El ascenso de Milei en Argentina y las nuevas extremas derechas de América Latina*

The Rise of Milei in Argentina and the New Extreme Right in Latin America

Alberto Bonnet

El ascenso de Milei en Argentina y las nuevas extremas derechas de América Latina*

Papel Político, vol. 29, 2024

Pontificia Universidad Javeriana

Alberto Bonnet a

Universidad Nacional de Quilmes, Argentina


Recibido: 21 junio 2023

Aceptado: 20 noviembre 2023

Resumen: El objetivo de este artículo es reflexionar acerca de las características de las nuevas fuerzas políticas y gobiernos de extrema derecha que emergieron en América Latina tras la clausura del ciclo progresista previo (o pink tide). En el primer apartado, avanzamos hacia una caracterización de dichas fuerzas y gobiernos a través de una discusión del concepto de neofascismo y nos centramos en el caso del reciente gobierno de Bolsonaro en Brasil. En el segundo apartado, inscribimos el reciente ascenso electoral de Milei en Argentina en dicho contexto de ascenso de nuevas derechas y analizamos algunos de sus rasgos más sobresalientes. Las conclusiones articulan nuestra argumentación de conjunto.

Palabras clave:extrema derecha, neofascismo, América Latina, Bolsonaro, Milei.

Abstract: The purpose of this article is to reflect on the characteristics of the new far-right political forces and governments that emerged in Latin America after the closure of the previous progressive cycle (or pink tide). In the first section, we move towards a characterization of these forces and governments through a discussion of the concept of neofascism and we focus on the case of the recent Bolsonaro government in Brazil. In the second section, we inscribe Milei’s recent electoral rise in Argentina within this framework of the rise of new far-right political forces, and analyze some of its most outstanding features. The conclusions articulate our overall argument.

Keywords: far right, neofascism, Latin America, Bolsonaro, Milei.

Introducción

Este artículo se sitúa en el escenario político internacional consolidado tras la crisis financiera de 2007-2008 y signado por un notorio ascenso de organizaciones o partidos políticos de extrema derecha autoritaria que, en algunos casos, accedieron incluso al poder de estado. Unos pocos ejemplos bastan: Trump y la ultraderecha republicana en Estados Unidos; Orbán y Fidesz en Hungría; los hermanos Kaczynski y el Prawo i Sprawiedliwość (PIS) en Polonia; Narendra Modi y su enorme Bharatiya Janata Party en la India y Erdoğan, y el AK Parti en Turquía, todos a cargo de sus respectivos gobiernos. Y, además, el Front National de la familia Le Pen en Francia; Vlaams Belang en Bélgica; la Lega de Salvini en Italia; el Freiheitliche Partei Österreichs (FPÖ) en Austria; Vox en España; la Alternative für Deutschland (AfD) en Alemania; el extinto Amanecer Dorado de Grecia, y demás. El gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil fue, hasta este momento, el más legítimo aspirante latinoamericano a un puesto prominente en esa lista. Pero el inesperado triunfo de Javier Milei en las recientes elecciones primarias argentinas acaba de sumar un nuevo aspirante, no menos legítimo. Nuestra intención en estas páginas es doble. Por un lado, en el primer apartado, apuntamos a caracterizar a las nuevas fuerzas políticas relevantes y gobiernos de extrema derecha de América Latina, que emergieron en el contexto de clausura del ciclo progresista previo, a través de una discusión del concepto de neofascismo. Por otro lado, en el segundo apartado, inscribimos el reciente ascenso electoral de Milei en Argentina en dicho contexto de ascenso de nuevas derechas y analizamos algunos de sus rasgos más sobresalientes. En las conclusiones no retomamos cada uno de nuestros argumentos, sino que reforzamos la articulación de nuestra argumentación en su conjunto.

Las nuevas extremas derechas en América Latina

El debate sobre las nuevas fuerzas políticas y gobiernos de extrema derecha latinoamericanos de los últimos años, que comprende el marxismo en un sentido amplio, giró centralmente alrededor del caso de la administración de Bolsonaro en Brasil (2019-2022) y de su caracterización como neofascista.

Las razones del privilegio otorgado a este caso van de suyo. Aunque emergieron entre nosotros varias fuerzas de extrema derecha relevantes durante los últimos años, solo el Partido Liberal de Bolsonaro accedió a la presidencia y, además, reforzando la importancia del caso, la política brasileña gravita más que ninguna otra en el rumbo político del continente entero.1 La centralidad que reviste el gobierno de Bolsonaro en el debate sobre las nuevas extremas derechas está pues plenamente justificada.

Las razones que explican la caracterización de esas fuerzas y gobiernos como neofascistas, en cambio, son más complejas. Esta caracterización cuenta ciertamente con un antecedente en el pensamiento político latinoamericano, a saber, la asimilación de las dictaduras militares de los años sesenta y setenta al fascismo. Los debates actuales reponen, a menudo, argumentos sostenidos a propósito de aquellas dictaduras,2 pero este asunto sí merece una discusión mucho más detallada. En este apartado, discutiremos esta caracterización e intentaremos esbozar una diferente. Puesto que el concepto de neofascismo se empleó por excelencia para referirse al mencionado gobierno de Bolsonaro en Brasil, este caso se encontrará inevitablemente en el eje de nuestras fuentes y de nuestras reflexiones.3

El primer desafío que enfrenta la discusión de este problema radica en establecer, en la literatura corriente, una definición precisa de este fenómeno denominado neofascismo. Acaso los acercamientos más relevantes a dicha definición sean los realizados por algunos cientistas políticos brasileños de orientación gramsciana/poulantziana. Partamos en este sentido de algunos escritos de Armando Boito Jr. (2019a, b, c, d) que tuvieron su origen en un debate (pionero, según Barros 2020) con Atilio Boron (2019). Este debate fue importante por dos razones. En primer lugar, porque el esfuerzo de Boito Jr. por precisar la definición del neofascismo en estos y otros de sus escritos posteriores es uno de los más consistentes. Y, en segundo lugar, porque la reducción del fascismo a una categoría histórica operada por Boron en este debate, que básicamente compartimos, plantea de una manera igualmente privilegiada el problema que nos incumbe, a saber, el de determinar si este concepto es adecuado o no para caracterizar a las fuerzas y gobiernos que nos conciernen.

La caracterización inicial del gobierno de Bolsonaro como neofascista por parte de Boito Jr. fue inevitablemente provisoria, porque la formuló apenas este accedió al poder, y en ella argumentaba que en el Brasil de aquella coyuntura había un movimiento, una ideología y un gobierno de naturaleza neofascista (coyuntura semejante, por ejemplo, a la de los inicios del gobierno de Mussolini en Italia). Reconocía, naturalmente, que esas variables no son suficientes para definir el fenómeno como neofascista, porque comparte “un concepto de fascismo que abarca la forma de Estado (dictadura), el régimen político (base de masas movilizada) y un aspecto particular de la composición social del bloque en el poder (su carácter antipopular)” (Boito Jr., 2020b, p. 15; traducción propia). Hasta ese momento, entonces, el neofascismo en cuestión se reducía a “un movimiento reaccionario de masas” (versión limitada del concepto de régimen reaccionario de masas de Togliatti [1977]) que aún no había modificado radicalmente ni el régimen político ni la forma de Estado vigentes.

Ahora bien, es discutible que un gobierno pueda ser caracterizado como neofascista en ausencia de esta última modificación del régimen político y la forma de Estado. En este sentido, la noción de un gobierno neofascista es problemática en sí misma, en la medida en que ese gobierno ascienda al poder a través de los mecanismos institucionales de la democracia capitalista y que ejerza dicho poder sin transformar radicalmente la forma de Estado y el régimen político vigentes, y esto en un sentido específicamente fascista. El fascismo es una forma de Estado y un régimen político, en pocas palabras, no es un gobierno entre otros.4

Ante esto, puede argüirse que el fascismo no es un acontecimiento, sino un “proceso de fascistización” (Mara, 2021, p. 52; traducción propia), el cual, en aquella coyuntura inicial, aún no había comenzado a desenvolverse. Esta objeción, en principio, es correcta. Un movimiento fascista puede acceder al poder a través de esos mecanismos institucionales democráticos e instaurar más tarde un régimen fascista (como sucedió con Mussolini en 1922 y con Hitler en 1933, aunque no así con Franco en 1939). En este sentido, son válidas las tempranas advertencias de que “la victoria electoral de un candidato neofascista” no implica “la implantación inmediata de un nuevo régimen de excepción” (Demier, 2018; traducción propia) o de que “la elección de un fascista no significa que, a partir del 1 de enero de 2019, cuando asuma, veremos la instalación inmediata de un régimen fascista en Brasil” (Barros, 2019; traducción propia). Incluso, es correcta la advertencia posterior de que las “inclinaciones nítidamente proto-fascistas” del ejercicio del poder por parte de Bolsonaro “no significan que haya sido implantado un ‘régimen fascista’ en Brasil” (Fontes, 2019; traducción propia). Pero, en este caso, aquella caracterización provisoria del gobierno de Bolsonaro como neofascista quedaría embargada respecto del posterior desarrollo efectivo de ese proceso de fascistización.

En la medida en que el gobierno de Bolsonaro no inició posteriormente un proceso de transformación radical de la forma de Estado ni del régimen político vigentes en un sentido fascista, el concepto de neofascismo se vuelve inadecuado para su caracterización. En este sentido, son muy problemáticos también los esfuerzos por esquivar esta conclusión invocando una “hibridación del Estado de derecho con el Estado de excepción” (Mattos, 2022, p. 32; traducción propia) o “una zona de indecidibilidad entre las reglas del Estado de derecho y del Estado de excepción” (Melo, 2019, p. 10; traducción propia).5 No parece haber argumentos políticos o jurídicos que justifiquen el empleo del concepto de “Estado de excepción” para referirse al gobierno de Bolsonaro, ni tampoco a la coyuntura de su ascenso al poder, que se extendió entre las movilizaciones de mediados de 2013 y su triunfo en las elecciones de fines de 2018, y que incluyó, por cierto, el impeachment a Rousseff y el interinato de Temer (véase en este sentido Negri [2018]). Salvo, desde luego, que se emplee ese término de un modo meramente metafórico.

Tampoco la existencia de un movimiento reaccionario de masas detrás del ascenso al poder de un gobierno es suficiente como para caracterizarlo, incluso tendencialmente, como neofascista. No todo movimiento de masas ni todo movimiento reaccionario es específicamente fascista o neofascista. En cuanto al movimiento de masas, es sabido que el ascenso de Bolsonaro al gobierno estuvo precedido por un proceso de movilizaciones masivas, que comenzó hacia mediados de 2013 y culminó a mediados de 2016, cuando se dio la destitución de Rousseff (Mattos, 2018; Filgueiras y Duck, 2019), y que luego Bolsonaro movilizó a sus seguidores desde el gobierno en varias ocasiones. Nada de esto implica, sin embargo, que haya habido en este último caso un movimiento de masas fascista en sentido estricto. Las masas reaccionarias movilizadas a través de las redes sociales o las iglesias evangélicas no son comparables con las masas fascistas encuadradas en partidos y organizaciones militares y paramilitares, los influencers en las redes sociales no son ministros de propaganda y difícilmente puede existir un fascismo digital (Filgueiras y Druck, 2018). Esas movilizaciones bolsonaristas (así como otras coyunturales, como las registradas en los conflictos de lamedia luna y del campo en Bolivia y Argentina en 2008) ponen de manifiesto ciertamente la adquisición de una significativa capacidad de movilización de parte de las fuerzas de derecha latinoamericanas, pero no constituyen movimientos fascistas de masas. Y también conviene recordar en este contexto que la guerra judicial y la guerra mediática no son auténticas guerras, que un juicio político no es un golpe de Estado y que hechos como estos no son prácticas fascistas (Feierstein, 2019) ni una suerte de neogolpismo (Figueroa y Moreno, 2021).

En cuanto a un movimiento reaccionario, a menudo se invocan ciertos tópicos del discurso de Bolsonaro para poner de manifiesto el carácter neofascista de su movimiento. Marcelo Mattos, por ejemplo, se refiere a un “nacionalismo xenófobo, reciclajes de anticomunismo, además de fuertes componentes racistas, misóginos e lgbtfóbicos” (Mattos, 2022, p. 31; traducción propia). Pero las analogías existentes entre estos tópicos autoritarios y algunos tópicos tradicionales del discurso fascista tampoco son suficientes para caracterizar a ese movimiento como neofascista. La crítica de una ideología política no puede limitarse a tomar nota de sus tópicos, sino que debe analizar además la función política que desempeñan en las condiciones históricas específicas en las que se enuncian los discursos en cuestión. El nacionalismo meramente retórico y el anticomunismo en ausencia de comunistas del discurso de Bolsonaro no pueden asimilarse al nacionalismo imperialista y al anticomunismo de combate contra los comunismos realmente existentes (tanto en la forma de partidos en los Estados nacionales fascistas como en la forma del Estado soviético a escala internacional) del fascismo clásico.

Consideremos ahora la orientación político-ideológica del gobierno en cuestión. Boito Jr. define al neofascismo de Bolsonaro como neoliberal (con motivo, en el momento en que escribe, de la designación de P. Guedes como ministro de Economía) y como neocolonial (debido a la designación de E. Fraga Araújo, un discípulo de O. de Carvalho, como su primer ministro de Relaciones Exteriores). Bolsonaro mantuvo, en efecto, esas orientaciones de mercado en su política económica (así como social) y de alineamiento con los Estados Unidos en su política exterior durante el resto de su mandato. Pero no resulta para nada evidente cómo se integran estas orientaciones político-ideológicas dentro de la definición del neofascismo, puesto que son, no ya diferentes de, sino radicalmente opuestas a las seguidas por el fascismo clásico en esas materias. No menos problemática resulta la supuesta compatibilidad entre los conceptos de neofascismo y neoliberalismo. El neoliberalismo involucra desde sus orígenes en la posguerra la exigencia de reimponer la disciplina de mercado, especialmente a través de políticas monetario-financieras, sobre la clase trabajadora. Y fue, desde su ascenso durante la crisis de ese capitalismo de posguerra en los años setenta, la expresión político-ideológica por excelencia de la reestructuración capitalista a escala mundial. Mientras tanto, el vínculo entre el fascismo y (ciertas modalidades específicas, aunque muy radicales, de) el intervencionismo del Estado en el mercado es constitutivo de su concepto. La férrea disciplina impuesta a la clase trabajadora por el fascismo descansaba, a diferencia de la neoliberal, sobre la represión y la militarización sin más de los trabajadores y sus organizaciones. Por cierto, ambos modos de dominación son profundamente reaccionarios, pero también son muy distintos en su modo de operar, en su dinámica y en sus contradicciones, además de corresponder a estadios muy diferentes del desarrollo capitalista.6 La noción de un neofascismo neoliberal es, en este sentido, muy problemática.

Incluir los conceptos de neoliberal y de neocolonial en la definición del neofascismo implica que los de fascismo y de neofascismo estarían emparentados con independencia de sus respectivas orientaciones en asuntos políticos decisivos y, por ende, eventualmente, de sus respectivas naturalezas de clase. Y, en efecto, Boito Jr. se arriesga por este último camino al argumentar que un mismo régimen político y una misma forma de Estado pueden ser compatibles con composiciones de clase diferentes del bloque en el poder del Estado en cuestión.7 Esto, dentro de ciertos límites, es correcto, pero no permite una disociación absoluta entre las nociones de bloque en el poder del Estado, por una parte, y de régimen político y forma de Estado, por otra parte. El propio Poulantzas (1984) no las disocia en su análisis del fascismo. La idea de que formas de Estado y regímenes políticos similares (fascistas y neofascistas) puedan institucionalizar la dominación de bloques en el poder radicalmente diferentes (considerados por Boito Jr. en este caso como hegemonizados por la gran burguesía nacional monopolista e imperialista y por las burguesías transnacional y local asociadas a ella, respectivamente) parece acarrear desafíos insuperables desde un punto de vista teórico.8 Y además, desde un punto de vista empírico, parece reñida de antemano con la necesaria incorporación en el análisis de las condiciones históricas y de las relaciones de fuerzas entre clases respectivas.

Esta referencia a la historia y a la lucha de clases nos invita a considerar una última dimensión importante de la definición del concepto de neofascismo, a saber, su vínculo con la crisis. Pero consideremos este vínculo a partir de la conceptualización del neofascismo de Marcelo Mattos (2022) que, aunque coincide en muchos aspectos con la de Boito Jr. que venimos analizando, es más gramsciana y, en consecuencia, vincula la emergencia del neofascismo en Brasil con una crisis orgánica previa. Este vínculo entre crisis orgánica y emergencia del fascismo en el pensamiento de Gramsci va de suyo (aunque conviene revisar las características específicas que Gramsci atribuía a esas crisis orgánicas, especialmente en los tomos 3 [1984, p. 195] y 5 [1999, p. 52] de sus Cuadernos de la cárcel). Y también es cierto que el ascenso de Bolsonaro al poder estuvo precedido por una crisis política aguda. Pero es más dudoso que esta última pueda conceptualizarse como una crisis orgánica.

En síntesis, las salvedades que requiere el concepto de neofascismo respecto del fascismo clásico son tan numerosas y significativas (ausencia de una nueva forma de Estado y un nuevo régimen político asociados; diferente composición del bloque en el poder y, eventualmente, de las clases de apoyo; diferentes movimientos de masas que los acompañan; diferentes crisis de las cuales emergen; y así sucesivamente) que solo parecen quedar en pie algunas analogías discursivas (aunque tampoco ideológicas en sentido estricto). Y estas analogías residuales quizás sean demasiado exiguas para realizar una definición y un empleo rigurosos del concepto. Esto no significa, sin embargo, que muchas de las características de estas nuevas extremas derechas que se insinuaron en nuestra discusión no sean relevantes para conceptualizarlas. Esbocemos, entonces, una conceptualización alternativa, antes de pasar al análisis del ascenso de Milei en Argentina.

El neoliberalismo atravesó distintos períodos a lo largo del medio siglo que nos separa de la crisis del capitalismo de posguerra. Y es cierto que algunas fuerzas y gobiernos neoliberales de la actualidad (no solo en América Latina) manifiestan tendencias más conservadoras y autoritarias que otros del pasado.9 Estas fuerzas y gobiernos combinan posiciones neoliberales en materia de políticas económicas y sociales con posiciones conservadoras e incluso autoritarias en materia de derechos y libertades democráticas. El ejemplo más significativo fue el propio gobierno de Trump en los Estados Unidos. Sucede, en realidad, que la crisis financiera internacional de 2007-2008 y las políticas implementadas para salir de ella acarrearon una severa crisis de legitimidad del neoliberalismo. Y, puesto que las políticas neoliberales previas no fueron abandonadas, sino que en muchos casos fueron recrudecidas, la respuesta a esa crisis de legitimidad resultó en algunos casos en la emergencia de una suerte de neoliberalismo autoritario (Boffo, Saad-Filho y Fine, 2019).

En América Latina, esa crisis financiera de 2007-2008 inició una década de mediocre crecimiento económico. El PBI latinoamericano promedio aumentó apenas un 1,75% anual entre 2011 y 2019, es decir, excluyendo del período considerado tanto las caídas como los rebotes vinculados con aquella crisis (o sea, 2009-2010) y a la crisis de la pandemia (2020-2021). Este crecimiento mediocre erosionó las condiciones económicas favorables que habían alimentado el ciclo político progresista en aquellos países en los que había tenido lugar. Nos referimos a la Venezuela de Chávez y Maduro desde 1999, la Argentina de Kirchner y Fernández de Kirchner entre 2003 y 2015, el Brasil de Da Silva y Rousseff entre 2003 y 2016, el Uruguay de Vázquez y Mujica entre 2005 y 2020, la Bolivia de Morales entre 2005 y 2019, el Ecuador de Correa entre 2007 y 2017, el Paraguay de Lugo entre 2008 y 2012, la Honduras de Zelaya entre 2006 y 2009 y la Nicaragua de Ortega desde 2007.

Las políticas implementadas por estos gobiernos fueron muy diferentes entre sí (y fueron desde un comienzo objeto de tratamiento diferenciado [véase, por ejemplo, Weyland, Madrid y Hunter, 2010]), pero involucraron regularmente un mayor intervencionismo del Estado y, en particular, la implementación de políticas sociales financiadas a partir de los excedentes provenientes del boom registrado por la exportación de commodities (véanse, entre otros, Grugel y Riggirozzi [2009, 2012]).10 Es importante tener en cuenta que estas políticas se implementaron en países cuyas estructuras económico-sociales ya habían sido más o menos radicalmente modificadas, según los casos, por los procesos de reestructuración capitalista que habían tenido lugar en los años ochenta y noventa, y que la consecuencia más profunda de esos procesos había sido la dualización de esas estructuras económico-sociales entre sectores competitivos-incluidos y sectores no-competitivos-excluidos (véase Piva [2018] y otros trabajos suyos). El ascenso de los gobiernos progresistas fue, precisamente, una respuesta a las crisis de los gobiernos neoliberales que habían conducido esa reestructuración, crisis registradas entre fines de la década de los años noventa e inicios de la siguiente.

La orientación política de estos nuevos gobiernos progresistas puede conceptualizarse en este sentido, valiéndonos de una expresión común en nuestro medio, como una orientación de crecimiento económico con inclusión social. En esta expresión, el crecimiento económico, sustentado en aquella exportación de commodities en un contexto de precios internacionales favorables, reemplaza el desarrollo sustitutivo de importaciones del capitalismo de posguerra; y la inclusión social de los excluidos, mediante la redistribución de una porción de los excedentes generados por esas exportaciones a través de políticas sociales asistenciales, reemplaza a la justicia social respecto de los incluidos de ese capitalismo de posguerra. La ralentización del crecimiento económico durante aquella década de 2011-2019 erosionó las condiciones materiales de posibilidad para la continuidad de esta orientación política de los gobiernos progresistas. Pero este deterioro económico también dificultó la extensión de ese ciclo progresista hacia los países en los que no había tenido lugar. Nos referimos, especialmente, a Chile, Colombia y Perú, donde el ciclo de movilizaciones de 2019-2021 pareció augurar un viraje progresista. En ambos casos, la clausura del ciclo progresista siguió casi invariablemente un curso neoliberal y, en algunos casos, adoptó (como en los gobiernos de Bolsonaro en Brasil, de Áñez en Bolivia o de Duque en Colombia) o puede adoptar (en el futuro gobierno de Milei en Argentina) rasgos conservadores y autoritarios.

Además, la clausura del ciclo progresista estuvo acompañada, en varios casos, por crisis políticas. No se trata de crisis orgánicas, tampoco de crisis de la democracia representativa (que se encuentra consolidada en la región), ni de crisis de representación (que no es impugnada en su conjunto), sino más bien de crisis del sistema de partidos y liderazgos preexistentes. Este punto es importante porque este tipo de crisis políticas abonan la emergencia de líderes y partidos outsiders. Es cierto que estos líderes y partidos outsiders pueden seguir diferentes orientaciones político-ideológicas (Bolsonaro, Kast, López Aliaga y Milei conviven, en este sentido, con Castillo, Giammattei, Boric y Bukele) (véase Figueiredo [2023]), pero también es cierto que las nuevas extremas derechas latinoamericanas parecen estar emergiendo por excelencia bajo la figura de liderazgos y partidos outsiders. Examinaremos a continuación uno de estos casos.

El ascenso de Milei en Argentina

Analicemos ahora, dentro del marco presentado en el apartado anterior, el ascenso de Milei en las elecciones presidenciales argentinas de agosto-noviembre de 2023. Estamos ante un fenómeno novedoso, de manera que nuestro análisis no puede ser sino tan provisorio como aquellos análisis iniciales del ascenso de Bolsonaro en las presidenciales brasileñas de octubre de 2018 antes mencionados.11 Contamos para este análisis con poco más que los datos arrojados por esas elecciones y la información proveniente básicamente de fuentes periodísticas en materia de encuestas, discursos, campañas electorales, etc.

Empecemos analizando algunas características de la figura de Milei y de su fuerza política y, más adelante, la significativa alteración del escenario político que acarreó su emergencia. Milei es un economista que se convirtió en una figura mediática a través de los programas de TV en los que empezó a intervenir, a mediados de la década pasada, y los que más tarde condujo. Incursionó en la política mediante la fundación del Partido Libertario a fines de 2018 y, tras una participación irrelevante en las presidenciales de 2019, su intervención en las legislativas de 2021 a través de la alianza La Libertad Avanza, que alcanzó un 17% de los votos en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA) y lo consagró como diputado nacional (y a tres candidatos suyos como legisladores de la ciudad). En pocas palabras, Milei es un característico outsider de la política y, como enseguida veremos, su triunfo en estas elecciones puso de manifiesto, aunque de una manera peculiar, el vínculo entre la irrupción de outsiders y la crisis del sistema de partidos y liderazgos preexistentes, mencionado en el anterior apartado.

La orientación político-ideológica de Milei se inscribe perfectamente, a su vez, en la orientación de las nuevas extremas derechas latinoamericanas, en la medida en que combina de una manera característica posiciones neoliberales en materia de políticas económicas y sociales con posiciones conservadoras e incluso autoritarias en materia de derechos y libertades democráticas. Sus especificidades, al menos en el terreno discursivo, radican principalmente en dos aspectos.

Por una parte, sus posiciones neoliberales son aún más radicales que las de otros exponentes de esa extrema derecha latinoamericana. Además de la austeridad presupuestaria, la privatización de empresas o la liberalización de sectores de la economía (y otras medidas neoliberales clásicas impulsadas, por ejemplo, por el citado ministro Guedes en Brasil), Milei anuncia medidas mucho más radicales. Tales son los casos de la dolarización y la destrucción del Banco Central (nunca implementada en país alguno) y de la voucherización de la educación y eventualmente de la salud públicas (parcialmente implementada en Chile y en algunos otros pocos países). La llamada dolarización de Milei consiste, en realidad, en la implantación de un sistema de competencia entre monedas y la destrucción del Banco Central consiste, además de la supresión de su monopolio sobre la emisión monetaria, naturalmente, en su reemplazo como prestamista en última instancia por una banca segmentada en bancos transaccionales (con encaje del cien por ciento) y de inversión (que operarían con otros instrumentos crediticios). La voucherización consiste a su vez en el reemplazo del sistema de educación pública, gratuita y obligatoria (y eventualmente del sistema de salud pública y gratuita) por un sistema de vales que los ciudadanos recibirían del Estado y emplearían libremente para cubrir sus necesidades en la materia.12 Medidas como estas (y otras propuestas por Milei) involucrarían, en caso de implementarse, cambios institucionales mucho más radicales que los impulsados por otros representantes de la extrema derecha latinoamericana. Aunque, según indican sus declaraciones posteriores a las elecciones, es poco probable que las implemente en el corto plazo.

Por otra parte, sus posiciones conservadoras y autoritarias en materia de derechos y libertades democráticas comparten muchos tópicos con las de otros exponentes de esa extrema derecha: sus ataques a diestra y siniestra contra el comunismo y el marxismo cultural, aún a escala internacional, su oposición a las conquistas de los movimientos feminista y disidente sexo-genérico, tales como los derechos a la interrupción voluntaria del embarazo y al matrimonio igualitario, su negación del cambio climático y otros problemas ecológicos, etc. Sin embargo, a pesar de algunas declaraciones e iniciativas suyas (y más aún de su candidata a la vicepresidencia, Victoria Villarruel)13 respecto de las políticas vigentes en materia de las violaciones a los derechos humanos perpetradas por la última dictadura militar, Milei no parece mantener relaciones tan estrechas con las fuerzas armadas locales como las que mantuvo su par, el excapitán Bolsonaro. Y, complementariamente, las fuerzas armadas argentinas están mucho más desprestigiadas ante la sociedad que las brasileñas, debido a las diferencias entre las características de sus respectivas dictaduras. En cualquier caso, como señalábamos a propósito de este último en el apartado anterior, estos rasgos de la orientación político-ideológica de Milei no permiten, en nuestra opinión, anticipar que un gobierno a su cargo revestiría características neofascistas (como ya se apresuraron a hacerlo Arcury [2023] y muchos periodistas).

Esto no significa, sin embargo, que su triunfo en las recientes elecciones no haya modificado drásticamente el escenario político vigente en Argentina durante la última década y media. Repasemos primero los resultados de esas elecciones y analicemos a continuación estas modificaciones.14

La primera minoría obtenida por Milei en las primarias, que suelen considerarse como una suerte de gran encuesta en vista de las ulteriores elecciones generales, sorprendió a la abrumadora mayoría de los analistas y encuestadores. Sin embargo, después de ese resultado, la hipótesis de que La Libertad Avanza no alcanzara la diferencia requerida para imponerse en la primera vuelta de las generales, sino que accediera a una segunda vuelta frente a la Unión por la Patria, en lugar de Juntos por el Cambio, y acabara imponiéndose en esa segunda vuelta pasó a ser la más razonable.15 Dada esta discordancia, analicemos por separado los resultados de las primarias y las generales.

La Libertad Avanza de Milei, sin atravesar competencia interna, obtuvo en las primarias casi un 30% de los votos positivos. Un resultado que reveló su extraordinario crecimiento electoral (comparado con su principal antecedente inmediato, aquel 17% obtenido en la CABA en 2021) y una nacionalización de su inserción territorial (se impuso en 16 de las 24 provincias argentinas). También fue imprevisible a la luz de sus resultados en los comicios previos de las provincias que habían desdoblado las elecciones de sus mandatarios locales (ya que no se ubicó ni en primer ni en segundo lugar en ninguna de las 16 provincias que adelantaron sus elecciones), así como a la luz de las encuestas preelectorales (apenas unas pocas de las más de 90 realizadas entre enero y agosto de 2023 habían previsto su triunfo, y aún estas pocas con porcentajes menores al que acabaría alcanzando). Esto indica la existencia de un voto muy diferenciado a escala nacional y subnacional, por una parte, y de un importante voto vergonzante, por otra.16

Juntos por el Cambio, la alianza de derecha neoliberal que (bajo el nombre de Cambiemos) había conducido a la presidencia a Mauricio Macri en 2015, obtuvo un 28,3% de los votos. Considerado de conjunto, este resultado fue muy pobre: la alianza perdió unos 4 puntos respecto de las elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO) de 2019 (casi 1 millón de votos) y más de 14 (más de 3,2 millones) respecto de su triunfo en las legislativas de 2021. Buena parte de esos votos, naturalmente, pasaron a engrosar las filas de Milei. En su encuesta interna, la más expectante y conflictiva de las libradas en las primarias, se impuso cómodamente el perfil de mano dura de Patricia Bullrich (con un 17%) sobre el perfil más dialoguista de Horacio Rodríguez Larreta (con el restante 11,3%), incluso en la CABA, que es gobernada por este último.

Finalmente, Unión por la Patria, la alianza oficialista durante el actual gobierno de Alberto Fernández, obtuvo un 27,3% de los votos. Este resultado fue aún más desgraciado que el anterior: perdió nada menos que 21 puntos (o 5,1 millones de votos) respecto de las PASO de 2019 y 7,5 (1,5 millones) respecto del magro apoyo que había logrado conservar en las parlamentarias de 2021. Resultado que solo hubiera podido ser aún peor si hubiera perdido la decisiva provincia de Buenos Aires, que conservó por apenas 3 puntos de diferencia. También una porción importante de esos votos se fugó hacia Milei, como indican los resultados que alcanzó este en varios partidos pobres del conurbano bonaerense y en los barrios más postergados de Rosario, Resistencia, Salta y otras ciudades del interior. La alianza oficialista enfrentó estas primarias a través de una operación que consistió en alinearse detrás de un precandidato de derecha (Massa, el ministro de Economía encargado de implementar las políticas de ajuste en curso) que pudiera ampliar su electorado (y, además, en impulsar un precandidato alternativo, Grabois, que pudiera conservar a su electorado más identificado con el kirchnerismo). Pero, en esta ocasión, esta operación no parece haber arrojado los resultados esperados.17

Antes de analizar los resultados de las siguientes rondas electorales, es importante señalar que en esas primarias se registró, además, un aumento de la abstención y el voto en blanco. Votó un 70% del padrón: 6 puntos y medio menos que en las PASO de 2019 e incluso casi 2 puntos menos que en las legislativas de 2021, realizadas durante la pandemia. Y también aumentó, aunque moderadamente, el voto en blanco: un punto y medio respecto de las PASO anteriores. El no-voto (es decir, en este caso, el agregado entre la abstención y el voto en blanco) ascendió así a un 35% del padrón. Es importante señalar este aumento del no-voto, porque es un dato que ayuda a entender el posterior resultado de la primera vuelta de las generales. La orientación político-ideológica de quienes no votan o votan en blanco es, por su propia naturaleza, difícil de establecer. Era razonable pensar que, en esa coyuntura, la diferencia entre la mayoría de esos nuevos no-votantes y los votantes de Milei se reduciría a una diferencia entre dos variantes, perfectamente intercambiables entre sí, de un mismo rechazo a la casta política y que la mayoría de esos nuevos no-votantes serían potenciales votantes de Milei.18 Sin embargo, los resultados de la primera vuelta de las generales desmintieron esta hipótesis.

En efecto, en esa primera vuelta, ese no-voto del 35% se redujo a un 22,3%, gracias a la asistencia a los comicios de tres millones de votantes que se habían abstenido en las primarias y a una reducción a menos de la mitad de los votantes en blanco. En este nuevo escenario, Unión por la Patria se impuso con 36,7%, es decir, sumó casi tres millones de votos a los obtenidos en las primarias. La Libertad Avanza conservó su 30%, porcentaje que en este nuevo escenario representaba algo más de medio millón por encima de los que había alcanzado en las primarias. Y, por último, Juntos por el Cambio retrocedió al 23,8%, algo más de seiscientos mil votos menos de los que había logrado en las primarias, quedando así en tercer lugar y afuera del ballotage.19 Estos resultados revelaron que aquel aumento del no-voto en las primarias había sido una expresión de rechazo, efectivamente, pero en la forma de una reticencia a votar por su propio candidato por parte de potenciales votantes al oficialismo. También revelaron además que Milei había sido capaz de conservar —aunque no de incrementar significativamente— un núcleo duro de votantes y que los votantes de Bullrich habían comenzado a migrar, presumiblemente, hacia Milei y Schiaretti.

Ahora bien, ese triunfo de Massa en la primera vuelta de las generales no fue suficiente, ni podía ser suficiente, para evitar el triunfo de Milei en la segunda. Esto por dos razones, una general u otra más particular. En general, era muy poco probable que Massa, ministro de Economía en ejercicio, o cualquier otro candidato presidencial oficialista, hubiera podido imponerse en semejante escenario de crisis económica y social y de desgaste del gobierno saliente. Y, en particular, era prácticamente imposible que Massa pudiera sumar detrás suyo los 13,4 puntos (o sea, casi cuatro millones de votos) que requería para imponerse en una segunda vuelta, dados los resultados de la primera: aquel 23,8% del voto que había conservado Bullrich (más el 6,7% que había logrado cosechar Schiaretti) era, en su abrumadora mayoría, un voto opositor. Milei se impuso, entonces, en la segunda vuelta, con un 55,65%, 14.550.000 votos, es decir, 6.520.000 más que los obtenidos en la primera vuelta. Y el 44,35% de Massa representó 11.600.000 votos, apenas un 1.745.000 por encima de los obtenidos en la primera vuelta.

Pasemos ahora a las consecuencias que acarrearon estos resultados para el escenario político argentino. La primera consecuencia, naturalmente, es un nuevo desplazamiento hacia la derecha de dicho escenario. Los resultados agregados alcanzados por las tres fuerzas mencionadas en la primera vuelta de las generales ya significan, en términos cuantitativos, un evidente viraje hacia la derecha: entre las tres obtuvieron más de 24 millones de votos, equivalentes al 90% de quienes sufragaron o, si preferimos agregar solo las vertientes más reaccionarias de esa derecha y sumar tan solo los votos obtenidos por Milei y Bullrich en las primarias, más de 11 millones de votos, un 47% de los votantes. Pero esos resultados también significan un viraje hacia la derecha en términos más cualitativos, puesto que triunfó la fuerza de derecha más radical dentro de ese espectro en las generales (Milei) y la precandidatura más derechista dentro de la segunda fuerza en las primarias (Bullrich).

Esto distingue estas primarias de otras elecciones latinoamericanas en las cuales emergieron nuevos líderes y nuevas fuerzas de extrema derecha. En su ascenso en las presidenciales de 2018, Bolsonaro confrontó cara a cara a un candidato que representaba la herencia del ciclo progresista previo (a Haddad, el candidato petista) y algo semejante puede decirse de los casos de Kast en Chile (frente a Boric), de Camacho en Bolivia (frente a Morales y sus seguidores) y de López Aliaga en Perú (ante al ascenso de Castillo). En cambio, Milei, en estas primarias, solo confrontó un espectro de fuerzas situadas entre el centro-derecha y la derecha.

Aunque esto no implica que haya sido menos disruptivo. En efecto, la segunda consecuencia que acarreó el triunfo de Milei en estas elecciones consiste en que trastocó el escenario político vigente en Argentina durante la última década y media. Veamos esto con cierto detalle. Ya a partir del llamado conflicto del campo de comienzos de 2008 había comenzado a organizarse en nuestro país una oposición social y política de derecha a los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner de entonces, oposición que acabó instaurando un escenario político estructurado por una dicotomía (la llamada grieta) entre kirchnerismo y anti-kirchnerismo.20 Este escenario no cristalizó partidariamente durante su primer mandato (debido, en buena medida, a la incapacidad de esa oposición de organizarse como una alternativa política unificada), sino recién durante el segundo, a través de la conformación de Cambiemos y su triunfo en las presidenciales de 2015. Se instauró desde entonces un escenario de un incipiente bicoalicionismo, pero también un impasse, en la medida en que ninguna de las dos coaliciones, cuando accedieron sucesivamente al poder, fue capaz de rescatar a la sociedad de la interminable década de estancamiento económico y degradación social en la que se encuentra sumergida.

La irrupción de la extrema derecha de Milei acabó abruptamente con ese escenario político: impuso uno nuevo escenario de tercios, traccionó su estructura entera hacia la derecha y, eventualmente, puede conducir a esas dos coaliciones a la desintegración. En caso de que así suceda, Milei se distinguiría por no ser un outsider que emergió de una crisis previa del sistema de partidos y liderazgos, sino por ser un outsider que empujó a ese sistema de partidos y liderazgos a dicha crisis.

Revisemos ahora las posiciones que ocupan aquellas tres fuerzas en ese nuevo escenario derechista de tercios. En la coyuntura preelectoral, Unión por la Patria ocupó la posición conservadora, en el sentido estricto de la palabra. Su campaña consistió en asumir en alguna medida los fracasos de su gobierno, aunque convocando aun así a votarla por temor a que los cambios propuestos por las otras dos fuerzas empeoraran aún más las cosas. Llamaron al votante a apoyarlos para conservar las conquistas. La Libertad Avanza y Juntos por el Cambio (y más enfáticamente Bullrich dentro de esta alianza) ocuparon en cambio la posición transformadora. Convocaron a votarlos para cambiar las cosas, e incluso atribuyeron a este cambio connotaciones más o menos refundacionales, según los casos. En pocas palabras, a la luz de estas campañas y de los posteriores resultados, es evidente que el viraje hacia la derecha apareció como el único cambio posible. Ya no se trata solo de que, cuantitativamente hablando, una abrumadora mayoría del electorado apoyó este viraje hacia la derecha y hacia la extrema derecha, se trata también, más cualitativamente hablando, de que no se registró en absoluto una polarización entre salidas reaccionarias y progresistas a la crisis, sino un escenario regido exclusivamente por la alternativa entre conservar lo existente a través de las políticas de ajuste en curso o transformarlo a través de políticas de ajuste aún más severas.21 El éxito de la extrema derecha de La Libertad Avanza de Milei en desmedro de la derecha apenas más moderada de Juntos por el Cambio en su versión Bullrich expresó simplemente que, dentro de este escenario, Javier Milei, un outsider respecto de la casta política, fue quien mejor representó esa salida reaccionaria.

Las razones que explican este desenlace son sencillas. La salida transformadora se impuso sobre la conservadora porque la sociedad argentina ya cargaba sobre sus espaldas con una nueva década perdida, es decir, con unos diez años de estancamiento económico y de degradación social. El verdadero punto de inflexión se había dado en 2008-2009, pero esa década perdida comenzó hacia 2011-2012 y eclosionó en 2020-2023, a causa de la pandemia y de una dura sequía.22 El argumento conservador de que los votantes debían votar para conservar las conquistas pierde sentido en estas condiciones materiales, por la simple razón de que, en su mayoría, ignora qué conquistas se deberían conservar mediante su voto. El argumento conservador de que con Cristina estábamos mejor tampoco resulta convincente, ya que carece de significado, antes que nada, para la nueva generación de votantes que no recuerda aquella presunta era dorada en la que estaban mejor. Entre estos se hallan desde luego los jóvenes nacidos precisamente hacia 2007-2008 y que votaron en masa por Milei. Pero también el argumento conservador va perdiendo sentido para los restantes votantes, a medida que aquella era dorada delcrecimiento económico con inclusión social va desvaneciéndose en la bruma de un pasado irrecuperable. El voto a Milei es transversal, pero parece provenir especialmente de los sectores sociales más golpeados por ese estancamiento económico y esa degradación social, cuyas consecuencias, como la inseguridad y la inflación, son igualmente transversales.23 Después de una década y media de estancamiento económico y degradación social, muchos votantes ya no solo descreen de la capacidad de cualquier fuerza política progresista de proporcionales nuevas conquistas o incluso de asegurarles las viejas; a esta altura, ya ignoran qué conquistas deberían conservar.

Y, a su vez, esa salida transformadora adoptó exclusivamente la forma de un viraje hacia la derecha, porque no podía adoptar ninguna otra. La única alternativa progresista relevante, es decir, la kirchnerista, se hallaba oculta en el gobierno detrás de la política de ajuste del ministro Massa y, como ya dijimos, intervino en las elecciones oculta tras la precandidatura derechista del propio Massa. Un ocultamiento sistemático, puesto que ya había ocurrido con las candidaturas de Scioli en las presidenciales de 2015 y de Fernández en las de 2019. Y un ocultamiento sintomático, porque indica insistentemente que las condiciones para la supervivencia del progresismo se agotaron hace ya una década.24 El ascenso de Milei puede considerarse, en este sentido, como el producto final de ese prolongado agotamiento.

Conclusiones

No vamos a concluir retomando cada uno de nuestros argumentos, sino indicando más explícitamente cómo se articula nuestra argumentación en su conjunto. ¿Por qué enfatizamos, en el primer apartado, en la conveniencia de caracterizar a esta nueva extrema derecha latinoamericana, prescindiendo del influyente concepto de neofascismo? Por dos razones. La primera, de índole intelectual: porque consideramos que no es un concepto adecuado (y porque rechazamos, complementariamente, cualquier empleo de los conceptos como meras consignas propagandísticas). La segunda, de índole política: porque la resistencia contra el neoliberalismo, aún en sus variantes más conservadoras y autoritarias, es completamente distinta de la resistencia a un régimen fascista (en materia de modos de organización y de acción, de alianzas, de programas y demás). ¿Por qué insistimos, en el segundo apartado, en situar el ascenso de Milei en el contexto de la clausura del ciclo progresista previo? Nuevamente, por dos razones, la primera de índole intelectual y la segunda de índole política: descontextualizar su emergencia respecto de esa clausura del ciclo progresista impide explicar racionalmente el fenómeno, por una parte, e invisibiliza el papel desempeñado por el progresismo como mediador evanescente de la reacción, por otra parte. En este punto, precisamente, se articula el conjunto de nuestra argumentación. La alternativa progresismo versus neofascismo (o cualquier otra variante de democracia versus fascismo) distorsiona simultáneamente la naturaleza de ambos polos.

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Notas

* Artículo de investigación científica.

1 Las fuerzas políticas latinoamericanas de extrema derecha más relevantes (i. e., que estuvieron o están en condiciones de disputar porciones importantes del poder de sus respectivos Estados), poniendo entre paréntesis a ese Partido Liberal de Bolsonaro en Brasil y a La Libertad Avanza de Milei en Argentina, son a nuestro juicio las siguientes: el Partido Republicano de J. A. Kast (que, después de imponerse en la primera vuelta de las presidenciales chilenas de 2021, perdió ante Boric en la segunda vuelta); el creciente liderazgo interno de M. F. Cabal dentro del Centro Democrático de Colombia (paralelo al declive del liderazgo de Uribe); el Comité Cívico Pro Santa Cruz y Creemos de L. A. Camacho en Bolivia (gobernador del Departamento de Santa Cruz desde 2021) y la Renovación Popular de R. López Aliaga (electo alcalde de Lima en 2022).

2 Las intervenciones más importantes en aquel debate sobre la naturaleza fascista de las dictaduras latinoamericanas fueron las de Briones (1975), Cueva (1977), Dos Santos (1977) y Boron (1977). Es importante señalar, de todas maneras, que ni Boito Jr. ni los restantes autores que discutiremos en estas páginas cometen el error de asimilar los actuales gobiernos de extrema derecha autoritaria a las dictaduras.

3 Nosotros desarrollamos una discusión mucho más detallada sobre la pertinencia del empleo del concepto de neofascismo (o similares) a propósito de estas fuerzas y gobiernos en Bonnet (2023). Para este caso clave de Brasil, contamos con la ayuda del relevamiento del empleo del concepto realizado por Carnut (2020). Agradezco a Leonardo Carnut y a Áquilas Mendes, de la Universidade de São Paulo, nuestros intercambios sobre este problema.

4 Demás está decir que debemos contar aquí con una definición rigurosa del concepto y que la incompatibilidad entre fascismo y democracia es a todas luces un corolario de dicha definición. Son inaceptables en este sentido el rechazo de Domínguez Martín a “los purismos de las interpretaciones históricas de la ortodoxia marxista sobre el fascismo” (2021, p. 16) o la reducción de Bernstein de la inserción de esas fuerzas o gobiernos en las instituciones democráticas a una mera “formalidad democrática” (2019, p. 1).

5 La idea de una “hibridación entre el estado de derecho y el estado de excepción” de Mattos proviene de Lazzarato (2020); la de una “indecidibilidad entre las reglas del estado de derecho y del estado de excepción” de Melo, en cambio, de la noción de estado de excepción permanente de Agamben (2005). Aquí el problema radica en las nociones mismas, antes que en su empleo para el caso brasileño. El concepto de fascismo de Lazzarato (2020) es más indeterminado que cualquiera de los que estamos considerando. Agamben propone, en cambio, un interesante estudio del concepto de estado de excepción, pero su brevísima justificación de su carácter permanente (2005, p. 25-27) es completamente insuficiente.

6 Es importante advertir, en este sentido, el carácter contradictorio de la intervención fascista en el mercado en relación con la reproducción capitalista: el fascismo impulsó hasta cierto punto la expansión del gran capital imperialista, pero quizás también tendiera, a partir de cierto punto, a volverse incompatible a secas con la reproducción capitalista. Neumann (1983) entendió esto mejor que Mandel (1987). La creencia de que el fascismo es una suerte de panacea de la dominación para la clase capitalista, en cualesquiera circunstancias, es incorrecta.

7 Boito Jr. (ya en 2020[a, b], pero con mayor extensión en 2021) distingue correctamente entre los conceptos de forma de Estado, régimen político y bloque en el poder. Afirma además que las formas de estado se reducen a la dictadura y la democracia y que los regímenes políticos a variantes de ellas, como el presidencialismo y el parlamentarismo, o las dictaduras militar y fascista. No compartimos esta manera de especificar aquella distinción, aunque son asuntos irresueltos en el propio Poulantzas que no podemos discutir en estas páginas.

8 Boito Jr. (2020a) reconoce, ciertamente, esta diferencia entre las composiciones de clase de ambos bloques en el poder. Sin embargo, tenemos dudas acerca de si la clásica distinción entre fracciones de la burguesía de Poulantzas que emplea sea la más adecuada para analizar la composición del bloque en el poder de los estados latinoamericanos (burguesía interior o nacional, compradora o asociada e imperialista [Poulantzas, 1976]). Y añadiríamos que también tenemos dudas acerca de si puede asumirse sin más la idea clásica de que la clase de apoyo de los partidos u organizaciones neofascistas es la pequeño-burguesía o la denominada clase media (véanse las advertencias de Löwy [2019, 2021] en este sentido).

9 Esto no implica, naturalmente, que exista ninguna “afinidad electiva” (Barros, 2020; traducción propia) y menos aún una “unión indisociable” (Bueno, 2020; traducción propia) entre neoliberalismo y neofascismo.

10 Abordamos ambas dimensiones (i.e., tanto las divergencias como las convergencias en la trayectoria de esos gobiernos progresistas) con mayor detalle en Bonnet (2022).

11 En el sistema electoral argentino, las elecciones presidenciales se realizan a través de tres instancias: elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO) de candidatos de las distintas fuerzas (realizadas el 13 de agosto), elecciones generales (22 de octubre) y, como ninguna fuerza obtuvo el 45% de los votos o el 40% a diez puntos de distancia de la segunda, elecciones de segunda vuelta o ballotage (19 de noviembre). Las presidenciales brasileñas, en cambio, no están precedidas por primarias y elevan al 50% los votos necesarios para que un candidato se imponga en la primera vuelta de las generales (adviértase que, bajo el sistema argentino, Bolsonaro con su 46% de los votos se hubiera impuesto sobre el 29,3% de Haddad en primera vuelta en 2018 y, viceversa, Milei difícilmente hubiera podido imponerse sobre ningún contrincante suyo en la primera vuelta de 2023 bajo el sistema brasileño).

12 La noción de competencia de monedas proviene de L. von Mises y F. Hayek, la de banca segmentada de H. C. Simons y la de voucherización (de la educación) de M. Friedman. Si bien Simons y Friedman pertenecieron a la Escuela de Chicago, la principal fuente de inspiración del discurso de Milei es la Escuela Austríaca (véase en este punto Milei y Giacomini [2019]). Conviene recordar, en este punto, el escaso compromiso de esta tradición austríaca con las instituciones democráticas (el apoyo de Mises al régimen autoritario austríaco de E. Dollfuss en los años treinta, el apoyo de Hayek a la dictadura chilena de A. Pinochet en los años setenta, etc.). No es casual en este sentido que Milei, siguiendo a Mises, excluya de sus “instituciones fundamentales del capitalismo” (la propiedad privada, los mercados, la competencia, la división del trabajo y la cooperación) a la democracia (Milei y Giacomini, 2019)

13 La “Dama de Hierro” Villarruel sostuvo en el acto de cierre de campaña de 2021 (en Parque Lezama, el 7 de noviembre de 2021) que “a los que me tildan de genocida, de facha, de racista, negacionista, les digo que todo eso lo recibo con una sonrisa. Son los mismos que justifican los crímenes del comunismo. No tenemos que pedir permiso ni perdón por cómo pensamos. Estamos hartos de las dictaduras de las minorías, donde unos pocos progres culposos nos dicen cómo tenemos que vivir. Por eso, si defender la impunidad del terrorismo es de izquierda, señores, soy de derecha. Si votar leyes como la ley Micaela, la ley Yolanda, la ley que mete el lenguaje inclusivo en los medios, si estar de acuerdo con la ideología de género que discrimina entre hombres y mujeres es de izquierda: yo soy de derecha” (citado en González [2023, pp. 125-126]). Y se mofó por escrito de “los 30.000 [desaparecidos], los mapuches, la ideología de género y otras vacas sagradas de la izquierda anquilosada en nuestro país” (citado en Milei [2022, p. 84]).

14 Todos los datos que vamos a emplear en este análisis son oficiales (provenientes de la Dirección Nacional Electoral [“Elecciones Nacionales 2023”, 2023]) y definitivos.

15 Este es el escenario que previmos en una versión previa de este artículo, basada exclusivamente en los resultados de las primarias. Y era además el escenario previsto por seis de las nueve encuestas disponibles en ese momento (dos preveían un posible triunfo de Milei en primera vuelta y solo una de ellas una segunda vuelta entre Milei y Bullrich (Federico González y Asociados, 6-8 de septiembre; Analogías, 3-5 de septiembre; Opinión Lab, 22-31 de agosto; CEOP, 22-30 de agosto; Opinaia, 13-25 de agosto; Analogías, 18-21 de agosto; DC Cons., 16-18 de agosto; OPSA, 16-17 de agosto; y CB Cons., 14-16 de agosto). La abrumadora mayoría de las consultoras, sin embargo, había fracasado rotundamente en prever el triunfo previo de Milei en las PASO.

16 Denominamos voto vergonzante al sufragio de los electores que ocultan su intención de voto y, en consecuencia, no es registrado por las encuestas. El voto vergonzante es un comportamiento electoral que se extendió, entre los votantes a Menem, en los años noventa (véase su análisis en Bonnet [1999] y especialmente en Bonnet [2007]).

17 El kirchnerismo recurrió con éxito a la misma operación en las presidenciales de 2019 (con A. Fernández a la cabeza del Frente de Todos) y sin éxito, aunque con aceptables resultados, en las de 2015 (con D. Scioli a la cabeza del Frente para la Victoria). Solo en estas presidenciales de 2023 fracasó rotundamente (y solo en esta ocasión añadió una lista colectora que evitara la fuga de esos votantes kirchneristas). Más adelante volveremos sobre el significado de estas operaciones.

18 Es esclarecedor comparar este aumento del no-voto en las primarias de 2023 (con un 35,2%) con su vertiginoso ascenso en las parlamentarias de octubre de 2001 (con un 47,4% del padrón). En ambos casos, se trató de expresiones de rechazo a la dirigencia política. Sin embargo, si entonces había sido impulsado fundamentalmente por el voto impugnado, hoy lo es por el ausentismo; si entonces había tenido lugar en un contexto de movilización de las masas, hoy tiene lugar en condiciones de desmovilización; y si entonces no parecía haber fuerza política alguna que pudiera canalizarlo, hoy está disponible la fuerza reaccionaria de Milei (véase Bonnet [2001]).

19 Conviene añadir además que Schiaretti, exgobernador de la provincia de Córdoba, justicialista, aunque opositor, obtuvo en esta ocasión otro 6,8% de los votos (mientras que solo había obtenido un 3,7% en las PASO).

20 El denominado conflicto del campo enfrentó, entre marzo y julio de 2008, al Gobierno de Fernández de Kirchner con la burguesía agraria y agroindustrial alrededor de los impuestos a la exportación de las commodities producidas por esta última (véase Bonnet [2010]). Este conflicto fue el desafío más serio que enfrentó el kirchnerismo en las calles y a partir del mismo se inició una suerte de proceso de conversión de la rebeldía en un asunto de la derecha (para usar la expresión de Stefanoni [2021]) que, a largo plazo, acabaría alimentando el ascenso de Milei.

21 El voto obtenido por la izquierda electoral (un 3,5%, sumando sus distintas fuerzas) y el no-voto de la izquierda extraelectoral (porcentaje inescrutable, aunque marginal seguramente, dentro del no-voto total) no modificaron para nada este escenario.

22 Sobre toda esta problemática económico-social subyacente a la coyuntura electoral, véase el excelente análisis de Astarita (2023). Véase también el análisis de Petruccelli (Borrador Definitivo, 2023) del papel desempeñado por la pandemia y la cuarentena en el agravamiento de esa problemática, así como las posiciones anticuarentena del propio Milei (2020).

23 Algunas encuestas y analistas señalan un sesgo joven-varón-pobre-del-interior en el voto a Milei, pero no parece demasiado significativo (véanse Balsa y Liaudat [2023] y Pagni [2023]). La transversalidad parece ser su rasgo distintivo, como sucedió con el voto a Bolsonaro en Brasil (véase Calvacante [2020]). Es interesante recordar en este sentido que el ascenso de Milei se inició en los sectores medios de la Ciudad de Buenos Aires (donde obtuvo el mencionado 17% en las legislativas de 2021), aunque se expandió desde entonces hacia otros sectores y territorios (estancándose en dicha ciudad, donde solo obtuvo un 13% en las primarias y un 20% en la primera vuelta de las generales).

24 Es por esta razón que la intelectualidad progresista se encuentra desconcertada (véanse, por ejemplo, los análisis de las elecciones de Semán y Welschniger [2023] y de Svampa [2023]).

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: abonnetprivado@gmail.com

Información adicional

Cómo citar: Bonnet, A. (2024). El ascenso de Milei en Argentina y las nuevas extremas derechas de América Latina. Papel Político, 29.

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