Equidad: la lucha contra la pobreza no basta*

Equity: The Fight Against Poverty is not Enough

César Giraldo

Equidad: la lucha contra la pobreza no basta*

Papel Político, vol. 26, 2021

Pontificia Universidad Javeriana

César Giraldo a

Universidad Nacional de Colombia, Colombia


Recibido: 07 octubre 2020

Aceptado: 19 marzo 2021

Publicado: 30 diciembre 2021

Resumen: Promover la equidad conduce a la redistribución, lo cual vuelve inoperante el discurso de focalizar el gasto social hacia los pobres. Se afirma que los pobres deben tener acceso a capital humano para poder aprovechar las ganancias del crecimiento económico, pero esto está siendo negado durante el siglo XXI por las clases medias profesionales que expresan su frustración en las calles. En el caso de los sectores populares urbanos, estos no han tenido reconocimiento porque su economía se considera ilegal (informal), a pesar de que se trata de un mundo extenso y diverso en el cual generan ingresos la mayoría de los trabajadores y al mismo tiempo abastecen a las ciudades de los principales bienes y servicios necesarios para su reproducción biológica, social y económica. Los trabajadores de la economía popular tienen una jerarquía social inferior, incluso respecto a otros trabajadores: el producto de su trabajo no es valorado, y sus actores no son tenidos en cuenta en la construcción de las políticas públicas. Para estos sectores, que son vistos desde el prisma de la pobreza, no se trata de ejercer la filantropía, la cual reafirma la condición de desigualdad, porque supone que tienen que existir dos extremos económica y socialmente opuestos: el que da y el que recibe. Lo que se debe hacer es rescatar la solidaridad y reconocer los saberes, prácticas, y jerarquías de las comunidades. En el territorio la gente está resolviendo sus necesidades básicas, las cuales hacen referencia al cuidado, alimentación y vivienda. Se trata de actividades asociadas a la reproducción social que están a cargo principalmente de las mujeres. El trabajo reproductivo se vuelve esencial porque la pandemia puso en primer orden la defensa de la vida antes que cualquier consideración mercantil.

Palabras clave:equidad, igualdad de oportunidades, economía popular, reconocimiento, solidaridad, trabajo productivo y reproductivo.

Abstract: Promoting equity leads to redistribution, which renders ineffective the discourse of focusing social spending on the poor. It is argued that the poor must have access to human capital in order to benefit from the gains of economic growth, but this is being denied during the 21st century by the professional middle classes who express their frustration in the streets. In the case of the urban popular sectors, they have not been recognized because their economy is considered illegal (informal), despite the fact that it is an extensive and diverse world in which most workers generate income and at the same time supply cities with the main goods and services necessary for their biological, social and economic reproduction. Workers in the popular economy have an inferior social hierarchy, even compared to other workers: the product of their work is not valued, and their actors are not taken into account in the construction of public policies. For these sectors, which are seen through the prism of poverty, it is not a matter of exercising philanthropy, which reaffirms the condition of inequality, because it assumes that there must be two economically and socially opposed extremes: the one who gives and the one who receives. What must be done is to rescue solidarity and recognize the knowledge, practices and hierarchies of the communities. In the territory, people are solving their basic needs, which refer to care, food and housing. These are activities associated with social reproduction that are mainly carried out by women. Reproductive work becomes essential because the pandemic put the defense of life before any mercantile consideration.

Keywords: equity, equal opportunities, popular economy, recognition, solidarity, productive and reproductive work.

Introducción

Promover la equidad significa redistribuir. Quiere decir que los ricos deben deprenderse de una parte de sus ingresos y fortunas, y que no basta simplemente con las donaciones hacia los más pobres. Para algunos promover la equidad consiste en darle oportunidades a quien no las tiene, y entre esas oportunidades está el acceso al capital humano a través de la educación, porque por esta vía se pueden mejorar los ingresos de las personas y lograr su ascenso social. Pero el trabajo de Piketty (2014) puso en cuestión esta afirmación. Encontró que esa “creencia” (belief, así la llama él) es ilusoria, y que no se ha validado en el último siglo. Es la herencia y los procesos políticos explican la desigualdad, y que el efecto compensatorio del ascenso social, resultado de la educación, no revierte la tendencia1.

Esto lo están confirmando los jóvenes profesionales de hoy, ricos en capital humano, que están saliendo a protestar contra la precarización de su trabajo. Guy Standing (2013) los ha llamado “el precariado”. A ellos se suman los trabajadores populares urbanos. Ambos carecen de formas de representación adecuadas, y son trabajadores que le entregan su vida a la sociedad suministrándole bienes y servicios básicos, pero a pesar de ello no reciben a cambio un mínimo de derechos sociales.

En cuanto a los trabajadores de la economía popular, el Estado no los considera como sujetos válidos en la construcción de la política pública porque su actividad económica está por fuera de las formas legales (por eso los llama “informales”). Lo que ha existido para estos sectores son las ayudas focalizadas que invocan la filantropía y la asistencia social. Los beneficiarios son vistos generalmente bajo el prisma de la pobreza, lo que conlleva implícitamente a la calificación como grupos inferiores sujetos de tutela. Pero, en los territorios las personas se ven a sí mismas como iguales en cuanto a debilidades y fortalezas, y saben que tienen que apelar a la solidaridad para resolver las necesidades cotidianas de la vida. Se crean procesos comunitarios, que con la crisis del COVID-19 se han reforzado, y han sido las mujeres las que más han ayudado, lo que al mismo tiempo ha agravado la inequidad de género, por la mayor carga que asumen.

Quienes invocan “la igualdad de oportunidades”, hacen referencia a la “nivelación del campo de juego” (Banco Mundial, 2006). Esta expresión significa poner a todos los jugadores en igualdad de condiciones en la línea de partida, antes de comenzar la competencia del mercado, porque se supone que las diferencias que se crean en el mercado premian el mérito y el esfuerzo, que es lo que estimula el progreso. Esto es lo que se conoce como igualdad inicial, y quienes defienden este punto de vista invocan la “posición original” de Rawls, o las oportunidades de Sen. Este es el enfoque dominante en la actualidad sobre el tema.

Estos enfoques son criticados por Dubet (2012), quien señala que la visión de las oportunidades reemplaza la categoría de clases sociales por grupos minoritarios con marcas negativas, lo que “genera un mecanismo de competencia entre las víctimas que están interesadas en «exhibir» sus discriminaciones para beneficiarse de ciertas políticas específicas” (p. 47), lo cual esconde las “distancias que separan las condiciones sociales, y estas pueden ser tan grandes que los individuos no lleguen a atravesarlas nunca” (p. 49). Partiendo de esta concepción, las políticas de equidad se traducen en dar a los pobres acceso a educación y salud básicas, y cobertura de servicios públicos domiciliarios. Esto fue calificado por Jorge Iván González (2006) como metas blandas del desarrollo, evadiendo las metas duras, las cuales tienen que ver con la distribución de la propiedad y de la renta.

Promover la equidad lleva a la redistribución, y vuelve inoperante el discurso de focalizar el gasto social hacia los pobres. Este discurso se orienta a asistir a los más desafortunados, pero no a cambiar la estructura social. Al fin y al cabo, para luchar contra la pobreza tienen que existir los no pobres. Para poder hacer asistencia social tienen que existir dos puntas: el que da y el que recibe. Tiene que existir la desigualdad.

De hecho, cuando los programas de lucha contra la pobreza estuvieron en auge, aumentó la desigualdad en América Latina. Durante las décadas del ochenta y noventa del siglo pasado, la pobreza fue el eje de la política social, como mecanismo compensatorio frente a las reformas de ajuste estructural, que se orientaban a remover las estructuras que no permitían un adecuado funcionamiento de los mercados. Estas fueron las reformas conocidas como el Consenso de Washington. En ese período el coeficiente de Gini pasó de 48,9 a 54,1, lo que mantuvo la región como la más desigual del mundo (figuras 1 y 2). Posteriormente, dicho coeficiente comenzó a reducirse, por el ascenso de gobiernos de izquierda, y por la aceptación por parte de los organismos multilaterales de crédito de las políticas redistributivas. Surge el interrogante sobre qué pasará al respecto en el mundo post COVID-19.

Tendencia Promedio Gini América Latina, comienzos 1980 a 2012
Figura 1.
Tendencia Promedio Gini América Latina, comienzos 1980 a 2012

Nota. La tendencia para 1990-2006 cubre dieciocho países. El de 2006-2012 cubre quince países, ya que excluye a Venezuela, Guatemala y Nicaragua, para los cuales no hay datos.



Fuente: Unesco (2016)

Tendencias del Coeficiente Gini por Región
Figura 2.
Tendencias del Coeficiente Gini por Región


Fuente: World Income Inequality Database (s. f.), World Development Indicators Databank (s. f.), y United Nations Department of Economics Affaires (2019)

El discurso de la pobreza fue adoptado por el Banco Mundial cuando Robert McNamara asumió la dirección de la institución en 1968, después de abandonar la Secretaría de Defensa de los Estados Unidos, en medio de la guerra de Vietnam. McNamara convocó como economista jefe de la institución a Hollis Chenery, quien en 1970 indicó que

la adopción de una estrategia centrada en la pobreza y respaldada por acciones preliminares como señal de buenas intenciones puede, en sí misma, servir de instrumento de movilización (…) alentando a los pobres a que se vean a sí mismos como pobres, más que como personas de la región X, de la casta Y. Se puede lograr, por ejemplo, que el ‘mensaje’ de la estrategia y su aplicación proporcionen una contraideología a los intereses basados en identidades de región o casta. (Citado por Lichtensztejn y Baer, 1986, p. 173).

Esta expresión, en el contexto de la Guerra Fría y la guerra de Vietnam, significaba que el discurso de la pobreza debía sustituir el de la lucha por la liberación nacional y la soberanía popular. McNamara se quejaba de que los Estados Unidos carecían de un discurso sobre Vietnam. Se invocaba la defensa de un mundo libre, pero se apoyaban dictaduras militares (Mendes, 2012). Sin embargo, en la década de los setenta del siglo pasado, el Banco no se concentró en luchar contra pobreza, porque en esa década fluyeron recursos externos en abundancia que fueron orientados a financiar obras de infraestructura. América Latina vivió una “prosperidad al debe”2 que hizo crisis en la década siguiente, cuando se empezaron a aplicar los programas de lucha contra la pobreza.

Desde entonces, en el discurso de lucha contra la pobreza, se pueden identificar cuatro etapas. La primera, que es la que corresponde al ajuste de las economías después de la crisis de la deuda externa de comienzos de la década del ochenta del siglo pasado, cuando la política social tenía un carácter meramente residual, y se dirigía principalmente a mitigar, a posteriori, los impactos de la crisis y del ajuste económico, principalmente mediante “redes de protección social”. Se buscaba satisfacer las Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) de la población, y darles oportunidades a los pobres. La segunda etapa, que se sitúa en la década del noventa, correspondió a las reformas estructurales (remover las estructuras que no permiten que los mercados funcionen adecuadamente), las cuales dieron importancia al desarrollo institucional de las reformas. Esta etapa correspondería a las reformas de segunda generación. La pobreza se combatiría dándole acceso a los pobres a las instituciones (empoderamiento) y fortaleciendo su capital humano. La tercera etapa se desarrolló durante la primera década del 2000, la cual se definió sobre la base de “Manejo Social del Riesgo” (Holzmann3 y Jørgensen, 2002), que pretendió resolver el problema de incorporar a los “no pobres” en la política social. Los “no pobres” pueden acudir a mecanismos de mercado que ayudan a repartir los riesgos, en especial acudir al mercado de seguros. Dentro de la concepción del “manejo social del riesgo”, los pobres son quienes están más expuestos al riesgo (son vulnerables) y hay que dotarlos de instrumentos para administrar los riesgos (seguridad).

Estas tres primeras etapas son a las que hace referencia el Informe del Desarrollo del Banco Mundial 2000-2001, que ha sido el documento más importante de dicho organismo sobre la lucha contra la pobreza, y de allí se derivan los tres principios que la orientan: oportunidades, empoderamiento y seguridad. Pero en la segunda década del siglo XXI, se reconoce que la asistencia social genera dependencia económica reproduciendo las trampas de la pobreza, y se desarrollan programas de promoción social con el objeto de que las personas generen ingresos autónomos, y para este fin se promueven programas de transferencias condicionadas, capacitación-educación (empleabilidad), emprendimiento y microfinanzas. Esta sería la cuarta etapa.

Pobres ricos en capital humano

En la construcción conceptual de los Organismos Financieros Multilaterales, los programas de lucha contra la pobreza hacen énfasis en fortalecimiento de los activos físicos, financieros y humanos de las personas como fuente de su inserción productiva. Los pobres deben tener acceso a capital humano para poder “aprovechar las ganancias del crecimiento” económico. Pero la realidad es que el capital humano no ha sido la fuente para mejorar la condición socioeconómica de las personas, como lo mostró Piketty, y como lo están gritando los jóvenes con educación universitaria (ricos en capital humano), descontentos por los contratos laborales de corta duración, que los sume en períodos de desempleo o de trabajo gratis para cuidar el puesto, que viven en la incertidumbre, sin seguridades sociales ni económicas, y que con frecuencia deben dedicarse a actividades precarias por fuera de su campo de estudio.

En contra de la afirmación anterior, estudios señalan que la desigualdad se ha reducido en América Latina, como resultado de la reducción de la pobreza y el aumento de las clases medias (Satampini et al., 2015). Estos trabajos fueron replicados Colombia por Alejandro Gaviria, Roberto Angulo y Liliana Morales (2014). La paradoja es que a medida que se argumenta que la desigualdad disminuye en la región, al mismo tiempo se incrementan las protestas contra la desigualdad. ¿Contraevidente? Vargas Llosa se declaraba “perplejo” con las protestas en Chile (Estrada, 2019), donde se supone que la clase media ha crecido más, y es la más numerosa de la región.

Son muchas las preguntas que surgen. Los estudios citados advierten que no miden la desigualdad, porque miden la clase media y la pobreza en términos absolutos: cuatro dólares diarios o menos para línea de pobreza, entre cinco y nueve para la clase vulnerable, y entre diez y cincuenta para clase media. Si los ingresos monetarios aumentasen, unos pobres flotarían hacia los vulnerables, y unos vulnerables hacia la clase media, pero ello no diría nada en términos relativos de la estructura de las clases sociales. En esta lógica, en la primera mitad del siglo XX, los pobres serían el doble, en el siglo XIX el cuádruple, y durante la colonia muchas veces más.

Es claro que la gente que sale a la calle reclama que la desigualdad está aumentando, en contra de las afirmaciones de tales estudios. Dos grupos sobresalen. Las clases medias profesionales y los trabajadores populares informales. Los primeros son el precariado que describe Standing (2018). Los segundos son los trabajadores de la economía popular, quienes son continuamente hostigados por las autoridades que califican sus actividades de rebusque como ilegales, y por tanto deben ser penalizadas4. Mientras que, al mismo tiempo, existen grupos privilegiados, que acumulan riqueza, que son invisibles porque están ocultos en clubes, condominios, y en flamantes autos, que tienen el poder de promover las reformas económicas que los benefician.

Y es que las cifras sobre desigualdad que se difunden en los textos oficiales dicen poco de la realidad porque parten de dividir la población en quintiles o deciles de ingreso (de allí se deriva el coeficiente Gini), y estas divisiones esconden a la diezmilésima parte de la población con ingresos superiores, como lo muestra, para el caso colombiano, el trabajo de Alvaredo y Londoño (2014). En el quintil o decil superior, en países periféricos como los Latinoamericanos, están quienes han logrado un empleo profesional estable (docentes, funcionarios de la administración pública, cargos medios en el sector privado), y también los grandes propietarios que concentran el poder económico.

La percepción social es que la desigualdad es evidente y ofensiva. No se puede olvidar que la desigualdad es un concepto relativo, no absoluto. ¿Relativo a qué? A lo que la sociedad considera justo. Una cosa es la realidad de las clases medias profesionales, y otra la de los trabajadores populares urbanos. Todavía no es clara la caracterización de ambos sectores, y a medida que aumenta la precariedad en la región, las fronteras en algún momento se pueden tornar difusas. En cuanto el primer grupo, durante el presente siglo han habido movilizaciones populares urbanas que han sido bautizadas como la “primavera latinoamericana”, dando a entender que forman parte de la ola de protestas que iniciaron en Seattle a finales de 1999 y continuaron con la “primavera árabe”, el movimiento 15-M (conocidos en España como Los Indignados), las protestas en Grecia (2010-2011), las huelgas en China (2011) y las movilizaciones estudiantiles en Chile y Colombia (2010-2013 y 2019). En la lista habría que incluir también los levantamientos en Cataluña, Libia, República Checa, Argelia, Sudán, Líbano, entre otros. Todo esto antes del COVID-19.

Se trata de reivindicaciones que trascienden lo nacional y están relacionadas con variables económicas como el desempleo y el aumento de los precios que administra el Estado como los combustibles, el transporte y los servicios públicos, pues todas ellas afectan la vida diaria de las personas. Muchos de los reclamos de los chilenos pueden extenderse al caso colombiano: acceso precario a la salud, educación púbica de mala calidad, expulsión de las clases trabajadoras hacia la periferia de las ciudades, malas condiciones laborales, tarifas altas de energía, etc. En Colombia habría que agregar el incumplimiento de los acuerdos de paz por parte del gobierno, el asesinato de líderes sociales, y el hecho que toda esta problemática está atravesada por el desplazamiento forzado, producto de un prolongado conflicto armado, tema que no será tratado aquí.

Además de denunciar la corrupción, las protestas de Ecuador, Argentina (con Macri), Brasil (con Rousseff), Honduras y Haití coincidieron en rechazar los recortes de las prestaciones sociales, promovidos por los mercados de capitales. Si bien cada caso tiene sus particularidades, es evidente que los países en los que se han aplicado políticas neoliberales las movilizaciones sociales se dirigen a disputar los recursos asignados en el presupuesto público, a reclamar derechos sociales y pedir cambios políticos profundos.

Otro aspecto importante que tienen en común estas manifestaciones es que las personas que participan de ellas carecen de formas de representación adecuadas, dado que instituciones como los gremios o los partidos han perdido la capacidad de interpretar a la población. Para debilitar la representación se ha promovido el individualismo, las políticas públicas promueven la superación a través del talento, el esfuerzo y el emprendimiento. Sin embargo, como señala el sociólogo Richard Sennet, “el sistema no tiene suficiente espacio para acomodar a la gente a la que presiona para que sea más habilidosa y más competente” (Aquevedo, 2010). Adicionalmente, el pensador estadounidense asegura que, en nuestros días, los individuos se mueven entre el trabajo y su vida privada, por lo cual las mediaciones sociales son cada vez más frágiles.

Para Guy Standing (2013), esos individuos constituyen una clase social que empieza a expresarse, pero aún no ha sido caracterizada con precisión por los científicos sociales. Según el pensador británico, esta clase social es heterogénea porque se compone de profesionales flexibilizados, para quienes la vida laboral está entre contratos temporales de algunos meses y períodos de desempleo, por lo cual no tienen perspectiva económica ni seguridad social. Esta nueva clase social también ha sido denominada la “población sándwich”, dado que no pertenece al mundo asalariado, pero tampoco a la población pobre sujeta de la asistencia social. En la actualidad muchos jóvenes sienten que la educación ya no funciona como un instrumento socio-económico de ascenso social y ven el futuro con pesimismo, lo que está creando un grupo social llamado los “ni ni”, que ni estudian ni trabajan, una población que, de acuerdo con el Banco Mundial, alcanza el 20% de los jóvenes en América Latina (antes de la crisis del COVID-19).

Inequidad económica

Se hizo referencia al primer grupo, que aquí se llamó clases medias profesionales, a falta de una caracterización mejor. Respecto al segundo grupo, se tienen los sectores populares urbanos. En la ciudad transitan sujetos que ejercen su oficio en la calle, tales como los vendedores ambulantes, recicladores, cuidadores de carros. Un grupo creciente de hogares populares son unidades económicas que producen bienes y servicios para el mercado: confecciones, alimentos, pequeños establecimientos comerciales, talleres, salones de belleza. Muchas personas realizan oficios a domicilio, tales como cuidado de personas, servicios domésticos, reparaciones, cuidados estéticos. En las economías periféricas, como las Latinoamericanas, se trata de un mundo extenso y diverso, donde generan ingresos la mayoría de los trabajadores,5] y al mismo tiempo abastecen a las ciudades de los principales bienes y servicios necesarios para su reproducción biológica, social y económica. Es lo que desde la literatura se llama sector informal, y que aquí se llamará economía popular.

La diferencia entre informalidad o economía popular no es una discusión retórica, y ello tiene consecuencias sobre el abordaje del tema de la equidad. Cuando se hace referencia a trabajo informal se está indicando el que se realiza por fuera de las formas legales. Para Hernando De Soto (1987), el “Sector Informal es aquel que funciona al margen de la ley, es decir, es aquel sector que, con fines lícitos, para distinguirlo de los criminales, utiliza medios ilícitos para conseguir esos mismos fines”. Sin embargo, esta definición tiene el problema de que hace la definición con lo definido: el sector informal es el que está por fuera de la formalidad (fuera de las formas legales). No se trata realmente de una definición, sino de una tautología o “definición circular” que no explica nada. Este ha sido el enfoque dominante en la región, y es utilizado para la justificar la liberación de los mercados, con el argumento de que el exceso de reglamentación económica es la causante de la informalidad. Dentro de esta visión, Perry et al. (2007) señalan que cuando el costo de cumplir con las normas es más alto que evadirlas, el comportamiento racional de los agentes económicos induce a la evasión, transitando hacia la informalidad. La recomendación que se deriva de lo anterior es simplificar las reglamentaciones para bajar el costo de cumplir con las normas, de manera que los agentes se formalicen.

En Colombia este es el enfoque actual, en medio de la pandemia del COVID-19. El Consejo Gremial Nacional (que reúne a los gremios empresariales del país) solicitó el 12 de abril del 2020 (Consejo Gremial Nacional, 2020), que el gobierno flexibilizara aún más la jornada laboral pagando solo el tiempo trabajado (por ejemplo, pagar por horas, sin estabilidad, sin piso del salario mínimo legal, sin prestaciones sociales, sin derecho a pensión), para combatir los efectos del COVID-19. El gobierno respondió positivamente creando esa posibilidad con el decreto 1174 del 27 de agosto del 2020. En este país todavía se considera que el mercado laboral es muy rígido a pesar de que, desde 1990, se viene flexibilizando. La reforma laboral de ese año (Ley 50), en su exposición de motivos señaló que en el mercado de trabajo “la rigidez de su estructura que inmoviliza la mano de obra frente al manejo de otros factores”. Y en esa dirección, y con el mismo argumento, se han hecho varias reformas que han desregulado el mercado laboral colombiano6.

El otro enfoque que se contrapone al de la informalidad es el de la economía popular, que es el que aquí se propone. Más que definir a priori la economía popular, se trata de estudiar su realidad desde lo social, lo económico, y lo político. Los trabajadores de la economía popular tienen una jerarquía social inferior, incluso respecto a otros trabajadores. Desde lo económico, lo primero que salta a la vista es que el producto de su trabajo no es valorado, y desde lo político se observa que sus actores no son tenidos en cuenta en la construcción de las políticas públicas. Son trabajadores que le entregan su vida a la sociedad, suministrándole bienes y servicios básicos, pero a pesar de ello no reciben a cambio un mínimo de derechos sociales. Lo que reciben son ayudas asistenciales atadas a un régimen político clientelista. No tienen seguridad social, ni garantía en los ingresos, y dado que su actividad económica es considerada ilegal, no son llamados a participar en la construcción de las políticas públicas. Aquí la inequidad es el no reconocimiento y la carencia de formas de representación, la ausencia de derechos sociales, y la no valoración de su trabajo.

Los trabajadores de la economía popular tienen una jerarquía social inferior, incluso respecto a otros trabajadores. No tienen seguridad social, ni garantía en los ingresos, y dado que su actividad económica es considerada ilegal, también carecen de derechos sociales, civiles y económicos que puedan ser reclamados por la vía legal. Hay una jerarquía social que está oculta y que hace que las relaciones de intercambio, que en apariencia son equivalentes, no lo sean, y tampoco lo sean las formas de valoración de su trabajo.

La economía popular, al vender su producción en el mercado, pasa por una relación mercantil mediada por el dinero. A su vez, los recursos monetarios que recibe en la transacción también son gastados a través de una relación mercantil. Gastados, bien sea en la compra de suministros para dicha economía, o en el consumo final de las familias que subsisten con esos recursos. Son relaciones de intercambio entre agentes económicos, quienes, desde el punto de vista de la ortodoxia económica, actuarían racionalmente buscando la maximización de beneficios y de satisfacciones. Este enfoque es el del Banco Mundial (Perry et al., 2007) y de De Soto (1987), como se vio atrás, y por eso califican que la informalidad surge del hecho de que los agentes económicos consideran más ventajoso no cumplir con la legalidad, desde el punto de vista costo-beneficio.

Sin embargo, las relaciones mercantiles no pueden ser reducidas a simples intercambios mediados por el dinero, que no puede concebirse simplemente como un medio que sirve para operar esos intercambios. Como señalan Aglietta et al. (1998), la forma como se accede a los recursos monetarios está relacionada con la jerarquía social. Si se toma el caso de un trabajador asalariado, “se presenta como igual en el hecho de la equivalencia en el intercambio, y desigual en el hecho de la sumisión dentro de la producción” (p. 18). La relación entre el patrón y el trabajador se mediatiza por un salario pagado en dinero. Pero esa relación está escondiendo la jerarquía social que hay detrás. “La moneda moderna y el sistema generalizado de cuentas asociado ocultan la diferencia de estatus social detrás de la homogenización cuantitativa” 7] (p. 18).

Para que un agente económico concurra en el mercado, debe participar en la división social del trabajo, no solo porque vende un producto, sino porque cuando lo compra, tiene una posición en dicha división y en la jerarquía social que le permite acceso a los medios monetarios. Tales ingresos pueden provenir de la condición de funcionario público, de asalariado privado, rentista, de miembro de la economía popular, etc. Hay una jerarquía económica y social que se oculta en el intercambio mercantil.

Como señala Femenias (2001, pp. 89-91), esa jerarquía se relaciona con la disponibilidad de acceso a la moneda. En las sociedades contemporáneas ese acceso no depende estrictamente de la riqueza previa, como en el caso de una moneda soportada en oro, en el que habría que tener riqueza acumulada previa. En la moneda moderna se puede acceder al crédito si el banco constata que se tiene un potencial de ingreso futuro. De lo contrario, según el autor, los ingresos se generarían en una relación salarial. Sin embargo, en las sociedades donde la relación salarial no es el vínculo dominante del trabajo, incluso se presenta una diferencia entre quien puede acceder a ingresos monetarios gracias a una relación salarial, y quien accede por fuera de ella en la economía popular.

La ausencia de derechos sociales hace parte del intercambio desigual que se señaló atrás, porque cuando una persona (y detrás de ella una familia) lleva al mercado productos para la venta, está satisfaciendo necesidades de la sociedad, tales como comida, vestido, reparaciones, cuidado de enfermos, etc. Y en ese proceso, esa persona está entregando su vida. Cuando compramos en la calle una mercancía, ese vendedor ha estado todo el día allí esperando para que en la marcha podamos comprar lo que necesitamos. No somos conscientes que ese vendedor cuando se enferma y no puede trabajar, y por tanto no puede llevar el sustento a su familia; o que necesita ir al baño y probablemente no lo tiene disponible en la proximidad; que se envejece, que consume su vida allí. Y la sociedad, que satisface parte de sus necesidades gracias a esa labor, no le reco­noce nada a cambio, no le reconoce derechos.

Reconocimiento

El primer principio para la equidad es el reconocimiento de los sectores populares. El Estado no los considera como sujetos válidos en la construcción de la política pública porque su actividad económica está por fuera de las formas legales (y por tanto se trata de economía informal), y el Estado, por principio, no negocia sus políticas con quienes están al margen de la legalidad. Por ejemplo, la política pública de espacio público no se discute con los vendedores de la calle. Así lo percibió Melquiceded Blandón (2017) en su trabajo con los vendedores callejeros de la ciudad de Medellín:

El vendedor callejero reclama que las políticas públicas lo asuman como una realidad social y que estas se construyan de forma participativa con cada colectivo implicado, ellos no tienen por qué estar ausentes de las discusiones sobre la forma estética de la ciudad, sobre la organización de las ventas callejeras, sobre la disposición de mobiliario en zonas reguladas, etc. Decisiones que afectan sus experiencias de vida y que son tomadas por otros sujetos, configurando otra exclusión que deriva en despilfarro público y perpetuación pasiva de las ventas callejeras. (Blandón, 2017, pp. 195-196)

Los trabajadores de los oficios populares no son tenidos en cuenta en las políticas públicas que afectan el ejercicio de su trabajo, su sobrevivencia, y el servicio que prestan a la sociedad: recicladores, transportadores informales, expertos en reparaciones, cuidadoras, comerciantes, artesanos, costureras, servicios domésticos, etc. Tampoco son tenidos en cuenta en los procesos comunitarios que se dan en el territorio y que están resolviendo las necesidades de la supervivencia y la reproducción social, y que con la crisis del COVID-19 se volvieron vitales. Al momento de escribir estas líneas no hay un balance de las respuestas comunitarias al respecto. Pero se puede tomar como antecedente que lo comunitario fue lo que permitió superar la crisis del Ébola en África en 2014, un virus mucho más agresivo que el COVID-19 (Alonge et al., 2019). Ese es el testimonio la presidenta de Liberia de entonces, Ellen Johnson-Sirleaf (Alconada, 2020), quien hoy es premio Nóbel de Paz:

para combatir una pandemia como aquella del ébola o esta del covid-19, la verdadera respuesta pasa por las personas en el llano. Pasa por los líderes de las comunidades... debes reconocer a los líderes comunitarios, a los referentes del sector informal que realmente entienden el lugar y la cultura en que se mueven. ... Debes ir hacia la gente. No alcanza con un mensaje por radio o ser visto por televisión o enviar a tus ministros. ¡Tienes que encontrarte con ellos donde están!

Inicialmente se desconoció a las comunidades, lo que generó un rechazo generalizado al confinamiento. Pero posteriormente se buscó a los líderes naturales de las comunidades, y se partió por aceptar y acatar las jerarquías, normas propias, e historia, de cada comunidad, lo que permitió su colaboración activa. Fue el reconocimiento lo que permitió resolver la crisis en ese momento, y ese es el primer principio de la rescatado de la experiencia del Ébola. Señalan Ashworth et al. (2020) que la relación del Estado y los donantes con la comunidad debe ser en condiciones de igualdad, y no ver a los sectores populares como sujetos de tutela. Se trata del reconocimiento en condiciones de igualdad en los derechos y en las responsabilidades.

Las comunidades conocen y pueden atender las necesidades de la gente, porque en la región se carece de las protecciones de la sociedad salarial. Hay varios ejemplos de lo comunitario: la acción de la comunidad en el complejo de las favelas de Maré en Río de Janeiro (Izquierdo, 2020), ante la displicencia del gobierno de Bolsonaro, los comedores comunitarios en las villas argentinas (Calatrava, 2020), la comunidad en Shivaji Nagar en Mubai (India) (Chatterjee, 2020), la guardia indígena en el Cauca (Colombia) (Colombia Informa, 2020), o los mercados de proximidad en Guatemala. En varios países se desarrollan iniciativas de comedores comunitarios y ollas populares, lideradas por mujeres (Nodal, 2020).

Es en la comunidad que se sabe quién necesita ayuda, donde se puede organizar el distanciamiento social, teniendo en cuenta las necesidades económicas de cada una de las personas, donde se puede coordinar con la autoridad el diálogo y las ayudas, donde se pueden organizar las cadenas productivas de proximidad del campo a la ciudad, donde se deben hacer ollas comunitarias para suministrar el alimento. Y para eso no se necesitan costosas bases de datos. Como dicen en Argentina “para los sectores populares la unidad de aislamiento no es la casa sino el barrio”.

Fue lo que mostró la experiencia. Es una lección que debe ser rescatada. Hay que empezar por reconocerle a los sectores populares sus iniciativas, liderazgos y procesos organizativos. Sacar la potencia que hay dentro. Como dicen Arango et al. (2020), “el éxito de las políticas sociales requiere que estas sean el resultado de un proceso de cocreación entre las comunidades y las instituciones gubernamentales.... implica ir más allá de la imposición de políticas formuladas desde el poder para aplicarlas hacia abajo”.

Solidaridad

El reconocimiento fue el primer principio para la equidad, rescatado de la experiencia del Ébola, como se acaba de enunciar. El segundo es la solidaridad. Este principio parte de que todos están en una condición similar, donde cada uno contribuye y recibe de acuerdo con sus posibilidades y necesidades, dentro de las limitaciones tanto individuales como colectivas, y para la búsqueda de un bienestar común. Se trata de un enfoque distinto al de la filantropía, la cual supone que la condición de desigualdad se reafirma, porque supone que tienen que existir dos extremos económica y socialmente opuestos: el que da y el que recibe.

En el extremo superior está quien da. En este extremo se tiene fundaciones filantrópicas apoyadas por grandes capitalistas, cooperación internacional proveniente de las antiguas metrópolis a sus excolonias (bien sea directamente o canalizada a través de organismos multilaterales), responsabilidad social empresarial de las grandes empresas, y funcionarios públicos o contratistas que distribuyen ayudas a través de los programas asistenciales que emanan desde los gobiernos. Se invoca la filantropía y el altruismo. Al respecto nos dice Mediavilla (2016)

La filantropía es un fenómeno que se viene dando desde el inicio de la historia humana. Se trata de una expresión por el amor al prójimo que ha sido parte esencial de todos los monoteísmos y de buena parte de las sociedades, de la solidaridad y de la búsqueda de la igualdad. Sin embargo, nunca ha dejado de levantar suspicacias entre los que la ven como una forma de obtener más fama, reconocimiento, visibilidad o reputación; y no solo eso, también como una herramienta de control y de hegemonía política. (p. 13)

Y se puede agregar a la cita: recibir beneficios fiscales, en muchos casos. Acá no se va a desarrollar el tema, que es más complejo de lo que se acaba de enunciar. Lo que se quiere destacar es que los beneficiarios, quienes están en extremo inferior, son vistos generalmente bajo el prisma de la pobreza, lo que conlleva implícitamente la calificación como grupos inferiores, sujetos de tutela. Son calificados como poseedores de poco capital humano (para no usar la expresión de ignorantes), que realizan oficios informales, y como tales son poco productivos y están fuera de la legalidad. Por esta razón deben ser capacitados y promovidos a través del emprendimiento.

Se desconoce la complejidad que hay en los procesos, y se evade la discusión sobre la desigualdad, porque en este caso habría que incluir a los ricos en el análisis (Mestrum, 2002), y ello llevaría a hablar de clases sociales. Por el contrario, en vez de clases se habla de individuos pobres, se trata de un enfoque individualista que niega el principio de la solidaridad, y construye la política social sobre la base de principio del egoísmo individual. Se recurre a programas asistenciales focalizados, que han fracasado, y que en el manejo de la pandemia del COVID-19 resultaron desastrosos. Cuando la crisis obliga a adoptar mecanismos universales de prestaciones sociales, deja de tener sentido los programas focalizados. El uso de dispositivos de identificación de los pobres por algoritmos y bases de datos resulta inadecuado, porque esos dispositivos están desvinculados de lo que pasa los territorios y de los procesos que se construyen en las comunidades. Los programas focalizados son operados por entidades privadas (con y sin ánimo de lucro) que deben licitar por los recursos públicos, en una competencia mercantil bajo el argumento de hacer una selección óptima. Se supone que es la forma como se buscan los profesionales más idóneos, las instituciones más competitivas, la gestión más eficiente, y una medición objetiva del impacto de los programas.

Pero se desconocen los saberes, prácticas e historias de los procesos y territorios. A las personas se las supone ignorantes, que realizan prácticas que deben ser erradicadas. Son sujetos de tutela, que deben ser educados por los expertos que tienen el conocimiento de los que es bueno y malo para los pobres. Economistas, abogados, arquitectos, médicos, y expertos, que deben tutelar el comportamiento de las poblaciones ignorantes (Esteva, 2015). Se define ese otro al cual hay que modelarle la conducta, y que hoy es llamado “los pobres”. Como señala Álvarez (2005), se crea una clasificación de lo social, la cual debe ser naturalizada por el poder dominante. Se trata de imponer la visión del mundo que sea funcional a su dominación. Se trata de imponer una clasificación que represente el orden social como natural, único y universal, que hace parte del sentido común de la sociedad. Esto es lo que Bourdieu (1977) llama la dominación simbólica.

Lo anterior no quiere decir que no existan contrapoderes que se opongan al poder político dominante, y que intentan imponer otras clasificaciones, que son los contra-públicos de Nancy Fraser (1999). Y eso es lo que está pasando en los territorios, donde se dan procesos de autogestión, que han construido infraestructura de servicios, creado espacios públicos, y producido bienes y servicios que satisfacen las necesidades de la reproducción social. Desde allí hacen frente a la precariedad a la que se ven abocados y politizan sus actos. Allí hay un saber que enfrenta al saber experto en el sentido de conocimiento tecnocrático que invoca la ciencia, pero que se desconecta de los procesos sociales que se dan en la realidad.

No se trata de desconocer ese saber experto, que es muy útil. Pero una cosa es que ese saber se imponga bajo el principio de autoridad, desconociendo lo que la gente hace para solventar sus necesidades, y otra muy distinta es que ese saber se ponga al servicio de las demandas de las comunidades, y que reconozca sus prácticas, sus jerarquías, su historia, y sus normas. Una cosa es la actitud autoritaria y discriminatoria de la filantropía o de los programas gubernamentales asistencialistas, y otra la solidaridad que implica la colaboración entre personas en los procesos comunitarios, que pueden tomar varias formas: 1) actividades en el sitio de residencia, bien sea un barrio urbano, una comunidad rural, una comunidad indígena o étnica; 2) oficios populares que generan reivindicaciones compartidas, que van desde los derechos sociales, al acceso al espacio público por parte de los vendedores de la calle, o al material reciclable por parte de los recicladores; o 3) en el caso de los migrantes, desplazados, o refugiados, tener una identidad de origen que puede ser étnica, cultural, o religiosa; es el caso, por ejemplo, de los migrantes que salen de determinados países, lo cual implica no solo la condición de estar en situación de ilegalidad (sans papiers), sino que el sitio de origen también implica compartir ciertos valores culturales y religiosos, que pueden ser eje de la solidaridad.

La crisis del COVID-19 ha puesto a prueba dicha solidaridad. Hay experiencias en todo el mundo, desde las iniciativas que nacen desde las iglesias musulmanas o católicas, hasta los procesos comunitarios en los barrios. En América Latina se observan procesos sociales, unos que nacen con la crisis del COVID-19, otros que vienen de atrás, producto de las recurrentes crisis económicas de la región. Se trata de una realidad dinámica y compleja, que se está desarrollando en la actualidad, y que requiere de balances que den cuenta de lo que está pasando en los territorios. Si se hace una revisión por internet, se encuentra que hay mucha actividad, pero es preciso un trabajo de campo por parte de los científicos sociales, un llamado que se hace desde aquí.

Se trata de iniciativas que están orientadas a resolver las necesidades de la reproducción social y económica. Si no se resuelven estas necesidades no es posible garantizar las condiciones de sobrevivencia, y por tanto insertarse al mundo mercantil para generar los procesos de producción. En lo comunitario hay aprendizajes que se pueden adquirir de la experiencia indígena. Gladyz Tzul (2015), exponiendo las prácticas de las comunidades indígenas en Guatemala, señala que “las tramas comunales dan un piso desde donde se sostiene la vida íntima, personal; el trabajo comunal es una condición general en la que todas y todos nos dotamos a nosotros mismos de esa fuerza para hacer nuestra vida personal” (p. 133). Ese proceso se desarrolla en el sitio donde viven las personas, donde está la vivienda en que residen sus hogares. Se trata de obtener los “medios concretos para la reproducción de la vida” tales como los caminos, el agua, las celebraciones.

Extrapolando esto a los barrios populares urbanos, las necesidades básicas de la gente, que permiten resolver sus necesidades domésticas, hacen referencia al cuidado (de niños, mayores y enfermos), alimentación, vivienda y los servicios atados a ella. Se trata de actividades asociadas a la reproducción social, las cuales están a cargo, principalmente, de las mujeres. Aquí la desigualdad toma dos dimensiones: desigualdad de género y desigualdad económica. De género en la medida en que son las mujeres quienes asumen la carga de la reproducción social y económica, dado que las actividades de reproducción social no son valoradas. Se trata de un trabajo oculto que ha estado en espacio privado, principalmente femenino. Sin embargo, en los sectores populares la separación del espacio privado con el espacio público se está difuminando.

Equidad de género

En la sociedad industrial el trabajo remunerado en el mercado se ejercía en la calle, mientras que el trabajo doméstico se hacía en el espacio privado (oculto) del hogar. El primero generalmente era una actividad masculina, mientras que el segundo, femenina. Esto llevaba al no reconocimiento del trabajo de la mujer. Pero en la economía popular contemporánea, la frontera entre el mundo privado del hogar y el mundo público de la calle se está perdiendo, porque las actividades económicas cada vez se hacen más al interior del hogar y sus ingresos monetarios se reciben en la calle.

La familia como un todo se convierte en una unidad económica en la medida que también debe asumir la tarea de generar los ingresos monetarios necesarios para el sostenimiento del hogar. En el mundo feudal, o en el mundo colonial, la familia era una unidad económica ligada a la tierra, y el grueso de su producción y consumo no pasaba por el mercado. La diferencia con la situación actual es que la familia popular contemporánea debe producir bienes o servicios que deben ser posteriormente vendidos en el mercado para generar los ingresos monetarios, que permitan adquirir los bienes y servicios necesarios para su reproducción y pagar las rentas que le impone la sociedad moderna para su existencia. Rentas como el pago de celular, internet, televisión, servicios públicos, arriendo, deudas, entre otras.

La separación se pone en entredicho cuando el varón pierde la capacidad de generar ingresos monetarios estables, que son la base del mantenimiento material (vivienda, comida, vestuario, etc.) del mundo privado doméstico, lo que obliga a otros miembros del hogar a buscar ese sostenimiento material para poder garantizar la reproducción biológica y social de sus miembros. Es la mujer la que con mayor frecuencia asume ese rol, lo que implica que salga del mundo privado doméstico al espacio público para generar tales ingresos, sin que ello signifique que disminuyan sus obligaciones. La mujer termina asumiendo dos cargas: la doméstica y la económica. Junto con la mujer también entran otros proveedores económicos, como es el caso de hijos que abandonan los estudios para buscar trabajo con el fin de obtener los ingresos monetarios. Un trabajo dirigido por Ciancio (2008), en los hogares de la ciudad de Rosario (Argentina), encontró que la vinculación de la mujer en la fuerza de trabajo es la principal estrategia de sobrevivencia económica de los hogares cuando se presenta la pérdida de trabajo del varón, que a su vez es la situación más frecuente en el empobrecimiento de los hogares. En este caso las mujeres se articulan, por lo general, en actividades informales.

Además de la vinculación de la mujer al trabajo mercantil, hay otros efectos sobre las familias, producto de las precariedades económicas, que crean sobre la familia cargas adicionales tales como, citando a Sunkel (2006) “el apoyo familiar a los adultos mayores”, “apoyo familiar a los jóvenes en ‘la etapa de salida’”, y “el apoyo familiar a las madres adolescentes”. Dentro de todo este contexto una causa muy frecuente de la pobreza es la existencia de una persona que requiere cuidados permanentes en un hogar (un anciano, un hijo especial, una discapacidad severa, una enfermedad), lo cual obliga a que un miembro de la familia, con frecuencia la mujer (por ejemplo, la madre, hija o hermana), deba retirarse de cualquier actividad económica que genere ingresos. Como remarca Sunkel “la familia estaría operando como ‘amortiguador’ o ‘fusible’ de la modernización asumiendo responsabilidades que antaño asumía el Estado”.

Así como la familia adquiere un rol económico, también asume la función de la protección social, en la medida en que la pérdida en la seguridad en el trabajo implica la pérdida de los mecanismos institucionales de protección social. De manera que la función de la familia se amplía, porque además de la reproducción biológica y social del grupo, también asume el soporte económico y la protección social. Con el capitalismo, parte de las funciones de la protección social a cargo de la familia fue trasladada al Estado, en la medida en que la familia extensa y la comunidad perdieron la función de la protección social de sus miembros como resultado de la mercantilización del trabajo (Giraldo, 2007, cap. 1).

Las relaciones mercantiles que se generan se mezclan, según Sarria y Tiriba (2004), con “acciones espontáneas de solidaridad entre familiares, amigos y vecinos y también en las acciones colectivas organizadas en el ámbito de la comunidad”. Las autoras citan experiencias como los turnos para el cuidado de los niños, ayudas para construcción de vivienda, comedores comunitarios, limpieza de acequias, reemplazos en el cuidado de personas enfermas. La solidaridad aparece al lado de la competencia, sin embargo, predomina esta última si los procesos sociales carecen de formas de organización comunitaria que permitan ir más allá de la realidad cotidiana de salir al mercado a generar ingresos monetarios.

De la familia se pasa a lo comunitario. La familia asume el rol de la protección social cuando ese vacío no lo llena el Estado. Este rol se vuelve más importante en la medida que el trabajo se precariza. Los hijos se convierten en la seguridad social de sus padres cuando estos pierden todas las seguridades. Los hijos tienen una deuda de vida con los padres. En una investigación que se hizo en la localidad de Suba, en la ciudad de Bogotá, se encontró que el único plan que los vendedores ambulantes tienen para la vejez eran sus hijos, y en el caso de una calamidad su seguro era la familia8.

El trabajo clásico de Lomnitz (2006) acerca de cómo sobreviven los marginados, señala la importancia de las redes familiares en la ayuda mutua. Redes de parientes y vecinos que fortalecen los vínculos a medida que aumenta el intercambio mutuo no lucrativo de bienes y ayudas, el cual permite resolver las necesidades de la vida cotidiana como el cuidado de los niños, o el apoyo económico y moral en momentos críticos (Enríquez, 2000).

Un factor que señala Lomnitz es la confianza, que supone una cercanía económica, social, psicológica y física. En lo económico y lo social, las personas se deben encontrar en situaciones económicas y sociales de tal forma que mutuamente dependan de la ayuda. Cuando uno de los miembros de la red asciende en términos económicos y deja de depender de la ayuda, su vínculo con la red se debilita. Desde la perspectiva psicológica, las redes implican familiaridad y el conocimiento de las necesidades del otro (Enríquez, 2000). Finalmente, para que la red funcione se requiere una cercanía física. Esto conduce a una proximidad, a condiciones económicas y sociales similares.

Este comportamiento se observa en sectores urbanos que tienen origen en la migración rural. El migrante llega donde está instalado un familiar, o un paisano cercano, y esto da pie para la configuración de las redes. Se pregunta Lomnitz (2006) acerca de las formas que permiten la sobrevivencia de los marginados, excluidos de la protección social, carentes de ahorros y sin posibilidad se insertarse en el trabajo asalariado formal. Su respuesta son las redes de intercambio en los barrios, que permiten suplir la ausencia de seguridad económica. La seguridad regresa a la familia y la comunidad en la medida en que no exista vínculo laboral, o que se debilite, vínculo que es la fuente de la seguridad social. La pregunta es cómo se da ese proceso en el mundo urbano actual.

Señala Enríquez, ¿cuáles son los mecanismos que permiten a millones de latinoamericanos, básicamente huérfanos de toda protección social, subsistir en barriadas a pesar de una notoria falta de ahorros y de aptitudes para ganarse la vida en un medio urbano industrial? Su respuesta central a este interrogante: “...son las redes de intercambio desarrolladas por los pobladores las que constituyen un mecanismo efectivo para suplir la falta de seguridad económica que prevalece en la barriada” (2000, p. 56).

La familia se convierte en una unidad económica, en el espacio de la reproducción social y biológica, en el mecanismo de protección social. Esta característica hace que se destruya el imaginario de tener un trabajo estable con garantías sociales. El imaginario de buscar un trabajo estable atado a la seguridad social se está debilitando, y ha dejado de ser el movilizador de la mayoría de los trabajadores. En la investigación de Suba, referida atrás, para el caso de los vendedores callejeros, manifestaban que obtenían más ingresos que un trabajador formal con salario mínimo, que tenían mayor seguridad en el ingreso porque no dependían de un contrato laboral que se puede terminar por alguna circunstancia, quedando sin opciones, mientras que en la venta callejera pueden contar con la ayuda de la familia en el caso que se presentara alguna dificultad, tienen flexibilidad en el horario lo que les permite combinar el trabajo con las obligaciones domésticas, como por ejemplo el cuidado de los hijos, de los padres ancianos, o algún enfermo o discapacitado, finalmente, que no tienen que aguantarse las humillaciones de nadie. Es claro que estas aspiraciones se distancian de las reivindicaciones de los trabajadores asalariados.

El confinamiento decretado como respuesta a la crisis del COVID-19 generó una tensión en las actividades del cuidado, y esa tensión recae en mayor medida en las mujeres. Se presentan muchas situaciones. La convivencia con los hijos que no pueden desplazarse al centro educativo, la pérdida de ingresos, el trabajo mercantil dentro del hogar, el cuidado de las personas vulnerables y enfermas. Son situaciones que se dan no solo dentro del hogar sino también en hogares vecinos.

En la crisis una familia no puede resolver los problemas de protección social sola, si se carece de ingresos y si además hay hacinamiento. O peor aún, si no se tiene casa, o si no hay acceso a servicios domiciliarios. Como dice Mario Pecheny: “Nadie se salva solo, nadie se salva en soledad. Yo no puedo protegerme a mí y a mi familia y que se caiga el mundo, porque si se cae el mundo yo también me voy a caer” (Sánchez, 2020). Hay que pasar de la familia a al barrio. Como dicen en Argentina, “para los sectores populares la unidad de aislamiento no es la casa sino el barrio”. Es en la comunidad que se sabe quién necesita ayuda, cómo se puede organizar el distanciamiento social teniendo en cuenta las necesidades económicas de cada una de las personas, cómo coordinar con la autoridad el diálogo y las ayudas, dónde se pueden organizar las cadenas productivas de ciclo corto del campo a la ciudad, dónde se pueden hacer comedores comunitarios para suministrar el alimento. Y para eso no se necesitan costosas bases de datos

Es en lo comunitario donde se puede superar la crisis, aunque a la fecha de este trabajo faltan documentar experiencias. Y allí las mujeres han jugado un rol protagónico en la medida en que las necesidades están relacionadas con las necesidades básicas de consumo inmediato para la reproducción de la vida: alimentación, vestido, vivienda, servicios básicos, así como el cuidado de los niños, adultos mayores, y enfermos (Benzason y Luxton, 2006). El trabajo reproductivo se vuelve esencial porque la Pandemia puso en primer orden la defensa de la vida antes que cualquier consideración mercantil.

Pero la carga de la mujer aumenta. Antes de la crisis, las mujeres en América latina ya tenían una sobrecarga en el trabajo de cuidado no remunerado. Señala la Cepal que

En la región, las mujeres todavía dedican más del triple de tiempo al trabajo doméstico y de cuidados no remunerado que los hombres. Estas diferencias son incluso mayores para las mujeres de menores ingresos, las denominadas “mujeres de los pisos pegajosos”, quienes dedican en promedio 46 horas semanales al trabajo no remunerado, frente a las mujeres de los denominados “techos de cristal”, con mayores ingresos, que dedican en promedio 33 horas semanales. (2020, p. 6, ver en la figura 3)

América Latina (18 países): tiempo dedicado a trabajo doméstico y de cuidados no remunerado según sexo y tipo de trabajo, último año disponible (en porcentajes)
Figura 3.
América Latina (18 países): tiempo dedicado a trabajo doméstico y de cuidados no remunerado según sexo y tipo de trabajo, último año disponible (en porcentajes)


Fuente: Cepal (2020). https://oig.cepal.org/es/infografias/repositorio-informacion-usotiempo-america-latina-caribe

El concepto de “techo de cristal” fue introducido por Morrison, White y Van Velsor (1987), al describir los obstáculos ocultos (las paredes de cristal) que impidieron a las mujeres a ascender a los cargos de mayor jerarquía en las diez corporaciones más importantes de Estados Unidos. Hoy día también se utiliza para señalar las menores remuneraciones de las mujeres en los cargos superiores respecto a los hombres. Al mismo tiempo, el concepto de “pisos pegajosos” hace referencia a que las mujeres tienden a quedar estancadas en los trabajos menos calificados y peor remunerados. En Colombia, Chacón Bejarano y Vanegas Triana (2019) hacen una revisión de los estudios existentes al momento sobre el tema, y presentan datos como, por ejemplo, que en el 2014, la remuneración de los hombres es 36% superior en promedio al de las mujeres, con el mismo grado de escolaridad; cuando la comparación se hace entre hombres y mujeres con hijos (sin tener en cuenta el grado de escolaridad), la remuneración es 40% superior para los primeros. Eso sin contar que en todos los casos las mujeres dedican más tiempo a las labores del hogar (Escobar, 2016)9, que son las actividades de reproducción social, y que están relacionadas con el mantenimiento de la vida cotidiana. Estas actividades son la base para la recuperación económica, y para que el capitalismo siga su proceso de acumulación, y no reciben el reconocimiento adecuado (Ferguson, 2017). Ese reconocimiento va más allá que los varones asuman de manera creciente las actividades de reproducción social, y de la valoración económica (mercantil) del trabajo doméstico.

Se trata también de los mecanismos estatales de protección social. Estos mecanismos han sido construidos sobre la construcción de familia, en la cual el perceptor de ingresos monetarios es el varón en la calle, y la mujer está confinada a las actividades de reproducción social en un espacio doméstico, privado y oculto. Eso ya no es así. Sin embargo, los programas de asistencia social, por ejemplo, los programas de Transferencias Monetarias Condicionadas, que son los más populares en la región, mantienen el enfoque que es la mujer la cuidadora, porque solo ella recibe el subsidio. Pero más allá de ello, los sistemas públicos de cuidado son prácticamente inexistentes, cuando hoy día la mujer se ha vinculado a la fuerza de trabajo, y es la mujer la que debe asumir la doble carga de las actividades productivas mercantiles, y la reproducción social.

Reflexiones finales

Hablar de equidad significa hablar de redistribución, y ello va más de reducir la política social a la lucha contra la pobreza. La redistribución no se puede limitar a aumentar la dotación del capital humano de las personas, porque no es cierto que sea la vía para mejorar la igualdad, como lo están señalando los jóvenes profesionales del siglo XXI.

En cuanto a los trabajadores populares, son productores de bienes y servicios, quienes, como lo dice Pablo Chena, funcionario del gobierno argentino, están “más cercanos a las necesidades de la sociedad y menos enfocadas al consumo masivo ... (la economía popular) Siempre fue vista como la economía de la necesidad, pero nuestra idea es que cambie esa concepción y que sea la economía de la producción” (Aguirre, 2020).

Al estar cercanos a las necesidades de la sociedad, relacionadas con la satisfacción de los requerimientos básicos de la vida, ello lleva a una superposición entre lo reproductivo y lo productivo y a una participación activa del trabajo de la mujer, como se señaló atrás. Ahora, con el COVID-19, esos procesos se han vuelto más vitales. Alrededor se han construido o potenciado diferentes organizaciones sociales que buscan un bien común, y que deben ser reconocidas y articuladas a los programas estatales. Sin embargo, allí es donde se presenta la dificultad, por lo menos en Colombia, porque no existe el mecanismo de hacer giro directo de recursos a esos procesos para poderlos sostener y crear un nuevo sujeto social en el territorio que permita construir un nuevo contrato social. Ese contrato hay que construirlo con el ciudadano que se rebusca la vida en la informalidad, y que no tiene los referentes colectivos que en su momento tuvo el trabajador asalariado.

Las barreras legales no permiten que los procesos en los territorios se articulen con el Estado. Para poder recibir recursos públicos hay que ser formal. Eso significa tener registro mercantil, una contabilidad presentada ante la dirección de impuestos para liquidar los tributos correspondientes, cotizar a la seguridad social, los permisos de operación correspondientes. Y al final, para poder acceder a los recursos públicos hay que licitar. Los programas dirigidos hacia las comunidades son ejecutados por operadores privados, que deben competir por los fondos que se ponen a concurso, generando el mercado de la asistencia social (Georges y Ceballos, 2014).

Hay que cambiar el enfoque. No se trata de buscar al operador más eficiente a través de poner los fondos públicos en concurso, para que liciten los operados privados que cumplan con los requisitos legales. Eso ha derivado en corrupción, a pesar de que se invoque transparencia y capacidad técnica. Los ejemplos abundan, y también abundan los fracasos sociales producidos por la ayuda que invoca la filantropía benevolente y el saber tecnocrático. Basta con preguntar por qué los países que han recibido la ayuda internacional para salir de la pobreza cada vez son más pobres. Se trata de establecer una relación política que tenga en cuenta que las comunidades tienen líderes naturales, jerarquías, normas propias, territorios. Que la relación con el Estado y con las instituciones que quieren ayudar debe ser en condiciones de igualdad en derechos y deberes. Se trata de construir un nuevo contrato social, no en considerar a las personas sujetos de la ayuda como seres minusválidos.

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Notas

* Artículo de investigación científica

1 Señala Piketty que cuando la desigualdad disminuyó en el siglo XX, fue resultado de las políticas compensatorias después de las guerras.

2 Calificativo dado en Colombia por Alfonso López Pumarejo para describir la bonanza de recursos externos que vivió el país desde 1922 hasta 1929, al ocurrir un aumento del gasto estatal financiado con la “indemnización” por el robo de Panamá y el crédito internacional.

3 Holzmann es el director del departamento de protección social del Banco Mundial

4 En Colombia se dio un debate al respecto al código de policía que penalizaba la venta callejera, a propósito de una multa equivalente a trescientos dólares americanos a un estudiante por comprar una empanada en la calle, lo que dio pie para la expedición de una ley (1988 de 1990, llamada Ley de la empanada).

5 En América Latina la mayoría de la Población Económicamente Activa, cuando se inserta inserción al mercado para generar ingresos monetarios, no está atada a la afiliación a los sistemas de seguridad social. En Colombia solo un tercio de la Población Económicamente Activas cotiza a pensión en el 2019, de manera que dos terceras partes son informales, si el indicador se mide de esta forma.

6 Ley 789 del 2002, se eliminaron los impuestos patronales a la nómina para salud (8,5%), SENA (2%) e ICB (3%)

7 Traducción propia.

8 Informe Final del Diagnóstico de vendedores en la calle y propuesta de política pública en la localidad de Suba. Plazas de Rincón y Lisboa y Zonas de Autopista Norte y Suba Centro (2015). Convenio de asociación 038 de 2012 Suscrito entre la Alcaldía Local de Suba y la Corporación Mujeres y Economía.

9 Los cálculos de los porcentajes son hechos por el autor de este artículo.

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: cesargiraldogiraldo@gmail.com

Información adicional

Cómo citar este artículo: Giraldo, C. (2021). Equidad: la lucha contra la pobreza no basta. Papel Político, 26. https://doi.org/10.11144/Javeriana.papo26.elcp

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