Expresivos de odio institucionalizados en el discurso político colombiano. Un análisis de ‘guerrillero’, ‘castrochavista’, ‘vándalo’ y ‘gente de bien’*

Hatred Expressives Institutionalized in Colombian Political Discourse. An Analysis of ‘Guerrilero’, ‘Castrochavista’, ‘Vándalo’ and ‘Gente de Bien’

Expressões de ódio institucionalizados no discurso político colombiano. Uma análise sobre ‘guerrilheiro’, ‘castrochavista’, vândalo’ e ‘gente de bem’

Freddy Santamaría-Velascoa , Angélica Rodríguez Ortiz

Expresivos de odio institucionalizados en el discurso político colombiano. Un análisis de ‘guerrillero’, ‘castrochavista’, ‘vándalo’ y ‘gente de bien’*

Signo y Pensamiento, vol. 42, 2023

Pontificia Universidad Javeriana

Freddy Santamaría-Velascoa a

Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, Colombia


Angélica Rodríguez Ortiz

Universidad Autónoma de Manizales, Colombia


Recibido: 23 agosto 2021

Aceptado: 20 noviembre 2022

Publicado: 15 octubre 2023

Resumen: En el presente artículo se realiza un análisis sobre las formas en que el uso de slurs como “Guerrillo”, “Vándalo” y “Castrochavista”, así como el dogwhistles “Gente de bien”, transforma negativamente la realidad social. El uso intencional de estas expresiones conlleva a la institucionalización de prácticas de rechazo, discriminación y odio que movilizan a la colectividad en la toma de decisiones y a la realización de acciones políticas que terminan por atacar la dignidad humana y son una afrenta directa a la democracia. La institucionalización de estas prácticas discursivas da origen a una glotopolítica de orden negativo, lo que hace posible mostrar la intencionalidad de los hablantes y los compromisos pragmático-lingüísticos asumidos por la colectividad.

Palabras clave:expresivos de odio, ‘guerrillero’, ‘castrochavista’, ‘vándalo’, ‘gente de bien’.

Abstract: This article conducts an analysis of the ways in which the use of slurs such as "Guerrillo", "Vándalo" and "Castrochavista", as well as the dogwhistles "Gente de bien", negatively transform social reality. The intentional use of these expressions leads to the institutionalization of practices of rejection, discrimination and hatred that mobilize the collectivity in decision making and the realization of political actions that end up attacking human dignity and are a direct affront to democracy. The institutionalization of these discursive practices gives rise to a negative glotopolitics, which makes it possible to show the intentionality of the speakers and the pragmatic-linguistic commitments assumed by the community.

Keywords: Hate speech, 'Guerrillo', 'Castrochavista', 'Vándalo', 'Gente de bien'.

Resumo: No presente artigo realiza-se análise sobre as maneiras pelas quais o uso de slurs como “Guerrillo”, “Vándalo” e “Castrochavista”, bem como o dogwhistles “Gente de bien”, transforma negativamente a realidade social. O uso intencional de tais expressões leva à institucionalização de práticas de rejeição, discriminação e ódio que mobilizam a coletividade na tomada de decisões e a realização de ações políticas que terminam por atacar a dignidade humana e são uma afrenta direita à democracia. A institucionalização destas práticas discursivas dá origem a uma glotopolítica de ordem negativa, que permite mostrar a intencionalidade dos falantes e os compromissos pragmático-linguísticos assumidos pela comunidade.

Palavras-chave: Expressões de ódio, ‘Guerrilho’, ‘Castrochavista’, ‘Vândalo’, ‘Gente de bem’.

Introducción

En 1935 Antonio Gramsci presentó “Notas para una introducción al estudio de la gramática”. Si bien Gramsci murió dejando su texto inconcluso, quedaron algunas líneas sobre la relación inexorable entre lenguaje y acción, y cómo esta se evidencia en el ámbito político. “La gramática normativa escrita es siempre, por lo tanto, una ‘elección’, una orientación cultural, o sea, es siempre un acto de política cultural-nacional. (…) no puede existir duda de que se trata de un acto político” (Gramsci, 1999, p. 229).

Por la misma época, Wittgenstein trabajaba en la fuerza performativa y las reglas sociales del lenguaje. En Philosophical Investigations dio prioridad al uso del lenguaje natural y a las acciones que este convoca. De forma paralela, Austin enfatizó en la performatividad del lenguaje, estudio en el que Searle (1969) profundizó para sistematizar su taxonomía de actos de habla, en la que la intención juega un papel esencial para transformar la realidad social.

La dimensión pragmática del lenguaje no solo atañe al uso, sino al significado, y conlleva implicaciones en la transformación del mundo social, por lo cual resulta inevitable su estudio a la hora de comprender las cuestiones sociales y la naturaleza de la realidad política, como lo muestran Searle (2007, 2010) y Rodríguez (2019). Al respecto, la enciclopedia de Stanford advierte en la entrada de “Pragmática” que aduce a los actos intencionales de los hablantes en momentos y lugares, que generalmente involucran el lenguaje (Korta y Perry, 2019). Por su parte, Morris (1994) afirma que “Desde la perspectiva de la pragmática, una estructura lingüística es un sistema de conducta” (p. 71).

La pragmática social permite entender que los discursos se constituyen en hechos sociales (Searle, 1995, 2010). Las estructuras lingüísticas conllevan acciones que se hacen explícitas en el comportamiento social. De ahí que las instituciones sociales, entre estas, la política, como lo expone Searle (2007), tiene a su base actos de habla ilocutivos que se profieren intencionalmente para dar origen a los hechos políticos.

Estos aportes sobre la pragmática y la semántica de los enunciados trabajada por estos y otros estudiosos del lenguaje han sido retomados en los nuevos análisis sobre la performatividad del lenguaje en el mundo político. Butler (1997, 2021), Croom (2011), Hedger (2012), Anderson y Lepore (2013), Bolinger (2017), Nunberg (2018), Potts (2007), Camp (2013, 2018), Frápolli (2013), Cepollaro y Stojanovic (2016), Ceporallo (2015, 2017), Pérez (2017), Ceporallo y Thommen (2019), Hess (2018, 2019, 2020) y otros más evidencian el alcance de las prácticas discursivas institucionalizadas en el ámbito socio-político. Sus estudios se direccionan al uso intencional de expresivos que al ser introducidos de forma negativa en el marco de la glotopolítica promueven un discurso violento que afecta la dignidad humana y repercuten en la toma de decisiones políticas.

Los discursos movilizan acciones en el mundo, como lo exponen Cortina (2017), Rodríguez (2019) y Butler (1997, 2021). Términos como “aporofobia”, “minorías”, “feminismo”, entre otros más, aparecen en el discurso social y, posteriormente, son movilizados intencionalmente al discurso jurídico para generar cambios en la realidad social, a través de la emisión de expresiones performativas en actos de habla declarativos y los actos de habla comisivos, como las promesas.

El ser humano interactúa colectivamente y controla sus acciones con contratos creados e institucionalizados a través del lenguaje. Las conductas llegan a ser racionales cuando siguen los juegos de lenguaje que van configurando las propias reglas (Winch, 1956). A su vez, dichas reglas mantienen un carácter abierto y flexible, debido a que permiten “la aplicación reflexiva de la experiencia pasada a nuevas clases de situación” (Winch, 1956, p. 25). No obstante, algunas de esas prácticas discursivas –que definen el comportamiento social– se usan intencionalmente para agredir, manipular y ofender a aquellos que se consideran diferentes por pertenecer a cierto grupo con el que no se está de acuerdo (Gray y Lennertz, 2020). Las expresiones de rechazo, discriminación y odio movilizan la toma de decisiones de grupos políticos y en medio de crisis sociales resultan ser mayormente efectivos a los intereses políticos de quienes los profieren intencionadamente para incentivar la polarización.

Lenguaje y conducta social

Toda comunidad social se constituye a partir del seguimiento de reglas. Las reglas son condición sine qua non de la acción misma (Brandom, 1994). Sellars (1971) desarrolla esta idea y entiende la racionalidad en la medida en que el ser humano no solo se comporta siguiendo patrones –leyes naturales–, sino obedeciendo reglas, es decir, llevando a cabo prácticas discursivas. El autor afirma que el mundo social es “espacio lógico de las razones, de justificar y de ser capaces de justificar lo que uno dice” (Sellars, 1971, p. 182).

Lo implícito se evidencia en las prácticas sociopolíticas. “Mostramos unas actitudes con las cuales expresamos que comprendemos o concebimos en la práctica nuestra conducta como gobernada por normas” (Brandom, 1994, p. 79). Este comportamiento permite entender que dar y pedir razones es esencialmente social (Santamaría y Ruiz-Martínez, 2019). Como advierte Elster (2007) una comunidad tiene “un fuerte carácter normativo” (p. 214), pues queremos tener razones para lo que hacemos. Dicha racionalidad otorga igualdad de condiciones sociales y lingüísticas a los hablantes de la comunidad (Elster, 2006).

Las prácticas discursivas constituyen e instituyen la convivencia social (Searle, 1995, 2010). Usar un lenguaje es una práctica compleja compuesta de más prácticas reguladas. El lenguaje se usa para describir las acciones que se realizan, para evaluarlas, para normativizarlas, para regularlas e institucionalizarlas. En este sentido, este termina por ser Conducta, puesto que afecta positiva o negativamente la interacción social (Searle, 1995).

El uso del lenguaje permite establecer relaciones de poder en las que se evidencia la experticia y el seguimiento de reglas. En términos searleanos (2007), pareciera imposible pensar en la existencia de estructuras institucionales como el gobierno y la guerra sin pensar en que en su base hay alguna forma de lenguaje, pues su performatividad se evidencia en el ejercicio del poder (Butler, 1997, 2021). Las personas participan socialmente al poseer un lenguaje estructurado. El conocimiento de los juegos del lenguaje y sus reglas, para ser partícipes de comunidades, permite a su vez la interacción social y lingüística con la que es posible instituir la política. Asimismo, las prácticas discursivas posibilitan interactuar e introducir cuestiones de la llamada glotopolítica (Guespin y Marcellesi, 1986; Del Valle, 2014).

Wittgenstein (2009) afirmaba que las palabras son también actos (§546), actos portadores de un recorrido histórico que designan diversas formas en las que la sociedad actúa en el mundo político (López, 2016). La fuerza de la pragmática del lenguaje se evidencia en “Formas de acción social, por ejemplo, la lucha, la competencia y en general el comportamiento estratégico, que pueden considerarse derivados de la acción orientada al entendimiento” (Habermas, 1994, p. 299). El ordenamiento lingüístico conlleva a un ordenamiento político. En palabras de Del Valle (2014), los procesos políticos y económicos, así como los de integración regional están asociados con la globalización y se alcanzan por el uso de las lenguas en los mercados lingüísticos (p. 90). “El discurso político no se puede dar sin el espectro del lenguaje; tanto el discurso moral como el discurso político están referidos a la acción humana, a la actividad misma de participar en una comunidad lingüística” (Santamaría, 2016b, p. 39). Así, el uso del lenguaje permite establecer relaciones de poder.

Las ideologías lingüísticas se convierten en ideologemas abarcadores que direccionan la toma de decisiones de los grupos sociales que las comparten (Arnoux y Del Valle, 2010). “Los componentes cognitivos (ideas, significados, actitudes, etc.) no fluyen sin rumbo por el mundo social, sino que circulan por él en forma de frases y expresiones” (Thompson, 1987, p. 517). En este sentido, el fenómeno político es un mercado lingüístico, en el que las necesidades de los hombres se armonizan por vía argumentativa (Apel, 1985).

En la medida en que asigna legitimidad a las formas lingüísticas y se determina el patrón al que deben ajustarse las prácticas, las ideologías intervienen como una dimensión de la política conformando un imaginario de la lengua e instaurando un dispositivo disciplinador. (Arnoux, 2008, p. 201)

De hecho, las ideologías determinan las prácticas políticas de los ciudadanos. “Si bien las ideologías se comparten con otros, las personas las utilizan de modo individual tal como hacen con su conocimiento del lenguaje o las actitudes de su grupo o cultura” (Van Dijk, 2006, p. 106).

Discursos del odio: decisiones y acciones de violencia

Como se advirtió en los apartados anteriores, el uso que se hace del lenguaje tiene la capacidad de crear y transformar la realidad social. No obstante, algunas de esas prácticas discursivas están enmarcadas intencionalmente en un discurso de insultos, odio y violencia que conlleva al abuso del poder creado en la interacción lingüística. Valga aclarar que no es una relación unidireccional; no solo estos discursos movilizan las relaciones de poder, sino que quienes ejercen el poder intencionan sus discursos de acuerdo con sus intereses políticos, lo que conlleva a una doble causalidad en esta relación lenguaje-política. Si bien el uso del lenguaje es condición de posibilidad de la política, quienes ejercen el poder, a su vez, crean y transforman el lenguaje y, con este, la realidad existente.

En algunos casos, la pragmática y la semántica de ciertos discursos están direccionadas a generar rechazo, discriminación y odio en los interlocutores. Discursos violentos de los cuales, en muchas ocasiones, los hablantes no llegan a ser conscientes sobre cómo estas prácticas discursivas los enmarca en un ámbito político que intencionalmente incide en sus acciones y, en ocasiones, los lleva a la polarización de un Estado al afectar o deslegitimar el proyecto de democracia.

Si bien, la mayor parte de las veces, el uso convencional del lenguaje ha permitido a los hablantes regular las acciones y crear mundos en los que el poder se instituye a través de declaraciones, acuerdos y tratados, muchos de los hablantes –aunque están inmersos en la glotopolítica– no llegan a ser conscientes de ello. No asumen un compromiso real con el uso de sus enunciados y no comprenden el alcance semántico-pragmático de los mismos; se presenta lo que Searle ha denominado gap o brechas entre la emisión y la acción. Otros tantos interlocutores aprovechan esta situación para direccionar sus intenciones en el uso y abuso del poder a través de sus discursos, a tal punto que a la larga direccionan las acciones de quienes interactúan lingüísticamente con la implementación de prácticas discursivas que introducen intencionalmente miedo y odio entre los grupos políticos, lo que direcciona al pueblo en contra de aquellos que son opositores de sus intereses ideológicos; prácticas con las que manipulan violentamente las acciones de los ciudadanos y generan crisis internas que atentan contra los sistemas democráticos.

En la actualidad, los expresivos slurs y dogwhistles se usan intencionadamente para movilizar masas políticas hacia acciones violentas y hacia la institucionalización de nuevos juegos de un lenguaje polarizante. Términos insultantes y denigrantes han llevado a padecer situaciones de violencia, sin siquiera reconocerlas como tal. Se pasa a un estado de indolencia, en el que unas vidas valen más que otras, presentándose lo que Butler (2021) ha llamado una violenta negación, pues en medio del conflicto social la pérdida de las vidas de los grupos minoritarios ni siquiera se reconocen como vidas que deban ser lloradas. Rosanvallon (2020) refiere a este problema de las mayorías frente a las minorías, lo cual lleva al problema de la polarización democrática:

Si es propósito de la democracia hacer a una comunidad dueña de su destino, no puede sostenerse únicamente en el ejercicio de un poder electoral-mayoritario. Como este poder no es más que una manifestación convencional —pero notoriamente imperfecta— de la voluntad general, esta última debe adoptar expresiones complementarias si quiere dar cuerpo al ideal democrático de un modo más consistente. (2020, pp. 26-27)

Así pues, el discurso moviliza la mezquindad y la desigualdad estructurada. Atacar o dejar morir llega a ser justificado lingüísticamente como un acto en los que la defensa de ideales supera el valor de la vida. La vida de los marginados grupos minoritarios no llega a importar en comparación con la vida de aquellos que son visibles ante el mundo social. Se acallan las voces de aquellos que se oponen y se institucionalizan prácticas en los que no se adolecen las muertes. El discurso insensibiliza la vida social. A través de las prácticas discursivas se otorga o no valor a las situaciones y a las vidas. Los casos que expone Butler (2021) sobre Eric Garner o Walter Scott ponen de manifiesto la indolencia social que ha sido generada en el discurso de odio y la desigualdad socio-política que revela el ataque contra la dignidad, aún sin considerarlo un ataque, porque “sus vidas nunca fueron vidas” (Butler, 2021). Casos como estos se viven a diario en el Estado colombiano.

Los informes posteriores al acuerdo de paz firmado en 2016 evidencian que a julio de 2020, 971 líderes sociales y defensores de los derechos humanos han sido asesinados. Tan solo en el primer semestre del año 2020 fueron asesinados 166 líderes sociales y/o defensores de derechos humanos y 36 excombatientes de FARC-EP firmantes del Acuerdo de Paz. No obstante, los medios difícilmente aluden a esto por sus criterios editoriales y son pocas las voces de la sociedad civil, la ciudadanía, la comunidad política que hablan sobre el tema. Ni siquiera la crisis de la pandemia en 2020 logró frenar este movimiento desencadenado de asesinatos: “95 líderes sociales y/o defensores de DD.HH. fueron asesinados y 82 desde el confinamiento nacional del 23 de marzo de 2020” (Indepaz, 2020). Muertes justificadas en medio del discurso popular como la muerte de un “guerrillero” más.

La violencia padecida por los grupos minoritarios llega a ser ocultada por una cortina de humo que se levanta en medio del discurso oficial del gobierno. La justificación de estos hechos está dada en términos lingüísticos al introducir intencionadamente expresiones denigrantes para hacer referencia a las personas. Términos a los cuales se les otorgan significados acordes con el contexto y con los intereses de quienes los usan. Expresiones a las que se asignan nuevos usos como en el caso de “guerrillero” o “guerrillo”, palabra que se usa de forma despectiva y que moviliza nuevos significados. La RAE define guerrillero como “Perteneciente o relativo a la guerrilla”. También complementa que la guerrilla es una “Formación militar no organizada en ejército que lucha por motivos políticos con el fin de imponer un determinado sistema político, económico y social en un lugar o país” (RAE). En el argot popular de un colombiano, su uso establece en la semántica relaciones con asesinatos, narcotráfico, extorsión, masacres, entre otros más que entran en el marco de lo violento para valorar a todo aquel que incurra en acciones de lo que se ha denominado ‘al margen de la ley’. El guerrillero es diferente al paramilitar, puesto que a este último se le relaciona como un civil que a partir de una estructura militar reivindica el uso de la violencia, de forma paralela al Estado, para proteger sus necesidades. No obstante, ambos términos han terminado en el argot popular para hacer referencia a todo aquel que se oponga a las ideas impuestas por la derecha.

La asociación de la palabra “guerrilla” con intenciones descalificantes y violentas ha llevado a que la toma de decisiones políticas se vea afectada. El plebiscito por la paz en 2016 fue una muestra de esto. Las negociaciones realizadas por años para poner cese al conflicto interno de Colombia fueron opacadas en el voto al NO del mecanismo de acción popular. La introducción de un significado despectivo para el expresivo “guerrillo” o “guerrillero” direccionó el voto. Las prácticas discursivas que asociaban estos términos como equiparables semánticamente con “asesino” fueron decisivos a la hora de llegar a las urnas. Discursos valorativos, que empezaron a circular en las redes y medios de comunicación, movilizaban las emociones de la masa de los votantes. Estar a favor del SÍ en el acuerdo de paz era estar a favor del “guerrillo” y eso significa estar a favor del delincuente.

Para el 50,21 % de la ciudadanía habilitada para decisiones políticas quien estuviera a favor de un acuerdo de paz era un guerrillero, se le descalificaba con este slurs, e implicaba estar a favor de todo lo que había hecho la guerrilla en Colombia. En los últimos discursos se direccionaba a un complot ‘fantasma’ de las posturas de izquierda que querían adueñarse del poder. Un discurso falaz y general que logró convencer –por un margen reducido– a la mayoría de los sufragantes. Mismos que –en gran porcentaje– no leyeron el Acuerdo de paz y solo se dejaron llevar por las falacias generales o “medias verdades”, que se introdujeron intencionadamente en mensajes que manipulaban deliberadamente la gramática para distorsionar la información y fabricaban evidencias por las que luego no se responsabilizaron posteriormente.

Ahora, la palabra “guerrillo” se relaciona con la persona que rechaza o se pregunta sobre el orden establecido, para lo cual manifiesta este descontento público buscando la reivindicación de sus derechos. Por supuesto, esta idea es contraria a aquellos que se autodenominan como “gente de bien”, es decir, que no son guerrilleros porque no critican o expresan su malestar frente al gobierno establecido. “Gente de bien” se posiciona cada vez más como un término que genera diatriba, polarización, que de manera performativa le estaría otorgando determinados beneficios tanto políticos como con la opinión pública, puesto que tiene el adjetivo de buen ciudadano y, ¿quién no quiere que se perpetúe lo bueno por encima de lo malo? Lo cual se relacionaría con el uso de la expresión “ese es un guerrillero”, que ha llevado a justificar una serie de muertes violentas de diferentes líderes sociales, que en algún momento pertenecieron a partidos militantes de la oposición. Matar a un guerrillero llegó a ser un triunfo del gobierno, por lo cual estaban justificadas todas aquellas muertes de jóvenes que solo décadas después fueron nominadas como “falsos positivos”. El éxito de los últimos gobiernos se reducía en mostrar un número importante de bajas de la guerrilla. Los “guerrillos” eran los que estaban en contra de lo establecido.

Es importante resaltar, de acuerdo con Botero (2017), que “varios analistas coinciden en señalar que los municipios donde el Sí se impuso son (en su mayoría) más pobres, más afectados por el conflicto, más desiguales y más alejados de la presencia efectiva del Estado” (p. 375)1. Con el discurso se agudizó la desigualdad, pues además se les valoró de forma peyorativa como “guerrilleros de izquierda”, por apoyar un acuerdo que brindaba garantías a quienes desertaron de las armas.

Luego de esta situación vivida en 2016, los slurs y dogwhistles empezaron a tomar cada vez más fuerza en el ámbito político. Para el año 2018 apareció un nuevo término introducido en el discurso, en medio de las elecciones presidenciales. Resulta paradójico, que al mismo se le hayan atribuido condiciones de verdad de acuerdo con el significado otorgado (Frápolli y Villanueva, 2015) y que en los enunciados en que se profirió el discurso fueron tan bien ejecutados que no descuidaron el uso de operadores que resultaron convincentes para la toma de decisiones.

Este término ejemplar fue “castrochavismo”. Este se introdujo justo en la etapa final de las elecciones para nominar un fenómeno fantasma que generara miedo en los sufragantes. El uso fue meramente despectivo, y a todo aquel que estuviera en contra de los planteamientos de la derecha se le calificaba como “castrochavista”. La derecha manipuló a los interlocutores con un nuevo discurso en el que afloraron falacias ad baculum, ad misericordiam . ad populum, y en la mayoría de los casos, una gran cantidad de interlocutores siguió el discurso sin siquiera preguntarse si había una definición posible o al menos con algún sentido de este neologismo. De este modo, sin analizarlo, se institucionalizó la palabra y se le otorgó un valor de verdad, pese a que el significado goza de profundas ambigüedades. Expresiones como “usted es un castrochavista” o “nos vamos a volver como Venezuela” empezaron a circular indiscriminadamente en la desinformación que pulula en las redes sociales. Ser llamado “castrochavista” no simplemente significa ser simpatizante del régimen de Venezuela y Cuba, sino que además lo equipara a cómplice de lo que en un futuro cercano podría convertirse Colombia, esto es, en otra Venezuela con un régimen autoritario, decadencia en las instituciones liberales, desabastecimiento de los productos alimentarios, censura de los medios de comunicación y sin sistema de pesos y contrapesos, entre otros. Así, aunado a “guerrillero”, se empezó a usar “castrochavista” como calificativos para insultar a los opositores en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales.

El término llegó para quedarse en el imaginario de la colectividad y afectar las ideologías, tal y como lo presentan en sus estudios Arnoux (2010) y Butler (2021). Los oyentes e interlocutores con diferentes creencias y con actitudes contrarias a las del partido que introdujo el término, interpretaron un uso dado a una expresión y, de cierta manera, lo conectaron con diferentes tipos de prácticas políticas (Hess, 2020). En este sentido, aceptaron, mediante el uso, el significado, con todo y su ambigüedad. Los slurs usados intencionalmente para calificar y discriminar a aquellos grupos que estaban a favor de los ideales del partido de izquierda empezaron a movilizar prácticas intolerantes y a justificar acciones violentas en contra de las personas. Se asumió el significado peyorativo de un insulto como parte de su condición de verdad para ser aceptado e institucionalizado (Hess, 2020).

Las implicaciones violentas del discurso intencionado con estos actos de habla evidencian no solo el uso discriminatorio e insultante que moviliza una verdad parcialmente aceptada por aquellos que estructuran sus prácticas a la luz de estas ideologías, sino también el poder que ejerce una parte de la sociedad sobre otra que intenta alzar su voz desde la oposición (Nunberg, 2018). Asimismo, se generan ambientes hostiles para aquellos que han sido directamente afectados por los descalificadores usos dados al lenguaje. Contrario a lo que propone Hess (2020), el uso de estos términos y su significado sí tienen connotaciones tanto morales como políticas. No resulta gratuita la introducción de estos expresivos en relación con otros más que unifiquen el significado que se quiere dar. No se puede desconocer el trasfondo político en el que son usados y sus implicaciones morales pues, como lo muestra Potts (2007), en el uso de un slurs hay una implicación en el mundo social. Es cierto que los significados están en relación con la pragmática, así como que se pueden dar múltiples significados a un mismo concepto, pero la intencionalidad discursiva marca el uso dado en tal o cual discurso y con esto se movilizan expresiones de odio que promueven la violencia, pues quien se adscribe a un compromiso discursivo, como advierte Brandom, “debe especificar su contenido y para hacerlo tiene que asumir varios compromisos expresivos” (Brandom, 1994, p. 589).

Un término despectivo no convoca alternativas neutrales y no ofensivas, como lo supone Hess (2020), por el contrario, es un ataque a la dignidad de la persona y en los movimientos políticos, además de agredir a colectivos minoritarios, se cercena a la democracia, pues los actos de habla que promueven los insultantes se evidencian en las urnas y en la creación de nuevos discursos declaratorios que se usan para gestionar cambios en las decisiones de un Estado. Resulta innegable que el background que está de fondo al discurso del odio y violencia tiene un contenido de creencias e ideologías políticas, aunado a que los insultos se introducen de forma intencional no solo para calificar las acciones de un grupo de individuos, sino para movilizar sus acciones de manera deliberada de acuerdo con los intereses de quien profiere el discurso desobligante. En palabras de Hom (2010), Anderson y Lepore (2013), Camp (2013), Hom y May (2013), Jeshion (2013a, 2013b) y Nunberg (2018) intencionalmente se seleccionan estos términos y se profieren discursos insultantes contra grupos sociales que tienen aptitudes comunes, que están en oposición a las ideologías de quienes los profieren.

Miembros de grupos que, como lo exponen Gray y Lennertz (2020), a través del discurso se dan cuenta que han sido catalogados de cierta forma en virtud de una humillación social y a menudo se revelan contra formas de maltrato y violencia que han padecido por quienes ejercen el poder dominante. Prácticas discursivas que cumplen un papel fundamental en la constitución de una identidad política, y que pueden “dar forma a acciones individuales y colectivas que toman los grupos contra los opresores, entre estas se halla apropiarse del discurso para referirse al grupo del bando contrario” (Gary y Lennertz, 2020, p. 1). Este el caso de términos como “guerrilleros”, “vándalos”, “vagos”, “delincuentes” y “terroristas”, que circundan en medio de las manifestaciones que se han presentado desde el 28 de abril de 2021 en Colombia. Calificativos que en inicio fueron usados por el argot popular y replicados por los medios de comunicación para referirse a los manifestantes que bloquean las calles o arremeten en contra de un bien público.

Los acontecimientos de las manifestaciones transcurridas entre abril y mayo de 2021 en Colombia dejan ver el descontento de un pueblo frente al uso y abuso del poder. Un nuevo discurso declarativo ha dado forma a reformas –tributaria y de salud– que afectan directamente a los menos favorecidos. La institucionalidad del discurso ha movilizado acciones de manifestantes que levantan su voz frente a lo que se considera un ataque a los derechos fundamentales, como lo son la vida, la salud y la educación. La ola de manifestaciones ha evidenciado un uso del discurso en el que la derecha moviliza, de nuevo, los términos anteriormente enunciados.

El calificativo de “vándalos” empieza a ser asociado intencionalmente con el término “guerrilleros”, “asesinos”, “castrochavistas”, “socialistas” y otros más, que para el gobierno de turno y sus seguidores no son “gente de bien”. En inicio estos expresivos fueron usados en trinos discursivos en las redes y medios de comunicación por los seguidores del gobierno actual para justificar la imposición de las reformas y evaluar las acciones destructivas y “delincuentes” que se presentaron dentro de las manifestaciones. Atacar a los “vándalos”, a los “inadaptados de la oposición”, a los marchantes, como los presentan algunos medios de comunicación como El País,Semana (2021, 1.. de mayo), ifm noticias.com2 es la expresión que justifica la militarización del país y las muertes de todos aquellos que estén en contra de los ideales políticos (Mejía, 2019). Se ha vuelto común escuchar en medio de las protestas “No son estudiantes, son vándalos y guerrilleros” (Ricaurte-Gonzáles, 2018).

En un alto porcentaje, 94,3%, de los jóvenes fueron detenidos en Centro de Atención Inmediata o en estaciones de Policía sin abrir un proceso jurídico. Según la campaña Defender la Libertad en algunos de estos casos se ha informado de situaciones de tratos crueles y degradantes durante la detención. Para Germán Ortiz, director del Observatorio de Libertad de Expresión de la Universidad del Rosario; Carolina Cepeda, doctora en Ciencia Política, el abogado Óscar Ramírez, de la Campaña Defender la Libertad y el profesor de la Universidad del Tolima, Jorge Wilson Gómez, la violencia que sufren los jóvenes en medio de las protestas está relacionada al mito de que el estudiante que protesta es un vándalo. (…) situación que reafirma Carolina Cepeda “quienes protestan usualmente lo hacen en contra del poder establecido, lo hacen en contra del orden que está imperando y que automáticamente les da unos calificativos negativos como ‘vándalo’, que es el término que más se usa en los últimos meses”. (Rutas del Conflicto, 2019)

El término ha tomado cada vez más fuerza en el discurso desde el plebiscito de 2016. Es así como para el actual ministro de defensa, Molano, los manifestantes han sido “Un grupo de vándalos persiste en bloquear esta vía esencial. Nuestra fuerza pública va a permanecer allí, actuar con toda contundencia para garantizar la movilidad en ese corredor estratégico de la ciudad” (El País, 2021). En este caso, bloquear una vía a causa de una manifestación, además de ser vandalismo, justifica las acciones violentas que se han generado en los últimos días por parte de los militares hacia los marchantes. Este discurso insultante para referir a los marchantes devela que para este servidor público el bloqueo generado por la marcha expresa, es una afrenta a los derechos humanos, ante lo cual, la fuerza pública está autorizada por el gobierno para disparar a la ciudadanía, causar daños físicos, sembrar terror o hasta causar la muerte. “Los vándalos no van a seguir bloqueando a Colombia (…) Qué bueno que en este momento todos rechacemos el vandalismo y el bloqueo, porque eso afecta los derechos de todos los colombianos” (El País, 2021). Una fórmula con expresivos que al calificar e insultar convoca y justifica acciones violentas que hasta la fecha en dos semanas de manifestaciones deja cifras alarmantes de represiones y afrentas a los derechos humanos, entre ellas más de 19 muertos y cientos de heridos a causa de los ataques del ESMAD (Turquewitz, 2021). Como lo expone Ortíz-Ocampo (2021), el discurso del odio resulta ser una estrategia política para desviar la atención y deslegitimar la protesta:

No es casual que se haya reducido en los medios de comunicación el problema central de las protestas al vandalismo y el terrorismo (…) las cifras del DANE así lo corroboran: 21 millones de colombianos y colombianas en situación de pobreza y 7,47 millones en pobreza extrema. Frente a este panorama tan crítico y a la indignación de distintos sectores sociales, la respuesta que estamos viendo es la del despliegue del discurso de odio a través de todos los medios del poder del Estado para deslegitimar la protesta. (Ortíz-Ocampo, 2021)

No obstante, la oposición no ha tardado mucho en manifestarse con una reacción lingüística, la misma que ha llevado a mostrar con el uso de las expresiones introducidas por los seguidores de la derecha, nuevos usos de los términos para referir los actos “vandálicos” generados por las fuerzas militares y de los gobernantes de este bando del poder (Rutas del Conflicto, 2019)3. Discursos y acciones que evidencian la polarización del pueblo que reclama por la valoración de la vida.

A través del discurso se institucionaliza la memoria histórica de un pueblo agobiado4, al igual que con el discurso se amplía el uso de un expresivo como “vándalo” y por ende su significado5. El vandalismo no solo se convierte en un eje del engranaje del discurso para referirse a la destrucción de los bienes públicos, sino de los bienes más preciados y esenciales, como es el caso de la vida y los derechos fundamentales como el de la salud y la educación. “Vándalos” y “terroristas” son aquellos que atacan a la ciudadanía durante las manifestaciones dejando decenas de heridos y de muertos en su intento por defender a los menos favorecidos. Para los manifestantes “vándalo” es quien a través del poder institucionaliza nuevos tratados que atentan contra el pueblo que está representando. El lenguaje de la no violencia urge para visibilizar lo invisible y con este se dan nuevos nombres y significados a los fenómenos sociales que se presentan (Butler, 2021).

Los estudios realizados y publicados por Rutas del Conflicto (2019) permiten evidenciar que desde el 2014 estos periodistas han registrado en profundidad más de 700 masacres perpetradas en Colombia desde 1982 durante manifestaciones. En un informe presentado durante las manifestaciones de 2019, se analizan más de 27 allanamientos realizados a jóvenes vinculados a colectivos artísticos, medios de comunicación alternativos y movimientos sociales, dos días antes de comenzar el paro en ese año (Rutas del Conflicto, 2019).

Ante este giro frente al significado y uso de términos como “vándalo”, “desadaptado social” y “terrorista”, que acabaron por ser usados por ambos grupos sociales para hacer referencia tanto a las acciones del gobierno como para las de los detractores, urgía uno nuevo que justificara la orden de atentar contra la integridad y dignidad de los manifestantes, uno usado en los últimos veinte años en Latinoamérica para justificar las decisiones de los ataques en contra de la población civil: revolución molecular disipada, término que, si bien no está sustentado teóricamente ni política, ni filosóficamente, cada vez toma más fuerza, a través de su uso y mención por parte de los medios de comunicación, para referirse al descontento y la rebelión de lo que en inicio se consideraron grupos minoritarios (moléculas) que a la larga se fue esparciendo para sentar su protesta y estar en una guerra civil permanente, la cual justificaría las acciones estatales de ir en contra de los “insurgentes que atacan a la democracia”.

La nueva estrategia política al usar el término, como lo plantean Osorio y Montes (2021), ha sido introducida por el exmandatario Uribe Vélez para justificar la violencia policial en contra de los manifestantes. Un término creado por el chileno Alexis López y que, como lo revelan Osorio y Montes (2021), ha sido introducido por él mismo al discurso en Colombia, a través de las cátedras ofrecidas para los militares de este país, en las que ha sido invitado por el gobierno. “Para López, las protestas ciudadanas pueden ser interpretadas como movimientos de guerrillas urbanas desarticuladas que combaten ‘molecularmente al sistema para imponer su propia dominación’. Más que tomarse el poder quieren desestabilizarlo, generar caos, sin importar ‘las realidades materiales’ del país” (Osorio y Montes, 2021). En este sentido, con los constantes trinos del expresidente a través de sus redes, el gobierno ha justificado la militarización del país durante la última protesta.

De este modo, aunado a “revolución molecular” se ha ido instaurando un dogwhistles que discrimina, clasifica y a la larga descalifica: “gente de bien”. Este término hace referencia a aquellas personas con condiciones económicas, políticas y educativas privilegiadas frente a los otros a quienes se les considera vándalos. El uso de “gente de bien” ha permitido durante las manifestaciones de 2021 justificar las cifras de violencia policial6 movilizando un nuevo discurso del odio, en el que se aseveran expresiones como “si fueran gente de bien no estarían en la calle como vándalos, trabajen”. El término fue acuñado, como lo expone Guarín (2020), por “los ricos, que se autodenominan gente de bien, y que son indolentes, cínicos y auto interesados. Su único interés durante la pandemia ha sido mantener su lugar de privilegios” (2020). Un expresivo silencioso, pero igual o peor de peligroso que los slurs analizados.

Las implicaciones sociopolíticas de la pragmática y semántica de estas expresiones que surgen, en inicio, como calificativos insultantes para unas minorías llega a tal punto que, en el giro semántico dado entre los interlocutores, se movilizan acciones violentas que se justifican para mantener el orden constitucional. Cada vez que un nuevo concepto se introduce en el discurso con la intencionalidad de rechazar a los que piensan diferente, por ejemplo “castrochavista” y este es tomado, con el pasar de los años, por sus interlocutores en contra de quienes lo introdujeron7, aparece un nuevo acto de habla, del cual muchos de quienes lo usan no logran tener claro si es o no un calificativo denigrante. Se da un cambio semántico y de uso de la narrativa del odio en la interacción de los hablantes, a tal punto que acaba por ser usado por el grupo marginado para referirse a quienes lo habían usado en su contra (Gray y Lennertz, 2020). Por ello, si bien algunos de ellos en inicio aparecen como slurs, a la larga pasan a ser dogwhistles, pues no solo se usan para rechazar o calificar de forma despectiva y ofensiva, sino que en el uso performativo se convierte en un código que moviliza acciones, es decir para manipular a las masas en la toma de decisiones, lo cual conlleva a polarizaciones que resultan peligrosas para la democracia y la dignidad humana. El discurso de odio resulta ser un discurso, además de agresor, peligroso por su poder performativo.

Ahora bien, casos como el mencionado en este estudio de los términos usados en la política colombiana trascienden las fronteras. Para alcanzar el poder unipolar, por ejemplo, las grandes potencias han movilizado discursos discriminatorios, denigrantes en contra de los grupos de inmigrantes y contra las otras potencias que sienten son una amenaza. Discursos que arremeten contra la integridad de las personas, en aras de favorecer sus intereses políticos. Discursos que acaban por institucionalizarse al normativizarse en el mundo de la glotopolítica.

Institucionalización de los discursos de odio y glotopolítica

Una vez aparecen los slurs y dogwhistles y se usan intencionalmente en el discurso para atacar a personas o grupos sociales particulares y manipular las acciones de estos, estas palabras empiezan a hacer parte del vocablo común aceptado. Con las palabras, incluso con las de ficción, hacemos mundos (Santamaría, 2016a). De esta forma, “El discurso lexicográfico propone una determinada representación de la sociedad y forja un determinado imaginario nacional” (Lauría, 2009, p. 31); se empieza a institucionalizar.

Las representaciones materializadas en el instrumento lingüístico seleccionado en torno a la lengua nacional desarrollan un concepto de lengua que enuncia una finalidad identitaria de unidad nacional o de vínculo de nacionalidad […] los diccionarios producen y reproducen dichas representaciones debido al valor simbólico de autoridad de la lengua que ostentan determinadas ideologías lingüísticas. (Lauría, 2009, p. 12)

A través del discurso comienzan a circundar nuevas representaciones sociales en el ámbito político. La glotopolítica8 permite abordar una multiplicidad de prácticas discursivas que son asumidas por los usuarios dentro los diferentes universos lingüísticos, como pueden ser el Estado, las instituciones, la sociedad civil, entre otros. Lo social, desde esta disciplina, se debe entender como un espacio discursivo de usuarios políticos que participan unos con otros en las diferentes instituciones.

De ahí que los nuevos términos convocan reflexiones para la glotopolítica por su uso en el ámbito de lo público, pero ante todo en las ideologías que sustentan gran parte de las prácticas políticas. Una vez estos términos se instauran en el discurso y se institucionalizan las implicaciones del uso de los mismos, se evidencian en las acciones que se realizan en torno a los mismos. Cuando actos de habla como los analizados empiezan a circular en los imaginarios de un colectivo, empieza a su vez a formar parte de la identidad de una nación y a regular parte de las acciones de los colectivos; es decir, empiezan a hacer parte de las cuestiones de la glotopolítica, en un sentido negativo. Razón por la cual, “Enfocarlos glotopolíticamente implica analizarlos en relación con procesos históricos, cambios en las tecnologías de la palabra, nuevas relaciones entre clases dirigentes y los sectores populares, necesidades de mercado de trabajo o transformaciones en los sistemas económicos” (Arnoux y Bein, 2010, p. 338).

Podría decirse, al seguir a Molina (2019), que posesionar un discurso en la acción colectiva implica tener en cuenta conceptos centrales para su análisis, como lo son el poder, la autoridad y la legitimidad, mismos que son otorgados por los hablantes. Quizás esta sea la razón por la que los expresivos usados en los discursos de odio llegan a ser institucionalizados y aceptados por los agentes políticos para su uso, aún cuando muchos de los hablantes que los usan no llegan a ser conscientes de sus implicaciones.

El cambio de los significados de los expresivos depende del uso dado a los mismos, así como su alcance y las implicaciones políticas que se manifiesten en torno a estos. El valor de verdad y el uso de algunos slurs en el campo de la política dependen del contexto. Otros tantos llegan a universalizarse en el uso y a ser siempre usados con fines insultantes. Un término como “chicano”, que se introdujo en México, por ejemplo, para burlarse de los mexicanos inmigrantes, posteriormente fue usado para insultar cualquier mexicano-estadounidense aún cuando este no fuera inmigrante. Años después, el grupo que era señalado y discriminado con este término lo tomó como parte de su identidad y apareció el Movimiento Estudiantil Chicano de Aztlán, tal y como lo muestran Gray y Lennertz (2020). Sucede lo mismo con el término “veneco” para referirse a modo de insulto a la gente de Venezuela y qué no decir del generalizado “sudaca”, en el que se hace referencia a los inmigrantes latinoamericanos en España. Todos ellos son usados para rotular y crear un imaginario excluyente de una población, que por lo general está en situación de desigualdad económica.

Conclusiones

Las expresiones lingüísticas llegan a tener tal poder que se convierten en acciones políticas que a su vez movilizan el lenguaje para discriminar, explotar, rechazar, manipular, entre otras acciones que estén en pro de los intereses fenómenos (Cisneros y Mahecha, 2020). Aunque es preciso anotar que no todas las prácticas discursivas y acciones que se institucionalizan en el campo de la glotopolítica se dan de forma negativa o en medio de discursos discriminatorios, así como se usan actos de habla de desprecio, también los hay de colaboración no solo al interior de un territorio específico, sino para alcanzar acuerdos y uniones entre Estados que buscan un interés común.

Si bien, algunos términos inciden en la identidad política de una nación, el uso e institucionalización de los mismos puede hacer que estos traspasen las barreras geográfico-políticas y se empiecen a movilizar en un discurso global. El discurso del odio que se manifiesta en la política no es algo particular y propio de un territorio específico. Si bien los términos aparecen y son usados en contextos específicos, estos pueden ser tomados y adecuados según el uso del hablante. La pragmática del lenguaje resulta ser fundamental para ello, razón por la cual una determinada palabra resulta ser insultante en ciertos casos y en otros no (Gray y Lennertz, 2020). Un acto de habla puede tener un mismo contenido proposicional pero diferente fuerza ilocucionaria. El contexto, la entonación, los gestos y demás situación comunicativa que conforma la pragmática determinarán la fuerza ilocucionaria de la expresión (Searle, 1969), esto es, cómo debe ser entendida por el oyente. De ahí que los insultos detallados en este texto como “guerrillo”, “castrochavista” y el dogwhistles “Gente de bien” carecerían de todo sentido sin el contexto. La realidad de estos slurs y dogwhistles ratifica la fuerza que tienen en las prácticas discursivas y en su institucionalización a través del uso.

Lo anterior es un giro lingüístico que evidencia que el alcance performativo del lenguaje siempre estará ligado a la intencionalidad del hablante. De ahí la importancia de mostrar la institucionalización de los expresivos slurs y dogwhistles en los diferentes discursos sociales que se usan, como advertimos líneas atrás, intencionalmente para agredir, insultar, estigmatizar, atacar a personas o grupos sociales. Estos términos conllevan compromisos e ideologías tanto morales como políticas; en el uso de los expresivos slurs y dogwhistles hay una implicación en el mundo social, pues ellos van tomando fuerza entre los usuarios y empiezan a hacer parte del vocablo común aceptado. Esta es la responsabilidad de cada practicante (ciudadano) en la emisión de enunciados o de actos de habla que hagan patente la promesa de la democracia.

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Notas

* Artículo de investigación, reflexión y revisión.

1 Los estudios realizados por Botero (2017) retoman los análisis de Fergusson y Molina (2016), Muñoz y Herreño (2016) y Álvarez y Garzón (2016), los cuales combinan los datos electorales de la Registraduría Nacional con otros indicadores, llegando a las conclusiones sobre la abstención y los resultados durante el sufragio.

2 Un ejemplo, de cómo se usan los términos para movilizar los intereses políticos es el titular de esta noticia, del 07 de mayo, en el cual se evidencia la relación semántica entre los términos: ‘marchantes’, ‘vándalos’ y ‘guerrilleros’ A lo largo de la noticia intentan mostrar cómo no es que exista inconformidad del pueblo, sino que todo se trata de un complot ‘fantasma’. “Esto es lo que está ocurriendo con las marchas en Colombia. Así actúan los marchantes y vándalos”. Para este medio los marchantes son vándalos y a su vez son guerrilleros: “se puede encontrar una idea de la manera como los grupos desmovilizados y las guerrillas urbanas clandestinas, están actuando conjuntamente con extranjeros, en un plan claro para desestabilizar el país políticamente y lograr, en medio de la consigna de «todas las formas de lucha» que proclama la izquierda” (Ifm Noticias, 2021).

3 En Rutas del Conflicto (2019), se observa cómo los estudiantes marchantes han tomado el término usado por el gobierno y los medios de comunicación para calificarlos, y le dan un giro, para calificar los ataques de los grupos militares contra la población civil.

4 Si se revisa la historia política del país se pueden encontrar otros calificativos anteriores. Para la época bipartidista, por ejemplo, los liberales tachaban de “godos” a todos aquellos que seguían los ideales del partido conservador. Y en el caso de su opuesto la afrenta era ser “un rojo”. Posteriormente, apareció el término “paraco” con un significado similar a “guerrillo”. Si bien este expresivo apareció para calificar a los grupos armados al margen de la ley, en la actualidad el término se utiliza en el discurso de los detractores del gobierno para calificar las acciones del expresidente Uribe Vélez.

5 De hecho, como lo muestran los estudios publicados en Rutas del Conflicto (2019), la historia de la política en Colombia deja ver una serie de expresivos insultantes anteriores a este término que han sido usados para referirse a los estudiantes. Mismos que han servido para justificar al gobierno de turno los ataques contra el pueblo que se moviliza en oposición. Mucho antes, de la manifestaciones de los últimos cinco años se había estigmatizado a los estudiantes y manifestantes con otros términos.

6 En el boletín actualizado de Indepaz entre abril 28 y mayo 07 de 2021 se reportan 47 personas asesinadas, 973 detenciones arbitrarias, 12 casos de violencia sexual, 548 desaparecidos, 28 víctimas heridas en los ojos, 278 agresiones por la policía (Indepaz, 2021).

7 El término “castrochavismo”, usado en relación con otros como “socialista” y “guerrillero”, fue creado y usado por la derecha para generar miedo colectivo durante el periodo de las elecciones presidenciales de 2018. Se empezó a usar para hacer referencia a dos tipos de gobierno –el gobierno del presidente Hugo Chávez (Venezuela) y del presidente Fidel Castro (Cuba)– que han sido asociados por sus ideologías con el socialismo y que a la larga han sido dictaduras. Así, todo aquel que se opusiera a las ideas conservadoras, sería un “castrochavista” un “socialista”, un “guerrillero” que atacaría la democracia. Un término que se justificó por sus creadores, para hacer referencia al candidato opositor, dado que había sido guerrillero y amigo de estos dos mandatarios de países vecinos. El miedo colectivo generado por este calificativo movilizó las acciones en las urnas, en su momento. No obstante, tres años después, en las manifestaciones que iniciaron en abril de 2021 ha sido tomado por el grupo social contrario y aplicado como calificativo en contra del gobierno de turno y sus seguidores que fue quien lo creó. Las acciones violentas del gobierno, que se posesionó en 2018, contra la ciudadanía opositora ha llevado a que en el discurso de los manifestantes se use el término para referirse al gobierno derechista, en especial para calificar las decisiones que atentan contra los menos favorecidos, como lo son las reformas (tributaria, a la salud y a la educación). El significado original y el uso del término ha variado. Ahora se usa para hacer referencia a las acciones injustificadas que realiza el gobierno de derecha al imponer nuevas normativas y justificar ataques en contra de aquellos que alzan su voz de oposición, como las muertes de los líderes sociales, de los manifestantes y el ataque militarizado a la población civil.

8 La glotopolitica se presentó inicialmente en propuestas anglosajonas bajo el termino “glottopolitics”, en autores como Robert Hall y Einar Haugen, todo ello desde la lingüística aplicada. Pero en el mundo continental en donde propiamente el termino «glotopolítica» cobra fuerza. En1986 se uso por los socio-lingüistas Jean- Baptiste Marcellesi y Louis Guespin en un extenso artículo titulado Pour la Glottopolitique. Para los autores franceses la glotopolítica aborda los diferentes hechos políticos y su relación con nuestras prácticas lingüísticas (Guespin y Marcellesi, 1986).

Notas de autor

a Autor de correspondencia. Correo electrónico: freddy.santamariave@upb.edu.co

Información adicional

Cómo citar este artículo: Santamaría-Velasco, F., y Rodríguez Ortiz, A. (2023). Expresivos de odio institucionalizados en el discurso político colombiano. Un análisis de ‘guerrillero’, ‘castrochavista’, ‘vándalo’ y ‘gente de bien’. Signo y Pensamiento, 42. https://doi.org/10.11144/Javeriana.syp42.eoid

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