los espacios de mayor incidencia del conflicto armado y afecta dimensiones esenciales de la estatalidad: la legitimidad frente a la ciudadanía, el ejercicio de la autoridad sobre el territorio y la capacidad de cumplir con ciertas funciones básicas.

Por su concentración en zonas específicas del territorio, la debilidad del Estado colombiano se expresa con mayor intensidad (aunque no únicamente) en el nivel subnacional, esto es, en las administraciones públicas locales. Este elemento es importante, pues contrasta con los esfuerzos históricos de fortalecimiento estatal, cuyos resultados han favorecido especialmente a las instituciones nacionales. Precisamente por esa situación, en el acuerdo entre las FARC y el Estado colombiano se crean los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) como un instrumento de planeación del desarrollo y fortalecimiento institucional de aplicación exclusiva en 170 municipios seleccionados. La selección de estos municipios se dio, entre otras cosas, porque son los más afectados por el conflicto armado y la debilidad institucional1.

Esos 170 municipios, organizados en subregiones, dan cuenta de la incapacidad estatal, a nivel local, para proveer bienes públicos a la ciudadanía. Por ejemplo, mientras que el porcentaje de personas en pobreza multidimensional de toda Colombia, en 2018, fue de 19,6%, en los municipios PDET fue de más del doble: 45,3%. Si se desagregan los datos por subregiones, las cifras son aún más alarmantes: en Chocó fue del 67,6%; Pacífico y Frontera Nariñense, de 65,7% y en el Catatumbo, del 63,2% (DANE, 2020; Informe Multipartidista del Congreso de la República, 2020). Esto se agrava si se tiene en cuenta que no existen las condiciones para potenciar el mercado agrario, que podría ser el principal sustento de las familias rurales. Por ejemplo, el 77,5% de toda la red vial de las zonas PDET está en mal estado, lo que impide el transporte de los cultivos y el acceso a mercados más amplios. De nuevo, la desagregación evidencia lugares con mayores dificultades: en las subregiones de Chocó, Putumayo y Sur del Tolima el mal estado de la red vial es de 95,7%, 97% y 100%, respectivamente (RIMISP, 2017).

La cobertura en educación en los municipios PDET también es mucho más baja que la del nivel nacional. Al respecto, el Triage poblacional elaborado por el Departamento Nacional de Planeación señala que, para el nivel básico de transición, 66 municipios PDET tienen una cobertura que solo alcanza entre el 25 y el 50% y que 27 de ellos solo cubren del 0 al 25%. En educación media es aún peor: 88 de los municipios tienen una cobertura entre el 25 y el 50% y 71 están por debajo del 25% (DNP y Fondo de Población de las Naciones Unidas, 2020).

Por otra parte, el conflicto armado también tiene un efecto devastador sobre la autoridad del Estado. Por ejemplo, las instituciones locales no tienen el suficiente alcance para ordenar el territorio y evitar las acciones delincuenciales. En efecto, la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes a nivel nacional fue, para los años de 2018 y 2019, de 25,5 y 25, respectivamente, frente al 46,1 y 45,9 en los municipios PDET (Informe Multipartidista del Congreso de la República, 2020). La cifra de los municipios PDET casi dobla al total nacional, lo cual es más preocupante, teniendo en cuenta que el propio acuerdo de paz implicaría la reducción de la violencia. Lo anterior podría explicarse por la reorganización natural luego de la desmovilización de las FARC, antigua controladora del territorio, con lo que resaltan dos situaciones: la influencia de las FARC fue reemplazada rápidamente por otros poderes de facto, sin que el Estado nacional pueda ocupar el espacio para extender su soberanía, y esos poderes usan la violencia y los asesinatos selectivos para afianzar su control.

Esa incapacidad conduce a la aparición de poderes que sustituyen al Estado. Por ejemplo, los grupos armados crean órdenes de hierro y asumen tareas como la seguridad humana, la justicia o la regulación de mercados, entre otras (Arjona, 2016), o los ciudadanos se organizan y construyen esquemas de autogobierno para resolver sus problemas colectivos por fuera y a pesar de la estatalidad (García Villegas, 2005).

A la par, el Estado tampoco ejerce su autoridad de extracción de recursos a los ciudadanos, pues el conflicto armado no ha permitido el desarrollo de un sistema moderno de catastro rural. El catastro es un sistema de información sobre la propiedad de la tierra que permite establecer cargas tributarias a los poseedores de los bienes raíces (DNP, 2019). En los municipios PDET, el promedio de actualización de su catastro es de solo 45,3%, lo que significa que más de la mitad del territorio municipal no aporta el impuesto predial que le corresponde. Una vez más, la desagregación refleja mayores complejidades: las subregiones de Chocó, Catatumbo y Pacífico y Frontera Nariñense tienen sistemas catastrales con niveles de actualización por debajo del 20% (DNP, 2017).

Finalmente, las debilidades del Estado a nivel subnacional destruyen su legitimidad, por lo que la desconfianza de los ciudadanos crece: por ejemplo, en los municipios PDET, solo el 42% de sus habitantes cree en la democracia como mejor forma de gobierno y su satisfacción frente a los servicios estatales es menor al 50% (vías, 25,5%; escuelas, 45,3%; acueducto, 33%). En cambio, confían en instituciones externas al Estado: en la Iglesia Católica (59,5%), en las iglesias evangélicas (53,4%) y en las juntas de acción comunal (57,5%) (García Sánchez et al., 2017).

Todo lo anterior da cuenta de la enorme dificultad del Estado colombiano para mejorar las condiciones de sus ciudadanos, consolidar su presencia en el territorio y lograr la legitimidad de los habitantes. Al ser estos problemas consecuencia del conflicto armado, la construcción de paz se presenta como una oportunidad para resolverlos, esto es, para construir Estado. De hecho, a la construcción de Estado se la considera un subcomponente de la construcción de paz (Tansey, 2014; Paris y Sisk, 2009), pues las sociedades transicionales no solo deben evitar recaer en la violencia, sino consolidar unas instituciones fuertes que garanticen la paz (Call, 2008). Específicamente, la pacificación es una oportunidad para aumentar la legitimad estatal (Piccolino, 2018; Khan, 2014; Andersen, 2012), lograr instituciones más transparentes (Brinkerhoff, 2011), incluir actores alternativos en el sistema político (Jackson, 2013; Siegle y O’Mahoney, 2010) y fortalecer la autoridad en el territorio (Call, 2012).

Pese a la necesidad de vincular ambas agendas, esa relación ha estado ausente en la construcción de paz colombiana a nivel subnacional. Desde los procesos de paz de los 80, si bien no existe una única visión de la construcción de paz en la historia nacional y en cada uno de sus momentos se ha avanzado en diferentes aspectos, no ha habido un esfuerzo claro del Estado por conectar la construcción de paz con la construcción de Estado en el nivel local. Es decir, pese a que ha habido avances en el fortalecimiento institucional en el nivel nacional, lo local no ha sido atendido con la misma contundencia. La revisión de los periodos de la construcción de paz colombiana da cuenta de esa desconexión, como a continuación se señala.

Los tres periodos de la construcción de paz colombiana

Primer periodo: la paz de la Constitución de 1991

La Constitución política de 1991 es considerada un pacto de paz (Gutiérrez Sanín, 2011; Lemaitre, 2011), pues es el resultado definitivo de un largo proceso de pacificación iniciado por el presidente Belisario Betancur (1982-1986). El Gobierno de Betancur reconoció la existencia de unas causas sociales y políticas para la rebelión de las guerrillas, pues, en su visión, gran parte del problema de la violencia provenía de un sistema político cerrado y represivo que impedía la participación de las fuerzas alternativas. Por ello, adelantó diálogos con las guerrillas y preparó reformas que se enfocaban en la institucionalización de los partidos políticos, la modernización del sistema electoral, mayores espacios de participación, la elección popular del alcaldes y gobernadores y una amplia descentralización administrativa (Ramírez y Restrepo, 1989).

Después de una ley de amnistía que liberó de las cárceles a miembros de distintos grupos armados (Pardo, 2008), el Gobierno crearía el Plan Nacional de Rehabilitación (PNR) como una estrategia para desaparecer las “causas objetivas de la violencia” en los municipios más afectados por el conflicto armado. Sus objetivos eran proveer “un soporte mínimo de la existencia” y “la capacidad de participar en la toma de decisiones” (Presidencia de la República, 1985). El programa se centraría en los mecanismos de participación ciudadana (López, 2016) y en la inclusión política.

La búsqueda de la paz continuó en el Gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) con un PNR con prioridades distintas. En primer lugar, Barco desechó la existencia de unas causas objetivas de la violencia, aunque mantuvo los diálogos, con menores condiciones de flexibilidad y solo para lograr el ejercicio de los derechos políticos. Como resultado, el M-19 se convertiría en el partido Alianza Democrática M-19; le seguirían el PRT, el Movimiento Armado Quintín Lame, el EPL y el Comando Ernesto Rojas. Además, Barco le apuntaba a ampliar la autonomía de las administraciones locales (Rocha, 1992), por medio de la descentralización y ampliación de la competencia política.

Sin embargo, la violencia se había nutrido: los grupos paramilitares, que para ese entonces eran legales2, se fortalecían por el dinero del narcotráfico y por su asociación con sectores del Estado, y los narcotraficantes habían amasado unas fortunas considerables que les permitieron formar ejércitos privados para enfrentarse a la institucionalidad. Como consecuencia, el conflicto armado rompió su tradicional concentración rural, se trasladó a las ciudades y dejó tras de sí varias tragedias: el asesinato de Guillermo Cano, director del periódico El Espectador; un carro bomba contra el diario Vanguardia Liberal y otro contra el DAS; un avión de Avianca que estalló en pleno vuelo; los magnicidios de los candidatos presidenciales Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo, Jaime Pardo Leal y Carlos Pizarro y las muertes de otros políticos prominentes, como el procurador Carlos Mauro Hoyos, el líder de la UP José Antequera y el ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla (Ospina, 2010; Carrillo, 2010). En síntesis, la violencia se había hecho cotidiana, las instituciones se encontraban ante un bloqueo que depredaba su legitimidad y la sociedad exigía un cambio profundo que no vendría de los políticos ni de las fuerzas de seguridad.

En ese contexto, comenzó un proceso de movilización por el fin de la violencia y por un nuevo compromiso con la paz, que implicaba el respeto de la diversidad ideológica y el rechazo a las alianzas entre los poderes violentos y el Estado. Ello coincidió con el nacimiento de un consenso entre los líderes de opinión y los académicos de entonces, según el cual la paz solo era posible a través de un cambio institucional que garantizara la inclusión de las fuerzas alternativas en la competencia política, pues habían sido excluidas por los arreglos bipartidistas anteriores. Ese cambio institucional, por el nivel de profundidad que requería, se convirtió en la reivindicación de una nueva constitución política como el único medio para adelantar las reformas necesarias. Rápidamente, los grandes medios de comunicación, las universidades y el Gobierno se sumaron a la iniciativa, que se concretaría en la llamada “séptima papeleta”, una consulta popular en la que se preguntaba a la ciudadanía si aprobaba la convocatoria de una asamblea nacional constituyente.

La nueva Constitución fue aprobada y todo el procedimiento se ha considerado un ejemplo de paz: en ella participaron comunidades indígenas, que tradicionalmente habían sido excluidas; el partido Alianza Democrática M-19 (surgido de una desmovilización) fue el segundo más votado, superando al tradicional Partido Conservador, y la presidencia de la Asamblea fue tripartita y correspondió a tres políticos que cubrían el espectro ideológico del momento: Horacio Serpa (Partido Liberal), Álvaro Gómez, (Movimiento de Salvación Nacional) y Antonio Navarro (Alianza Democrática M-19). Varios cambios profundos se incluyeron en la carta: la descentralización administrativa, la elección popular de alcaldes y gobernadores, la amplia carta de derechos individuales, el estatuto de la oposición, la creación de la Corte Constitucional, etc.

En síntesis, el esfuerzo de la nueva Constitución se centró en la apertura del sistema como solución a la violencia. Por ello, se esperaba que el nuevo diseño institucional resolviera las “causas objetivas del conflicto”. Más allá de la discusión sobre su efectividad, la carta del 91 refleja las aspiraciones de pacificar por medio de la inclusión, aunque, se prestó muy poca atención al fortalecimiento de las capacidades del Estado fuera de las ciudades consideradas desarrolladas. Tampoco hubo una estrategia clara para la recuperación del territorio controlado por los grupos armados ni un plan para reconstruir la confianza ciudadana. Esto último se debe tener en cuenta, ya que no debe perderse de vista que la apertura del sistema político se centró en los excombatientes, pero no en los ciudadanos olvidados por el Estado.

Segundo periodo: la superioridad militar y el freno a la crisis humanitaria

Ernesto Samper asumió la presidencia en 1994 y cambió el enfoque del PNR (de municipios más pobres a ciudadanos más pobres de todo el territorio). El Gobierno de Samper creó la Red de Solidaridad Social para entregar subsidios a las familias más vulnerables (Vallejo, 2006). Se esperaba que la Red, al mejorar las condiciones socioeconómicas, contribuyera al proceso de paz (DNP, 1996). Además, creó el Programa de Desarrollo Alternativo (Plante) como estrategia antinarcóticos que ofrecía alternativas económicas a los campesinos cultivadores de coca; sin embargo, los cultivos aumentaron y se convirtieron en uno de los principales combustibles del conflicto.

Samper es sucedido por Andrés Pastrana (1998-2002), quien instaló una mesa de negociación con las FARC y creó una “zona de distensión” (que abarcaba cinco municipios) para que la guerrilla se concentrara. Aunque los diálogos fracasaron, las FARC aprovecharon el espacio y el tiempo para fortalecerse: de 10.000 hombres pasaron a tener 16.000. También aumentaron las hectáreas de cultivos ilícitos a niveles nunca vistos, lo que convirtió a Colombia en el principal productor de hoja de coca y cocaína en el mundo (Camacho y Mejía, 2014). Todo esto llevó a una degradación del conflicto que intensificó las disputas territoriales, produjo mayores afectaciones a la sociedad civil y ocasionó graves vulneraciones de derechos humanos. Este será el contexto en el que el Gobierno construya y lleve a ejecución su principal política: el Plan Colombia, que borrará el enfoque económico del Plante o el social del PNR, para convertirse en una estrategia de lucha antinarcóticos.

El Plan Colombia tendría una dimensión social y otra militar. La primera creó los grandes programas de transferencias condicionadas que aún existen hoy, como Familias en Acción y Jóvenes en Acción. La segunda (la dimensión militar), que fue la de mayor inversión, logró el fortalecimiento de la Fuerza Pública a niveles nunca vistos: un mayor alcance territorial y estratégico y la renovación de su equipamiento. Así, el Ejército accedió a nuevas formas de lucha antinarcóticos, como, por ejemplo, la aspersión aérea de herbicidas sobre los cultivos ilícitos.

Esta nueva capacidad militar y el incremento de la violencia produjeron una “emergencia humanitaria” que marcó la dirección de los esfuerzos de construcción de paz y que fue el gran enfoque de, al menos, el primer Gobierno de Álvaro Uribe (2002-2006). En efecto, al comienzo de la década del 2000, se vio un enorme fortalecimiento de los grupos paramilitares, ahora con una fuerte capacidad de afectar los derechos de propiedad de las tierras rurales a través del despojo como método de lucha (Centro Nacional de Memoria Histórica [CNMH], 2016; Gutiérrez Sanín, 2014). Así, tuvo lugar uno de los fenómenos de victimización más característicos del conflicto armado colombiano: el desplazamiento forzoso.

Se produjeron, entonces, numerosos desplazamientos masivos de campesinos, quienes fueron obligados a abandonar sus tierras ante las amenazas de grupos armados. Como reacción, el Estado colombiano expidió una política pública a través de la Ley 387 de 1997, que contó con tres elementos principales: la prevención del desplazamiento, por medio de intervenciones que neutralizaran los factores generadores del desplazamiento; la atención humanitaria de emergencia, que se refiere a la provisión de bienes de primera necesidad ante el cambio intempestivo de hogar: alimentos, alojamiento, servicios de salud básica, etc., y la estabilización socioeconómica, para restablecer los ingresos por medio del empleo o de apoyo a proyectos productivos (Forero, 2003).

Pronto surgiría un álgido debate entre el Gobierno y las organizaciones de derechos humanos frente a la política. En efecto, las organizaciones exigían una atención con enfoque de derechos, que buscara la reparación integral de los derechos de la población desplazada y reconociera su situación especial como víctimas del conflicto armado. Por oposición, la política tenía un enfoque de asistencia social que entendía al desplazamiento forzoso como un fenómeno similar al producido por cualquier otra emergencia humanitaria. Es decir, si las personas eran expulsadas por el conflicto armado o por una tragedia natural, en la práctica, recibían unos auxilios similares. De hecho, varias críticas señalaban que la política le daba una importancia excesiva a la dimensión económica del desplazamiento, casi asumiendo que los desplazados eran migrantes económicos que buscaban mejores oportunidades (Ibáñez, 2008; Ibánez y Querubín, 2004; Naranjo, 2001). También, se reprochó que se diluyera la dimensión política de la violencia del desplazamiento. De hecho, el concepto “víctima del conflicto” aún era ajeno a la institucionalidad colombiana y aparecerá una década después. En ese entonces, simplemente se les llamaba “desplazados”, soslayando las demás violencias que habían sufrido (Vallejo, 2006).

En síntesis, este periodo de la construcción de paz se caracterizó por un fuerte enfoque en el fortalecimiento militar para enfrentar al problema del narcotráfico. No se reconoció el carácter político del conflicto y se entendió a la violencia como el actuar de grupos terroristas. Así, el Estado consideró que la solución adecuada era el fortalecimiento económico de las personas más pobres y, en el caso de los mal llamados migrantes internos, asumió que solamente se requería atención humanitaria de primera necesidad y estabilización económica, para resolver, así, la emergencia humanitaria. Por tanto, no se les reconoció como “víctimas”. Finalmente, hubo muy poco interés en la paz más allá de la “estabilización”, es decir, la recuperación del control territorial, que solo se consideró posible en tanto hubiera superioridad militar sobre los enemigos. De allí que no se prestara atención al fortalecimiento del Estado subnacional o a la construcción de instituciones que no hacían presencia en muchos lugares.

Tercer periodo: la transición de la guerra a la paz

Durante el Gobierno de Uribe comenzó el cambio más importante en la construcción de paz colombiana: la aparición de una primera justicia especial, que implantará la lógica de la transición como un nuevo marco de interpretación para el conflicto y permitirá asumir, por primera vez, la situación como el tránsito de un momento histórico a otro, es decir, de la guerra a la paz o de la violencia a la normalidad.

Para continuar con el fortalecimiento militar, Uribe creó la política de seguridad democrática como el gran esfuerzo para recuperar el control del territorio (DNP, 2003). Dicha política negaba cualquier reconocimiento político a las FARC y las reducía a grupos criminales. De hecho, el Gobierno negaba el conflicto armado interno y le llamaba “amenaza narcoterrorista”, contra la que el Estado ejercía la fuerza legítima. Ese eslabonamiento con el narcotráfico permitió usar los recursos del Plan Colombia para lograr la superioridad militar sobre la guerrilla; es decir, por primera vez parecía posible “doblegar la voluntad de lucha de las organizaciones narcoterroristas a través de la derrota militar” (Mora, 2008, citado en López, 2016, p. 250).

Pese al enfoque militar contra las FARC, el Gobierno de Uribe inició diálogos con los grupos paramilitares, que serían reconocidos oficialmente como “grupos de autodefensa”. Como resultado, varias estructuras empezaron sus procesos de desmovilización colectiva y entrega de armas, que se extendieron del año 2004 al año 2006 (Oficina del Alto Comisionado para la Paz, 2006). Producto de la negociación, el Gobierno presentó al Congreso de la República el proyecto de Ley de Alternatividad Penal, que recogía los intereses de los paramilitares y la propuesta del Gobierno sobre cómo conseguir la paz, sacrificando justicia. De hecho, Uribe diría que “la paz es la mejor justicia” (La Silla Vacía, 2016). Los comandantes paramilitares, por su parte, afirmarían que no irían a la cárcel, pues “su sacrificio por la república no podía ser castigado” (Neira, 2004). Para el Gobierno, la justicia restaurativa debía exigir la eliminación de las penas, ya que eran consideradas formas de venganza que impedían la reconciliación. Así, el proyecto de ley buscaba otorgar un indulto generalizado para los paramilitares y suspender las penas por los crímenes de guerra y de lesa humanidad de estos (Uprimny, 2011). Nada se decía sobre los derechos de las víctimas (Villarraga, 2015; Cuervo, 2007).

Este proyecto produjo el rechazo generalizado de las víctimas, las organizaciones de derechos humanos, los organismos internacionales, algunos sectores políticos y el periodismo. Lo señalaban como una forma de impunidad, pues desaparecía las penas en contra de los grupos paramilitares y vulneraba los derechos de las víctimas a la justicia, la verdad, la reparación y la no repetición. Adicionalmente, se señalaba que incumplía los pactos internacionales, porque violaba los límites para ofrecer indultos (Uprimny et al., 2013). Estos debates fortalecerían a los movimientos de víctimas, que lograron una gran victoria: obligar al Gobierno a presentar un nuevo proyecto que corrigiera los errores del primero (Delgado, 2011).

Derrotado, el Gobierno retiró el proyecto y presentó uno nuevo, aunque no contenía todo lo exigido. Afortunadamente, el Congreso lo mejoró sustancialmente y la Corte Constitucional, al revisarlo, subsanó la mayoría de sus deficiencias. El proyecto se convertiría en la Ley 975 de 2005, más conocida como Ley de Justicia y Paz, cuyo objetivo era facilitar los procesos de paz y la reincorporación a la vida civil de los grupos armados al margen de la ley y garantizar los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación. Para ello, disponía de mecanismos con tres componentes básicos de justicia transicional: acciones judiciales contra los criminales; iniciativas de búsqueda de la verdad para construir la memoria y reparación material e inmaterial de las víctimas (Duggan, 2005). Con esos elementos, la Ley apuntó a conocer la verdad sobre la violencia para impartir justicia (con penas más benéficas que las ordinarias) y a lograr la paz y la reconciliación al cumplir los derechos de las víctimas (Valencia y Walker, 2010).

Pese a las críticas que siguieron, la Ley de Justicia y Paz supuso un cambio de paradigma en la construcción de paz en Colombia. Efectivamente, un nuevo lenguaje se instaló en los debates sobre la paz, por lo cual los “desplazados” empezaron a ser llamados “víctimas”; ya no se aceptaba que su única necesidad fuera la atención humanitaria de emergencia, sino que existían unos deberes del Estado y la sociedad de respetar sus derechos, entre los cuales se encontraban la verdad, la justicia y la reparación. A partir de entonces, negociar la paz no era solamente un asunto de ampliación de la participación política, sino que incorporaba las exigencias de las víctimas; en consecuencia, los indultos generalizados ya no serían posibles, pues se requería algún castigo, aunque fuera benévolo. Sobre todo, sería el comienzo de la construcción de la memoria y de la búsqueda de la verdad más allá de lo judicial.

Por supuesto, la Ley de Justicia y Paz no supuso el fin de la guerra, pero sí amplió la imaginación moral de la sociedad y entregó un discurso nuevo que iría fortaleciéndose al entrar en un espacio de disputas. En ese campo, los movimientos de víctimas desarrollarían un importante ejercicio de activismo local y se fortalecerían con unos aliados poderosos en el ámbito internacional: las ONG de derechos humanos y los organismos multilaterales. Además, por causa del litigio estratégico, las autoridades judiciales desarrollarían una robusta jurisprudencia que protegía sus derechos, incluso por encima de las aspiraciones colectivas de paz (Uprimny, 2011). Este contexto sería muy fructífero para los derechos de las víctimas y sus resultados se consolidarían durante el Gobierno de Juan Manuel Santos con la Ley 1448 de 2011.

Santos fue elegido presidente como el heredero de las banderas de Uribe. Después de haber sido Ministro de Defensa y de una campaña electoral que alió a políticos acusados de parapolítica3 o de corrupción, existía muy poca esperanza de que en su mandato la política de paz virara. No debe perderse de vista que los logros en los derechos de las víctimas se dieron a pesar del Gobierno de Uribe. Por eso, fue sorprendente cuando Santos anunció que impulsaría una Ley de Víctimas y Restitución de Tierras que dignificara a aquellas y garantizara su reparación. Rápidamente, las víctimas se convirtieron en el centro de la agenda pública. El Congreso ya no era un escenario exclusivo de políticos y lobistas de grandes empresas, sino el lugar al que acudían las organizaciones de víctimas y de derechos humanos “para pelear por un artículo más o uno menos” (León, 2020, p. 106).

La Ley de Víctimas recogió y amplió muchas conquistas de la Ley de Justicia y Paz. Por ejemplo, reconoció un amplio espectro de formas de victimización (homicidio, secuestro, desaparición forzada, tortura, violencia sexual, atentados contra la integridad física y mental y desplazamiento forzado), sean directas o indirectas, por un periodo extenso (desde 1985). Asimismo, reconoció la autoría de grupos armados ilegales y de agentes del Estado en estas formas de victimización. Además, la Ley se decantó por una respuesta del Estado más integral que la ayuda humanitaria, por lo que incluyó medidas económicas, simbólicas, psicológicas y educativas (Rettberg, 2015). De hecho, les asignó a las reparaciones el carácter de transformadoras y contribuyó a la aplicación del enfoque diferencial e interseccional (Albarracín y Rincón, 2013).

Simultáneamente a este proceso, se desarrollaría una amplia institucionalidad para las tareas de reparación, por lo que se crearía un Sistema Nacional de Atención y Reparación Integral a las Víctimas que buscaría articular a varias entidades, unas ya existentes y otras nuevas, como la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas y la Unidad de Restitución de Tierras. Resalta entre ellas especialmente el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), entidad a cargo de reunir el material documental, testimonial y de otros tipos, para la construcción de la memoria histórica. El CNMH se caracterizaría por producir las más importantes investigaciones sobre el conflicto, con particular atención en las diferencias territoriales y poblacionales. Por todo lo anterior, esta ley es reconocida como el esfuerzo de reparación más ambicioso y generoso a nivel mundial (Sikkink et al., 2014).

En síntesis, en este periodo acabará por consolidarse una cultura de la transición, que se alimentará de la justicia transicional y se fortalecerá con una amplia institucionalidad que hablará con el nuevo lenguaje de la transición. Los derechos de las víctimas adquirirán una importancia tal que no será posible imaginar una paz sin ponerlas en el centro. La sociedad civil empezará a pensar en términos de perdón y de reconciliación y las víctimas serán un nuevo actor político con una importancia moral antes negada. La historia, la verdad y la memoria serán parte de este ejercicio, pues ya no será aceptable terminar el conflicto sin que se conozca cómo sucedieron los hechos. A pesar de todo esto, este modelo de paz continuará sin prestarle atención a la dimensión subnacional de la construcción de Estado, por lo que se avanzará poco en el fortalecimiento institucional a nivel local.

Construir paz para construir Estado: el nuevo modelo de la paz territorial

Luego de cuatro años de negociaciones en La Habana, Cuba, el Estado colombiano firmó con las FARC el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera (Gobierno Nacional y FARC-EP, 2016). Seis puntos lo componen: el punto uno, denominado “Reforma Rural Integral”, busca crear condiciones de bienestar en la ruralidad y cerrar las brechas de desarrollo entre el campo y la ciudad. El segundo punto se denomina “Participación política: apertura democrática para construir la paz” e implicó que las FARC constituyeran un partido político y se sumaran a la competencia electoral. En tercer lugar, el punto “Cese al fuego y de hostilidades bilateral y definitivo” contiene las reglas de dejación de las armas y de reincorporación a la vida civil. El cuarto punto, titulado “Solución al problema de las drogas ilícitas”, busca darle a la política de drogas un enfoque de salud pública y de derechos humanos. Denominado “Víctimas”, el quinto punto establece el lugar preponderante que las víctimas ocupan en el posconflicto y crea el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, un dispositivo de justicia transicional. Finalmente, el punto seis, “Mecanismos de implementación y verificación”, establece las reglas de seguimiento e impulso a la ejecución del acuerdo.

Como se desprende del acuerdo, su alcance no se limita al desarme y reincorporación de los excombatientes a la vida civil, sino que se asumen compromisos mucho más amplios y, además, se reconocen varios problemas estructurales de la sociedad colombiana, que tradicionalmente habían estado separados de los esfuerzos de construcción de paz. Precisamente por ese interés en ampliar el alcance de la construcción de paz y por utilizar una fórmula distinta a lo acostumbrado, la Oficina del Alto Comisionado para la Paz del Gobierno de Santos ideó la paz territorial. Esta es, a la vez, el proyecto del Gobierno para adelantar las tareas de la terminación del conflicto y un marco conceptual completamente distinto para entender la paz y, sobre todo, su relación con la construcción de Estado. Este acápite argumenta cómo el acuerdo, en tanto esfuerzo por construir paz, presenta un enfoque distinto a los anteriores, pues se ocupa de la construcción de Estado en el nivel subnacional y, especialmente, de la recuperación de la legitimidad y la consolidación de la autoridad estatal.

En primer lugar, la paz territorial reconoce que uno de los efectos más importantes del conflicto armado ha sido el debilitamiento de las instituciones en las zonas con mayor violencia, lo que ha disminuido la capacidad estatal de proveer bienes públicos. Por ello, de acuerdo con el arquitecto del concepto, el entonces Alto Comisionado para la Paz Sergio Jaramillo, la paz territorial pretende desarmar a los combatientes y fortalecer a las instituciones en los territorios, para instaurar definitivamente la soberanía del Estado como garante de los derechos de los ciudadanos (Jaramillo, 2015). Así, la paz se asume como la posibilidad de “alinear los incentivos y desarrollar las instituciones en el territorio” (p. 1), a través de una alianza entre comunidades y Estado.

Este interés de contar con las comunidades de los territorios es novedoso, pues no asume que la forma para consolidar la presencia institucional sea “llevar el Estado a las regiones”, que es la fórmula de las élites centralistas, que han considerado que el Estado y el desarrollo son materialidades que pueden trasladarse físicamente de un lugar a otro. Al contrario, el acuerdo busca desarrollar una lógica que reconoce que cada espacio del territorio tiene características diferenciadas que requieren de acciones específicas (Vargas y Hurtado, 2016). En este caso, esas acciones no provienen exclusivamente de la visión de los funcionarios del nivel nacional, sino que se reconocen las lógicas de cada lugar y el conocimiento de sus pobladores.

Este enfoque se manifiesta en el punto uno del acuerdo, “Reforma Rural Integral”, y en los PDET, la herramienta de planeación del desarrollo rural exclusiva para 16 zonas priorizadas, que agrupan a 170 municipios, que ya ha sido mencionada. Su formulación convoca a la participación conjunta de instituciones locales y de comunidades del territorio, como, por ejemplo, pueblos indígenas y afrocolombianos, organizaciones campesinas y organizaciones de víctimas. Es decir, además de ser un mecanismo para producir política pública, representan una estrategia del Estado para fortalecer varios aspectos: la participación, la inclusión de la diversidad, el respeto del territorio y la generación de condiciones de bienestar, al tiempo que empoderan a la ciudadanía.

Desde esa perspectiva, la paz territorial también proyecta reconstruir la legitimidad de las instituciones y transformar el relacionamiento del Estado con las comunidades por medio de cambios en el sistema político. De esta forma, hay un intento por romper las prácticas clientelares, que son más propias de las unidades subnacionales y que representan una amenaza para la democracia, porque distorsionan el relacionamiento de la ciudadanía con las expresiones de la estatalidad (Ocampo, 2014; Jansson, 2006; Helfrich, 2000; Leal y Dávila, 1991). No debe perderse de vista que muchos pobladores de las zonas más afectadas por el conflicto tienen una imagen del Estado asociada a los políticos clientelares y a las fuerzas armadas. En ese sentido, los PDET tienen un potencial importante, pues son una plataforma en la que la ciudadanía, en general, y las organizaciones comunitarias, en particular, pueden actuar sin las restricciones que tradicionalmente imponían los gobernantes inamovibles o el orden de hierro de los grupos armados, en especial, por la entrada en escena de los recursos de nivel nacional, que no son controlados por las élites locales.

Con ello, se abre un espacio para el empoderamiento de nuevos actores políticos que antes eran censurados por los gobernantes locales hegemónicos o por los actores armados y que quedaban por fuera de los escenarios institucionales. Así, la participación de actores como líderes comunitarios, organizaciones de víctimas y de campesinos o minorías étnicas contribuirá a la consolidación de un sistema mucho más diverso y transparente, en el que actores locales, como los que se acaban de mencionar, ejerzan control político sobre los funcionarios, participen en elecciones y disputen el poder a los mandatarios locales.

Adicionalmente, hay un elemento muy innovador en este esfuerzo de inclusión que rompe con la tradición de los anteriores procesos de paz. En efecto, en este caso se observa que el objetivo de la ampliación del campo político no se limita a incluir a los miembros de la antigua guerrilla, sino que se dirige a la ciudadanía no combatiente, que en muchos casos fue víctima de la violencia. Para ello, el acuerdo incluye la creación de 16 Circunscripciones Transitorias Especiales de Paz. En estas circunscripciones, se elige el mismo número de Representantes a la Cámara, provenientes de las zonas más afectadas por el conflicto armado. Además, los aspirantes a estas curules en el Congreso no son inscritos en nombre de los partidos políticos ya consolidados, sino como representantes de organizaciones de víctimas, de campesinos, de mujeres y de sectores que trabajen por la construcción de paz en la región.

Otro elemento del acuerdo que avanza en la construcción de Estado es la priorización. En efecto, aunque sus reformas, especialmente la Reforma Rural Integral, son de aplicación universal y se espera que mejoren las condiciones agregadas de todo el país, su ejecución reconoce que ciertas regiones han sido más afectadas por la violencia, de modo que concentra sus esfuerzos e inversiones en ellas. En especial, se trata de municipios “afectados por la carencia de una función pública eficaz”, pues se entiende que la violencia destruye al Estado o impide su consolidación.

Como consecuencia de ello, la construcción de paz del acuerdo se propone fortalecer las administraciones públicas territoriales y su capacidad de gestión, pero no a través de una relación de tutelaje de nivel nacional, como tradicionalmente se ha hecho, sino desde el reconocimiento pleno de la autonomía municipal. Al respecto, una de las metas del acuerdo es cambiar la planeación sectorial, tan propia de lo público, que consiste en que las actividades de las instituciones se planean y se ejecutan de acuerdo con las ideas de cada sector de la administración y, sobre todo, sin que haya un verdadero esfuerzo por aceptar que cada territorio y sus habitantes son los más adecuados para pensar las soluciones a sus propios problemas. En cambio, la planeación territorial comienza por entender que cada territorio es distinto, tal como lo son las relaciones que se dan en él, y por lo tanto, se necesitan intervenciones diferenciales.

La aplicación de este enfoque territorial contenido en el acuerdo se convierte en una oportunidad para fortalecer la descentralización y el aumento de autonomía para ciertos municipios que no habían tenido acceso a ella. Esto se debe a que se permite (y se alienta) la planeación del desarrollo de abajo hacia arriba, empezando desde el nivel veredal (la más pequeña unidad de la organización político-administrativa del Estado colombiano) hasta el subregional (que, incluso, se extiende por diferentes departamentos). Así, es desde el nivel local que se señalan las prioridades de la comunidad. De esta manera, se acepta que el conocimiento práctico del territorio es una fuente adecuada de diagnóstico y solución de problemas públicos.

Por otra parte, el punto cuatro, “Solución al problema de las drogas ilícitas”, plantea una nueva fórmula para enfrentar el narcotráfico, que por tanto tiempo les ha permitido a los grupos armados financiarse, para, así, seguir adelante con el conflicto. Tradicionalmente, el Estado colombiano ha intentado reducir los cultivos ilícitos a través de dos estrategias: la erradicación forzada, basada en la pretendida superioridad militar sobre los grupos controladores del negocio, y la aspersión aérea de herbicidas. Ambas han fracasado. La primera, porque en la práctica el Estado no ha logrado el control suficiente sobre las zonas cocaleras, para erradicar y evitar la resiembra de las plantas. La segunda, porque no existen garantías de que la aspersión opere sobre los campos proyectados (el herbicida puede caer sobre otros cultivos). Además, la aspersión tiene un elemento adicional que la hace indeseable: los efectos nocivos del glifosato (la sustancia utilizada en la aspersión) sobre la salud de los pobladores de esos sectores. Por ello, tales esfuerzos no han tenido el apoyo de los campesinos cocaleros.

Para cambiar esa situación, el acuerdo creó el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), que se acerca a dichos cultivos ya no como un asunto de estrategia militar y control territorial, sino como un problema de desarrollo rural. Desde esa perspectiva, el PNIS busca crear acuerdos voluntarios con las cocaleros, fundamentalmente familias campesinas con nulas oportunidades económicas, para que sustituyan sus cultivos de coca por otros cultivos que tengan vocación productiva. Con ello, el Estado nacional por primera vez se acerca a los cultivadores desde una óptica no punitiva y les ofrece alternativas de desarrollo económico.

Dos ventajas se proyectan del PNIS. En primer lugar, es muy probable que sea útil para la reducción de las hectáreas sembradas, pues la experiencia internacional muestra que el paso de las políticas de erradicación forzada a una de sustitución voluntaria representa un cambio positivo en la efectividad del proceso. Eso se debe, en términos prácticos, a que hacerlo voluntariamente no implica la resiembra. Por tanto, se convierte en una política que le permite al Estado recuperar el control del territorio y extender el alcance de la economía legal. En segundo lugar, las políticas de sustitución voluntaria constituyen una oportunidad para acercar el Estado a las familias campesinas olvidadas por él, con lo cual les muestra que su presencia (la del Estado) no es exclusivamente la de un avión que asperja veneno. Así, se reconstruye la confianza de la ciudadanía y se fortalece la legitimidad de este a nivel subnacional.

Conclusiones

Este trabajo ha analizado el acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las FARC como el comienzo de un nuevo periodo de la construcción de paz en Colombia, que vincula, por primera vez, un claro enfoque en la construcción de Estado a nivel subnacional. Para ello, se presentó un marco analítico que relaciona ambas agendas y que señala, particularmente, que las variaciones subnacionales del conflicto armado y sus características territoriales son una de las principales causas de la debilidad estatal colombiana a nivel local.

Por ello, el trabajo sostiene que la construcción de paz es una ventana de oportunidad para resolver esos problemas. Desde esa perspectiva, un proceso completo debe no solo pacificar el territorio, entendido esto como desmovilizar a los grupos armados y evitar la reaparición de la violencia, sino también resolver los problemas de debilidad institucional (fundamentalmente a nivel subnacional), pues los conflictos minan las capacidades institucionales a nivel local, justamente. Para el caso colombiano, cuyo Estado tiene una presencia diferenciada en el territorio que coincide con los municipios donde hay mayor incidencia del conflicto armado, los procesos de pacificación se convierten en espacios para atender esa situación.

Sin embargo, la tradición de construcción de paz colombiana desde los 80 no había incluido ese enfoque de aumento de las capacidades estatales. En efecto, el trabajo señaló que existen tres grandes periodos de construcción de paz en Colombia, cada uno con sus propias características y avances. No obstante, en ninguno de estos tres periodos se contempló la construcción de Estado subnacional como un asunto inherente a la construcción de paz y necesario para ella. En el primer periodo, se observó una paz centrada en la ampliación del sistema político, para que participaran los sectores de izquierda excluidos por el bipartidismo y para que se rompieran las alianzas entre los actores ilegales y el Estado (que habían llevado a la violencia a niveles inimaginables), lo cual se logró parcialmente (y simbólicamente) con la Constitución de 1991.

El segundo periodo, iniciado en 1994 y extendido hasta el primer Gobierno de Álvaro Uribe, tuvo un enfoque de superioridad militar y de contención de la crisis humanitaria que el conflicto armado producía, sin reconocer el carácter político de este. Se trataba, entonces, de resolver los problemas económicos que el desplazamiento dejaba tras de sí, sin una visión que contemplara a las víctimas y su dimensión moral.

Por su parte, en el tercer periodo, que comenzó hacia el final del primer Gobierno de Uribe y se consolidó durante la presidencia de Santos, se dio la mayor transformación en la construcción de paz colombiana, pues se entró a la lógica de la transición y se entendió que la situación no se trata solo de vencer a un enemigo armado o de abrirle espacios políticos, sino de cerrar un ciclo de violencia para pasar a uno de paz, con todo lo que esto implica. De la mano de estos cambios, hubo consciencia de la necesidad de una justicia transicional y se entendió que los derechos de las víctimas, además de la construcción de la memoria histórica, son elementos capitales para el silencio de los fusiles.

Finalmente, el artículo argumentó que un nuevo periodo de construcción de paz se inauguró con el acuerdo de paz de 2016. Este periodo conlleva un modelo sustancialmente distinto a los anteriores, pues es el primero que vincula la necesidad de construir Estado a nivel subnacional. Al respecto, se destaca el esfuerzo por restaurar la legitimidad de las instituciones por medio de la participación de las comunidades en los municipios más afectados por la violencia, que no son la contraparte del conflicto. También, es diciente el intento por cambiar la forma de relacionamiento entre esas comunidades y las instituciones, por fuera de los esquemas clientelares que han caracterizado a la política colombiana.

Por otra parte, en el modelo de construcción de Estado propuesto en el acuerdo también se incluye, por primera vez, un compromiso serio por dejar atrás la planeación sectorial, que tantas veces se ha aplicado y tantas veces ha fracasado. El paso de ese modelo a uno con enfoque territorial abre la puerta para que se escuche el conocimiento práctico de los pobladores, se atiendan sus necesidades y se respeten sus prioridades. Es decir, ya no se trata de imposiciones desde el centro y desde lo que cada entidad proyecta, sino que se escucha a la ciudadanía. Este mismo punto lleva a un aumento de la autonomía territorial y, por esa vía, a la materialización de la descentralización administrativa, pues se permite que las entidades territoriales ejerzan el poder de planear su propio desarrollo, incluso desde el nivel veredal, incluyendo el ordenamiento regional.

Adicionalmente, el acuerdo permite fortalecer la autoridad del Estado por medio de una nueva política de sustitución de cultivos ilícitos, de la que se proyectan resultados prometedores, que permitirán, finalmente, poder eliminar o, al menos, reducir sustancialmente la presencia de estos cultivos. Además, esto constituye un avance hacia la inclusión de las familias campesinas en nuevos mercados, estos sí, legales, lo que extiende el alcance del Estado para regular la economía.

En síntesis, el acuerdo de paz entre las FARC y el Estado colombiano, más allá de la desmovilización que plantea y la reducción de la violencia que viene con ella, constituye un primer y gran avance en torno a la unión de dos agendas que siempre han debido operar conjuntamente: la construcción de paz y la construcción de Estado. De ello depende que, en el futuro, Colombia no recicle una vez más sus violencias.

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Notas

* Artículo de investigación científica.

1 En el cuarto acápite del artículo se amplía la información sobre los PDET y se presenta un análisis en profundidad. Por ahora, se utilizan como criterio para observar la debilidad estatal en el nivel subnacional.

2 En 1965, el presidente Guillermo León Valencia había expedido el Decreto 3398, “por el cual se organiza la defensa nacional”, en el que señalaba que la “movilización y la defensa civil […] corresponden a la Nación entera” y obligaba a los particulares a participar en la defensa del país. Este fue el piso jurídico sobre el que los militares entrenaron y armaron a civiles para formar grupos paramilitares de autodefensa que apoyaran la lucha contrainsurgente. Esa norma se convertiría en legislación permanente por medio de la Ley 48 de 1968, expedida durante el Gobierno de Carlos Lleras Restrepo.

3 Parapolítica es el nombre que los medios de comunicación dieron a las alianzas entre grupos paramilitares y políticos colombianos. Su relación era de apoyo mutuo: los paramilitares financiaban campañas y amenazaban electores para que votaran por un candidato; los políticos, a su vez, representaban los intereses de los paramilitares en el Congreso de la República. De acuerdo con reportes de prensa, investigaciones judiciales y declaraciones de los propios paramilitares, al menos el 35% del Congreso llegó a estar bajo su control.

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: sebastian_rodriguez@cun.edu.co

Información adicional

Cómo citar este artículo: Rodríguez-Luna, S. (2021). El acuerdo de paz entre las FARC y el Estado colombiano: construyendo paz para construir Estado. Papel Político, 26. https://doi.org/10.11144/Javeriana.papo26.apfe

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