Tensiones entre patrimonialización y cotidianidad de los cafeteros, dilemas para la preservación y gestión sociocultural del paisaje cultural del Quindío, Colombia*

Tensions between Patrimonialization and the Everyday Life of Coffee Growers, Dilemmas for the Preservation and Sociocultural Management of the Cultural Landscape of Quindío, Colombia

Urte Duis

Tensiones entre patrimonialización y cotidianidad de los cafeteros, dilemas para la preservación y gestión sociocultural del paisaje cultural del Quindío, Colombia*

Apuntes: Revista de Estudios sobre Patrimonio Cultural, vol. 35, 2022

Pontificia Universidad Javeriana

Urte Duis a

Universidad del Quindío, Colombia


Recibido: 17 febrero 2021

Aceptado: 17 noviembre 2021

Publicado: 30 junio 2022

Resumen: Desde las aproximaciones teórico-conceptuales y los estudios fenomenológico-interpretativos, este texto, resultado de una investigación de maestría, resalta las relaciones socioculturales e históricas que tejen los habitantes en el espacio, significando y resignificando su patrimonio en la cotidianidad. En este sentido, el paisaje y el patrimonio son productos culturales en permanente evolución y, por tanto, los tradicionales procedimientos de patrimonialización basados en elementos simbólicos del pasado ponen en riesgo la sostenibilidad sociocultural del paisaje patrimonial por no integrar a sus habitantes. En consecuencia, la gestión sociocultural en la actualidad requiere una reflexión profunda sobre las condiciones y necesidades sociales, estéticas, culturales, sociales y funcionales de los habitantes rurales del Paisaje Cultural Cafetero de Colombia (PCCC), ya que son sus valores, usos y prácticas los que lo crearon y sustentaron. Su sostenibilidad depende, en este sentido, de la capacidad del colectivo para forjar acciones hacia la conservación del paisaje cotidiano. En este marco es importante dar una mirada a la evolución de los conceptos que hoy día integran múltiples miradas e interpretaciones.

Palabras clave:patrimonio, paisaje, vida cotidiana, habitantes, usos culturales.

Abstract: From theoretical-conceptual approaches and phenomenological-interpretative studies, this text, the result of a master's research, highlights the socio-cultural and historical relationships that inhabitants weave in space, signifying and re-signifying their heritage in everyday life. In this sense, landscape and heritage are cultural products in permanent evolution, and therefore, traditional heritage procedures based on symbolic elements of the past jeopardize the sociocultural sustainability of the heritage landscape by not integrating its inhabitants. Consequently, sociocultural management today requires a profound reflection on the social, aesthetic, cultural, social and functional conditions and needs of the rural inhabitants of the Colombian Coffee Growing Cultural Landscape (CCLC), since it is their values, uses and practices that created and sustain it. Its sustainability depends, in this sense, on the capacity of the collective to forge actions towards the conservation of the everyday landscape. Within this framework, it is important to take a look at the evolution of concepts that today integrate multiple views and interpretations.

Keywords: heritage, landscape, daily life, inhabitants, cultural uses.






Fuente: Duis (2015)

Introducción

Los paisajes culturales agrarios surgen, por lo general, de la cotidianidad de sus habitantes. No obstante, las definiciones y conceptualizaciones de paisaje, y de patrimonio, son numerosas y muestran diferente grado de relación con el ser humano que lo habita y trabaja; en muchos casos se reducen, en la mayoría de discursos, a un observador externo sobre un bien material que se percibe o sobre un sujeto histórico que dejó huella (Duis, 2019). Así es que, en las aceptaciones tradicionales, el rol de los seres humanos en la conformación de paisajes y patrimonios se ha restringido en muchos de los casos a su influjo histórico y su definición, por consiguiente, ha sido realizada por expertos.

Frente a esta versión, se han planteado más recientemente propuestas que contemplan una mayor integración de los habitantes en la construcción del patrimonio, así como nuevas concepciones más holísticas del paisaje, lo cual nos permite reflexionar críticamente sobre el aparente consenso en relación al paisaje como construcción social, y sobre la dualidad del patrimonio tangible-intangible en su discurso oficial autorizado (Smith, 2006), para analizar su aplicación en el caso del Paisaje Cultural Cafetero de Colombia (PCCC), inscrito en 2011 en la Lista de Patrimonio Mundial.

En los paisajes patrimoniales se pueden diferenciar valores de tipo identitario, cotidianos y generadores del marco de vida de las personas (Ojeda Rivera, 2013), que se basan en los significados de los paisajes cotidianos para sus habitantes de acuerdo con lo que Smith (2006) denomina “algo que se encuentra [… que…] hablará a las generaciones futuras” (p. 43) para asegurar una comprensión de su lugar en el mundo. Así, según Cano (2011), sobre el paisaje descansan significados que pueden relacionarse con la identidad y la memoria, y con los procesos económicos, políticos, sociales y representacionales de una sociedad, de modo que, el paisaje patrimonial es, más que el contendor del patrimonio, el patrimonio en sí mismo. En todo caso, las diferentes aproximaciones al concepto de paisaje advierten su carácter tanto objetivo como subjetivo, por lo que sus heterogéneas epistemologías se pueden resumir en las interpretaciones artístico-literarias, físico-geográficas, estético-visuales, fenomenológicas y hermenéuticas que se centran en las interacciones sociales con el medio en clave histórico-social (Cano, 2011; Berdoulay, 2000; Rodríguez Herrera, 2005). En este sentido, nos interesan las prácticas diarias de los habitantes que llevan a la transformación, valoración y significación de su entorno, lo que implica sus sentires, saberes y quehaceres como factores que modelan el escenario patrimonial, desde los cuales se despliegan acciones de apropiación que garantizan la sostenibilidad sociocultural del mismo.

Ahora bien, los estudios sobre patrimonio han contribuido por su parte a deconstruir la naturalización en torno a una definición relativamente estable, por lo que actualmente se encuentra una mayor diversidad en las aceptaciones sobre este concepto, y el discurso patrimonial se ha ampliado a la construcción de significados, integrando temas más individuales, afectivos, experienciales y experimentales, dando lugar a lo que Waterton y Watson (2015) denominan como complejidades ontológicas en torno al patrimonio.

Respecto a la naturaleza del patrimonio asociado al paisaje, se puede observar que en la cotidianidad no se hace diferenciación entre lo tangible y lo intangible, por la íntima relación entre los bienes y los significados que le adjudican sus portadores de valores, los protagonistas o depositarios de valores patrimoniales, en nuestro caso. Por ejemplo, la valoración de la finca cafetera como un todo, muestra en nuestro caso la interrelación de las dimensiones culturales, sociales, productivas e históricas asociadas a la vida rural. El patrimonio en este contexto es algo instaurado por un proceso social que crea cultura, es decir, un tejido de sentidos y emociones, lo que advierte sobre la necesidad de desarmar la artificial dualidad establecida entre tangible e intangible, porque son los procesos culturales los que construyen, hacen y deshacen, significan y re-significan el patrimonio.

Desde estas aproximaciones teórico-conceptuales y los estudios fenomenológico-interpretativos (Duis, 2019), este texto destaca las relaciones socioculturales e históricas que tejen los habitantes respecto de su entorno y que contrastan con los valores definidos por las instituciones en el proceso de patrimonialización del PCCC, provocando tensiones que dificultan su gestión sostenible.

Polisemia del término paisaje cultural

Los paisajes culturales, categoría de patrimonio cultural en la nomenclatura de la Unesco, constituyen un campo teórico emergente en materia de bienes culturales (Fernández y Silva, 2016), pese a que cuentan con gran reconocimiento, presencia e innumerables estudios y conceptualizaciones en la literatura actual (Berque, 1998; Cano, 2011; Groening y Herlyn, 1990; Maderuelo, 2006; Nogué, 2007; Ulloa, 2002). Sin embargo, se observan grandes diferencias en el entendimiento y la definición de los paisajes culturales como patrimonio, lo que muestra la falta de una adecuada tematización sobre la relación entre patrimonio, territorio, naturaleza, paisaje y quienes lo habitan. Según la Unesco (2005), los paisajes culturales son las obras que combinan el trabajo del hombre y la naturaleza, y por ello ilustran la evolución de las sociedades y de los asentamientos humanos a lo largo de los años.

Etimológicamente, en las lenguas romances, paisaje se entiende como un concepto visual, que nace con la invención de la perspectiva en el Renacimiento, época en la cual surgen dos formas de comprender la naturaleza: la contemplativa de una obra de origen divino, que eleva el espíritu y los sentidos, y la utilitaria, que considera la naturaleza al servicio del hombre como producto cultural. Esta última concepción se refleja también en la etimología de Landschaft, en las lenguas indoeuropeas, que remite a la creación del hombre (del verbo schaffen) sobre un pedazo de tierra (Land), por lo cual la naturaleza se cultiva y se convierte en campo productivo, es decir, la (agri)cultura deviene principal agente de transformación.

En esta doble concepción se produce la invención del paisaje que da identidad a un área, un espacio determinado (Ulloa, 2002), a través de un cambio implicado por una laicización de la naturaleza que implica una nueva mirada sobre el mundo, una visión mecanizada que funcionaliza la naturaleza por y para el hombre. A esta definición mecanicista, Humboldt le contrapone en 1810 la definición del paisaje como el carácter íntegro de un trecho de la tierra, desde la comprensión de la naturaleza como organismo vivo con fuerzas dinámicas en un sistema en el cual todo se relaciona (Wulf, 2018), es decir, una versión integral del paisaje en donde convergen todas las formas de vida de acuerdo con las condiciones de cada lugar, conectando todo en una red de vida. Con esto, Humboldt sembró las bases para el desarrollo del enfoque ecológico, según el cual los paisajes (naturales) constituyen una porción de superficie terrestre con homogeneidad climática, geomorfológica y geográfica, reconocible y diferenciable de porciones vecinas de acuerdo al análisis espacio-temporal específico.

Ya en el siglo XX, Carl Sauer (1954) vuelve a introducir los componentes culturales, argumentando que el paisaje es el resultado de la acción de la cultura, el registro del hombre sobre el territorio a lo largo del tiempo, haciendo énfasis en la cultura como agente de transformación. Por su parte, Berque (1995, 1997) introduce entre otros aspectos el concepto de la percepción, según el cual el paisaje solo existe en la medida en que se percibe por un observador, convirtiéndose en tal sentido en un mosaico que se compone y descompone según la perspectiva del observador, reduciéndolo a un mero recurso visual. Más recientemente, para Mata Olmo (2008):

[…] el paisaje es el territorio percibido con toda la complejidad psicológica y social que implica la percepción, desde los aspectos simplemente visuales a los más profundos relacionados con la experiencia estética de la contemplación reflexiva y el estudio consiguiente de las variables relevantes para la explicación del juicio estético de los paisajes. (p. 157)

Pero también, el paisaje es, ante todo:

[…] resultado de la relación sensible de la gente con su entorno percibido, cotidiano o visitado. Por eso mismo, el paisaje es también elemento de identidad territorial, y manifestación de la diversidad del espacio geográfico que se hace explícita en la materialidad de cada paisaje y en sus representaciones sociales. (Mata Olmo, 2008, p. 155)

Para este autor, las diferentes aproximaciones al paisaje se resumen así: primero desde las disciplinas que están orientadas a su materialidad, luego desde las ciencias sociales que se enfocan en la conducta humana y la percepción y convierten al paisaje en fenómeno que tiene lugar en la mente —lo que nos remite a dimensiones estéticas y semióticas—, y finalmente, desde las disciplinas con sentido práctico que buscan el cuidado del paisaje a partir de su planificación y ordenamiento.

En esta última mirada se destaca la presencia de significantes y significados con una función utilitaria, es decir, como potencialidades para la planificación y desarrollo territorial. Desde esta perspectiva, el paisaje es el resultado final de un proceso histórico que debe por ello ser conservado, refiriendo a un “derecho al paisaje” en términos estéticos y visuales. Consecuentemente, las dinámicas permitidas son las que preservan este aspecto histórico-cultural, dado que los habitantes en este caso solo son considerados como los que dejaron huella, pero no como factor que actúa sobre el paisaje en la actualidad, lo que constituye una definición limitada y limitante a la hora de hablar de la gestión sostenible de territorios patrimoniales.

Estas aproximaciones al paisaje como patrimonio advierten un carácter utilitario y mercantilista que busca dar a este, e incluso a sus prácticas culturales, un uso comercial, estético, visual o turístico, con miras a una demanda urbana y externa. En este sentido, Lopo y Nuñez (2004) hablan de un paisaje resignificado, que responde, según Mata Olmo (2005), al “aumento del interés social y la necesidad de convertirlo en objeto de derecho y de acción política”, cosificación que termina generando “un concepto de paisaje expresivo de su territorialidad y de su especificidad con respecto a todos los elementos constitutivos del territorio” (p. 157). Tal concepción patrimonial del paisaje implica su entendimiento como recurso, como elemento valorizable en estrategias de desarrollo territorial que, frente a la crisis agraria, le impone una función estética a este tipo de paisajes.

Pero, hasta ahora, dichas definiciones no consideran los componentes históricos y socioculturales como valores propios que imprimen su sello, su configuración, sus significados y valores en la actualidad. En la discusión francesa sobre el paisaje-naturaleza, Bertrand (1968) introduce la dimensión antrópica y cultural y agrega la socioeconómica, con lo que el concepto adquiere una complejidad sin igual, que pasará a ser interpretado según el enfoque científico de sus observadores. De estos entrecruzamientos teóricos deriva un cambio en el concepto de paisaje como una identidad física u objetiva para transformarse en construcción social.

Basándose en los trabajos de los historiadores y geógrafos alemanes y franceses de finales del XIX y principios del XX, quienes interpretan la incidencia mutua entre naturaleza y humanidad, entre formas de vida y territorios, entre paisaje y paisanaje, entre hábitat y hábitos, Sabaté Bel (2010) define el paisaje cultural como un ámbito geográfico que contiene valores estéticos y culturales asociados a un evento, una actividad o un personaje histórico.

En esta perspectiva más bien fenomenológica, el paisaje se considera como una construcción simbólica y social, es decir, como “la huella del trabajo sobre el territorio, un memorial al trabajador desconocido” (Sabaté Bel, 2010, p. 12), llegando a ser expresión fenomenológica de procesos sociales y naturales en un tiempo dado que remite únicamente al pasado.

A la par con este renovado sentido sociocultural del paisaje y el patrimonio, Nogué (2007) pasa a considerar al primero como una construcción social y cultural que resulta de la interacción entre las personas y su entorno natural, pero reduciéndola a las miradas sobre el paisaje como producto de una determinada forma de aprehensión y apropiación del espacio geográfico, sin considerar que el mismo refleja además una determinada forma de organizar el territorio y se construye en el marco de unas complejas y cambiantes relaciones sociales.

Entendido como construcción social, el paisaje presenta también dimensiones afectivas y cognitivas relacionadas con percepciones colectivas e individuales, con los vínculos establecidos entre los individuos, los grupos y su territorio. Parafraseando a Nogué y de San Eugenio Vela (2011), el paisaje está lleno de lugares que incorporan experiencias y aspiraciones de la gente, lugares que se convierten en centros significativos, en símbolos que expresan pensamientos, ideas, sentimientos. Es una manera de mirar el mundo, una construcción social y cultural siempre referida a un substrato físico-material. Así pues, es al mismo tiempo realidad física y representación hecha de manera cultural, significado y significante, contenedor y contenido, realidad y ficción.

Desde las matizaciones del concepto, Silva Pérez (2009, p. 310) considera que el paisaje incorpora “una dimensión poliédrica y admite, a la vez, una lectura estética y creativa, una aproximación analítica, un acercamiento para el disfrute, una consideración identitaria y simbólica y un acrecentado cariz cultural, patrimonial e histórico”, lo que lo acerca a las ideas, poco consideradas, de pertenencia colectiva consustancial y de acepción patrimonial (Martínez de Pisón, 2002; Sabaté Bel, 2004). En la misma publicación, Silva Pérez indica que los paisajes agrícolas han tenido hasta ahora una lectura incipiente, y por ello:

[…] requiere un acercamiento poliédrico que permita captar sus múltiples significantes y significados [… a partir de…] tres premisas: 1) La asunción de la idea de pertenencia colectiva implícita en el concepto de patrimonio, 2) El reconocimiento social de los valores materiales y culturales de los paisajes y 3) la preocupación ciudadana por conservar y transmitir tales valores. (Silva Pérez, 2009, p. 313)

Esta idea considera al paisaje como una simbiosis dialéctica entre sus componentes, resultado de una continua adaptación en función de la cultura que lo moldea. Desde este punto de vista, “el paisaje no solo constituye uno de los más elaborados productos de la cultura, sino que él es en sí mismo cultura y patrimonio” (Martínez de Pisón, 2003, citado en Silva Pérez, 2009, p. 322), y por tanto, el principal agente aquí es el habitante, como usuario cotidiano a través de su cultura en un transcurso histórico.

La complejidad de esta construcción sociocultural inconsciente/consciente nos remite al pensamiento hermenéutico, según el cual el paisaje tiene una perspectiva sociohistórica que lo conceptualiza a partir de las interacciones de la sociedad y la naturaleza a través del tiempo, desde una comprensión de la vida social como expresión espacial de formas socioeconómicas y culturales específicas (Muñoz Jiménez, 1981). El entendimiento del hombre como actor fundamental del paisaje se relaciona con un enfoque psicológico que empieza a analizar la subjetividad, la emocionalidad y los mundos internos, según aparece en el pensamiento hermenéutico de Heidegger. En esta perspectiva, la experiencia del paisaje vivido y compartido, presente en la conciencia individual, da pie a un análisis de las relaciones entre procesos económicos, políticos, sociales y representacionales de una sociedad.

Para conocer la conciencia de la experiencia paisajística será necesario ahondar en la historia, las narrativas, las prácticas sociales y las formas de creación y de mantenimiento de los estados de conciencia identitaria y de pertenencia. […] Así definido, el paisaje no se conforma con ser simplemente la forma del territorio, sino que sobre él descansan significados que pueden relacionarse con la identidad y la memoria y suelen contener un conjunto de posibilidades, prescripciones y prohibiciones de contenido tanto espacial como social. El paisaje, como mezcla de hechos espaciales y valores, guarda y revela el tiempo, es integración, huella, reunión de miradas sin tiempo […] representa la realidad y la ordena, le atribuye valores, dimensiones simbólicas y significados, proveyéndole de elementos clave de identidad y sociabilidad para algunas personas o comunidades. (Cano, 2011, pp. 39-41)

Entonces, siguiendo a Augé (2005), podemos decir que nos encontramos ante un lugar antropológico, en tanto entidad histórica, relacional e identitaria, relacionada con la sensibilidad, la subjetividad y la memoria, entendida esta última como:

[…] un artefacto cognitivo dinámico que reelabora recuerdos y percepciones, aportando inteligibilidad a la experiencia individual o colectiva, revelándose como un proceso flexible, versátil, maleable y frágil que recoge, guarda, moldea, transforma y nos devuelve la realidad íntima y compartida de nuestra identidad personal, colectiva y cultural. (Cano, 2012, p. 126)

En términos similares, la misma autora también plantea que “el paisaje está imbricado con las maneras de vivir el territorio, los movimientos de sus gentes, sus prácticas o sus trabajos y, por tanto, su fisionomía persiste solo en la medida en que estas actividades continúan” (Cano, 2011, p. 37), por lo cual aparece mucho más relacionado con “el estar en el mundo y con la actividad práctica de la vida que con una observación imparcial y desinteresada de un mundo aparte de la cotidianidad” (Ingold, 1993, citado en Cano, 2011, p. 37).

De acuerdo con estos razonamientos, Eric Hirsch (1995, citado en Cano, 2011, p. 38) indica que “es necesario abordar el paisaje desde el punto de vista de las poblaciones que lo producen y lo habitan, dando cuenta de las tensiones inherentes a su configuración”. Esto es lo que él denomina foreground actuality, como paisaje que emerge de la práctica social diaria, frente a la idea representacional del paisaje, o background potentiality.

Según este planteamiento, se trata entonces de “un proceso cultural dinámico, multisensorial y constantemente oscilante y en tensión entre ese foreground de la vida diaria y el background potencial, entre la práctica y la representación, entre el habitar diario y el tipo de observación que nos brinda el modelo cultural más extendido” (Cano, 2011, p. 38). Consecuentemente, ambas partes forman parte de la experiencia paisajística, pero sus actores, según sus modos de vinculación directos e indirectos, actúan, interpretan, apropian o definen el paisaje en diferentes formas.

A través de estas interacciones se forma el paisaje cotidiano y se convierte en reflejo de la acción y vida social en el espacio, contenedor de muchas facetas de la cultura local y a su vez contenido o producto cultural en sí mismo. En su valoración, significación y resignificación, el paisaje adquiere valores ambientales, sociales, etnológicos, históricos, arqueológicos, estéticos, espirituales y simbólicos que lo convierten en paisaje patrimonial, en consecuencia, la determinación de estos valores pasa principalmente por identificar e interpretar los quehaceres de sus habitantes.

Institucionalmente, en la valoración patrimonial se pueden tomar bien sea los elementos que generan identidad desde la trayectoria de sus habitantes o, por el contrario, los reconocidos institucionalmente por la ciencia, la ley, el arte, etc., imprimiendo así un sello “externo” a estos procesos, pero, en todo caso, son estos procedimientos los que pueden resultar decisivos a la hora de definir los paisajes patrimoniales (Fernández y Silva, 2016). Sin embargo, muchas veces no se tienen en cuenta los valores de sus habitantes, los propios creadores y productores de este paisaje, por lo cual se puede establecer una clara diferencia entre los paisajes patrimoniales reconocidos institucionalmente y los que se basan en los significados cotidianos para sus habitantes, que requieren en consecuencia estrategias de gestión, conservación y protección diferenciadas.

Del cambiante concepto de patrimonio cultural

El patrimonio cultural es fruto de una cultura, es decir, testimonio de una manera de hacer las cosas y de comportarse, individual o colectivamente. Para nuestro caso, el PCCC es patrimonio porque refleja esta producción cultural, fundada en la caficultura y la vida en la finca, cotidianidad que forma una cultura en torno al café.

Patrimonio proviene del latín patrimonium (pater/patrius-padre, del padre, y monium-que designa el conjunto de actos o situaciones rituales o jurídicas), con el significado de “recibido de los padres”, en el estricto sentido de heredad familiar. Así pues, siendo el patrimonio herencia o legado, se requiere también de la aceptación consciente y voluntaria de quien lo recibe, lo que implica conocimiento y reconocimiento, valoración y apropiación; sin dicha aceptación, el legatario es incapaz de reconocer su herencia como un cuerpo integrado de bienes que le pertenece (Querejazu, 2003).

Si bien parece fácil hablar de patrimonio, los modernos estudios al respecto han contribuido a diversificar las miradas y aceptaciones sobre el mismo, ampliándolas más recientemente a la construcción de significados e integrando temas más individuales, afectivos, experienciales y experimentales, con lo que se ha llegado a desintegrar un concepto que permaneció relativamente estable hasta la década de 1980.

Originalmente, este término acogió, desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII, la denominación de objetos artísticos especialmente bellos o meritorios, valorados por su dimensión histórica. Luego, entre el siglo XIX y mediados del siglo XX, pasó a comprender el conjunto de expresiones materiales o inmateriales que explican históricamente la identidad sociocultural de una nación. A partir de la posguerra europea, el patrimonio se convierte, según Llull Peñalba (2005), en elemento esencial para el desarrollo cultural y la mejora de calidad de vida, y a partir de la década de los ochenta pasó a considerarse como riqueza colectiva. Es en este sentido que la Unesco, entidad orientadora en materia de patrimonio y cultura, actúa a favor de su preservación, clasificándolo en diferentes categorías con el fin de facilitar su estudio y tratamiento. Entre estas categorías se encuentran el patrimonio tangible, mueble e inmueble, así como el patrimonio intangible, que incluye saberes, celebraciones, formas de expresión y lugares de prácticas culturales.

En Colombia, la Ley General de Cultura (Ley 397 de 1997) define el patrimonio cultural como el conjunto de todos los bienes y valores culturales que son expresión de la nacionalidad colombiana, tales como la tradición, las costumbres y los hábitos, así como los bienes inmateriales y materiales, muebles e inmuebles, que poseen un especial interés histórico, artístico, estético, plástico, arquitectónico, urbano, arqueológico, ambiental, ecológico, lingüístico, sonoro, musical, audiovisual, fílmico, científico, testimonial, documental, literario, bibliográfico, museológico, antropológico, lo que incluye además las manifestaciones, los productos y las representaciones de la cultura popular.

En su reforma (Ley 1185 de 2008), el valor intrínseco del patrimonio —determinado originalmente el verbo poseer— fue cambiado por una acción activa y dirigida donde es la sociedad o un grupo social particular el que le atribuye un valor y significado, en un proceso denominado de patrimonialización. Este giro paradigmático obedeció a tendencias internacionales que exaltan la construcción social activa del patrimonio, postulando una nueva óptica sobre su conceptualización que hace prevalecer las construcciones simbólicas sobre concepciones como huella, legado o acervo. Prats (1997), al servicio de esta concepción neoliberal que funcionaliza el patrimonio en términos de mercados, afirma que el patrimonio cultural:

[…] no existe en la naturaleza, que no es algo dado, ni siquiera un fenómeno social universal, ya que no se produce en todas las sociedades ni en todos los períodos históricos; también significa, correlativamente, que es un artificio, ideado por alguien […] en algún lugar y momento, para unos determinados fines, e implica, finalmente, que es o puede ser históricamente cambiante, de acuerdo con nuevos criterios o intereses que determinen nuevos fines en nuevas circunstancias. (pp. 19-20)

De hecho, en muchos de los discursos se le asigna a este un valor como factor de desarrollo social y económico en el marco del desarrollo, por lo que se le convierte progresivamente en un activo de primera importancia (Prats y Santana, 2005), relacionado a la mercantilización de los bienes culturales y las identidades con miras al desarrollo turístico (Duis, 2019).

Según Adad (2010), la construcción del patrimonio es una operación dinámica, enraizada en el presente, a partir de la cual se reconstruye, selecciona e interpreta el pasado, como una invención a posteriori de la continuidad social. Desde esta perspectiva, se puede hablar de un proceso artífice que define este patrimonio, esto es, una fabricación del mismo, si bien esta patrimonialización resulta problemática, ya que como construcción social escasamente incluye a todos los actores, y no concierta generalmente con aquellos que soportan, usan, crean y recrean el patrimonio local o popular. Según Criado-Boado y Barreiro (2013), este proceso se debe a agentes externos que definen el patrimonio al significarlo y valorizarlo, lo que implica su socialización como precondición para su preservación y conservación. La realidad del patrimonio, por tanto, es polivalente, en la medida en que se multiplican los ámbitos y complejidades de su uso y valoración.

En este sentido, Chaves et al. (2009) consideran como eje analítico la perspectiva de las apropiaciones del patrimonio y de la patrimonialización desde diversos sujetos sociales que contribuyen con múltiples significaciones, interacciones y negociaciones, entramado que puede revelar el ámbito económico y político en el que tiene lugar la patrimonialización como tal. Para Llull Peñalba (2005), este proceso “de atribución de valores sometido al devenir de la historia, las modas y el propio dinamismo de las sociedades” (p. 179) no produce sino un concepto relativo de patrimonio.

Fueron Hobsbawn y Ranger (1983) quienes plantearon este tipo de actuación sobre el patrimonio en los años ochenta, hablando de su construcción como interpretación a partir de la recuperación de elementos tangibles del pasado o de prácticas culturales que “aseguren o expresen cohesión e identidades sociales y estructura en las relaciones sociales” (p. 273). Tal acercamiento considera el involucramiento de algunos actores —los que definen el patrimonio como una construcción social que conecta el presente con el pasado—, pero no la presencia de quienes originaron socialmente el patrimonio, exclusión que por su parte se tematiza cada vez más en los recientes escritos sobre las comunidades y las personas en relación con el tema (González, 2014; Escalera Reyes y Guerrero Valdebenito, 2019; Sepúlveda Manterola, 2004).

Por ejemplo, González (2014, 2015) concibe el patrimonio como un bien común en un contexto específico, lo que puede aportar a una mejor comunicación entre los diferentes niveles de conocimiento de los actores y superar brechas entre los distintos interesados. Esto implica considerar el proceso constructivo como diverso, o sea, como un proceso participativo que define al patrimonio y su preservación en relación con las necesidades de la sociedad, donde pueden combinarse significados arcaicos, residuales o emergentes, así como valores, prácticas y relaciones sociales (García Canclini, 1993), en el cruce de diferentes racionalidades. Por su parte, Sepúlveda (2004, p. 195) destaca el desafío “de la conformación de una ciudadanía activa, movilizada y organizada que se requiere tanto para la preservación del patrimonio cultural como para [… el…] desarrollo integral, sustentable y democrático que plantea la denominación patrimonial”.

Según Greffe (2004), el patrimonio en muchos de estos procesos adquiere un valor de uso, es decir, se convierte en recurso, ya no por su valor de existencia, como mero culto al monumento con calidades intrínsecas, sino con un enfoque de interés económico que asegura a la vez su sostenibilidad. Respecto a estos planteamientos, Guerrero Valdebenito (2005) diferencia tres procesos de creación de patrimonio:

Por otra parte, también se pueden considerar los presupuestos de Bourdieu (1988), quien hace una crítica a la concepción de patrimonio como manifestación de valor basado en las formas objetivadas de la cultura, dejando de lado sus formas interiorizadas, que serían los significados a través de los cuales los actores dotan de sentido a su patrimonio, así como a Geertz (1973), cuando indica que la cultura que transmitimos es en sí patrimonio, lo que nos hace vivir, sentir, actuar, y que todo objeto o expresión tangible requiere de un sentido específico para cobrar el valor cultural. En esta perspectiva ampliada, a partir de la observación de los procesos patrimoniales en Australia, Laurajane Smith (2006) propone un concepto más incluyente de patrimonio, como un proceso cultural que implica actos de “recordar” (remembering), relacionados a su vez con el presente, de modo que los sitios o espacios particulares figuran como instrumentos para facilitar dicho proceso.

En este sentido, el patrimonio expresa experiencia e identidad, es subjetivo e intangible, y la memoria, tanto personal como colectiva, viene a ser un elemento constitutivo de la conformación de esta identidad, en virtud de su fuerza emotiva. Es por lo tanto trabajo de patrimonio el estar en el lugar, renovando memorias y asociaciones, compartiendo experiencias para fomentar relaciones sociales y familiares, presentes y futuras, por lo que el concepto no se remite solo al pasado ni a las cosas materiales —por más de que ambos aspectos sean importantes—, sino que implica un proceso de involucrarse, un acto de comunicación y de creación de significados en y para el presente.

Nos referimos, por tanto, a algo vital y vivo, a un momento de acción, no a algo congelado en una forma material, en el sentido de que hay una relación entre las actividades en un lugar y el lugar mismo, una tensión que hace parte del patrimonio. Los significados culturales se crean entonces en la acción, en las aspiraciones y deseos del presente, validados y legitimados por procesos de creación y recreación de sentido que los relacionan con el pasado, en un proceso sociocultural que reconcilia dinámicas de cambio cultural, social y político (Smith, 2006). El patrimonio se concibe así como interactivo y dinámico, relacionado con bienes materiales y emociones, con creencias y benefactores intangibles (Graham y Howard, 2008), y su sentido, es decir, “the real moment of heritage when our emotions and sense of self are truly engaged”, según la autora australiana, no reside en la posesión de algo en concreto sino en el acto de pasar y recibir memorias y conocimientos: “It also occurs in the way that we then use, reshape and recreate those memories and knowledge to help us make sense of and understand not only who we ‘are’, but also who we want to be” (Smith, 2006, p. 17).

Continuando con la referida autora, patrimonio es una experiencia, un proceso constitutivo cultural que identifica cosas y lugares aptos para la valoración, es trabajar los significados del pasado para adaptarlos al presente, cambiando así las percepciones de los grupos sociales, es negociación sobre el uso del pasado y la memoria colectiva e individual, negociación de las identidades. De esta forma, se evidencia mucho más la alta complejidad de esta concepción del patrimonio ubicado entre pasado, presente y futuro, entre los diferentes actores que lo negocian, entre lo individual y lo colectivo, entre estática y cambio, entre valores innatos y asignados, entre inclusión y exclusión, entre lo tangible y lo intangible, como una relación sensible entre sujeto y objeto, entre generaciones con historia y con futuro, en un proceso social y cultural con significado e incidencia política y económica. Smith (2006) también reconoce que, como recurso y proceso social y cultural, el patrimonio es igualmente político y, en consecuencia, despliega conflictos y tensiones entre las identidades de receptores y emisores, los cuales tienden a ser negociados, con implicaciones directas en el análisis académico, la práctica patrimonial y las políticas institucionales.

Otros autores, como Guerrero Valdebenito (2014) y García Canclini (1995), confirman que estos procesos no están libres de conflictos en torno a la identidad, los valores, los significados e intereses, ya que las gestiones sobre el patrimonio tienen que ver muchas veces con el poder y la reproducción de la hegemonía. En tal sentido, las decisiones políticas no necesariamente concuerdan con las necesidades y vivencias de las comunidades involucradas, y pueden generar brechas entre los símbolos del pasado y la realidad sociocultural de las zonas de patrimonio, además de fracturas de identidades, exclusiones y resistencias (Van Geert et al., 2017).

Todo lo anterior muestra el cambio de paradigmas y la diversidad de concepciones que acercan cada vez más la discusión sobre el patrimonio material a lo inmaterial, pero, en el ámbito de su valoración, el patrimonio sigue teniendo aún muchos usos, “productores” y “usuarios”, los cuales pueden ser entidades públicas, privadas, oficiales, no oficiales, locales, no locales, cada una con sus objetivos propios y sus apreciaciones o valoraciones particulares, cuyas lógicas pueden llegar a ser diversas y contradictorias (Graham y Howard, 2008). Así pues, la valoración, como proceso social que produce y reproduce la memoria, la identidad y los elementos definitorios de un colectivo determinado, se condiciona muchas veces por la perspectiva de los especialistas, quienes contribuyen a modelar y ajustar el imaginario social en torno a los bienes, incidiendo sobre estos y legitimándolos desde el ámbito de lo político e institucional, con una voz autorizada y justificada en general por un discurso científico técnico que rige en muchos casos de forma hegemónica.

Consecuentemente, frente a las discrepancias de valoración y apropiación por parte de los diversos sujetos sociales (Chaves et al., 2009), se generan negociaciones muchas veces lejos de la población. En este sentido, en las prácticas oficiales de patrimonialización encontramos, por tanto, la enunciación de tradiciones, costumbres, usos y bienes materiales muchas veces arcaicos como objetos de preservación, simplificando la multiplicidad y complejidad del concepto patrimonial y reduciéndolo a meros objetos representativos que no captan la esencia de los procesos sociales y culturales que engloban la generación cultural del patrimonio.

Desde lo institucional entonces, el procedimiento de valoración obliga a seleccionar unos valores que por lo general restringen la realidad del bien a una perspectiva instrumental. Cuando dicha valoración se combina con intereses representacionales, institucionales y políticas, se puede hablar más bien de una valorización, ya que se cosifica o mercantiliza un bien cultural con miras a sus posibles beneficios. En estos casos, resulta obvia la desvinculación entre el patrimonio y la comunidad, lo que reduce la posibilidad de la reproducción y resignificación y, por ende, la conservación de los valores patrimoniales como expresión de la cultura (Guerrero Valdebenito, 2014). Es decir, este proceso coarta la relación inminente entre las comunidades y su patrimonio e impide la reproducción del mismo, sometiéndolo incluso a la mera reificación y racionalización.

Aproximándonos a una mirada más emic, se considera aquí que el patrimonio rural del paisaje cafetero se fundamenta en una cultura específica relacionada con la vida cotidiana, la cual produce y reproduce valores que nos remiten a prácticas culturales y usos sociales particulares (figuras 1 y 2), haciendo factible la preservación del patrimonio mediante procesos de significación, resignificación, valoración y apropiación, contrapuestos a la alienación que puede tener lugar a la hora de institucionalizar o de mercantilizar estos valores.

Vida cotidiana en las fincas cafeteras
Figura 1
Vida cotidiana en las fincas cafeteras


Fuente: Duis (2015)

Vida cotidiana en las fincas cafeteras
Figura 2
Vida cotidiana en las fincas cafeteras


Fuente: Duis (2015)

Este enfoque antropológico nos permite dar importancia central al lugar de las relaciones sociales mantenidas cotidianamente en el PCCC. La relevancia de integrar esta base social consiste en lograr que sea la propia comunidad la que asuma la custodia, o sea, que genere arraigo y apropiación del patrimonio en función de sus procesos, prácticas y saberes cotidianos.

Esta apropiación que se equipara con sentido de pertenencia o arraigo resulta clave para los procesos de conservación, ya que sobrepasa el marginal y controlado discurso en relación con los temas de “concientización”, “socialización” y “educación” patrimonial propios de las políticas públicas de conservación del patrimonio. En esta perspectiva, es la misma comunidad la que identifica y reconoce sus valores sobre los cuales construye, de manera colectiva, los significados del patrimonio cultural, indicando “lo que es significativo y digno de esfuerzo” (Muñoz Aréyzaga, 2011, p. 17), no como una imposición, sino desde espacios de negociación, significación e interpretación, ya que tales valores “son referencias de los actores sociales que orientan su práctica social” (Parada Sanabria, 2015, p. 215). Por tanto, la valoración inconsciente, cotidiana y aprendida debe transformarse en externalización, reconocimiento y aceptación consciente por parte de los actores directamente involucrados para generar una verdadera apropiación cultural y social, que conlleve la conservación de sus propios bienes patrimoniales.

Así pues, esta identificación de los valores, significados y puntos de vista de los actores sociales en su campo de actuación cotidiano resulta indispensable para construir socialmente la sostenibilidad del PCCC, a través de una propuesta que apunta al presente y al futuro sin descartar las experiencias del pasado (Cirvini y Gómez, 2006). En nuestro caso, el carácter cotidiano y gregario del campo se encuentra inmerso en las formas de vivir en un paisaje agrario, posibilitando un lugar donde “se dan las luchas para transformar o conservar la estructura, está el principio de transformaciones a través de las contradicciones, las tensiones, las relaciones de fuerza que la constituyen” (Bourdieu, 1988, p. 51), lo que exige explorar caminos analíticos más acordes a las circunstancias de la vida común de las zonas rurales y planteamientos de desarrollo y conservación en contextos históricos, espaciales y temporales válidos e importantes para el paisaje patrimonial.

Tensiones en torno a la patrimonialización del PCCC

Analizando la conceptualización oficial del PCCC como patrimonio cultural, es evidente que en la línea argumentativa predomina un discurso institucional en torno a la producción del café en el contexto histórico de la vivienda cafetera, reducción aparente a unos elementos representativos que en la actualidad dificulta su gestión sociocultural. La realidad patrimonial de los caficultores, medida a través de unidades de significados, radica más propiamente en su vida cotidiana (Duis, 2019), lejos de los conceptos teóricos del discurso patrimonial. En este sentido, el fomento de la sostenibilidad del PCCC debe acercarse a las condiciones de vida de los habitantes rurales, reconociéndolos como portadores de valores que sustentan sistemas socioculturales y considerando la cultura cafetera como parte integral de la expresión territorial. No obstante, el reconocimiento del PCCC como patrimonio mundial ha llevado a que únicamente se aborden los elementos y oportunidades económicas que se presentan, “lo que da lugar a intervenciones centradas en el crecimiento económico, [desconociendo] los imaginarios sociales y la cultura que configura la relación entre los grupos humanos y el territorio que habitan” (Maldonado, 2003, en Céspedes, 2012, s. p.).

La patrimonialización, por tanto, se ha vuelto problemática debido a que genera, en este caso, efectos contrarios a los deseados de protección y conservación (Montenegro, 2010), en la medida en que predomina el interés económico sobre el simbólico y cultural. Por encima de la voluntad de los habitantes cafeteros se pusieron unos valores arcaicos o poco presentes en la vida cotidiana como el folclor musical, las artesanías o la gastronomía típica, mientras que otros, vivos y cotidianos, son desconocidos, arrinconados u olvidados.

Según consta en el expediente (Ministerio de Cultura, 2013; Ministerio de Cultura y FNC, 2009), el PCCC está conformado por 858 veredas de 51 municipios y cuatro departamentos del antiguo Eje Cafetero y el norte del Valle del Cauca, con un área total de 348.000 ha, territorio delimitado luego de un proceso académico y sociopolítico de quince años. El PCCC es por tanto un territorio heterogéneo que argumenta su valor universal excepcional en cuatro valores:

Estas definiciones y el proceso de patrimonialización como tal no han estado exentos de críticas, discusiones y contradicciones, aciertos y desaciertos, dado que la inscripción como paisaje cultural obedeció a la lógica de las políticas patrimoniales de la Unesco, que busca un mayor equilibrio de sus representaciones en el mundo y, asimismo, a la lógica estatal nacional en una apuesta por la recuperación de la imagen, el fomento de la identidad regional y la promoción del turismo con las recientes políticas de conservación y salvaguardia del patrimonio material e inmaterial.1

En el desarrollo de la propuesta, los grupos académicos vinculados al proceso de caracterización y definición del área patrimonial se centraron en atributos verificables, o sea visibles en el territorio, para delimitar el área homogénea de producción cafetera en su desarrollo histórico, tecnológico, productivo y natural. Los diferentes aspectos, atributos y valores a justificar fueron ampliamente discutidos, pero finalmente quedaron fijados unos dieciséis atributos “convenientes”, que sustentaron la excepcionalidad del paisaje en términos de uso de suelo centenario sostenible (criterio V) y que permitieron delimitar el territorio mediante una cartografía exacta, desarrollada con auspicio del Instituto Geográfico Agustín Codazzi y la Federación Nacional de Cafeteros (FNC).

El Ministerio de Cultura, con el apoyo de la Unesco, aportó el componente cultural, sustentando la excepcionalidad bajo el criterio VI (una cultura viva), sin mayor concertación de los contenidos a exponer, basándose en un discurso identitario que sostiene la conformación de los departamentos de Caldas, Risaralda y Quindío con estereotipos sobre supuestas identidades e historias uniformes de colonización. Según esta versión oficial, la configuración como territorio productivo ha generado una supuesta cultura propia, a partir del proceso histórico de colonización “antioqueña”, que la diferencia de otros territorios cafeteros, y por el cultivo del café como producto identitario fundamental en la conformación de Colombia como Estado Nación desde finales del siglo XIX, siendo la base económica de la naciente república:

Procesos como la siembra de los primeros cafetales, pasando por la construcción de las viviendas rurales y de infraestructura para el transporte, procesamiento y comercialización del café, […] han otorgado una dinámica excepcional a este paisaje. Esta combinación de una arraigada tradición cafetera con la herencia de la colonización antioqueña ha jugado un rol fundamental en la conformación de la cultura regional, y ha generado una riqueza de manifestaciones en ámbitos tan diversos como la música, las danzas, las cocinas tradicionales y la arquitectura, manifestaciones que se han transmitido de generación en generación. (Ministerio de Cultura, 2013, p. 14)

Siendo así, la cartografía delimita seis poligonales que corresponden a diversos atributos físicos en un territorio que se convierte en contenido y contenedor de un patrimonio cultural, un paisaje patrimonial cuya complejidad polisémica ha generado diversas interpretaciones, desconfiguraciones y apropiaciones indebidas y contrarias a los fines de protección y conservación inherentes al reconocimiento patrimonial.

En consecuencia, el papel protagónico del Estado, liderado por el Ministerio de Cultura y la FNC, en la definición y promoción del PCCC, ha invisibilizado los valores que los mismos habitantes de las zonas rurales relacionan con este paisaje y sus fincas cafeteras. Este enfoque se funda en una concepción conservacionista y hegemónica que parte del supuesto de que el patrimonio se construye social o institucionalmente desde una experticia y en representación de los habitantes que supuestamente no saben qué es patrimonio. No hubo, por consiguiente, participación social y sistemática, ni tampoco activación patrimonial, entendida como la manera de legitimar el valor asociado a las prácticas culturales para que sean reconocidas como patrimonio (Duis, 2019).

Este acercamiento resulta entonces problemático porque “coloca a los administradores culturales en la postura defensiva de salvaguardar bienes culturales para convertirlos en bienes de consumo turístico […] paradoja de construir autenticidades escenificadas” (Titon, citado en Amescua, 2015, p. 30), hecho especialmente relevante para el Quindío como destino turístico. La misma autora sostiene que la conservación y salvaguardia así concebida encierra innumerables riesgos, tales como la objetivación, la fosilización o la desvinculación de los contextos socioculturales que crean y recrean el patrimonio vivo, lo cual, al aislar los elementos seleccionados de sus contextos de producción, da lugar a la adquisición de nuevos valores, a una reinterpretación de los objetos y quehaceres, privándolos de significados personales o sociales, y anula la multivocalidad de los bienes culturales, al reducirlos a una interpretación única orientada a su mercantilización y representación (Duis, 2019).

La patrimonialización así concebida se constituye como un proceso activo y agresivo de recordar, olvidar y conmemorar, que se implementa para mediar supuestamente el cambio cultural y social sobre la base de una jerarquización y clasificación de bienes y valores (Van Geert et al., 2017), como negociación de la memoria, la identidad y el sentido de lugar, pero sin participación ninguna de la población ni de su perspectiva del patrimonio, suprimiendo de esta manera manifestaciones propias de diversidad cultural (Duis, 2019).

En el mejor de los casos, este tipo de patrimonialización establece algún consenso de ciertos actores para activar y legitimar determinados bienes y manifestaciones culturales priorizados, lo que lleva a Tunbridge y Ashworth (1996) a calificar al patrimonio como disonante, mientras que Mármol (2012) señala que estos procesos constituyen formas de gobernabilidad que reproducen el sistema capitalista desde una perspectiva de poder (Duis, 2019). Así, la gestión de los bienes y valores pone en evidencia precisamente que al excluir la base social se dejan por fuera actores claves para la sostenibilidad sociocultural del paisaje, quienes son los que siguen viviendo y trabajando el campo.

Hay que anotar que, para el caso del Eje Cafetero, se originó un discurso unificador en la configuración de los departamentos en 1966 que invisibilizó la heterogeneidad de la cultura cafetera con miras a construir una narrativa histórica en torno a la colonización antioqueña, paradójicamente excluyente en tanto creadora de identidad cultural (Bolívar, 2006). En este proceso, antes de hablar de una patrimonialización, se realzaron elementos simbólicos y manifestaciones culturales de los pobladores de la región, negando una realidad cultural diversa y un contexto migratorio variado, e invisibilizando conflictos sociales y políticos constantes en torno al territorio, el café y el desarrollo.

A partir de la bonanza cafetera, la modernización del campo, la crisis del café y otros eventos de trascendencia en el siglo pasado, se dieron una serie de hechos sociales, políticos y económicos que desembocaron en la hibridación de la cultura (Muñoz Guzmán, 2015), hecho que resulta disimulado en el discurso patrimonial institucional, cuya producción, reducida a una narrativa dominante, ha llevado en consecuencia a perder parte de la diversidad cultural y a generar poco sentido de pertenencia en sectores de la población habitante. Hoy en día, el expediente de patrimonialización sigue la misma línea de un concepto esencialista de patrimonio que desconoce la variedad de culturas locales, así como sus prácticas y usos diversos.

Del mismo modo, las prácticas y usos sociales de los cafeteros se han alejado de este imaginario, en tanto que estas supuestas expresiones culturales representativas se han venido modificando y perdiendo, o incluso no existieron siquiera en grupos de campesinos cafeteros de menor capital, puesto que describen el ideal de una clase cafetera media alta. Por contraste, persisten en su lugar valores y significados asociados a la historia, la finca, el café, la cultura diaria y la vida social en las veredas, expresados en la concepción de la finca como memoria y hogar, el entrelazamiento de la historia de la finca y las historias de vida de sus habitantes, la afirmación de que el café lo llevan en las venas, y que más que un producto comercial es parte de su vida, su cuerpo y su ser, la comprensión de que la cultura es lo que hacen, sienten y son, la percepción de su ser campesino como un factor identitario, de la familia rural como parte de un grupo social, y la idea del campo como algo vivido, compartido, transparente, estético y ético (Duis, 2019). Todos estos aspectos dejan en evidencia una brecha existente entre un discurso oficial que se centra en los bienes materiales y las expresiones culturales del folclor frente a la vida cotidiana que se orienta en las prácticas de los cafeteros (figuras 3 y 4).

Procesos productivos
Figura 3.
Procesos productivos


Fuente: Duis (2014)

Vida social en las veredas
Figura 4.
Vida social en las veredas


Fuente: Duis (2010)

En este escenario, la incapacidad de encontrar puntos compartidos lleva a una insostenibilidad de los valores del paisaje y su cultura, tanto desde la parte oficial, por no disponer de un sustento social, como desde la cotidianidad, por no contar con respaldo institucional. Es en este sentido que Kirshenblatt-Gimblett (1998) afirma que el patrimonio, como modo de producción cultural en el presente que remite al pasado, es la transvalorización de lo obsoleto y lo difunto, la exhibición de sitios muertos y de economías fallecientes. Así entendido, el patrimonio sería pues una industria de valor añadido que produce lo local para el exterior y por ello la patrimonialización obedece a la lógica económica, opuesta por completo a los procesos de transferencia y conservación de elementos patrimoniales de la vida cotidiana con motivos éticos, estéticos, simbólicos e históricos (Duis, 2019). Es esta situación la que ha producido desacuerdos y fracturas en cuanto a la imagen y representación del PCCC, así como resistencias y reivindicaciones de grupos poblacionales marginados que reclaman espacios de diálogo para construir socialmente la sostenibilidad del mismo a partir de la garantía de las condiciones necesarias para sustentar su vida cotidiana en las fincas cafeteras.

En el imaginario general, no obstante, este paisaje aparece reducido a una panorámica de montaña como escenario físico visual, y enmarcado en proyectos de construcción y turismo que aprovechan el valor agregado publicitario, pese a la realidad de una producción cafetera en declive (Duis, 2016), por lo que tales aspectos no logran cobijar la multiplicidad de un paisaje cultural en sus diversas dimensiones sociales, culturales, naturales, estéticas, económicas y físicas. La incomprensión de esta complejidad lleva, por consiguiente, a acciones sectorizadas y segregadas por parte de las dependencias estatales, lo que se traduce en la actualidad en estrategias contraproducentes para la conservación patrimonial, por la falta de una concepción coherente del bien cultural, acompañada por una apropiación indebida y equivocada de sus valores por ciertos sectores (Duis, 2019). Todos estos procedimientos obedecen principalmente a una lógica comercial, que convierte a la cultura de la colonización y a la vida cafetera en folclor y en objeto de consumo turístico, en abierta confrontación con la realidad cultural de los habitantes rurales, quienes afrontan además procesos de modernización y tecnificación que transgreden los valores de su vida cotidiana.

Ahora bien, desde el principio del proceso, muchos de los actores vinculados asociaron la patrimonialización directamente con la promoción y el desarrollo de turismo, como se evidencia en los documentos del Ministerio de Cultura (2005), donde se destaca sobre todo la valoración de la actividad cafetera como producto turístico (Rodríguez Herrera, 2017). Desde luego, para el caso del Quindío, la solicitud de Declaratoria de Monumento Nacional e Inscripción en la Lista de Patrimonio Mundial se gestionó desde la Gerencia de Turismo de la Gobernación del Quindío (2001), argumentando la importancia de generar conciencia en los grupos humanos sobre su identidad cultural y el reconocimiento de sus valores, además de fortalecer el sentido de pertenencia por la región y fomentar el sector turístico como alternativa económica.

En este orden de ideas, la puesta en valor para el turismo convierte al patrimonio en bien de consumo bajo supuestos razonamientos de autenticidad y de una construcción de identidad cultural falseada, mostrando una vez más “la capacidad de los actores institucionales para identificar y gestionar las expresiones que consideran sobresalientes, o aquellas que resultan convenientes de promocionar por razones políticas o económicas” (Villaseñor y Zolla, 2012, p. 83). Indudablemente, desde la perspectiva del patrimonio cultural el paisaje constituye un atractor turístico y su reconocimiento tiene innegables efectos en la región, pero aún no se ha llegado a propuestas coherentes de interpretación patrimonial que permitan exaltar y retribuir a la cultura cafetera vivida y sus legítimos representantes (Duis, 2019).

Por su parte, siguiendo intereses particulares y gremiales, los arquitectos enfatizaron en los inventarios de la arquitectura en bahareque, especialmente de las fincas cafeteras, mientras que los profesionales en antropología y arqueología se centraron sobre todo en aspectos de la historia precolombina, ambos enfoques válidos, pero basados en presupuestos objetivos que reducen el territorio a elementos físicos e históricos desde una concepción patrimonial material, con la salvedad de que aparecen integrados en los contextos históricos que sustentan el concepto de poblamiento milenario que surte el proceso de transformación del paisaje.

Por otra parte, la belleza escénica, muy presente en la promoción del imagen, fue un abordaje que terminó siendo descartado por varias razones, entre ellas su énfasis en el aspecto visual que se define principalmente por la perspectiva del observador (Ojeda Rivera, 2005) y su determinación según tipos geomorfológicos, con subdivisión de espacios parciales, según estructuras biológicas, de uso y de elementos históricos culturales, en un procedimiento que no corresponde a la integridad del paisaje, en tanto que lo reduce a aspectos visuales sumamente subjetivos, lo cual resulta contrario a una concepción más holística y hermenéutica del paisaje cafetero. Más aún, en Colombia no existían en su momento modelos de evaluación paisajística que sustentaran y operacionalizaran su valor estético.

De todos modos, tratando de incorporar un toque participativo, las valoraciones sobre el paisaje se hicieron teniendo en cuenta los conocimientos y apreciaciones de actores sociales partícipes en un grupo interdisciplinario de expertos, quienes actuaron como voceros de los valores producidos en el contexto cultural, pero sin que mediara un acuerdo sobre los conceptos básicos que rigen el proceso. En este proceso, la propuesta de realizar talleres de valores como insumo para delinear un primer plan de manejo (Duis, 2007, 2009), y para captar las percepciones de los habitantes rurales, se realizó solamente con poblaciones muestrales en el departamento. Aun así, en los talleres y entrevistas se identificaron factores reales importantes para los cafeteros en su vida cotidiana que permitieron deducir valores sociales, culturales, naturales, productivos y territoriales, al tiempo que se evidenciaron asociaciones con imágenes, vistas, olores, colores, sonidos, tradiciones, formas de vivir, entre otros elementos que evidencian la pertenencia sociocultural a un territorio (Giménez, 1996). Las cartografías sociales elaboradas con niños de primaria (figuras 5 y 6) mostraron además el amplio conocimiento y el imaginario de los habitantes de la región en sus contextos locales.

Cartografía social
Figura 5
Cartografía social


Fuente: Duis (2014)

Cartografía social
Figura 6
Cartografía social


Fuente: Duis (2014)

Todo esto muestra un alto grado de reconocimiento, arraigo, valoración y apropiación de su entorno, situación que permitiría construir un discurso desde una base social más cercana y propia de los cafeteros que sustentan el paisaje. No obstante, estas miradas poco se integraron al expediente oficial, siendo suplantadas por una sobrerrepresentación de instituciones con intereses diversos y opuestos referidos sobre todo a aspectos de participación económica, lógica bajo la cual, por ejemplo, la FNC se unió al proceso, diseñando la marca del PCCC sobre la base de un estudio de costo-beneficio, para erigirse luego como su propietaria. El discurso oficial, a cargo del Ministerio de Cultura y la FNC, no refleja entonces los hallazgos en el territorio ni cuenta con el consentimiento de los legítimos representantes de esa cultura, esto es, los caficultores (Duis, 2019).

En este escenario, los valores productivos, culturales, sociales y ambientales se concretaron en dieciséis atributos descritos en documentos oficiales (Ministerio de Cultura, 2013; Ministerio de Cultura y FNC, 2009), los cuales no solo describen factores y condiciones de producción cafetera en perspectiva histórica, sino que integran procesos de modernización y características de los entornos naturales y culturales. Dichos atributos actúan supuestamente como indicadores de valor, dada la dificultad de abordar las expresiones inmateriales y las experiencias de sus habitantes por restricciones de tiempo y de recursos en el proceso de patrimonialización. Sin embargo, no necesariamente expresan las preferencias del individuo ni del grupo social que habita el territorio del PCCC, ni tampoco se establecen de acuerdo con imperativos morales o necesidades sociales en las zonas rurales (Rodríguez Herrera, 2017, Duis, 2019). Con todo, a pesar de este desenfoque, los diferentes acercamientos realizados podrían ser utilizados para cuestionar valores dominantes y renegociar el cambio en las estructuras sociales y las relaciones de poder, dando lugar a una reorientación del discurso patrimonial (Van Geert et al., 2017), de modo que integre un mayor número de actores y diferentes perspectivas.

Conclusiones

Resumiendo, el proceso de patrimonialización del PCCC no se realizó desde la base social, y carece por ello de procesos de construcción colectiva y de participación comunitaria que permiten asegurar la conservación del patrimonio material y la salvaguardia del patrimonio inmaterial inherente para las futuras generaciones. Esto es contrario a lo establecido en los principales documentos sobre patrimonio, que afirman la necesaria sostenibilidad del mismo mediante la participación social y comunitaria (Caraballo, 2008; García Canclini, 1990; Lennon, 2002). Se observa entonces un discurso plano que se imparte desde arriba hacia abajo, sin tener en cuenta las circunstancias rurales que producen el abandono o la apropiación de las expresiones culturales en el contexto (Duis, 2019).

Por tanto, la gestión social del paisaje en la actualidad requiere de un análisis detallado sobre las condiciones y necesidades a nivel estético, cultural y social de los habitantes rurales del PCCC, porque solo de esta forma es posible conservar, resignificar y reivindicar los valores, usos y prácticas de estas personas en su cotidianidad. La sostenibilidad del bien depende, en este sentido, de la capacidad del colectivo para proyectar acciones hacia la conservación, con lo cual se reconoce su preeminencia de la dimensión sociocultural e histórica del fenómeno (Céspedes, 2012).

Propositivamente, una forma de llevar a cabo este proceso iría de la mano del fomento de la sostenibilidad del PCCC a partir de la consideración contextualizada de sus habitantes y sus sistemas socioculturales. Esto principia por entender la caficultura y la cultura cafetera como parte de la expresión territorial (Céspedes, 2012) y, por ende, como patrimonio intrínseco, contenido y vivenciado en las fincas cafeteras, ciertamente oculto, inconsciente, olvidado o mercantilizado, institucionalizado o apropiado indebidamente, pero siempre un elemento esencial de este paisaje (Duis, 2019).

En este sentido, es importante recalcar que la acción de conservación requiere la aceptación consciente y voluntaria de quien lo recibe (Querejazu, 2003), si bien, a pesar de su importancia, esta acción de recibir y reconocer su herencia ha sido la menos interrogada en términos del reconocimiento de la identidad cultural, las capacidades de significar y resignificar el patrimonio, las condiciones y motivos de la valoración positiva y la generación del sentido de pertenencia y del compromiso de conservación.

En el caso que estudiamos, esta consideración involucra a diferentes generaciones de cafeteros, y consecuentemente a todos los integrantes de la familia rural, hoy diversa y heterogénea. El patrimonio, como proceso social y cultural, muestra de manera clara las complejas interacciones entre una generación y la siguiente, marcadas por fricciones y negociaciones, diálogos y conflictos, imposiciones y resistencias que configuran —por lo menos en parte— el panorama cultural en la actualidad, pese a que aún no haya sido considerado lo suficiente desde la perspectiva histórica y social del paisaje, y por ende en la gestión de dicho territorio patrimonial.

La complejidad del paisaje cultural como patrimonio requiere en consecuencia de políticas integrales, que no se restrinjan a la gestión económica o a la conservación de ciertos elementos materiales. Sin embargo, hasta ahora el Plan de Manejo del PCCC (Ministerio de Cultura y FNC, 2009) se guía por esta sectorialización de responsabilidades frente al tema, puesto que la FNC se encarga de la producción cafetera y la organización comunitaria, mientras que el Ministerio de Cultura lo hace respecto de los elementos culturales patrimoniales. Si bien, en dicho Plan de Manejo, el Acuerdo de Prosperidad 00043 (Alta Consejería para las Regiones y la Participación Ciudadana, 2011), el CONPES 3803 (DNP, 2014) y otros documentos se consideran lineamientos de gestión, esto en definitiva no se asegura la viabilidad de los contextos socioculturales y las condiciones para conservar aquellos aspectos que permanecen inalterados o poco modificados, en términos relativos.

Según la Carta de Cracovia (Unesco, 2000), para asegurar la sostenibilidad del patrimonio cada comunidad debe desarrollar una consciencia y un (re)conocimiento de la necesidad de cuidar los valores propios, lo cual se hace por lo general en el contexto de los usos sociales que aquel adquiere en la vida cotidiana. Sin embargo, muchas veces son los expertos externos (instituciones, profesionales, visitantes) quienes construyen “patrimonio” a expensas de las realidades locales, lo cual se traduce en procesos de apropiación impuesta y de educación patrimonial propuesta desde afuera. Sin descalificar su labor, los distintos expertos convocados tendrían que aprender a identificar, valorar, respetar y reconocer lo que ha sido construido colectivamente por los individuos y familias, quienes tienen toda la idoneidad y capacidad para transmitir y conservar lo que les es propio, y que responde a sus necesidades, gustos, preferencias y costumbres, en fin, a su forma de ser. Los procesos de activación patrimonial deberían por lo tanto responder apropiadamente a los grados de conocimiento y apropiación presentes en el territorio (figura 7), lo que implica una participación diferenciada a partir de los distintos niveles de valoración y resiliencia, resignificación y reivindicación.

Participación diferenciada y gestión sociocultural para la apropiación cultural
Figura 7.
Participación diferenciada y gestión sociocultural para la apropiación cultural


Fuente: Duis (2019)

A partir de la valoración de la memoria, la resignificación de las formas de vivir o la reivindicación de las identidades se deberían entonces definir las medidas necesarias y posibles para estimular la gestión del patrimonio local, en el entendido de que el paisaje que se busca conservar requiere, sobre todo, del reconocimiento de la función social del campo y de sus principales actores, los caficultores.

Si entendemos este patrimonio como parte inherente de la vida cotidiana cafetera, habría que hacer un esfuerzo integral enorme por incorporar también los puntos de vista y las estructuras que le dan sentido. En este sentido, el arraigo histórico espacial, el hogar como lugar que conforma la “patria chica”, las redes sociales que otorgan sentido de familiaridad, el reconocimiento y la valoración del campesino, de su sustento económico, de los aprendizajes y saberes, de lo subjetivo-emocional y de su derecho al paisaje, asociado al bienestar y la dignificación del campo (Duis, 2019), son conceptualizaciones indispensables para construir socialmente la sostenibilidad.

Este enfoque se plantea como superación de las teorías conservacionistas del patrimonio como objeto, concebidas desde la perspectiva desarrollista, y aboga por poner en práctica, de acuerdo con Izquierdo Vallina (2013) y Barongil et al. (2014), una nueva teoría cultural para la conservación que valore los saberes y las prácticas campesinas en su gestión territorial, a la vez que modifique las prácticas institucionales en torno al paisaje y patrimonio. En este sentido, el paisaje cafetero no se conserva desde su conceptualización como un escenario folclórico, o con más subsidios al café, sino desde una nueva ecología de saberes, que incluya:

[…] miradas que no imponen, sino que dan lugar a otras perspectivas para cuestionar y cuestionarse; miradas que reconocen los conocimientos elaborados más allá de los espacios y las lógicas académicas, [… lo cual…] remite también al diálogo necesario que debe producirse entre las ciencias de la vida y las ciencias sociales. (Santos, 2019, p. 11)

Referencias

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Notas

* Artículo de investigación científica

1 Ley de Patrimonio 1185/2008 y Política de Salvaguardia de Patrimonio Cultural Inmaterial (Ministerio de Cultura, 2010).

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: uduis@uniquindio.edu.co, urteduis@gmail.com

Información adicional

Cómo citar este artículo: Duis, U. (2022). Tensiones entre patrimonialización y cotidianidad de los cafeteros, dilemas para la preservación y gestión sociocultural del paisaje cultural del Quindío, Colombia. Apuntes, 35. https://doi.org/10.11144/Javeriana.apu35.tpcc

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