La comunicación en América Latina: un debate pendiente más allá de las resistencias*

Communication in Latin America: A Pending Debate beyond the Resistances

A comunicação na América Latina: um debate pendente para além das resistências

Signo y Pensamiento, vol. XXXVII, núm. 72, 2018

Pontificia Universidad Javeriana

Pamela Flores Prieto

Universidad del Norte, Colombia


Kelly Pozo a

Universidad del Norte, Colombia


Livingston Crawford

Universidad San Ignacio de Loyola, Perú


Fecha de recepción: 20 Abril 2018

Fecha de aprobación: 23 Julio 2018

Resumen: El artículo reflexiona sobre el papel que podrían cumplir los programas y facultades de Comunicación en América Latina durante la construcción de visiones no hegemónicas de la comunicación al inscribir las teorías producidas en el continente como perspectivas centrales de sus planes curriculares e investigativos. Esta propuesta incluye tres puntos clave: 1) ‘Decolonizar el saber’ para consolidar un punto de enunciación donde se pueda dejar de ser el ‘otro’ para nosotros mismos. 2) Construir una ciudadanía garante de proyectos políticos que aboguen por la solidaridad y la equidad. 3) Asumir las tareas y desafíos que conlleva esta tarea emancipadora, empezando por la apropiación autovalorada de nuestros aportes al campo. Se concluye que los programas de comunicación tienen la tarea de pensar una nueva epistemología que se sobreponga a los constantes cambios tecnológicos y plantee una propuesta académica en la cual la multiplicidad de voces sea tan válida como la multiplicidad de discursos.

Palabras clave Decolonizar el saber, ciudadanía participativa, comunicación no hegemónica, proyecto emancipatorio.

Abstract: This articles reflects on the potential role that would play the Latin-American communications faculties and schools in the construction of non-mainstream communication visions. They would do it by inscribing the theories produced in our continent as perspectives pivotal to their curriculum and research plans. This proposal consists of three key points: 1) ‘To decolonize the knowledge’ in order to consolidate a enunciation point allowing us not to be any more “the other” for ourselves: 2) to make that citizens become grantors of political projects intended to foster both the solidarity and the equity; 3) to assume the tasks and challenges implied by such an emancipatory endeavor, starting by the self-valued appropriation of our contributions to this field. It is concluded that the communication study programs should undertake the task to devise a new epistemology to overcome the continuous technological changes and to set out an academic proposal with which the plurality of voices is rendered as valid as the plurality of discourses.

Keywords: decolonize the knowledge, participatory citizens, non-mainstream communication, emancipatory project.

Resumo: O artigo reflete sobre o papel que os programas e faculdades de Comunicação na América Latina poderiam desempenhar durante a construção de visões não hegemônicas da comunicação inscrevendo as teorias produzidas no continente como perspectivas centrais dos seus planos curriculares e pesquisadores. A proposta inclui três pontos chave: 1) ‘Decolonizar o saber’ para consolidar um ponto de enunciação onde puder deixar de ser o ‘outro’ para nós próprios. 2) Construir uma cidadania garante de projetos políticos que abouguem pela solidariedade e a equidade. 3) Assumir as tarefas e desafios desta tarefa emancipadora, a comecar pela apropriação autoavaliada das nossas contribuições para o campo. Conclui-se que os programas de comunicação tem a tarefa de pensar uma nova epistemologia que se sobrepunha às constantes mudanças tecnológicas e coloque uma proposta académica na qual a multiplicidade de vozes seja tão válida como a multiplicidade de discursos.

Palavras-chave: Decolonizar o saber, cidadania participativa, comunicação não hegemônica, projeto emancipatório.



Aprovéchense de las ventajas;
y si no, de las desventajas.

Fuente: Toni Morrison

Introducción

El presente trabajo propone aportar al debate sobre el papel que podrían cumplir los programas y facultades de Comunicación en América Latina, dentro de la construcción de visiones no hegemónicas en la comunicación, al inscribir las teorías producidas en el continente como perspectivas centrales de sus planes curriculares e investigativos. Como instancia previa, estaría el debate por el papel de la universidad en el contexto de la educación neoliberal y la consiguiente discusión, sobre las tareas que este proyecto impone a las universidades de casi todo el planeta.

En el caso de América Latina, este proyecto ha abierto la universidad —durante los últimos 20 años— no solo a un mayor número de personas, sino a una creciente diversidad social, étnica y cultural. Ha conseguido una mejoría notoria en la situación laboral y en el reconocimiento social de los docentes, también ha impulsado la investigación en países que nunca la consideraron una actividad fundamental y a su vez ha promovido una movilidad estudiantil nunca antes vista en países del Tercer Mundo, en donde los estudios en el exterior se reservaban para las élites.

Sin embargo, estas bondades bien podrían ser expresiones de lo que Lora y Recéndez (2003) llaman el “proyecto recolonizador” que “se articula al desarrollo de una cultura académica que tiene como ejes los conceptos de productividad, competitividad, calidad, excelencia y evaluación que estimulan el individualismo y atentan contra la colaboración académica y la politización del saber” (p. 71). Es decir, son manifestaciones de la política neoliberal instaurada en el seno mismo de la institución universitaria, la cual obliga a cumplir con unos indicadores que homogenizan los procesos académicos y construyen las agendas de investigación imponiendo temáticas, metodologías y sobre todo, visiones del mundo.

En este escenario, los programas de comunicación han sido objeto de una significación inédita, no solo por el papel de los medios y de las nuevas tecnologías en la construcción de ese ciudadano productivo, competitivo, individualista y despolitizado; sino que la comunicación misma se revela como herramienta invaluable para generar discursos que ayuden a legitimar las desigualdades, debiliten la ciudadanía social y fortalezcan el ciudadano consumidor propio de lo que Debord (1967) llamó “la sociedad del espectáculo”.

En este contexto, es importante analizar cómo los debates no hegemónicos propuestos en América Latina desde las Ciencias Sociales, en general, y desde la Comunicación, en particular, han sido inscritos en los programas de comunicación y cómo estos han sido asumidos por las prácticas comunicativas que en ellos se realizan. Estas corrientes, vale decir el denominado ‘giro decolonial’ y el ‘pensamiento comunicológico latinoamericano’, resultan problemáticas para el proyecto neoliberal, ya que repolitizan la discusión y revalúan el sentido de lo comunitario, al tiempo que abren las ciencias sociales a ‘otros’ modos de pensar, a proyectos epistémicos de “desprendimiento (de-linking) de la matriz colonial del poder” (Mignolo, 2007, p. 449). Este ‘desprendimiento’ requeriría de un pensamiento fronterizo: border thinking, que permita fundar otras racionalidades que apuntan a una verdadera comunicación intercultural al visibilizar saberes silenciados y posibilita una totalidad incluyente no construida sobre la eliminación de lo diverso (Mignolo, 2007).

El vínculo entre ambos proyectos sería esa propuesta emancipatoria, ese llamado a “nuevos lugares institucionales y no institucionales desde los cuales lo subalterno puede hablar y ser escuchado” (Grosfoguel, sf). Ese “pensamiento de frontera”, instaura, como lo afirma Sierra (2014), “la apuesta por formas diferentes de ver el mundo, de interpretar e intervenir en él” lo que “constituye una tradición epistémica propia del pensamiento latinoamericano desde su génesis, construyendo nuevas bases y estilos de conocer y representar el universo a partir de formas comunitarias…” ( p.12).

Sin embargo, a pesar de tratarse de un debate fundamental, la discusión se mantiene en los márgenes, con un impacto muy relativo en los currículos de comunicación y en las prácticas pedagógicas de formación de comunicadores cuando aparece, se asume más como ‘ideologización’ del conocimiento o como producto ‘de cultura’ que como la reflexión teórica que es. Como afirmó Lander, “el impacto de estos debates en el pensamiento y la ciencia social latinoamericana y su práctica ha sido casi nulo. De hecho, se evidencia un regreso a los paradigmas liberales del siglo XIX, incluyendo las metanarrativas universales de modernidad y progreso y una posición de no involucramiento” (Walsch, 2010, p. 213).

En consecuencia, el impacto social se da, sobre todo, en los sectores dedicados al trabajo comunitario o a la comunicación para el desarrollo, pero no permea los relatos que surgen de la mayoría de los espacios productores y reproductores de mensajes o de las comunicaciones gubernamentales, a menos de que se trate de gobiernos de oposición a la corriente neo-liberal.

Así las cosas, el urgente pensamiento ‘transmoderno’ del que habla Sousa Santos (1998) y la comunicación transmoderna que sería su correlato, no parecieran estar en el futuro cercano de la producción de conocimiento en el continente. Sin embargo, el desmonte de las narrativas occidentales sobre nuestra historia, realizado por el grupo Modernidad/Colonialidad, así como el trabajo por democratizar la comunicación que desde la década de los 60, emprendieron figuras como Luis Ramiro Beltrán mediante la censura al desarrollismo y a nuestra dependencia epistemológica y cultural, junto con la propuesta de un modelo participativo de la comunicación (Barraquero, 2014), constituyen un corpus invaluable para repensar el papel de la comunicación en América Latina en el contexto de la globalización y de las tecnologías de la información. Pero si estos discursos continúan desarrollándose en los márgenes, si los dispositivos de comunicación continúan imponiendo el modelo neo-liberal y el resto se resigna a denominarse ‘alternativos’, los proyectos políticos que se enfrenten a los dictámenes del sistema-mundo, tendrán una debilidad fundamental: los modos de pensar de la mayoría de los ciudadanos seguirán inscritos en los marcos de un pensamiento occidental en el cual ‘nosotros no somos Occidente’ y, por tanto, la lucha colectiva por los derechos, siempre estará enfrentada a los intereses de los que sí son occidentales con derechos plenos.

A diferencia de Asia y de África, América Latina es ya irremediablemente occidental. Solidarizar las luchas con las de pueblos enfrentados culturalmente a Occidente, podría bien ser el más reciente error histórico en la construcción de sociedades más equitativas (1). Experimentar esta pertenencia y leerla de una manera o de otra, es decir, como víctimas eternas de una injusticia histórica o como constructores de capacidades para enfrentar la desigualdad y alterar las relaciones de poder, pasa por construir imaginarios sociales de auto-reconocimiento como sujetos occidentales con unas especificidades que incluyen la herencia indígena y africana, las cuales tienen más o menos peso en diversos países y regiones, sin que ello deba impedir la constitución de un proyecto de unidad en medio de la diversidad.

Está pendiente, entonces, el ejercicio de darle ‘el giro al giro’. El giro decolonial se planteó como una tarea de “desobediencia epistémica” (Mignolo, 2007, p. 45) que “abriera el camino a una nueva comunicación intercultural, a un intercambio de experiencias y significados…” (Quijano, citado por Mignolo, 2007, p. 48). Hoy se tendría que ir más allá y entender qué parte de esa ‘desobediencia epistémica’ sería no poder aceptarse, después de 500 años de historia común, como no occidentales y mucho menos, permitir que exista un trato como el ‘otro’ en la propia casa.

En la primera parte de este trabajo, se argumentará que ‘decolonizar el saber’, en el contexto de los desafíos políticos que el siglo XXI impone a América Latina, pasa por reconstruirse, dentro del imaginario social, como ciudadanos no marginales de Occidente, con una herencia cultural múltiple y a su vez la capacidad para consolidar un punto de enunciación desde donde se deja de ser el “otro” para ser nosotros mismos. La propuesta consiste en que ese asumirnos como el otro ha sido, una de las debilidades de las denominadas teorías emancipatorias que se han construido desde las Ciencias Sociales en América Latina.

En segundo lugar, se argumenta que, desde este punto de enunciación, es posible construir una ciudadanía que sea garante de proyectos políticos que aboguen por la solidaridad y la equidad. La fragilidad de los gobiernos que apuntan a establecer relaciones de poder más equilibradas con Estados Unidos y Europa, se explica, en parte, porque los ciudadanos siguen imbuidos del individualismo y la competitividad que promulga el ideario neo-liberal. En este sentido, los medios alternativos, deben fortalecerse para que puedan realizar las tareas que no hacen, ni los medios públicos ni los privados, en relación con la creación de una ciudadanía participativa y de una solidaridad con los sectores marginados.

Por último, se debaten algunas de las tareas y de los desafíos que tendrían las facultades de comunicación en este contexto. En una época, en donde la investigación se ha convertido, por cuenta de la agenda neo-liberal en tarea obligatoria, es imperativo aprovechar esta situación y darle ‘el giro’ a la agenda.

El abandono de la marginalidad

La pretensión por un pensamiento autónomo y emancipatorio en América Latina, debería empezar por el reconocimiento sobre los puntos de partida de la crítica filosófica y política a la Modernidad que están en Occidente y por ejemplo, cuando “las intelectuales chicanas y las feministas negras”… recuerdan que Nadie escapa a la clase, a lo sexual, al género, a lo espiritual, a lo lingüístico, a lo geográfico y a las jerarquías raciales del ‘sistema mundo moderno/colonial capitalista/patriarcal’ o que cuando Danna Haraway afirma que “nuestros conocimientos están siempre situados” (Grosfoguel, 2006, p. 21), esas afirmaciones las inscriben, reinterpretándolas en la tradición del existencialismo, blanco y burgués, que proviene de Kierkegaard, pasa por Heidegger y llega a Sartre y a Merleau-Ponty aterrizando en la teoría feminista en la obra de Simone de Beauvoir. Es con el existencialismo que se abandona el ‘punto de vista universalista, neutral y objetivo’, aquel que reconoce que el sujeto que habla, hasta entonces borrado, entra en escena con su carga racial, política y social, es decir, existencial.

Decolonizar el saber no puede comportar el rechazo, sin tener en cuenta la crítica eurocentrista, la Modernidad y mucho menos, el desconocimiento de lo que el pensamiento emancipatorio latinoamericano debe a ésta; ni tampoco, la apropiación de categorías occidentales desconociendo su origen, lo cual equivale a reconstrucciones tramposas de la historia, equivalentes a las denunciadas por el mismo giro decolonial. Si el objeto es producir una perspectiva crítica del conocimiento hegemónico, hay que admitir que ese descentramiento que cuestiona el mito del ‘conocimiento universal fidedigno’ está en el seno mismo de un sector de las ciencias sociales occidentales y que es, a partir del diálogo con ellas, que se construyen las críticas desde otros loci epistémicos para abordar la colonialidad.

Dicho, en otros términos, los enormes aportes del giro decolonial no tendrían que ocultar su deuda con Occidente, ya que si, como lo han repetido infinitas veces ellos mismos, ‘la colonialidad y la modernidad constituyen dos lados de una misma moneda’, la crítica a la Modernidad, desde el locus epistémico europeo es el correlato de la crítica a la Modernidad/Colonialidad, hecha desde el locus epistémico latinoamericano. Por tanto, incluir el concepto de colonialidad en la crítica al eurocentrismo, no es una simple operación de adición; es ampliar la narrativa a zonas no visibles hasta entonces; es revelar lo que esa crítica desde su propio locus era incapaz de conocer. Es esto lo que hace Maldonado-Torres (2008) cuando plantea el ‘Dasein colonizado o mejor, al damné o condenado” (p. 251) para dar cuenta de los “sujetos racializados” (Quintero, s.f.), que no podían estar en Husserl. Ello no debería llevar a enfrentar estos planteamientos, por el contrario, ese podría ser uno de los caminos a un pensamiento transmoderno y a una comunicación transmoderna intercultural que pueda dialogar en la diferencia.

Esta afirmación conduce a plantear cuál es el tipo de relación que desde el loci epistémicos, se quiere construir con el mundo occidental. Si, por un lado, se sigue auto- reconociendo como un sector marginal de Occidente, el proyecto político siempre estará supeditado al de los países llamados centrales. Pero si no han de ser Occidente, estarían negando la propia historia, esa que, precisamente, revelan las narrativas del giro decolonial cuando reconocen que “el lado más oscuro del Renacimiento”, retomando el título de Mignolo (1995), se devela cuando se establece el papel de lo que hoy es América Latina en ese proceso.

Según expresa el mismo Mignolo, el texto de Leopoldo Zea de 1958, “América en la historia”, presenta una problemática “enraizada en una larga y duradera tradición entre intelectuales hispanoamericanos desde el siglo XIX: la conflictiva relación con Europa y, hacia el fin del siglo XIX, con Estados Unidos; en otras palabras, con el occidentalismo”. (Mignolo 2011, p. 168). Es esta tradición en la que continúan las vertientes pretendidamente emancipatorias del pensamiento latinoamericano. Estas tradiciones confluyen en un espacio ‘otro’ que se tendría que reconvertir en el espacio central desde el cual sea re-narrada la historia y se re-ocupe el espacio.

A esta tarea, se considera que puede contribuir una relectura de la forma en la que Sousa Santos (1998) plantea la “recontextualización de las identidades” (p. 178) la cual propone “tres orientaciones metodológicas” (p. 178): la primera consiste en establecer que la soberanía del Estado nunca tuvo correspondencia en el universo de la cultura. La segunda, que ninguna cultura es indiscriminadamente abierta; y, por último, que la cultura nunca es una esencia y que, por tanto, “no es comprensible sin el análisis de la trayectoria histórica y de la posición de ese grupo en el sistema mundial” (Sousa Santos, 1998, p. 178).

Si bien es cierto que en América Latina, la soberanía del Estado nunca tuvo correspondencia en el universo de la cultura ya que después de las guerras de independencia se construyeron Estados nacionales utilizando el modelo europeo, pero no se desarrolló una noción de ciudadanía que involucrara a las mayorías en el proyecto, una vez puesto en crisis el Estado-nación y sus correspondientes homogeneizaciones, la “jerarquía lingüística entre lenguas europeas y no-europeas” de la que habla Mignolo (citado por Farrés y Matarán, 2014, p.343) estalla en términos jurídicos, pero en términos del saber se mantiene intacta. Así las cosas, una tarea de la comunicación podría ser, por un lado, producir narrativas en lenguas no-europeas que no aparecieran como productos de folclor ni productos alternativos y, por el otro, reconocer que, en nuestro caso, no se puede asumir la caracterización del español como ‘lengua imperial’ que impone un saber colonizado porque, en ese caso, existiría una autocondena al no haber producido ni producir en el futuro un conocimiento emancipatorio. Lo mismo vale decir en el caso de la religión, especialmente cuando un movimiento como la teología de la liberación conjugó una clara opción emancipatoria con algunos preceptos del cristianismo. De manera que reconocer la no-correspondencia Estado-cultura obliga, en este caso, a reconocer que tanto la lengua española como la religión cristiana han dejado de ser herencias coloniales o imposiciones del Estado-nación para transformarse en elementos culturales indispensables en la recontextualización de las identidades, pero que éstas deben relativizarse a sí mismas para entrar en diálogo con otras lenguas y religiones del continente.

Ahora bien, si ninguna cultura es indiscriminadamente abierta, habría que revisar cuáles deberían ser o cómo se deberían dar las aperturas culturales de los latinoamericanos. Hay una apertura fuerte hacia los Estados Unidos, sobre todo en los países que están desde Colombia hacia el norte. Luego, está la apertura con España que adquiere especificidades nacionales y la apertura con Portugal, en el caso de Brasil, por último, también hay aperturas con África. Una reflexión profunda sobre estas aperturas debería llevar a restablecer equilibrios perdidos, develar zonas oscuras, establecer los intereses y representaciones sociales que legitiman, naturalizan las dominaciones políticas y económicas. Es decir, que si se pretende una comunicación más democrática y participativa, habría que replantear el debate de la dependencia cultural de los 60 ahora, integrando el tema de las tecnologías de la información y la comunicación, y pensar cómo las posibilidades que éstas ofrecen contribuirían a equilibrar las diversas aperturas culturales propias e, incluso, a crear aperturas inéditas ligadas a los espacios virtuales.

Por último, puesto que la cultura nunca es una esencia, tenemos pendiente la reconstrucción del relato indígena y africano en América Latina, así como el análisis de ‘la posición de ese/esos grupo/s en el sistema mundial’. Ya en 1970, Beltrán definió a América Latina como un “continente incomunicado” (citado por Barraquero, 2014, p. 28). Esa incomunicación, es un aspecto de nuestra mirada descentrada, de ese sentimiento de marginalidad que nos lleva a buscar el centro por fuera de nosotros mismos, en otras palabras, de un ser y de un saber colonizados. Una comunicación intercultural tendría que establecer los vínculos históricos entre los grupos que han habitado el continente sin desconocer las tensiones, conflictos e inequidades; pero buscando tender puentes y encontrar formas de estar juntos, más allá del simple reconocimiento de la diferencia.

Todo ello implica que la tarea de evidenciar los quiebres del capitalismo global no corresponde únicamente al Tercer Mundo; ni se puede abordar únicamente con categorías ‘autóctonas’ de los denominados ‘pueblos originarios’, mucho menos ahora cuando la mayoría de esas problemáticas ignoran las fronteras políticas y se desplazan en espacios de informalidad o de ilegalidad —da igual si se trata de un derrame de petróleo que de un grupo de africanos o sirios llegando a Europa o de niños chinos produciendo para una multinacional sin garantías ni derechos—. Tampoco se considera, como afirma de Sousa Santos (1998), que de las identidades y lealtades étnicas y religiosas “puedan brotar tanto energías constructivas como energías destructivas” porque para plantear el horizonte de “tolerancia discursiva” que el autor postula, con la consiguiente “interacción más horizontal entre alternativas epistemológicas, culturales y sociales” (p.419), es necesario no un relativismo cultural, sino que cada cultura se relativice a sí misma en el diálogo con la otra, para hacer posible una comunicación intercultural. Plantear la identidad en términos de lealtades no es la mejor vía para abrir el debate y sí señala el camino a los fundamentalismos y totalitarismos que caracterizan a algunas de las opciones con las que el Tercer Mundo se enfrenta a Occidente. La identidad podría ser, entonces, un espacio de encuentro en donde lo latinoamericano se defina desde una diversidad no jerarquizada, que evite los absolutos y reconozca las aperturas que deben operarse para construir la solidaridad.

Hacia la expansión de la comunicación democrática

En una entrevista concedida por Luis Ramiro Beltrán en 2011, el investigador lamentaba que los planteamientos de la comunicación democrática que tanto él como otros investigadores latinoamericanos habían desarrollado, “no consiguieron alcanzar su máxima meta, que era democratizar la comunicación para que contribuyera a democratizar la sociedad”, principalmente porque “los propietarios y los directores de los medios…se opusieron…a los cambios propuestos”. Pero también, porque la “prédica quedó muy confinada al ámbito académico”: “Nos hizo falta acercarnos a las agrupaciones del pueblo… a asociaciones de periodistas… maestros, universitarios e incluso líderes políticos progresistas”, añadió. (p.173).

Esta afirmación señala el limitado impacto en la sociedad de las teorías democratizadoras de la comunicación y, simultáneamente, establece una de las tareas fundamentales que tienen hoy los investigadores en comunicación: incidir en la formación de los comunicadores, especialmente de los periodistas, para alterar las rutinas productivas existentes y hacer que el legado de la comunicación latinoamericana salga del espacio cerrado de los medios alternativos, populares o comunitarios y afecte, de algún modo, los medios públicos y privados que construyen las relaciones entre el Estado y la ciudadanía.

Por eso, si bien es importante preguntarse por la incidencia que tienen los medios alternativos, es decir, por “el peso de su presencia y de su influencia en la sociedad, los procesos que genera(n), la mella que hace(n) para provocar un cambio a favor o en contra de algo…” (Geerts & van Oeyen, 2001, p. 43); también hay que preguntar cómo se pueden crear estrategias para incidir en aquellos actores sociales que no constituyen las audiencias de estos medios.

De ahí que el análisis realizado a los medios de comunicación desde la academia, no puede colocar las responsabilidades por la calidad de la información, solamente en los dueños de los canales y en sus periodistas. La academia debe asumir su responsabilidad frente al hecho de que es ella la que forma a la mayoría de los periodistas, por tanto, tiene responsabilidad en la definición de democracia que sustenta el trabajo periodístico y, en general, de la comunicación.

Se ha indagado poco por el sistema de valores que lleva a tantos periodistas a producir una información que mantiene la incomunicación entre el Estado y la ciudadanía. Tampoco se ha abordado un estudio sobre el concepto de ‘libertad de prensa’ en el contexto de los países que han hecho una apuesta por gobiernos opuestos a la agenda neo-liberal, en donde el ejercicio de la libre expresión se verifica, simplemente, como un espacio de oposición sistemática a los procesos de inclusión social o a medidas que contrarían los intereses de la agenda neo-liberal y de las clases que la representan.

En este sentido, los retos políticos que impone la existencia de la denominada pobreza crónica, sumados a las situaciones de violencia e inestabilidad política, al descubrimiento continuo de casos de corrupción en las instituciones del Estado, a la ausencia de servicios públicos de calidad, exigen que la comunicación, en general y el periodismo, en particular, asuma el punto de vista de los grupos vulnerables que son los que requieren mayor atención por parte del Estado, incidiendo en la construcción de políticas públicas inclusivas basadas en la solidaridad y la equidad.

Pero mientras los gobiernos usen los medios públicos para comunicar sus acciones y los medios privados sigan utilizando al Estado como la principal y casi única fuente noticiosa, las narrativas de la esfera pública seguirán transmitiendo una versión recortada de la democracia y la comunicación participativa, será una práctica de medios alternativos o populares con incidencia muy limitada en las políticas públicas y en la toma de decisiones.

Como recuerda Beltrán (2011) en la citada entrevista, la comunicación alternativa tuvo experiencias inspiradoras que lograron “que sectores considerables del pueblo pudier(a)n llegar a ser protagonistas autónomos y activos de la comunicación…” (p. 175) Entre estas experiencias destaca la de Radio Escuelas de Sutatenza en Colombia, vinculada al trabajo que hizo la Iglesia Católica por la democratización de la comunicación en los años sesenta y setenta; y las radioemisoras sindicales de los trabajadores de la industria minera en Bolivia. De ellas, derivaron dos agrupaciones internacionales importantes: ALER Y ERBO (Beltrán, 2011). Estas agrupaciones han evolucionado y replanteado sus fundamentos y prácticas a la luz de las nuevas condiciones políticas y económicas e incluso, se han preguntado, por la legitimidad misma de su existencia en el nuevo orden mundial. La respuesta afirmativa a la necesidad de continuar trabajando, no sin replantear y reestructurar sus objetivos y métodos, reside, precisamente, en que el proyecto de “democratizar la comunicación para democratizar la sociedad” sigue vigente; y la pobreza continúa siendo el reto fundamental que no podrá resolverse mientras los planes para erradicarla provengan de las instituciones del Primer Mundo.

En un escenario comunicativo en donde ni los medios públicos ni los privados dan la voz a la ciudadanía, hacer de los medios alternativos espacios centrales de la comunicación puede contribuir a resolver la precariedad informativa que resulta de acatar los dictámenes del sistema-mundo. Como muestra el estudio sobre las radios populares de Geerts & van Oeyen, (2001), a las radios comunitarias en el continente se les ha mantenido en la ilegalidad o ‘alegalidad’, y cuando se han legalizado (casos Colombia, Chile y El Salvador), las legislaciones no están destinadas a fortalecerlas. Ello revela el potencial que estos medios tienen y la academia estaría en la obligación ética de contribuir a encontrar estrategias comunicativas para que sus discursos incidan en los ciudadanos.

El “cambio de discurso” de los medios alternativos que han dejado de hablar de “los pobres, los explotados, el pueblo” para hablar de “los/las ciudadanos/as” (Geerts & van Oeyen, 2001, p. 66) muestra cómo el camino hacia convertirse en discurso central está en la agenda de la comunicación democrática y participativa entendiendo que no se trata de impactar solo a los grupos más vulnerados, sino de construir vínculos entre los diversos sectores para transformar las relaciones entre la ciudadanía y los gobiernos del continente.

Como nos muestra la historia reciente, los proyectos políticos opuestos a la agenda neo-liberal son extremadamente frágiles; y los medios transnacionales han sido actores importantes en esta fragilidad. La periodista Vicky Peláez, lo explica lúcidamente cuando dice que la oposición a la permanencia de Evo Morales en el gobierno, nació en Washington, pero que fue orquestada por “las organizaciones indígenas subvencionadas millonariamente por las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) norteamericanas, los izquierdistas, en su mayoría trotskistas…, los oligarcas, la nueva clase de la burguesía indígena, los tradicionales opositores de la derecha y los medios de comunicación locales al servicio de la prensa globalizada” (2016).

La revisión sobre cómo se ha narrado la historia de América Latina debe estar en la agenda de una comunicación democrática. Sin embargo, no es posible pretender resguardar una esencia indígena que ya la Modernidad alteró, ni proponer visiones en negro y blanco en las cuales todo lo que heredamos de Occidente ha constituido nuestro infortunio.

Si América Latina es un continente “incomunicado”, no lo es solo en términos de un presente geográfico, sino de un pasado histórico. Ello ha hecho imposible la construcción de una identidad latinoamericana que, sin invisibilizar las diferencias, apunte a proyectos comunes para el futuro.

Los programas de comunicación como espacios de una comunicación “otra”

En el escenario de la universidad neoliberal, las instituciones de educación superior han estandarizando el proceso de enseñanza/aprendizaje y han orientado de forma unívoca la comprensión de su papel en la contemporaneidad. Ello conlleva riesgos que deben formar parte del debate académico. Como afirma Quiroz, citando a Sassen, “la estandarización de nuestra enseñanza universitaria y de nuestra producción científica nos llevará a universidades sin debate, investigaciones sin compromiso y un sistema académico sin pensamiento” (2017, p. 771) En el mismo sentido, Lander ya había denunciado que en la universidad “la formación profesional, la investigación, los textos…, las revistas…, todo apunta hacia la sistemática reproducción de una mirada del mundo desde las perspectivas hegemónicas del Norte”. (Citado por Castro-Gómez, 2007, p. 65).

En el caso específico de las facultades de comunicación, el análisis de las propuestas emancipatorias desde las Ciencias Sociales y la Comunicación, podría comenzar por eliminar los compartimientos entre las asignaturas de investigación y las asignaturas que preparan para la práctica de la profesión; habría que someter cada una de estas materias a una auto-reflexión sobre la concepción de comunicación que subyace a sus prácticas. Los programas de Comunicación Social se componen, básicamente, de cuatro áreas casi en competencia: primero, las asignaturas que preparan para el ejercicio en los ‘medios periodísticos’, dedicadas a la producción de contenidos televisivos, radiales o escritos y, más recientemente, a la creación de contenidos para las nuevas plataformas que ha hecho posible Internet; un segundo espacio la ‘comunicación empresarial’, creada para que divulgue o posicione el discurso de la compañía en la sociedad, la cual, en algunos casos pretende, aprovechando el rótulo de ‘comunicación organizacional’, adaptarse a organizaciones no gubernamentales o instituciones estatales. Por último, está el área de la ‘comunicación audiovisual’, más preocupada, por lo general, por propuestas estéticas o sociales. Estos tres escenarios tienden a ignorar el ‘escenario investigativo’, como si la discusión por la comunicación a secas no les compitiera y como si sus productos no respondieran a un fundamento teórico y a unos intereses políticos y económicos. Estos escenarios enfrentan, además, el veloz desarrollo tecnológico que, muchas veces, pone en duda sus fines, alcances, tareas, funciones y de paso les impone, retos, conquistas y mercados.

Construir vínculos entre estas áreas es una tarea que se podrían caracterizar como ‘promover la conciencia de la comunicación’, lo cual llevaría a comprender que a todos los que se encuentran en este campo de estudio, les corresponde pensar los valores e intereses que sustentan las prácticas, entender los contextos en que se mueven; y en que se debe desarrollar la capacidad de contribuir a interpretaciones más justas e iluminadoras sobre los fenómenos del tiempo actual. Vivimos de afanes cotidianos: los de la guerra, los de la intolerancia, la inseguridad, las violaciones, los maltratos, la coerción, la corrupción y todos ellos, están cruzados por el discurso de la colonización del saber y del poder. Pero ante un saber colonizado, no es posible superar el estrecho vínculo con la economía y emancipar la imaginación, de manera que el desarrollo y los avances transciendan las aulas o las publicaciones y construyan propuestas discursivas abiertas y diferentes a las de hoy.

Una segunda propuesta consiste en transformar las perspectivas con las cuales se enseñan las teorías de la comunicación producidas en América Latina. Si se exceptúan los programas con claro énfasis en la comunicación para el desarrollo o el cambio social, las teorías producidas en el continente se enseñan dentro de un cúmulo de contenidos entre los cuales las audiencias-estudiantes pueden escoger según sus gustos o inclinaciones. Pero la teoría producida en el continente no puede estudiarse como una posibilidad más de entender la comunicación. Sus contenidos, propuestas y reflexiones deben ser centrales para el comunicador en formación y las prácticas deberían ser confrontadas por estas teorías.

Si se propone decolonizar la sociedad, a quienes lideran los programas de Comunicación les corresponde fomentar la apropiación autovalorada de los aportes; plantear otros indicadores de evaluación y publicación que impacten las realidades; crear revistas que gocen de más lecturabilidad que de prestigio; conformar grupos de investigación multi, inter y trans disciplinarios; crear eventos que concreten acciones; impactar lo local sin perder la mirada global; renovar las resistencias que se gestaron desde el movimiento de la democratización de la comunicación; y promover la movilidad estudiantil en el Sur para que el discurso colonial europeo no sea el imperante.

Es necesario promover una América Latina en la memoria y en la imaginación de nuestros comunicadores; el giro es ahora porque la universidad sometida a las políticas liberales, se está mordiendo la cola y está perdiendo su razón de ser. Así las cosas, bien podrían las empresas formar a los futuros profesionales, ya que, si se trata de enseñar competencias laborales y de producir conocimiento útil, las empresas estarían en mejores condiciones para lograrlo. Lo que no están en condiciones de hacer es proponer acercamientos críticos a la realidad e interpretar la complejidad de las relaciones y comunicaciones humanas. La universidad debe ser un espacio de construcción de utopías, y la comunicación debe proveer las herramientas para sentirlas posibles.

Valorar laa herencia es también, apostar por una comunicación intercultural en la que las identidades no sean absolutos con el fin de que puedan dialogar entre sí reconociendo valores y legados, pero también fracturas. En este último aspecto, es fundamental posicionar a las culturas indígenas y afrodescendientes en los dispositivos centrales de comunicación, propósito al que pueden contribuir las tecnologías de la información y comunicación.

Experiencias como la Universidad Intercultural de las nacionalidades y pueblos indígenas en Ecuador, creada “como una co-construcción intercultural de teoría, reflexión y práctica” y “como una forma de sacudir el yugo colonial, de confrontación intelectual con el neocolonialismo, de revalúo de conocimientos que durante milenios han mantenido la coherencia y la personalidad del pueblo andino…” (Walsh, 2007, p.51), se han debido convertir en modelos a seguir de una comunicación y de una pedagogía otras. Sin embargo, la universidad fue cerrada por no ajustarse a los indicadores de evaluación de las universidades occidentales. Torres (2015).

Ello muestra el alejamiento de procesos de auto-reconocimiento e impone a la comunicación tareas ineludibles. Así, textos como “La comunicación antes de Colón. Tipos y formas en Mesoamérica y los Andes” (Beltrán, Herrera, Pinto, & Torrico, 2008) deberían ser referencia obligada en todos los programas de comunicación del continente como una forma de apropiarnos y de valorar de nuestro pasado.

Esta tarea tiene otra que le es complementaria. Es necesario aprender a dialogar con el eurocentrismo reconociendo que, como pensamiento situado, presenta limitaciones e inequidades, pero reconociendo también que la crítica eurocentrista a la Modernidad ha aportado conceptos clave para repensar nuestra realidad social e histórica. La comunicación intercultural impone, por su misma naturaleza, abolir los totalitarismos. Pero, además, una reconciliación con el Occidente que somos, es también reconstruir nuestra identidad. El colonialismo debe ser superado; pero la Colonia es una parte de nuestra herencia histórica que tenemos que asumir y reinterpretar.

Por último, se encuentra el complejo escenario que apenas estamos empezando a comprender de los universos virtuales. Este entramado de redes sociales que ocupan el espacio público, donde se ventilan la vida privada, las quejas ante el Estado y donde el Estado mismo enfrenta sus debates políticos, donde el mercado vende los productos de consumo y donde se intentan resolver la espiritualidad y el amor, son los espacios cotidianos de una sociedad que vive en sincronismos y anacronismos, en los que las agendas mediáticas no cambian de enfoque sino de red y en donde habitan nuestros estudiantes de comunicación sin acabar de entender el mundo real.

Conclusión

La universidad y en ellas, los programas de comunicación tienen la tarea de pensar cómo plantear una nueva epistemología que se sobreponga al constante cambio de los avances tecnológicos y que plantee sus alcances y concepciones desde una propuesta académica en la que no resuelva la enseñanza como Tecné, en la pueda ser encontrado el sentido para comprender la realidad y los conflictos sociales en una amplia esfera en la que la multiplicidad de voces sea tan válida como la multiplicidad de discursos.

La Universidad en América Latina ha enfrentado cambios drásticos en los últimos 50 años. Su dilema ahora está en decidir si contribuye al fortalecimiento de lo público, que se ha visto tan debilitado durante las últimas décadas o si, por el contrario, como lo cuestiona Castro-Gómez, se convierte “en una empresa capitalista que ya no sirve más al progreso material de la nación ni al progreso moral de la humanidad, sino a la planetarización del capital” (2007, p. 85) funcionando como una empresa prestadora de servicios educativos a donde indiquen o requieran las empresas o los gobiernos de turno.

Una visión más esperanzadora recuerda que los seres humanos —nos permitiremos esa generalización occidental— encuentran los caminos allí en el punto mismo en donde parecen perdidos; y que, en América Latina, después de 500 años de desigualdades y frustraciones, asoman intentos por recuperar una identidad que no sea marginal ni solo de resistencias. Una identidad afirmativa que se apoye en los saberes tradicionales, pero también en las inéditas solidaridades que producen nuevos grupos sociales en el cambiante universo contemporáneo.

Hemos empezado a comprender que el centro es una ilusión de la mirada; que el margen es el centro de quien lo habita; y que la historia es una ficción que se configura de acuerdo con nuestros sueños o con nuestros miedos y que esos sueños o miedos se construyen desde los diálogos y las diferencias; desde las memorias que se recuperan y desde las imaginaciones que se permiten.

Agradecimientos

No es azar, pero esto es materia de otro estudio, que algunos de los países menos democráticos del mundo, como Arabia Saudita, China, Corea del Norte, Ruanda o Uganda, estén en dichos continentes.

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Notas

* Artículo de reflexión.

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: kellpozo@gmail.com

Información adicional

Cómo citar el artículo: Flores Prieto, P. y Pozo, K. (2018). La comunicación en América Latina: un debate pendiente más allá de las resistencias. Signo y Pensamiento, 37(72). https://doi.org/10.11144/Javeriana.syp37-72.camd

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